Juntos a la fuerza - Kristi Gold - E-Book

Juntos a la fuerza E-Book

Kristi Gold

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Beschreibung

Aquella mujer había caído del cielo... directamente en sus brazos. Nada más ver a la bella Lizzie Matheson en la cubierta de su yate, Jack Dunlap supo que por ella podría sacrificar su soledad. La poco convencional y embarazada pasajera estaba volviendo loco al solitario millonario... incluso le estaba haciendo desear seguir con ella a la deriva durante el resto de sus días. El último sitio en el que Lizzie pensaba acabar era en alta mar con un seductor marinero. Sin embargo, lo que no sabía ahora era cómo iba a poder alejarse de él cuando llegaran a tierra.

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2003 Kristi Goldberg

© 2015 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Juntos a la fuerza, n.º 1270 - junio 2015

Título original: Marooned with a Millionaire

Publicada originalmente por Silhouette© Books.

Publicada en español 2004

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

I.S.B.N.: 978-84-687-6297-5

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Epílogo

Capítulo Uno

El súbito movimiento del barco sacó a Jackson Dunlap de su ensimismamiento haciendo que se le derramara encima el contenido de la taza. Se levantó de un salto y subió a todo correr a la parte superior por la escalera de cámara manchado de café completamente y soltando improperios.

Llevaba más de un año recorriendo la costa de Florida y durante ese tiempo nada lo había entorpecido en su hacer. No había querido que nadie lo visitara, ni que lo llamaran por asuntos de negocios; no quería más interrupciones que las ocasionadas por las paradas obligatorias para buscar provisiones y arreglar los posibles desperfectos producidos por alguna tormenta. Hasta ese momento.

Al salir a la cubierta, Jack tuvo que hacerse sombra sobre los ojos para protegerse del sol; pensó que algún idiota lo habría embestido o tal vez una ballena miope en medio de la temporada de apareamiento. Lo que no esperaba ver era un globo amarillo y morado que descendía lentamente a medida que iba deshinchándose a pocos metros de donde se encontraba él.

Se acercó más incapaz de comprender lo que estaban viendo sus ojos. Dentro de la barquilla del globo aerostático una persona agitaba las manos como loca hasta que finalmente la barquilla impactó con el agua, volcó y el ocupante cayó al agua.

Jack corrió hacia la plataforma de popa impelido por un brote de adrenalina y una repentina sensación de que aquello ya lo había vivido antes.

–¡Nade! –gritó mientras lanzaba una boya en dirección a la persona, agradeciendo haber bajado las velas esa misma mañana; así al menos el barco estaba quieto, y, afortunadamente, la corriente parecía facilitar al hombre la labor. Desafortunadamente, también estaba ayudando a que el globo y su barquilla se movieran en la misma dirección: hacia su preciado barco.

Jack agarró con fuerza la cuerda de la boya y tiró hacia él arrastrando al hombre a gran velocidad. Entonces, de pronto se dio cuenta de que no era un hombre, sino una mujer. Una mujer con unos enormes ojos almendrados y una media melena rubia que le colgaba, lacia, sobre la cara.

Se preguntó qué demonios estaría haciendo allí. Su intención era hacerle esa y muchas más preguntas tan pronto estuviera a salvo en el barco. Cuando la tuvo al alcance de su brazo extendido, Jack la ayudó a subir a bordo y con ella en brazos, se retiró del borde.

–Puedo andar sola –dijo ella con un tono áspero y algo airado–. Así es que ya puede dejarme en el suelo.

Podría hacerlo, sí, pero no lo haría hasta que se hubiera asegurado de que no estaba herida. La depositó con sumo cuidado sobre la cubierta y se sentó junto a ella no muy seguro de quién de los dos tenía más dificultades para respirar. La respiración entrecortada de él tenía más que ver con los nervios que con el ejercicio ya que aquella mujer realmente pesaba muy poco. Jack imaginaba que la respiración dificultosa de ella se debía al tramo que había recorrido a nado, y también algo de miedo, lo cual era lógico.

Cuando al fin pudo recuperar la voz le preguntó:

–¿Está herida?

Ella se sentó y lo miró con unos ojos azul-verdoso del color del océano. Abrió entonces la boca y murmuró:

–Yo estaré bien si mi bebé lo está.

¿Bebé? ¿Había un niño con ella en el globo?

–¿Es que había un niño en el globo? –preguntó él con tono moderado luchando por que el pánico no traspasase su voz.

Ella lo miró con detenimiento bajo unas cejas doradas que cubrían unos ojos ciertamente confusos. Entonces se puso una mano sobre el vientre y sonrió.

–Está en esta «barquilla».

Aliviado y sorprendido a la vez, Jack miró la delgada mano que se curvaba en actitud protectora sobre su vientre.

–¿Está embarazada?

–Sí –contestó ella retirándose el pelo empapado de la frente y suspirando lentamente.

Estupendo.

–¿Está segura de que se encuentra bien? –preguntó verdaderamente preocupado–. ¿No tiene dolor ni nada parecido?

La mujer se incorporó un poco más.

–Estoy bien. Un poco cansada, pero bastante bien.

Jack decidió que era evidente que estaba muy bien. Sana, se corrigió. Llevaba unos pantalones capri blancos que dejaban a la vista un vientre aún liso, y una camiseta que se le pegaba a los pechos mojados lo cual hizo a Jack dudar que realmente fuera a tener un bebé.

Estaba claro que su estado no estaba muy avanzado. Tampoco se podía decir que tuviera mucho sentido común, y así se lo diría. Pero ya había tenido suficiente por un día así es que decidió que bastaría con una pequeña reprimenda.

–Vale, déjeme ver si lo entiendo. ¿Decidió salir a dar una vuelta en su globo por encima del océano arriesgándose a causarle algún daño a su futuro bebé?

Ella se abrazó con fuerza las rodillas contra el pecho.

–Para su información, el globo es un medio de transporte muy seguro. Corro más riesgo conduciendo por una autopista en Miami. Y nunca haría nada, nada, que pudiera dañar a mi bebé. Ha sido un accidente.

Jack se sintió un poco culpable. No tenía ningún derecho a juzgar a nadie si deseaba correr riesgos. Dios sabía que él había corrido muchos y las consecuencias habían sido de distinto nivel de gravedad.

Le sonrió levemente a modo de disculpa.

–Supongo que es como navegar. Cuando lo llevas dentro, no te paras a pensar en dejarlo nunca.

Ella desvió la vista pero Jack pudo notar cierta tristeza en sus ojos.

–En realidad, era mi último viaje hasta después del nacimiento del bebé. Salía de una fiesta en Miami. No estoy segura de lo que ocurrió. Creo que debí desmayarme o algo así. Lo siguiente que recuerdo es que me desperté aquí, donde quiera que estemos.

–Estamos a unas veinte millas de la costa, cerca de Cayo Largo. ¿Y no pudo regresar a tierra?

–Cuando recuperé la conciencia, el viento se había vuelto muy inestable y empecé a perder altura.

Jack supuso que aquello tenía sentido. A veces los elementos no se podían controlar. Eso lo sabía muy bien.

La mujer le sonrió avergonzada, dejando a la vista una hilera de dientes blancos y relucientes, y un hoyuelo en la mejilla izquierda.

–Tuve suerte de que caer sobre usted ¿eh? –añadió.

Jack pensó que eso todavía estaba por ver.

–¿Golpeó la cubierta cuando trataba de aterrizar?

–No exactamente.

–Sonó como si hubiera golpeado algo.

–Más bien como si lo hubiera rozado.

–¿La cubierta?

–El chisme ese largo –contestó ella señalando hacia arriba–. Me dirigí hacia ello para asegurarme de que llamaba su atención.

Definitivamente había llamado su atención, antes y en ese momento. Y tenía que admitir que había sido inteligente por parte de ella el haber obrado como lo había hecho. Le había causado daño al mástil, pero al menos no lo había tumbado. Por el momento no se atrevió a examinar el «chisme», temeroso de lo que pudiera encontrar. Era más importante ocuparse de otro asunto en esos momentos.

Poniéndose en pie le preguntó con aire benevolente:

–¿Seguro que está bien?

–Sí. De verdad. Se lo prometo.

–De acuerdo. Voy a ver donde está el globo. En seguida vuelvo. Usted descanse.

–Gracias. Se lo agradezco de veras –y lo miró agradecida.

Jack decidió que no le diría que lo que le preocupaba era su barco, no el globo, y que esperaba que el maldito artilugio hubiera cambiado de dirección.

Pero no lo había hecho. Se dio cuenta en cuanto llegó a la parte trasera del barco. La enorme tela se había hinchado a babor; la barquilla se había quedado encajada junto a la escalerilla que daba al agua.

Sujetándose a la barandilla de protección sobre el estómago se inclinó hasta que consiguió llegar al aparejo y con las herramientas a mano se puso a trabajar. Desenganchó la barquilla y comenzó a cortar los cables que unían el globo a la estructura donde estaba el quemador. Tuvo que luchar contra la fuerza de la corriente y la espuma de agua salada que le llegaba a la cara, por no decir de la lucha interna contra su desesperación y su impaciencia. Continuó manos a la obra prácticamente sin ver lo que hacía, pero supo que estaba consiguiendo algo cuando la tela se desprendió.

Finalmente, se rompió el último cable. Le dolían los dedos y los ojos le escocían, pero supuso que podía sentirse afortunado de que el globo no se hubiera alojado bajo el barco. Aquello sí que habría sido un desastre.

–¿Qué está haciendo?

No se había dado cuenta de que la mujer se había acercado y estaba detrás de él. Justo detrás.

–He desenganchado el globo –dijo él sin siquiera mirarla, por no decirle que lo había enterrado en el mar.

–¿Y por qué?

–Para que no se enrollara en la hélice.

Tras decir eso se levantó y giró la cabeza para mirarla y lo que se encontró fue la expresión más melancólica que jamás había visto en un rostro femenino. Realmente no podía culparla. Él se había sentido igual cuando perdió su último bote durante una feroz competición con una mar embravecida. En realidad había perdido más que eso.

Al menos la había salvado a ella. Al menos estaba viva, ilesa, conservaba todas sus facultades...

–¿Podría recoger el globo? Podríamos enrollarlo y dejarlo sobre cubierta –dijo ella.

Jack pensó que debía estar loca.

–No a menos que vaya nadando hasta él.

Por toda respuesta, la mujer se abrazó mientras seguía con la vista el globo desinflado alejándose hacia el horizonte.

–Claro, es una estupidez teniendo en cuenta lo que ya ha hecho por mí. Pero ese globo es mi manera de ganarme la vida.

–Lo siento, pero no tuve otra opción.

Ella se encogió de hombros y le sonrió, una sonrisa sorprendentemente vivaz.

–Estoy segura de que podré arreglarlo. Ya pensaré en algo.

Estupendo. Era una rubia muy optimista. Optimista y alta, y tampoco le faltaban curvas que resultaban obvias bajo su ropa. Tenía que admitir que era una mujer muy bonita, aunque un tanto dispersa. Dispersa pero sexy. Estaba temblando.

–Venga conmigo –dijo él dejando a un lado los encantos de la mujer–. Tiene que quitarse esa ropa. Le dejaré algo que ponerse.

Ella obedeció sin protestar y una vez en el salón la miró de nuevo.

–Aquí abajo hace algo más calor. Eso debería ayudar –añadió.

Jack pensó que él ya tenía bastante calor.

–Gracias –murmuró ella–. Le debo una.

Jack pensó en una forma de pago que no sería la más apropiada ni la más aconsejable. No toleraba a las mujeres, aunque fueran preciosas, y mucho menos a una que había irrumpido en su solitaria y agradable vida. Una mujer embarazada nada menos. Y seguramente sería una embarazada casada.

De pronto algo ocurrió en él, algo que tendría que haber pensado mucho antes.

–Cuando se cambie de ropa, podremos enviarle un mensaje a su marido.

–Eso será innecesario porque no tengo.

–¿Novio? –preguntó Jack con curiosidad olvidando toda cautela.

–Tampoco –dijo ella sacudiendo la cabeza.

–¿Concepción milagrosa?

–Si pregunta por el padre de mi bebé, no tengo nada que ver con él.

–De acuerdo. ¿Y qué me dice de algún amigo o familiar? ¿Quiere avisar a alguien?

–En realidad, mi tripulación se estará preguntando qué me ocurrió cuando me vieron desaparecer.

–Sin duda –Jack se preguntaba a sí mismo qué le estaba ocurriendo. No podía dejar de mirarle los expuestos lóbulos de las orejas, la preciosa boca, las largas y esbeltas piernas imaginando cosas que no tenía por qué imaginar. ¡Por todos los santos, si ni siquiera sabía su nombre! Con esto último en mente, le ofreció la mano y se presentó.

–Jackson Dunlap, pero prefiero que me llamen Jack.

La sonrisa que cubrió el rostro de ella iluminó el sombrío camarote al tiempo que le daba la mano.

–Elizabeth Matheson, y preferiría tener un nombre completamente distinto. Puedes llamarme Lizzie.

A pesar de su necesidad de mantenerse al margen, no pudo ocultar una sonrisa.

–Bien, Lizzie, al menos ya hemos dejado claro algo.

Desafortunadamente, no lo tenía tan claro. Por absurdo que pudiera parecer, aquella mujer resplandecía aunque no sonriera. Incluso allí empapada y temblorosa tenía un extraño aura que haría que cualquier hombre se fijase en ella. Él desde luego lo había hecho. Seguía haciéndolo.

Pero no tenía tiempo para esas cosas. Debía comprobar el estado del mástil y de la vela mayor, para poder regresar a puerto.

–El cuarto de baño está ahí, si necesitas utilizarlo –dijo señalando a estribor. Decidió que su falta de interés por el estado de su barco podría atribuirse a que llevaba meses de celibato.

Ella observó la sala y volvió a sonreír.

–Es un barco fantástico. Probablemente sea más grande que mi apartamento. ¿Quién es el dueño?

–Yo.

–Oh. ¿Y dónde está el resto de la tripulación?

–Yo soy toda la tripulación. Lo prefiero –contestó él volviendo a sentir los viejos remordimientos.

–¿De veras? ¿Tú solo te ocupas de esta preciosidad? Estoy impresionada.

También él lo estaba. Demasiado impresionado. Con ella.

–Mientras tú te duchas yo iré a buscar algo de ropa que puedas ponerte –dijo Jack pensando lo placentero que sería pasar con ella las siguientes horas.

–De acuerdo –contestó ella retorciéndose las manos un tanto nerviosa y con una sonrisa luminosa en el rostro–. Supongo que tendré suficiente con una camiseta porque no creo que entre en tus pantalones cortos.

Desde luego aquello no sonaba nada mal. A él le habría gustado que lo intentara. La reacción a un comentario tan inocente y la imagen que se formó en su cabeza accionó una respuesta no tan inocente en sus partes bajas.

–Bien. Una camiseta entonces. Tómate el tiempo que necesites. Pondré el barco en movimiento para dirigirnos a puerto.

Cuanto antes se separara de ella, mejor sería para su cordura y su preciada reclusión.

Jackson Carter Dunlap, magnate hotelero y millonario hecho a sí mismo, no quería que nadie interrumpiera la forma de vida que había decidido llevar durante los últimos doce meses. Y maldecía el hecho de que una mujer caída del cielo, como la Dorothy del Mago de Oz que hubiera perdido el rumbo, lo hubiera distraído. Y tan solo en doce minutos.

Lizzie no quería saber nada más de agua salada. Al menos en el barco las facilidades eran de primera calidad, pensó para sí mientras se sumergía en la bañera de agua templada.

Apoyó la mano en el vientre y sonrió aliviada.

–Bueno, pequeño Hank, mamá ha estado a punto de estropearlo todo esta vez, pero te prometo que, de ahora en adelante, te cuidaré muy bien. Se acabaron los paseos en globo hasta que nazcas. Demonios, si algún día salgo de este barco, lo más peligroso que haré será cruzar la calle por donde no haya paso de cebra, siempre y cuando no vengan coches.

Teniendo en cuenta que ya no tenía globo, lo de acabar con los paseos en globo no iba a ser muy difícil. Significaba que ya no tenía negocio tampoco. No podía permitirse comprar otro aun contando con el dinero del seguro. No sería suficiente para pagar a la tripulación y a un piloto que la sustituyese hasta que diera a luz.

Lo único que tenía eran unos ahorros limitados que le habían quedado del seguro de vida de su padre, y eran para el bebé. El resto lo había invertido en su negocio con el globo, el negocio que su padre siempre había deseado tener y que nunca consiguió.

Hank Matheson, su querido padre, había criado a Lizzie él solo desde que su esposa murió cuando Lizzie solo tenía cuatro años. La había enseñado a volar. Le había enseñado muchas cosas, la más importante de ellas era que la vida era lo que uno quería que fuera. No importaba lo difíciles que pudieran ponerse las cosas, siempre se hallaría recompensa. Lizzie seguía creyéndolo y probablemente siempre lo hiciera, aunque acabara de perder su negocio.

Suponía que podría volver a trabajar como maquilladora en el salón de belleza. Significaría menos estrés que dirigir su propio negocio, y también menos dinero.

Lizzie jugueteaba con el collar que tenía puesto. De la cadena colgaban sus dos posesiones más preciadas: la medalla de San Cristóbal que había sido de su padre, y el corazón que este le había regalado a su madre en su primer aniversario cuatro meses antes de que ella naciera. Sus dos amuletos de la suerte le recordaban constantemente que todo saldría bien. Después de todo, había sobrevivido a la pérdida de su familia ella sola. También sobreviviría a esta nueva pérdida porque al final no estaría sola. Tendría a su bebé con ella.

El sonido de un chirrido seguido de una maldición sacó a Lizzie de su ensimismamiento. Estaba claro que el capitán poseía un buen número de palabrotas en su vocabulario, incluso unas cuantas que no había oído nunca. Lo llamaría Ahab, como al capitán del barco en Moby Dick, por tener el mismo genio que él.

Tal vez debiera sumergirse en la bañera hasta que las cosas se calmaran allí fuera. Tal vez fuera ella la causante. La puerta se abrió de golpe y el hombre de las palabrotas entró.

–Aquí tienes la camiseta –dijo tirándola sobre el mueble donde ella había dejado su ropa, incluida la interior, para que se secara.

Cubierta simplemente por agua clara y bastante ruborizada Lizzie trató de parecer alegre con la situación.

–Esta bañera es el cielo.

–Y está llena de agua.

No solo despotricaba como el típico marinero sino que hablaba en clave.

–Sí. Eso es lo que normalmente se hace con las bañeras. Se llenan de agua.

–El agua potable en el barco es limitada y por tanto hay que dosificarla –contestó él de mala gana.

Jack se acercó más a la bañera y Lizzie pensó que, si no la había visto desnuda al entrar, lo haría en ese momento. Pero no podía hacer nada; no podía taparse y, francamente, tampoco se cohibía al mostrar su cuerpo. Sin embargo el ardor que desprendía la mirada de Jack la hacía desear darse la vuelta y ocultarse de él.

En vez de eso, se puso de rodillas, apoyó los brazos cruzados sobre el borde de la bañera y puso la barbilla encima.

–Me gustaría tener un poco de intimidad, si no te importa.

–No es la primera vez que vea a una mujer desnuda –contestó él recorriéndola con la mirada–. No estoy mirando.

–Gracias por la camiseta. ¿Quieres algo más?

Él se dirigió hacia el mueble y examinó su ropa interior. Lizzie pensó que no le gustaba. Era obvio que no le agradaba que ella estuviera en su baño, o que ella en sí no le agradaba.

–En realidad, sí, hay algo más. Varias cosas. La primera, las reglas sobre los baños en el barco.

–Prometo no volver a hacerlo mientras esté aquí.

–Lo dudo.

–Hablo en serio. No acostumbro a bañarme dos veces en un mismo día.

–Es que vamos a tardar más de un día en llegar a tierra.

–Creía que no estábamos tan lejos de la orilla.

–Estrictamente hablando, no lo estamos. Pero tenemos ciertos problemas.

A juzgar por la dura mirada de Jack, Lizzie no estaba muy segura de querer oír cuál era el problema, pero preguntó de todas maneras.

–¿Qué ocurre?

Él giró el cuello varias veces en actitud dolorida, y tal vez estuviera relacionado con ella.

–Primero fui a comprobar el mástil para ver si había sufrido daños. Cuando icé la vela, salió despedida. El foque debía haberse hinchado con el poco viento que soplaba. Y por si fuera poco, las velas ahora no bajan porque la polea quedó inutilizada cuando chocaste con el mástil.

–Oh –fue todo lo que pudo decir–. Estoy segura de que los Guarda Costas no tardarán.

–No es muy posible.

–¿Es que no los has llamado?

–Lo intenté, pero la barquilla de tu globo se llevó por delante la antena.

–Entonces fue eso –dijo ella frunciendo el ceño.

–Sí, eso fue. No tenemos modo de comunicarnos con nadie.

Seguro que las cosas no podían estar tan mal como él las había pintado.

–¿Y este barco no tiene ningún tipo de motor?

–En circunstancias normales, sí, pero está inutilizado porque la hélice se ha atascado con algo. ¿Se te ocurre qué puede ser?

–Cortaste los cables, ¿no?

–Sí.

–¿Y qué me dices de los amarres?

–¿Amarres?

–Los que cuelgan de la barquilla. Sirven para sujetar el globo cuando está en tierra.

Lizzie deseó que se la tragara la tierra por la forma en que Jack la miraba con el ceño fruncido.

–Estupendo. Gracias por decírmelo –dijo él dirigiéndose hacia la puerta, pero antes de salir se giró y volvió a llamarla–. Tómate el tiempo que necesites, princesa. Puede que sea el último baño que te des en mucho tiempo.

Nadie podía llamarla princesa con aquella insolencia y marcharse tan tranquilo. Lizzie se levantó de pronto sin ningún pudor ante su cuerpo desnudo.

–Ya he terminado, y puedes estar seguro de que no soy una princesa, «Ahab».

Los ojos gris plata de Jack se oscurecieron mientras recorrían el cuerpo de Lizzie, desde las caderas deteniéndose en las partes más íntimas de su anatomía.

–Podría discutirte eso, pero ahora mismo tengo otras cosas en qué pensar.

Y diciendo eso se marchó dejándola allí chorreando, desnuda y completamente anonadada. Tenía demasiadas preguntas que hacerle y quería respuestas tanto si él quería dárselas como si no.

¡Princesa! ¡Ha!

Capítulo Dos

Lizzie tomó la toalla que colgaba de una barra al otro extremo de la bañera y se secó rápidamente. Se puso la camiseta y agradeció que le tapara bastante porque se negaba a ponerse las bragas empapadas. Salió descalza cubierta solo con la camiseta. Si no hubiera perdido sus zapatillas de lona durante el chapuzón le daría una buena patada en el trasero al capitán Ahab.

Mientras salía del cuarto de baño en busca del irritable lobo de mar, trató de convencerse de que comprendía su frustración y su actitud insolente. Él estaba en su barco, sin molestar a nadie, hasta que ella apareció sin previo aviso. Pero ¿tenía que ser tan desagradable? Ella no tenía la culpa de que su barco fuera lo único a la vista cuando tuvo que realizar un «aterrizaje» forzoso. Un buen aterrizaje, además aunque él no lo apreciara. Después de todo podía haber caído en la preciosa cubierta del barco inundándolo por completo y entonces ambos estarían en el fondo del océano en ese momento.

Buscó a Jack por todas partes pero no estaba. Cuando se dirigió hacia una puerta cerrada en la parte trasera del barco el sonido de pasos sobre su cabeza la hizo levantar la vista. Juró que aquel hombre hablaría con ella aunque tuviera que sentarse encima de él. Eso podría ser divertido.

«Lizzie, niña traviesa» se reprendió en silencio al tiempo que se dirigía hacia su destino con paso indeciso, nerviosa al pensar en enfrentarse a la ira de Jack. Pero aquello no podía detenerla. Cuando apareció en la cubierta el sol acababa de ponerse y la luz solo le permitía ver a Jack caminando hacia la parte trasera del barco y que algo plateado pendía de su mano.

¿Sería una pistola? ¿Qué estaría haciendo con un arma? Lizzie corrió hacia él para detenerlo con la esperanza de que no fuera demasiado tarde.

–¡No lo hagas! –gritó cuando llegó hasta él.

–Lo siento, pero no me queda más remedio –murmuró él, y sin girarse, apuntó con la pistola y disparó hacia el agua varias veces.