Inteligencia salvaje - Franco Vaccarini - E-Book

Inteligencia salvaje E-Book

Franco Vaccarini

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¿Cuánta tecnología se necesita para vivir mejor? ¿Es posible que la inteligencia artificial resuelva los problemas y nos acerque a la naturaleza?  En Las Cumbres, la fábrica Épsilon —escondida en lo profundo del bosque— promete prosperidad. Sin embargo, algo inquietante ocurre: los animales se comportan de manera agresiva, y hasta los árboles parecen actuar de forma extraña. Los estudiantes de la secundaria Milche visitan Épsilon en busca de respuestas, pero solo encuentran más preguntas.  Emma, nueva en la ciudad, salva a Leandro del insólito ataque de un águila. Juntos se verán envueltos en un misterio que los embarcará en la búsqueda de la verdad detrás del proyecto Pequeña Leda. 

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Veröffentlichungsjahr: 2025

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¿Cuánta tecnología se necesita para vivir mejor? ¿Es posible que la inteligencia artificial resuelva los problemas y nos acerque a la naturaleza? En Las Cumbres, la fábrica Épsilon —escondida en lo profundo del bosque— promete prosperidad. Sin embargo, algo inquietante ocurre: los animales se comportan de manera agresiva, y hasta los árboles parecen actuar de forma extraña. Los estudiantes de la secundaria Milche visitan Épsilon en busca de respuestas, pero solo encuentran más preguntas. Emma, nueva en la ciudad, salva a Leandro del insólito ataque de un águila. Juntos se verán envueltos en un misterio que los embarcará en la búsqueda de la verdad detrás del proyecto Pequeña Leda.

Franco Vaccarini nació en Lincoln, provincia de Buenos Aires, en 1963 y vive en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires desde 1983. Estudió periodismo, pero eligió dedicarse a escribir ficción. Publicó más de ochenta títulos, entre los que se destacan cincuenta novelas juveniles y numerosas versiones de clásicos. Obtuvo premios y reconocimientos y también fue publicado en México, Colombia, Brasil y España con obras como Sin batería, Cómo bañar a un marciano, Los socios del Club de Pescadores, Qué asco de vida, Algo que domina el mundo, entre otras. Dirigió la colección Galerna Infantil. Cada año viaja por las provincias argentinas para encontrarse con sus lectores en ferias del libro, establecimientos educativos y librerías.

Bel Luppi (María Belén Bacigaluppi) nació en Buenos Aires en 1993. Se recibió de diseñadora gráfica en la Escuela de Bellas Artes Carlos Morel en 2018. Apasionada del arte desde chica, se formó en el dibujo a través de talleres y cursos con otros artistas. En 2015 fue finalista del Concurso de Historieta de la Biblioteca Nacional Mariano Moreno. En 2023 una de sus ilustraciones fue elegida en el concurso de señaladores de la librería internacional Book Depository. Ambidiestra, vegetariana, amante del chocolate. Le encanta leer y escribir. Su sueño es publicar sus propias historias ilustradas.

Índice

Proyecto Pequeña Leda¿Qué les pasa a las abejas?Ruidos lejanosEl visitante en el portalTormentas de la nadaEl héroeViaje a ÉpsilonUna hija revolucionariaEl bautismo de la Agencia MuydeLa red de la maderaEl huevo de la serpienteUna falla en el sistemaUn correo al Señor XMalquerido diarioModo fantasmaContactoNaturaleza extrañaAcciones peligrosasCapullo para tresLa entrevistaUn nuevo comienzo

A Jimena

Franco

Pero, aun así, la canción era imposible de reprimir. Los mirlos la gorjeaban desde las cercas, las palomas la arrullaban en los álamos, y hasta se reconocía entre el ruido de la fragua y los golpes de las campanas de la iglesia. Y cuando los seres humanos la escuchaban, comenzaban a temblar en secreto, sintiendo que en ella había una profecía sobre su futura perdición.

GEORGE ORWELL, Rebelión en la granja

Proyecto Pequeña Leda

La camioneta negra brillaba como una ostra metálica, bajo los reflectores que daban acceso a la administración de la fábrica Épsilon. Los guardias reconocieron al ocupante junto al chofer, hicieron una señal y la barrera se levantó. El ingeniero Cherton dejó que le abrieran la puerta y bajó del vehículo con la lentitud obligada por el cuerpo voluminoso y los años. Caminó despacio hacia los escalones que daban acceso a las oficinas, con un gesto de fastidio. Cherton era como un gran animal anfibio que no se sentía a gusto en el agua ni en la tierra.

Había un solo lugar donde estaba cómodo: su mente. Una vez instalado en la oficina se concentraba en pensar durante horas, sin necesidad de anotar nada. Lo peor que sus empleados podían hacer era interrumpirlo: en ese caso, era capaz de revolear objetos, decir cosas horribles y jamás pedir disculpas. Solo una persona lo soportaba: Umbra, su secretaria. Ella era especial.

Épsilon estaba en un rincón del bosque originario, que lindaba con la ruta y el barrio Verde de la ciudad de Las Cumbres. Los tilos y fresnos talados habían sido reemplazados por un edificio de acero y vidrio, rodeado por un muro de concreto; y por el bosque mismo, que lo protegía de miradas curiosas. A poca distancia, después de una apacible sucesión de quintas y sembradíos, las sierras que daban su nombre a la ciudad rompían la simetría plana del paisaje. En el invierno, la nieve caía sobre los picos más elevados y diminutos hilos de agua se derramaban hacia un solo curso central, el río Seledonio.

La reunión estaba reservada para los pocos que conocían el proyecto Pequeña Leda, además del dueño mayoritario y creador de Épsilon: cuatro socios menores, que habían puesto dinero confiando en el genio comercial de Cherton y el genio científico de su mano derecha, el también ingeniero Mumbrú.

No había empleados en la administración: el horario de oficina había terminado. Y ninguno de ellos tenía idea del proyecto Pequeña Leda ni del laboratorio secreto. Los muebles y las luces tenues de la recepción y los pasillos transmitían una sensación de calma. Pero en la oficina del directorio los focos led no dejaban ácaro sin alumbrar y todo era ansiedad contenida. Cherton ocupó el sillón de la cabecera y de inmediato tomó un habano que había en una caja de madera. Lo puso entre sus dedos y se lo llevó a la boca, sin encenderlo. Entre las muchas complicaciones de salud que sufría, una de ellas era una capacidad limitada de sus pulmones para tomar oxígeno. Había dejado de fumar a regañadientes, ya que en el fondo de su corazón el ingeniero Cherton estaba convencido de que fumar era bueno para la salud.

Los cuatro directores y accionistas miraban la carpeta bajo el brazo del ingeniero en robótica, Mumbrú, la cabeza del proyecto Pequeña Leda.

Cherton, a pesar de que su estado físico era lamentable, tenía una presencia majestuosa, con su metro noventa y sus ciento veinte kilos. Mumbrú era nervioso, de baja altura, y cuando se sentía observado por Cherton tragaba saliva antes de hablar.

—Y bien, ingeniero Mumbrú, usted solicitó este encuentro con urgencia. ¿Qué tiene para decirnos? —preguntó Cherton.

—Señor, señores, hay novedades con respecto a Pequeña Leda.

—¿Son buenas?

—No es tan fácil… En un sentido sí. En otro, no.

—No entiendo para nada lo que intenta decirme.

—Si me disculpa el lugar común, señor, hay una noticia buena y otra mala.

Hubo un “oh” apenas contenido, de los cuatro socios: Landrino, de cara roja y nariz redonda; Pembrión, de palidez vampírica; Allen, rocoso y ancho como un boxeador de peso pesado, y Fotti, que estaba sin estar, siempre parecía que escuchaba de lejos y nunca se sabía lo que pensaba. Todos ellos habían aportado grandes sumas de dinero a cuenta de futuras ganancias. Cherton incomodó a Mumbrú con una mirada penetrante, como para atraparlo y devorarlo en un solo pestañeo.

—Pequeña Leda pudo comunicarse conmigo.

—¡Eso es magnífico! —gritó el director Landrino, el más impulsivo de todos, con la cara todavía más enrojecida.

—Cállese, que falta la noticia mala —lo frenó en seco Cherton—. Prosiga, Mumbrú.

—Eso es lo interesante, que la noticia buena está conectada con la mala. Pequeña Leda se comunicó conmigo, pero no en la variante del alfabeto romano que esperábamos. Emitió una suerte de sonidos intraducibles.

—A ver si lo entiendo: hablar habla, pero no le pudo entender un pepino.

—Exacto.

—Para eso tenemos tres tipos de traductores de última generación.

—Eso es lo raro: Pequeña Leda no habla en ningún alfabeto humano. Ni en árabe, chino, japonés, cirílico, coreano... En fin, en ninguno.

—¿Qué quiere decir? ¿Que Pequeña Leda es un alienígena? ¿Que hemos creado una máquina que habla en su propia lengua?

—Esa es la respuesta que debemos buscar, señor.

Cherton dio una falsa chupada al habano y dijo:

—Si un árbol se cae en el medio del bosque y no hay testigos…, ¿hace ruido? Si alguien nos habla en una lengua desconocida…, ¿nos habla realmente?

Mumbrú se removió en el asiento. Captó el sentido de las palabras del jefe y la duda con la que de un modo sutil intentaba desacreditarlo. Porque él les había brindado la gran noticia: Pequeña Leda hablaba. Y Cherton le dijo, a su modo: tal vez no habla. Tal vez solo hace ruido.

—Mi trabajo, señor, es encontrar el patrón que nos permita decodificar el lenguaje de la máquina, para pasar a la fase siguiente del experimento.

—Bien, bien, pero yo no voy a esperar. Quiero escuchar lo que dice Pequeña Leda. ¡Ya mismo! ¡Llévenos al laboratorio! —dijo Cherton, sin dejar espacio a réplicas.

¿Qué les pasa a las abejas?

Había una abeja en el teclado de la computadora. ¿Qué podría buscar una abeja en un teclado? ¿Palabras? ¿Dictar un mensaje oculto? El viento soplaba con fuerza y estremecía las ventanas. Tal vez el pequeño insecto se había desorientado, así que Leandro lo separó amorosamente con una hoja, para no hacerle daño, y lo puso en la tierra de una maceta, esperando que al final de la tormenta pudiera recuperar el rumbo y volver a su panal.

Diez minutos después, escuchó un zapatillazo y el grito de su madre:

—¡Ay, esta abeja me quiso picar!

Fin de la abeja.

Y comienzo de una historia.

Porque la verdad es que la abeja había picado a Fernanda, la mamá de Leandro. Tenía una roncha en el antebrazo y estaba indignada y dolorida. Leandro miró en la maceta: su abeja seguía moviéndose, escarbando en la tierra como un topito alado. La abeja muerta era otra abeja.

—Qué raro están actuando. ¿Qué les pasa a las abejas? Menos mal que no sos alérgica, ma —dijo Leandro.

Afuera, un relámpago anunció el trueno, que asustó a Yogur, el perro de la casa, un joven pug marrón, con ojos grandes y saltones.

Fernanda se puso vinagre en la picadura, mientras decía:

—¿Qué le hice yo? Pero ¿qué le hice?

—Te confundió con una flor, ma.

—No te hagas el zalamero. Mirá que ya te compramos esos benditos zapatos que tanto querías para tu cumpleaños —dijo Fernanda.

Una ventana de la cocina daba a un pasillo externo que comunicaba con la cochera, hacia la calle; y al jardín, al fondo. El vidrio estaba totalmente sembrado de abejas. Madre e hijo las vieron al unísono. Esos animalitos no tenían por qué estar agrupándose contra un vidrio. Sus panales no estarían tan lejos. ¿Se habrían perdido? No parecía probable. Si algo sabía una abeja era volver a casa, a su casa. Una abeja podía extraviarse; mil abejas, jamás.

—¿Buscarán venganza? —dijo Leandro, haciéndose el gracioso.

—No me digas. Por las dudas, no abramos esa puerta —ordenó Fernanda.

Cuando empezó a llover, el agua y el viento hicieron su trabajo. Dos horas después, todas las abejas estaban una encima de otra, mojadas y quietas en la tierra negra del cantero. La casa estaba en el barrio Verde, llamado así porque era el más cercano al bosque. De allí vendrían las abejas.

El episodio, una pequeña rareza en un día tormentoso, habría quedado en el olvido para Leandro si no hubiera sido porque más tarde lo recordaría como el primero de una serie extraña que iría de lo levemente raro a lo espeluznante.

 

***

 

Al día siguiente, no quedaban rastros de la tormenta en el cielo de Las Cumbres. Leandro caminó las diez cuadras hasta la Escuela Otto Milcheuner, con sus zapatos nuevos, marca Rege E, regalo de cumpleaños. Importados de algún país de Europa Central, alejados de la moda, todo un dato de distinción para Leandro. Eran acolchados, tan cómodos que más que caminar flotaba. Podría, si se lo propusiera, andar a los saltos, como los canguros o los astronautas en la Luna. Tuvo un pensamiento absurdo: “Así se sentirán los autos cuando les cambian las ruedas”. Enseguida se corrigió: “Las máquinas no tienen emociones. Los autos no saben que son autos”. Volvió a mirarse los zapatos: “Y yo estoy muy emocionado”. No podía evitar enfocarlos cada diez pasos. Y por eso no vio al águila real que se arrojaba en picada sobre su cabeza, a toda velocidad. Justo antes de tocarlo con sus garras, lanzó un horrible chillido que casi lo mata del susto. Leandro se protegió la cabeza con las manos y corrió hacia el marco de una puerta. El águila revoloteó unos segundos a baja altura, hasta que vino una chica con una rama y la ahuyentó. Las alas desplegadas del águila la impulsaron a las alturas. Leandro estaba mudo; sus ojos se repartían entre el cielo, donde el águila se convertía en un punto cada vez más lejano, y la cara agradable de esa chica que no conocía.

—¡Pájaro loco! —dijo la chica, que tenía pecas apenas más oscuras que su piel. El pelo era de un marrón rojizo.

—Ahora sé lo que sienten los ratones. Uf, gracias. Gracias, de verdad —dijo Leandro.

—Mi nombre es Emma y me especializo en salvar ratones… Ay, perdón, ¿no te ofendí, no? —dijo Emma.

—Para nada, yo lo dije primero. Soy Leandro. Es la primera vez que te veo. ¿También vas a la Milche?

—¿La Milche...? Ah, la llaman así a la Milcheuner. Está bien que no me conozcas, hoy es mi primer día. Recién mudada a Las Cumbres. ¿Habrá muchas sorpresas, además de águilas asesinas?

—Puede ser, cuando conozcas a ciertos profes. Recién llegaste y ya te debo un favor. ¿Y de dónde venís? —dijo Leandro, atraído por la forma de hablar de Emma.

—De Villa La Arcadia —dijo ella, con una sonrisa mínima.

Después de ver la cara de Leandro, aclaró:

—No te preocupes, nadie lo conoce. Es un pueblo chiquito. Muy lejos.

Empezaron a caminar juntos hasta que Leandro vio a su amigo Lionel, en la vereda de enfrente.

—¡Gracias, Emma!

Y cruzó la calle.

—¿Quién es esa chica? —le preguntó Lionel, mientras hacía su gesto típico de soplarse el flequillo.

—Es su primer día de clase, viene de un pueblito Villa Algo... cerca de Muy Lejos. Me salvó de un águila. ¿Alguna vez te atacó un águila?

—Jamás de los jamases. ¿Ella te ayudó?

—Sí, la espantó con una rama. ¿No es raro que te ataque un águila?

—Qué decidida, Emma. Buena onda. Sí, es raro. ¿Por qué te atacaría? ¿No tenés una laucha entre el pelo, supongo?

—Aj, qué asco —dijo Leandro y le dio un empujón a Lionel.

En una galería de la escuela, vio a Emma conversar con una chica de primero “B” —él iba al “A”—, y se quedó con la sonrisa congelada, porque ella lo miró y siguió la charla con su nueva compañera. Ninguna señal de complicidad, nada.

En la clase de Física el profesor Ribalda tenía una novedad:

—Chicos, la semana que viene vamos a hacer una visita a la nueva empresa que se radicó en la ciudad hace un año. Supongo que todos oyeron hablar de Épsilon.

—¿Qué es Épsilon, profesor? —dijo uno, en el fondo del aula.

—¿Quién habló? ¿Cuál es la pregunta?

Había una leyenda en torno al profesor Ribalda: al parecer no escuchaba del todo bien. ¿Oía mal o se hacía? Muchos decían que era su truco para que los alumnos se relajaran y él, escuchando sin reaccionar, aprendía a conocerlos. Pronto a jubilarse, era un profesor apasionado. Amaba la física, hablaba de su ciencia como un tesoro y estaba convencido de que sus alumnos más indiferentes se lo estaban perdiendo. Pero lo cierto era que había un grupo que prefería distraerlo con preguntas sobre la visita a la fábrica del bosque, con tal de robarle algunos minutos de clase.

Cuando finalmente escuchó la pregunta, dijo:

—Épsilon es una empresa que desarrolla chips y procesadores, es un orgullo para la ciudad. Desde aquí, se exporta a toda Latinoamérica. No es poca cosa. Muchos de ustedes trabajarán el día de mañana en Épsilon, sobre todo si estudian alguna de las carreras relacionadas con la informática: ingeniería de sistemas, ciencia de datos, computación, robótica, ingeniería de telecomunicaciones, ingeniería multimedia, diseño digital, y sigue la lista. ¿Qué les parece?

—Yo quiero ser poeta —dijo alguien, al fondo.

Varios se rieron.

—La poesía es pariente de todas las ciencias del conocimiento. El poeta se pregunta lo mismo que un físico. ¿Qué es el tiempo? ¿Qué es hoy? ¿El tiempo existe o es otra cosa, o es nada, o lo inventamos nosotros gracias a que vamos cambiando? ¿Qué será el tiempo para un árbol? ¿Y para un insecto? —dijo el profesor.

—Pero yo escribo poemas de amor —insistió el mismo alumno, desde el fondo. Era el que siempre tenía algo innecesario para decir (porque para él lo único necesario era interrumpir la clase).

Había un misterio y era si Ribalda entendía el chiste o él solo aprovechaba todo para seguir hablando de física:

—El amor es cuestión de la ciencia, también. No sé si de física, pero seguro de química.

—¿Y qué es el tiempo? —preguntó Leandro.

Entonces, como si hubiera despertado de un sueño, suspiró y dijo:

—Es lo que nos indica que faltan cinco minutos para que termine la clase.

Ruidos lejanos

La puerta al laboratorio secreto estaba en una oficina (casi secreta). Esa pequeña habitación, siempre cerrada, era el umbral del laboratorio: Mumbrú tocó la pared y una puerta corrediza se movió, dejando al descubierto una gran sala en la que se destacaba un escritorio circular, de vidrio, con varias computadoras. Sobre las paredes había pantallas planas, y en un rincón, una máquina de aspecto humanoide, que imitaba a los moáis de la Isla de Pascua. En lo que serían las cavidades oculares, había dos pequeñas pantallas esféricas.

—Espero que esta lata pueda decirle algo coherente. La hicimos para ganar dinero, no para perderlo —dijo Cherton.

En el idioma de los rapanui, el pueblo que habitaba la isla, moái significaba “para ser”. Mumbrú había elegido esta forma, porque a su manera él jugaba con la idea de crear un ser. Una máquina consciente de sí. Que Cherton le dijera “lata” le resultaba una herejía, pero guardaba en silencio su rabia. Ya conocía el carácter del jefe. Cherton solo quería ganar más dinero y el período con chances de perderlo (la inversión para desarrollar un proyecto) lo volvía loco de incertidumbre. Mumbrú, en comparación, era un poeta romántico. Sufría mucho la presión, pero eran las reglas del juego. Para relajarse, se tomaba un tiempo cada día para escuchar música clásica y óperas, y siempre estaba acompañado por sus palos de golf. Alguna vez Cherton le había dicho que los cantantes de ópera gritaban. Mumbrú no estaba de acuerdo, pero si era así, los gritos de un tenor eran preferibles a los del propio Cherton. (Y de todas maneras, opinar que un tenor gritaba era otra herejía.)

—Hola, Pequeña Leda. Soy Mumbrú, de Épsilon. Estoy con el ingeniero Cherton, el dueño y quien te diseñó junto conmigo.

(Mumbrú exageraba la participación de Cherton, solo para adularlo.)

La máquina hizo un ruido desde profundidades misteriosas.

—Por favor, Pequeña Leda, queremos que nos hables en español.

Pequeña Leda no emitió sonido por un momento y después volvió a lanzar una suerte de gruñidos y jadeos incomprensibles.

—Mumbrú, si la lata no habla, ¿para qué gastamos tanto dinero? ¿Qué acabamos de crear? Ni siquiera puede imitar un lenguaje humano. ¡Hasta el asistente de Google sabe hablar y contar chistes!

Mumbrú no aguantó más:

—Disculpe, Cherton… No es una lata, es…

—Hasta que no hable, para mí va a ser una lata. ¡Lata, lata, y lata! —gritó Cherton, desaforado. Y siguió—: Pusimos en ella todo el conocimiento posible acumulado en los últimos dos milenios. ¿Y qué hace? ¡No sabe ni hablar!

Cherton dio un puñetazo al escritorio.

—No hay una explicación hasta el momento, he revisado todos los circuitos internos, toda la carga de información, una y otra vez. Hay pequeñas anomalías, pero no logro armar una explicación lógica —dijo Mumbrú, sin poder contener el sudor que corría por su frente, a pesar del frío de la noche.

Cherton pareció tomar impulso con uno de sus brazos para darle un golpe, pero, a cambio, articuló una serie de insultos. Los cuatro socios se mantuvieron callados, aliviados de no ser ellos el motivo de la ira. Sin embargo, también había para ellos:

—Y ustedes, cuarteto de inútiles, podrían aportar algo. Espero ideas desde mañana a las siete de la mañana. No me importa si no duermen esta noche. Les puede suceder algo mucho peor que no dormir.

El único que se atrevió a hablar fue Fotti, con su tono indiferente:

—Cherton, se confundió. Nosotros somos los que ponemos el dinero, no las ideas.

Cherton tardó un par de segundos en entender el mensaje. Fotti continuó:

—Y el que pone, también saca. Hagamos una cosa: no nos moleste más con reuniones a contraturno, solo para decirnos que las cosas no están funcionando. Valoramos la verdad, pero la próxima vez, que sean buenas noticias.

Landrino, Pembrión y Allen, amparados por Fotti, protestaron a su vez. Más débilmente. Apenas si murmuraron que no estaban ahí para ser ofendidos. Y se fueron.

Cherton era todo lo desagradable que podía ser una persona, pero los socios sabían que como empresario y hombre de la industria tenía un imán para los buenos negocios. Un rey Midas contemporáneo; por eso no dudaron en invertir para el desarrollo del proyecto Pequeña Leda. El ingeniero Cherton solo podía mantener por un rato las buenas formas. Y eso que había contratado a una experta en comunicación, que había vendido miles de ejemplares del libro Cómo ser un líder positivo.