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EN EL AMOR Y EN EL FÚTBOL, ¿TODO ESTÁ PERMITIDO? El equipo de fútbol femenino de la Universidad de Durham domina la Liga, y su delantera estrella, Sadie McGrath, espera que ganar este año haga que la convoquen para la Premier League. Por su parte, el rendimiento del equipo masculino deja mucho que desear: nunca han levantado una copa y, si no logran mejorar antes de que termine la temporada, se enfrentarán al temido descenso. Así que el director técnico le pide a Sadie lo impensable: que entrene a Arlo Hudson, el engreído delantero que acaba de llegar de Estados Unidos. Aunque todas las chicas piensen que es encantador, Sadie no lo soporta: es un sabelotodo que se niega a seguir instrucciones y discute con ella en cada práctica. Entonces, ¿qué pasará cuando pasen tanto tiempo a solas? ¿Podrá Sadie enseñarle a meter un gol de media cancha?
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Seitenzahl: 266
Veröffentlichungsjahr: 2025
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EN EL AMOR Y EN EL FÚTBOL, ¿TODO ESTÁ PERMITIDO?
El equipo de fútbol femenino de la Universidad de Durham domina la Liga, y su delantera estrella, Sadie McGrath, espera que ganar este año haga que la convoquen para la Premier League. Por su parte, el rendimiento del equipo masculino deja mucho que desear: nunca han levantado una copa y, si no logran mejorar antes de que termine la temporada, se enfrentarán al temido descenso.
Así que el director técnico le pide a Sadie lo impensable: que entrene a Arlo Hudson, el engreído delantero que acaba de llegar de Estados Unidos. Aunque todas las chicas piensen que es encantador, Sadie no lo soporta: es un sabelotodo que se niega a seguir instrucciones y discute con ella en cada práctica.
Entonces, ¿qué pasará cuando pasen tanto tiempo a solas? ¿Podrá Sadie enseñarle a meter un gol de media cancha?
IVY BAILEY es el seudónimo de Katy Birchall, autora de múltiples novelas juveniles y adultas. Creció en Surrey (Inglaterra) y estudió en la Universidad de Mánchester, donde se graduó con honores de la licenciatura en Literatura y Lingüística Inglesas, y completó un máster en Literatura, Teorías y Culturas posteriores a 1900. Durante su estancia en Mánchester, en 2011 ganó el premio del Festival de Teatro 24/7 al escritor novel más prometedor por una comedia que escribió, produjo y dirigió. También protagonizó varias producciones teatrales universitarias.
Actualmente, vive en Londres y, cuando no está escribiendo, lee biografías de Jane Austen, sueña despierta con ser un elfo en El señor de los anillos o corre por algún parque detrás de su perro rescatado, Bono, quien a su vez persigue a sus archienemigas: las ardillas.
Para las Leonas inglesas, que inspiraron a la nación. Y para todas las futuras Leonas que están ahí afuera, que se niegan a darse por vencidas. ¡Ustedes pueden!
Estoy terminando de empacar cuando mamá llama a la puerta.
—¿Cómo viene todo? —pregunta, entra a mi habitación como paseando y se para a mi lado para examinar mi bolso, lleno de ropa, que doblé con mucho esmero—. Magistral, como siempre.
—Aprendí de la mejor —respondo con las manos en la cintura.
Levanta la camiseta de fútbol que está arriba de todo para revisar qué hay debajo. Cuando descubre más prendas deportivas, alza una ceja.
—Un fin de semana largo en casa y solo trajiste tu ropa para fútbol —comenta.
—¿Qué más necesitaría? —bromeo.
—Sadie —suspira—, ojalá disfrutes el resto del trimestre. Es importante divertirse un poco en la universidad. Es decir, estás en primer año.
—¿De qué hablas? Me he divertido mucho este trimestre —objeto, desconcertada.
—Parece que lo único que has hecho estas primeras semanas ha sido pasarte la mitad del tiempo en clase y la otra mitad entrenando —se explaya, y luego lo piensa mejor—. En realidad, cambiémoslo a un tercio del tiempo estudiando y dos tercios entrenando.
—Más bien un octavo estudiando —la corrijo con una amplia sonrisa. Ella me mira con reproche. Pongo los ojos en blanco y aclaro—: Es un chiste, ma. De todos modos, te olvidas de que entrenar, para mí, no es trabajar. Es lo que amo. Es… todo.
—A eso le temo —admite—. No quiero que dejes de vivir la vida por andar ocupada pateando una pelota por una cancha.
Arrugo el ceño ante el modo en el que menosprecia el deporte.
—Sabes a qué me refiero —dice con suavidad—. Sé lo importante que es para ti… Para mí también, lo es desde que conocí a tu padre… Pero la esencia de la universidad es la experiencia y la gente. Tienes permitido divertirte. Cuando estaba en la universidad, en Mánchester, pasé algunos de los mejores años de mi vida, y eso es gracias a los amigos que hice ahí.
—Mis compañeras de equipo son mis amigas —me pongo a la defensiva—. No necesito a nadie más.
—Suenas igual que tu papá. —Sonríe, burlona.
La mirada se me escapa al recorte de periódico enmarcado que cuelga de la pared sobre mi escritorio. Es de 1989 y, debajo del título McGrath: el héroe del «ejército de tartán», hay una foto de mi papá en un campo de fútbol con el puño en el aire, la cabeza echada hacia atrás y los ojos cerrados de euforia, siendo levantado por dos de sus compañeros que lo abrazan por la cintura. La imagen capta el momento posterior a que papá metiera el último de sus tres goles para Escocia, con el que ganó el partido y aseguró el lugar del equipo en el Mundial.
—Quiero que se enorgullezca de mí —admito en voz baja.
—Está orgulloso de ti… ¡Los dos lo estamos! —exclama mamá, y abre como platos sus cálidos ojos color avellana, horrorizada de que yo pudiera pensar otra cosa—. Sadie, hace apenas unas semanas que estás en Durham y ya eres capitana de tu equipo… La más joven de su historia, ni más ni menos. —Me da un empujoncito en el brazo con un dedo—. ¿Cómo fue que te llamó tu entrenador? Ah, sí, su delantera estrella. ¡Y pensar que empezaste a jugar en serio recién hace dos años!
—Sí, no creas que no te oí contándole eso al tipo que vive en el número 22 cuando te cruzó en la calle el otro día —comento, sin poder reprimir una sonrisa—. Lo valoro, pero no creo que a esos vecinos que ni conocemos les importen esas cosas.
—Perdona, pero a todo el mundo debería importarle lo talentosa que es mi hija —insiste, y alza el mentón, desafiante—. Y, en todo caso, ¡eso prueba lo orgullosos que estamos! Pero, Sadie, nos enorgullecen del mismo modo tus logros fuera de la cancha de juego que dentro de ella.
—Ya sé —murmuro, y asiento con la cabeza—. Pero Durham salió campeón de la Liga Nacional dos veces seguidas, y, si rompemos el récord y ganamos una tercera vez… —Respiro hondo, sumida en la preocupación irracional de que, si lo expreso en voz alta, pueda no suceder—. Si lo hacemos, tal vez me llamen de un club profesional. Y que papá vea eso, que sepa que puedo lograrlo… —Trago el nudo que se me hizo en la garganta y logro añadir con voz queda—: Eso es lo único que quiero.
Con los ojos brillosos, mamá alarga el brazo y, con delicadeza, me acomoda el pelo detrás de la oreja. Desde que tengo memoria, me ha alentado a dejar de taparme el rostro con mi cabello cobrizo. Tenemos el mismo color de pelo, pero, mientras que ella lo lleva lacio y justo por debajo de las orejas, yo odio cortarme el mío y lo mantengo ondulado y largo. Como era tímida e insegura de niña, me volví experta en usarlo de escudo: mantengo la cabeza gacha y dejo que el pelo me caiga hacia delante, sobre el rostro. El único momento en el que me lo ato hacia atrás es cuando estoy en la cancha.
Ese es el único lugar en el que no tengo miedo.
—Papá sabe que puedes lograrlo. —Me sonríe con cariño—. Incluso si a veces se le olvida. En el fondo de su corazón, lo sabe.
Me siento al borde del llanto, así que parpadeo para contener las lágrimas que están por aflorar y me aparto de mi madre. Me aclaro la garganta, vuelvo la atención al bolso y cierro la cremallera.
—Bueno, debería irme, o perderé el autobús y, entonces, tal vez pierda también el tren. —Levanto el bolso de la cama y me cuelgo la correa al hombro. Hago una pausa—. Pero gracias, mamá. Por la charla.
—La casa se siente muy vacía cuando no estás —suspira—. Tengo que mantener la puerta de tu habitación bien cerrada, porque, si no, termino asomándome adentro, con la esperanza de que, en realidad, estés escondida en algún lado.
Suelto una risita y echo un vistazo al cubículo que es mi dormitorio, preguntándome dónde podría ocultarme acá dentro. Será pequeña, pero me encanta mi habitación. Ayuda que soy una friki de la limpieza y que odio el desorden, así que tiene una onda minimalista y parece más grande de lo que es.
—Pero volverás pronto —agrega mamá con una sonrisa forzada.
—Sí, claro. Solo faltan un par de meses para Navidad.
—Quizá la próxima vez traigas a alguien —dice, esperanzada, y sale de la habitación en dirección a la escalera.
—Ay, mamá, no empieces —me quejo al seguirla.
—¿Qué? —pregunta con inocencia mientras baja los escalones—. ¿Me vas a decir que jugar al fútbol y tener citas no son actividades compatibles? ¿Es eso?
—Algo así —murmuro.
—¡Ahí viene! —exclama papá, entusiasmado, de pie al final de la escalera y me sonríe con todos los dientes—. Ese bolso parece pesado. ¿Qué llevas ahí dentro, Sadie, el fregadero de la cocina?
—Más bien cien pares de botines —bromea mamá.
—Estás exagerando un poquito —replico al tiempo que dejo el bolso en el suelo del vestíbulo. Busco mi abrigo, que está colgado de uno de los ganchos que hay junto a la puerta, y me lo pongo—. Aunque no rechazaría los cien pares.
—Yo tampoco —coincide papá con sonrisa cómplice.
—Justo recién le decía a Sadie que, aunque es fantástico que esté obsesionada con el fútbol, y lo sé mejor que nadie porque me casé con un obsesivo…, también es importante que disfrute —enfatiza mamá, y me mira seria—. No puede estar entrenando con el equipo todas las noches.
—Ah, siempre ha sido decidida —afirma papá con orgullo—. Una vez que a mi Sadie se le mete algo en la cabeza, ya está. No cabe duda. Siempre demostró talento en la cancha. —Me señala agitando el dedo—. Yo dije que tenías que empezar antes, pero eras testaruda. Me acuerdo de llevarte a jugar a la pelota cuando eras una muchachita y que tú ni quisieras intentar.
—Porque me llevaste a jugar a la pelota con tus excompañeros de fútbol profesional —le recuerdo—. Como para no sentirme intimidada. ¡Me daba terror parecer una tonta delante de ellos! Sabía que todos esperarían que fuera brillante porque era tu hija. No quería avergonzarte.
—Bueno, no importa; al final, empezaste. Qué emoción que estés siguiendo los pasos de tu viejo. Te advierto que la vara está alta —añade con picardía.
—Pondré todo mi esfuerzo —prometo con una sonrisa.
—Debes irte, Sadie —me advierte mamá después de fijarse la hora que es—. Despidámonos. No queremos que llegues tarde.
—¿Tarde? —pregunta papá con el entrecejo arrugado—. ¡No va a llegar tarde!
—Si nos quedamos mucho más amontonados aquí en la puerta parloteando, sí. Quiero asegurarme de que vaya con tiempo de sobra, porque si pierde este autobús y debe esperar el siguiente, después tendrá que correr el tren.
—¡No hace falta que vaya en bus! —sostiene papá, terco, y se vuelve hacia mí—. Yo te llevo, Sadie. Entiendo que no quieras caminar hasta allá con ese bolso pesado, así que podemos ir en auto. No me molesta.
Mamá me lanza una mirada de preocupación.
—Harry… —empieza.
—La escuela queda muy cerca —señala—. Solo tardaremos unos cinco minutos. Voy a buscar mis llaves.
—Papá… —digo yo, pero está muy concentrado en palparse los bolsillos del pantalón como para escuchar.
—A ver…, ¿dónde las dejé? —murmura.
—Harry —dice mamá con suavidad y se estira para tomarlo de un brazo—, Sadie no va a la escuela. Ahora está en la universidad. Se vuelve a Durham. —Papá frunce el ceño; las arrugas de la frente se le profundizan. Mamá sigue—: Terminó la escuela este verano, después de los exámenes finales. Y ahora va a la Universidad de Durham, donde es la capitana del equipo femenino de fútbol. Solo vino a casa el fin de semana, para vernos, y ahora debe tomar el tren de regreso.
—Durham, sí, el equipo de fútbol —musita en voz tan baja que apenas lo oigo—. Claro. Claro.
Se me hace un nudo en el estómago al ver el esfuerzo con el que intenta orientarse; a su desconcierto inicial lo reemplaza la frustración. Después de un momento, levanta la cabeza para mirarme y repite la palabra «Claro» con una sonrisa apagada y el ceño todavía fruncido.
Mamá le acaricia el hombro y él le da unas palmaditas de agradecimiento.
Una de las crueldades de la demencia es que viene en oleadas: todo está bien, tu papá te está haciendo bromas cariñosas como ha hecho siempre y, de un momento al otro, le cuesta recordar que te fuiste a la universidad hace unas semanas. La demencia te mece y te lleva a una normalidad calma que luego se encarga de destruir sin piedad.
A veces, cuando está lúcido, casi me convenzo de que la enfermedad no es real; de que el diagnóstico es erróneo y de que está todo bien. Pero entonces vuelve: los olvidos, la desorientación, el pánico y la frustración.
Como siempre, mamá es la que toma las riendas de la situación mientras papá se recompone, y yo me quedo ahí parada, adormecida, con una sonrisa forzada y una sensación de impotencia. Con su admirable tono jovial, mamá nos recuerda a todos que voy justa de tiempo y nos incita a despedirnos; aunque no digo nada extraordinario, les doy un abrazo un poquito más largo y un poquito más fuerte de lo normal.
Mamá entiende.
—Estaremos bien —me susurra al oído mientras la estrecho.
Me dice que salga y, al tiempo que cierra la puerta, la oigo anunciarle a papá que es hora de una taza de té.
Me dirijo a la parada del autobús y en el camino me prometo a mí misma que entrenaré más que nunca, sobre todo porque se acercan las primeras fechas de la temporada. Estoy decidida a enorgullecer a mi papá en la cancha antes de que sea demasiado tarde. Desde que recibió su diagnóstico, sueño con que me fichen y me contraten para iniciar una carrera como futbolista profesional. Necesito que él me vea lograr eso, y nada me distraerá de cumplir ese sueño.
Lo siento, mamá, pero las demás experiencias de vida tendrán que esperar.
Mientras me abro paso serpenteando entre la multitud en la estación Edimburgo Waverley, siento que el teléfono me vibra varias veces en el bolsillo trasero, pero recién lo miro una vez subida al tren y acomodada en mi asiento.
Las chicas del Durham F. C.
Amy
Que alguien me mate, por favor.
Nunca tuve tanta resaca en mi vida.
Ella
Yo también siento que me muero.
¿Quién pidió esos tequilas?
Alisha
Hayley.
Fue Hayley.
No bebo nunca más.
Maya
Jajajaja acabo de acordarme de Amy bailando en la barra de striptease.
Amy
AY, DIOS.
Me había olvidado de eso.
Me preguntaba por qué tenía las rodillas raspadas.
Maya
Lo que es sufrir por el arte.
Amy
Están al rojo vivo.
Por favor díganme que por lo menos lo hice bien.
Maya
Lo hiciste GENIAL.
Amy
¿Me estás mintiendo?
Maya
No.
Amy
Me doy cuenta de que me estás mintiendo.
Alisha
Me gustó cuando te escondiste detrás de la barra y le hiciste «On ta bebé» a la gente que te miraba desde la pista de baile.
Amy
¿Cómo?
¿Cómo dices?
¿¿¿CÓMO QUE LES HACÍA «ON TA BEBÉ»???
Quinn
Buenos días, perras.
Momento.
¡No puedo creer la hora que es!
¡¡¡Debería estar encontrándome con James para almorzar!!!
¡¡¡Estoy llegando SÚPER TARDE!!!
Maya
Chicas, Quinn llega tarde.
Alisha
Toda una novedad y una sorpresa.
Jade
Quinn
Váyanse a la mierda.
Jade
¡Parece que lo pasaron bien anoche! Qué pena habérmelo perdido.
Pero saldré hoy, si alguna tiene ganas.
Maya
Me gusta el plan, para curar la resaca.
Amy
¡¿CÓMO QUE LES HACÍA «ON TA BEBÉ»?!
Hayley
El tequila fue una PÉSIMA IDEA.
Estuve mal.
Pero si les sirve de consuelo, les juro que ahora lo estoy pagando
Yo también salgo esta noche…
Intentaré encontrarme con ustedes luego Besos.
Llego a mi residencia después de un viaje bastante tranquilo y voy directo a mi habitación a acomodarme. Estoy desempacando cuando, de repente, la puerta de mi dormitorio se abre de par en par.
—¡¿Es una puta broma?!
Dejo de guardar la ropa en un mueble y alzo la vista: encuentro a Jade de pie en la entrada, con cara de furia y el teléfono en la mano.
—¿Qué cosa? —pregunto y cierro el cajón. Ella cruza la habitación a zancadas y se desploma en mi cama.
—Ay, vamos, Sadie —dice con su acento refinado y preciso—. Estás hablando conmigo. No tienes que hacer como que no te afecta. Hace muchísimo que estoy enojada por este mensaje y desesperada por hablar contigo, pero estaba almorzando con mis padres y no tenía con quién despotricar. Qué bueno que has vuelto… Te extrañé mucho el fin de semana.
—Yo también. —Le sonrío cariñosamente—. ¿Qué tal la visita de tus padres? Qué lindo de su parte, haber venido hasta aquí.
—Sí, todo bien. Son muy fanáticos de la ciudad. Papá se la pasó contándome la historia del lugar. Ustedes dos se llevarían muy bien, la verdad. Lo desilusionó que no estuvieras por aquí para almorzar con nosotros… Le encanta que sea amiga de una nerd de la historia como él.
—No soy una nerd de la historia. Solo estoy haciendo una licenciatura en Historia. —Me río y niego con la cabeza.
—Y eso es solo porque aquí no ofrecen licenciaturas en fútbol —murmura y me lanza una sonrisa cómplice—. En fin, almorzamos en ese restaurante que tiene menú degustación y ahora están volviendo a Londres.
—¿El de la estrella Michelin?
—Sip. Estuvo bien —responde, distraída con el teléfono.
Sonrío para mis adentros. Para alguien como Jade, almorzar en un restaurante con estrellas Michelin no es la gran cosa. Hija única de padres superricos, creció en una hermosa casa adosada en Knightsbridge, en Londres, y otras de verano en Cornualles y Francia. Con ese pelo rubio reluciente, la ropa de diseñador, las uñas hechas perfectas y el acento pomposo, siempre está impecable y da una primera impresión realmente intimidante. Fue la primera persona que conocí cuando llegué aquí, a Collingwood College, el trimestre pasado, y entré un poquito en pánico cuando vi que mi vecina era una niña rica y pretenciosa que creería tener privilegios, pero estuve mal en juzgarla tan rápido. Hacia el final de la primera noche, me di cuenta de que era tan divertida, cariñosa y amigable que no habría forma de que no nos hiciéramos mejores amigas. El hecho de que ella también juegue al fútbol y de que haya entrado conmigo al equipo principal es otro punto a favor, y si bien las personalidades no necesariamente reflejan las posiciones, no me sorprendió que ella fuera una talentosa defensora. Es la persona más protectora que conozco.
—¿Cómo estuvo tu fin de semana en casa? ¿La pasaste bárbaro comiendo haggis y recitando poemas de Burns?
Me río por la nariz. Otra razón por la que me agrada Jade: demuestra cariño bromeando. He aprendido que hablar de las emociones no es algo que se haga mucho en su familia, igual que en la mía. Nuestras relaciones se basan en molestarnos entre nosotros.
—Recurrir al estereotipo es una forma muy pobre de humor —le recuerdo.
—Como digas —suspira, y luego añade con dulzura—: ¿Podemos hablar de Hayley ahora?
Siento una punzada en el pecho con solo oír su nombre, y me hundo en la silla del escritorio.
—¿Qué pasa con ella? —pregunto, taciturna.
—¡Empecemos por ese comentario de mierda que puso en el grupo de WhatsApp hablando de esta noche! —exclama y me mira con los ojos bien abiertos.
—Comentó que saldrá. —Me encojo de hombros.
—Sí, y usó unos emojis muy sugerentes que dan a entender que tiene una cita. No me digas que no lo pensaste también.
—Claro que sí. Estoy segura de que todas entendieron lo que insinuó.
—Nadie le respondió porque todas piensan lo mismo: es de cretina. —Hierve de rabia—. Ella sabe que estás en el grupo. Sabía que te dolería. Lo hizo igual. Lo que me lleva a mi primera pregunta: ¿Es una puta broma?
Jugueteo con el dobladillo de mi camiseta y me miro las manos.
La culpa es mía. No debería haberme enganchado con alguien del equipo. Obvio que saldría lastimada. Reparé en Hayley Ashton enseguida. Sería imposible no reparar en Hayley. Es alta y de una belleza impresionante, con pelo oscuro rizado y abundante, ojos color café intenso y labios bien carnosos. Es una estudiante de segundo año que juega en el equipo desde el año pasado, es simpática, segura de sí misma y me lanzó una amplia sonrisa cuando el DT nos presentó. En esa primera práctica, metí un par de goles; cuando terminamos, se acercó corriendo a decirle a Hendricks: «Esta chica tiene algo especial», y me guiñó el ojo. El corazón me dio un vuelco y sentí cómo me subía el calor al rostro. No pude pensar en nada ingenioso que decir.
Cuando me convertí en la capitana, tuve miedo de que algunas de las de segundo año pudieran enojarse porque las hubieran pasado por alto (esta temporada no hay chicas de tercero en el equipo, así que la mayoría somos de primer y segundo año), pero Hayley se aseguró de que me sintiera cómoda enseguida: me organizó una fiesta sorpresa en uno de los bares locales para que pudiéramos celebrar mi posición con todo el equipo.
«Todas sabíamos que tenías que ser tú», me dijo esa noche, acercándose para que la oyera por encima de la música y deslizando su mano suave y cálida por mi brazo. «Eres única, Sadie. Y tenemos toda la fe en que nos llevarás a otra victoria este año».
Se me había puesto tan cerca que apenas podía respirar.
Sabía que tenía que quitármela de la cabeza. Era poco profesional, y yo no podía andar distraída en la cancha con una de mis jugadoras. Yo era la capitana. Tenía que ser responsable. Pero me atraía demasiado y, cuando me hizo saber que sentía lo mismo que yo, me fue imposible resistir la tentación. Al principio, acordamos mantener lo nuestro en secreto. Mientras que yo no ocultaba mi bisexualidad, ella jamás había besado a una chica y quería tomarse el tiempo de procesar sus sentimientos, además de que las dos sabíamos que el asunto quizá no fuera bueno para la moral del equipo. Por suerte para mí, al final ella no tardó tanto en procesarlo y el equipo nos apoyó por completo; pasábamos tanto tiempo juntas cuando salíamos que tampoco les costó deducir lo que estaba pasando.
Resultó demasiado bueno para ser real. Al cabo de solo tres semanas, las cosas se empezaron a enfriar. Se volvió distante y seca, y luego, cuando le pedí explicaciones, se disculpó y dijo que quería que fuéramos amigas. Se justificó alegando que no había sido nada serio.
Tenía razón. Solo habían sido algunas semanas y nunca habíamos hablado de exclusividad. Nos estábamos divirtiendo. Yo no pensaba que hubiera algo más que eso. Pero, a veces, me había permitido creer que podría convertirse en algo más. Salir con alguien como Hayley era electrizante: es inteligente, escandalosa y divertida; todos se vuelven para mirarla adonde quiera que vaya. Que te deje alguien como Hayley es un tormento: ella es el centro de atención, el alma de la fiesta, la luz que atrae a la gente, mientras que yo tengo que ocultarme en las sombras y observarla como los demás.
Sé que fue incómodo para el equipo, pero, después de que nos separamos, me aseguré de que mi actitud no cambiara en la cancha y de seguir sonriendo y actuando con total normalidad cerca de ella cuando salíamos todas juntas. Cuando coqueteaba con chicos delante de mí, me reía de las miradas compasivas de las demás y les aseguraba que no tenía importancia. ¡No había sido más que una aventura!
He sido demasiado convincente. Hayley está feliz de presumir su ocupada vida romántica frente a mí cada vez que quiere. En todo caso, me motiva más a concentrarme solo en el fútbol.
—Sadie —llama mi atención Jade ahora, y el entrecejo se le arruga de preocupación—, ¿estás bien? Es muy injusto de su parte; haber mandado ese mensaje...
—Te dije que estoy bien —enfatizo, tratando de sonar indiferente—. Hayley y yo terminamos. Está en todo su derecho de salir con otras personas.
—Pero no hay necesidad de que lo ponga en el grupo. Eso es… cruel.
—Solo es cruel si piensa que me lastimaría, y yo le he dicho que la superé. Así como ella me superó a mí. —Trago el nudo que tengo en la garganta—. Vamos, Jade, salimos tres semanas. No es que haya sido gran cosa.
—Pasaron juntas todas las noches durante tres semanas y en la universidad eso es como una relación de tres años —replica con arrogancia—. Mira, entiendo que quieras restarle importancia y hacerte la fuerte con el resto del equipo, pero quiero que sepas que, si necesitas hablar del tema, puedes hacerlo conmigo. Llorar por ella, despotricar contra ella, arrojarles cosas a fotos de ella… Con lo que sea que te haga sentir mejor, te acompañaré.
—Gracias. —Sonrío—. Pero no hay nada que decir. Está soltera. Yo estoy soltera. Somos amigas y compañeras de equipo. Y listo.
—No sé por qué te gustaba, para empezar. —Jade arruga la nariz—. Entiendo que es linda, pero es tan egocéntrica que es desagradable. Hace que Narciso parezca modesto.
—¡Jade! —Largo una carcajada—. ¡No puedes decir eso!
—Puedo decir lo que se me cante —me contradice, y se aparta el pelo hacia atrás con un movimiento rápido—. No es tan impresionante como ella se cree, y tú debes dejar de endiosarla. Puedes conseguir a alguien muchísimo mejor.
—Seguro —respondo, sarcástica.
—¿Te has visto? —me dice arqueando una ceja—. Un bombón escocés de cabellos como llamaradas.
—Ay, cállate. —Levanto un bolígrafo del escritorio y se lo lanzo.
—Te lo probaré. —Se ríe, lo esquiva y me lo arroja. Lo atajo con la mano izquierda—. Sal con nosotras esta noche y sé testigo de cómo se babean tus fans. Puedes usar el vestido que me compré la semana pasada, que es un espectáculo e irá increíble con tu pelo y con el cuerpo que tienes, tan tonificado que no se puede creer.
—Pensaba entrenar un poco esta noche —admito, echándole un vistazo a la pelota que yace en la esquina de mi habitación—. El equipo tiene mucho en juego esta temporada. Si ganamos el Campeonato de la Asociación de Deportes de Universidades Británicas, entonces…
—Pasaremos a la historia como el primer equipo en salir campeón de la Primera División Norte Femenina tres años seguidos, bla, bla, bla —me interrumpe, poniendo los ojos en blanco—. Sí, gracias, capitana McGrath, estuve ahí las diez millones de veces que Hendricks mencionó lo del Torneo de la ADUB. Es una noche, Sadie. Vamos, me abandonaste todo un fin de semana. Me debes una salida.
—Está bien —suspiro—. Solo por ti.
—¡Sí! —exclama, se levanta de la cama a toda velocidad y se lanza hacia mí en un abrazo—. ¡Que vengan los bomberos, que hoy sales hecha un fuego! No te arrepentirás.
La noche tiene un comienzo prometedor. Jade actúa con determinación: no se midió a la hora de servir los tragos mientras nos alistábamos en su dormitorio escuchando Beyoncé a todo volumen, y las dos partimos rumbo al bar Osbournes un poco entonadas y de muy buen ánimo.
Me inquietaba usar el vestido negro, escotado y entallado de Jade, que es divino pero diminuto; sin embargo, los tragos me habían dado el empujoncito de confianza que necesitaba para ponérmelo y aceptar de buena gana la cantidad de piel que dejaba a la vista. Terminé combinándolo con mis botas negras de caña baja y tacón cuadrado y con un abrigo de cuero. Algunas de las chicas de fútbol ya estaban en Osbournes y, gracias a que Jade había anunciado nuestros planes en el grupo de WhatsApp, nos estaban esperando con una elegante botella de prosecco. Disfrutamos de nuestras bebidas sentadas con el grupo, charlando y riendo. En un momento, la música se pone demasiado buena como para ignorarla y empezamos a bailar.
La estoy pasando tan bien que me olvido de que Hayley está en una cita, hasta que aparece con él de escolta.
—No lo puedo creer —comenta Amy, atónita, y le clava la mirada mientras Hayley se abre paso hacia nosotras a través de la multitud—. ¿Ese es Dylan?
Dylan Carson. El estudiante de segundo año que es arquero y capitán del equipo de fútbol masculino de la universidad, además de un notorio idiota y arrogante. Su seguridad no está tan fuera de lugar: con el pelo rubio peinado hacia atrás, los ojos azules penetrantes y los pómulos marcados, parece salido de una sesión de fotos de Abercrombie & Fitch; pero su tema de conversación favorito es él mismo y usa las camisas una talla más pequeña a propósito, para mostrar los músculos.
—Admito que estaría con él —me dijo Jade una vez, comiéndoselo con la mirada mientras Dylan se quitaba la camiseta y la hacía girar por encima de la cabeza para festejar un gol, en una de nuestras sesiones conjuntas de entrenamiento—. Pero, después, me odiaría a mí misma.
Con las manos entrelazadas, Hayley conduce a Dylan en nuestra dirección, con una sonrisa presumida y haciendo ojitos. Se sueltan para saludar a sus respectivos grupos. Dylan se precipita hacia un conjunto cercano de chicos y Hayley abraza con entusiasmo a algunas de las chicas. Mientras charla con Amy, alza la vista, me ve, me sonríe como saludándome y luego desvía la mirada hacia Dylan. Él se la devuelve y le lanza un guiño, gesto que advierten sus amigos y que provoca una ronda de bromas despiadadas.
—Dylan Carson —me dice Jade al oído, y se nota que no está impresionada—. Veo que Hayley bajó de categoría.
—Está bueno —remarco, y me bebo lo que me quedaba en el vaso.
—Lo está haciendo por despecho —insiste—. Se habrá aburrido de él para cuando termine la noche.
Hayley y Dylan no parecen aburrirse en lo más mínimo; de hecho, se los ve totalmente prendados el uno del otro. Se pasan todo el rato entre susurros, risitas, besos y pasos de baile. Yo trato de no mirarlos para nada, pero ellos no ponen de su parte: en un momento, se están besuqueando con tanta pasión que se caen hacia atrás y se tropiezan conmigo, me hacen chocar a Jade y a ella se le derrama el trago.
—Te traeré otro —me apresuro a ofrecer cuando advierto su expresión de furia, mientras los otros dos se alejan con tranquilidad, ni enterados de lo que acaba de ocurrir. Le muestro mi vaso también vacío—: De todos modos, estaba por ir a la barra.
Me incorporo a la multitud que se agolpa en la barra; otros me empujan, intentando abrirse paso hasta adelante; de a poco, avanzo arrastrando los pies, mientras los pobres chicos detrás de la barra corren de un lado para el otro tratando de dar abasto con la afluencia constante de pedidos. Cuando por fin llego adelante, hago lo posible para meterme en un hueco angosto y afirmar los codos en la barra para afianzar mi posición, me pongo de puntillas e intento desesperadamente que alguno me mire.
Una de las chicas detrás de la barra termina de servir un trago, me ve y se inclina hacia mí. Estoy abriendo la boca para pedir cuando un chico llega dando empujones hasta el hueco diminuto que quedó a mi lado y, con el codo, desplaza el mío.
Grita su pedido con acento estadounidense. Le guiña el ojo a la camarera y le da las gracias.
Observo boquiabierta cómo la muchacha se sonroja con su mirada y se pone de inmediato a trabajar en su comanda. Le clavo el dedo en el hombro a él.
—Eh, disculpa —voceo por encima de los bajos que retumban—. ¡Estaba yo primera!
—Lo siento —responde, me mira de arriba abajo y sonríe—. No tengo idea de cómo no te vi… Una chica como tú destaca.
Entrecierro los ojos.