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Quería la isla... y a Louise de vuelta en su cama La herida que Dimitri Kalakos infligió a Louise Frobisher había tardado años en curar. Y, sin embargo, ahora se veía obligada a enfrentarse a él de nuevo, ya que necesitaba la ayuda económica del implacable magnate... ¡pero absolutamente nada más! Louise le ofreció a Dimitri la única cosa que él pensaba que su dinero no podía comprar: ¡la isla griega que debería haber sido suya! Ella confiaba en hacer un buen trato, pero Dimitri sabía que solo podía haber un único ganador... y la palabra "fracaso" no figuraba en su vocabulario.
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Seitenzahl: 226
Veröffentlichungsjahr: 2013
Editados por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2012 Chantelle Shaw. Todos los derechos reservados.
ISLA DE PASIÓN, N.º 2206 - Enero 2013
Título original: The Greek’s Acquisition
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Publicada en español en 2013
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
® Harlequin, logotipo Harlequin y Bianca son marcas registradas por Harlequin Books S.A.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-687-2595-6
Editor responsable: Luis Pugni
Conversión ebook: MT Color & Diseño
www.mtcolor.es
Atenas a las dos y media de la tarde en verano se cocía bajo un cielo sin nubes. Una ardiente calima flotaba en la escalera de entrada de Kalakos Shipping, mientras el resplandor del sol parecía incendiar los cristales del bloque de oficinas.
Las puertas automáticas se abrieron sin ruido cuando Louise se acercó. Dentro, la decoración era de una elegancia minimalista. Sus tacones de aguja resonaron escandalosamente en el suelo de mármol conforme se aproximaba al mostrador de recepción.
–Me llamo Louise Frobisher. He venido a ver a Dimitri Kalakos –dijo en un griego fluido.
La recepcionista consultó su agenda del día y sus perfectamente delineadas cejas se juntaron en un leve ceño.
–Lo siento, pero parece que el señor Kalakos no tiene reservada cita con usted, señorita Frobisher.
–Mi visita es de carácter personal, no profesional. Le aseguro que el señor Kalakos estará encantado de verme.
Aquella declaración deformaba ciertamente la verdad. Pero ella confiaba en la reputación de Dimitri como playboy, y en que con un poco de suerte la recepcionista la tomara por alguna de sus numerosas amantes. Ese era el motivo por el que llevaba la falda más corta que se había puesto nunca y aquellos tacones altísimos. Se había dejado la melena suelta por una vez, en lugar de recogérsela en un moño, y se había maquillado también más de lo usual. La sombra gris humo de sus párpados resaltaba el azul de sus ojos, mientras que el rojo escarlata de su carmín era idéntico al de su traje de falda y chaqueta. El diamante en forma de flor de lis al extremo de la fina cadena de oro que llevaba al cuello había pertenecido a su grand-mère, Celine.
Había leído en alguna parte que, si los embaucadores tenían éxito, era por la absoluta confianza que tenían en sí mismos. Así que cuando la recepcionista murmuró que lo consultaría con la secretaria personal del señor Kalakos, Louise se rio y se atusó la melena rubia sobre los hombros mientras se dirigía al ascensor. Sabía que Dimitri ocuparía actualmente la suntuosa última planta del edificio, la misma que antaño había usado su padre.
–Seguro que Dimitri querrá verme. No deseará que nos molesten durante un buen rato... –murmuró.
La recepcionista se la quedó mirando vacilante, pero, para alivio de Louise, no hizo mayor intento por detenerla. Sin embargo, en el instante en que se cerraron las puertas del ascensor, su bravuconería desapareció y se sintió tan incómoda e insegura de sí misma como se había sentido con diecinueve años. Podía recordar con tanta claridad como si hubiera sucedido el día anterior el amargo enfrentamiento que había tenido con Dimitri siete años atrás.
El ascensor le pareció terriblemente claustrofóbico, pero aspiró profundo y se obligó a permanecer tranquila. Dimitri representaba su principal esperanza de ayudar a su madre, y resultaba vital que permaneciera tranquila y al mando de sus emociones, que habían oscilado entre el temor y la expectación ante la perspectiva de volver a enfrentarse con él después de tanto tiempo. Debió de haber imaginado que esquivar a la secretaria personal sería bastante más difícil que sortear a la recepcionista del vestíbulo. Aletha Pagnotis se comunicó con su jefe y le transmitió su petición de cinco minutos de su tiempo. Petición que tropezó con una rotunda negativa.
–Si me explica la razón de su visita, señorita Frobisher, entonces quizá el señor Kalakos reconsidere su decisión –murmuró la secretaria media hora después, seguramente tan cansada de tener a una desconocida sentada en su oficina como lo estaba Louise de esperar.
La razón de que quisiera ver a Dimitri era demasiado personal, pero de repente se le ocurrió que años atrás, en Eirenne, había sido conocida como Loulou, el diminutivo con el que su madre siempre la había llamado. Y que dado que ahora utilizaba un apellido diferente del de Tina, quizá Dimitri no la hubiera reconocido.
Perpleja, la secretaria repitió el mensaje que Louise le había pedido que transmitiera a su jefe y desapareció en su despacho.
El aroma del café recién hecho asaltó el olfato de Dimitri y le dijo, sin necesidad de que consultara su Rolex de platino, que eran las tres de la tarde. Su secretaria personal se lo servía exactamente a la misma hora cada tarde.
–Efjaristó –no levantó la vista de las columnas de números de la pantalla de su ordenador, pero fue bien consciente de que Aletha dejaba la bandeja sobre el escritorio.
–Dimitri... ¿puedo decirte algo?
Frunciendo el ceño ante aquella inesperada interrupción, alzó la mirada del informe financiero en el que estaba trabajando y miró a su secretaria.
–Pedí que no me interrumpieran –le recordó. Un tono de impaciencia teñía su voz.
–Ya lo sé, y lo siento... pero la joven que ha llegado antes esperando verte aún sigue aquí.
–Ya te dije que no conozco a Louise Frobisher. No he oído hablar de ella, y a no ser que te explique la razón de su visita, te sugiero que llames a seguridad para que la acompañen hasta la salida.
A sus treinta y tres años, Dimitri era uno de los más importantes ejecutivos del país. Ya antes de tomar las riendas de Kalakos Shipping, tras la muerte de su padre, había dirigido una compañía telemática en rápida expansión en el mercado asiático, y en unos pocos años se había convertido en multimillonario. Su empuje y determinación eran extraordinarios. Aletha tenía a veces la sensación de que estaba intentando demostrar algo a su padre, aunque habían pasado ya tres años desde la muerte de Kostas.
–La señorita Frobisher me ha pedido que te diga que hace años la conociste bajo otro nombre: Loulou. Y que desea hablar sobre Eirenne.
Dimitri entrecerró los ojos y se la quedó mirando en silencio durante unos segundos. Luego, ante su asombro, pronunció tenso:
–Infórmale de que le dedicaré exactamente tres minutos de mi tiempo.
Había tanto silencio en la oficina de la secretaria de Dimitri que el tictac del reloj parecía competir con el estruendo del corazón de Louise. Tenía los nervios destrozados y el sonido de la puerta al abrirse hizo que se girara rápidamente sobre sus talones.
–El señor Kalakos la recibirá en seguida –le informó Aletha Pagnotis–. Por aquí, por favor.
Un nudo de inquietud le cerró el estómago. «Si aparentas seguridad en ti misma, no será capaz de intimidarte», procuró decirse. Pero el nudo no desapareció, y seguían flaqueándole las piernas cuando entró en la guarida del león.
–Entonces... ¿cuándo Loulou Hobbs se transformó en Louise Frobisher?
Dimitri se hallaba sentado detrás de su inmenso escritorio de caoba. No se levantó cuando entró ella y su expresión permaneció impasible, de modo que Louise no tenía la menor idea de lo que estaba pensando, pero exudaba un aire de poder y autoridad que encontró desalentador. Su cerebro registró también que estaba guapísimo, con aquella tez bronceada y rasgos como esculpidos en piedra.
Una vez que su secretaria hubo abandonado discretamente la habitación, Dimitri se reclinó en su sillón y la contempló con un descaro que le hizo ruborizarse. Louise resistió el impulso de tirarse del borde de la falda para que pareciera más larga. En realidad no era tan corta. Pero su elegante y sofisticado conjunto, un punto provocativo y escogido deliberadamente para estimular su autoconfianza, era muy distinto del práctico traje azul marino que llevaba cada día al museo.
Al contrario que su madre, siempre ávida de llamar la atención, Louise se contentaba con camuflarse con el entorno. No estaba acostumbrada a que la miraran como la estaba mirando Dimitri: ¡como si fuera una mujer atractiva y él se la estuviera imaginando sin ropa ninguna! La cara le ardía. Por supuesto que no se la estaba imaginando desnuda. No había brillo alguno de excitación sexual en aquellos ojos de color verde aceituna. Era solamente la luz del sol que se filtraba a través de las persianas y se reflejaba en sus retinas.
Pero la había encontrado atractiva una vez antes, le susurró una voz interior. Y, si era absolutamente sincera..., ¿acaso no había escogido ese conjunto con la esperanza de impresionarlo, de mostrarle lo que se había perdido? Años atrás él le había dicho que era bonita. Pero su sentido común le decía que aquello no había sido real. Había formado parte del cruel juego que había estado jugando con ella.
–¿Estás casada? ¿Es Frobisher el apellido de tu marido?
–No... no estoy casada. Siempre he sido Louise Frobisher. Mi madre empezó a llamarme con ese estúpido nombre de Loulou cuando era niña. Yo prefiero usar el verdadero. Y nunca fui Hobbs. Recibí el apellido de mi padre, aunque Tina no llegó a casarse con él. Rompieron cuando yo solo tenía unos meses y él se negó a ayudarnos.
–No me sorprende enterarme de que tu padre fue uno más en la larga lista de amantes de Tina. Tienes suerte de recordar incluso su nombre.
–Tú no eres quién para criticar nada –le espetó Louise, instantáneamente a la defensiva.
Era cierto que Tina no había sido la mejor madre del mundo. Louise había pasado la mayor parte de su infancia abandonada en diversos internados, mientras su madre había revoloteado por Europa con el primer hombre que pescaba. Pero en ese momento Tina estaba enferma de cáncer, y no importaba ya que de niña Louise se hubiera sentido un molesto engorro en la ajetreada vida social de su madre.
–Por lo que he leído en las revistas, tú disfrutas ejerciendo de millonario playboy con una interminable lista de bellas amantes. Reconozco que mi madre no es perfecta, pero tú no eres mejor, ¿verdad, Dimitri?
–Yo no rompo matrimonios –replicó con tono áspero–. Nunca le he robado la pareja a nadie, ni he destruido una relación perfectamente feliz. Es un hecho irrefutable que tu madre le rompió el corazón a la mía.
Aquellas amargas palabras impactaron en Louise como balas, y aunque ella no tenía nada de que sentirse culpable, lamentó por enésima vez que su madre hubiera tenido una aventura con Kostas Kalakos.
–Se necesitan dos para hacer una relación –repuso con tono suave–. Tu padre escogió dejar a su madre por Tina...
–Solo porque ella lo acosó de manera implacable y lo sedujo con todos los trucos de su indudablemente masivo repertorio sexual –la voz de Dimitri destilaba desprecio–. Tina Hobbs sabía exactamente quién era mi padre cuando «tropezó» con él en una fiesta en Mónaco. No fue el encuentro casual que a ti te comentó.
Estaba furioso. La primera vez que puso los ojos en Tina Hobbs supo exactamente lo que era: una avariciosa fulana presta a pegarse como una lapa a cualquier rico lo suficientemente estúpido como para caer rendido ante ella. Eso era precisamente lo que más le había dolido: el descubrimiento de que su padre no había sido tan inteligente ni tan maravilloso como había imaginado.
La furia lo llenaba de una inquieta energía. Arrastrando el sillón hacia atrás, se levantó y frunció el ceño al ver que Louise empezaba a retroceder lentamente hacia la puerta. Procuró recordarse que ella no tenía la culpa de que su madre hubiera sido una arpía avariciosa y manipuladora. Louise había sido una niña cuando Tina conoció a Kostas: una chiquilla desgarbada con aparatos en los dientes, con la mirada siempre clavada en el suelo.
A decir verdad, no se había fijado mucho en ella en las ocasiones en que había visitado a su padre en su isla privada del Egeo, cuando se había quedado con su madre durante las vacaciones escolares. Por eso mismo se había llevado una buena sorpresa cuando fue aquella última vez a la isla, después de la discusión con su padre, para encontrar allí sola a la niña por entonces conocida como Loulou. Solo que entonces ya no era una niña, sino que tenía diecinueve años. Ignoraba en qué momento la chica tímida y callada se había transformado en un adulta bella e inteligente.
Se obligó a volver a la realidad. Pero mientras contemplaba a la inesperada visitante que había interrumpido su rígida agenda de trabajo, tuvo que reconocer que durante los siete últimos años, Loulou, o Louise, había desarrollado el potencial que había tenido con diecinueve para convertirse en una mujer despampanante. La recorrió con la mirada, deteniéndose en la larga melena rubia color miel que enmarcaba su rostro en forma de corazón para derramarse sobre su espalda en una cascada de brillantes rizos. Sus ojos eran de un azul zafiro, y sus labios, pintados de un rojo vivo, representaban una seria tentación.
El deseo se desenroscaba en su interior mientras bajaba la mirada y reparaba en la manera en que su ajustada chaqueta rojo escarlata resaltaba su firme busto y su estrecha cintura. La falda era corta y las piernas, enfundadas en unas medias blancas, largas y bien torneadas. Los tacones de aguja, negros, elevaban su estatura por lo menos en cinco centímetros. Y aquellos dulces y húmedos labios entreabiertos... Se excitó cuando se imaginó besándolos como había hecho tantos años atrás.
El aliento de Louise parecía atrapado en sus pulmones. Algo estaba sucediendo entre Dimitri y ella: una extraña conexión que hacía que la atmósfera de la habitación casi crepitara de electricidad. No podía dejar de mirarlo. Era como si una fuerza invisible hubiera soldado sus ojos a los suyos. Nada más entrar en su despacho, lo primero que pensó fue que no había cambiado nada. Conservaba aquella arrogante manera que tenía de alzar la cabeza, como si se creyera superior a todos los demás. Pero, por supuesto, presentaba algunas diferencias. Durante los siete años que habían transcurrido desde la última vez que lo vio, su hermoso rostro se había endurecido. Sus rasgos eran más enérgicos, con pómulos afilados y una mandíbula cuadrada que hablaba de una implacable determinación.
Dado que se había puesto de pie, Louise fue también consciente de su estatura. Debía de sacarle sus buenos diez centímetros y tenía un cuerpo fuerte y musculoso, de atleta. Su pantalón, de corte perfecto, resaltaba sus estrechas caderas. En algún momento del día debía de haberse quitado la corbata, que reposaba sobre el respaldo de su sillón, y desabrochado los primeros botones de la camisa, revelando un triángulo de piel bronceada con una oscura mancha de vello.
Los recuerdos la asaltaron: imágenes de un Dimitri joven, de pie al borde de la piscina de la villa de Eirenne, luciendo un bañador mojado que se adhería a sus estrechas caderas y dejaba poco terreno a la imaginación. Había visto hasta el último centímetro de su glorioso cuerpo. Lo había tocado, acariciado; había sentido su peso presionándola contra el colchón mientras se tumbaba sobre ella y...
–¿Por qué estás aquí?
–Necesito hablar contigo.
–Es gracioso –comentó, sardónico–. Recuerdo haberte dirigido esas mismas palabras una vez, pero tú te negaste a escucharme. ¿Por qué debería escucharte yo a ti ahora?
Louise se quedó sobrecogida por la referencia al pasado. Había supuesto que se habría olvidado del breve tiempo que habían compartido juntos. Para ella habían sido unos días mágicos, pero sabía que para él no habían significado nada.
–Creo que te interesará lo que tengo que decirte. He puesto Eirenne a la venta... y pensé que quizá querrías comprarla.
–¿Quieres que compre la isla que perteneció a mi familia durante cuarenta años antes de que tu madre persuadiera a mi padre, en su lecho de muerte, de que cambiara el testamento y se la dejara a ella? –soltó una carcajada–. Además, tú no tienes derecho legal a venderla. Kostas nombró beneficiaria a Tina, y en todo caso la isla le pertenece a ella.
–Pues sucede que yo soy la legítima propietaria. Mi madre puso todas sus propiedades a mi nombre y yo puedo hacer lo que quiera con Eirenne... aunque Tina está de acuerdo con mi decisión de venderla.
La primera parte de su aseveración era cierta, reflexionó Louise. El abogado de su madre le había aconsejado que transfiriera la titularidad de la isla a su hija, por motivos fiscales. Pero Louise nunca había considerado aquella isla como suya, y solamente vendiéndola podría conseguir reunir la enorme suma que Tina necesitaba para pagarse el tratamiento médico que necesitaba. No lo había hablado con su madre, que estaba demasiado enferma para hacer otra cosa que intentar aguantar cada día. Las probabilidades que tenía de sobrevivir eran escasas, pero Louise estaba determinada a que tuviera una oportunidad.
–La isla está valorada en unos tres millones de libras. Estoy dispuesta a vendértela por uno.
–¿Por qué? –entrecerró los ojos.
Louise entendía su sorpresa. El agente inmobiliario la había tomado por una loca cuando le dijo que estaba dispuesta a ofrecer aquella pequeña pero encantadora isla griega por un precio tan inferior al del mercado.
–Porque necesito venderla rápido –se encogió de hombros.
No se molestó en explicarle que nunca se había sentido cómoda con el hecho de que Kostas Kalakos le hubiera dejado la isla a su madre, en lugar de legarla a su familia. Por un lado, dudaba que Dimitri le creyera, y por otro no deseaba mezclar sentimientos personales con lo que esencialmente era una propuesta de negocios. Necesitaba vender Eirenne, y estaba segura de que Dimitri estaría dispuesto a comprarla.
–Sé que intentaste comprarle la isla a mi madre poco después de la muerte de Kostas, y que ella se negó a vendértela. Ahora te estoy dando la oportunidad de poseerla de nuevo.
–Déjame adivinar... Tina quiere que vendas Eirenne porque se ha gastado todo el dinero que le dejó mi padre y ha decidido convertir en efectivo la última propiedad que le queda.
Era un comentario dolorosamente cercano a la verdad, reflexionó Louise. Su madre había llevado un dilapidador estilo de vida desde la muerte de Kostas, ignorando las advertencias del banco de que su herencia se estaba agotando.
–No pretendo discutir contigo mis razones. Si rechazas mi propuesta, publicaré una oferta de venta, que me han asegurado que suscitaría mucho interés.
–Por si acaso no te has dado cuenta, el mundo está inmerso en una grave crisis económica y dudo que puedas vender con rapidez. Los negocios de la industria del ocio no se verán tan atraídos, porque Eirenne no es lo suficientemente grande para convertirse en un centro turístico... afortunadamente.
Las palabras de Dimitri vinieron a repetir lo mismo que el agente inmobiliario le había contado. Un nudo de pánico le atenazó el estómago. Su madre no podía esperar mucho: solamente disponía de unos pocos meses.
Dimitri, que la contemplaba pensativo, se sorprendió al ver que el color abandonaba su rostro. Se advertía en ella una vulnerabilidad que le recordaba a la joven que había conocido siete años atrás. Aquella otra Louise había estado por entonces en su primer año de universidad, abriéndose al mundo e hirviendo de entusiasmo. Su pasión por todo, especialmente por el arte, lo había dejado cautivado. Aunque él aún no había cumplido los treinta, se había sentido ya cansado de las sofisticadas y mundanas mujeres que solían desfilar por su cama. Se había sentido intrigado por ella y habían hablado durante horas: no insustanciales charlas, sino conversaciones interesantes. Había creído haber encontrado algo especial...alguien especial. Pero se había equivocado.
–Detecto que hay más en esto de lo que me estás diciendo. ¿Por qué estás dispuesta a vender la isla por un precio tan inferior al de mercado? Gracias por la oferta, pero no estoy interesado en recuperar Eirenne –se la quedó mirando fijamente–. Me evoca demasiados recuerdos que preferiría olvidar.
Louise se preguntó si habría dicho eso de manera deliberada para hacerle daño. Podía haberse referido a la aventura de su padre con Tina, por supuesto. Kostas había abandonado a la madre de Dimitri para irse a vivir con Tina en Eirenne. Pero de alguna manera sabía que se había referido a recuerdos más personales: los maravillosos días que habían pasado juntos, con aquella única e increíble noche.
–Tus tres minutos se han acabado. Avisaré para que te acompañen a la salida.
–¡No... espera! –sorprendida por su brusca despedida, se acercó a él para evitar que descolgara el teléfono de su escritorio. Le tocó la mano, y aquel fugaz contacto envió una corriente eléctrica a lo largo de su brazo. No pudo evitar soltar una exclamación al tiempo que se retraía.
Sentía sus ojos clavados en ella, pero se hallaba tan estremecida por su propia reacción que no se atrevió a alzar la vista. Estaba igualmente consternada por su negativa a comprarle la isla. La cabeza le daba vueltas. Si Dimitri no quería comprarle Eirenne, ella podría publicar una oferta de venta por el mismo precio que le había ofrecido a él. Pero seguiría sin tener garantizada una compra rápida, y el tiempo de Tina se estaba acabando. Se imaginó el rostro dolorosamente seco y macilento de su madre, de la última vez que la visitó. El rojo del carmín que seguía aplicándose cada día con ayuda de la enfermera había contrastado de manera grotesca con su piel cenicienta.
–Estoy asustada, Loulou –le había susurrado Tina cuando ella se inclinó sobre la cama para besarla, la víspera de su viaje a Grecia.
–Todo saldrá bien... Te lo prometo.
Estaba dispuesta a hacer todo cuanto estuviera en su poder para cumplir la promesa que le había hecho a su madre. De alguna manera tendría que reunir el dinero suficiente para sufragar aquel tratamiento en los Estados Unidos, y su mejor oportunidad de hacerlo era convenciendo a Dimitri de que le comprara la isla que ella misma, en su corazón, consideraba que debía pertenecerle. Era por eso por lo que se la había ofrecido a un precio tan bajo. Se negaba a contemplar la perspectiva de que Tina pudiera no sobrevivir. Pero la declaración de Dimitri acerca de que no estaba interesado en la isla representaba un golpe muy serio para sus esperanzas.
Yo pensé que saltarías ante la oportunidad de recuperar Eirenne –Louise rezó para que Dimitri no pudiera detectar la desesperación de su tono–. Recuerdo que me dijiste que significaba mucho para ti porque habías pasado momentos muy felices allí, de niño.
–Fueron momentos felices... para mí, para mi hermana y para mis padres. Cada año pasábamos las vacaciones en Eirenne. Hasta que tu madre destrozó a mi familia. ¿Y ahora tienes la desfachatez de pedirme que te vuelva a comprar lo que fue mío? Mi padre no tenía ningún derecho a legarle nuestra isla a esa fulana –esbozó una mueca de desprecio–. Entiendo que le darás el dinero a Tina, para que pueda seguir con su extravagante estilo de vida, ¿verdad? ¿Por qué no le sugieres que se busque otro amante? ¿O que haga lo que haría cualquier persona decente y se busque un trabajo para mantenerse a sí misma? Eso sería toda una novedad: Tina ganándose la vida –se burló–. Aunque supongo que ella podría replicar que tumbarse de espaldas y abrirse de piernas también es una forma de trabajo...
–¡Cállate! –la repugnante descripción que estaba haciendo de su madre le desgarró el corazón, y no solo porque no podía negar que había parte de verdad en sus palabras. Tina nunca había trabajado. Había vivido de sus amantes y, de manera desvergonzada, se había dejado mantener por ellos.
Pero era su madre, con defectos y todo, y se estaba muriendo. Y Louise se negaba a criticarla o a tolerar que Dimitri la insultara.
–Ya te lo he dicho: legalmente soy propietaria de Eirenne y quiero venderla porque necesito capital.
–¿Me estás diciendo que el dinero sería para ti? –frunció el ceño–. ¿Para qué necesitas tú un millón de libras?
–¿Para qué necesita la gente el dinero?
Inconscientemente, se tocó el diamante con forma de flor de lis que llevaba al cuello y pensó en su abuela. Céline no había aprobado el estilo de su vida de su hija, pero habría querido que su nieta hiciera todo lo posible por ayudarla. Louise incluso había hecho tasar el colgante por un joyero, pensando en que podría venderlo para reunir dinero para el tratamiento de Tina. Pero la suma había equivalido apenas a una fracción de los costes médicos y, aconsejada por el joyero, había decidido conservarlo como único recuerdo que le quedaba de su abuela. Se ruborizó bajo la dura mirada de Dimitri. Resultaba vital que lo convenciera de que vendía la isla por su propio interés. Si llegaba a descubrir que era Tina quien necesitaba el dinero, jamás se avendría a comprarle Eirenne.
–Por lo que recuerdo de Eirenne, es un lugar muy agradable... –le dijo–, pero yo preferiría tener el dinero en la mano a poseer un peñasco de tierra en mitad del mar.
Dimitri se dijo que era una estupidez sentirse decepcionado, porque Louise había salido a su madre. Tina Hobbs era una consumada cazafortunas, y no debería sorprenderse de que su hija compartiera su misma carencia de escrúpulos morales. Siete años atrás habría jurado que Louise era diferente de Tina, pero evidentemente no lo era. Ella también quería dinero fácil. A juzgar por su aspecto, conjunto de diseñador, maquillaje y peinado perfectos, llevaba un lujoso estilo de vida y tenía gustos caros. El colgante que lucía no era precisamente bisutería barata. ¿Cómo podía permitirse ropa y joyas tan caras? Frunció el ceño cuando se le ocurrió que quizá un hombre había pagado todo eso a cambio de acostarse con ella.
Siete años atrás había sido una joven tan inocente... No sexualmente hablando, aunque se le había pasado por la cabeza, cuando se acostó con ella, que no había tenido mucha experiencia en ese campo. Al principio se había mostrado tímida, pero al final había reaccionado con una pasión tan ardiente que Dimitri había terminado por desechar la idea de que él hubiera podido ser su primer amante. El sexo con ella había sido una experiencia alucinante. Incluso en ese momento el recuerdo de sus piernas enredadas en torno a su cintura, o sus pequeños gritos de placer mientras se dejaba besar cada centímetro de su cuerpo y abría las piernas para que él pudiera embeberse de su dulce sexo, le hacían retorcerse por dentro...