Juana Lucero - Augusto D'Halmar - E-Book

Juana Lucero E-Book

Augusto D'Halmar

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Publicada en 1902, Juana Lucero es el debut de quien sería el primer Premio Nacional de Literatura, el entonces joven Augusto Thomson, más tarde D'Halmar. Subtitulada como Los vicios de Chile, esta novela relata las desventuras de una joven santiaguina, que luego de la muerte de su madre deberá trabajar como sirviente de una beata e inclemente tía. Este será solo el principio de su aciago futuro. Retrato del desamparo de las nacientes clases medias urbanas de Chile, la novela es el negativo de un romance triunfante, el camino inverso al de Martín Rivas, del antecesor Blest Gana. Junto con exponer el Santiago de fines del siglo XIX –y el barrio Yungay en particular– D'Halmar aporta una mirada pesimista y cruda de la sociedad criolla de ese entonces, presagio de lo que más tarde se llamaría "la crisis moral del Centenario".

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Seitenzahl: 325

Veröffentlichungsjahr: 2022

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JUANA LUCERO

AUGUSTO D'HALMAR

Con introducción y comentarios

Índice de contenido
Portada
Portadilla
Legales
INTRODUCCIÓN
PRÓLOGO DEL AUTOR
PRIMERA PARTE
SEGUNDA PARTE

JUANA LUCERO. Con introducción y comentarios

Augusto D'Halmar

Introducción y notas: Bastián Díaz Ibarra

Primera edición digital: Marzo 2022

Versión: 1.0

Digitalización: Proyecto 451

©Ediciones Nueva Documentas SpA

Inscripción Nº 2022-A-1782

ISBN: 978-956-261-023-0

EDICIONES NUEVA DOCUMENTAS SpA

[email protected]

EDICIÓN Y DIAGRAMACIÓN: Ediciones Nueva Documentas SpA

INTRODUCCIÓN

El siglo acababa de empezar, y el Ateneo de Santiago organizaba veladas en las cuales se leían poesías y artículos, y que eran la cita obligada de cualquier aspirante a literato, artista, intelectual, diletante o pretencioso que anduviese en la ciudad. “En el hemiciclo desbordante, aquel mozo alto y esbelto, de testa byroniana, sirviendo de báculo a esa viejecita de aspecto distinguido, constituía un cuadro que provocaba respetuoso y admirativo silencio, seguido de un murmullo aprobador”, cuenta Fernando Santiván(1) en sus Memorias de un Tolstoyano.

No hay escritor de esa generación, ni la siguiente –e incluso la que vino después– que no se refiera a esas veladas sin mencionar al mozo alto y esbelto. El escritor Mariano Latorre dijo de él: “Dignificó el traje del escritor, creándole un uniforme. Sombrero de anchas alas y corbata de perezosos pliegues. Era algo de Daudet y de Zola combinados. La blusa de los bohemios pero con un toque de distinción”. Cuando llaman al muchacho a escena, este se demora en pararse, fingiendo desinterés entre la expectación que su nombre causa. Besa a su abuela en la frente, y se dirige al escenario. “Los estudiantes rebullían en las tribunas altas. Las damas enfocaban sus ojos, afiebrados de ocultas ansias”. El año es 1902, y a pesar de la falta de luz eléctrica –o gracias a ella–, los rasgos de nuestro protagonista siempre aparecen descritos con más mística que exactitud: modales aristocráticos, evocadora voz de plata, airosos movimientos de trovador. Otro escritor, José Santos González Vera, dirá: “La voz, que le nacía susurrante, subía trémula, grave o arrebatada. En la pausa de las ovaciones, quedaba en su boca esa sonrisa del que está triste”.

Un poema, un cuento, un monólogo: la verdad no importaba mucho lo que dijese. El joven hechizaba a sus oyentes, y se despedía entre aplausos y vítores. Bajaba la tribuna, y se comenzaba a escuchar “¡Viva nuestro Dostoyevski!”, “¡Viva el Zola chileno!”. El orador le ofrecía el brazo a su abuela, se paraban ambos y salían, “saludando al pasar con fina sonrisa cordial”.

Augusto Geomine Thompson nació en Santiago el año 1882, y ya a los 19 años conquistaba los auditorios con su original personalidad y sus dotes teatrales. “Nací para ser actor”, decía frecuentemente. A esas alturas lleva dos años dedicando cada mañana a la escritura, y viene de lanzar La Lucero –posteriormente editada como Juana Lucero–, consagrándose como la estrella más brillante del naciente firmamento literario.

Hijo de un marino ausente, y quedando huérfano de madre a los 10 años, se muda con sus hermanastras a la casa de su abuela en calle Libertad, cerca del barrio Yungay, lugar que retratará vivamente en su primera novela. Sus pasos por la educación formal se limitan a los colegios católicos de su infancia y al Liceo Amunátegui en su adolescencia. Dejó las Humanidades inconclusas, y a los 17 años empezó a ganarse la vida escribiendo artículos periodísticos.

De su abuela aprende el francés, que le sirve para ir traduciendo para sus amigos las novedades literarias del Viejo Continente. Durante este tiempo, el joven Augusto lee con fervor a Alphonse Daudet y Émile Zola, siendo Nana de este último su principal inspiración para Juana Lucero.

La novela, de profundo corte naturalista, fue la confirmación de lo que ya todo el mundo intuía: el joven alto que anda con su abuela para todas partes no era solo un excelente orador, sino uno de los más originales narradores de su generación. En un Chile que aún no leía Subterra (1904), en el que Nicomedes Guzmán aún no nacía, y en el que Manuel Rojas recién estaba aprendiendo a hablar, pocos habían puesto su mirada en los bajos fondos de la ciudad, y muchos menos los habían descrito con el estilo de D’Halmar: el narrador de Juana Lucero no solo se lamenta por el terrible destino de su protagonista, sino que también intenta explicar, desarrolla teorías y colorea un vivo retrato del Chile finisecular.

Esta nueva mirada, germen de la que será conocida como la escuela criollista más adelante, no solo tiene al naturalismo como inspirador, sino también un fuerte elemento ruso, que Domingo Melfi explica en sus Estudios de Literatura Chilena: “Al terminar los capítulos de Zola, de Gorki o de Dostoyevski, los lectores que levantaban la cabeza del libro descubrían la mentira del mundo que les rodeaba. En todos los rincones encontraban la confirmación de aquellos humillados y ofendidos que pululaban como desechos en el mundo novelesco de Europa, y que antes ni siquiera se sospechaba que existían entre nosotros…”.

Entre los rusos, quien más deslumbró al joven Augusto fue León Tolstoi, y de tal modo que, junto con Fernando Santiván y el pintor Julio Ortiz de Zárate(2) –también fanáticos del autor de Guerra y Paz–, se embarcaría en una de las aventuras más célebres del arte chileno, sin que su fracaso haya hecho mella alguna en su leyenda: la Colonia Tolstoyana.

Inspirados por las ideas del anarquismo cristiano, los tres artistas abrigaban grandes esperanzas para con el proyecto de finca comunitaria. Al respecto, Fernando Santiván cuenta en sus Memorias de un Tolstoyano: “El ejemplo de sencillez de nuestras costumbres atraería a las gentes humildes, a los niños y a los indígenas. Crecería el núcleo de colonos; nos seguirían otros intelectuales; fundaríamos escuelas y periódicos; cultivaríamos campos cada vez más extensos; nacerían una moral nueva, un arte nuevo, una ciencia más humana. La tierra sería de todos; el trabajo en común; el descanso, una felicidad ganada con el esfuerzo, pero jamás negado a nadie”.

En pocas palabras, estos tres muchachos se fueron a vivir juntos a una casa en San Bernardo, dedicándose al cultivo de la tierra, a la vida comunitaria y a la reflexión intelectual, lejos de la ciudad y sus vicios tan nocivos para el espíritu. “Fernando Santiván amasaba y cocía el pan, Julio Ortiz de Zárate araba y D’Halmar mantenía la moral, de estos y otros tolstoyanos, siguiendo a tropezones por el surco y recitando versículos bíblicos”, cuenta González Vera al respecto.

Esto sucedía en 1904; en 1905 Augusto ya estaba de vuelta en Santiago, con aún más entusiasmo para publicar cuentos, novelas, críticas de arte y lo que cupiera en sus páginas blancas. Ese mismo año tiene el honor de dar el puntapié inicial a la revista Zig-Zag, publicando un relato en su primer número. Para ese entonces ya se había cambiado el apellido: rechazando el Geomine de su padre ausente, y aburrido del Thompson que usaba hasta entonces, evocará a un bisabuelo, un marino sueco conocido como el barón de D’Halmar.

Y así, mientras el criollismo empieza a florecer en Chile, D’Halmar lee a Pierre Loti y se hastía del naturalismo. Es nombrado cónsul en 1907, en la ciudad de Calcuta, India, y escribe novelas como La lámpara en el molino (1914)y La sombra del humo en el espejo (1917), abriéndole paso a la escuela del imaginismo(3).

Como barón de D’Halmar, satisface su deseo de navegar y conocer todo el mundo: vive como diplomático en Perú, trabaja de corresponsal de guerra en Francia, escribe en Buenos Aires, se instala durante quince años en Madrid y gana fama de trotamundos, publicando los libros Nirvana. Viajes al extremo oriente (1918), La Mancha de Don Quijote (1934), y la que será por muchos considerada su mejor novela: Pasión y muerte del Cura Deusto (1924).

Su retorno al país en 1934 es celebrado por toda la escena literaria, que hace una serie de homenajes al “primer escritor del país”, no tanto por ser el mejor, sino por ser de hecho el primer escritor que decide dedicar su vida entera a la creación literaria. Vale la pena poner esto en relieve: durante todo el siglo XIX, la mayoría de los escritores chilenos se reconocen más como políticos, y tal es el caso de Francisco Bilbao, José Victorino Lastarria y Benjamín Vicuña Mackenna. El mismo Blest Gana, autor de Martín Rivas, era un diplomático con educación militar. En cambio, D’Halmar hace de la literatura su ocupación principal, dejando claro con su forma de vivir que cualquier otro trabajo que tenga –en diarios, en bibliotecas, en consulados y oficinas de ferrocarriles– no es sino una actividad secundaria, que su verdadera carrera es la creación; tan es así, que Mariano Latorre cuenta esta anécdota al respecto:

“Era un día de elecciones. Thompson, que fue un buen ciudadano, se acercó a votar a una mesa. El apoderado o lo que fuera, según la ley de entonces, le preguntó por su profesión:

–Escritor –respondió.

El empleado alzó la vista perplejo. Se asombra dos veces, por el hombre que tiene delante, y por esa profesión que nunca ha oído.

–¿Qué profesión, señor?

–Escritor –repite Thompson, con voz entera.

Baja la cabeza el funcionario, revuelve los papeles y luego, con una sonrisa de compresión, refunfuña al mismo tiempo que escribe:

–¡Ah! Ya entiendo: escribiente”.

Esta diferencia va a configurar, de ese momento en adelante, la idea que tenemos de escritor y la gran literatura chilena. Refiriéndose a su primer cuento en Zig-Zag, Página Blanca, D’Halmar respondía a la revista Sucesos el año 1916: “Yo fui el primero aquí que gané dinero con la literatura […] y de entonces que data el ambiente literario actual, que no es el único que haya habido nunca en Chile; porque no crean Uds. que antes existía lo mismo. Los escritores de otros tiempos eran algo así como grandes personajes que bajaban hasta la literatura, y volvían después a su política, a su diplomacia, a sus ‘estudios serios’. Solo desde muy poco tiempo atrás se ve al tipo de artistas como ahora se encuentra”.

Agregando una dimensión más personal, el crítico Jaime Concha profundiza al respecto: “Hará de su arte un altar, un rito, una creencia fanática; hará de su creación una paternidad substitutiva, creándose en ella como padre e hijo a la vez; hará de su obra el don generoso por excelencia. Su arte será el medio para superar la orfandad, será el timbre de su legitimación social”.

En 1942, cien años después de la Sociedad Literaria de Bilbao y Lastarria, y cuarenta años después de Juana Lucero, la Sociedad de Escritores de Chile, junto con otras figuras de la política y el ambiente cultural, deciden otorgar un premio estatal a las figuras más destacadas de las letras nacionales. Y a diferencia de las polémicas que hoy son habituales respecto al Premio Nacional de Literatura, su primer laureado fue elegido sin discusión, sin contraparte y por acuerdo unánime: Augusto D’Halmar.

Sin dormirse en los laureles, siguió escribiendo hasta su muerte, el año 1950. Después de una vida llena de viajes, reconocimientos, libros y una larga búsqueda estilística, espiritual y hasta filosófica, D’Halmar decidió, en la última de sus excentricidades, su propio epitafio:

“Nada he visto sino el mundo

y no me ha pasado nada sino la vida”.

Juana Lucero

Juana Lucero es la novela debut de Augusto D’Halmar, publicada a los 19 años del autor. La novela cuenta la historia de Juana Lucero, una niña santiaguina que pierde a su madre a los doce años, viéndose obligada a vivir con su tía, tratada como una sirvienta.

Además de ser la primera novela de D’Halmar, es la puerta de entrada del naturalismo a Chile, y uno de los primeros libros en explorar las miserias de Santiago, saliéndose de los espacios aristocráticos que poblaban la narrativa del siglo XIX. Juana Lucero pretendía ser parte de una trilogía llamada Los Vicios de Chile, que sería seguida por Carne de Esclava y Sed de Gloria, libros que D’Halmar no alcanzó a escribir, pues sus intereses literarios cambiaron de rumbo. A pesar de ser la única novela realista del autor, influenciaría a todos los escritores de su generación, llamándolos a hacer una literatura que explorase los bajos fondos, los vicios y a “los humillados y ofendidos” del país.

El narrador es omnisciente, y muy a la usanza de Zola y Balzac, es de hecho un narrador comentarista: no se limita a contar la historia y describir escenarios, sino que introduce opiniones, describe a la sociedad e incluso desarrolla sus propias teorías durante capítulos enteros. En ese sentido, son muy atractivos los capítulos que hablan sobre las costumbres del barrio Yungay y la sociedad de viñateros y no viñateros en Chile, la descripción de un domingo en la iglesia, y las discusiones que propone respecto a la prostitución y al aborto, en un país donde las “casas de tolerancia” acababan de ser reguladas legalmente.

Siguiendo lo que dice Enrique Espinoza en su texto El Hermano Errante, esta novela abre una serie narrativa en la literatura chilena en la cual se exploran los prostíbulos: la seguiría más adelante El Roto de Joaquín Edwards Bello, La vida simplemente de Óscar Castro, El lugar sin límites de José Donoso, llegando hasta La Reina Isabel cantaba rancheras del actual Rivera Letelier.

Y a pesar de todos sus méritos y las cuatro ediciones que D’Halmar alcanzó a ver en vida, Juana Lucero siempre será considerada su ensayo de juventud, con un estilo que no se acababa de formar aún. Al respecto, el profesor Jaime Galgani reflexiona: “Augusto D’Halmar parece haber sido víctima de una cierta labilidad de espíritu que le impedía sujetarse a una disciplina que le permitiera ajustarse a un modelo narrativo determinado. Por lo tanto, lo suyo –ya sea hablando de exotismo, ya sea hablando de naturalismo– no son más que ‘incursiones’, inmersiones superficiales en los mares de sus entusiasmos”.

Sobre Augusto D’Halmar

“Thomson, descendiente de artistas y de héroes, ha querido que su nombre no se pierda entre las brumas transitorias de la vulgaridad y para conseguir su objeto ha puesto en juego su talento. (...) Augusto Thomson es artista, y basta cambiar con él dos palabras, para convencerse de ello. Su fisonomía siempre alegre, con sus ojazos abiertos como acechando la idea y su cabellera enmarañada le dan, en verdad, un aspecto de poeta, de místico, de pintor”.

NADIR, amigo de D’Halmar en la revista

Instantáneas de Luz y Sombra

“Augusto D’Halmar constituye una autorizada cifra en las letras chilenas. Su nombre precede a los poquísimos, dos o tres –Gabriela Mistral, Pablo Neruda–, que han ejercido influencia, que han suscitado círculos de admiración y a quienes, confesadamente o no, filas enteras de artistas, poetas y escritores siguieron e imitaron, a veces hasta en lo físico”.

ALONE

“Sin tener una cultura humanística sistemática, o quizás por eso mismo, agiliza los periodos y emplea palabras nuevas con nuevos asuntos. Nace con él el sentido del idioma y posee un don técnico sorprendente. Algo insólito en nuestra literatura”.

MARIANO LATORRE

“Juana Lucero, publicada allá por 1902, debe tomarse más bien como un alarde juvenil que como la expresión espontánea de la naturaleza de su autor. Esta historia intencionadamente áspera y no desprovista de emoción, de aquella época en que el sereno santiaguino apaga por última vez su farol y se encienden los primeros mecheros de gas en los arrabales, fue la protesta henchida de una generación que echaba mano del naturalismo para vapulear con un garrota bastante duro la hipocresía y la complacencia de la vida criolla”.

ERNESTO MONTENEGRO

“Lucero ha sido celebrada por los historiadores, por constituir un valioso documento social de la época, especialmente por sus agudas viñetas sobre los espacios citadinos centrales de Santiago (la Plaza de Armas, el barrio Yungay, el Campo de Marte, el cementerio) y su diálogo polémico con los discursos sobre moralidad pública (la controversia sobre la reglamentación de las casas de tolerancia)”.

RODRIGO CANOVAS

“Ni naturalista ni realista ni costumbrista ni modernista ni romántica: nada de eso es, en definitiva, esta primera obra de Augusto Thomson, que se presenta más bien como la transposición de sus experiencias traumáticas en el marco de un riguroso contexto de clase […] Hijo ilegítimo y consciente de una irreprimible desviación sexual, Thomson escribe un relato que condensa sus dramas, conjurándolos por los efectos de una catarsis imaginaria”.

JAIME CONCHA

Ediciones anteriores

1902 Juana Lucero. Augusto Thompson. Impresión, Litografía y Encuadernación Turín, Santiago.

1934 La Lucero. Augusto D’Halmar. Ediciones Ercilla, Santiago, formando parte de la serie Obras Completas de Augusto D’Halmar, tomo I.

1953 Juana Lucero. Augusto D’Halmar. Editorial Nascimento, Santiago, con prólogo de Fernando Santiván.

1991 Juana Lucero. Augusto D’Halmar. Editorial Andrés Bello, Santiago.

1996 Juana Lucero. Augusto D’Halmar. Editorial Universitaria, Santiago, con prólogo de Enrique Volpe Mossotti. Forma parte de la colección Premios Nacionales de Literatura.

Bibliografía

ALEGRÍA, FERNANDO (1962). Literatura Chilena del Siglo XX. Zig-Zag, Santiago.

ALONE (1948). Prólogo en Augusto D’Halmar. Los 21. Nascimento, Santiago.

BALDERSTON, DANIEL (2011). D’Halmar: el sagrado amor fraternal. Taller de Letras, núm. 48, 2011, pp. 21-28.

CANOVAS, RODRIGO (2002) “A cien años de Juana Lucero, de Augusto D’Halmar: guacha, más que nunca”.Anales de literatura chilena Año 3, Nº 3, p. 29-41. Pontificia Universidad Católica de Chile, Santiago.

CATALÁN, GONZALO (1985) Antecedentes sobre la transformación del campo literario en Chile entre 1890-1920. En Brunner, José Joaquín y Gonzalo Catalán. Cinco estudios sobre la cultura y sociedad. Ainivillo, Santiago.

CONCHA, JAIME (1972) Juana Lucero: inconsciente y clase social.Estudios Filológicos8, pp. 7-40. Universidad Austral de Chile, Valdivia.

CONCHA, JAIME (1975). D’Halmar antes de Juana Lucero. Revista Iberoamericana, 41(90), 59-67. Universidad de Pittsburgh.

ESPINOZA, ENRIQUE (1963). El hermano errante. Anales de la Universidad de Chile, (126), pp. 149-167.

GALGANI, JAIME (2005) La Colonia Tolstoyana: síntesis de las tendencias artísticas de inicios del siglo XX. En: Acta Literaria 32, pp. 55–69.

GALGANI, JAIME (2008). Augusto D’Halmar: Un proyecto cultural y literario a comienzos del siglo XX. Ediciones UCSH, Santiago.

GONZÁLEZ VERA, JOSÉ SANTOS (1967) Algunos. Nascimento, Santiago.

LATORRE, MARIANO (1971) Memorias y otras confidencias. Andrés Bello, Santiago.

LOEBELL, RICARDO (2017). Augusto d’Halmar: una snobiografía. Cuadernos LÍRICO. Revista de la red interuniversitaria de estudios sobre las literaturas rioplatenses contemporáneas en Francia, (16).

MELFI, DOMINGO (1938) Estudios de literatura chilena. Nascimento, Santiago.

ORLANDI, JULIO y RAMÍREZ, ALEJANDRO (1960) Augusto D’Halmar: obras, estilo, técnica. Editorial del Pacífico, Santiago.

SANTIVÁN, FERNANDO (1955) Memorias de un Tolstoyano. Zig-Zag, Santiago.

BASTIÁN DÍAZ IBARRA

Agosto 2021

1.FERNANDO SANTIVÁN (1886-1973) escritor nacido en Arauco. Además de sus novelas y cuentos, es reconocido por sus obras Memorias de un tolstoyano y Confesiones de Santiván, lectura obligada para el conocimiento de la escena literaria chilena a principios del siglo XX.

2.JULIO ORTIZ DE ZÁRATE (1885-1946) fue un pintor santiaguino. Además de pertenecer, junto con D’Halmar, al Grupo de los Diez, fundó en 1923 el Grupo Montparnasse, influenciado principalmente por las ideas del pintor francés Paul Cézanne.

3. El imaginismo fue un movimiento literario surgido en los años veinte, en respuesta al criollismo dominante en las letras nacionales. Mientras el criollismo buscaba representar la realidad chilena en sus páginas, el imaginismo prefería evadirse de la realidad vivida. Son considerados escritores imaginistas: ÁngelCruchaga Santa María, Salvador Reyes Figueroa, Hernán del Solar y Luis Enrique Délano, entre otros.

Portada de la primera edición de Juana Lucero. Santiago, Imprenta Turín, 1902. D'Halmar aún firmaba con el apellido Thomson.

A Alfredo Melossi, artista.

Fanáticos peregrinos, aún de rodillas treparíamos

la montaña sagrada. Por eso el que gana la delantera

es un enemigo; quien se arrastra rezagado puede ser un rival.

Aferrándose cada uno a su bordón de egoísmo,

como si desde Caín alguna ley atávica nos condenara

a tener celos de nuestro hermano, no socorre nadie

al que cae, ni nadie acerca su agua a los labios del sediento.

Más feliz que otros, cuando me sentí desalentado,

tu mano me sostuvo; hoy, ya repuestas las fuerzas,

permíteme estrecharla.

A lo largo del camino no tengo flores que ofrecerte,

pero en una hora de tristeza cogí para ti

este cardo sencillo y rudo.

AUGUSTO THOMSON

PRÓLOGO DEL AUTOR

Llamo Juana Lucero a este estudio social, porque soy de opinión que el libro con pretensiones de ser la novela de una historia necesita llevar por título el nombre de su protagonista.

Sobre la cubierta de un romance real que guarda una vida y mucho de un alma, como sobre la lápida de un nicho que guarda la muerte y los despojos humanos, basta con escribir el nombre del ser que allí se encierra.

Más allá de la existencia, debe seguir representándonos esa etiqueta que, lo mismo que la cifra a los presidiarios, ayuda a distinguirnos de las demás criaturas en la vasta cárcel del mundo.

Juana Lucero resucitará, pues, a una mujer que todos hemos conocido, pero a quien nadie tuvo el capricho de estudiar, acaso porque, –máquina de placer– se la creyó absolutamente desprovista de corazón y de sentimientos, sin nada que recordara una madre amante, una fe religiosa y una infancia buena.

Si quisiera darles otro epígrafe más llamativo, bautizase “Carne de esclava” a estas páginas, porque, aunque sobre la tierra, todos, quienes más, quienes menos pesada, arrastremos una cadena de vasallaje al amor, a la gloria, al dinero, al poder, al vicio, a los años, a las dolencias físicas o a los sufrimientos morales; aunque todos marchamos en convoy bajo un cielo abrumador y oscuro, hay infelices, tales cual mi personaje, para quienes no asoma jamás un descanso ni un pedazo de cielo azul. Siervos nacen, y su libertad la recuperan al perder la vida, porque la más justiciera redentora de almas cautivas es, sin dudarlo, la piadosa muerte.

Intentando un irónico desquite póstumo, vaya, pues, Juana Lucero a excitar compasiones en el mundo, ya que mientras lo tuvo por morada, solo recibió de él frases humillantes, cínicas o indiferentes.

Santiago, 25 de marzo de 1902

PRIMERA PARTE

N.d.E.: En esta edición se han modernizado algunas formas ortográficas, como la ausencia de tilde en los demostrativos y adverbios. Se respetaron algunas construcciones del autor que, aunque correctas, son formas en desuso, como el extendido empleo de pronombres unidos al verbo.

I

–¿Qué querría decir el médico al encogerse de hombros? –se preguntaba Juana, entrando en puntillitas a la pieza de la enferma.

Quitó una taza del velador, arregló el paño de crochet que se había arrollado y entre tanto observaba a su madre que parecía dormir.

–Mamá… ¡mamá!...

Como no respondiera se puso a la ventana mirando el coupé del doctor al emprender la marcha.

Mucho rato estuvo así. Anochecía ya, la lluvia había cesado. En la esquina opuesta, de un lacio trapo tricolor goteaba el agua, y mientras por la calle un hombre iba encendiendo a la carrera los faroles, en la pieza la penumbra aumentaba.

Hubo un ligero rumor y la voz débil de Catalina:

–¡Juanita! ¿Estás ahí, hijita?

–¿Has dormido? –preguntó la niña, apartando la frente de los cristales.

–Sí, un poquito; y a pesar de eso me siento muy mal… ¿Cómo me halló el doctor?

–¡No sé! Dijo que volvería mañana… ¿Por qué habrán puesto bandera en el almacén Marsellés?...

–¿Sí? ¡Quién sabe!... Pídele una taza de caldo a la Tránsito; tengo fatiga.

Al salir Juana, la enferma quedó sola; en la media luz del cuarto, sus ojos negros, brillantes por la fiebre, se obstinaban, fijos en los rincones donde había más noche.

–¿Y si me muero?... –pensó ella, como reanudando un pensamiento interrumpido.

Seguía con la vista inquiriendo las tinieblas; pero el silencio la distrajo, haciéndola incorporarse en la cama.

–Ha dejado de llover… –escuchó un momento para proseguir luego el hilo de sus reflexiones.

–¡Dejar sola a esa chiquilla! Sola a los quince años, sin tener a quién recurrir, si no es a mi tía… ¡y Alfredo que pudiera socorrerla!...

Un instante se detuvo su memoria en el padre de Juana, buen mozo, elegante, diputado de los mejores que tenía el partido conservador, casado con una señora muy rica… ¡Era que se acordase de su hija!

¡Pero nada! La engañó a ella, y al conseguir lo que quería la dejó plantada con la chiquilla. ¡Ni una contestación a sus cartas hasta esa noche en que vino a amenazarla, “porque como se iba a casar no podía consentir que estuviera dándole escándalos!”.

Gracias a Dios no necesitó nunca de él. Costurera había sido y con su trabajo se ganaba la vida para las dos, muy desahogadamente, cuando la niña pudo ayudarla; pero ahora, esto que se la llevara la pulmonía antes que creciese Juana, ¡era bien desgraciado!

–Y de las chiquillas desamparadas abusan siempre, pues –meditó Catalina recordando su inexperiencia y su fe amorosa, en esa edad en que era una costurerita en la casa de misiá Rosario Ortiz, donde Alfredo, el hijo de la señora, la enamoró hasta que la echaron “por corrompida”. Pensaba ahora que Juana se quedaría expuesta a los mismos peligros.

¡Ella, que se preparaba a cuidarla tanto, previniéndose con todas las amargas lecciones que tuvo que sufrir por su abandono!... ¡Cómo había de ser, pues! ¡Dios lo quería así!

–¡Dios!... –estuvo un rato mirando siempre en la oscuridad. Después se acostó de nuevo.

–Aquí está el caldo –dijo Juana, acercándose.

–Cuidado con tropezar; enciende la vela mejor, ya no se ve nada.

Mientras sorbía a cucharaditas la dieta, la otra se sentó en una silla baja, cerca del catre, mirándola gravemente con sus ojos celestes y su expresión candorosa, que hacían que su madre la llamase “la purisimita”. En un sacudimiento de cabeza echó atrás el rizo dorado que le tapaba los ojos.

–Si supieras mamá, qué ganas tengo de que te mejores y que estés en pie.

Catalina no contestó, tenía el pensamiento en otra parte. –Sé que me voy empeorando y no debo perder tiempo –meditaba con la vista vaga– ¿Qué se pierde, pues? Si no me contesta al tiro, mando llamar a mi tía Loreto y le encargo la niña, por si me muriera. Ella es sola y tiene comodidades.

Pero esa era otra cosa: no podía haber nada más antipático que aquella solterona beata. Nunca la quiso ¡y ahora se veía precisada a recurrir a ella para confiarle su hija!...

–Mira, Juanita –suplicó en voz alta, dejando la taza sobre el velador –pásame papel y tinta y dile a la Tránsito que coma ella y te sirva, porque voy a mandarla a dejar una carta.

Juana acercó una mesita y se fue a la cocina otra vez.

–No le rogaré –reflexionaba Catalina. –Si le queda un poco de compasión y es tan cristiano como dicen, vendrá a verme y puede ser que coloque en las monjas a su hija. A él ¡qué le cuesta!

Se puso a escribir, con mucho trabajo al principio, después más ligero. Concluido el borrador lo releyó dos veces, deteniéndose en las frases principales:

“…No puedo creer que usted permita que su hija quede desamparada… Hágalo, no por ella ni por mí, pues ya nada le importo, sino por caridad como pudiera hacerlo por cualquier pobrecita… Yo creo que me muero; si no cree, venga a cerciorarse… De todos modos, yo que nunca lo he vuelto a molestar, no le pido sino que proteja a Juana”.

–¡Bah! ¡Él no es malo! Estoy segura que me hará caso –concluyó, sacando en limpio la esquela.

–Vas a irla a dejar al señor Alfredo Ortiz –ordenole a la Tránsito que venía.– Vive en la calle de Huérfanos, casi esquina con San Antonio. Averigua nomás, es diputado y lo conocen mucho todos. Se la entregas a él en persona para que te de la contestación; si no está, te esperas o preguntas a qué hora puedes volver.

Y cuando cerraron la puerta de calle, ya más tranquila, llamó a Juana que trajinaba disponiéndose a comer.

–Ven a sentarte aquí, comes en la mesita y me hablas de cualquier cosa: quiero distraerme para que no me vuelva la fiebre.

II

El señor Alfredo Ortiz, esa tarde, había vuelto del Congreso a más de las siete. Se trataba de ciertos cargos hechos al ministerio, los cuales originaron un voto de censura, y el leader de los conservadores volvía rendido, después de haber dejado caer, durante una hora, en chorros de elocuencia, las acusaciones más graves sobre el gabinete liberal. Esa caída del ministerio que voceaban los suplementos se debía a él más que a nadie. Bien lo reconocían los conmilitones, que le palmearon la espalda al suspenderse la borrascosa sesión: –“Ese Ortiz… ¡es un gallo! –se susurraba al verle salir.

“…El ministerio no tiene la sanción de la Cámara que reprueba su conducta ante la cuestión internacional, ni ha correspondido absolutamente a la confianza que en él depositó el país…” –mientras subía fumando por la calle de Huérfanos, el diputado arrullábase con la música del discurso que acababa de pronunciar y que precipitó la crisis. En la votación nominal, la Cámara, por enorme mayoría, negó su apoyo al gabinete, el cual se vio obligado a retirarse en masa de la sala, y un cuarto de hora después, su renuncia indeclinable era aceptada por su excelencia el Presidente de la República.

–¡Buenas felicitaciones voy a recibir! –reflexionaba. –Con esto consigo de Don Carlos lo que quería y si no me hacen entrar en la combinación o no admito la cartera que me proponga el Partido, tengo de todos modos segura mi legación en Suiza.

La Tránsito aguardaba en el vestíbulo cuando sonó el timbre.

–Ahí viene don Alfredo –le previno un sirviente, corriendo a abrir la mampara.

–¿Hay algún recado para mí, Román? –preguntó el señor Ortiz, dejando su sobretodo y su paraguas en el lujoso mueble con espejo.

Román le entregó algunas cartas. En esto divisó a la mujer que se había puesto de pie.

–¿A quién espera?

–Le traía una carta, señor –balbuceó temblorosamente la vieja.

–Bueno, bueno, déjemela.

–Me dijeron que esperase contestación –atreviose a observar ella.

Con un gesto impaciente rasgó el sobre, acercándose a una de las estatuas que sostenían grandes candelabros de gas.

“Santiago, 14 de julio de 1895” –Como la letra le era desconocida, se saltaba renglones, en busca de la firma.

Un momento estuvo medio asombrado: ¿Catalina Lucero?... Catalina Lucero…– luego recuperó su severidad.

–¡Ya le he dicho a esa mujer que no deseo saber nada de ella! ¡No sé por qué se atreve a venirme con majaderías!

La mensajera retrocedía asustada.

–De todos modos, mandaré averiguar –añadió, metiéndose el papel en el bolsillo y arrojando con rabia su cigarro –ya está; dígale así nomás.

Antes de pasar al comedor, entró a su escritorio y encendiendo luz, quiso leer la carta otra vez.

Se sentía turbado en esa hora de satisfacción íntima que le proporcionaba su triunfo y esto lo había enfurecido.

–¡De veras! ¿Qué me cuesta atender a esta criatura? –masculló entre dientes. –Mañana la mandaré buscar con la Petronila, que es mandada hacer para estas cosas.

De pronto extrañó que la súplica no señalase dirección: Catalina olvidaba advertir su domicilio.

Ortiz tuvo la idea de hacer alcanzar a la que trajo el recado; pero después arrepintiose:

–Si tiene interés, vuelve –se aseguró muy cuerdamente–, si es mentira, no se atreverá a mandar más.

Incendió el papel en el mechero, pero como lo arrojara ardiendo sobre el mármol del patio, púsole el pie encima hasta que lo deshizo.

Y tranquilamente con su paso acompasado y seguro, atravesó el hall, para pasar al comedor.

III

–¡Sí, te aseguro mamá que no quisiera ser grande! –repitió Juana.– Desde hace tres años, cada año que pasa me da tanta pena, tanta pena que no sé cómo decírtelo, y lo más curioso es que yo no sé por qué.

–¡Qué raro! –dijo pensativa Catalina– a mí me pasaba lo contrario: quería crecer a toda costa, para ponerme vestido largo.

Habían ya agotado la conversación, y por otra parte, la muchacha cabeceaba, rendida por esas dos noches de vigilia.

–Mira, hijita, pásame la libreta de ahorros.

Hizo un esfuerzo de energía y la examinó escrupulosamente. Desde que había caído enferma, hacía una semana, se habían sacado cincuenta pesos; pero todavía quedaban cerca de trescientos, ¡todas sus economías de muchos años de trabajo!... Por cierto que no sería tan pobre si hubiese seguido otro camino o se hubiera casado con aquel chacarero que la quería a pesar de todo. Pero ella pensó, antes que nada, en la niña… creyó hacer lo mejor…

–¡Quién sabe si habría sido preferible aquello! Siempre un marido es un apoyo y aunque Lucas era muy arrebatado, no dejaba de querer a mi hija…

–Ahora que me acuerdo: don Pedro González vino a preguntar por tu salud.

Catalina sonrió. Pedro González era un vecino a quien ellas habían iniciado en el espiritismo. Esto le trajo una ocurrencia:

–¿Hagamos una cosa bien hecha? Magnetiza la mesita y le preguntas cómo saldrá el asunto de la carta.

Dócilmente Juana, quien creía tanto como su madre en la evocación de los espíritus, despejó la mesa, imponiendo sobre ella las manos con un silencio religioso.

Los ojos de la enferma seguían los movimientos de la niña, pero en el cerebro le correteaba cierta idea como una gota de azogue, y no consiguiendo detenerla, se sentía incómoda.

–Llama el alma de mi madre –insinúo casi en secreto.

Guardaba una verdadera devoción por aquella mujer a quien no conoció, figurándose, eso sí, lo que sufriera toda su vida: en su ánimo exaltado por la fiebre, sabía los padecimientos por que pasó antes de morirse… Lo mismo que ella, había dejado a su hija única, guagua casi ¡Pobre mujer!...

La mesa empezó a levantar una pata, golpeando después rítmicamente. Contaban los golpes que correspondían a cada letra del alfabeto y así logró coordinar una frase:

“No esperes nada de él”.

Catalina, que había llegado a apoyarse sobre el codo, se recostó, murmurando desalentada:

–Dale las gracias y aguaita si viene la Tránsito. Otro día preguntaremos más.

Solo cuando salió su hija, pudo prestarle forma a la cavilación que le molestaba. –¿Habría otra vida?... ¿Era cierto esto de los espíritus?... –Durante su existencia ella rezó siempre a ese Dios lejano; pero:–¿Existe verdaderamente? ¿Por qué se cometen, entonces, tantas injusticias? ¿Por qué permite ese ser, infinitamente bueno, según el catecismo, que yo muera y para darme algo de conformidad ni a mi pequeña le concede un amparo?...

IV

Catalina se había agravado mucho y a la mañana siguiente como le rogara al médico que no le ocultase su verdadero estado, supo que aún había esperanza si alcanzaba a la semana, el periodo crítico de la pulmonía; pero que era mejor fuese arreglando con tiempo sus asuntos: por eso fue la Tránsito tan temprano a buscar a la tía Loreto, que tenía su casa propia en la calle Santo Domingo arriba.

Desde las ocho, la enferma preguntó tres veces si había vuelto la sirvienta; parecía angustiada por una extraña impaciencia.

–… Si no viene, lo mismo que el otro… ¿qué hago yo?

En medio de la fiebre que la volaba, entre sus pesadillas, quedaban intervalos de lucidez, barajándose la realidad con sus visiones calenturientas.

A eso de las nueve vino la Tránsito del mandado.

–Mamá –cuchicheó Juana, inclinándose sobre su oído–, mi tía iba a salir a la iglesia y dijo que vendría a lo que acabase la misa.

Ella no contestó, como si no hubiera escuchado. Sin embargo, conservaba muy bien sus sentidos.

*

En una pieza vecina instalose cómodamente misiá Loreto Garrido. Con su ojo avezado de comadre vieja, harto comprendió que su sobrina se moría sin remedio; al llegar ella estaba desvariando y no la conoció.

De antemano supo la solterona que lo que querían era encajarle la chiquilla; pero acudía, sin embargo, por no parecerle mal la idea. Hasta ahora había vivido con una sirvienta más vieja que ella y como la pobre arrastraba los pies, le venía de perilla la ayudita. Todo era poner algo de buena voluntad de su parte. Caritativamente aguardaría, pues, con paciencia, no llevándose la niña hasta que muriese Catalina.

Pasaba las cuentas de su inseparable rosario cuando Juanita, que apenas la había visto una vez, dos años atrás, vino a prevenirle que Catalina preguntaba por ella.

La primera idea de la enferma al recobrar la razón fue si habrían venido a su llamado. Respiró casi alegre cuando le dijeron que en la otra pieza estaba Doña Loreto.

–El Señor sea contigo –saludó esta, desde el umbral.

–Dios se lo pague, tía, por haber venido.

Siguiose un largo silencio. La devota se repanchigó en un sillón de mimbre y desde ahí clavaba sus ojillos maliciosos en aquel rostro que demacrara la dolencia.

–¿Sabes que estás más para la otra vida que para esta? –profirió a manera de consuelo.

Catalina hizo un gesto doloroso, conteniendo trabajosamente las lágrimas.

–Por eso, por eso la mandé llamar –suspiró después.

–Ya sabía que a pesar de lo ingrata que te has portado conmigo, tendrías alguna vez que acordarte de mí.

Abundaba complacencia en la realización de su idea. La pobre intentó justificarse.

–Si no, tía; es que temí que le molestara tener relación con nosotras, porque se avergonzaba de mí.

–Ya eso pasó –dijo severamente la anciana, irritada al solo recuerdo del pecado deshonesto en que cayó su sobrina, hacía quince años. Jamás su conciencia de rígida fanática pudo excusar aquella falta.

–Quien mal vive mal acaba –añadió con aire sentencioso, levantando el índice como una sibila implacable. –Ahora, si no fuera por mí, te morías sola, peor que un perro, y tu hija quedaba sin más amparo que el de Dios.

La enferma hundía la cabeza, herida en sus fibras más sensibles. Se estremeció avergonzada al oír la pregunta de doña Loreto:

–¿Has llamado confesor ya?

–No, no creí que estuviese tan grave y…

–…Y esperabas el último momento ¿no es eso? ¿Cómo me mandaste buscar, entonces?

–Quería ver si usted se hará cargo de Juanita –prorrumpió sollozando. –Ella es pobre y no tiene más parientes. Unos trescientos pesos que me quedan en la Caja de Ahorrosse los dejaré para que pague el médico con los demás gastos, ayudándose para mantener a la niña. Usted es tan buena, tan piadosa que hará esta caridad para que me muera tranquila.

Misiá Loreto se quedó muda y como si hubiese tomado una brusca resolución, que por cierto llevaba ya bien pensada, levantose precipitadamente.

–Bueno, todo está bien, pero hay que avisarle al señor cura ¡Debe hacer tiempecito que no te reconcilias con Dios!...

*

Media hora permaneció el párroco en la pieza de la moribunda. Por la puerta junta se escapaba un ligero cuchicheo, resaltando la voz dominante del clérigo, y Juana que comprendía, por fin, la gravedad de su madre, sintiose tan emocionada que al verle salir besó llorando sus manos finas y pálidas.

–Resignación, hija mía –dijo con tristeza el sacerdote, y las impuso suavemente sobre la rubia cabecilla, estremecida por los sollozos. –Mañana le traeré el Santísimo a tu mamacita, eso la tranquilizará mucho. Hay que pensar que los felices son los que se van; la pena es para los que nos quedamos.

Cuando penetró Juana al dormitorio, halló que Catalina estaba en verdad más serena.

La religión puede ser una mentira, según aseguran algunos filósofos; pero es de todos modos una mentira consoladora.

Tomó gravemente la cabeza de la niña, imprimiéndole un beso largo, casi religioso; después quedose mirándola mientras oprimía con delicadeza sus manos.