Jacob Wilde, el peligroso - Sandra Marton - E-Book
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Jacob Wilde, el peligroso E-Book

SANDRA MARTON

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Beschreibung

No había esperado empezar a sentir una atracción abrasadora por un hombre que no iba a poder amarla Jacob Wilde había tenido una vida cómoda y feliz, buscando siempre la aventura y el placer. Pero un dramático accidente hizo que todo cambiara de repente para él. En el pequeño pueblo de Wilde's Crossing todo el mundo hablaba de cómo había sido siempre Jacob y lo que le había pasado. Así había sido como Addison se había enterado de las graves heridas que Jacob había sufrido en la guerra. La gente decía que se había convertido en un hombre solitario. Pero, en ese momento de su vida, a Addison solo le preocupaba su futuro y no tenía ningún interés en el arrogante Jacob Wilde. No iba a permitir que ese hombre la atacara sin responder de la misma forma.

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Seitenzahl: 222

Veröffentlichungsjahr: 2015

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2012 Sandra Marton

© 2015 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Jacob Wilde, el peligroso, n.º 108 - septiembre 2015

Título original: The Dangerous Jacob Wilde

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

I.S.B.N.: 978-84-687-6717-8

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

JAKE Wilde siempre había sido un hombre deseado por las mujeres y envidiado por los hombres.

Había sido el héroe del equipo de fútbol del instituto y conseguido la licencia de piloto. Había salido con la reina del baile de su colegio y con todas las damas de honor. Pero de una en una, por supuesto, porque tenía escrúpulos y, ya a esa edad, comprendía a las mujeres.

También era listo y atractivo, tanto como para que un hombre se le acercara una vez en una calle de Dallas y le preguntara si alguna vez había considerado trabajar como modelo.

Jake había estado a punto de darle un puñetazo, pero no lo hizo cuando se dio cuenta de que el tipo no estaba intentando ligar con él, sino que se trataba de una oferta seria de trabajo.

Aun así, le había dicho que no estaba interesado y le había faltado tiempo para volver al enorme rancho de su familia y reírse de lo que le había pasado con sus hermanos.

En otras palabras, había tenido una vida muy buena.

Hasta que llegó a la universidad, donde solo pasó tres años. Después, por razones que habían tenido bastante sentido para él en ese momento, se había alistado en el Ejército.

De una forma u otra, todos los Wilde habían servido a su país. Travis había sido un reconocido piloto de caza y Caleb había tenido un puesto importante en una de esas agencias gubernamentales de las que nadie hablaba.

Jake, por su parte, había servido a su país alistándose en el Ejército, donde había trabajado pilotando helicópteros Blackhawk durante peligrosas misiones en zonas de guerra.

Pero todo había cambiado en un instante. Su mundo, su vida y los principios que siempre lo habían definido.

Y, al mismo tiempo, se acababa de dar cuenta de que algunas cosas no cambiaban nunca. Fue algo de lo que no fue consciente hasta una noche a principios de la primavera, mientras avanzaba por una carretera de Texas de vuelta a casa.

Frunció el ceño.

No sabía si regresaba a casa o solo al lugar donde se había criado. Ya no pensaba en ese sitio como su hogar. Era como si ya no tuviera uno.

Se había pasado cuatro largos años fuera de ese rancho. Para ser precisos, cuatro años, un mes y catorce días.

Aun así, el camino le resultaba tan familiar como la palma de su mano. Le había pasado lo mismo con el trayecto desde el aeropuerto Forth Worth de Dallas.

Después de unos ochenta kilómetros en la autopista, había tomado la carretera nacional 227. Todo seguía igual. Ese trecho estaba bordeado a ambos lados de la carretera por interminables vallados y las vacas lo observaban impasibles. Eran como centinelas en medio de la tranquila noche. Llegó una hora después al camino de tierra que iba hasta los terrenos del viejo Chambers.

Durante todo el viaje, solo se había detenido una vez para buscar artefactos explosivos. Le parecía todo un récord.

Se metió por el camino y, de forma automática, se apartó a un lado para evitar que las ruedas del coche no se metieran en el profundo bache. Estaba dentro de las tierras del anciano Chambers, por eso seguía sin arreglarse.

–No necesito que nadie entre en mi rancho –solía murmurar Elijah Chambers cada vez que alguien era tan tonto como para sugerirlo.

Su padre despreciaba al viejo Chambers, pero eso no era raro. El general despreciaba a cualquiera que no fuera una persona recta y ordenada. Aunque fueran sus propios hijos.

Sonrió al recordar cómo había sido su infancia, pero el gesto no tardó en desaparecer de su boca. Durante los últimos meses, había aprendido que debía evitar sonreír. Sobre todo después de comprobar que ese gesto podía asustar a los niños pequeños.

Se quedó muy pensativo mientras tamborileaba el volante con los dedos. Se le pasó por la cabeza que lo mejor que podía hacer en ese momento era darse la vuelta e ir a…

Pero no sabía a dónde podía ir.

No podía ir a Washington D.C. ni al hospital. No quería tener que volver a un hospital en toda su vida. Tampoco podría regresar a la base ni a la casa que había tenido en Georgetown, en las afueras de la capital. Allí tenía demasiados recuerdos.

Además, ya no había sitio para él en la base y había vendido su casa. Había firmado los papeles de la venta el día anterior.

Tenía la sensación de estar completamente perdido, como si ya no encajara en ningún sitio. Ni siquiera allí, en Texas, y menos aún en esas doscientas mil hectáreas de colinas y praderas que formaban el rancho El Sueño.

Por eso había decidido que no iba a quedarse allí demasiado tiempo. Sus hermanos lo sabían y estaban haciendo todo lo posible para quitarle esa idea de la cabeza y convencerlo para que cambiara de idea.

–Aquí es donde tienes que estar, hombre –le había dicho Travis.

–Esta es tu casa –había añadido Caleb–. Instálate y tómate las cosas con calma durante un tiempo, al menos hasta que decidas qué es lo que quieres hacer a partir de ahora.

Trató de estirar las piernas sin dejar de conducir. El Thunderbird era un coche algo pequeño para un hombre tan alto como él, pero le merecía la pena viajar algo incómodo. Ese había sido su primer coche, el que había conseguido restaurar un verano cuando solo tenía dieciséis años.

Caleb hacía que todo pareciera muy fácil, pero sabía que no lo era.

No tenía ni idea de lo que quería hacer con su vida, solo podía pensar en volver atrás en el tiempo y regresar al lugar donde había sentido que el tiempo se detenía para él, a ese estrecho paso rodeado de montañas y bajo un cielo gris y sucio...

–Ya basta –se dijo a sí mismo.

No podía pensar en eso.

Quería pasar un par de días en el rancho, ver a sus hermanos y a su padre. Después, volvería a irse.

Tenía muchas ganas de ver a sus hermanas, solo esperaba que no lloraran al verlo. En cuanto al general, también tenía ganas de estar con él. Suponía que su padre querría que hablaran, solo esperaba que la charla no fuera demasiado larga.

En cuanto a sus hermanos...

Estaba solo en el coche. No había nadie allí que pudiera asustarse al ver cómo sonreía con el rostro lleno de cicatrices, así que se dejó llevar y sonrió al pensar en sus hermanos.

Caleb y Travis siempre conseguían hacerle sonreír.

Los tres habían estado siempre muy unidos. Habían jugado juntos de pequeños y después, durante su adolescencia, se habían metido en todo tipo de líos. Y siempre habían tenido los mismos gustos. A los tres les gustaban los coches rápidos y las mujeres bellas.

Sus hermanas siempre les decían que los tres hermanos eran tal para cual y que tenían una gran facilidad para meterse en problemas.

En realidad eran sus hermanastras. El general se había casado dos veces y tenían distintas madres.

Seguían estando muy unidos. De no haber sido así, nunca habría accedido a ir a verlos. Pero, de todos modos, lo iba a hacer imponiendo sus propias condiciones.

Más o menos.

Sus hermanos habían tratado de convencerlo para que les dejara enviarle un avión que lo recogiera y llevara al rancho.

–Tenemos dos aviones en El Sueño –le había dicho Travis–. Lo sabes mejor que nosotros. Después de todo, fuiste tú quien los compró, el que supervisó su diseño interior y todo eso. ¿Por qué vas a venir en un vuelo regular cuando no es necesario?

Lo que Travis no le había mencionado era que Jake no se había limitado solo a comprar los aviones de la familia Wilde, sino que también era quien los había pilotado.

Pero ya no lo hacía. Un piloto que había perdido un ojo no podía seguir siendo piloto y le había resultado demasiado dura la posibilidad de volver a casa como pasajero en un avión que había pilotado él mismo.

Así que le había dicho a sus hermanos que no se preocuparan, que era demasiado complicado organizarlo todo porque no sabía la fecha exacta en la que haría el viaje. Al final, había conseguido que dejaran de insistirle.

–Lo más sencillo para todos es que alquile un coche cuando llegue el viernes por la noche –les había dicho.

Sonrió al recordar lo que habían hecho. Sus hermanos nunca dejaban de sorprenderlo.

Había oído su nombre por megafonía en cuanto salió del avión y pisó el aeropuerto Fort Worth de Dallas. Se le había pasado por la cabeza ignorar el aviso, pero al final había apretado los dientes e ido hasta el mostrador de información.

–Soy el capitán Jacob Wilde –le había dicho enérgicamente a la empleada que atendía el mostrador–. Acaban de avisarme.

La joven, que había estado de espaldas a él, se quedó en blanco al girarse y verlo.

–¡Oh! –había exclamado la mujer sin poder contenerse.

Había tenido que controlarse para no hacer ningún comentario sarcástico al advertir cómo reaccionaba la joven al ver el parche que tenía en el ojo y sus cicatrices.

Pero, para su sorpresa, la recepcionista había conseguido recuperarse rápidamente y dedicarle una profesional y falsa sonrisa.

–Sí, señor, tenemos algo para usted.

Frunció el ceño al oírlo. Esperaba que no se tratara de una especie de comité de bienvenida.

No estaba preparado para tener que enfrentarse a nadie que le diera las gracias por su servicio.

Afortunadamente, había estado equivocado. La mujer le había dado un sobre. Había encontrado un juego de llaves en su interior y las instrucciones para encontrar una determinaba plaza de aparcamiento en el aeropuerto. También había dentro una nota escrita por sus hermanos.

¿De verdad crees que nos ibas a poder engañar?

Le habían dejado su viejo Thunderbird aparcado allí para que pudiera usarlo en su trayecto de vuelta a casa. Había sido una locura, pero habían conseguido con su gesto que se le hiciera un nudo en la garganta.

Con ese coche había conseguido atravesar los muchos kilómetros que lo separaban del aeropuerto hasta llegar a esa zona del norte de Texas.

Se encontró de repente con la enorme puerta que marcaba el límite de El Sueño por el norte.

Jake fue frenando el coche hasta que se detuvo por completo.

Se le había olvidado lo que se sentía al ver esa gran puerta. Se fijó en lo deteriorada que estaba la madera de cedro y en las grandes letras de bronce que anunciaban que allí empezaba el rancho de su familia, El Sueño.

Todo estaba como siempre. Excepto por el hecho de que la puerta estaba abierta. Estaba seguro de que ese detalle había sido idea de sus hermanas. Lissa, Emma y Jaimie debían de haber pensado que era la mejor manera de darle la bienvenida y recordarle que aquella era también su casa. Sabía que les iba a hacer daño cuando se dieran cuenta de que ese era el último lugar donde quería estar, pero no le iba a quedar más remedio que hacérselo entender.

Tenía que mantenerse en movimiento.

Apretó el acelerador y atravesó la puerta dejando una nube de polvo tras él.

De haberlo podido evitar, ni siquiera habría ido ese fin de semana, pero ya se había quedado sin excusas que contarles.

–Sí. Bueno, a ver si puedo –le había dicho a Caleb durante su última conversación.

Su hermano le había asegurado con mucha calma que, si Jake decidía que no podía visitarlos ese fin de semana, Travis y él no iban a tener más remedio que viajar a Washington D.C. ellos mismos, atarlo, amordazarlo y arrastrarlo después hasta el rancho.

Conociéndolos como los conocía, no le habría extrañado nada que lo hicieran.

Había reflexionado entonces y decidido que había llegado la hora de dar la cara. Una expresión que le había parecido más que conveniente en su caso.

Sabía que no iba a ser una gran sorpresa para su familia. Todos habían ido a verlo al hospital. Habían estado ya allí esperándolo cuando el avión de transporte lo llevó de vuelta a Estados Unidos. Además de sus hermanos y hermanastras, también había estado el general, recordándole a todo el que quisiera escucharlo que él era John Hamilton Wilde, el general John Hamilton Wilde del Ejército de los Estados Unidos. No había parado hasta conseguir que le dieran una habitación privada a su hijo y había exigido la atención de los mejores cirujanos del hospital Walter Reed.

Jake había estado entonces demasiado fuera de juego para discutir con él. Pero no tardó en tomar las riendas en cuanto se encontró mejor. No quería ningún tratamiento especial ni más visitas familiares.

Le había parecido que no tenía sentido tenerlos allí. No había querido seguir viendo cómo Emma, Lissa y Jaimie trataban de ser fuertes delante de él ni que sus hermanos le mintieran continuamente, diciéndole que no tardaría en recuperarse del todo y volver a ser el mismo de siempre.

Por eso había tardado tanto tiempo en volver a casa, le costaba estar de nuevo con ellos.

–Eres tonto –le había dicho Travis.

Puede que tuviera razón. Pero no quería tenerlos encima de él, atendiéndolo y mimándolo como si fuera un inválido. No quería que le dijeran que nada había cambiado, porque sentía que todo era distinto. Sobre todo su cara y la imagen que tenía de sí mismo.

A veces le parecía que había dejado incluso de ser humano.

Ya no sabía cómo seguir manteniendo ese difícil equilibrio, fingiendo que todo era normal cuando nada lo era. Pero decidió que era mejor no pensar en esas cosas.

Esa noche debía concentrarse en mostrarse fuerte y sonreír como si no pasara nada. Solo esperaba no aterrorizar a nadie. También iba a tener que hablar con ellos, aunque no sabía qué podía contarles. Sabía que lo que podía contar no era algo que la gente normal, los civiles, quisieran escuchar.

Esa noche todos iban a comportarse como si no hubiera pasado el tiempo.

Había creído que, al ir hasta el rancho por sí mismo, iba a tener la oportunidad de aclimatarse poco a poco, sumergiéndose en esas cosas que aún le resultaban tan familiares como el aire limpio de Texas y el sonido de los coyotes en mitad de la noche. Su idea había sido ir haciéndose a la idea de que estaba de vuelta sin las prisas y las emociones de los aeropuertos.

Era algo que todos los soldados tenían muy claro. Era muy duro volver a casa.

Más duro que irse para participar en una guerra. Creía que los soldados iban casi siempre arrastrados por la emoción de participar en el combate, sobre todo si procedían de familias de militares y se habían criado oyendo historias de valentía en el campo de batalla.

Era lo que le había pasado a él.

Solo había tenido dos años cuando murió su madre. Travis había tenido entonces seis y Caleb, cuatro. Se habían criado a partir de ese momento entre el servicio, las niñeras y su madrastra, una mujer que solo se había quedado en esa familia el tiempo suficiente para tener a sus tres hijas.

El general, durante sus cortas estancias en casa, los había entretenido con historias sobre sus antepasados, unos hombres que habían invadido la Galia con el emperador César, que habían entrado en las islas Británicas desde sus naves, que habían cruzado el Atlántico en barcos de vela y conquistado después allí un nuevo y vasto continente, desde las llanuras de Dakota a la frontera con México.

Esas historias siempre le habían emocionado. Pero ya era un adulto y sabía que no habían tenido ningún sentido. Su padre había omitido partes muy importantes en su relato. No les había hablado de los políticos, de las mentiras ni de lo que se encubría para que no saliera a la luz pública.

Apretó con fuerza el freno. El Thunderbird patinó en el camino de tierra y se detuvo en seco. Cruzó entonces las manos sobre el volante. Casi podía oír cómo latía con fuerza su corazón. Sentía que se estaba sumergiendo en ese lugar oscuro al que había jurado no volver nunca.

Esperó unos minutos hasta que su ritmo cardíaco se calmó un poco. Después, abrió la puerta y salió del coche.

Algo rozó su rostro. Una polilla.

Respiró profundamente para tratar de calmarse. Las polillas eran reales. Eran algo que cualquiera podía entender.

Volvió a respirar profundamente, llenando sus pulmones con el aire fresco de la noche. Las nubes ocultaban las estrellas, no podía verlas.

Pasó así unos minutos, hasta que las estrellas salieron de detrás de las nubes junto con la luna. Se metió de nuevo en el coche y siguió conduciendo hasta que vio por fin el contorno de la casa. Había luz en sus ventanas y no pudo evitar que una oleada de pánico llenara sus entrañas.

Detuvo el coche de nuevo y salió.

Había un grupo de viejos robles a su izquierda y un sendero que se abría camino entre ellos.

Fue hacia allí y no tardó en llegarle una leve brisa y el sonido del arroyo Coyote. No lo podía ver, pero ese murmullo lo acompañaba. Las hojas secas crujían bajo las suelas de sus botas vaqueras.

Recordó cuánto le habían gustado siempre las noches como esa. El aire era puro y cristalino allí y las estrellas brillaban en lo alto. Entonces solía quedarse mirándolas como había hecho unos minutos antes y preguntándose cómo era posible que estuviera de pie en un planeta que no dejaba de girar en el espacio.

Se llevó la mano instintivamente a la cuenca del ojo y a la tensa piel que tenía allí.

Todo había cambiado. Ahora, esas noches tan frescas no hacían más que causarle dolor en los huesos, en la mandíbula e incluso en el espacio donde había estado su ojo.

No conseguía entender cómo podía dolerle lo que ya no existía.

Era algo que les había preguntado en más de una ocasión tanto a los médicos como a sus fisioterapeutas. Siempre le contestaban lo mismo, que le dolía porque su cerebro pensaba que aún tenía ese ojo.

Hizo una mueca al recordarlo. Era una prueba más de lo inútil que podía llegar a ser el cerebro de un hombre.

El caso era que hacía frío y le dolía todo el cuerpo. No entendía por qué había tenido que salir del coche e ir por ese camino. Fuera por lo que fuera, lo había hecho y no pensaba detenerse.

Ese sendero le resultaba tan familiar como la puerta de entrada a la finca, el camino hasta el rancho y su viejo Thunderbird. Era un camino que se había hecho con las pisadas de muchas generaciones de zorros, coyotes y perros, con los pasos de peones y niños que habían ido hasta el arroyo.

Él también había hecho innumerables veces ese camino, aunque nunca en una noche tan fría como esa ni con un dolor de cabeza tan fuerte como el que estaba sintiendo en esos momentos. Era como si tuviera a alguien dentro de él, golpeando su cráneo con un martillo para tratar de salir.

Lamentó no haberse tomado algo para el dolor. Aunque solo hubiera sido una aspirina. Era difícil soportarlo, pero estaba intentando dejar de tomar tantos analgésicos.

Cuando por fin salió del bosquecillo, lo hizo con la idea de meterse de nuevo en su coche y regresar al aeropuerto.

Pero era demasiado tarde.

Allí estaba. Tenía delante de él la casa, el corazón de El Sueño, un faro iluminado en mitad de la noche. Se fijó en sus blancas tejas y en lo amplia que era. Estaba casi escondida entre un grupo de altos fresnos y fuertes robles que rodeaban una extensa zona de césped.

Oyó el aullido de un búho en el bosque del que acababa de salir y no pudo evitar estremecerse. Se frotó el ojo, tenía la piel muy caliente.

El búho lo sorprendió de nuevo. En esa ocasión oyó también el chillido de otra criatura que acababa de convertirse en su cena. Supuso que acabaría de morir entre sus garras afiladas. Así era como funcionaba el mundo.

Unos vivían y otros morían.

Sintió la necesidad de salir de allí en ese preciso instante.

«No puede pasarse toda la vida huyendo, capitán».

Esa voz era clara y nítida en su cabeza.

Sabía que alguien le había dicho eso. No recordaba si habría sido el cirujano o un psiquiatra. O quizás se lo hubiera dicho él a sí mismo. Pero creía que no era cierto. Podía correr y correr y no detenerse nunca hasta que…

Se abrió de repente la puerta de entrada de la casa.

Jake dio un paso atrás y se escondió entre los árboles.

Había gente en la puerta. Vio sus siluetas, pero no podía distinguir sus rostros desde donde estaba. Pudo oír entonces el sonido de la música y sus voces.

Oyó muchas voces.

Les había dejado muy claro que solo quería ver a la familia, a nadie más. Pero se dio cuenta de que no le habían hecho caso.

Supuso que sus hermanas habrían invitado a medio pueblo. Y el otro medio se habría acercado sin ser invitado. Después de todo, su apellido formaba parte del nombre de ese pueblo: Wilde’s Crossing. Todos los conocían.

«Puedes hacerlo», se dijo para tratar de calmarse.

Solo era una noche y creía que podría sobrevivir a esa noche. Aunque, en el fondo de su corazón, aún amaba ese sitio más que cualquier otro en el mundo. Ese rancho era parte de él. Formaba parte de su ADN como el azul de sus ojos de origen celta y su cabello negro de origen apache. Siglos de sangre Wilde corrían por sus venas con cada latido de su corazón.

–Maldita sea –gruñó entre dientes.

No podía negarlo, pero tampoco entendía por qué era algo que seguía siendo importante en su vida. Creía que el pasado era el pasado y no tenía nada que ver con el futuro.

Había estado con dos psiquiatras proporcionados por el Ejército y los dos le habían dado la misma respuesta. El pasado era la base del presente y el presente era la base de su futuro.

Después de eso, no había regresado a las consultas de los psiquiatras. No le parecía que tuviera ningún sentido hacerlo cuando no estaba dispuesto a contarle a nadie sus secretos. Creía que, después de todo, eran sus secretos y habrían dejado de serlo si se los hubiera ido contando a todo el mundo.

Además, no estaba de acuerdo con lo que ambos psiquiatras le habían dicho.

El dolor que sentía detrás del ojo, de ese ojo que ya no existía, era cada vez más fuerte. Se frotó el hueso que lo había rodeado con su mano callosa mientras recordaba esas historias con las que tantos sus hermanos como él habían crecido.

–No olvidéis nunca que todo lo que somos y todo lo que tenemos se lo debemos a las convicciones y valentía de todos esos hombres que lucharon por nosotros y que son además nuestros antepasados –les decía siempre el general con orgullo.

Todos los hermanos habían crecido esperando la oportunidad de continuar con la tradición familiar. Pero antes habían terminado sus estudios en la universidad. Sabían que era lo que su madre habría querido. Jake había estudiado Gestión y Administración de Empresas, Caleb había terminado Derecho y Travis, Finanzas.

Aunque los tres habían servido de una u otra manera, él había sido el único que había decidido alistarse en el Ejército, donde se había dedicado a entrenarse para ser piloto de helicópteros Blackhawks y participar en peligrosas misiones encubiertas.

Le había encantado su trabajo, poder vencer al enemigo y salvar vidas cuando nada ni nadie más podía hacerlo.

De repente, con una velocidad desgarradora, sintió que ya no estaba en medio de su rancho de Texas, sino en un lugar mucho más oscuro, lleno de sangre y fuego. Había llamas por todas partes...

–No –se dijo bruscamente mientras trataba de respirar profundamente.

Enderezó su dolorido cuerpo y levantó como pudo la cabeza. No iba a permitir que su mente le jugara malas pasadas esa noche.

Estaba decidido a ser, al menos por esa noche, el hijo que su padre había querido que fuera, el hombre que sus hermanos siempre habían conocido y el chico al que sus hermanas habían adorado.

Oyó de nuevo el aullido del búho. Ese pájaro era un cazador y un superviviente. Se dio cuenta de que también él lo era y emprendió rápidamente el camino hacia la casa y la familia que allí lo esperaba. La luna estaba ya en lo más alto. Sintió su luz fría en el rostro.

No tardó en ver con más claridad las figuras que lo esperaban junto a la puerta.

–¿Jake?

Reconoció las voces de Jaimie y Lissa gritando su nombre, las primeras que lo vieron.

–¿Jake? –gritaron a la vez Caleb y Travis.

–¡Jake! –exclamó Emma justo cuando llegaba a la casa.

Los cinco bajaron corriendo los escalones del porche y lo abrazaron entre risas y llantos. No tardó en sentir la humedad en sus mejillas.

Eran las lágrimas de sus hermanos.

Tal vez incluso las suyas.

Capítulo 2