Italiano busca heredero - Lynne Graham - E-Book
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Italiano busca heredero E-Book

Lynne Graham

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Beschreibung

Raffaele estaba negociando el acuerdo de su vida, y se lo estaba jugando todo. Nadie se atrevía a rechazar a Raffaele Manzini. Impresionante, implacable y con éxito, siempre lograba lo que quería; pero la tenaz Maya Campbell, un prodigio de las matemáticas, le iba a plantear el mayor desafío que había encontrado nunca: si quería conseguir la empresa que necesitaba, tendría que casarse con ella y tener un hijo. Al principio, la propuesta de Raffaele espantó a Maya; pero su querida familia estaba en la ruina, y la oferta de matrimonio de Raffaele le daba la oportunidad de salvarlos. Además, su cabeza podía decir «no» al increíblemente atractivo italiano, pero su cuerpo y su corazón estaban diciendo un rotundo «sí».

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Seitenzahl: 189

Veröffentlichungsjahr: 2021

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2020 Lynne Graham

© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Italiano busca heredero, n.º 2856 - junio 2021

Título original: The Italian in Need of an Heir

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1375-355-3

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

RAFFAELE Manzini bajó del coche y miró la enorme casa de las afueras de Nápoles, recortada contra el cielo nocturno. Parecía salida de una película de terror. Solo faltaba una tormenta para que la escena encajara perfectamente en el género, porque ya tenía murciélagos alrededor de las torretas.

–Menudo sitio –dijo Sal, el jefe de su equipo de seguridad–. Quizá no te guste, pero no me apartaré de ti en toda la noche. No me fío de tu bisabuelo. Cuando era joven, tenía fama de ser un asesino implacable.

Raffaele soltó una carcajada y se giró hacia el hombre de mediana edad que le había cuidado desde niño, en calidad de guardaespaldas.

–Serían habladurías –replicó.

–Se portó muy mal con tu padre. Una persona que expulsa a su nieto de la familia es una persona que no quiere ni a los de su propia sangre. Le creo capaz de cualquier cosa.

Raffaele no dijo nada. Conocía muy bien a Sal, y sabía que siempre había creído en la importancia de los lazos familiares. Pero el concepto de familia no significaba nada para él. Había conocido a su padre cuando ya era un hombre adulto y, en cuanto a su madre, era una millonaria española de comportamiento obsesivo e impulsos salvajes derivados de un accidente que había sufrido en su adolescencia, y que le había provocado daños cerebrales.

Naturalmente, su madre no había podido criarlo, y él había crecido entre una larga lista de niñeras que nunca duraban mucho, porque no soportaban el temperamento volátil de su jefa. Y, por si eso fuera poco, no había recibido afecto físico en ningún momento de su infancia, porque su madre no lo consideraba importante.

Raffaele siempre había sabido que no era un hombre normal. Donde otros tenían emociones, él tenía un enorme y oscuro vacío. Sus pasiones se contaban con los dedos de una mano. Los negocios, el dinero y el poder eran lo único que despertaba su interés. Y, por supuesto, no había ido a casa de su bisabuelo por razones sentimentales, sino por simple y pura curiosidad.

Aldo Manzini podía tener noventa y un años, pero su reputación seguía siendo siniestra. Se rumoreaba que había pertenecido a la mafia, y su nombre estaba asociado a la corrupción, la muerte y la brutalidad. Ni la muerte de su hijo había servido para que perdonara a su nieto, Tommaso, lo cual hacía que aquella situación fuera verdaderamente extraña.

¿Por qué le habría invitado él a su residencia, si no quería saber nada de su padre, uno de los pocos hombres que se había atrevido a desafiarle?

Fuera cual fuera la respuesta, Raffaele no habría acudido a la cita si no hubiera estado aburrido. En primer lugar, porque no sentía ningún cariño por su familia y, en segundo, porque el fallecimiento de su madre le había hecho rico a los dieciocho años, riqueza que él había aumentado con sus éxitos empresariales.

A nivel internacional, Raffaele tenía mucho más poder del que Aldo Manzini había tenido nunca. Era tan temido como adorado, y estaba tan acostumbrado a ello que se empezaba a aburrir.

Y el aburrimiento le sacaba de quicio.

Había intentado combatirlo de todas las formas que conocía. Cada vez cambiaba más deprisa de amantes. Escalaba montañas y hacía paracaidismo y submarinismo. Cualquier cosa con tal de no aburrirse, porque era consciente de lo afortunado que era por haber nacido rico y poder hacer lo que quisiera.

A sus veintiocho años, tenía todo lo que podía desear: mujeres bellas, fiestas decadentes, viajes, el no va más de las experiencias vitales. Y, sin embargo, se aburría.

Un criado de avanzada edad les abrió la puerta y les invitó a entrar en la espeluznante mansión. El enorme vestíbulo, que se regocijaba en su anticuado esplendor de unos tiempos ya pasados, no podía ser más opuesto a los gustos de Raffaele; pero, por primera vez en mucho tiempo, ya no estaba aburrido.

El anciano les llevó por un corredor de paneles de madera y adustos retratos familiares y, a continuación, dijo:

–El despacho del señor.

Raffaele se llevó una sorpresa al darse cuenta de que le habría gustado mirar las caras de sus antepasados paternos; pero reprimió el deseo y activó todas las células de su alto y poderoso cuerpo al ver al hombre aún más viejo que descansaba detrás de una mesa, junto a un ayudante que, en ese momento, se inclinaba sobre él. Su cara estaba llena de arrugas, pero tenía una mirada tan intensa como la de un ave rapaz.

–Eres muy alto para ser un Manzini –dijo Aldo en italiano.

–Habré salido al sector alto de mi familia –replicó Raffaele en el mismo idioma, uno de los seis que hablaba con fluidez.

–Tu madre era más alta que tu padre. Yo no soportaría eso en una mujer.

Raffaele se encogió de hombros.

–Supongo que no me has invitado para ponerte sentimental con mis ancestros –ironizó.

–Además, llevas el pelo demasiado largo, y tendrías que haberte vestido mejor para la ocasión –continuó Aldo–. Dile a tu guardaespaldas que se retire, que yo diré lo mismo al mío. Lo que tengo que decirte es confidencial.

Raffaele hizo un gesto a Sal, que frunció el ceño, salió de la habitación con el acompañante de Aldo y cerró la puerta.

–Así está mejor. Y ahora, sirve un par de copas –dijo Aldo, señalando el armario de las bebidas–. Yo tomaré brandy.

La actitud imperiosa del anciano contradecía tanto la fragilidad de su cuerpo condenado a una silla de ruedas que Raffaele sonrió con ironía. Pero cruzó el despacho de todas formas y obedeció, algo casi inaudito en él.

–¿Ves mucho a tu padre? –preguntó Aldo cuando su bisnieto le dio el brandy.

–No. Cuando por fin lo conocí, yo ya era un adulto –respondió Raffaele–. Nos vemos un par de veces al año.

–Tommaso era una desgracia para los Manzini. Siempre ha sido un blando –declaró con amargura.

–Pero es feliz. Lo único que le interesa es su familia y su pequeño negocio. Todos tenemos sueños diferentes.

–Y me atrevería a afirmar que tu sueño no es tener un jardín y un montón de niños, ¿verdad? –dijo Aldo.

–No, no lo es, pero no me parece mal que mi padre tenga otras ambiciones.

Las vetas doradas de los oscuros ojos de Raffaele brillaron cuando clavó la vista en su bisabuelo, deseando que aquel miserable captara un mensaje: que, aunque no se llevara precisamente bien con Tommaso, con sus tres hermanastras y con la segunda esposa de su padre, estaba dispuesto a protegerles de cualquiera que intentara hacerles daño.

–Permíteme que te cuente una vieja historia –dijo Aldo, reclinándose en su silla de ruedas.

Whisky en mano, Raffaele se sentó en un sillón. Esperaba que fuera una historia corta, porque se estaba empezando a arrepentir de haber aceptado la invitación de su bisabuelo.

–Me comprometí con Giulia Parisi cuando yo tenía veintiún años. Nuestras familias tenían negocios que competían entre sí, y nuestros padres ardían en deseos de que nos casáramos. Pero no te equivoques… yo la quería de verdad –dijo Aldo–. Hasta que, una semana antes de la boda, descubrí que se estaba acostando con uno de sus primos. Aquello me destrozó. La dejé plantada en el altar para hacerle sufrir la misma humillación que había sufrido yo.

–¿Y? –preguntó Raffaele, al ver que Aldo se detenía.

–Su padre se enfureció de tal manera que cambió su testamento para asegurarse de que ningún Manzini pudiera comprar nunca un negocio de los Parisi. Salvo que dos personas de nuestras respectivas familias se casaran y tuvieran un hijo.

–Era un poco corto de miras, ¿no? –ironizó Raffaele.

–La empresa de los Parisi se ha convertido en una de las compañías tecnológicas más importantes del mundo –declaró Aldo–. Y, si haces lo que yo quiero que hagas, será tuya.

–¿A qué compañía te refieres?

Aldo le dio el nombre, y Raffaele frunció el ceño.

–¿Estás hablando en serio? ¿Pretendes que me case y tenga un hijo por algo así? Como ya habrás adivinado, no es mi estilo.

–Siempre he querido echar mano a esa empresa. Por desgracia, no tuve la oportunidad con la generación de mi hijo porque los Parisi no tenían ninguna hija con la que se pudiera casar. Pero la tuve con tu padre, Tommaso. Se podría haber casado con Lucia.

–Y mi padre no quiso –dijo Raffaele–. Ya me ha contado esa parte de la historia. Querías que se casara con Lucia, pero estaba enamorado de mi madre y se casó con ella.

–Brillante idea –dijo Aldo, sacudiendo la cabeza–. Solo estuvo con él el tiempo suficiente para darte a luz y abandonar a Tommaso. Dime, ¿cuántos padrastros has tenido?

Raffaele se encogió de hombros.

–Media docena –contestó–. Puede que mi padre no sea el más listo de los Manzini, pero es el menos malo.

–Dices eso porque no conoces toda la historia. Tu padre no se limitó a no casarse con Lucia. Por si eso fuera poco, le dio dinero para que se fugara a Gran Bretaña con su amante y escapara de la ira de su familia. ¡Mi dinero!

Raffaele tuvo que apretar sus sensuales labios para no soltar una carcajada.

–Todo un detalle por su parte –dijo con sorna–. Pero ¿qué esperabas? ¿Que se casara con ella? Si no recuerdo mal, ya estaba embarazada de su amante.

–¡Por supuesto que lo esperaba! –exclamó el anciano con amargura–. No importaba de quién fuera ese niño. Si se hubiera casado con Lucia Parisi, cualquier hijo habría servido para cumplir los términos del testamento.

Raffaele se dio cuenta de que no estaba tratando con un hombre razonable, y no le sorprendió que su padre hubiera huido a Gran Bretaña y hubiera renunciado a sus ricos orígenes para llevar una vida humilde. El tranquilo y amable Tommaso nunca habría estado a la altura de lo que el dominante anciano exigía. Y tampoco había estado a la altura de las exigencias de su madre, Julieta, quien le había pasado por encima como una apisonadora.

–Qué desafortunado –dijo Raffaele, que ya se había cansado de estar allí.

–Lo sería mucho más si tú también fueras incapaz de ver las posibilidades de casarse con una Parisi.

–No estoy preparado para casarme con nadie.

–Pero esta es una belleza y, además, no tendrías que seguir casado eternamente –puntualizó Aldo Manzini, que tiró una carpeta en la mesa–. Échale un vistazo.

Raffaele no tenía intención de echar un vistazo a ningún miembro del clan de los Parisi. El anciano le parecía un hombre obsesivo y desequilibrado, y ya tenía experiencia de sobra con ese tipo de personas; sobre todo, por haber crecido junto a su trágicamente menoscabada madre.

–No me interesa. No necesito ni el dinero ni la empresa –dijo, levantándose de su asiento.

–Si accedes a tomarlo en consideración, te cederé mi imperio ahora mismo. Mi abogado está esperando en la sala contigua –declaró Aldo–. En cuanto a Lucia Parisi y su familia, ya los tengo en mis manos.

–¿De qué estás hablando?

–De que Lucia se casó con un idiota. Están ahogados en deudas, que ahora me pertenecen a mí. ¿Qué crees que pienso hacer con ellos?

–Me da exactamente igual –contestó, pensando en la oferta de Aldo.

Su imperio consistía en una vieja empresa de tecnología que necesitaba una renovación urgente, justo el tipo de desafío que más le gustaba. No le interesaba el dinero, sino el placer de cambiar y rediseñar las cosas. Y, por primera vez desde que entró en la habitación donde estaban, su mente se activó de verdad.

–Si quieres la otra empresa, que encajaría perfectamente con la mía, tendrás que casarte con la belleza en cuestión. Sé que, si no fuera una mujer impresionante, no tentaría a un hombre de… tus apetitos, por así decirlo.

Aldo sonrió, consciente de que había puesto a Raffaele en su sitio y de que había investigado bien la naturaleza de su bisnieto.

Al igual que él, Raffaele era un canalla implacable en los negocios, un hombre tan ambicioso como exigente; al igual que él, adoraba los desafíos y, al igual que él, le encantaban las mujeres bellas. Pero Raffaele había tenido demasiado y demasiado pronto. Demasiado dinero, demasiado éxito, demasiadas mujeres. Necesitaba que alguien o algo le obligara a poner los pies en el mundo real.

Al ver que alcanzaba la carpeta que había rechazado momentos antes, Aldo volvió a sonreír. Por lo visto, iba a caer en la trampa.

Raffaele la abrió y miró la fotografía que había dentro. Era de una mujer alta, de largo cabello rubio, piel de porcelana y ojos color helecho. Tenía unos rasgos tan clásicos como perfectos. Pero su mundo estaba abarrotado de mujeres hermosas, y habría preferido cortarse la mano derecha antes de casarse con una y tener un hijo.

Tras mirar la foto, leyó el informe y descubrió que su cociente intelectual era más alto que el suyo, a pesar de ser dos veces más listo que la mayoría de la gente. Eso le gustó bastante más, porque había llegado a la conclusión de que todas las mujeres realmente bellas eran brujas como su difunta madre o criaturas tontas y superficiales que solo se querían a sí mismas. Sin embargo, Maya Campbell, la hija de Lucia Parisi, parecía ser la excepción.

–Te la ofrezco en bandeja. Mis representantes ya se han encargado de recordarle a su familia que compré su deuda y que deben pagar. Puedes aparecer como un príncipe azul y rescatarla del desastre.

–Sinceramente, no soy ningún príncipe azul –dijo Raffaele–. Si acepto tu oferta, no me andaré con dobleces. Me gusta ser lo que soy.

–Palabras típicas de un joven privilegiado –ironizó Aldo.

Raffaele se encogió de hombros. No se hacía ilusiones sobre su propio carácter, pero pocas personas vivas estaban informadas de lo que había tenido que sufrir durante su infancia y su adolescencia por culpa de una mujer desequilibrada que era encantadora un día y abusiva al siguiente. No sentía lástima de sí mismo. Sencillamente, había aprendido a desconfiar de las personas. Si no esperaba nada de ellas, no le podían decepcionar.

Esa táctica le había sido de gran utilidad a lo largo de su vida, y esperaba que también funcionara con Maya Campbell, porque se quería quedar con las dos empresas. Tomaría su control, las cambiaría de arriba abajo y las convertiría en compañías rentables y en pleno crecimiento.

–Empiezo a estar cansado –le confesó Aldo–. ¿Llamo a mi abogado?

Raffaele sonrió.

–Gracias por la velada, Aldo. Ha sido interesante, aunque no tanto como el horizonte que se abre ante mí.

–Esa chica es verdaderamente sexy.

–No me refería a ella, sino a las dos empresas –dijo su bisnieto.

El abogado apareció con los documentos de la transferencia de la propiedad y con dos testigos, que tenían aspecto de médicos. Pero Raffaele no supo qué había llevado a Aldo Manzini a cederle su empresa hasta que firmaron el acuerdo y salieron de la mansión.

–Tiene demencia senil –le dijo uno de los testigos, que resultó ser médico de verdad–. Puede que dentro de unos meses no sea capaz de hacer nada. La degeneración se puede acelerar bastante a su edad, y él lo sabe.

Raffaele se sintió culpable de inmediato, y decidió que volvería a ver a su bisabuelo tanto si se casaba con aquella mujer como si no.

 

 

–¡Dios mío, nunca había visto a un hombre tan guapo! –exclamó Nicola, la novia que estaba a punto de casarse.

–¿Dónde está? –preguntó una de sus acompañantes.

–Allí, en el bar… ¿No te parece increíble?

Maya, que se encontraba con ellas, se giró hacia el bar y miró.

Era impresionante. Metro noventa de altura y un cuerpo musculado y esbelto a la vez. Estaba apoyado en la barra, exudando tal confianza en sí mismo que no parecía incómodo por haberse convertido en blancos de todas la miradas femeninas. Debía de estar acostumbrado a que las mujeres se lo comieran con los ojos.

Maya no pudo resistirse a la tentación de admirar brevemente su cabello negro, sus hombros anchos, su mandíbula recta y sus perfectos labios. Era tan guapo como un modelo de pasarela, pero equilibraba el clasicismo de sus rasgos con detalles como el cabello revuelto, una barba de dos días y su ropa, consistente en unos vaqueros desgastados, una camiseta negra y unas botas de motociclista.

Sin embargo, Maya lo desestimó al instante, convencida de que sería tan ególatra como altamente promiscuo. Además, ella no era como sus amigas de la universidad. No tenía ni tiempo ni ganas de salir con nadie por un simple revolcón. En su opinión, la vida era demasiado corta para desperdiciarla así, aunque a veces se preguntaba si no opinaría eso porque su guapo e inútil padre había conseguido que desconfiara de los hombres.

Su padre era encantador, cariñoso y atento, pero también era un desastre en materia de negocios. Siempre debía dinero a alguien y, por culpa de él, su adolescencia había sido una sucesión de litigios y amenazas de desahucio que ponían en peligro la seguridad de su familia, desde su madre hasta su hermanos: Izzy, su hermana gemela y Matt, que estaba condenado a vivir en una silla de ruedas.

Maya se preguntaba frecuentemente cómo habría sido su vida si, en lugar de tener unos padres que no servían para nada, hubiera tenido unos capaces de valerse por sí mismos. Y cada vez que se lo preguntaba, se sentía mal por ser tan resentida y egoísta.

A fin de cuentas, ellos no tenían la culpa de ser pobres; y mucho menos su madre, que solo conseguía trabajos a tiempo parcial porque debía cuidar a un hijo discapacitado. De hecho, siempre le había parecido asombroso que los talleres de reparación de su padre hubieran dado dinero alguna vez para comprar la casa londinense donde vivían, el único elemento estable en su catastrófico mundo financiero.

En cualquier caso, Maya no se podía quejar de su vida. Había sido una niña prodigio, y tenía tanto talento que sus premios y becas le habían permitido hacer la carrera de Matemáticas y conseguir todo tipo de trabajos relacionados con ella. Pero el dinero no le importaba demasiado y, si no hubiera tenido que apoyar económicamente a su familia, se habría dedicado a la investigación académica.

Aún estaba dando vueltas a sus relaciones familiares cuando alguien le puso una mano en el hombro. Por supuesto, Maya se giró, y se llevó una sorpresa al encontrarse ante el tipo de la barra.

Lo primero que le llamó la atención fue la necesidad de alzar la cabeza para mirarlo a los ojos, a pesar de que media un metro setenta y de que llevaba zapatos de tacón alto. Lo segundo, que se hubiera acercado a ella y no a otra mujer, cuando su conservadora ropa, su actitud distante y el hecho de que no estuviera bebiendo nada dejaban bien claro que no estaba disponible para aventuras románticas.

–Tómate algo conmigo –dijo él, casi en tono de orden.

Ella soltó una carcajada.

–Lo siento, pero estoy en la noche para chicas. No se permiten hombres.

Los ojos oscuros del desconocido, duros como el granito y de vetas doradas, brillaron con furia, como si su negativa le hubiera ofendido; pero Maya no se lo tuvo en cuenta, porque era mucho más atractivo de cerca que de lejos y, evidentemente, no podía estar acostumbrado a que las mujeres le rechazaran.

–¿Estás loca? –le susurró Nicole al oído.

Nicole la tomó del brazo y la llevó a la mesa donde estaban el resto de sus amigas, a quienes contó lo que acababa de hacer.

Todas protestaron de inmediato. Le recordaron que estaba sola, la criticaron por desaprovechar la oportunidad que se le había presentado y le dijeron que era una tonta por no agradecer que un hombre tan increíble se fijara en ella. Aparentemente, habrían hecho lo que fuera por encontrarse en su lugar. Si hubieran podido, se habrían envuelto en papel de regalo y se habrían ofrecido a él.

–No me ha pedido que nos tomemos una copa. Me lo ha ordenado –dijo a la defensiva–. Es un canalla arrogante.

–Buen, es lógico que un hombre tan maravilloso tenga algún defecto –comentó una de ellas.

–¿Me estás diciendo de verdad que prefieres sentarte sola delante de tu ordenador, como haces todas las noches, en lugar de pasar una velada con ese hombre? –preguntó otra.

A Maya se le heló la sonrisa. Los comentarios de sus amigas estaban cargados de envidia, origen del acoso que había sufrido en el colegio por sus resultados académicos. Sus compañeras de entonces creían que sacaba buenas notas porque era una empollona, y ella dejó que lo creyeran porque la habrían maltratado más si hubieran sabido que no era por eso, sino porque tenía una memoria fotográfica y un cociente intelectual mucho más alto que el suyo.

Mientras ella pensaba en su pasado, Raffaele volvió a la barra del bar, intentando convencerse de que Maya Campbell no merecía la pena. Y si hubiera sido por su concepto de la estética, habría tenido éxito, porque el vestido negro que llevaba era un horror: de cuello alto y con menos forma que un saco.

Por desgracia, ese horror no podía ocultar sus increíblemente largas piernas ni la delicadeza de las curvas de sus senos y sus caderas. Y, en cuanto a su cara, una zona tan libre de cosméticos que ni siquiera se había puesto rímel, era tan clara y perfecta como sus verdes ojos, de un tono que escapaba a cualquier definición. Pero fuera como fuera, le había rechazado. A él, a Raffaele Manzini.

Ofendido, pidió una segunda copa y apretó los dientes. Era la primera vez que una mujer le rechazaba, y estaba tan sorprendido como si el perro más manso del mundo le hubiera mordido la mano. Sin embargo, su fracaso inicial no hizo que se rindiera y, al cabo de unos momentos, pidió un cóctel para ella y lo envió a su mesa.