Julio César Chorent - Marcos Manzini - E-Book

Julio César Chorent E-Book

Marcos Manzini

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Beschreibung

En las sombras de los oscuros finales de los años 90, Julio César Chorent, un investigador privado de mirada aguda y alma marcada, es llamado a la acción en su oficina de Bahía Blanca. La misteriosa visita proviene de una joven mujer, desesperada por encontrar a un ser querido perdido en el tiempo. A medida que Chorent se adentra en la investigación, se ve obligado a enfrentarse a una galería de personajes turbios y de dudosa reputación. En su búsqueda, se encuentra atrapado en siniestras pensiones y decadentes hoteles a lo largo de la costa atlántica, donde la sombra de la corrupción y el crimen se alza como un telón de fondo ominoso. Con su personalidad inquebrantable, su ingenio afilado y una irónica elegancia, Chorent navega hábilmente entre los policías desconfiados y las seductoras mujeres del mundo del teatro, cuyos atuendos apenas ocultan los secretos que guardan

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Producción editorial: Tinta Libre Ediciones

Córdoba, Argentina

Coordinación editorial: Gastón Barrionuevo

Diseño de tapa: Departamento de Arte Tinta Libre Ediciones.

Diseño de interior: Departamento de Arte Tinta Libre Ediciones.

Manzini, Marcos Roberto

Julio César Chorent y el caso de la mujer desnuda / Marcos Roberto Manzini. - 1a ed. - Córdoba : Tinta Libre, 2023.

332 p. ; 21 x 15 cm.

ISBN 978-987-824-434-1

1. Narrativa Argentina. 2. Novelas. 3. Novelas Policiales. I. Título.

CDD A860

Prohibida su reproducción, almacenamiento, y distribución por cualquier medio,total o parcial sin el permiso previo y por escrito de los autores y/o editor.

Está también totalmente prohibido su tratamiento informático y distribución por internet o por cualquier otra red.

La recopilación de fotografías y los contenidos son de absoluta responsabilidadde/l los autor/es. La Editorial no se responsabiliza por la información de este libro.

Hecho el depósito que marca la Ley 11.723

Impreso en Argentina - Printed in Argentina

© 2023. Manzini, Marcos Roberto

© 2023. Tinta Libre Ediciones

Julio César ChorentY el caso de la mujer desnuda

MARCOS R. MANZINI

CAPÍTULO I

Es una de esas mañanas claras y brillantes que a veces tenemos en Bahía Blanca a comienzos del otoño y al sur de la costa bonaerense. Las lluvias han terminado. Las colinas siguen verdes y, un poco más al noroeste, se pueden ver las sierras con su color azul-tierra; al norte de la ciudad, el enorme Parque de Mayo, con sus plantas que empiezan a marchitarse. Al este y al sureste no se puede ver nada, porque la pared de la oficina lo impide. Si hubiera un ventanal, podría ver el mar más allá de los canales del Puerto de Ingeniero White y de los cangrejales de General Daniel Cerri. Mi oficina está ubicada en el edificio La Comercialina. En el cuarto piso, al que puede llegarse por escalera, algo angosta, o por un viejo ascensor con puerta de rejas. La entrada al edificio está sobre calle Alsina, a diez metros de la esquina con San Martín.

El panel de vidrio opaco de la puerta está atravesado por letras escritas con pintura negra algo descascarada: “Julio César Chorent – Investigador Privado”. Es una puerta moderadamente miserable, propia de ese tipo de edificios que fueron nuevos alrededor del año en que los baños azulejados de color verde esmeralda se convirtieron en el inicio de la civilización.

La puerta está cerrada con llave, pero a su lado hay otra puerta con el mismo letrero que no está cerrada. Pueden pasar… Adentro no hay nadie, solo yo y mis amigos privados, un exquisito whisky escocés y un excelente tabaco dinamarqués.

Había estado ocupado poniendo una doble medida de whiskyen un pequeño vaso de vidrio fino y estaba dispuesto a colocar dentro de mi pipa exclusiva para mi momento de lectura un buen tabacocuando sonó el teléfono.

Con una lenta y paciente mano derecha levanté el tubo. Lo acerqué a mi rostro y hablé en voz baja:

—Aguarde un momento, por favor.

Lo deposité con suavidad sobre el escritorio. Terminé de colocar el tabaco en la pipa y lo encendí con un fósforo de madera,y luego de chupar varias veces logré que se encendiera y largar varias bocanadas de humo. Eso me deleitaba sobremanera. Tomé un sorbo pequeño de whisky.

—Gracias por esperar —dije al teléfono.

—¿Es usted el señor Chorent, el investigador?—Era una vocecita juvenil y apurada. Dije que era el señor Chorent, el investigador.

—¿Cuánto cobra por sus servicios, señor Chorent?

—¿Qué quiere que haga?

La vocecita se endureció un poco:

—No puedo decírselo por teléfono. Es… muy confidencial. Antes de perder el tiempo en ir a su oficina, quería tener una idea…

—Catorce mil pesos por día más gastos. Salvo que sea la clase de trabajo que puede hacerse por la tarifa simple.

—Es demasiado —dijo la vocecita—. Podría costar veinte mil pesos o más por día, y yo vivo de un pequeño sueldo, y…

—¿A dónde está ahora?

—Estoy en un café. Justo a la vuelta del edificio donde está su oficina.

—Podría haberse ahorrado la moneda del teléfono. El ascensor es gratis.

—¿Pe… perdón?

Se lo repetí.

—Suba y déjeme verla —agregué—. Si está en el tipo de problemas que yo puedo arreglar, podré darle una idea…

—Tengo que saber algo sobre usted —dijo la vocecita con mucha firmeza—. Es un asunto muy delicado, muy personal. No podría hablar de él con cualquiera.

—Si es tan delicado —dije—, quizá lo que necesita es una investigadora mujer.

—Cielos, no sabía que hubiera. Pero no creo que una investigadora mujer pudiera hacerlo. Sabe, Juan Carlos estaba viviendo en un barrio muy duro. Al menos a mí me pareció duro. El administrador de la pensión es una persona sumamente desagradable. Olía a alcohol. ¿Usted bebe, señor Chorent?

—Bueno, ya que lo menciona…

—No creo poder emplear a un investigador que consuma bebidas alcohólicas de ningún tipo. No apruebo ni siquiera el tabaco.

—¿Me despedirá si me ve pelando una naranja?

Escuché la súbita inhalación al otro lado de la línea telefónica.

—Al menos podría hablar como un caballero —dijo.

—Será mejor que pruebe en el Club Universitario de la avenida Alem al 900 —le dije—. Tengo entendido que allí quedan dos o tres, aunque no sé si le permitirán llevárselos a su casa.

Colgué.

Fue un paso en la dirección correcta, pero no lo bastante enérgico. Debí haber cerrado con llave la puerta, y además esconderme bajo el escritorio.

CAPÍTULO II

Cinco minutos después sonaba la campanilla de la puerta exterior de la media oficina que uso como sala de espera. Oí cerrarse la puerta. Después no oí nada más. La puerta que unía la sala de espera con mi oficina estaba entornada. Pensé que alguien se habría asomado, habría visto que no era la oficina que buscaba y se habría marchado sin entrar. Después hubo un golpecito sobre la madera. Después, esa especie de tos que se usa con el mismo fin. Bajé los pies del escritorio, me puse de pie y fui a mirar. Allí estaba. No necesitó abrir la boca para decirme quién era.

Era una chica bajita, prolija, de aire más bien delicado, con cabello castaño lacio y anteojos sin marco. Llevaba un trajecito marrón y de una correa pasada por el hombro le colgaba una de esas raras carteras cuadradas que a uno lo hacen pensar en una hermana de la caridad. No llevaba maquillaje, ni lápiz labial, ni joyas. Los anteojos sin marco le daban un aire de bibliotecaria.

—No es modo de hablarle a la gente por teléfono —dijo con energía—. Debería darle vergüenza.

—Estoy demasiado orgulloso de mí para mostrarlo —dije. Le sostuve la puerta abierta. Después le sostuve una silla. Se sentó a no más de cinco centímetros del borde.

—Si yo le hablara así a uno de los pacientes del doctor Zúñiga —dijo—, perdería mi empleo. El doctor es muy exigente en cuanto al modo en que hablo con los pacientes… incluso con los más difíciles.

—¿Cómo está el viejo, muchacha? No lo he visto desde aquella vez que caí del techo del garaje.

Pareció sorprendida y muy seria.

—Pero… estoy segura de que usted no puede conocer al doctor Zúñiga. —La punta de una lengua más bien anémica asomó entre sus labios y buscó, disimulado, algo invisible.

—Conozco a un doctor Jorge Zúñiga —dije—, en Santa Rosa, La Pampa.

—Oh, no. Este es el doctor Alfredo Zúñiga de Coronel Pringles, de donde también soy yo.

—Debe ser otro Zúñiga —dije—. ¿Y usted es?

—No sé si debo decirle mi nombre.

—Anda mirando vidrieras, nada más, ¿eh?

—Supongo que podría llamárselo así. Si tengo que contarle mis problemas familiares a un extraño, al menos tengo el derecho de decidir si es la clase de persona en la que puedo confiar.

—¿Alguien le ha dicho alguna vez que es una pequeña astuta?

Los ojos detrás de los cristales sin marco relampaguearon.

—Y espero que nunca me lo digan.

Tomé la pipa y empecé a llenarla.

—No es lugar para mencionar la esperanza —dije—. Consígase un par de anteojos con marcos coloreados.

—¿Sabe? No permitiría nada de eso —dijo rápidamente. Pero agregó—: ¿De veras, le parece? —y al preguntarlo se ruborizó ligeramente.

Acerqué un fósforo a la pipa y empecé a soplar humo sobre el escritorio. Ella parpadeó.

—Si me contrata —le dije—, yo soy el tipo que contrata. Yo, tal como soy. Le colgué, pero usted vino de todos modos. Así que necesita ayuda. ¿Cómo se llama y cuál es su problema?

Se limitó a mirarme fijo.

—Escuche —le dije—. Usted viene de Coronel Pringles. La última vez que leí el Almanaque Mundial de Censos, entendí que es un pueblo no lejos de aquí. Con una población de alrededor de unos cinco mil. Trabaja para el doctor Alfredo Zúñiga y está buscando a alguien de nombre Juan Carlos. Coronel Pringles es un pueblo chico. Tiene que serlo. Apenas media docena de localidades del sur de la provincia de Buenos Aires son algo más que pueblos chicos. En su gran mayoría ya son ciudades. Ya tengo bastante información sobre usted como para enterarme de toda la historia de la familia.

—Pero ¿por qué iba a hacerlo? —preguntó preocupada.

—¿Yo? —dije—. No quiero hacerlo. Estoy cansado de la gente que viene con sus historias. Estoy sentado aquí solo porque no tengo otro sitio donde estar. No quiero trabajar. No quiero nada.

—Habla demasiado.

—Sí —dije—, hablo demasiado. Los solitarios siempre hablamos demasiado. O eso, o no hablamos nada. ¿Pasamos al negocio? Usted no parece el tipo de persona que va a ver a un detective privado, y menos a uno que no conoce.

—Es cierto —dijo en voz baja—. Y Juan Carlos se pondría pálido si lo supiera. Mamá se pondría furiosa también. Simplemente elegí al azar su nombre en la guía telefónica…

—¿Con qué método? —le pregunté—, ¿con los ojos cerrados o abiertos?

Me miró fijo un momento más, como si yo fuera una especie de monstruo, y entonces fue cuando dijo:

—La suma de las letras de sus dos nombres y su apellido da el mismo resultado que la suma de las letras de los dos nombres y el apellido de mi hermano. Sumadas, diez más siete, dan diecisiete.

—¿Cómo se llama usted? —casi gruñí.

—Ana María. —Arrugó los ojos como si fuera a largarse a llorar—. Vivo con mi madre —siguió, apresurándose ahora que mi tiempo le estaba costando dinero—. Mi padre murió hace cuatro años. Era médico. Mi hermano, Juan Carlos, iba a ser médico también, pero se pasó a técnico en Comunicaciones luego de dos años de Medicina. Después, hace un año, Juan Carlos fue a trabajar a Monte Hermoso. No porque tuviera necesidad de hacerlo. Tenía un buen empleo en Coronel Pringles. Supongo que lo que quería en realidad era vivir en la Costa Atlántica. Todo el mundo quiere ir ahí.

—Casi todo el mundo —dije—. Si va a usar esos anteojos sin marco, al menos debería tratar de ponerse a la altura de ellos.

Soltó una risita y dibujó una línea sobre el escritorio con la punta del dedo, sin mirarme.

—¿Se refiere a esos anteojos alargados, que la hacen parecer oriental a una?

—Ajá. Volvamos a Juan Carlos. Ya lo tenemos en la Costa Atlántica, más precisamente en Monte Hermoso. ¿Qué hacemos con él ahora? —Lo pensó un momento y frunció el entrecejo. Después me examinó como si tratara de tomar una decisión. Al fin habló, precipitadamente.

—No era propio de mi hermano dejar de escribirnos. En los últimos seis meses le escribió solo dos veces a mamá y tres veces a mí. Y la última carta fue hace varios meses. Mamá y yo nos preocupamos. Así que cuando llegaron mis vacaciones, fui a buscarlo. Él nunca había salido de Coronel Pringles antes. —Se interrumpió—. ¿No tomará notas?

Me limité a gruñir.

—Creí que los investigadores siempre escribían en esas libretitas.

—Yo haré los chistes —dije—. Usted cuente la historia. Viajó en sus vacaciones, ¿y?

—Le había escrito a Juan Carlos para avisarle que iría, pero no me contestó. Después le mandé un telegrama desde Tornquist, pero tampoco lo contestó. Así que todo lo que pude hacer fue ir a donde vivía. Fui en ómnibus. Es en Monte Hermoso. Calle Indiada número 449.

Volvió a interrumpirse, después repitió la dirección y yo tomé nota. Me quedé como estaba, mirando sus anteojos y su cabello castaño lacio, y las uñas sin color y la boca sin rouge y la punta de la lengua que iba y venía entre los labios pálidos.

—Quizá usted no conoce Monte Hermoso, señor Chorent.

—Sí —dije—. Todo lo que sé de Monte Hermoso es que cada vez que voy allá tengo que comprar una cabeza nueva. ¿Quiere que yo termine su historia por usted?

—¿Qué? —Abrió los ojos tan grandes que los anteojos le dieron la apariencia de algo visto dentro de una pecera.

—Su hermano se mudó —dije—. Y usted no sabe a dónde. Y tiene miedo de que esté viviendo una vida de pecado en un semipiso en lo alto de Lomas del Mirador, en Monte Hermoso, con una mujer envuelta en visón y perfume francés.

—¡Por todos los cielos!

—¿O soy demasiado grosero? —pregunté.

—Por favor, señor Chorent —dijo al fin—. No pienso nada semejante de Juan Carlos y, si mi hermano lo oyera decir eso, usted lo lamentaría. Puede ser terriblemente severo. Pero sé que algo ha pasado. Era una pensión barata, y el administrador no me gustó nada. Una especie horrible de hombre. Dijo que Juan Carlos se había mudado y no sabía adónde ni le importaba, y que todo lo que quería era un trago de gin. No sé por qué Juan Carlos tuvo que vivir en un lugar como ese.

—¿Dijo trago de gin? —pregunté.

—Es lo que dijo el administrador —respondió ruborizada—. Le estoy reproduciendo sus propias palabras.

—De acuerdo —dije—. Adelante.

—Bien, llamé al lugar donde trabajaba y me dijeron que había sido despedido junto con muchos otros empleados, y eso era todo lo que sabían. Así que fui a la oficina de correos y pregunté si mi hermano había dado una nueva dirección para su correspondencia. Y me dijeron que no podían darme esa información. Estaba contra las reglas. Así que les dije lo que pasaba y el hombre dijo que bueno, que, si yo era su hermana, iría a ver. Fue a mirar, volvió y dijo que no. No había indicado ningún cambio de dirección. Ahí empecé a asustarme un poco. Podría haber tenido un accidente o algo.

—¿Se le ocurrió preguntar a la policía?

—Jamás me atrevería. Mi hermano no me lo perdonaría. Incluso sin problemas es una persona difícil. Nuestra familia…

Vaciló y hubo algo en el fondo de sus ojos que ella habría preferido no mostrar. De modo que siguió adelante, sin aliento:

—Nuestra familia no es la clase de familia…

—Escuche —le dije cansado—, no me refería a que el tipo haya robado una billetera. Pensaba que podría haberlo atropellado un auto y que quizá habría perdido la memoria, o estar demasiado lastimado para hablar.

Me dirigió una mirada que no era muy de bibliotecaria o administrativa que digamos.

—Si hubiera pasado algo así, lo sabríamos —dijo—. Todos tienen cosas en los bolsillos que dicen quiénes son. ¿Está tratando de asustarme, señor Chorent?

—Si es mi intención, creo que no lo lograré. ¿Qué es lo que usted cree que puede haber pasado?

Se llevó un delgado dedo índice a los labios y los tocó cuidadosamente con la punta de la lengua.

—Creo que, si supiera eso, no habría venido a verlo. ¿Cuánto me cobrará por encontrarlo?

No respondí nada durante un largo momento, y después dije:

—¿Quiere decir yo solo, sin decirle a nadie?

—Sí. Quiero decir solo y sin decirle a nadie.

—Ajá. Bueno, depende. Ya le dije cuál es mi tarifa.

Unió las manos sobre el borde del escritorio y las apretó con fuerza. Su gesticulación era la más desprovista de significado que yo hubiera visto nunca.

—Pensé que siendo un investigador y todo eso, podría encontrarlo de inmediato —dijo—. No podría permitirme pagar más de siete mil pesos. Tengo que comer aquí y pagar el hotel y el pasaje de vuelta en tren, y no sé si usted sabe que el hotel es terriblemente caro y la comida en el tren, también.

—¿En cuál hotel se aloja?

—Yo… preferiría no decirle, si no le molesta.

—¿Por qué?

—Preferiría eso. El carácter de Juan Carlos me da un miedo terrible. Y, además, yo puedo llamarlo, ¿no?

—Ajá. Dígame, señorita Ana María, ¿qué le da miedo, además del carácter de su hermano? —Había dejado apagar la pipa. Encendí un fósforo y lo acerqué mirándola por encima de la llama.

—Fumar en pipa ¿no le parece un hábito muy sucio? —preguntó.

—Es probable —dije—. Pero se necesitarían más de siete mil pesos para abandonarlo. Y no siga esquivando las preguntas.

—No puede hablarme así —protestó—. Fumar en pipa es un hábito inmundo. Mamá nunca le dejó fumar en casa a papá, ni siquiera en los últimos dos años después de su ataque. A veces él se sentaba con la pipa vacía en la boca. Pero ella no quería que lo hiciera. Debíamos mucho dinero y ella decía que no podía permitirse darle dinero para cosas inútiles como el tabaco. La iglesia lo necesitaba mucho más que él.

—Estoy empezando a entender —dije lentamente—. En una familia como la suya no puede faltar la oveja negra.

La jovencita se puso de pie abruptamente y apretó con fuerza el botiquín de primeros auxilios contra el cuerpo.

—Usted no me gusta —dijo—. No creo que vaya a emplearlo. Si está insinuando que Juan Carlos ha hecho algo malo, bueno, puedo asegurarle que no es Juan Carlos la oveja negra de nuestra familia.

No moví una pestaña. Dio media vuelta, fue hasta la puerta y puso la mano en el picaporte; allí volvió a dar media vuelta y regresó hacia el escritorio. De pronto, se largó a llorar.

Reaccioné como lo haría un pez embalsamado ante la presencia de una carnada.

Sacó un pañuelito y se secó los ojos.

—Y ahora supongo que llamará a la policía —dijo con un temblor en la voz —. Y el diario de Coronel Pringles se enterará y publicarán algo horrible sobre nosotros.

—No suponga nada. Deje de jugar con mis sentimientos. Quiero ver una foto de él.

Guardó el pañuelito de prisa y sacó algo del bolso. Me lo pasó por sobre el escritorio. Un sobre. Delgado, pero podría haber un par de fotos adentro. No miré.

—Descríbamelo tal como lo ve usted —dije.

Se concentró. Eso le dio oportunidad de hacer algo con sus cejas.

—Cumplió veintiocho años el marzo pasado. Tiene cabello castaño claro, mucho más claro que yo, y ojos azules más claros también, y se peina el pelo hacia atrás. Es muy alto, un poco más del metro ochenta. Pero no pesa más de setenta kilos. Es huesudo. Antes usaba un bigotito rubio, pero mamá se lo hizo afeitar. Decía…

—No me lo diga. El cura de la parroquia lo necesitaba para rellenar un almohadón.

—¡No puede hablar así de mi madre! —ladró, poniéndose pálida de ira.

—Vamos, no sea tonta. Hay muchas cosas sobre usted que no sé. Juan Carlos ¿tiene alguna marca distintiva como lunares, cicatrices o un tatuaje del Salmo 23 en el pecho?

»Y no se moleste en ruborizarse.

—Bueno, no tiene que gritarme. ¿Por qué no mira la foto?

—Probablemente en la fotografía esté con la ropa puesta. Después de todo, usted es su hermana. Debería saber.

—No, no tiene —dijo tiesa—. Tiene una pequeña cicatriz en la mano izquierda, donde le extirparon una verruga.

—Y sus hábitos. ¿Qué hace para divertirse, además de fumar o beber o salir con chicas?

—¿Por qué? ¿Cómo sabría eso?

—Su mamá me lo dijo. —Sonrió. Yo había empezado a preguntarme si habría alguna sonrisa dentro de ella. Tenía dientes muy blancos. Era algo.

—No sea usted tonto —dijo—. Estudia muchísimo y tiene una cámara muy cara con la que le gusta retratar a la gente cuando no lo saben. A veces la gente se enoja. Pero Juan Carlos dice que todos deberían ver cómo son en realidad.

—Esperemos que nunca le pase a él —dije—. ¿Qué clase de cámara es?

—Una de esas cámaras pequeñas con un lente muy bueno. Puede sacar fotos con cualquier luz. Una Leica.

Abrí el sobre y saqué dos pequeñas fotos muy claras.

—Estas no las sacaron con una Leica —dije.

—Oh, no. Las sacó Felipe Anderson. Un chico con el que yo salí un tiempo. —Hizo una pausa y suspiró. Me limité a responder con un gruñido, pero en cierto modo, aunque uno muy vago, me sentí algo conmovido.

—¿Qué pasó con Felipe Anderson?

—Pero se trata de Juan Carlos, mi hermano...

—Lo sé —la interrumpí—. Pero ¿qué pasó con Felipe Anderson?

—Sigue en Coronel Pringles —apartó la vista—. Mamá no lo quiere mucho. Supongo que usted se imaginará.

—Sí —dije—, me imagino. Puede llorar si quiere. No se lo reprocharé. Yo mismo soy un sentimental. —Miré las dos fotografías. En una estaba con los ojos bajos, no me servía. La otra era una toma bastante buena de un tipo alto y anguloso con ojos juntos, boca delgada y tensa y mentón en punta. Tenía la expresión que yo esperaba de él—. Si usted se olvidaba de limpiarse el barro de los zapatos, él era el chico que se lo haría notar.

»De acuerdo —dije—. Iré a echar un vistazo. Pero usted debería empezar a adivinar qué pasó. Su hermano está en una ciudad extraña. Gana un buen sueldo durante un tiempo. Es más de lo que ha tenido en su vida, quizá. Conoce la clase de gente que nunca ha conocido. Y no es la clase de ciudad (créame que no, porque conozco Monte Hermoso) que sí es Coronel Pringles. Así que sale del camino recto, y no quiere que su familia lo sepa. Ya regresará.

Se limitó a mirarme fijo durante un momento, y después negó con la cabeza.

—No. Juan Carlos no es la clase de hombre que hace eso, señor Chorent.

—Todos lo son —dije—. Especialmente un tipo como Juan Carlos. La clase de pueblerino virtuoso que vivió toda la vida bajo la falda de la madre y con el cura teniéndole la mano. Una vez que se encuentra solo, quiere reparar. Quiere comprar algunos dulces y no precisamente de los que venden en la puerta de la iglesia. No es que yo tenga nada contra eso. Quiero decir, de lo otro ya tuvo suficiente, ¿no?

Asintió con la cabeza en silencio.

—Entonces empieza a jugar —seguí—, y no sabe cómo se hace. Para eso se necesita experiencia también. Termina enredado con alguna falda y una botella, y lo que ha hecho le parece tan grave como haberle robado los calzoncillos al cura del pueblo. Después de todo, el tipo va para los veintinueve, y si quiere revolcarse en el arroyo, es cosa suya. Ya encontrará a alguien que lo culpe.

—Odio creerle, señor Chorent —dijo suavemente—. Lo odiaría por mamá…

—Se dijo algo sobre siete mil pesos —interrumpí.

Me miró escandalizada.

—¿Tengo que pagarle ya?

—¿Cómo se haría en Coronel Pringles?

—No tenemos ningún investigador privado en Coronel Pringles. Solo la policía común. Es decir, no creo que haya.

Otra vez buscó en el interior de su caja de herramientas y extrajo un monedero rojo del que sacó una cantidad de billetes, todos prolijamente doblados y separados. Cuatro billetes de mil pesos y seis de quinientos. No parecía quedar mucho más. Hizo un gesto con el monedero como para que yo viera lo vacío que quedaba.

Después planchó los billetes sobre el escritorio, uno sobre el otro, y los empujó hacia mi lado. Muy lento, muy triste, como si estuviera ahogando a su gato preferido.

—Le daré un recibo —dije.

—No necesito recibo, señor Chorent.

—Yo sí. Usted no me dará su nombre completo ni su dirección, así que yo quiero algo con su nombre completo escrito.

—¿Para qué?

—Para mostrar que estoy actuando en su nombre.

Saqué el talonario de recibos, hice uno y le tendí el duplicado para que lo firmara e incluyera su aclaración de firma. No quiso hacerlo. Al cabo de un momento, de mala gana, tomó la lapicera y escribió Ana María Luciani, con prolija letra de secretaria de consultorio.

—¿Sin dirección? —pregunté.

—Preferiría que no.

—Entonces llame a cualquier hora. El número de mi casa está en la guía también. Edificio Bristol, departamento 428, del Barrio Universitario.

—No es muy probable que vaya a visitarlo —dijo fríamente.

—Todavía no se lo pedí —dije—. Llame alrededor de las cuatro, si quiere. Quizá tenga algo. Quizá no.

Se puso de pie.

—Espero que mamá no piense que he cometido un error —dijo apretándose el labio inferior con el dedo pálido—. Al venir aquí, quiero decir.

—Por favor, no vuelva a hablarme de lo que no le gustaría a su madre —le dije—. Deje esa parte en silencio.

—¡Realmente…!

—Y deje de usar ese tipo de expresiones.

—Pienso que es usted una persona muy ofensiva —dijo.

—No, no lo piensa. Piensa que soy listo. Y yo pienso que usted es una fascinante pequeña mentirosa. No creerá que hago esto por los siete mil pesos, ¿no?

Me dirigió una mirada neutra, súbitamente fría.

—¿Por qué entonces? —Y como yo no respondiera, agregó—: ¿Porque el otoño está en el aire?

Seguí sin responder. Se ruborizó un poco. Después soltó una risita. No tuve el coraje de decirle que yo estaba simplemente aburrido y sin nada que hacer. Quizá era por el otoño, también. Y algo en sus ojos que iba mucho más lejos que Coronel Pringles.

—Creo que usted es muy agradable… de veras —dijo en voz baja. Se volvió rápidamente y salió de la oficina casi corriendo.

Sus pasos en el corredor externo hacían sonidos pequeños y agudos, algo así como el tamborileo de mamá en el borde de la mesa cuando papá intentaba servirse una segunda porción de pastel de hojaldre con crema chantilly. Y ya no aportaba más dinero a la casa. Ni dinero, ni nada. Estaba sentado todo el día en su mecedora en la galería del frente y se movía lentamente, porque cuando uno ha tenido un ataque, todo tiene que hacerlo lento. Y esperar el próximo. Y la pipa vacía en la boca sin tabaco. Nada más que esperar.

Puse los duramente ganados siete mil pesos de Ana María en un sobre, sobre en el que escribí su nombre, y lo metí en un cajón del escritorio. No me agradaba la idea de andar por la calle con tanto dinero encima, y mucho menos por un trabajo que todavía no había comenzado.

CAPÍTULO III

Uno puede conocer durante mucho tiempo Monte Hermoso sin llegar a conocer la calle Indiada. Y no puede conocer durante muchísimo tiempo la calle Indiada sin conocer el número 449.

La calle frente a ese sector tiene el pavimento roto, y casi ha vuelto a ser de tierra. En la calzada de enfrente, el terreno de un depósito de maderas. En el centro, un portón de madera cerrado con cadenas que no parece haber sido abierto en los últimos veinte años. Los niños han dibujado con tiza en el portón y todo a lo largo de la cerca.

El número 449 tenía una mezquina galería al frente, sin pintar, con cinco mecedoras de madera y caños unidos entre sí con un cable y con la humedad del aire de la playa. Las persianas verdes de las ventanas de la casa estaban bajadas dos tercios, y llenas de rajaduras. Junto a la puerta del frente había un gran cartel que decía: No Hay Habitaciones. Ese cartel había estado en su sitio mucho tiempo. Se había desteñido y descascarado.

Lapuerta se abría a un largo vestíbulo del que subía una escalera. A la derecha había un estante estrecho con un lápiz que colgaba de una cadenita. Había un botón y un cartel amarillo y negro, que decía: Administración; enfrente había un teléfono público. Toqué el timbre. Sonó en algún lugar cercano, pero no produjo respuesta alguna. Volví a tocar. La misma nada. Fui hasta una puerta con un cartel blanco y negro: Administrador. Golpeé. Primero con el puño, después con el pie. A nadie pareció importarle. Salí de la casa y bajé por un sendero lateral de concreto que debía conducir a la entrada de servicio.

Parecía corresponder al departamento del administrador. El resto del edificio serían habitaciones. Había un tacho de basura en la pequeña galería lateral, y una caja llena de botellas vacías. La puerta trasera estaba abierta tras la puerta de alambre tejido. Puse la cara contra esta y miré dentro.

Vi una silla de respaldo recto con una chaqueta de hombre colgando de ella, y en la silla a un hombre en camisa. Era un hombre pequeño. No pude ver qué estaba haciendo, pero parecía sentado a la cabecera de la mesa del desayuno, en el rincón de la cocina. Golpeé la puerta de tejido. El hombre no prestó atención. La golpeé otra vez, más fuerte. Esta vez echó atrás la silla y me mostró una pequeña cara pálida con un cigarrillo en ella.

—¿Qué quiere? —ladró.

—Al administrador.

—No está.

—¿Quién es usted?

—¿Qué le importa?

—Quiero una habitación.

—No hay habitaciones, ¿acaso no sabe leer?

—Es que tengo información diferente —dije.

—¿Sí? —Sacudió la ceniza del cigarrillo con la punta de la uña, sin sacárselo de su boquita triste—. Vaya a hacerse freír en su información. —Dio media vuelta a la silla y siguió con lo que estaba haciendo.

Hice ruido al bajar de la galería, pero no hice ninguno al volver a subir. Probé cuidadosamente la puerta de alambre tejido. Estaba enganchada; con la hoja de un cortaplumas levanté el gancho. Al dar la vuelta hizo un pequeño sonido metálico, pero lo taparon los sonidos que venían de la cocina. Entré en la casa, crucé el pequeño pasillo y me metí en la cocina. El hombrecito estaba demasiado ocupado para fijarse en mí.

Había una cocina con tres hornallas, una pila de platos grasientos sobre la mesada, un refrigerador descascarado y la mesa. La mesa estaba cubierta de dinero. En su mayor parte billetes, pero también monedas de distinto valor. El hombrecito estaba contándolo y apilándolo y haciendo anotaciones en una libreta. Mojaba la punta del lápiz en la lengua sin molestar en lo más mínimo al cigarrillo que vivía entre sus labios. Debía de haber varios cientos de miles en esa mesa.

—¿Pagaron los inquilinos? —pregunté de buen humor. El hombrecito se volvió muy rápido. Por un momento sonrió y no dijo nada. Era la sonrisa de un hombre cuya mente no estaba sonriendo. Se quitó la colilla de la boca, la tiró al suelo y la pisó. Sacó uno nuevo del bolsillo de la camisa, se lo metió en el mismo agujero de la cara y empezó a palparse en busca de un fósforo.

—Entró en silencio —dijo a modo de comentario. Al no encontrar un fósforo, se volvió distraídamente y llevó una mano al bolsillo de la chaqueta, colgada del respaldo. Algo pesado golpeó contra la madera de la silla. Le aferré la muñeca antes de que la cosa pesada saliera del bolsillo de la chaqueta; con su mano adentro, empezó a levantarse hacia mí. Le arranqué la silla bajo del cuerpo. Cayó pesadamente al suelo y se golpeó la cabeza contra el borde de la mesa. Eso no impidió que tratara de patearme la entrepierna.

Di un paso atrás con su chaqueta y saqué una .38 del bolsillo.

—No es necesario que se siente en el piso por hacerse el gracioso —le dije.

Se levantó lentamente, simulando estar más aturdido de lo que estaba. Se llevó una mano a la nuca, y la luz brilló sobre algo metálico cuando lanzó el brazo hacia mí.

Era un tipo con recursos.

Le hice girar la mandíbula con su propia pistola y volvió a caer sentado en el suelo. Me puse sobre la mano que sostenía el cuchillo. Retorció la cara de dolor, pero no soltó un sonido.

De un puntapié mandé el cuchillo a un rincón. Era un cuchillo largo y delgado, y parecía muy afilado.

—Debería avergonzarse —le dije—. Atacar con pistolas y cuchillos a gente que solo busca un lugar donde vivir. —Ni siquiera la mano lastimada entre las rodillas lo detuvo, la hizo girar y empezó a silbar entre dientes. El golpe en la mandíbula no parecía haberlo lastimado.

—De acuerdo —dijo—. De acuerdo. No pretendo ser perfecto. Tome el dinero y váyase. Pero ni sueñe que lo conservará. —Miré la cantidad de billetes y monedas en la mesa.

—Debe encontrar mucha resistencia a las ventas a juzgar por las armas que lleva —le dije.

Fui hasta la puerta interior y la probé. No estaba cerrada.

—Volví. Le dejé la pistola en el buzón —dije—. La próxima vez atienda el timbre.

Seguía silbando suavemente y apretándose la mano. Me dirigió una mirada suspicaz, pensativa; después, metió el dinero en un viejo portafolios y lo cerró. Me dirigió una tranquila sonrisa eficiente.

—No se preocupe por la pistola —dijo—. La ciudad está llena de fierro viejo. Pero podría dejarle a Martino el cuchillo. Lo ha trabajado mucho para ponerlo en forma.

—Lo ha trabajado… ¿ya ha trabajado con él?

—Podría ser —me señaló con el dedo—. Quizá volvamos a encontrarnos un día de estos. Cuando tenga un amigo conmigo.

—Dígale que se ponga una camisa limpia —dije—. Y que le preste una a usted.

—Vaya, vaya —dijo el hombrecito regañándome—. Qué duros nos creemos cuando nos ponen esa insignia en la solapa. —Pasó suavemente a mi lado y bajó las escaleras de madera de la galería posterior. Sus pasos resonaron en la calle hasta perderse.

Se pareció al sonido de los pasos de Ana María alejándose por el pasillo del edificio de mi oficina, y por algún motivo tuve ese sentimiento trivial de haberme equivocado en mi evaluación de la gente. No tenía motivo para pensarlo. Quizá era por la calidad metálica del hombrecito. Sin gritos, sin gemidos, solo la sonrisa, el silbido entre los dientes, la voz suave y los ojos que no olvidarían. Me incliné a recoger el cuchillo y la hoja era larga, redonda y delgada, como una lima delgada y alisada. El mango era de plástico liviano y parecía hecho de una pieza con la empuñadura. Apreté y sacudí el cuchillo en dirección a la mesa. La hoja se soltó y fue a clavarse en la madera. Con un suspiro volví a meter el mango en su lugar y arranqué la hoja de la mesa. Un cuchillo curioso, diseñado con un propósito muy claro y nada agradable. Abrí la puerta interior y pasé con el cuchillo y la pistola en una mano.

Estaba en una salita con un sofá-cama abierto y deshecho. Había un sillón con un agujero quemado en un brazo. Un escritorio de roble alto, con portezuelas anticuadas como las de una bodega, se apoyaba en una pared junto a la ventana del frente.

Cerca de esta había un sofá, y en el sofá un hombre. Los pies, las medias grises, colgaban de un extremo. La cabeza no le había acertado a la almohada por medio metro. A juzgar por el color de la funda, no se perdía gran cosa. La parte superior de su cuerpo estaba dentro de una camisa incolora y una chaqueta tejida gris. Tenía la boca abierta y la cara le brillaba de sudor, y respiraba como un Ford viejo con problemas en el carburador. En una mesa cerca de él había un plato lleno de colillas, algunas de las cuales parecían de confección casera. En el piso, una botella de gin casi llena y una taza que parecía haber contenido café, pero no recientemente. El ambiente estaba lleno de olor a gin y a encierro, pero también tenía una reminiscencia de humo de marihuana.

Abrí una ventana y apoyé la frente contra el alambre tejido para introducir algo de aire limpio en los pulmones, y de paso mirar la calle. Dos chicos pasaron en bicicleta a lo largo de la cerca del aserradero y se detuvieron aquí y allá para estudiar las pinturas. No había otro movimiento en el barrio. Ni siquiera un perro. En dirección a la esquina había algo de polvo en el aire, como si hubiera pasado un auto.

Fui al escritorio. Adentro había un registro de la pensión y pasé las hojas hasta dar con el nombre: Juan Carlos Luciani, escrito con letra angulosa y meticulosa, y el número 214 agregado con lápiz por otra mano que de ninguna manera parecía angulosa ni meticulosa. Revisé hasta el fin del registro, pero no encontré ninguna otra ocupación de la habitación 214. Alguien, de nombre Guillermo Sebastián Hanemann, tenía la habitación 215. Cerré el registro, lo dejé en su lugar y fui hacia el sofá.

El hombre interrumpió los ronquidos y burbujeos y sacudió en el aire el brazo derecho, como si estuviera pronunciando un discurso. Me incliné y le apreté con fuerza la nariz con el índice y el pulgar, al mismo tiempo que le metía el pulóver en la boca. Dejó de roncar y los ojos se abrieron automáticamente. La mirada era lejana e inyectada. Se debatió bajo mis manos. Cuando estuve seguro de que estaba completamente despierto lo solté, tomé la botella de gin del piso y serví algo en un vaso que había cerca. Se lo mostré al hombre. Levantó una mano con esa hermosa ansiedad de una madre recibiendo a su hijo perdido.

Lo aparté de su alcance y dije:

—¿Es el administrador?

Se pasó una lengua sucia por los labios, y gruñó:

—Gr-r-r-r…

Dio un manotazo en dirección al gin. Puse el vaso en la mesa frente a él. Lo tomó cuidadosamente con ambas manos y se volcó la bebida en la cara. Después se rio con ganas y me arrojó el vaso. Logré tomarlo en el aire y lo devolví a la mesa. El hombre me miraba con un deliberado pero infructífero gesto de severidad.

—¿Qué le importa? —graznó en tono disgustado.

—¿El administrador?

Asintió, y faltó poco para que se cayera del sofá.

—Debe de ser que estoy borracho —dijo—. Un poco, un poquito borracho.

—No está mal —le dije—. Todavía respira.

Puso los pies en el suelo y se enderezó con un movimiento espasmódico. Soltó la risa, súbitamente divertido, dio tres pasos vacilantes, cayó sobre las manos y rodillas y trató de morder la pata de una silla. Lo volví a poner de pie, lo senté en el sillón con el brazo quemado y le serví otra dosis de medicina. La bebió temblando con violencia, y de pronto su mirada se hizo racional y astuta. Los borrachos de su especie tienen ciertos equilibrados momentos de realidad. Uno nunca sabe cuándo llegarán ni cuánto durarán.

—¿Cómo diablos está aquí? —gruñó.

—Estoy buscando a un hombre que se llama Juan Carlos Luciani.

—¿Eh?

Lo repetí. Se frotó la cara con las manos y dijo:

—Se mudó.

—¿Cuándo?

Hizo un gesto vago con la mano, casi se cayó del sillón y volvió a gesticular en dirección contraria para mantener el equilibrio.

—Deme un trago —dijo.

Serví otro vaso de gin y lo sostuve lejos de su alcance.

—Deme —dijo el hombre con urgencia—. No me siento bien.

—Todo lo que quiero es la dirección actual de Juan Carlos Luciani.

—Lo pensaré —dijo ingeniosamente, y lanzó un zarpazo sin decisión hacia el vaso que yo seguía sosteniendo. Puse el vaso en el piso, saqué una de mis tarjetas y se la tendí.

—Quizá esto le ayude a concentrarse —le dije.

Miró la tarjeta de cerca, soltó un resoplido, la dobló en dos y la volvió a doblar. La puso en la palma de la mano, escupió encima y la arrojó por sobre el hombro.

Le tendí el vaso con gin. Lo bebió a mi salud, asintió con solemnidad, y arrojó el vaso por sobre el hombro también. Rodó por el piso hasta golpear en el zócalo. El hombre se puso de pie con sorprendente facilidad, levantó el pulgar en dirección al techo y produjo un fuerte chistido con la lengua y los dientes.

—Al diablo con usted —dijo—. Tengo amigos. —Miró el teléfono en la pared y después a mí, con gesto de astucia—. Un par de muchachos que se encargarán de usted.

No dije nada.

—No me cree, ¿eh? —gruñó, de pronto enojado.

Negué con la cabeza.

Fue hacia el teléfono, arrancó el tubo de la horquilla y marcó los cinco dígitos de un número.

No le saqué la vista de encima. Uno-tres-cinco-siete-dos. Eso terminó de agotar sus energías. Dejó caer el tubo, que quedó colgando, y se sentó en el piso. Volvió a tomarlo, lo acercó a la oreja y gruñó a la pared.

—Dame con el Doc. —Yo escuchaba en silencio—. Vicente, Vicente Lombardi. ¡El Doc! —gritó furioso.

Sacudió el tubo y lo soltó. Puso las manos en el piso y empezó a moverse en un círculo. Cuando me vio pareció sorprendido y molesto.

Tembloroso logró ponerse de pie y me tendió una mano.

—Deme un trago.

Recuperé el vaso caído y le eché algo de gin de la botella. Lo aceptó con la dignidad de una vieja ebria, lo vació de un sorbo, caminó muy tranquilo hasta el sofá y se acostó, metiendo el vaso bajo la almohada. Se durmió al instante. Devolví el tubo del teléfono a la horquilla, eché otra mirada a la cocina, volví al sofá y palpé los bolsillos del hombre en busca de llaves. Encontré una llave maestra. La puerta del pasillo tenía un cierre automático y lo dejé puesto de modo que pudiera volver a entrar. Me detuve para anotar en un sobre: doctor Vicente Lombardi 13572.

Quizá era una pista. La casa estaba en perfecto silencio mientras subía.

CAPÍTULO IV

La muy usada llave maestra del administrador abrió la puerta de la habitación 214 sin ruido. Abrí empujando. La habitación no estaba vacía. Un hombre bajo de fuerte contextura se inclinaba sobre una maleta en la cama, de espaldas a la puerta. Sobre la cama había camisas, medias, ropa interior; él se ocupaba de empacar con cuidado, sin prisa, silbando entre dientes.

Se puso rígido al oír el chirrido de las bisagras. Llevó rápido una mano hacia la almohada de la cama.

—Perdón —expliqué—. El administrador me dijo que la habitación 214 estaba desocupada.

Era calvo como una naranja. Llevaba pantalones de franela oscura y tiradores de plástico transparente sobre una camisa azul. Sus manos salieron de abajo de la almohada, fueron a su cabeza y bajaron. Se volvió y tenía cabello. El cabello parecía todo lo natural que podía parecer; lacio, castaño, peinado sin raya. Me fulminó con la mirada.

—Podría probar golpear antes de entrar —dijo.

Tenía una voz gruesa y un rostro de rasgos igualmente gruesos con expresión cautelosa, que había visto mucho mundo.

—¿Por qué iba a golpear? El administrador me dijo que la habitación estaba desocupada y, para las normas de la casa, limpia. Quizá creía que usted ya se había marchado —dije, tratando de parecer un tipo bienintencionado con cierto talento para decir la verdad.

—Me iré en media hora —dijo el hombre.

—¿No le molesta si hecho una mirada?

Sonrió sin alegría:

—No ha estado mucho en la ciudad, ¿no?

—¿Por qué?

—Es nuevo por aquí, ¿no?

—¿Por qué?

—¿Le gustan la casa y el barrio?

—No mucho —dije—. La habitación parece buena.

Sonrió, mostrando un diente de porcelana mucho más blanco que los demás.

—¿Hace mucho que busca habitación?

—Apenas empiezo —dije—. ¿Por qué tantas preguntas?

—Usted me hace reír —dijo el hombre sin reírse—. En esta ciudad no se eligen las habitaciones. Se las toma sin verlas. Esto está tan atestado que podría conseguir quinientos pesos por la información de que se está por desocupar esta habitación.

—Lo lamento —dije—. Un hombre llamado Juan Carlos Luciani me habló de la habitación. Así que puede descontar esos quinientos pesos de sus ganancias.

—¿De verdad? —No hubo nada en su mirada. Ni el movimiento de un músculo. Yo podría haber estado hablándole a una tortuga—. No se ponga duro conmigo —dijo—. Soy malo con el que se pone duro conmigo.

Tomó el cigarro del cenicero de vidrio verde y lo chupó brevemente. Me dirigió una mirada fría a través del humo. Saqué un cigarrillo y me rasqué el mentón con él.

—¿Qué les pasa a los que se ponen duros con usted? —le pregunté—. ¿Los obliga a comerse el peluquín?

—No se meta con mi peluquín —dijo en tono salvaje.

—Lo siento —dije.

—Hay un cartel en el frente de la casa, y en el cartel dice que no hay habitaciones disponibles. ¿Cómo es que se metió aquí y encontró una habitación?

—Al parecer usted no captó el nombre de Juan Carlos Luciani —le dije.

Hubo una pausa.

Se volvió abruptamente y metió una pila de pañuelos en la maleta. Me acerqué un poco. Cuando se volvió, había en su cara algo que podía pasar por un gesto suspicaz. Pero había sido una cara suspicaz desde el comienzo.

—¿Un amigo suyo? —preguntó sin dar mayor importancia.

—Crecimos juntos —le dije.

—Un tipo callado —dijo el hombre con tranquilidad—. Yo pasaba algún tiempo con él. Trabaja no recuerdo bien en dónde.

—Trabajaba —dije.

—Oh. ¿Renunció?

—Lo despidieron.

Seguimos mirándonos. La actividad no nos llevaba a ninguna parte, a ninguno de los dos. Ambos teníamos demasiada práctica como para esperar milagros. El hombre devolvió el cigarro a su boca y se sentó en la cama junto a la maleta abierta. Mirando en su interior, vi el extremo cuadrado de la culata de una automática asomando de debajo de un par de calzoncillos mal doblados.

—Este tipo, Luciani, anda por aquí desde hace diez días —dijo el hombre pensativo—. Así que cree que la habitación sigue vacía, ¿eh?

—De acuerdo con el registro, está vacía —dije.

Soltó un gruñido de desprecio.

—Ese imbécil de ahí abajo no debe haber mirado el registro desde hace un mes. Oiga… espere un minuto.

Su mirada se endureció y su mano paseó vagamente sobre la maleta abierta y dio una palmada a algo que estaba cerca de la pistola. Cuando la mano se apartó, la pistola ya no se veía.