La amante del italiano - Diana Hamilton - E-Book
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La amante del italiano E-Book

Diana Hamilton

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Beschreibung

La amante del italiano Estaba empeñado en obtenerlo todo de ella...Cesare Andriotti era rico, poderoso, sexy... y siempre conseguía lo que quería. La bella Bianca Jay no era ninguna excepción y, aunque no le había resultado nada fácil, por fin había conseguido que se convirtiera en su amante. Sin embargo, hasta Cesare era consciente de que no la conocía realmente; no sabía qué se escondía tras aquellos increíbles ojos color ámbar. Se sentía tan intrigado que acabó pidiéndole que se casara con él... ¡pero ella lo rechazó! De una manera u otra, iba a conseguir que la huidiza Bianca fuera suya por completo...

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2002 Diana Hamilton. Todos los derechos reservados.

LA AMANTE DEL ITALIANO, Nº 1381 - Noviembre 2013

Título original: The Italian’s Trophy Mistress

Publicada originalmente por Mills & Boon, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2003

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Bianca son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-3880-2

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

Capítulo 1

Queridos, ¿os habéis enterado de la última? ¡Henry Croft se divorcia de su tercera mujer y va por la cuarta!

Bianca Jay percibió un brillo de solapado placer, acentuado por la luz de las velas, en los ojos oscuros de Claudia Neil. Un escalofrío recorrió lentamente su espalda. La hermana pequeña de Cesare añadió, con una sonrisa compasiva incompatible con el perverso deleite de su voz:

–Amanda está totalmente destrozada, por supuesto. La pobre ha estado al borde de la crisis desde que fotografiaron a Henry en los Oscars con esa exuberante actricilla de cine. Vaya, no recuerdo ahora su nombre, pero seguro que sabéis de quién hablo. Una que solo ha hecho papeles sin importancia, con una melena rubia hasta la cintura. La que antes cantaba en un grupo pop. Bueno, a decir verdad, la pobre Amanda va a recibir una buena pensión –Claudia encogió lánguidamente los sedosos hombros, que el ajustado vestido negro dejaba al descubierto–. Claro que ningún acuerdo, por generoso que sea, compensa que te dejen tirada por una modelo más joven y llamativa, ¿no? Pero ¿qué esperaba la pobre Amanda? ¡Quien se case con un hombre de mirada inquieta, un físico impresionante y más dinero del imaginable puede considerarse afortunada si la relación dura más de un par de años!

«¿Se supone que tengo que contestar a eso?», se preguntó Bianca, molesta, mientras intentaba ignorar la repentina sacudida de su estómago. Por enésima vez se arrepintió de su debilidad al aceptar la invitación de Cesare.

–De verdad lo siento –le había dicho él–, especialmente porque es mi primera noche en Londres, pero es el cumpleaños de mi hermana y le había prometido una cena en casa. Únicamente seremos nosotros cuatro: tú, yo, Claudia y Alan. Además, no terminaremos tarde; creo que la canguro solo se queda hasta las once, ¡conseguir que los dos monstruitos se vayan a la cama debe de ser agotador! Y luego estaremos tú y yo solos.

Como siempre, le había resultado peligrosamente imposible resistirse a él.

Durante toda la noche había estado dándole vueltas a lo mismo. Más bien durante las últimas semanas. Tenía que tomar una decisión. Debía decirle que la relación que mantenían desde hacía seis meses tenía que terminar... antes de involucrarse demasiado, aunque se le rompiese el corazón. O seguir como estaban, sabiendo que, inevitablemente, algún día sería él quien le diría que su romance había llegado a su fin.

–Por supuesto –continuó Claudia con un suave ronroneo y una sonrisa coqueta a su devoto marido, mientras revolvía con una cucharilla de plata un sorbete de fresa y jugueteaba con el collar de zafiros que le había regalado Cesare por su cumpleaños–, Alan no tiene suficiente dinero para cambiarme por otra, así que supongo que estoy a salvo –y añadió con una risa aguda, tan falsa como el oropel, clavando sus ojos negros en la repentina palidez de Bianca–: Por lo menos Cesare y tú sabéis lo que hacéis, ¿no, queridos? Toda la diversión de un idilio sin las cargas del matrimonio.

–¿Cargas? –Alan levantó una ceja rojiza, como acusando una dolorosa ofensa, a lo que Claudia contestó poniendo los ojos en blanco:

–Ya sabes, caro. Discutir sobre la asignación para mi guardarropa, aguantar las pataletas de los mellizos, organizar a las canguros...

Pero Bianca ya no escuchaba. El comentario había sido un golpe directo a su condición de amante. La situación no la enorgullecía lo más mínimo. Se sentía como el trofeo de un millonario. Hacía alarde de ella en los sitios adecuados, la presentaba despreocupadamente en su círculo de vanidosos amigos, y la dejaba con idéntica despreocupación cuando alguien nuevo y excitante despertaba su interés.

Había conocido a Cesare Andriotti gracias a su trabajo de relaciones públicas, al organizar la fiesta de inauguración de un hotel de la lujosa cadena de complejos hoteleros, balnearios y centros de conferencias de la ilustre familia Andriotti.

Fue deseo a primera vista, recordó, ignorando la afectuosa discusión entre Claudia y su marido.

Sabía que era una relación peligrosa, en modo alguno lo que ella buscaba. Ella era una mujer volcada en su carrera, independiente, no tenía tiempo para una relación estable; un marido y una familia eran incompatibles con las largas e intempestivas horas que debía trabajar, con los agotadores compromisos emocionales que ya tenía.

¿Cuántas veces se había dicho que Cesare Andriotti era el tipo de hombre que más motivos tenía para despreciar?

Innumerables.

Con más dinero del que podría soñar la avaricia, atractivo a morir, desbordante de carisma italiano y con un indefinible toque de arrogancia que hacía vibrar de deleite a cualquier mujer. El tipo de hombre que lo tiene todo. Que busca una amante, la colma de regalos y cree que tiene derecho a dejarla tirada, con mucha educación y encanto, eso sí, cuando se cansa de ella.

Bianca había intentado mantenerlo a distancia, o al menos eso pensaba, pero al mes de haberse conocido ya eran amantes. No había podido evitarlo. Él la había abrumado, había rechazado con insistencia titánica cada una de sus objeciones morales, prácticas y personales.

Podía sentir el peso de la mirada de Cesare. Se estremeció. Sabía que él la observaba desde el mordaz comentario de su hermana sobre la provisionalidad de su romance.

Bianca se negó a girar la cabeza y devolverle la mirada. No deseaba enfrentarse a esos fascinantes ojos de un caprichoso gris pizarra. Ni contemplar su ardiente boca. Ni admirar la naturalidad que el elegante traje daba a su musculoso cuerpo. Si lo hacía, estaría perdida, y la determinación de poner fin a su relación quedaría hecha trizas ante el deseo que él despertaba en ella.

–¿Puedo pedirle un favor, señor... –preguntó Alan con cierta precipitación, ruborizándose al rectificar– Cesare?

Alan Neil era el responsable de cuentas en Gran Bretaña del enorme imperio financiero. Se había enamorado de Claudia Andriotti en una ocasión que coincidieron en el apartamento de Cesare en Londres y no lograba hacerse a la idea de que su jefe fuese su cuñado.

Bianca sentía simpatía por él.

Cesare era, a los treinta y cuatro años, director del imperio empresarial de los Andriotti desde hacía unos cuatro años, al jubilarse su padre. Inevitablemente, infundía temor en el corazón y la mente de todos los que lo conocían. Alan no estaba en su terreno. Era realmente encantador, demasiado sereno y leal para pensar siquiera en traicionar a su preciosa y temperamental mujer... Claudia nunca tendría que preocuparse por que la abandonara por otra.

Viendo que su mujer fruncía ligeramente sus cejas finas y oscuras, Alan continuó a trompicones.

–¿Podríamos utilizar el jet de la compañía a principios de agosto? Sé que parece una petición descabellada, pero los mellizos serían una pesadilla en un vuelo comercial. No se están quietos un segundo, ya sabes lo revoltosos que son los niños de tres años cuando se alteran –se pasó la mano por el cabello rojizo, intentando, sin éxito, una risa relajada–. ¡Sería injusto que los pasajeros que pagan por subir a un avión tuviesen que aguantarlos!

–Cariño –dijo Claudia, apoyando una delicada mano de uñas carmesí en el brazo de su marido–, deja de divagar. Por supuesto que a Cesare no le importa –sonrió a su hermano mientras agitaba sus espesas pestañas–. Mamá y papá insisten en que llevemos a los niños a Calabria en agosto, para su aniversario de boda. ¡Y ya me imagino que tú también tienes tus órdenes! Así que, si no tienes inconveniente, iremos y volveremos contigo en el avión. Pero si tú no pudieras ir –añadió con un gracioso puchero–, ¿podríamos utilizar el Lear?

Bianca cubrió la copa con sus finos dedos cuando Cesare intentó llenársela. Pero no lo miró, se limitó a mantener una ligera sonrisa en la cara y una expresión de interés cortés.

Pero no escuchaba una sola palabra de la afectuosa conversación familiar. ¡Probablemente Claudia empezó a aprovecharse de su hermano mayor antes de aprender a hablar!

Estaba claro que cualquier acuerdo al que se llegase sobre la reunión familiar no la incluía a ella.

Había sido inevitable coincidir con la hermana y el cuñado de Cesare en alguna ocasión social, de ahí su presencia en la celebración privada. Él la consideraba importante por las noches que podían pasar juntos. Por ahora. Pero no suficientemente importante para incluirla en una visita a sus padres.

No conocía a los sobrinos de Cesare, cuyas precoces travesuras se discutían con tanto cariño. Pero había oído hablar de ellos.

Cuando llevaban poco tiempo juntos, él le había dicho, respondiendo a su torpe comentario de que no deseaba un compromiso a largo plazo:

–Yo tampoco, ¿para qué iba a casarme? Mi hermana ya ha hecho sus deberes y ha dado a la familia dos chicos mellizos –relajado, con una copa en la mano, una sonrisa inquietante y seductora en la boca, recorriendo lentamente con sus ojos las facciones de Bianca–. Nuestro acuerdo me parece perfecto».

Al menos era sincero, pensó ella con hastío, mientras un camarero de la empresa de catering que él solía contratar cuando tenía invitados se acercaba con una bandeja de café. Bianca sabía que muchos hombres de su selecta posición financiera se casaban y divorciaban con monótona regularidad.

Dicha conversación había tenido lugar al principio de su relación, recordó, mientras el camarero colocaba delicadamente en la mesa tazas de fina porcelana. Pero las cosas estaban cambiando. Cesare empezaba a desear cosas que ella no se atrevía a darle.

Había llegado el momento de cortar de manera clara y definitiva antes de acabar con el corazón destrozado, arrepentida y desesperada. Deseó algo que no sucedería, algo que no había deseado en un principio y que ni siquiera debía plantearse si deseaba en ese momento.

Dejando la servilleta de hilo entre la preciosa vajilla y los vasos venecianos, murmuró:

–Ha sido una velada deliciosa, pero tengo que irme. Disfruta el resto de tu cumpleaños, Claudia.

Bianca se levantó con una sonrisa educada. La enormidad de ese paso la hacía temblar por dentro, pero no lo dejaba entrever.

En los ojos de Claudia brillaba una gélida perspicacia, y sus palabras reflejaban su innegable falso pesar.

–¿De verdad, querida? ¡Espero que Alan y yo no os hayamos fastidiado los planes!

–En absoluto –consiguió responder Bianca en un tono casual. Volviéndose hacia Alan, que se había levantado torpemente, añadió, antes de obligarse a salir del exquisito comedor con aparente sosiego–: por favor, seguid disfrutando de la velada.

Cesare la siguió. Bianca, con un nudo en el estómago, oyó arrastrarse la silla y la excusa murmurada con su aterciopelada voz.

Ya en el enorme salón adjunto, sacó el móvil del bolso y marcó, con dedos temblorosos, el número del servicio de taxis que solía utilizar. Terminó la llamada con la respiración acelerada. Cesare, que se había acercado a ella, le preguntó.

–Cara mia, ¿qué te pasa? Se suponía que pasaríamos la noche juntos. No te vayas. Sueño contigo desde hace tres semanas.

Bianca sintió crecer la tensión en su interior. El tono lento y profundo de sus palabras la inundó de deseo. La posesiva presión de sus manos atravesaba la tostada seda con que se cubría los hombros, acentuando la irracional necesidad de hundirse entre sus brazos. Deseaba acariciarle la nuca, la orgullosa cabeza, enredar los dedos en su lustroso cabello de ébano, ahogarse en la pasión de sus besos.

Bianca se alejó de él, negándose a ceder a la tentación, parpadeando furiosa para evitar las lágrimas. ¿Que qué le pasaba? Le pasaba de todo. Esa relación sin compromisos ni ataduras se estaba convirtiendo en algo mucho más profundo y sombrío, al menos para ella.

Empezaba a depender demasiado de él. Se sentía irracionalmente furiosa y herida cuando él cancelaba una cita. No podía dejar de pensar en él cuando se iba de viaje, y se obsesionaba, a la espera de sus llamadas.

¡Se estaba enamorando irremediablemente de él! ¡Eso era lo que pasaba!

¡Pero, por supuesto, no iba a confesárselo!

Su acuerdo no decía nada acerca del amor.

Con una larga y grácil zancada Cesare se puso frente a ella. Su olor a musgo la envolvió. Las palabras que debía decir se negaron a salir de su boca; le resultaba imposible ponerlas en orden.

–Quédate –le pidió él suavemente–, te necesito. Si tienes un problema con el trabajo, con lo que sea, lo resolveré.

Con una presión ligera, pero ineludible, él obligó a Bianca a mirarlo a los ojos. Misterios de gris pizarra rodeados de oscuras pestañas. Pómulos orgullosos. Distinguida nariz, no muy en consonancia con el salvaje erotismo de su boca. Era tan atractivo que el corazón de Bianca se estremeció.

La afirmación de Cesare de que podía resolver sin esfuerzo los problemas de los simples mortales, provocó en Bianca una reacción casi histérica, acentuando el nudo que tenía en la garganta. No se trataba de su dinero o posición, sino de su virilidad absoluta, del dinamismo de su personalidad.

–No puedo –consiguió contestar Bianca. Sentía los labios acartonados, los ojos aún atrapados por el encanto de su mirada.

–¿Por qué? Pensé que estaba todo resuelto –le acarició con ternura la barbilla, inclinando la cabeza ligeramente.

¿El preliminar de un beso? No estaba dispuesta a correr ese riesgo. Retiró la cabeza, respirando angustiada. No podía negar que deseaba quedarse. Él la atraía como una llama atraía a las mariposas, que para salvarse debían sentir el calor en las antenas, comprender el peligro antes de que fuera demasiado tarde.

Clavando las uñas en la suave piel de su bolso, puso en orden la frase que, una vez pronunciada, sería definitiva.

Él aceptaría sus palabras con alguna expresión cortés; era demasiado orgulloso para pedirle que lo reconsiderara. En cuanto hablase, todo habría terminado. No habría vuelta atrás.

Bianca tomó aire para tranquilizarse, enderezó los hombros y se humedeció ligeramente los labios, que sentía fríos y secos.

–Se acabó, Cesare, no quiero que nos veamos más.

Eso era todo. Esa escueta frase le permitiría conservar algo de amor propio, le evitaría terminar con el corazón destrozado. Había necesitado toda su determinación para pronunciarla. Era como si le hubiesen arrancado las palabras, que cayeron como piedras en un ambiente cada vez más cargado.

La tensión procedía ahora de él. Su robusta mandíbula se endureció sutilmente. Algo tembló en las profundidades de sus enigmáticos ojos. Levantó la cabeza, acentuando el poderío de su metro noventa. Bianca no pudo evitar un ligero escalofrío.

Cesare apretó los dientes, intentando detener la violenta marea que lo destrozaba por dentro. Necesitó toda su fuerza de voluntad para no tomarla en sus brazos y besarla hasta que retirase sus palabras.

No podía abandonarlo. ¡Él no le dejaría hacerlo!

Respiró profundamente. Cerró los ojos un instante antes de hundirse en su rostro. Preciosa. Todo en ella tenía un toque exótico: piel cremosa, sedoso cabello, boca jugosa, enormes ojos de ámbar... y ese cuerpo esbelto de curvas perfectas que se dibujaban bajo la seda tostada.

Bianca no podía esconder el temblor de sus labios, pero en sus ojos brillaba la determinación. Cesare podría besar y acariciar sus hombros, la tentadora redondez de sus pechos... encender una pasión inevitable. Pero nada haría que ella cambiase de idea.

Durante las últimas semanas había tenido una extraña sensación de intranquilidad por el cariz que estaba tomando su relación. Bianca se negaba a mudarse con él. Rechazaba con una mirada herida los regalos que debían proporcionarle placer. No lo había invitado a su casa ni una sola vez. Contestaba con evasivas cuando le preguntaba acerca de su familia, su infancia, sus planes de futuro.

La conocía tan poco como el primer día que la vio, cuando supo, con una urgencia desgarradora, que deseaba tenerla en su cama.

Pese a lo que la gente murmuraba, no había tenido tantas amantes como le adjudicaban. Y cuando había llegado el inevitable momento de la separación, todo había ocurrido sin rencor ni dolor para ninguna de las partes.

¿Era su misterio lo que la hacía diferente? No lo sabía. Solo sabía que nunca antes se había sentido así. Inseguro, indeciso, invadido por un doloroso anhelo.

Venció la tentación de acercarse a ella y tocarla, de evocar la magia que haría que fuese suya una vez más. Metiéndose las manos en los bolsillos del estrecho pantalón negro dijo, con un ímpetu renovado:

–Cásate conmigo, Bianca.

Capítulo 2

¡Casarse con él!

Bianca se había quedado petrificada por la impresión, solo sentía el frenético latido del corazón golpeándole las costillas. La aparición de Denton, el mayordomo de Cesare, consiguió despertarla del sueño de toda una vida con Cesare, haciéndola volver a la cruda realidad.

–Su taxi ha llegado, señorita Jay.

Esas cinco palabras con acento sureño bastaron para despejarla, fortalecer su determinación, conseguir que superase esa impresión paralizante. Dirigió su atención al rostro familiar e impasible de Denton, forzó una pálida sonrisa y una palabra de agradecimiento. Luego se giró hacia Cesare, sin mirarlo a los ojos pronunció una única palabra: «adiós».

Salió de la habitación con el corazón angustiado, dejando atrás al hombre que amaba apasionada e irracionalmente. Se fue, ignorando la propuesta de matrimonio, como si no mereciese su consideración. Como si fuese el insulto que ponía punto y final.

El taxi avanzaba lentamente hacia Hampstead entre el tráfico vespertino. Bianca se cubrió los ojos con las manos, intentando calmar la ardiente sensación. No iba a llorar. No se permitiría ese lujo. Pensar en la sorprendente proposición de matrimonio también era contraproducente. Solo conseguía empeorar más aún las cosas.

Lo último que Cesare deseaba era una relación estable, ¿no se lo había dicho expresamente?

Entonces ¿a qué venía esa disparatada proposición?

Temblando, sintiendo náuseas, se obligó a analizar los hechos, a encontrar una respuesta a esa pregunta. Aún no debía de estar cansado de las noches de ardiente pasión, consideró. Cesare todavía la deseaba físicamente. Quizá porque los momentos de intimidad habían sido limitados. Por un lado, por sus viajes de negocio al extranjero. Por otro, porque ella se había negado a mudarse con él y, cuando pasaban la noche juntos, se iba al amanecer, sola, en taxi, para volver a la casa que compartía con su madre.

Por ese motivo, no habían podido compartir todo el tiempo que deseaban. Y habían tenido que renunciar inevitablemente a los mejores momentos. En su relación no había nada rutinario ni predecible. Por eso Cesare no se había cansado aún de ella.

Esa debía de ser la explicación de tan sorprendente proposición. Quería atarla legalmente hasta que se cansase de ella. Era lo normal en los sofisticados círculos en que él se movía. Y el resultado era siempre desolador, como Bianca sabía bien.

«Se acabó», se reprendió tajante cuando el taxi entró en su calle. Había hecho lo único correcto y sensato. Debía olvidar a Cesare Andriotti, olvidar el breve romance que había empezado a significar demasiado para ella. Y concentrarse en los problemas de su futuro inmediato.

Bianca pagó al taxista y permaneció un instante en la cálida noche de finales de mayo, preparándose para entrar en su casa.

Debía dejar su angustia de lado. Armarse con el amor que debía a su madre. Agradeció mentalmente la colaboración de su tía Jeanne. Sin su ayuda no habría podido asistir a la cena de cumpleaños de Claudia, en la que había tomado la decisión definitiva de poner fin a su romance con Cesare. Además, si Jeanne no se hubiese ofrecido para cuidar a su hermana, la madre de Bianca, ella habría tenido que pedir a su jefa una licencia indefinida hasta que se resolviesen los problemas de su madre.

Con un suspiro, se giró hacia la casa que tendrían que abandonar en poco tiempo.

Una escalinata llevaba hasta la señorial puerta blanca. Las jardineras vacías, que debía haber plantado hacía semanas, no deslucían los elegantes cortinajes de las ventanas. La elegante fachada daba una imagen de decoro, pero no escondía precisamente eso.

Como para reforzar su irónico pensamiento, la puerta se abrió repentinamente y un joven moreno, vestido solo con unos boxer y una camiseta interior, medio cayó, medio se tiró por las escaleras. Lo siguieron diversas prendas de ropa y las chillones imprecaciones de su madre.

–¡Miserable! ¿Qué te has creído? ¿Que estoy desesperada? –en tono mordiente y algo más bajo, añadió–: Y un consejo, ¡más te vale lavar tu mercancía antes de intentar venderla!

A la luz del vestíbulo, la figura de Helene Jay, alta y enjuta, envuelta en una transparente bata de encaje, tenía un aspecto deplorable. Los enredados mechones de cobre, cuidadosamente teñidos, enmarcaban la belleza ajada de un rostro demasiado maquillado.

Ignorando al joven, que gateaba recogiendo sus dispersas pertenencias, Bianca subió la escalera. Tenía el ánimo por los suelos, solo deseaba llorar. Llorar por lo que había perdido esa noche. Llorar por lo que le deparaba su futuro inmediato.

Pero no podía permitirse ser tan débil. Durante la inmensa mayoría de sus veinticinco años de vida había tenido que ser fuerte para apoyar a su madre. Y ahora Helene la necesitaba más que nunca.

Un par de semanas atrás habían tenido que realizar a su madre un lavado de estómago nada agradable. Una sobredosis de pastillas para dormir y enormes cantidades de alcohol.

–Una copita más de la cuenta y olvidé que ya me había tomado las pastillas. Un error tonto, cariño –se había excusado Helene débilmente.

Pero Bianca no estaba tan segura. Su madre se acerca a los cincuenta. No había ningún hombre en su vida. Su belleza, impresionante en otra época, se desvanecía rápidamente. Su inestable temperamento era cada día más frágil. Podía pasar cualquier cosa.

Bianca se acercó a su madre y la tomó del brazo, ocultando su sobresalto al notar su extrema delgadez. La hizo entrar delicadamente en la casa, cerrando la puerta tras ellas.

–Helene... no –le rogó, la voz desgarrada por la compasión, cuando una repentina tempestad de sollozos sacudió el cuerpo de su madre. Bianca no soportaba verla así. Se le había corrido el rímel y tenía círculos oscuros en los ojos, como un panda. La escandalosa pintura de labios se había extendido a las finas arrugas que rodeaban su boca.

–¡Ese asqueroso era un gigoló! ¡No tenía ni idea! ¿Cómo iba a imaginarlo? –declaró con voz quebrada–. ¡Supuso que tenía que pagar para conseguir compañía masculina!