Justicia feminista al borde del tiempo -  - E-Book

Justicia feminista al borde del tiempo E-Book

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Este proyecto busca construir justicias feministas mediante la reivindicación de prácticas de pluralismo y justicia comunitaria, alejadas de la sanción y enfocadas en la restauración del tejido social.

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© LOM ediciones Primera edición, junio 2023 Impreso en 1000 ejemplares ISBN Impreso: 9789560016966 ISBN Digital: 9789560017543 RPI: 2023-a-5313 motivo de portada: «solas nunca más». Alejandra Toro Castillo Todas las publicaciones del área de Ciencias Sociales y Humanas de LOM ediciones han sido sometidas a referato externo. Edición, diseño y diagramación LOM ediciones. Concha y Toro 23, Santiago teléFono: (56-2) 2860 6800 [email protected] | www.lom.cl Diseño de Colección Estudio Navaja Tipografía: Karmina Impreso en los talleres de gráfica LOM Miguel de Atero 2888, Quinta NormalSantiago de Chile

Índice

Primera Parte Aproximaciones feministas a la justicia no-punitivista

Segunda Parte Apuntes críticos a la cárcel y a la justicia penal

Tercera Parte Justicia plural y desde los territorios

Cuarta Parte Alternativas y experiencias de reparación del conflicto

–La comunidad es algo valioso. Eso es lo que estás queriendo decir.

–Exacto –asintió Parra, esbozando una amplia sonrisa.

[...]

–No tenemos mucha propiedad privada. Probablemente te daría lo que me pidieses. Pero si te llevases algo, todo el mundo te haría regalos. Pensaríamos que nos querías comunicar tu abandono y sentimiento de pobreza. Intentaríamos hacerte sentir bien, sentir que te queremos.

–¿Y si le hago daño a alguien? ¿Qué pasa con la violación, el asesinato, con darle una paliza a alguien?

–Nos entrenamos en la autodefensa. Tenemos formación en el respeto mutuo. De hecho, nunca he sabido de ningún caso de violación, aunque he leído sobre ello. Nos parece... particularmente horrible. Asqueroso. Como el canibalismo. Sé que ocurre y que ocurría en el pasado, pero resulta increíble. [...] Asaltos, asesinatos, de eso aún tenemos. No tan comunes como se dice que eran en tu tiempo. Pero ocurre. La gente aún se enfada y ataca.

–Entonces, ¿qué hacen? ¿Los meten a la cárcel?

–Lo primero, preguntamos a la persona si actuó intencionalmente, si la persona «quiere» asumir responsabilidad por eso. Trabajamos en la sanación. Intentamos ayudar para que persona nunca vuelva a hacer algo que no tenía intención de hacer. (Si había intención), entonces diseñas una sentencia. Quizás el exilio, o trabajar en un lugar apartado. Pastoreo de ovejas. Vivir a bordo de un barco. Servicio espacial. A veces las personas que han cruzado el límite fraguan buenas ideas para el desagravio [...] La víctima, la persona que hiciera de jueza y el victimario decidirían.

–Si mato a más personas, entonces ¿me alisto como marinera o pastora de ovejas?

–¿Te refieres a una segunda vez? No. La segunda vez que alguien usa la violencia, nos rendimos. No queremos estar vigilándonos ni encarcelándonos mutuamente. No tenemos intención de vivir con gente que escoge la violencia. Las ejecutamos.

Marge Piercy, Mujer al borde del tiempo(2021: 281-283)

PrólogoLa justicia feminista al borde del tiempo

María Ignacia Ibarra y Sofía Esther Brito

¿Por qué hacer un libro colaborativo sobre feminismos no punitivistas y justicia comunitaria? ¿Por qué habríamos de pensar en la posibilidad de otras maneras de gestionar la violencia y la agresión? ¿Por qué cuestionar la cultura de la cancelación? ¿Por qué hacer una crítica urgente al sistema carcelario? ¿Por qué creer que en tiempos líquidos y de comunidades fragmentadas, todavía es posible, e incluso urgente e imprescindible, imaginar formas plurales de hacer justicia de manera comunitaria y feminista?

Este proyecto colectivo nace como una puesta en común de preocupaciones por construir presentes y horizontes políticos, de la necesidad imperiosa de analizar posibilidades y de dibujar alternativas que nos permitan sanar injusticias vividas por cada una de manera individual, y por todas las que escribimos estas páginas, en conjunto. Porque entendemos que las experiencias de violencia nunca son aisladas. No es un caso aislado, es el patriarcado. Las afectaciones ocurren en la vida íntima, pero repercuten en las dinámicas comunitarias de las que formamos parte. Reconocemos la complejidad de estos asuntos y pensamos que en las resoluciones colectivas frecuentemente se dan ideas e introspecciones inacabadas. Sabemos las múltiples contradicciones que pueden contener estos caminos de preguntas y respuestas abiertas. Es por eso que no pretendemos conclusiones ni entregar verdades cerradas o absolutas.

Salir del marco punitivo requiere también, transformar el paradigma individualista del beneficio propio y del castigo espontáneo, aunque este ciertamente dé alivio a la sensación de indignación que provoca la violencia. En realidad, sospechamos que los actos de denuncia, scratch, escrache o funa (que en lengua mapudungun significa «podrido», por lo que el acto de funar sería «podrir») responden más a un síntoma que a una respuesta: la consigna «si no hay justicia, hay funa» es porque las mujeres y disidencias nos hemos visto desprovistas de instrumentos de justicia en el marco de la matriz patriarcal. Entonces, en esa lógica de la urgencia, nos hemos visto generando una doble punición que nos afecta nuevamente: el conflicto se expande y repercute en el quiebre de espacios colectivos a los que pertenecemos: familias, organizaciones, asambleas u otros tejidos. Se generan divisiones y no sabemos cómo actuar; usualmente abandonamos y excluimos a los victimarios y nos vemos en la pérdida de vínculos cuando no sabemos cómo gestionar sus violencias, o bien, sacando los afectos de la ecuación, porque ¿podemos mantener una relación afectiva con una persona que ha sido agresora?, ¿qué tipo de reparación, de justicia, nos permitiría desprendernos de la sensación de que el único modo de enfrentar el daño y las violencias es a través del castigo?, ¿qué distinciones podemos hacer entre tipos de violencia o bien, como apunta Ileana Arduino (2022), entre daño y violencia?

La desmotivación por gestionar escenarios de violencia de manera intracomunitaria responde también a que de manera exponencial se está desvaneciendo la lógica comunal. La perspectiva de lo común se ha visto impugnada por la racionalidad instrumental; cuesta pensar en la cooperación y convivencia en un espacio que conforme una comunidad, porque lo comunitario es por definición antagónico al capital, aunque su producción no esté definida por éste (Gutiérrez y Salazar 2015: 23). ¿Qué entendemos hoy por comunidad? Los vínculos se han vuelto frágiles, fútiles, distantes en el contexto moderno como el que hoy vivimos. Se impone un malestar cultural, se experimenta la sociedad de la exacerbación del consumo y de la extrema seguridad que me proteja del otro, porque le tememos al otro y hemos sido educades desde el miedo, la alerta. Un terror difuso en ciudades del pánico (Vázquez 2008). Hay una tendencia a buscar lo fácil, lo rápido; señalar lo que me afecta, pero no hacernos cargo de resolver. La responsabilidad se desplaza hacia el exterior.

El problema, entonces, de delegar la justicia hacia fuera, o sea, a los tribunales estatales, es que éstos se caracterizan por reproducir asimetrías, ya sean de género, raciales o de clase, que básicamente, supeditan la probabilidad de lograr una reparación social, e incluso reproducen la injusticia. En las prácticas carcelarias se generan violencias interseccionales, prácticas de humillación, tortura, violencia, desigualdad y discriminación, que están muy lejos de constituir espacios de resolución de los conflictos. Por eso es que la búsqueda de alternativas a este sistema multicapa es altamente desafiante y requiere una reflexión profunda. Porque no hay justicia posible si no hay un esfuerzo insistente en transformar las estructuras sociales o, como dice Amandine Fulchiron en su capítulo, si no se erradica el contrato sexual colonial. Desde ahí surgen las principales opresiones que hoy son las principales causas que originan las violencias y sus subsecuentes estrategias de (in)justicia. Somos convocadas entonces los movimientos de mujeres, disidencias y desde los feminismos, a construir proyectos colectivos que retomen procesos reparatorios.

Porque además nos queremos desligar de la condición de víctimas. Nuestra posición no posee en sí misma un privilegio epistemológico ni contiene la razón última. Nos interpelan las preguntas que plantea Clara Serra:

¿Es el dolor y el sufrimiento lo que nos autoriza a las mujeres a hablar con verdad acerca de la sociedad desigual en la que vivimos? ¿Es nuestro estatuto de víctimas lo que nos hace un sujeto político del feminismo? ¿Solo quienes padecemos y porque padecemos tenemos derecho a hablar? ¿Queremos hacer del dolor y el agravio nuestra fuente de autoridad? (Serra 2022).

Nos posicionamos en un lugar con agencia y con capacidad reflexiva, justamente porque sabemos que tenemos mucho que decir. El posicionarnos en un lugar de opresión en el marco de un sistema global de poder no nos instala de antemano con la razón moral ni la palabra justa. No esperamos que nos ‘cedan’ese lugar desde la condescendencia. Más bien, buscamos someter nuestras propias ideas a la discusión y generamos propuestas lejos de cualquier moralismo, porque no reconocemos que haya en ellas una plena certeza ni tampoco pretendemos una consolación por ser quienes somos, como si la condición de víctimas del patriarcado constituyera una identidad a reivindicar. No lo somos ni pretendemos serlo, ni queremos convencer a otres que se sumen a la lucha contra la hidra capitalista apoyándonos en una causa en donde tenemos un argumento solo por haber sido dañadas y haber sentido dolor. Por el contrario, hemos tenido la fuerza de convertir ese dolor en resistencia que, junto a la digna rabia que reivindican las zapatistas, es un deseo de otro mundo. Al menos, otro mundo que se aleje del hegemónico.

Por ello es que buscamos recuperar y reconocer saberes de nuestras ancestras, aquellos que surgen de los cuerpos-territorios (al decir de las feministas comunitarias), esos que nos permiten escucharnos a nosotras mismas y conectar con los daños, así como también con la fortaleza que conocemos y necesitamos también nombrar, significando y revirtiendo en palabras las experiencias afectadas, las cuales han sido históricamente silenciadas en la dimensión pública y relegadas a los espacios privados de las víctimas. Recuperar la noción de ser parte de una trama comunitaria (Gutiérrez 2020), no exenta de conflictos y tensiones, nos reconoce como parte de un complejo humano difícil de gestionar, pero que, sin embargo, es donde se toman decisiones políticas que nos incumben recíprocamente. Esta estrategia de reproducción de la vida comunitaria fomenta y reproduce la vida social en donde podemos entendernos como comunidad, donde establecemos y organizamos relaciones sociales de ‘compartencia’ (Martínez Luna 2015). Así, lo comunitario subvierte la pretensión capitalista civilizatoria y moderna del individualismo, insertándonos en un tejido que tiene la capacidad en sí mismo de producir sus decisiones normativas. Constituye su práctica política desde la pregunta por el tipo de relaciones sociales que tenemos y queremos construir, como señala María Galindo, más allá y más acá del Estado (Galindo 2022).

Abrazar las contradicciones, (re)tomar la pregunta por la justicia

En el proceso de creación de este libro, tuvimos la suerte de encontrarnos con la novela Mujer al borde del tiempo de la poeta y activista estadounidense Marge Piercy. Las utopías feministas en tiempos de una profunda crisis socioambiental e incertidumbres sobre el porvenir nos permiten adentrarnos en aquellos conflictos que aún nos dejan en blanco, o que, como dice Adrienne Maree Brown, terminan disolviéndose con un «todavía es muy complejo» (Brown 2020) que nos paraliza.

El viaje en el tiempo de Consuelo, la protagonista de la novela, ocurre en medio de las tensiones, los dolores de esa violencia de género, raza y clase que atraviesa nuestra relación con los afectos, las instituciones carcelarias y la salud mental. Su comunicación con el futuro nos conduce a un momento en la historia donde se reflexiona constantemente sobre el modo de organizar el poder, la transformación del sistema de justicia y, con ello, del poder punitivo del Estado tal como lo conocemos. Las comunidades se organizan en pequeñas aldeas que tienen como centro el tejido social y la reparación de los ecosistemas que fueron dañados por nuestras antiguas sociedades de consumo. El género ya no existe, cada recién nacide tiene tres madres, y llegados los doce años pueden escoger libremente otro nombre distinto al que les fue entregado al nacer. No se llaman por pronombres generizados, se reconocen entre sí desde la palabra «persona». También el núcleo familiar y las maternidades como las conocemos se ponen en cuestión, así como el Estado y su poder frente a las libertades personales y colectivas. Las niñeces son de cuidado de toda la comunidad. La clase y la racialización desaparecen en una sociedad donde las tareas productivas se han distribuido equitativamente, y cada siete años cada integrante tiene derecho a tomarse un año sabático para dedicarse a sus proyectos personales.

La autonomía comunitaria se presenta como el desafío de mayor participación democrática efectiva, de respeto mutuo e interdependencia. La justicia, como vemos en el fragmento del comienzo de este texto, se trabaja en primera instancia desde la sanación. Pero tal como para Consuelo, quizás es imposible que no se instale entre nosotras la sospecha, la sensación de que un modelo como ese sería un fracaso, que no es tiempo, que falta mucho. Solemos aludir también a la lentitud de los cambios culturales, a la impotencia de delinear otros modos de producción más allá del capitalismo colonial. Y es que como señala Ileana Arduino (2022), el punitivismo es un modo de organizar nuestro pensamiento. La idea negativa sobre el conflicto, nos sitúa en el castigo como una respuesta cómoda, conocida, pero ¿en qué medida el castigo funciona como reparación del daño?

Las calles caminadas de las luchas feministas nos han llevado a reconocer la multiplicidad de nuestras formas de intervención en la cotidianidad. La desnaturalización de la violencia de género, como parte de los dolores que tenemos que vivir por el simple hecho de ser mujeres o disidencias, ha sido un camino complejo. Solo refiriéndonos a los años recientes, si pensamos en el movimiento Ni Una Menos y los años previos a las movilizaciones feministas universitarias de 2018 en Chile, el cuestionamiento estaba siempre puesto en los relatos de quienes habían sido victimizadas. Antes de la normalización de la funa/escrache, las primeras denuncias públicas de violencia de género por redes sociales fueron duramente criticadas en diversos espacios por vulnerar las garantías de la presunción de inocencia y el debido proceso, sin dar cuenta de ese largo camino de impunidades que hacían necesario el grito, la voz, la escritura, que permitiera sacar del campo de lo privado un problema estructural que demandaba ser asumido desde lo colectivo. La funa se asimilaba al poder punitivo del Estado, a la vez que quien presentaba su historia de violencia era puesta en tela de juicio por dónde estaba o cómo vestía, como señala la performanceUn violador en tu camino de LasTesis. El espacio público virtual se convertía en tribunal para víctima y victimario.

Consignas como el «yo te creo» han puesto sobre la palestra la necesidad de reconocer la violencia de género, y la insuficiencia de la justicia estatal para afrontarla. La multiplicidad de las denuncias dan cuenta de su carácter estructural, y nos llaman a tomar posición frente a la carencia y desconfianza de las instituciones judiciales. Las fases de un proceso en el que se debe probar una verdad frente a otra obligan a moldear nuestra experiencia desde el completar un formulario, transformar el dolor en agravio jurídicamente reprochable acorde a la ley y las consideraciones de las y los jueces. Contestar preguntas en un cierto lenguaje ajeno que otorgue una presunción de credibilidad lo suficientemente precisa como para activar esa red de escritos, notificaciones, lecturas rápidas de carpetas, resúmenes de antecedentes, pruebas, resoluciones. Sí, el patriarcado es un juez. Entonces, ¿qué transformaciones son posibles? ¿Qué expectativas debemos tener frente a la maquinaria judicial? ¿Podemos confiar en que nuestro dolor sea procesado mediante los tribunales estatales para ‘lograr’ esa justicia?

Desde la vereda de la institucionalidad, la articulación de diversas organizaciones feministas en Chile logra plasmar en el proyecto de nueva Constitución una gama importante de normas que buscaban abordar este problema desde principios como el enfoque de género, la interseccionalidad, la paridad y la igualdad sustantiva como marcos de interpretación para la toma de decisiones del poder judicial. En esta línea, pese a que el proyecto resulta rechazado, normas como el derecho a una vida libre de violencia son un buen punto de partida para seguir interrogando nuestra relación con el derecho:

Artículo 27.-

Todas las mujeres, las niñas, las adolescentes y las personas de las diversidades y disidencias sexuales y de género tienen derecho a una vida libre de violencia de género en todas sus manifestaciones, tanto en el ámbito público como en el privado, sea que provenga de particulares, instituciones o agentes del Estado.

El Estado deberá adoptar las medidas necesarias para erradicar todo tipo de violencia de género y los patrones socioculturales que la posibilitan, actuando con la debida diligencia para prevenirla, investigarla y sancionarla, así como brindar atención, protección y reparación integral a las víctimas, considerando especialmente las situaciones de vulnerabilidad en que puedan hallarse.

Sin embargo, pese a este mandato estatal a eliminar los patrones socioculturales que posibilitan la violencia, las características de la Convención Constitucional las expectativas sobre esta y su propia dimensión institucional, no habilitaron espacios que pudiesen abordar de forma más detenida al sistema penal y penitenciario como respuesta a la violencia de género. Tomando en consideración las lecturas clásicas del sistema penal, no podemos perder de vista que el compromiso con el Estado no ha sido con la persona victimizada ni con la reparación, sino con la violación a la ley como daño contra el mismo aparato estatal, al significar una suerte de transgresión al «contrato social». El lugar de lo constituyente nos deja grandes desafíos en torno a las discusiones sobre el castigo y la violencia de género. En esta línea, autoras como Tamar Pitch (2018) se preguntan si acaso el sistema penal, y su esquema de víctimas y victimarios, es una forma adecuada para pensar y resolver conflictos. Si la prohibición de aquello que consideramos indeseable o ilegítimo es –en todos los casos– la mejor alternativa. ¿Qué sucede con el potencial simbólico del sistema penal cuando este es echado a rodar, y los efectos prácticos de las intervenciones que se animan en esa lógica? ¿Qué grillas de inteligibilidad produce sobre los conflictos y las relaciones? Nos preguntamos, entonces, si lo penal es una forma de pensar el conflicto, una herramienta o ambas.

La activación de los movimientos feministas para demandar leyes penales y actuaciones de las burocracias judiciales podría presentarse como contradictorio, dada la posición de desigualdad en que el derecho penal ha situado históricamente a las mujeres, tanto desde su lugar de víctimas como de responsables criminales. La toma de posición de Pitch es clara en la necesidad de repensar nuestros modos de resolución de conflictos: «La relación entre las mujeres y el derecho es una relación controvertida y difícil. Más difícil aún es la relación entre el feminismo, como movimiento y horizonte de pensamiento, y el derecho penal» (Pitch, 2009). Pensar que el sistema penal pudiera atender a la inequidad económica y social que crea y recrea la violencia, sería no considerar su andamiaje institucional como una tecnología de poder. ¿Pero qué otras ramas del derecho, qué otros mecanismos, qué otros modos podríamos implementar desde las instituciones?

Diana Maffia y Felicitas Rossi (2016) toman posición desde los instrumentos del Derecho Internacional de Derechos Humanos, que plantean que en materia de violencia de género no deberían aplicarse mecanismos alternativos de resolución de conflictos. Su postura es que la violencia de género requiere de políticas integrales para su combate, pero cuando una mujer ya llega a la justicia penal es porque el Estado ha fallado en la prevención. Las normas y estándares internacionales son concluyentes al afirmar que, en estos casos de conflictividad social, permitir mecanismos como la mediación significa un incumplimiento del Estado en sus obligaciones contraídas desde tratados internacionales de Derechos Humanos.

Las autoras son conscientes de que la persecución penal no resuelve la problemática de fondo, pero en su experiencia consideran que cuando se llevan a cabo los juicios, se da un mensaje a la sociedad sobre la importancia de proteger la vida de las mujeres. Los mecanismos alternativos actuales son inviables, pues no hay condiciones que aseguren una igualdad real en la negociación o que den certeza de la autonomía de la denunciante. En esta línea, se da cuenta de la importancia estructurante que tiene la cárcel en nuestro modo de pensar aquellas violencias intolerables. Quizás se nos presenta como autoevidente el paso al sistema penal, cuando históricamente la violencia de género ha sido excluida de los conflictos de relevancia pública por presentarse como un asunto privado. El punitivismo aparece efectivamente como la herramienta más a la mano para generar impacto y dar cuenta de la gravedad de ciertas conductas, de ciertos daños.

¿Es contradictorio luchar por el fin del sistema penal y activar el sistema penal cuando se está ante una situación de violencia? ¿Podríamos pensar en formas sociales de resolución que no impliquen el castigo, aunque reconozcan la gravedad del daño? Sabemos que la penalización no ha tenido buenos resultados, ni que la amenaza de cárcel signifique un disuasivo para quienes cometen violencia de género. Vemos constantemente las consecuencias perjudiciales para muches, a quienes el sistema se les vuelve en contra. La activación del andamiaje punitivo no acepta que nuestra experiencia de violencia puede estar plagada de sentimientos ambivalentes, y espera un comportamiento de ‘buena víctima’.

«Una mujer estará en condiciones de denunciar a su agresor cuando logre desnaturalizar la violencia, pero eso no significa que le será fácil confiar en personas extrañas o que transitará el procedimiento sin contradicciones», señala Julieta Di Corleto (2013). El reclamo de las leyes penales y la actuación de las burocracias parece al menos ambivalente desde la posición desigual y desventajosa que ocupamos las mujeres y disidencias en el ámbito penal, en tanto en condición de víctimas como de responsables criminales. También parece complejo pensar el sistema penal como dispositivo capaz de atender a la desigualdad social y económica que crea y recrea la violencia, o de hacerse cargo de las demandas de reconocimiento y redistribución (Pitch 2018). Cuando se recurre a la justicia penal, las vivencias deben ser simplificadas, precisas, claras, esto es lo que requiere el lenguaje normativo de la ley. Esta traducción implica dejar de reconocerse en subjetividades colectivas, que hacen referencia a problemas sociales y culturales con múltiples implicaciones (120). En este sentido, «la individualización borra las responsabilidades de quienes soportan y reproducen violencias estructurales, e invisibiliza la capacidad que tenemos –en mayor o menor medida– de ser víctimas y victimarixs a la vez, agentes y pacientes de nuestras vidas, responsables más o menos directxs de la vida de lxs otrxs, sin los cuales no sería posible ninguna existencia» (Cano 2018; Butler 2015).

¿Cómo pensamos nuestra relación con la institucionalidad en las contradicciones de un contra y desde el derecho? Pitch (٢٠١٨) narra, desde su experiencia local, la importancia que han tenido en Italia demandas de «vacíos de derecho» más que por nuevas leyes, poniendo en perspectiva que las mujeres necesitan espacio para actuar en autonomía, antes que una tutela jurídica que corre el riesgo de invadir esferas siempre más amplias de vida cotidiana y relaciones interpersonales. Pero la matriz punitivista no ha hegemonizado solo nuestras estrategias legales, sino también las prácticas, pasiones y horizontes de justicia, haciendo posible determinados modos de resolución de conflictos al interior de nuestros colectivos y redes afectivas (Cano 2018). Si la cancelación, la funa, pero inclusive más allá de eso, su recepción acrítica, se explican por la urgencia, donde la lengua jurídica y sus fases del proceso aparecen como lo que tenemos más a la mano para abordar dichos conflictos, quizás otros modos de reparo, de construcción, de solución, se nos hacen aún ininteligibles cuando han fallado las instituciones y los entornos cercanos. La pregunta que nos hacemos es si el relato público, la narración de experiencias que históricamente habían quedado invisibilizadas por ser una violencia experimentada desde el ser mujeres y disidencias, requiere necesariamente que socialmente la respuesta sea, a modo de un tribunal, la producción de un tipo de sentencia y una especie de alerta a la población (Trebisacce y Varela 2018). ¿Habrá otras potencias en la escritura, en la narración de nuestras heridas?

La alternativa del ‘empoderamiento’ como salida a la condición de víctimas también es un nudo que requiere de revisiones críticas. El llamado a empoderarse se plantea como un paradigma de individuación donde la denuncia se inscribe como punto de partida de un camino para la des-victimización. El tránsito exitoso de ese pasaje entre ser víctimas hacia convertirnos en sujetas capaces de tomar decisiones acertadas, apuesta a que desarrollemos capacidades para disminuir la exposición a la victimización como método de autogobernar nuestro propio riesgo: el de ser mujeres o disidencias (Hannah-Moffat 2000). Las nociones de prudencia, cautela, prevención, autocuidado, se instalan en nuestras cuerpas femeninas o feminizadas desde la necesidad de mantener el control y hacernos cargos individualmente de nuestro propio riesgo. De este modo, la transformación social se lee desde procesos de superación individuales, parcelados, asumiendo acríticamente que en cualquier contexto social, la voluntad de «salir adelante» es lo único que importa para dejar atrás el dolor. Autoras como Kate Cronin-Furman, Nimmi Gowrinathan y Rafia Zakaria (2017) abordan el mito del empoderamiento como estrategia vertical colonial, que despolitiza los procesos de toma de consciencia feminista, al abordar las tensiones entre raza, clase y género desde perspectivas individualizantes. «Frente al poder no te empoderas, frente al poder te rebelas», nos recuerda María Galindo (2019). Tramar narrativas desde la resistencia, desde la horizontalidad, desde el des-empoderamiento, esa es la propuesta que surge desde las justicias comunitarias.

Así también ¿qué sucede cuando nos toca estar en el lugar de las acusadas?, ¿cómo nos cuestionamos lo que sucede en el sistema penal cuando nos toca el lugar de responsables criminales? El modo en que el derecho penal también nos construye nos lleva a preguntarnos, como ya ha hecho Angela Davis (2003): ¿Quién define qué es el crimen? ¿Cómo se define el crimen y cómo se define a los criminales? La cárcel opera como anestesia. Es un modo social de desprenderse de la responsabilidad de vidas que pasan al plano de la irracionalidad, de lo descartable. Una lectura interseccional de la cárcel requiere revisar en qué medida la política de persecución de drogas, el trabajo sexual, los trabajos de cuidados, y la misma informalidad de las relaciones laborales, son elementos que nos sitúan más o menos cerca de la potencial criminalización y persecución policial. No podemos olvidar que como institución de control, de dominio, de evaluación y diagnóstico, los recintos penitenciarios operan como dispositivos de normalización de género y sexual, que incita al revanchismo, la punición y la justicia, así como a la producción y reproducción del silencio cómplice que perpetúa la violencia sexual (Yesuron 2019; Davis 2003).

Quizás no es el tiempo, ni la tarea sea pensar en sistemas totales que reemplacen al sistema penal ante la violencia de género. Quizás la potencia actual, como dibuja María Galindo (2022), es convertirnos en máquinas de producción de justicias feministas que, desde nuestra reflexión comunitaria, permitan producir nuevos sentidos, otras utopías. La discusión no admite dicotomías cerradas del cambio de un sistema a otro, y quizás por eso también es momento de preguntarnos si en nuestras asambleas, organizaciones y comunidades, los protocolos son realmente el único modo de pensar la resolución de nuestros conflictos, y cómo opera la función paradojal del sistema jurídico en el modo de procesar nuestras experiencias de dolor. Asimismo, visibilizar, narrar, discutir, desde otras experiencias, el cómo nuestras comunidades están luchando por la justicia y la reparación de los tejidos rasgados por el neoliberalismo.

Sentipensar desde el antipunitivismo los modos otros de justicia

Este proyecto escritural colectivo propone respuestas complejas para problemas complejos. Sentipensar desde los feminismos es abocarse en dar cuenta de la pluralidad de voces y multiplicidad de causas para comprender contextos diversos. Atender enfáticamente a la reparación, escuchar las necesidades e inquietudes de quienes han sufrido daño; pensar la responsabilidad de les agresores más allá del castigo, y velar por una política que resguarde garantías de no repetición. Retomar prácticas referenciales de ejercicio de pluralismo jurídico y justicia comunitaria de pueblos que hasta la actualidad funcionan al margen de los Estados. Aquellos territorios que poseen sistemas de justicia que no se centran en la sanción, sino en la restauración del tejido social. Para ello, es fundamental interrogar los alcances y límites del paradigma judicial y el enfoque de género como remedio ante la creciente desconfianza en los procesos de denuncia estatales.

El apartado «Aproximaciones feministas a la justicia no punitivista» comienza con el capítulo «Críticas feministas al punitivismo: legados, desafíos y anhelos de transformación» de Lelya Troncoso. Este es una apertura a la conversación, aportando ideas, nociones y deseos desde los feminismos, reconociendo las genealogías de feministas y movimientos que han puesto en valor la necesidad de pensar alternativas a la matriz punitiva. La necesidad de miradas más complejas e interseccionales de las violencias nos invita a reflexionar sobre qué feminismos se han posicionado desde estrategias anticarcelarias y cuáles se han beneficiado del punitivismo.

Lo sigue el texto «La cancelación del deseo: el conflicto entre la transparencia de la ley y la opacidad del deseo como síntoma actual» de Karen Glavic. Un escrito que aborda la temática desde el deseo como productor de imaginación política feminista, que permite que los cuerpos relacionales expandan sus nociones de lo posible para explorar y transitar otros caminos, aun estando en la contradicción de los afectos y abogando por una lucha contra el miedo. ¿Cómo logramos hablar desde los feminismos una lengua que no confunda la justicia con la punición?

Cierra esta primera parte el texto «Frente a la violencia y el punitivismo: conflicto, utopía y feminismo» de Florencia Anzalone Cabrera y Juana Urruzola Astiazaran, que nos entrega una reflexión feminista en contextos de violencia. Se retoman las experiencias de los Tribunales Éticos, Populares y Feministas, que organizan Feministas de Abya Yala, y las Alertas Feministas, organizadas por la Coordinadora de Feminismos del Uruguay. En este texto también se pone en valor el trabajo de los grupos de apoyo mutuo y las prácticas de autodefensa, los cuales construyen espacios de apoyo, acompañamiento, cariño y, de alguna manera, reparación. A partir de estos abordajes, se pone en valor el procesamiento colectivo de las violencias, poniendo en el centro tanto los daños como las responsabilidades, como un posible camino para construir respuestas.

El segundo apartado que llamamos «Apuntes críticos a la cárcel y a la justicia penal», lo abre Alicia Alonso con «La lógica patriarcal de las prisiones o algunas razones del feminismo anticarcelario». Texto que complementa los argumentos clásicos de la abolición de las prisiones con las nuevas nociones del feminismo anticarcelario. Ella explica cómo esta corriente del feminismo da cuenta del sistema penitenciario como una herramienta patriarcal que, usando la violencia en todas sus formas, reproduce estrategias de subordinación, refuerza el binarismo y los roles de género, potenciando las masculinidades hegemónicas. Así, ella expone las razones suficientes, desde los feminismos, del por qué es necesario acabar con las prisiones.

El texto «Derribando muros: la cárcel como territorio de lucha. Abolicionismo, resistencia y antipunitivismo», escrito por la Cooperativa Mujeres Manos Libres, es una reflexión colectiva desde una posición feminista anticarcelaria sobre las prisiones como espacios que vinculan directamente al capitalismo, racismo y patriarcado, condenando a la pobreza y a la injusticia. Plantean la urgencia de buscar alternativas a lo punitivo, no solamente desde la sociedad y el Estado, sino también llamando la atención a corrientes del movimiento feminista que han encontrado en las dinámicas del castigo soluciones a los problemas sociales sin cuestionar al sistema penal.

Por su parte, Emma Álvarez en «Los mitos de la violación y la justicia penal: alternativas al punitivismo para prevenir y atender la violencia sexual», describe las narrativas en torno a la masculinidad hegemónica que sostienen y reproducen los imaginarios patriarcales y coloniales que, a su vez, dan paso a la continuidad de la cultura de la violación. Desde un posicionamiento joto, se cuestiona el modelo cis-hetero-patriarcal que sostiene las estructuras punitivas carcelarias, que provocan violencias interseccionales que excluye de procesos de justicia.

La sección «Justicia plural y desde los territorios» se aborda en principio con la reflexión «Formas-otras de concebir la justicia. Un análisis desde el pluralismo jurídico» de Consuelo Montecinos y Mariella Sánchez, el cual presenta al pluralismo jurídico como una propuesta y desafío para repensar el concepto de nación, recuperando formas diversas de impartir justicia desde los pueblos indígenas, el cual abre además el debate del significado de la plurinacionalidad dentro de los Estados coloniales, patriarcales y capitalistas.

El capítulo «Ecofeminismos y la lucha por el agua: una lucha comunitaria por justicia» de Manuela Royo, problematiza el proceso de politización del conflicto por el agua, dando cuenta del cuestionamiento al modelo de desarrollo económico chileno desde una comprensión del agua fuera de la lógica de la propiedad. Ella plantea en ese proceso una capacidad de hacer comunidad en torno a lo común y en torno al agua como un horizonte de sentido para la vida.

«ABOFEM WALLMAPU: entre la ausencia de justicia interseccional, el colonialismo y los feminismos del sur» es un capítulo de ABOFEM, la primera Asociación de abogadas feministas de Chile, escrito por el núcleo regional ubicado en territorio mapuche. Este colectivo de abogadas promueve un enfoque feminista en el derecho, buscando incidir en las normas jurídicas, democratizando el acceso a la justicia y promoviendo el trabajo académico desde la perspectiva de género. En este texto ellas abordan los puntos claves de su accionar: entre ellos, el enfrentar el acceso universal a la justicia como uno de los problemas estructurales del Estado. En esta problemática, identifican al Wallmapu como un territorio en donde desigualdad en el acceso a la justicia se estructura debido al colonialismo, política de asimilación y violencia policial. Reconociendo este contexto, ellas dan cuenta de que gracias al trabajo mancomunado entre las feministas y los pueblos en solidaridad se han ido aportando elementos para construir una justicia social interseccional.

La última parte del libro es «Alternativas y experiencias de reparación del conflicto». Las integrantes y cofundadoras de Artesanas podcast suman el texto «El silencio también es una prisión: una experiencia de comunicación popular feminista», el cual surgió en la conformación de una propuesta sonoro-narrativa feminista en contexto de vulnerabilidad política y social en Colombia, constituyendo un ejercicio de escucha y voz de actores sociales históricamente invisibilizados.

La Caravana Artivista, una organización feminista y juvenil de Colombia, nos comparte en su capítulo «Liberando silencios: reflexiones sobre nuestra experiencia en un círculo de justicia restaurativa en Colombia», un proceso de exploración colectiva de justicia comunitaria que vivieron como organización. Este texto da cuenta de una experiencia de trabajo colectivo, no exento de conflictos y dificultades, pero con el horizonte político de justicia restaurativa con las personas directamente implicadas, como también de la comunidad afectiva que les acompaña.

En el texto «La capacidad de dialogar en el espacio universitario: conflicto, prácticas restaurativas y feminismos antipunitivistas|» de Natalia Hurtado, la autora expone cómo es que las prácticas del movimiento feminista han calado en los espacios universitarios, en donde los temas de género han transitado desde la academia a las masas que cuestionan y reflexionan en torno a conductas naturalizadas. Por ello es que las violencias machistas se deben abordar con protocolos que trascienden las herramientas institucionales. Este es un texto hecho desde un análisis situado en la experiencia del dispositivo de «Primera Acogida» que recibe a estudiantes afectades por violencia de género, acoso sexual y/o discriminación arbitraria, el cual se ubica en la Dirección de Asuntos Estudiantiles de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Chile. A partir de la experiencia, se lleva a cabo una reflexión de los obstáculos, dificultades, pero la siempre necesaria búsqueda de formas de justicia para las personas involucradas en conflictos históricamente omitidos en estos espacios institucionales.

Finalmente, el texto «Reinventar la justicia desde nosotras: desde el cuerpo, la vida y la comunidad» de Amandine Fulchiron, es un ejercicio teórico en torno a la justicia comunitaria que surge desde reflexiones, experiencias y metodologías que la autora ha desarrollado junto a la organización Actoras de Cambio en Guatemala, junto a redes de mujeres mam, chuj y q’eqchi’, sobrevivientes de violación sexual en guerra. A partir de la idea institucionalizada de justicia y la experiencia de injusticia vivida por las mujeres en tribunales, se genera una urgencia de imaginar e impulsar nuevas estrategias que respondan a las necesidades de reparación de las personas. De ahí se plantea la experiencia de la «ley de mujeres», nombrado por las mujeres mam y chuj, un camino político de reconocimiento, amor y sanación entre ellas que se vuelve una herramienta certera para hacer justicia.

En este libro queremos imaginar, construir y compartir lógicas, metodologías y sentipensamientos en torno a procesos de autoformación crítica y aportar al cada vez más creciente debate, desde aquellos espacios de reflexión y organización territorial y movimientos sociales que se han visto interpelados desde los feminismos. Esta es, en definitiva, una apuesta radical por presentes y futuros de justicia feminista.

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Primera ParteAproximaciones feministasa la justicia no-punitivista

Críticas feministas al punitivismo: legados, desafíos y anhelos de transformación

Lelya Troncoso Pérez

El antipunitivismo no pasa aquí por conquistar la razón y exhibirla en un pedestal, por ver quién acumula más razón, quién tiene la última palabra, quién denuncia de mejor manera, qué causas son más importantes. El antipunitivismo es una pregunta por cómo recibir una crítica, cómo escuchar el dolor, cómo hacer cuerpo el conflicto, cómo proceder a partir de quienes somos, de lo que hemos sido, del deseo de mover, de cambiar, cómo producir ese cambio y cómo hacer de ese cambio una experiencia accesible. No hay muchas certezas en ese camino.

(Cuello y Disalvo 2020).

Las críticas feministas al punitivismo que revisaremos provienen principalmente de perspectivas antirracistas y disidentes sexuales, desde las cuales se han analizado y denunciado los efectos devastadores de las políticas de criminalización de los «feminismos carcelarios» (Kim 2019). Es posible rastrear un cuestionamiento común al punitivismo y al sistema carcelario en aquellos feminismos críticos que se han vinculado con experiencias de poblaciones criminalizadas, masivamente encarceladas y sujetas a violencias institucionales sistemáticas, tales como los feminismos negros (existe bastante producción por parte de afroestadounidenses), chicanos, anticoloniales, resistencias trans y de disidencias sexuales (queer/kuir/cuir), trabajadoras sexuales, colectivas anarquistas y comunidades indígenas, entre otras. Para comprender la particularidad de estos legados y experiencias es importante preguntarnos: ¿desde qué feminismos se ha promovido el punitivismo y la criminalización como (supuesta) solución a problemáticas de violencia de género? Y ¿desde qué feminismos y cómo surgen críticas al punitivismo y al sistema carcelario? Preguntarnos esto implica reconocer que no todos los feminismos han sido críticos del punitivismo.

Podemos considerar limitado pensar estas tensiones a partir de una dicotomía punitivista/antipunitivista, pero esta simplificación nos puede ser útil momentáneamente para abordar ciertas diferenciaciones básicas, y así luego ir iluminando complejidades y áreas grises. Quisiera enfatizar que esta disputa se relaciona con cómo problematizamos desde diferentes abordajes feministas la violencia de género y, a su vez, cómo estos abordajes informan diferentes maneras de acabar con estas violencias. Es más, las apuestas críticas que revisaremos nos enfrentan a otros modos de pensar las violencias, desigualdades e injusticias sociales.

Los feminismos críticos del punitivismo suelen trabajar desde miradas complejas y multidimensionales sobre el fenómeno de la violencia de género (y las violencias en general). En este caso enfatizaré en algunos que desde perspectivas que denominaré interseccionales problematizan el abordaje de violencias de género, situándolas en complejas dinámicas de poder en las cuales se articulan el heteropatriarcado, el colonialismo, neoliberalismo, capitalismo, entre otros sistemas de poder y dominación. Estas miradas a su vez no suelen pensar en las luchas feministas de manera desarticulada de otras luchas liberadoras (de hecho, podríamos cuestionar si es adecuado denominarlas bajo el paraguas unívoco «feminista»). Abordaremos, en este caso, lo feminista desde una lógica interseccional (antirracista, anticolonial, antineoliberal, anticapitalista, entre otras posibles) orientada a la justicia social en un sentido amplio, con disposición a descentrar el género como categoría central y única de un análisis feminista. Es importante que estos posicionamientos interseccionales se vean como horizontes, como procesos constantes y siempre inacabados. Me refiero a que no basta, por ejemplo, con declararnos antirracistas, ya que lo importante es asumir este principio como una lucha constante con el mundo y una misma en contextos cambiantes y complejos.

Otro aspecto importante de recalcar es que antipunitivismo no debe asimilarse a impunidad, no se trata de afirmar simplificando que todas las personas son violentas, o que debemos mirar violencias estructurales e institucionales olvidándonos de la dimensión interpersonal. Más bien lo que se busca es trabajar hacia otros modos de responsabilización, de abordaje del daño, en los cuales la solución no sea eliminar, encerrar, castigar o humillar a quien ejerció la violencia, sino asegurar que esta no vuelva a ocurrir, y evitar descontextualizar nuestros modos de entender las violencias. La invitación es también a imaginar lo imposible, en este caso: un mundo sin prisiones, un mundo sin violencia, vidas libres de violencia.

Querer trabajar en otras soluciones implica a su vez reconocer que las acciones penales que hemos fomentado para hacer frente a la violencia han fracasado: las cárceles no rehabilitan, sino que deshumanizan, promueven la violencia y la violación como prácticas cotidianas, y los casos de violencia no parecen haberse reducido con estas medidas. Nos enfrentamos a una paradoja, ya que, como afirma Lucía Núñez (2019), exigir el aumento de penas como forma de prevenir delitos es una demanda común, a pesar de que sepamos que no es efectiva. Sin duda, es problemático reconocer la influencia feminista en estas estrategias políticas que han aumentado severidad de penas, restricciones de derechos de imputados, entre otras. Ileana Arduino (2018) se refiere al show punitivista, que promueve medidas ruidosas, más penas, más registros estigmatizantes, sobre todo en contextos de casos particularmente mediáticos y horrorosos de violencia sexual que van a justificar lo que ella llama demagogia de la venganza: el «indetenible ensañamiento simbólico con los victimarios es la desatención de las demandas más profundas del feminismo que no se contenta con la violencia como toda respuesta» (Arduino 2018: 76). Este espectáculo nos permite sentirnos más tranquilas, ya que algo estamos haciendo. Un feminismo antipunitivista nos invita a cuestionar la idoneidad de estas estrategias carcelarias y punitivistas para erradicar o reducir estas violencias, y el horizonte ya no es el encierro, la venganza, ni la marginación, ni la estigmatización, sino –como se mencionaba anteriormente– que la violencia se acabe.