Itinerario Habanero - Ciro Bianchi Ross - E-Book

Itinerario Habanero E-Book

Ciro Bianchi Ross

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Beschreibung

Quienes se acerquen a este libro reirán y reflexionarán. Disfrutarán el placer de una lectura que nada tiene que envidiar a la obra de los cuentistas cubanos contemporáneos. Como si la realidad se transformara en ficción y la ficción no pudiera ser otra cosa que realidad.

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Veröffentlichungsjahr: 2022

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eusebio leal, pablo armando fernández, césar lópez,

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consejo editorial

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jorge cocom pech, odi gonzáles, karel leyva, asel maría aguilar, yaneisis infante, milene aguilera, francisco díaz solar, yasef ananda, gaetano longo, aitana alberti

Diseño de cubierta: Elisa Vera Grillo

Diseño interior y diagramación: Onelia Silva Martínez

Coordinación editorial: Marlene Alfonso / Milene Aguilera / Carlos Díaz

© Ciro Bianchi Ross, 2019

© Marilyn Bobes, sobre el prólogo, 2018

ISBN: 9789593022606

Unión de Escritores y Artistas de Cuba

Calle 17 no. 354 e/ G y H, El Vedado,

La Habana

Centro Cultural CubaPoesía

Calle 25 esq. a Hospital, Barrio de Cayo Hueso,

La Habana, Cuba

http//www.cubapoesia.cult.cu

http//www.palabradelmundo.cult.cu

[email protected]

colección sur

dirigida por alex pausides

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público. Si precisa obtener licencia de reproducción para algún fragmento en formato digital diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) o entre la web www.conlicencia.com EDHASA C/ Diputació, 262, 2º 1ª, 08007 Barcelona. Tel. 93 494 97 20 España.

Índice
Dos Palabras
I.Costumbres
Cogí cajita
Para comerte mejor
Bares habaneros
Origen, agonía y muerte del tranvía
En guagua
Toros en Cuba
II. Lugares
El Templete
La Real Fuerza
La hora del cañonazo
Entre libros y cañones
Dos fortalezas olvidadas
Cómo se derribaron las murallas
Casos y cosas de La Habana de ayer
Anatomía de un teatro
El Hotel más antiguo
Cementerio de Espada
El cementerio de Colón
La Plaza del Vapor
Adiós al Trotcha
Parques de La Habana
Marianao, la vida se ve
Nos vamos a la playa
Volvemos al Capri
III.Calles
Actas municipales
Caminando por Reina
Caminando por Muralla
Explorando Amargura
Aguiar, la calle del dinero
Réquiem por O’Reilly
Explorando Prado I
Explorando Prado II
Sobre el autor

Dos Palabras

Desempolvando anécdotas, costumbres y figuras del pasado reciente y del presente inmediato, Ciro Bianchi Ross se ha convertido en uno de los periodistas más leídos y respetados de la Cuba de hoy.

Su prosa rica, amena y de altos quilates literarios, constituye, junto a la rigurosa investigación que la sostiene, una de las cualidades de este periodista de pura cepa a quien es imprescindible acudir cuando de develar las esencias de la cubanía se trata.

Reunidas en este libro aparecen algunas de sus más valiosas viñetas en las que el lector podrá encontrar inauditas revelaciones. El autor adiciona esa aptitud curiosa que lo convierte en inquieto rastreador de irradiaciones.

Lo que asombra en Ciro es su prodigiosa capacidad de revivir el pasado comunicándolo con el presente. O de contarnos el presente como memoria futura de una inteligente penetración en lo cotidiano.

Nada escapa a la agudeza de este cronista, digno heredero de un Eladio Secades que supo, en un tiempo anterior, otorgarnos una tipología y un perfil. Ciro Bianchi Ross los renueva hoy con un vuelo quizás más alto desde el punto de vista formal, pero con la misma autenticidad.

Quienes se acerquen a este libro reirán y reflexionarán. Disfrutarán el placer de una lectura que nada tiene que envidiar a la obra de los cuentistas cubanos contemporáneos. Como si la realidad se transformara en ficción y la ficción no pudiera ser otra cosa que realidad.

Aquí está Ciro Bianchi en cuerpo y alma y Cuba como un espejo de su periodismo ejemplar.

Marilyn Bobes

La Habana, mayo, 2018

I.Costumbres

Cogí cajita

Recibí hace ya meses un mensaje inquietante. ¿Cuándo, —preguntaba el interesado—, comenzaron las cajitas de comida? Esto es, en qué momento empezaron, en eventos privados y públicos, a utilizarse esos recipientes para servir el refrigerio. Otra pregunta se incluía en el texto de aquel correo electrónico, y esta más difícil de responder. ¿Era frecuente, antes de 1959, que los restaurantes hicieran su oferta en cajas de cartón? En una época en la que no existían las llamadas charolas, esos prácticos termo envases de plástico o poli espuma, ¿de qué medios se valía el cliente si quería llevar a su casa porciones de comida ya elaborada? Había una tercera interrogante. ¿Cómo se repartía el buffet en la celebración de un cumpleaños, una fiesta de 15 digamos, o en una boda?

El tema, ya de por sí, es interesante. Más aún, porque como dice Tere Castillo en su libro Nostalgia cubana, las cajitas de fiesta pasaron al habla popular y se instalaron en el imaginario colectivo. “Cogió cajita” o “Llegó tarde al reparto de cajitas”, son frases que se emplean metafóricamente para indicar que alguien tuvo buena o mala suerte.

Precisemos enseguida que una buena cajita —de cumpleaños o de cualquier fiesta— debe contener ensalada fría, dos o tres croquetitas, un bocadito de jamón y queso, por mínimo que sea, y el inevitable pedazo de cake.

DE GLOBOS Y CANTINAS

En La Habana de mi infancia, tanto en fiestas de aniversario como en bodas y bautizos, se utilizaban en el buffet los platos y los vasos de cartón y los cubiertos de plástico. Todo desechable, aunque en algunas casas, con sentido especial del ahorro, luego de pasarlos por agua y jabón, se conservaban cucharitas y tenedores para hacerlos relucir de nuevo cuando la ocasión lo requiriera. Digamos, por otra parte, que los cubiertos indicaban ya el nivel económico de la familia o la persona que auspiciaba la fiesta. Lo habitual era que, con la caja de comida, se entregara una cucharita; nada más. Hacerla acompañar también de tenedor y cuchillo que, por lo general, no se utilizaba, era como tirar la casa por la ventana.

Hasta aquí llega mi memoria, aunque recuerdo también las cantinas. Pero las cantinas eran otra cosa. Recipientes confeccionados especialmente para transportar alimentos, fueran líquidos o sólidos, generalmente de aluminio, con tapas que garantizaban su hermeticidad. Cada uno de aquellos depósitos disponía de sus asas correspondientes y una varilla que se pasaba a través de ellas posibilitaba ensartarlas de una vez y hacer fácil y cómodo su traslado pues una cantina contaba con más de un recipiente. Pero la cantina no era utensilio propio de restaurantes ni de fiestas. Un obrero podía llevar su almuerzo a la fábrica en una cantina o alguien, en una de ellas, podía enviar a un familiar o a un amigo la comida del día. Había familias que se dedicaban a cocinar para cantinas, que luego un muchacho repartía entre la clientela. Como debía llevar varias a la vez, y hacerlo a pie, el empleado se valía de un listón de madera que pasaba a través de las agarraderas de aquellos recipientes.

No solo comían de cantina gente de bajos recursos. Los de medio pelo para arriba, sin sonrojo alguno, podían hacerse llevar la comida en las cantinas de El Carmelo, de Calzada y D, en el Vedado, el mejor grill room habanero de los años 50. Eran termos que conservaban la temperatura de lo que contenían y se transportaban en una camioneta pequeña.

Para aquellas cantinas, tantos las de un bando como las del otro, se cocinaba con un menú único. El cliente no hacía un pedido, sino que recibía lo que se había cocinado para el día. Arroz blanco o congrí, un guiso de frijoles o un ajiaquito y también carne con papas, picadillo a la habanera, ropa vieja, algún pescado asado... esto es, platos que también conformaban el menú de la fonda cubana.

Por cierto, en esos establecimientos existía lo que se llamaba el globo. Era la sobra de platos y cazuelas envasada en cartuchos. No se regalaban. Mendigos y limosneros adquirían los globos por un precio ínfimo.

SÍ; PERO NO. NO; PERO SÍ

A lo que íbamos. ¿Existió la cajita de comida en la Cuba anterior a 1959? Formulé esta pregunta a amigos y lectores y las respuestas fueron contradictorias. Algunos negaron cualquier posibilidad en ese sentido, mientras que otros dieron una respuesta afirmativa, aunque precisaron que no ocurría de la misma manera en todos los establecimientos gastronómicos.

El colega Frank Agüero, por ejemplo, asegura que los miércoles, tarde en la noche, su padre llevaba a la casa una cajita con arroz frito que compraba en el Mercado Único de Cuatro Caminos o en la plaza de Carlos III al regresar de las sesiones masónicas a las que asistía. Refiere que lo recuerda bien porque desde entonces ese manjar cede solo en su preferencia ante el sándwich, ahora apellidado “cubano”. Añade Agüero: “Es posible que existieran otras variantes de comida en cajita, pero yo no las conocí, ni siquiera en las fiestas de fin de curso de la escuela primaria. Tampoco en los cumpleaños, ahora verdaderos festines para muchachos y mayores, pero que en mi época y en mi barrio —Poey— eran poco frecuentes”.

De la misma opinión es Conchita de la Peña. Dice: “El arroz frito del Mercado Único lo servían en cajas de cartón, así fuera para comer en el propio establecimiento, aunque existía la opción de comerlo en platos también de cartón, con cubiertos del mismo material. No sucedía lo mismo en restaurantes caros o de otro nivel que los del Mercado. En el Centro Vasco, por ejemplo, si el cliente decidía llevar comida elaborada para la casa, se le facilitaba una cazuela de barro”.

Había también cajas de cartón en el Picken Chicken sitiado en el parqueo del supermercado Eklho de la esquina de 42 y 39, en el reparto Almendares. Cuenta el doctor Oscar Olivera García, cirujano de Matanzas, que de sus visitas al establecimiento, en compañía de sus padres, recuerda las cajitas de cartón en las que servían las raciones de pollo —pechuga o postas de muslo y contra muslo, con papas fritas.

No coinciden en eso todas las opiniones. El ya fallecido amigo Liborio Noval, Premio Nacional de Periodismo, preguntado al respecto, dijo a este escribidor, que de sus andanzas diurnas y nocturnas por La Habana no recordaba establecimiento alguno que sirviera sus ofertas en cajitas ni que facilitara al cliente envases de ese tipo para que llevara su pedido a la casa. Sí —precisaba el destacado fotorreportero—, había en las dulcerías cajitas de diferentes tamaños confeccionadas con un cartón muy fino.

“Nunca vi tales cajitas y eso que yo vivía en Belascoaín esquina a Zanja, frente al café OK, famoso por sus sándwich. Recuerdo, sí, las cantinas, que te hacían llegar a la casa, a la oficina, a cualquier parte”, expresa, enfático, el narrador Hugo Luis, autor de la laureada novela El puente de coral. Y el historiador Newton Briones Montoto expresa por su parte: “Recuerdo las cantinas; no las cajitas”. Otra amiga y aguda lectora, Naty Revuelta, no oculta sus dudas. Comenta: “No me acuerdo de tantas cosas. Mi memoria no es lo portentosa que cree la gente. Generalmente, guardo recuerdo de lo que me ha sensibilizado; recuerdos sobre todo visuales. Pero pierdo rostros y rastros de esos rostros. Me apena cuando alguien me dice: Naty, no se acuerda de mi…”. Naty cree recordar cajitas de cartón blanco en algunos cumpleaños de niños, pero sí puede asegurar que nunca llevó a su casa una cajita de cartón con comida.

DE DÓNDE VINO LA CAJITA

El espirituano Antonio Díaz, que hace célebre el apelativo de “el pintor de los tejados”, recuerda las cajitas de cartón de las dulcerías y asegura que ningún restaurante o casa de comida de su ciudad natal ofrecía sus productos elaborados en ese tipo de envase. A su juicio, la cajita se impuso en las celebraciones de bodas y cumpleaños. Apareció como la solución cuando los platos desechables comenzaron a escasear.

Para el doctor Ismael Pérez Gutiérrez, las cajitas de comida, y no solo las que se utilizaban para los dulces, existieron siempre. Dice que hace correr hacia atrás la máquina del tiempo y que la cajita está presente hasta dónde alcanza su memoria. Apunta un dato jocoso. La cajita de dulces era, para los novios, el recurso más socorrido y barato para “limpiarse” con la novia o con la suegra.

Puntualiza el buen doctor Pérez Gutiérrez: “También recuerdo ver empaquetar en cajitas alguna que otra “completa” de congrí, carne de puerco, tostones y ensalada. Claro, en los lugares “fistos” la cajita podía ser de colores y llevaba impresos el nombre y el membrete del establecimiento. Eso de “coger cajita” es más para acá, cuando las susodichos envases se generalizaron en fiestas de todo tipo”.

Atendible es el criterio del periodista Manuel Vaillant. Escribe:

“Hay cosas que llevan tanto tiempo que a uno le parece que existieron siempre. Creo recordar como en un sueño que la primera vez que vi las cajitas con comida fue, en 1961, en los clubes de playa, recién nacionalizados entonces. Esos balnearios empezaron a llamarse círculos sociales obreros y los que hasta entonces vieron vedada la posibilidad de disfrutar de buenas playas e instalaciones como esas, se volcaron sobre ellas. Allí, los comedores o restaurantes, desconozco cómo le llamarían sus antiguos asociados, no tenían capacidad suficiente para dar asiento a todos los que demandaban de sus servicios. Y como una manera de satisfacer a todos, surgió la cajita que podía llevarse con uno y degustarse su contenido en cualquier sitio”.

Añade Vaillant: “Mi mujer, más pedestre que yo, dice que las cajitas surgieron con la Revolución, y lo fundamenta cuando precisa que antes del triunfo de 1959 no se vieron cajitas con comida en bautizos, bodas ni cumpleaños. Tampoco en despedidas de soltera o soltero. Solo platos y vasos desechables se utilizaban en esas celebraciones”.

FIESTA DEL ESCRIBIDOR

Hasta aquí llega la indagación. Hay argumentos en un sentido y en otro y el lector puede escoger la versión que más le acomode. Solo una interrogante. ¿Empezó con la cajita la costumbre del cubano de comer de pie o mientras camina que se ha entronizado en los últimos años? Como dice un amigo muy querido, ahí se las dejo y los pongo a pensar.

Para comerte mejor

La semana pasada aludimos a uno de los tipos populares que se daban cita en la esquina de 23 y 12, en el Vedado y que Eduardo Robreño recuerda en uno de sus libros. Era un señor elegantemente vestido, con su cuello duro, corbata de seda y sombrero de pajita que, de manera invariable, sostenía un palillo entre los dientes.

Aunque no lo pareciera a simple vista ese hombre, quién lo diría, era un tamalero y vendía su mercancía a la voz de “Con pica y sin pica”. Lo peculiar de su pregón atraía a los peatones. Cerca de él, la lata con los sabrosos tamales. Lo inesperado del encuentro hacía que aquel insólito tamalero hiciese “su agosto” aunque transcurriese el invierno.

Varias veces hemos aludido a comidas rápidas y populares. No pocas páginas ha dedicado el escribidor al café con leche, la frita, el bollito de carita, la papa rellena, el batido de frutas, ¡el sándwich cubano!

Si hacemos andar hacia atrás la máquina del tiempo, concluimos que nadie discutía la primacía a las papas rellenas de El Faro, en las calles Pepe Antonio y Máximo Gómez, en Guanabacoa, aunque eran también muy recurridas por los estudiantes universitarios, las del Bodegón de Teodoro, en las inmediaciones de la alta casa de estudios habanera, frente a la residencia del senador José Manuel Cortina; actual casa de la FEU.

Del favor de los bebedores disfrutaban las galletas con tasajo que ofertaban como tapa en el bar de La Antigua Chiquita, en Carlos III, así como las galleticas preparadas de La Princesa, en la esquina de Concepción y 16, en Lawton. Una galleta diminuta sobre la que se colocaba una lonja mínima de jamón y otra de pierna de cerdo asada, una lasquita de queso y un pepinillo encurtido que Ramiro, el propietario del establecimiento, obsequiaba a los bebedores como saladito y que hacía que el bar se mantuviera a toda hora a lleno completo, a diferencia de la cantina de enfrente, el bar Xonia, siempre tan desprovisto de clientes que daba pena verlo.

El café con leche del café Las Villas, en Galiano esquina a Laguna, se llevaba la palma. El mantecado de La Josefita, en la calle Ángeles, era sencillamente espectacular. Para helados malteados, La Cruz Blanca, en Monserrate y Empedrado, y El Anón de Virtudes, frente al cine Alcázar, para los de frutas, sin olvidar los que se elaboraban en los puestos de chinos. En Los Parados, de Consulado y Neptuno, se comía de todo y a precios muy populares. De campeonato eran la sopa china de La Estrella de Oro, frente al Mercado Único, y la sopa de cebolla de El Colma’o, en la calle Aramburu, excelentes ambas para culminar una noche pasada de tragos. No quedaba a la zaga el arroz frito de El Dragón de Oro, que podía llevarse en cajitas de cartón y cuya media ración se expendía a treinta y cinco centavos. Excelente era también el arroz frito especial del restaurante Pekín, en 23 y 12.

CON DENOMINACIÓN DE ORIGEN

El sándwich cubano merece párrafo aparte. Había en La Habana de los años cincuenta del siglo pasado cuatro o cinco sitios que estaban entre los primeros lugares si a ese entrepán se refiere. Eran el bar OK, en Zanja esquina a Belascoaín; el bar Encanto, en Galiano, cerca de la tienda de ese nombre; el café El Siglo xx, en Belascoaín y Neptuno, y la Bodega de Paco, —se llamaba, en realidad, La Lonja— en 23 y 8, en el Vedado, hasta que Paco decidió sentar tienda en la cafetería Niágara, en Santa Catalina y Juan Delgado, en Santos Suárez. Compartían honores los que se elaboraban en el bar Sloppy Joe’s, de la calle Zulueta, establecimiento que se abrió hace unos años. Toda una novedad en la época fue la salsa especial con sabor a chorizo que se le adicionaba al sándwich en el café El Cedro del Líbano, en Artemisa. En los años 60 se llevaron la primacía los sándwich de El Asia, en el paradero de la Víbora, en El Cangrejito, en Porvenir y C, y La Asunción, en Porvenir y Luyanó. De todos, la palma correspondía a los de La Pelota, en 23 y 12, en el Vedado, y los de la cafetería del sótano del Hotel Nacional.

No se piense solo, sin embargo, en grandes establecimientos gastronómicos. Los preparaban también, y muy buenos, en cualquier esquina habanera, en puestos de madera y cristal, semejantes a los de las fritas, y que, aunque no se movían del espacio donde se instalaban, disponían de ruedas a fin de simular que sí lo hacían; manera de eludir o reducir los impuestos. En los bares, una vidriera en la que se le leía la palabra “Lunch” era el predio exclusivo y privilegiado del lunchero.

Cualquiera que fuera el sitio —bar, café, puesto esquinero…— donde prestara servicio, un buen lunchero era un artista que, con gracia, movía y entrechocaba sus cuchillos en el aire para coger el ritmo y colocaba sobre una tapa de pan los ingredientes que trabajaba sobre un pedazo de madera. Era todo un ritual. Al final cortaba el pan al medio, de una manera oblicua que facilitaba la mordida y con lo que formaba dos cuñas que disponía con los cortes hacia fuera para que el cliente apreciara lo que aprisionaban. Todo era a base de cuchillo y magia, sin empleo de la lasqueadora eléctrica ni de la tostadora, artefactos que llegaron después. Los había de todos los precios, desde veinte centavos hasta un peso, y eran de tal proporción que muchos preferían compartirlo o guardar una mitad para más adelante. Ya en los años 60, el sándwich llegó a costar un peso con veinte centavos.

Sus ingredientes podían variar según la época y en consonancia con las normas del establecimiento donde se elaborara. El sándwich cubano contempla lascas de jamón de pierna cocido y ahumado y de pierna de cerdo asada al jugo. También una lasquita de mortadella y otra de queso, preferiblemente gruyere, así como un pepinillo encurtido agridulce. Puede usarse también jamón serrano bien seco. Una de las tapas del pan se unta con mantequilla, y la otra, con mostaza americana suave y pastosa. El pan resulta esencial en su elaboración. Es el llamado pan de agua, suave y sedoso, que se deshace en la boca.

A juicio de este escribidor sándwich cubano es una denominación de origen. Y como tal hay que respetar ese bocadillo que es cima y orgullo de nuestra gastronomía rápida y popular. Algunos afirman que para degustarlo como es, hay que hacerlo fuera de Cuba. La aseveración no es justa. Hay, es cierto, lugares en que son mejores que en otros, pero aún así, aquí y allá, no son extrañas las adulteraciones ni que se pretenda pasar gato por liebre.

MEDIA NOCHE

Hermana menor del sándwich es la media noche. Un bocado elaborado con los mismos componentes del sándwich cubano, pero más ligero y de menor tamaño, colocados entre dos tapas de pan de puntas, blando y dulzón. De la familia es asimismo el Helena Ruz, entrepán que combina en su composición el pavo asado con el queso crema y la mermelada de fresa. Fue un plato muy solicitado en El Carmelo, de Calzada, que resurge en los establecimientos de la cadena del Pan.com y en algunos comercios del sector no estatal. El Acorazado tenía también mucha demanda en El Carmelo. Era un bocadito que se hacía con pasta de jamón y queso crema. Gustaban además en esa casa que llegó a ser el mejor grill room de La Habana de los 50, el helado tostado y la criadilla —testículo de buey frito, que servía, se dice, como estimulante sexual y cuyo sabor era similar al de la hueva de pargo.

El café Europa, en la calle Obispo, se preciaba de ofertar los mejores pasteles. Era famoso además por los dulces que expendía, de los que Carlos Loveira se hizo eco en su novela Juan Criollo. Merecen mención asimismo los de la cremería Ward, entonces en J y 23 y los de La Gran Vía, en Santos Suárez, aunque los de la vidriera de Águila y Neptuno nada tenían que envidiar a los de otra dulcería habanera, ni siquiera a Sylvain, ya muy reconocida entonces. Fuera de concurso por su calidad estaban los panquecitos de Jamaica, en las afueras de La Habana, así como los panecitos de San Francisco. Reconocido era el pan de Toyo y gozaba de la preferencia el llamado pan polaco, de corteza dura, masa compacta y sabor particular, del establecimiento de Neptuno 8, al lado del cine Rialto.

CHAYOTES RELLENOS

Las butifarras del Congo, en Catalina de Güines, inspiraron uno de los más gustados y perdurables sones cubanos. Si de fritas se trata, ninguna superaba las de Sebastián Carro, primero en Paseo esquina a Zapata, y luego en El Bulevar, de 23 entre 2 y 4, y La Cocinita, de Paseo. Para bistec, a la española o a la francesa, con abundante ración de papas fritas, nada mejor que Los Marinos, en la Avenida del Puerto, frente al embarcadero de Regla; permanecía abierto, para alegría de noctámbulos y embarazadas repentinamente antojadizas, durante toda la noche.

El Lazo de Oro, el bar de Hospital y San Lázaro, debió el renombre a sus chayotes rellenos, aunque contaba con una ensalada de pollo que era la especialidad de la casa. Con todo, la mejor ensalada de pollo de La Habana era la del restaurante Miami, en Prado y Neptuno, una casa que después se llamó Caracas y que es ahora un restaurante italiano. La cocina italiana lucía todas sus galas en el restaurante Frascati, en los altos del bar Partagás, en Prado entre Neptuno y Virtudes. Casa que perdió su predominio cuando Vasco abrió Montecatini, en el Vedado. Vasco era el chef de Amadeo Barletta, amigo de Benito Mussolini y organizador en La Habana de las Camisas Pardas que fue expulsado de Cuba en los años 40 y regresó tras el fin de la II Guerra Mundial como representante de la General Motors.

Si se habla de arroz con pollo hay que mencionar en primer lugar a El Aljibe, en el pueblo de Wajay, en las afueras de La Habana, una finca propiedad de dos hermanos que después crearon los dos restaurantes Rancho Luna especializados en pollo asado en su salsa y frijoles negros con arroz blanco, todo lo que el cliente pudiera comer por un precio fijo que por entonces no llegaba a tres pesos. Para comida criolla, La Bodeguita de El Medio, en la calle Empedrado. La Zaragozana y El Castillo de Farnés para la cocina española, y arroces y mariscos, los del Puerto de Sagua, en la calle Egido, frente al Gobierno Provincial, y el Centro Vasco, al comienzo del Paseo del Prado.

Ya habrá comprendido el lector, si es que llegó hasta aquí, que este escribidor tiene una relación casi neurótica con la cocina. Antes de concluir, quiere hablar acerca de los ostiones y las caficolas, aunque desconoce si existirá todavía quien recuerde esa bebida saborizada de agua de Seltz que terminó perdiendo la batalla frente al refresco embotellado. El expendio de caficolas más conocido de la ciudad estaba en Consulado y Ánimas, en tanto que eran de mucha cuenta los ostiones de Infanta y San Lázaro, frente a las Lámparas Quesada. Había en esa esquina dos expendios del producto y en cualquiera de ellos la calidad era insuperable.

¿Y el café? La sabrosa infusión es el cierre ideal de cualquier comida cubana. Pues en Virtudes entre Prado y Consulado estaba Ricardo, el Rey del Café. Mediante un timbre anunciaba Ricardo que la colada estaba lista para ser servida. A tres quilitos la tacita. Solo tres quilitos.

Bares habaneros

En estos días tocó a este escribidor compartir con un grupo de embajadores del ron Havana Club. Se llama así a los representantes de la prestigiosa marca en los países donde residen; gente joven, afable, comunicativa y, desde luego, muy receptiva a la historia y las novedades de la industria y el producto que representan. Este escribidor debía guiarlos en un recorrido que comenzó a medio día en el Floridita y terminó, tarde en la tarde, en el bar Vista al Golfo del Hotel Nacional de Cuba, luego de haber pasado por Sloppy Joe’s, Bodeguita del Medio y Dos Hermanos.

Cada uno de esos establecimientos recibió a los visitantes con un coctel. Vista al Golfo con el coctel Nacional y Sloppy con Cuba Libre, mientras que Bodeguita del Medio y Floridita con el mojito y el daiquirí, que son de imaginar. Dos Hermanos ofreció el Havana Special. Curiosamente, en la cena con la que se clausuró el encuentro y que tuvo lugar en el Museo del Ron, el Havana Special fue también el coctel de bienvenida.

UN TREN SOBRE LAS OLAS