Jacky, el oso de Tallac y otros cuentos - Ernest Thompson - E-Book

Jacky, el oso de Tallac y otros cuentos E-Book

Ernest Thompson

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Beschreibung

Jacky, Jacky, vagabundo y feliz está que se va por el mundo… Así empieza la canción que nos introdujo en el mundo de Jacky y Nuca. Unos dibujos animados tiernos, divertidos e icónicos inspirados en la obra original de Ernest Thompson Seton. En Jacky, el oso de Tallac, el pionero conservacionista Seton narra la historia de Jacky y Jill, dos oseznos que, tras la muerte de su madre, pasan a manos de un granjero de las montañas. El relato es una oda a la naturaleza, un retrato implacable del conflicto del hombre contra lo salvaje y, ante todo, la apasionante lucha de una bestia indomable por su libertad. Incluye las historias Jacky, el oso de Tallac, Tras la pista del ciervo y El oso Johnny.

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Títulos originales ingleses: Monarch: The Big Bear of Tallac;

The Trail of the Sandhill Stag, y Johnny Bear, and Other Stories from Lives of the Hunted.

Autor: Ernest Thompson Seton.

© Herederos de Ernest Thompson Seton.

© de la traducción: Víctor Manuel García de Isusi, 2019.

© del diseño de la cubierta: Lookatcia.com, 2019.

Diseño de interior: Lookatcia.com.

© de esta edición: RBA Libros, S.A., 2019.

Avda. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.

rbalibros.com

Primera edición: abril de 2019.

RBA MOLINO

REF.: OBDO486

ISBN: 978-84-272-1844-4

Realización de la versión digital: El Taller del Llibre, S.L.

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito

del editor cualquier forma de reproducción, distribución,

comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida

a las sanciones establecidas por la ley. Pueden dirigirse a Cedro

(Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org)

si necesitan fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra

(www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

Todos los derechos reservados.

Nota al lector

Este libro está dedicado al recuerdo de los días que pasé entre los pinos del Tallac, donde, junto a una hoguera, escuché este relato épico.

Un recuerdo agradable me trae la imagen a la cabeza, clara, vívida: los veo sentados, uno de ellos pequeño y poca cosa, y, el otro, alto y fornido, el líder, el guía, montañeros rudos los dos. Fueron ellos quienes me contaron esta historia, poco a poco, frase a frase. Se sentían preparados para hablar, pero no sabían cómo hacerlo. Eran parcos en palabras; palabras que, además, habríamos considerado vacías en un papel, carentes de sentido, sin ver los labios fruncidos, sin siseos ni bufidos, sin el brutal rugido contenido con maestría humana, sin el chasquido y los tirones de las muñecas, sin el fulgor de los ojos grises, que fue lo que de verdad me contó esta historia, pues las palabras no pasaron de ser un mero titular. También hablaron de un tema más sutil aquella noche, un tema que no parecía que estuviera allí, pero que se leía entre líneas y, escuchando el rudo relato, oí con claridad el canto de los pájaros nocturnos en la tormenta y entre el brillo de la mica capté el destello del oro, dado que la suya era una parábola con la típica energía de las historias de las montañas que, no obstante, se desvanece cuando desciende a las llanuras. Me hablaron de cómo crecen las gigantescas secuoyas a partir de una semilla diminuta; de la avalancha que, nacida de un copo de nieve, crece en los picos y se lanza desde ellos, para ir perdiendo vigor y morir en los llanos. Me hablaron del río que teníamos a nuestros pies, de cómo iba creciendo, de cómo empezaba siendo un regato en la zona más alejada del Tallac y de cómo iba convirtiéndose en un arroyo primero, en un riachuelo después, en un río luego, en un gran río, en un torrente que bajaba desde las montañas hasta la llanada para encontrar un final tan extraño que solo los sabios son capaces de creerlo. Yo lo he visto. Ahí lo tienes, el río, el maravilloso río que no cesa pero que, al mismo tiempo, nunca llega al mar.

Te cuento la historia tal y como me la contaron a mí y, en realidad, no la escribo como me fue entregada porque la de aquellos dos hombres era una lengua que no tiene escritura, por lo que no hago sino ofrecerte una vaga transcripción; vaga, pero en todo momento respetuosa, pues reverencio el espíritu indomable de los montañeros y venero a esa poderosa bestia que la naturaleza convirtió en un monumento del poder, al tiempo que me admira y adoro el choque, la terrible y heroica batalla que aconteció cuando unos y otros se toparon.

Jacky, el oso de Tallac

Prefacio

La historia de Jacky está basada en el material que he reunido de varias fuentes, además de en mis experiencias personales y, por lo tanto, el oso es, por necesidad, una mezcla. Jacky, el gran grizzly, que aún camina por su prisión del parque Golden Gate, es, en cualquier caso, la pieza clave de esta narración.

Al contar esta historia, me tomo dos libertades que considero adecuadas en un relato de este tipo. La primera, haber elegido como héroe a un individuo inusual; y, la segunda, atribuir a un único animal las aventuras de muchos de los de su especie.

El objetivo de esta historia es mostrar la vida de un grizzly con el encanto añadido de presentar la remarcable personalidad de un oso. Si bien mi intención es manifestar una realidad que conocemos, el hecho de que me haya tomado libertades excluye esta historia de los catálogos de obras científicas. Ha de considerarse, más bien, una novela histórica que narra la vida de un oso.

Si bien son muchos los osos a los que se hace alusión en las primeras aventuras que aquí relato, los dos últimos capítulos, los referidos al cautiverio y a la desazón del gran oso, son tal y como me los contaron varios testigos, incluidos mis amigos, los dos montañeros.

Los dos manantiales

Muy por encima de los picos más altos de Sierra Nevada se alza el adusto monte del Tallac. Tres mil metros de altura sobre el nivel de mar. El monte levanta la cabeza para mirar al norte, donde se encuentra la maravillosa y vasta masa de agua turquesa que los seres humanos llaman lago Tahoe, y al noroeste, más allá de un mar de pinos, mira hacia su blanca hermana mayor, Shasta de las Nieves. Colores magnificentes y maravillas a uno y otro lado, pinos altos como mástiles y engalanados con joyas, arroyos que un budista habría sacralizado, colinas que un árabe habría considerado santas. No obstante, Lan Kellyan tenía aquellos ojos grises suyos puestos en otros asuntos. El deleite infantil que le provocaban la vida y la luz habían desaparecido, como les sucede a aquellos a quienes no les han entrenado para que disfruten de tales placeres. ¿Por qué valorar la hierba? Por todo el mundo hay hierba. ¿Por qué valorar el aire cuando hay aire por todos lados de esta inconmensurable inmensidad? ¿Por qué valorar la vida cuando la vida, a él, se la proporcionaba arrebatar vida? Sus sentidos estaban alerta, pero no a las colinas multicolor o a los lagos brillantes como gemas, sino a los seres vivos a los que debía enfrentarse a diario y ante los que ponía en juego todo lo que tenía, su vida. Llevaba la palabra «cazador» escrita en su ropa de cuero, en su rostro curtido, en su agilidad y en su cuerpo nervudo; brillaba en sus ojos de color gris claro.

El pico de granito hendido parecía inmaculado, pero había un ligero rastro en el suelo que hacía que no fuera así. Los calibradores no habrían sido capaces de determinar que era más ancho por un lado, pero el ojo del cazador sí. El hombre siguió mirando y encontró otro, y, luego, más rastros, más pequeños, y enseguida supo que por allí habían pasado un oso grande y otros dos más pequeños y que no estaban lejos, puesto que la hierba que pisaron aún se estaba enderezando. Lan siguió el rastro a lomos de su poni. El animal olía el aire y avanzaba con cautela, pues sabía tan bien como su jinete que había una familia de grizzlies cerca. Llegaron a un terraplén que daba a unas tierras altas. Cuando llevaban seis metros recorridos por el mismo, Lan desmontó y soltó las riendas, un gesto que el poni conocía bien y que significaba que debía quedarse allí. Acto seguido, el cazador amartilló su rifle y trepó por la ladera. Una vez en lo alto, continuó con mayor cautela si cabe y no tardó en ver a una vieja grizzly con sus dos cachorros. Estaba tumbada a unos cincuenta metros de él y el ángulo de tiro no era muy bueno. Lan disparó y le pareció que la alcanzaba en el hombro. La había alcanzado, sí, pero, al parecer, la herida era superficial. La osa se puso en pie de un salto y salió corriendo hacia el lugar donde se alzaba la voluta de humo. La osa tenía que recorrer cincuenta metros, el cazador, quince, pero el animal bajó la ladera a la carrera antes de que al hombre le diera tiempo a montar bien a su caballo y, durante unos cien metros, el poni galopó aterrado debido a que la vieja grizzly, que tenía casi al lado, le soltaba zarpazos que no fallaban sino por un pelo. No obstante, en raras ocasiones los grizzlies son capaces de mantener esa fantástica velocidad durante mucho rato. El caballo acabó sacando ventaja a la desgreñada madre, que fue quedándose atrás, hasta que renunció a la persecución y volvió con sus cachorros.

Se trataba de una osa singular. Tenía una gran mancha blanca en el pecho y las mejillas y los hombros blancos, que iban tornándose marrones poco a poco, razón por la que el cazador la recordaría más tarde como «la pinta». En esa ocasión había estado a punto de alcanzarla y el cazador sabía bien que la osa se la guardaría.

Una semana después, al cazador volvió a presentársele otra oportunidad. Mientras pasaba por la Garganta del Bolsillo, un valle pequeño y profundo con las paredes de roca viva casi por todos lados, vio a la vieja pinta, a lo lejos, con sus dos cachorros marrones. El animal estaba cruzando por una zona en la que la pared de roca era más baja hasta otra por la que era fácil trepar. Cuando la osa se detuvo a beber en el riachuelo de agua pura, Lan le disparó de nuevo. En cuanto oyó el disparo, la pinta se volvió hacia sus cachorros, los lanzó de una bofetada hacia un árbol y los apremió para que treparan por él. Entonces, un segundo disparo la alcanzó y la osa se volvió y cargó, feroz, contra la zona empinada de la pared de roca, sin duda convencida de saber lo que estaba pasando y decidida a acabar con el cazador. Bufando, enrabietada, subió la cuesta, pero recibió un último disparo en el cerebro que la mató y la mandó rodando ladera abajo hasta el fondo de la Garganta del Bolsillo. El cazador, después de esperar un tiempo prudencial, se acercó al borde de la pendiente y le disparó otro tiro al animal, esta vez al cuerpo. Después, recargó y se acercó con cuidado al árbol en el que aún estaban los cachorros. A medida que se acercaba a ellos, los oseznos lo miraron con una seriedad salvaje y, cuando el cazador empezó a trepar, ellos treparon más arriba todavía. En ese momento, uno de ellos soltó un quejido lastimero y el otro, un gruñido colérico, y sus protestas fueron en aumento a medida que el hombre se acercaba.

El cazador cogió una cuerda gruesa y, uno a uno, laceó a los cachorros y los bajó al suelo. Uno de ellos cargó contra él y, por mucho que fuera poco más grande que un gato, de no ser porque lo contuvo con una horca, podría haberle hecho muchísimo daño.

A continuación, ató a los oseznos a una rama gruesa y fuerte, pero flexible. Después, el cazador cogió un saco de grano, los metió dentro, subió a su caballo y cabalgó con ellos hasta su cabaña. Allí, les puso una cadena como collar y los ató a un poste. Los cachorros se subieron a lo alto del mismo, se sentaron y empezaron a llorar y a rugir, dependiendo del estado de ánimo en el que estuvieran. Durante los primeros días, había peligro de que los oseznos se estrangularan o de que se murieran de hambre pero, al final, consiguió convencerlos para que bebieran un poco de leche que había conseguido con urgencia de una vaca salvaje a la que había echado el lazo con tal intención. En cosa de una semana, al cazador le pareció que los oseznos habían aceptado su suerte, porque le notificaban cuando querían comida o bebida.

Y, así, aquellos dos riachuelos siguieron su curso, un poco más lejos de la montaña en esta ocasión, más profundos, más anchos, cerca el uno del otro, saltando barreras, disfrutando bajo el sol, entreteniéndose en alguna pequeña represa, dejándola de lado al rato para salir corriendo en busca de pozos y remansos que albergaran mayores aventuras.

Los manantiales y la presa del minero

El cazador llamó a los oseznos Jack y Jill, y Jill, la pequeña furia, siguió teniendo mal carácter y no hizo nada para que el cazador cambiara de opinión al respecto. Cuando, a la hora de la comida, el hombre llegaba, ella, aun atada al poste, se alejaba cuanto podía y le gruñía, o se sentaba malhumorada, asustada y en silencio. Jack, en cambio, bajaba y tiraba de la cadena para encontrarse con su captor y se quejaba con suavidad. Después, deglutía la comida como si el cazador les sirviera manjares, con gusto, pero con pésimos modales. Él también tenía sus rarezas y, desde luego, era el claro ejemplo de que la gente se equivoca al decir que los animales no tienen sentido del humor. Al mes, se había vuelto tan dócil, que el cazador le permitió correr en libertad. El oso seguía a su dueño como un perro y sus juegos y gracias eran una fuente constante de divertimento para Kellyan y los pocos amigos que tenía en las montañas.

Al final del riachuelo que corría por debajo de la cabaña del cazador, había una pradera donde cortaba cada año el heno suficiente como para dar de comer a sus dos ponis a lo largo del invierno. Ese año, cuando llegó el momento de la cosecha, Jack lo seguía hasta allí a diario, y bien se ponía peligrosamente cerca de la resoplona guadaña, bien se acurrucaba una hora entera en la chaqueta del cazador para protegerla de monstruos tan terribles como marmotas y ardillas listadas. Una interesante variación en aquel día a día se produjo una mañana en que el segador encontró una colmena de abejorros. A Jack le encantaba la miel, claro está, y sabía muy bien qué era un panal, por lo que a la llamada de «¡miel, Jacky, miel!» siempre acudía corriendo como un pato. El oso movía a un lado y a otro el morro, conmovido por el placentero olor, y se acercaba precavido, pues sabía que los abejorros tenían aguijón. Esperaba su oportunidad y los apartaba con diestros manotazos que les daba con la mano un poco curvada, uno a uno. Así, los derribaba y, después, los aplastaba. Luego, olisqueaba el aire para recibir cuanta información pudiera y sacudía el nido con cautela hasta que el último de los abejorros salía. Poco a poco, los mataba a todos. Cuando se había deshecho de la decena o más que conformaban el enjambre, metía la zarpa con cuidado en el panal y, primero, se comía la miel, a continuación, las larvas, luego, la cera y, por último, los abejorros que había matado, que masticaba como si fuera un cerdo en su pesebre mientras que con la lengua, larga y roja, serpenteante, siempre ocupada, se metía a los rezagados en sus glotonas fauces.

El vecino que más cerca tenía Lan era Lou Bonamy, un antiguo vaquero y pastor de ovejas que se había metido a minero. Vivía, junto con su perro, en una cabaña a algo más de kilómetro y medio por debajo de la cabaña de Kellyan. Bonamy había visto cómo Jack «se encargaba de una cuadrilla de abejas» y, un día, cuando se acercaba a la casa del cazador, gritó:

—¡Lan, trae a Jack, que nos vamos a echar unas risas!

El minero los guio corriente abajo. Kellyan le seguía y Jacky seguía al cazador con cierta torpeza, pegado a sus talones, aunque se paraba de vez en cuando y olisqueaba el aire para asegurarse de que no perseguía el par de piernas equivocado.

—¡Ahí, Jack! ¡Miel! —exclamó Bonamy mientras señalaba un gran avispero en la rama de un árbol.

Jack volvió la cabeza y giró el morro. Era evidente que aquellos bichos zumbones parecían abejas, pero nunca había visto una colmena con esa forma o ese tamaño, ni tampoco las había visto en los árboles. Aun así, se encaramó al tronco. El cazador y el minero esperaron. Lan se preguntaba si debía permitir que su mascota corriera tal peligro, mientras que Bonamy insistía en que iba a ser muy divertido jugársela al osezno. Jack llegó a la rama que sujetaba el gran nido por encima de las aguas profundas y procedió cada vez con más cuidado. Era la primera vez que veía una colmena así y, desde luego, no olía como debería. Dio otro paso hacia delante en la rama... ¡vaya, cuantísimas abejas! Otro paso más... sí, parecía que aquello eran abejas. Avanzó con precaución... y, claro, donde hay abejas, hay miel. Un paso más... Debía de estar a algo más de un metro de aquel globo de papel. Las abejas zumbaban como si estuvieran enfadadas y Jack dio un paso atrás porque tenía dudas. El cazador y el minero se rieron. Entonces, Bonamy soltó con voz delicada y con tono de engaño:

—¡Miel, Jacky! ¡Miel!

Por suerte para él, y dado que no las tenía todas consigo, el cachorro avanzó despacio. Hizo un movimiento repentino y decidió esperar a que todas las abejas hubieran entrado en la colmena, aunque sentía la necesidad de seguir adelante. Jacky levantó la nariz y avanzó unos centímetros más, hasta que estuvo delante del ominoso globo de papel. Entonces, adelantó las zarpas y, por suerte, puso la parte callosa de una de las patas sobre el agujero de entrada y, con la otra, cogió el avispero. Luego, saltó de la rama, directo al río. El cazador y el minero se fijaron en que, en cuanto tocó el agua, el oso empezó a rasgar el avispero con las patas de atrás hasta hacerlo trizas. Después, dejó que la corriente se llevara los pedazos y salió del agua. Corrió a la altura de los trozos de panal hasta que se detuvieron en una zona menos profunda, donde volvió a lanzarse al río. Las avispas, o se habían ahogado o estaban tan mojadas que no eran peligrosas. Jack, triunfante, llevó su botín a la orilla. Allí no había miel, claro está, lo que resultó una decepción, pero había muchas larvas blancas y gordas que estaban casi tan buenas como las de las abejas y Jack comió hasta que su tripa estuvo hinchada como un balón.

—¿¡Qué te paece!? —bromeó Lan.

—¡Es él quien s’ha reío de nosotros! —le respondió Bonamy con gesto de desagrado en el rostro.

El remanso de truchas

Jack iba creciendo y se había convertido en un osezno fornido que seguía a Kellyan hasta la cabaña de Bonamy. Un día, mientras el cazador y el minero miraban cómo daba volteretas, loco de emoción, Kellyan le comentó a su amigo:

—Tengo miedo de c’alguien lo confunda con un oso salvaje y lo mate d’un tiro.

—N’se caso, ¿por qué no le marcas la oreja con uno d’esos nuevos anillos pa ovejas?

Así, Kellyan, si bien contra la voluntad del oso, le perforó las orejas al animal y se las decoró como a una oveja de concurso. La intención fue buena, pero los aros no eran ni cómodos ni ornamentales. Jack se revolvió contra ellos durante varios días y cuando, en una ocasión, volvió a casa arrastrando una rama que se le había quedado enganchada en el aro de la oreja izquierda, Kellyan se los quitó de inmediato.

En casa de Bonamy, Jack conoció a dos animales: un viejo carnero que no paraba de bufarle e intimidarle y que, por mucho que el minero lo quisiera para empezar a dar forma a un rebaño, aún no tenía propósito —aquel carnero hizo que el oso acabara odiando de por vida el olor a oveja—, y el perro de Bonamy.

El can era activo y no paraba de ladrar. No era sino un chucho desagradable de color amarillento que parecía que se deleitara mordiéndole los corvejones a Jack, por lo que el cazador siempre lo tenía atado lejos de la cabaña. Como se suele decir, un poco gusta, pero aquella horrible bestia no sabía cuándo parar y las dos primeras visitas de Jack a casa del minero las estropeó la tiranía del perro. Si Jack hubiera sido capaz de atraparlo, cabía la posibilidad de que hubiera conseguido inclinar la balanza a su favor, pero no era lo bastante rápido, así que no podía sino refugiarse en lo alto de los árboles y pronto descubrió que era mucho más feliz lejos de la cabaña de Bonamy, por lo que, cada vez que veía que su protector tomaba el recodo que lo llevaba a la casa del minero, Jack lo miraba y le dejaba bien claro que: «No, gracias», tras lo que se volvía e iba a divertirse por su cuenta.

No obstante, este enemigo a menudo llegaba con Bonamy a la cabaña del cazador y, una vez allí, de nuevo se entretenía molestando al osezno. Aquellas persecuciones le resultaban tan divertidas que aprendió a acercarse a la cabaña del cazador cada vez que quería pasar un buen rato y, así, Jack empezó a vivir con pavor a que apareciera aquel chucho amarillo. Sin embargo, todo acabó de repente.

Un día caluroso, mientras el cazador y el minero fumaban delante de la casa del primero, el perro persiguió a Jack hasta un árbol y, después, se estiró debajo para echar una cabezadita a la sombra de aquellas ramas. El perro se sumió en el sueño y se olvidó de Jack. El cachorro se mantuvo muy callado durante un rato pero, entonces, cuando sus centelleantes ojos marrones volvieron a detenerse en el odioso can —con el que no podía y del que no conseguía escapar—, debió de tener una idea en aquel pequeño cerebro suyo. Jack empezó a moverse despacio, en silencio, rama abajo, hasta que estuvo justo encima de su enemigo que, mientras dormía, movía las patas y hacía una serie de sonidos que llevaban a creer a quienes lo veían que estaba soñando con cazar o, más posiblemente, con atormentar a aquel osezno indefenso. Evidentemente, Jack no sabía nada de todo aquello. Lo único en lo que él podía estar pensando, sin duda, era en que odiaba a aquel chucho y en que por fin iba a poder vengarse de él. El oso se situó justo encima del tirano, saltó y aterrizó de golpe sobre las costillas del perro. Fue un despertar de lo más brusco y terrible, pero el perro no dijo ni esta boca es mía porque el golpe del cachorro lo había dejado sin aire. Aunque el oso no le rompió ningún hueso, el perro escapó en silencio, derrotado, mientras Jacky entonaba una alegre tonada por detrás de él, erguido sobre los cuartos traseros y con las zarpas levantadas como si fueran ganchos de carne.

El plan le había salido a pedir de boca y, a partir de entonces, cuando el perro volvía o cuando Jack iba a ver a Bonamy con su dueño, cosa que no tardó en atreverse en hacer, urdía planes con mayor o menor éxito para «quitarse de encima al chucho» —como solían decir aquellos dos hombres—. El perro enseguida perdió el interés en chinchar al osezno y, poco tiempo después, era un entretenimiento que había olvidado.

El riachuelo que se hundía en la arena

Jack era divertido; Jill, mohína. Jack estaba amaestrado y le habían otorgado la libertad, por lo que crecía más alegre; Jill recibía golpes y estaba encadenada, por lo que se volvió todavía más taciturna. La osa tenía mala reputación y el cazador a menudo la castigaba por ello. Así solía suceder.

Un día, mientras Lan estaba fuera, Jill consiguió liberarse y se unió a su hermano. Juntos, entraron en la despensa y pelearon entre las provisiones. Se atiborraron de las mejores viandas y de víveres comunes —como la harina, la mantequilla y la levadura en polvo— que el cazador traía a caballo de un almacén que se encontraba a ochenta kilómetros de distancia, los tiraron por el suelo y jugaron con ellos. Jack acababa de rajar la última bolsa de harina y Jill estaba afanada con una caja de dinamita del minero cuando el umbral se oscureció. Allí estaba Kellyan, viva imagen de la sorpresa y de la ira. Los oseznos no saben nada de imágenes, pero algo saben de la ira. Al cazador le pareció que eran conscientes de que no habían hecho bien o, por lo menos, de que estaban en peligro. Jill se escondió a hurtadillas en un rincón, molesta, ofendida, y miró desafiante al cazador. Jack, en cambio, echó la cabeza a un lado, como si no se acordase ya de las travesuras que acababa de cometer, soltó un gruñido de deleite y corrió a toda prisa hacia el hombre, gimió y sacudió el morro, y levantó los brazos, que tenía grasientos y pegajosos, para que el cazador lo cogiera y lo acariciara; como si fuera el mejor oso del mundo.

¡Y, ay, qué poco nos conocemos! El cazador dejó de fruncir el ceño en cuanto el osito juguetón y descarado empezó a subirle por la pierna.

—¡Ay, diablillo! —le gruñó—. Vi a romperte ese cuello que tiés.

Pero, claro, no lo hizo. Cogió en brazos a aquella bestezuela sucia y pegajosa y la mimó como hacía siempre, mientras que Jill, que no era peor que su hermano, y que incluso podría tener mayor excusa, dado que no estaba domesticada, sufrió todos los terrores de la ira del cazador, que la ató al poste con dos cadenas para que no volviera a tener oportunidad de liarla.

Aquel estaba siendo un día funesto para Kellyan. Esa misma mañana se había caído y se le había roto el rifle y, ahora, cuando volvía a casa, se encontraba con que todas sus provisiones estaban desparramadas por el suelo de la despensa, echadas a perder. Pero eso no iba a ser todo, porque estaba a punto de enfrentarse a una nueva prueba.

A última hora de la tarde de ese mismo día, un desconocido que guiaba un pequeño tren de suministros llamó a la puerta del cazador y le pidió que le dejara pasar allí la noche. Jack estaba de lo más juguetón y los entretuvo a ambos con trucos dignos de un perrillo o de un mono. Por la mañana, cuando el extraño estaba a punto de marcharse, le dijo al cazador:

—Oye, compañero, t’oy vinticinco dólares por la pareja.

Lan dudó. Pensó en las provisiones malgastadas, en que tenía la cartera vacía, en que acababa de rompérsele el rifle y respondió:

—Sube a cincuenta y trato hecho.

—¡Pues trato hecho!

Así, llegaron a un acuerdo y el desconocido pagó y, en cuestión de un cuarto de hora, se había marchado con un oso en cada uno de los bolsillos de las alforjas de su caballo.

Jill se había mostrado hosca y silenciosa y Jack no había dejado de lloriquear con tal tono de reproche que el cazador sentía que se le iba a romper el corazón, pero se animó diciéndose a sí mismo: «Mira, es mejor que te deshagas d’ellos. No te podrías permitir que te’a liaran de nuevo en la despensa». Pronto, el bosque de pinos se había tragado al desconocido, a los tres caballos que lo acompañaban y a los dos oseznos.

—M’alegro de que s’haya ío —comentó Lan haciéndose el duro, aunque ya sentía el pinchazo del arrepentimiento.

El cazador empezó a poner la cabaña en orden. Fue a la despensa y recogió los restos de las provisiones. A decir verdad, aún se podían aprovechar bastantes de ellas. Pasó junto a la caja en la que solía dormir Jack... ¡Pero cuánto silencio! Se fijó en la zona de la puerta que Jack acostumbraba a rascar para entrar y empezó a pensar en que jamás volvería a oír el ruido que hacía el oso... pero se dijo que «s’alegraba l’hostia d’ello». Se entretuvo con esto y con aquello durante algo más de una hora y, de súbito, corrió hasta su poni, montó de un salto y salió al galope por el camino, en pos del desconocido. Espoleó al poni para conseguirlo cuanto antes y, en cosa de dos horas, alcanzó el tren de provisiones en el cruce del río.

—¡Oye, compañero, que m’he equivocao! ¡No debería’bertevendío los ositos! Al menos, no a Jacky. Reculo. Quiero deshacer el trato. Toma, tus moneas.

—Yo estoy satisfecho con el trato —respondió el otro con frialdad.

—Bueno, pues yo no... —insistió Lan con candor— y quiero romperlo.

—Si has venío por eso, estás perdiendo el tiempo.

—¡Eso ya lo veremos!

El cazador le tiró las monedas de oro al jinete y fue hacia las alforjas, desde donde Jack lloriqueaba emocionado desde el momento en que había oído aquella voz familiar.

—¡Arriba’as manos! —soltó el desconocido con un tono de voz abrupto y duro, digno de alguien que no pronunciaba por primera vez aquellas palabras.

Cuando el cazador se volvió, el desconocido lo apuntaba con un Colt Navy del 45.

—Tiés ventaja, porque no he veníoarmao —le achacó el cazador—. La cuestión, desconocío, es que’ste osito s’la única compañía que tengo. Es mi fiel escudero y nos tenemos mucho cariño l’unol’otro. No sabía cuánto iba’charlo de menos. Mira, ya sé, quéate’os cincuenta dólares y a Jill, y yo me llevo a Jack.

—Si me’as quinientos dólares, te’o pues quear, d’o contrario, echa’ndar pa aquel árbol y no bajes’as manos ni te’es’a vuelta o te’isparo. ¡Venga, ’amos!

En la montaña, el protocolo es muy estricto y Lan, que no llevaba armas, tenía que obedecer las reglas. Por lo tanto, caminó hacia el lejano árbol mientras el otro le apuntaba con el revólver. El aullido del pequeño Jack le atravesó el oído, pero conocía muy bien a los montañeros y sabía que no debía ni volverse, ni hacer otra oferta, así que dejó que el desconocido se fuera.

Son muchos los seres humanos que gastan miles de dólares en su esfuerzo por hacerse con una criatura salvaje y, durante un tiempo, consideran que ha merecido la pena. No mucho después, no obstante, de buena gana la venden por la mitad de lo que les costó, por un cuarto algo más tarde y, al final, acaban regalándola. Al principio, el desconocido estaba muy complacido con los cómicos cachorros y los consideraba valiosos, pero, a cada día que pasaba, le parecían más problemáticos y menos divertidos, por lo que, cuando, una semana después, en el rancho Bell-Cross, le ofrecieron un caballo a cambio de la pareja de inmediato cerró el trato y los días de viajar en unas alforjas de los animales tocaron a su fin.

El dueño del rancho no era ni blando, ni refinado, ni paciente. Jack, con su buen corazón, se dio cuenta enseguida que lo sacaron de las alforjas, pero, cuando hubo que sacar a la malhumorada Jill para ponerle un collar, tuvo lugar una escena tan desagradable que ya no fue necesario collar alguno. El ranchero tuvo que llevar la mano en cabestrillo durante dos semanas y Jacky, encadenado a un poste, acabó recorriendo el jardín del rancho en solitario.

El río que bordeaba la ladera

Pocos intereses placenteros ocuparon los siguientes dieciocho meses de la vida de Jack. Su mundo se circunscribía al círculo de seis metros de diámetro que alcanzaba a recorrer desde el poste al que estaba atado en el jardín. Las azules montañas que tenía a la vista, el pinar cercano, incluso la hospedería del rancho, eran estrellas fijas, lejanas, una mera sugerencia de su esplendor a ojos del oso, que no eran muy brillantes. Hasta los caballos y los seres humanos estaban fuera de su pequeña esfera y no se acercaban a él sino como se acercan los cometas a la Tierra. A medida que crecía encadenado, Jack empezaba a olvidar aquellos trucos que tan valioso lo habían hecho en su día.

Al principio, las veces de su guarida las había hecho un barrilito de mantequilla, donde tenía espacio suficiente. Sin embargo, enseguida empezó a pasar por una serie de etapas: barrilito de mantequilla, barril de clavos, barril de harina, de aceite... y, ahora, se había convertido en un oso de tonel, a pesar de que estaba lejos de llenar aquella caverna redonda, su nueva guarida.

La hospedería del rancho estaba en la ladera de Sierra Nevada, donde los robledales descendían hasta las llanuras doradas de Sacramento. La naturaleza había otorgado a aquella zona del mundo los más bellos dones de los que disponía: una tierra rica en flores y frutas exuberantes, sol y sombra, pastos secos, ríos caudalosos y arroyos murmurantes. A la vista había árboles enormes y la sierra, alta en el este, enmarcaba los fabulosos y plumosos bosques de pinos con rocas azules que eran como esculturas. En la parte de atrás de la casa había un río de aguas nobles que bajaba de las montañas pero que estaba domesticado, encadenado, por canales y presas. Aun así, seguía siendo un cauce noble que provenía de un arroyo que borbotaba de las colinas del viejo y adusto Tallac.

A un lado y a otro había vida, belleza y color, pero la gente que vivía en el rancho era de lo más sórdida. Ver a aquella gente en aquel entorno hacía que surgieran dudas acerca de eso «de la naturaleza hasta el dios de la naturaleza». Ni en el suburbio más bajo viven personas tan viles y Jack, si es que su cerebro era capaz de algo así, debía de haber empezado a calificar a los de dos patas cada vez peor a medida que los conocía mejor.

Se trataba de seres crueles que respondían a menudo con odio. Se podría decir que, para aquel entonces, el único truco entretenido que llevaba a cabo el oso era el de beber cerveza. Le encantaba la cerveza y los holgazanes que solían andar por la taberna a menudo le ofrecían una para ver con qué destreza giraba el alambre del corcho y le quitaba el tapón a la botella. En cuanto este salía disparado con su característico «¡pop!», Jack giraba la botella entre sus patas y bebía hasta la última gota del contenido.

La monotonía de su vida la rompía, de vez en cuando, una pelea contra perros. Sus torturadores le llevaban sus perros cazadores de osos para «probarlos con el osezno». Al parecer, aquello era muy satisfactorio para los seres humanos y para los canes. Hasta que Jack aprendió cómo recibirlos, claro. Al principio, corría con furia hacia el atormentador que más cerca estuviera, lo que lo dejaba del todo expuesto a los ataques de los perros que tenía detrás en cuanto llegaba al final de la cadena y sentía el tirón. Uno o dos meses después, había cambiado su táctica por completo. Había aprendido a quedarse sentado de espaldas al tonel y a observar con atención a los ruidosos perros que lo rodeaban, pero como si no le interesaran lo más mínimo, sin moverse, por cerca que estuvieran, hasta que se «apandillaban», es decir, hasta que formaban un grupo. En ese momento, cargaba. Era inevitable que los perros de detrás fueran los últimos en saltar para escapar de él, por lo que atacaba a los delante, que tropezaban con los de atrás. Así, Jack acababa «marcando» a uno o más perros y, poco a poco, el juego dejó de resultar popular.