La aldea - Silvia Salgado - E-Book

La aldea E-Book

Silvia Salgado

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Beschreibung

Carlota Santamaria es una arquitecta separada, madre de un hijo adolescente, que lleva una vida tranquila en Madrid. Fotografía casas y escribe sobre diseño en una revista de interiores. ¿Pero es feliz? Un anuncio en la sección de empleo de un periódico le hace replantearse su vida, una ONG solicita arquitecto para reconstruir una aldea en Chengdu, en China, que colapsó durante el terremoto de 2008. ¿Abandonarías todo por cumplir un sueño? ¿Empezar de cero? Atrévete a acompañar a Carlota en este viaje interior más allá de las fronteras del Continente Asiático, atrévete a descubrir la aventura y el amor, a vivir la vida que siempre quisiste tener. ¿Estás preparado para superar tus miedos? HASTAG: #Laaldea

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© Título: La aldea.

© Silvia Salgado.

ISBN: 978-84-947736-6-2

Depósito Legal: GC 98-2018

Primera edición: Febrero 2018

Edición: Editorial siete islas www.editorialsieteislas.com

Correcciones y estilo: Laura Ruiz Medina

Ilustración portada: Andrea García Grande

Maquetación: David Márquez

Fotografía solapa: El Estudio Azul

Visita nuestro blog: www.blogeditorialsieteislas.com y nuestro canal de Youtube.

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#laaldea #editorialsieteislas

Este libro no podrá ser reproducido, ni total ni parcialmente, sin la autorización previa por escrito del editor. Todos los derechos están reservados.

Para Adriana, Daniela y Jesús.

Mi tierra firme.

Solo quiero escribir sobre las cosas triviales que suceden entre hombres y mujeres; no hay guerra ni revolución en mi obra porque creo que cuando las personas se enamoran, son más inocentes y están más desamparadas que cuando luchan en guerras y revoluciones.

EILEEN CHANG

1

Nos trasladamos a Chengdu. Para ser más precisos, a una aldea cercana a Chengdu. Recibí una llamada y realicé un par de entrevistas por Skype. Dos semanas después, de mi contestador saltaba un mensaje: «Enhorabuena, ha sido seleccionada para cubrir el puesto vacante. La esperamos el próximo martes para cerrar y firmar su contrato laboral. El Sr. Hertz está de acuerdo en que su incorporación se produzca en el plazo de un mes y medio. No se preocupe, la ayudaremos con los visados y los trámites necesarios».

Me dejo caer en el sofá y busco en la aplicación Maps de mi iPhone: Chengdu, capital de la provincia de Sichuan, República Popular China.

Un mes y medio. No es mucho tiempo. Tengo la mitad del verano para vaciar mi piso de Madrid y ponerlo en alquiler. La organización me proporciona vivienda allí. Terminaré el último reportaje sobre piscinas naturales para la revista y le diré a mi jefa que lo dejo, que vuelvo a ponerme el casco de la obra. Pediré un par, o mejor tres, presupuestos a empresas de mudanzas; también puedo alquilar el piso amueblado y cargar solo algunos de nuestros objetos personales, libros y ropa. Voy garabateando en una lista el giro de volante que voy a darle a mi vida, como si fuera tan fácil.

¿Estás segura? No. Claro que no. Bruno, cómo se lo cuento, tengo que buscarle un instituto. A mi madre le dará un ataque de ansiedad, ya la estoy oyendo: «Tú puedes irte, como tu marido, a la India, pero llevarte a mi nieto es quitarme años de vida y ya no soy ninguna jovencita».

Volveré a explicarle que Alberto no está en la India; se trasladó hace dos años a Indianápolis, en Estados Unidos, y no creo que le suponga tanto problema hacer otra escala más para ver a su hijo cuando le apetece y puede, que es menos de lo que a mí me gustaría. No es un reproche: cuando vivíamos juntos tampoco lo veíamos mucho. Todavía no hemos firmado los papeles del divorcio. También apunto eso en mi lista de cosas imperativas que debo hacer antes de trasladarme. Separarnos no fue nada traumático, los dos nos dimos cuenta de que teníamos poco en común, a excepción de un hijo y tres lustros de vida.

He dicho que sí, ¿no? Ahora no puedo venirme abajo, aunque eso signifique que Bruno, que tiene quince años y acaba de enamorarse, deje su equipo de baloncesto y ese colegio tan elitista que le costea su otra abuela. Mira por dónde, voy a poner unos cuantos miles de kilómetros de distancia entre la Sra. Coliflor y yo. Voy convenciéndome antes de llamar a papá. Parece mentira que, con mis años, todavía me imponga tanto como cuando era una cría y le pedía permiso para llegar a las nueve un viernes.

Papá es uno de los arquitectos mejor pagados del país. De su estudio son las casas de varios jugadores del Real Madrid, también de algunos políticos, además de otros rostros conocidos que salen habitualmente en la prensa o en televisión. Como él, estudié en el Liceo Francés y también como él me gradué en Arquitectura en la Politécnica de Madrid. Hasta ahí todas nuestras coincidencias; él quería que estudiara un máster en la Graduate School of Design, en Harvard, para después incorporarme al estudio. Decía que eso era lo natural. Pero dije no y empezaron nuestras desavenencias. En su lugar, me fui con una beca Erasmus a Múnich y ١.٥٠٠ euros que mamá accedió a darme a sus espaldas, mientras él vociferaba en el salón: «Si quiere jugar a loshippies, adelante, pero que lo haga sola».

2

No me fui sola, me fui con Lola. Si algo tengo que agradecer a mis padres, Lola también, es mi excelente formación, que incluye, entre otras cosas, dominar el alemán, tocar el violín y haber estado cerca de colarme en el equipo olímpico de natación. Mis inicios y los de mi compañera de facultad no fueron sencillos. Ella apenas sabía presentarse o saludar en alemán, yo no había puesto una lavadora en mi vida y a punto estuve de destrozar mi aparato digestivo a base de pizza y hamburguesas. La beca Erasmus era insuficiente para una ciudad tan cara. Mientras enviábamos cientos de currículums para conseguir prácticas en alguna empresa, tuve que espabilar por primera vez. Para abaratar la renta de nuestro apartamento, buscamos al menos a dos nuevos compañeros de piso. Aleccionada por Lola, el primer mes en la ciudad germana lo pasé cumplimentando formularios, apuntándome a bolsas de trabajo en Zara, McDonalds y Starbucks. Papá me llamó con frecuencia las primeras semanas, a la espera de que yo suplicara volver. Mira por donde mi orgullo es su herencia. Iba a demostrarme que podía arreglármelas sin su ayuda.

Para desesperación de mis compañeros de piso, una vez accedía a las entrevistas, las empresas me llamaban de inmediato. Estaba claro que era porque mi alemán era bueno. Lola me dejó caer que quizás los contactos de mi padre estaban detrás. No me molestó. Estaba segura de que no era cierto, sabía que, de alguna manera, papá estaba respetando mi decisión, a la expectativa de ver qué era capaz de hacer. Nada. No sabía hacer nada, como cualquier recién graduado. El primer mes en un estudio de la calle Netzerstrasse, mi trabajo se limitó a corregir grosores de línea en planos y llevar cafés. Se trataba de un estudio de arquitectura internacional con base en Múnich y Milán. Estaba formado por tres empleados, además de su fundadora, mi jefa, Kuka Eister. Pude irme a trabajar a otros estudios más grandes e importantes, pero allí me sentía cómoda. Sus proyectos me interesaban mucho, en el campo del diseño de interiores, la arquitectura de paisajes y la renovación. Lejos de ser una jefa distante, Kuka se mostró muy cercana, amable conmigo desde el primer día. Pronto me dejaron asistir a las reuniones de equipo, aunque siguiera subiendo los cafés y la impresora fuera mi mejor amiga en el despacho. Así, antes de las vacaciones de Navidad, ya había estado a pie de obra, viendo como alguno de los planos y diseños que habían pasado por mis manos salían del papel para hacerse realidad. Casi sin darme cuenta, empecé a preparar proyectos básicos para un par de viviendas sostenibles.

En mis ratos libres paseaba por la ciudad, embelesada por sus edificios históricos, pero también por sus nuevos diseños innovadores, su actividad cultural y su creciente economía, que estaban convirtiendo a la capital bávara en un reclamo para miles de ciudadanos nuevos. Era fácil relacionarse con otros españoles, pero yo me había integrado muy bien con mi equipo de trabajo y a través de ellos conocí a más gente que me llevó a otra gente. De la noche a la mañana llegué a sentirme muy adaptada a Múnich. Pasaba poco tiempo en el apartamento. Lola se marcharía de vuelta a España en febrero y yo tenía que pensar en algo para no quedarme con mis otros dos compañeros de piso: el guapo italiano sobón que terminaba Periodismo y el imbécil de Ramón, tan guarro como el compañero de apartamento de Hugh Grant en Notting Hill, todo el día en calzoncillos, desayunando espaguetis de la noche anterior. Mis padres lo encontraron de esa guisa el fin de semana que vinieron en visita sorpresa. Odio las sorpresas. Me los llevé de casa lo que tardé en ponerme unos tejanos y una sudadera y asirme el bolso en bandolera. Aquel fin de semana comí y cené mejor de lo que lo había hecho en meses, en los restaurantes más caros de la ciudad. Papá insistió en conocer el estudio de Kuka. Mi jefa se mostró encantada de recibir a mi padre, que pasó la mañana del lunes en su despacho, francamente interesado por los proyectos que teníamos en marcha.

—Carlota —estaba de verdad asombrada—, ¿es posible que no me hayas contado que tu padre es Carlos Santamaría?

—Kuka, querida —sonrió mi padre—, mi hija no quiere que nadie piense que se aprovecha de su apellido. Podría estar trabajando en casa, conmigo, pero, ya ves, ha decidido probar suerte lejos. No me entusiasmaba mucho la idea, pero he de decir que creo que va a acabar siendo una buena decisión. Y ahora os dejo, su madre y yo tenemos que coger un avión de vuelta a España.

3

Veinte años más tarde, esperaba que su reacción fuera la misma de entonces. Con rotundidad me diría que no, que qué iba a ganar reformando una aldea destruida por un terremoto a 8000 km de casa y en esas condiciones. Con lo bien que estás ahora en la revista de arquitectura, ganando un buen sueldo, con un horario cómodo. Justo cuando vuelves a tener tu vida más ordenada, quieres ponerla de nuevo patas arriba. Y que has hecho la entrevista por internet y solo sabes que tu jefe es un alemán que ni siquiera se quitó las gafas de sol mientras te entrevistaba. Está bien, si quieres volver al ruedo, ahora tenemos un proyecto en La Gomera para reconvertir un viejo hotel en el más espectacular de todo el país. Vente conmigo, estarás en la primera línea de su diseño.

Le diré entonces que no, se enfadará, dejará de hablarme por unos meses. Quizás no. Me llamará porque adora a su nieto, luego me apoyará incondicionalmente, buscará en su agenda de contactos a quién o a quiénes conoce en China y hasta es probable que me dé ideas, me oriente. Nadie con más experiencia que él.

Con ese pensamiento descuelgo el teléfono y lo llamo.

—Buenos días. Estudio de Arquitectura Carlos Santamaría.

—Hola, Sandra. —Es la secretaria personal de papá, yo llevaba dos coletas con lazos cuando empezó a trabajar con él—. Soy Carlota, dime que papá está de buen humor hoy.

—Hola preciosa, claro que sí, del mejor, acaban de adjudicar al estudio un proyecto de los gordos. Creo que tiene que ver con algo en Brasil, a propósito de los Juegos Olímpicos. ¿Por qué no te pasas? Acabo de llamar a La Mallorquina para que nos sirvan un lunch para celebrarlo con todo el estudio.

Pienso con rapidez. Será más difícil si se lo explico por teléfono. Me acercaré al estudio y aprovecharé sus buenas noticias para que las mías sean menos malas. Sigo al teléfono:

—¿Sabes si va mamá? ¿Se lo habéis dicho?

—Carlota, cariño —la voz de Sandra se baja un tono—, no me puedo creer que no te lo hayan contado. ¿Desde cuándo no hablas con tu madre?

—¿Decirme qué?, hablamos hace unos días, creo. La llamé a Mera, regresaba ayer por la noche, ¿no?

—Tu padre le ha pedido… el divorcio.

—¿Carlota? ¿Sigues ahí?

—Sí, sí, claro. No te preocupes. Por favor, avisa a papá. Dile que estaré en el estudio dentro de un par de horas. Es importante, tengo que hablar con él.

Dejo el inalámbrico tirado en el sofá y abro el ventanal que separa el salón de mi terraza. Salgo a ver cómo están todas mis plantas y el huerto urbano de Bruno. Tenemos tomates y lechugas, no hemos conseguido que salgan los pimientos. Sonrío. Es difícil creer que puedan salir buenos vegetales plantados en una mesa de metal. Abro el grifo de la manguera y me dispongo a regar nuestro pequeño jardín en una planta duodécima. El verde me relaja. Y me ayuda a respirar. Por el amor de Dios, ¿no celebraban el año que viene cincuenta años de casados? Mamá quería empezar ya a preparar la celebración. Y no me han dicho nada. Increíble. Nunca había podido confirmarlo, jamás se lo habría preguntado a mamá y dudo que ella me hubiese respondido con la verdad, pero siempre he sabido que papá ha tenido más de una aventura. Es un hombre muy atractivo; todavía hoy, en su década sesenta, cuida su alimentación y su forma física y es buen conversador. Siempre le gustó salir y alternar, todo lo contrario que a mamá. Todos los veranos desde que yo era pequeña, ella ha vuelto sola a su paraíso, su playa de Mera, en A Coruña, cuando acababa sus clases en el colegio. Maestra de primaria, se jubiló el año pasado y si no fuera porque cuando se marchó Alberto le pedí que me echara una mano con el niño, ella se habría trasladado al norte todo el año.

Estaba claro que la familia Santamaría se había propuesto desordenarse la vida cotidiana a principios de este verano. En mi caso, sin saberlo, el giro lo había dado unos meses antes, en Semana Santa, cuando Félix se empeñó en que hiciéramos parte del Camino de Santiago. Bruno estaba con su padre en Estados Unidos, yo tenía vacaciones, cero planes, y él estaba destrozado después de su ruptura con el guapo modelo de catálogos que nunca me resultó simpático.

—Está bien —le había dicho—, pero solo si conseguimos la compostelana. Y para eso necesitamos hacer los últimos 100 km a pie. ¿Crees que podrás? Los números nos dan, disponemos de cinco días. Podemos hacer 20 km cada jornada.

—¿Me garantizas que volveré curado?

—Te garantizo que vendrás cansado y con los pies destrozados.

4

Félix es mi mejor amigo. También fue mi primer amor. El primero en romperme el corazón. Tal vez por eso es el único que sabe pegar los trocitos y dejarlo apañado cuando se resquebraja otra vez. Nos conocimos en quinto de primaria, cuando llegó nuevo al colegio y el director lo sentó a mi lado mientras pedía mi colaboración para mostrarle la escuela y sus normas. En el comedor, el primer día, derramó su plato de sopa sobre mi pichi azul y trató sin éxito de ayudarme a limpiarlo con servilletas de papel. Mis compañeras me miraban sorprendidas y divertidas. Pensaban que era el chico más guapo que había pisado la escuela. Tenían razón. Nos hicimos inseparables. En secundaria me besó, después de mucho insistirle. Nos hicimos un doble favor. Su armario era privado, abierto solo para mí. Algunas de mis amigas ya se habían iniciado en las lides del amor y yo quería aprender. Al principio pensaba que se le pasaría, que cuando no encontrara a nadie igual que él se quedaría conmigo. Yo no conocía a ningún otro gay. En la universidad aparecieron a montones. Dejamos nuestras prácticas amatorias.

Félix es todo lo contrario a mí. Tiene un humor inquebrantable y no hay nada que lo sorprenda. Yo creo que es porque lo planifica todo al milímetro. El camino no iba a ser menos. Mi idea inicial era que nos lanzáramos a la aventura, mapa en mano. Solos, él y yo, en compañía de nuestras conversaciones y de nuestros silencios.

Contrató una agencia especializada.

—¿Con guía y coche de apoyo? Pero, Félix, eso de aventura va a tener poco.

—¿Y tú qué sabes? —dijo sonriendo—, a lo mejor conocemos al verdadero hombre de nuestras vidas, o encuentras la paz que necesitas, o tu vida da un giro inesperado, o te lo pasas en grande, para variar, con tu amigo del alma, o…

—O nos gastamos una pasta —dije viendo el folleto de la agencia—. Los peregrinos duermen en albergues, no en hoteles de lujo, y además visitan iglesias. Aquí dice que vamos a visitar bodegas. Eres un esnob, querido amigo.

Partimos de Logroño. Con nosotros, diez peregrinos más: un médico recién divorciado, un bombero de Badajoz, tres estudiantes de Erasmus, dos abogadas catalanas, un joven matrimonio y un arquitecto inglés. Todos, menos yo, -solo bebo agua y Coca-Cola Zero-, grandes amantes del vino. La idea era que en cada denominación de origen por la que pasáramos durante el recorrido, paráramos a visitar una de sus bodegas, y eso incluía Rioja, Ribera del Duero, Toro, Bierzo y Ribeira Sacra. El guía era un hombre joven, en la treintena, deportista, divertido y políglota, que se había trabajado bien esta idea de negocio, porque siempre hay bolsillos para todo, debió de pensar. Así que los trayectos no eran difíciles, teniendo en cuenta que los caminábamos sin las mochilas; estas iban en el minibús de alta gama que nos esperaba al final de cada etapa. Traté de adaptarme a las circunstancias y pasarlo bien. En la segunda etapa, Félix se hizo un esguince y dejó de ser mi compañero para convertirse en copiloto del coche escoba. El tiempo era muy agradable, las mañanas se asomaban frías, pero el sol se hacía presente, cálido a mediodía, para no irse ya hasta entrada la tarde; tampoco había previsión de lluvia. Decidí saltarme las visitas y catas en las bodegas y encontrarme con el resto del grupo por las noches. Así se lo hice saber a Félix y a los demás. Saqué mi mochila del minibús y me eché a andar. El camino estaba bastante concurrido en esas fechas, no me asustaba ir sola.

—Te acompaño, ¿te importa?

Era una de las abogadas catalanas. La más bajita de las dos, la que llevaba gafas de pasta negra. No habíamos tenido tiempo de cruzar más que un par de saludos. Félix había absorbido toda mi atención desde el primer minuto.

Me insistió de nuevo.

—Prometo llevar el ritmo, he visto que estás en forma. Verás, yo también buscaba hacer el camino de forma más tradicional.

¡Jolines! Y ahora, ¿qué espera que le diga? Cómo voy a decirle que no. Quizás sea mejor que me quede con Félix y me dé a la bebida. No imagino cuatro días andando con una desconocida. García Márquez aprendió a decir que no a los cuarenta, debe de ser que me faltan tres para tener más seguridad en mí misma.

—¡Claro! —digo—, coge tu mochila, será un placer.

Ese viaje que empezó con el pie torcido para Félix, sin muchas pretensiones para mí, me traería las cumbres y los pueblos que se han detenido en el tiempo, la canción del agua cuando baja por los ríos, los pulmones ensanchados y a Mireia Capdevila.

¿Qué podría decir de ella ahora?

Que no es guapa, pero tan inteligente que se vuelve atractiva para cualquiera que acaba conociéndola. Si se deja, porque no habla mucho. Que le gusta visitar museos: el Prado, The National Gallery, el Louvre, el MoMA, la Galería de los Uffizi, y por ellos sabes los países que ha visitado, como si realmente fueran sus capitales. No tiene hijos, ni está casada, pero mantiene una relación de años con Juan, un funcionario de justicia; cada uno en su casa. Y escribe cartas. Creo que ya no conozco a nadie que escriba cartas. Mireia dice que eso es porque vivo en Occidente.

—Siento lo de tu pareja.

—¿Félix? —sonrío—. No es mi pareja, somos amigos. De los buenos. No te preocupes, estará mejor que bien. Lo conozco. Es feliz con un buen vino y una buena mesa.

Caminamos a buen paso, los primeros kilómetros por la ribera del Sil los hacemos en silencio, disfrutando de los paisajes, dejando que el olor de la tierra nos revuelva los sentidos. Atravesamos Compostilla y proseguimos, a ratos conversando, hasta Fuentes de Nava, donde nos recibe un crucero con las figuras de Santiago el peregrino y un Cristo crucificado. Hacemos un alto y seguimos hasta Camponaraya.

—Cuéntame —me pregunta—, ¿a qué te dedicas?