La amante inocente del griego - Diana Hamilton - E-Book

La amante inocente del griego E-Book

Diana Hamilton

0,0
2,99 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

Pretendía vengarse llevándosela a la cama… La temible reputación de Dimitri Kyriakis no deja la menor duda sobre lo implacable que puede ser en una sala de juntas. Pero el principal asunto en la agenda personal de este magnate es algo muy personal: quiere vengarse de su padre. Andreas Papadiamantis. ¿Y qué mejor manera de hacerlo que seduciendo a Bonnie, el último juguete de Andreas? La inocente Bonnie había sido contratada como enfermera de Andreas, pero Dimitri se niega a creer que no esté buscando una parte de la fortuna familiar. Sólo después de hacer el amor con ella descubre que había estado diciendo la verdad…

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 159

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



 

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2009 Diana Hamilton

© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

La amante inocente del griego, n.º 1999 - julio 2022

Título original: Kyriakis’s Innocent Mistress

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1141-116-5

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

 

 

 

 

 

DIMITRI Kyriakis miraba fijamente la mansión de su padre, diciéndose a sí mismo que no estaba impresionado. No, no quería estarlo.

La villa, o lo que podía ver de ella al final del camino rodeado de árboles, era inmensa; un brillante monumento al dinero y el poder. Pero no podría atravesar la enorme verja de hierro forjado sin conocer el número de seguridad que desactivaba la alarma. Y si intentaba saltar el muro, el equipo de seguridad de Andreas Papadiamantis caería sobre él.

Pero tenía que encontrar alguna manera. Tenía que hacerlo por su madre.

Porque se lo debía.

Él tenía ya catorce años. Un hombre… o casi. Y había ido a buscar lo que era suyo, de modo que nada ni nadie podrían evitar que hiciera lo que tenía que hacer.

Irguiendo sus delgados hombros, empezó a caminar alrededor del perímetro de la finca, el ardiente sol griego cayendo a plomo sobre su cabeza y atravesando la camisa. Si su madre supiera lo que estaba haciendo le daría un ataque, pensaba.

Intentó sonreír al imaginar a la dulce y frágil Eleni Kyriakis perdiendo los nervios, pero se le hizo un nudo en la garganta y la sonrisa se congeló en sus labios.

Se lo había contado la noche anterior. Cuando volvió del trabajo al que acudía después del colegio en las cocinas de uno de los hoteles más importantes de Atenas, cuyo propietario era, ahora lo sabía, su padre. Del colegio al hotel y de allí a la claustrofóbica habitación que habían alquilado en una callejuela del centro de la ciudad. Allí encontró a su madre, planchando una pila de ropa. Además de planchar para otros, Eleni tenía que limpiar casas para pagar el alquiler. Y estaba permanentemente agotada.

Su madre se había apartado un mechón gris de la frente, sonriéndole como solía hacerlo todos los días, sin darle pista alguna de lo que estaba a punto de decir.

–Siéntate un rato conmigo, hijo. Tengo algo que contarte –suspiró aquel día–. Muchas veces me has preguntado quién era tu padre y yo siempre he dicho que te lo contaría cuando fueras mayor, cuando fueras lo bastante maduro como para ver las cosas con cierta perspectiva. Pero las circunstancias han cambiado.

Tenía los ojos empañados y él supo enseguida que ocurría algo grave.

Aún recordaba cómo se le había encogido el estómago cuando le contó que le habían hecho unas pruebas en el hospital. Tenía un problema de corazón y podía fallarle en cualquier momento. Su madre había sonreído entonces y era una sonrisa que Dimitri recordaría durante el resto de su vida.

–¿Pero qué saben ellos? Yo soy dura. Les demostraré que están equivocados –había dicho, apretando su mano–, ya lo verás. Pero en caso de que tengan razón, debo decirte quién es tu padre. Era tan guapo, tan interesante, y yo lo quería tanto.

Había sido entonces, mientras le descubría la identidad de su padre, cuando Dimitri había visto a su querida madre con otros ojos. Cuando había visto por primera vez las arruguitas de cansancio que cubrían su frente, sus mejillas hundidas y la coloración azulada de sus labios. Y entonces había sabido lo que tenía que hacer.

Con la determinación de la juventud, empezó a escalar el muro, buscando un sitio al que agarrarse, nervioso cuando consiguió saltar al otro lado.

Tras una larga fila de árboles podía ver un jardín inmaculado y, desde algún sitio, le llegaba el evocador aroma del jazmín. Entonces oyó voces. La de un hombre, seca y dura, y las súplicas de una mujer.

Dimitri atravesó el grupo de árboles… y los vio. El hombre que llevaba un traje de chaqueta color crema era su padre. Su fotografía aparecía tan a menudo en los periódicos que era fácilmente reconocible. La mujer, rubia, joven y delgada, llevaba un vestido de gasa y una sombrilla. Sólo con las joyas que llevaba puestas aquel día, su madre no hubiera tenido que trabajar hasta dejarse la vida durante los últimos años.

De modo que aquélla debía ser la segunda esposa de Andreas Papadiamantis.

Sin vacilar, Dimitri dio un paso adelante para que pudieran verlo. Aquel hombre, casado y con un hijo pequeño, había seducido a una criada para despedirla después, cuando le dijo que estaba embarazada.

¡De él!

¡Y por eso tendría que pagar!

Andreas Papadiamantis lo había visto y a Dimitri se le quedó la boca seca. Pero irguió los hombros cuando el hombre que era su padre se dirigió hacia él.

–¿Quién eres y qué haces aquí? –le espetó el déspota, seguro en su reino, el millonario propietario de una línea de cruceros y hoteles de lujo.

Dimitri vio que se llevaba una mano al bolsillo de la chaqueta. ¿Llevaría una pistola? ¿Pensaba dispararle y decir luego que había sido en defensa propia? ¿O estaba a punto de usar algún artilugio electrónico para que los de seguridad lo echasen de allí a patadas?

Negándose a mostrar temor, Dimitri habló, enfadado consigo mismo cuando le salió un gallo, como solía ocurrirle a menudo:

–Soy Dimitri Kyriakis, el hijo de Eleni. Su hijo.

Silencio. Su padre bajó la mano.

Una figura alta e impresionante apareció entonces por el camino y la mujer dio un paso adelante, pero Andreas les hizo un gesto con la mano para que se apartasen.

–Eso es fácil de decir, pero no tan fácil de demostrar. ¿Qué quieres de mí?

Dimitri se puso colorado. Él no toleraba insultos de nadie, pero no tenía orgullo en lo que se refería a su madre, que había trabajado sin descanso para sacarlo adelante, incluso quedándose sin comer a veces para darle comida a su hijo. Y jamás se había quejado.

Dimitri era casi tan alto como el hombre e hizo un esfuerzo sobrehumano para que su voz sonase como la de un adulto:

–Usted es Andreas Papadiamantis. Todo el mundo sabe lo rico y poderoso que es… con todos esos hoteles y cruceros. Lo tiene todo y mi madre no tiene nada. Hace quince años, Eleni Kyriakis trabajaba para usted como criada. Usted le dijo que su matrimonio se había roto… la sedujo. Era una chica guapísima entonces y estaba enamorada de usted –su corazón dio un vuelco al ver un brillo de reconocimiento en los ojos de Andreas. Lo recordaba, recordaba lo que había pasado–. Pero cuando le dijo que estaba embarazada usted la despidió y la echó de aquí. Le rompió el corazón.

Ella no le había dicho eso, pero Dimitri había intuido su profunda tristeza cuando le contó lo que había ocurrido quince años antes.

–Ella no sabe que estoy aquí –siguió, mirando a su padre a los ojos–. Mi madre jamás se atrevería a pedirle nada, pero yo sí. Está muy enferma, su corazón está agotado. Necesita descansar y comer bien. Yo hago lo que puedo… durante los fines de semana y después del colegio trabajo en las cocinas de uno de sus hoteles en Atenas. Eso ayuda un poco, pero no es suficiente –Dimitri llevó aire a sus pulmones–. Lo único que le pido es que le pase una pequeña pensión para que no tenga que trabajar. Y sólo hasta que yo pueda mantenerla. Mi madre necesita descansar, vivir sin la angustia de no saber si podrá pagar el alquiler o acabaremos en la calle… –su voz se rompió en ese momento.

Siendo uno de los hombres más ricos de Atenas, para Andreas Papadiamantis pasar una pequeña pensión no tendría la menor importancia. Seguramente se gastaría más dinero cualquier noche que saliera a cenar con su segunda esposa.

–Yo no quiero nada para mí –siguió Dimitri– y nunca le pediré nada más que esto: una pequeña pensión para mi madre significa la diferencia entre la vida y la muerte para ella. ¡Consulte con los médicos si no me cree!

El hombre que era su padre sonrió entonces, una sonrisa cínica y burlona.

–Yo no me dejo chantajear por nadie… como gente más inteligente que tú ha descubierto demasiado tarde. Cuéntale esta historia a alguien y os aplastaré a ti y a tu madre.

–No es una historia…

–Aunque fuera cierto, Eleni Kyriakis sabía lo que estaba haciendo cuando se acostó conmigo. Y entérate de una vez, chico: éste es un mundo de perros y sólo gana el más fuerte.

Andreas hizo un gesto con la mano y el guardia de seguridad se acercó para tomar del brazo a Dimitri, que miraba a aquel tirano con expresión de total impotencia.

–Spiro, echa a este chico de mi propiedad –sin mirarlo siquiera, Andreas Papadiamantis se volvió hacia su mujer y él se encontró lanzado a la carretera sin contemplaciones.

Pero se levantó enseguida, oyendo el golpe de la verja de hierro, limpiándose los pantalones de polvo.

Su madre había sido insultada. Él había sido insultado. Odiaba al hombre que era su padre y se vengaría de él.

Respirando profundamente, y con la cabeza bien alta, Dimitri empezó el largo camino de vuelta a la ciudad.

Lo haría pagar por sus insultos. Encontraría la manera de hacerlo.

Esa noche, descubrió que ya no había trabajo para él en las cocinas del hotel, otro gesto de desprecio y de crueldad por parte de su padre.

Y la promesa de vengarse quedó grabada en piedra para siempre cuando su madre murió diez meses después de un ataque al corazón.

Capítulo 1

 

 

 

 

 

DIMITRI Kyriakis dejó el sobre encima del escritorio e intentó no mostrar desdén mientras se despedía del investigador privado.

Rozando el sobre con los dedos, miraba los enormes ventanales que iban del techo al suelo sin ver nada.

Había vivido treinta y seis años y era un hombre decidido, firme. Durante los últimos veintidós, había estado vengándose fría y calculadoramente de Andreas Papadiamantis, su padre, por haberse negado en redondo a ayudar a su madre cuando necesitaba ayuda económica tanto como respirar; una ayuda que él, su hijo de catorce años, no podía ofrecerle.

Veintidós años en los que había trabajado sin descanso, aprendiendo, planeando, dando pasos tentativos y luego pasos de gigante hacia ese objetivo: la caída del arrogante y poderoso Andreas Papadiamantis.

La línea de cruceros de lujo Kyriakis ya había conseguido empequeñecer la línea de su padre, hasta tal punto que se rumoreaba que iba a declararse en bancarrota.

Y ahora los directivos de su empresa estaban trabajando para comprarle los dos últimos hoteles que le quedaban, uno en París, el otro en Londres. El resto había ido perdiendo categoría en comparación con lo que ofrecía la cadena de hoteles Kyriakis hasta que lo echó de la lista de los mejores del mundo y, por fin, Andreas tuvo que venderlos.

Pero las cosas habían cambiado de repente: su padre había desaparecido seis meses antes. Nada de las habituales menciones en la prensa y no se lo había visto en su oficina de Atenas. Sin embargo, la idea de que el viejo león estuviera escondiéndose en su guarida para lamer sus heridas resultaba curiosamente turbadora para Dimitri. Quería que su enemigo estuviera en el cuadrilátero, luchando.

Cuatro meses después de la repentina desaparición de su padre, su frustración y su curiosidad más grandes que nunca, Dimitri había hecho que vigilaran la fabulosa mansión de la que una vez lo había echado sin contemplaciones. Quería saber qué estaba pasando.

Para él, espiarlo era algo muy desagradable. Siempre había sido despiadado en la búsqueda de su objetivo, pero iba de frente, sus intenciones claras para cualquiera. Así era como Dimitri operaba.

Intentó concentrarse en la fabulosa vista panorámica desde el ventanal: el mar azul rodeado de altos pinos, la arena blanca de la playa… relajante, hipnótica. O debería serlo. Siempre lo había sido. Hasta aquel día.

Solía ir a su retiro en la isla dos veces al año para relajarse y olvidarse de todo. Ni un solo fax, ni una máquina de fotocopias, ni un ordenador a la vista. Pero ahora su mente daba vueltas y vueltas…

¿Habría hecho suficiente? ¿Habría terminado con su vendetta particular? ¿Sería el momento de olvidar a su padre y sus planes de hundirlo en la miseria? ¿El momento de evitarle a aquel hombre que tanto daño le había hecho la última humillación?

¿Sería hora de que empezase a vivir su vida sin la sombra de Andreas Papadiamantis pesando sobre él? ¿De darle la espalda a sus esporádicas y siempre discretas aventuras, casarse y tener hijos para darle un propósito a su vida?

Dimitri frunció el ceño cuando recordó lo que tenía en la mano. Irguiendo los hombros bajo la camisa de algodón blanco hecha a medida, sacó las fotografías del sobre.

Su padre. En una terraza, frente a una inmensa piscina. Con su eterno traje de color crema, gafas de sol y, de manera incongruente, un viejo sombrero de paja en la cabeza. La foto, tomada con teleobjetivo, lo hacía parecer más pequeño, más insignificante. Aunque no así a la mujer que estaba a su lado.

Andreas Papadiamantis estaba tocando el hombro desnudo de una rubia espectacular, con un bikini aún más espectacular. Ella sonreía, su larga melena rubia cayendo por su espalda, sus voluptuosos pechos a punto de salirse de los dos triangulitos de tela azul. Era una tentación con piernas.

¡Y qué piernas! Largas, estupendamente proporcionadas, suaves, bronceadas.

Abruptamente, Dimitri apartó las fotografías. No tenía que ver ninguna más. Ya había visto lo que el viejo león estaba buscando: una nueva esposa que despertase su rancia libido.

A su padre siempre le habían gustado las rubias.

Dimitri apretó los labios al recordar otro momento, otra rubia, la segunda mujer de su padre. Con unos pendientes de diamantes y su vestido de diseño, a un universo de distancia de los vestidos baratos que su madre se veía obligada a usar. Y su padre echándolo de la propiedad, negándose a ayudarlos, negándoles la modesta suma que hubiera supuesto la diferencia entre la vida y la muerte para su madre.

De modo que no, mientras tan amargos recuerdos siguieran existiendo, la venganza no había terminado.

Andreas Papadiamantis no había sido perdonado.

 

 

–¡Una podría acostumbrase a vivir así, hermanita!

Bonnie Wade sonrió a su hermana. Lisa estaba tumbada en una hamaca frente a la piscina, en bikini, su corto pelo rubio aún mojado.

«Mis dos rubitas», solía llamarlas su padre.

–Toma… –Bonnie tomó el bote de crema solar y se lo tiró a su hermana–. No querrás quemarte.

A lo veintisiete años, dos más que Bonnie, Lisa siempre había sido su mejor amiga. Física y temperamentalmente, no podían ser más diferentes. Lisa era dura como las piedras y delgadísima, mientras Bonnie era más dulce… y nadie podría decir que fuese delgada. Pero se complementaban la una a la otra y se entendían bien.

Su madre, la esposa de un ocupado médico de familia, solía decirle a sus amigas lo contenta que estaba de que sus hijas se llevasen tan bien: «desde que Bonnie aprendió a caminar, mis dos hijas han sido inseparables. No discuten nunca».

Y era cierto. Pero, aunque estaba contenta de haber recibido la llamada de Lisa para que fuese a buscarla al aeropuerto, Bonnie seguía sin entender por qué estaba allí.

–Te lo contaré después –le había dicho su hermana mientras iban hacia la villa–. Y para que no te angusties, papá y mamá están bien. No tienes que preocuparte por eso.

Ahora, tres horas más tarde, seguía sin saber qué hacía Lisa en Grecia. Como preparadora física para los ricos y famosos, su hermana solía tomarse vacaciones durante las navidades pero, aparentemente, aquel año había decidido pasar unas semanas en Creta durante el verano y, de camino, había ido a verla.

–¿Seguro que al viejo no le importa que esté aquí? –le preguntó Lisa, poniéndose crema en las piernas.

–Seguro que no –sonrió Bonnie–. Cuando le dije que tenía que ir a buscarte al aeropuerto insistió en que me llevase Nico y se negó a dejar que fueras a un hotel –dijo luego, estirando el faldón de la camisa blanca de su uniforme–. Así que cuéntame: ¿a qué se debe tu inesperada visita?

Lisa se apoyó en un codo.

–Bueno, veras… ¿por qué no te sientas? Creo que sé cómo vas a tomártelo, pero prefiero que estés sentada.

Bonnie miró a su hermana, sorprendida.

–Es que estoy trabajando –le dijo, mirando el reloj–. Y la sesión de terapia de Andreas empieza en diez minutos.

–Muy bien. Pero antes… ¿cuánto tiempo vas a seguir aquí?

–Hasta final de mes. ¿Por qué?

Como enfermera, trabajando para una respetada agencia, Bonnie estaba especializada en cuidados paliativos y, aunque solía trabajar en Inglaterra, a veces tenía que trasladarse de país.

Y tal vez tendría que quedarse algún tiempo más para atender a Andreas Papadiamantis, un enfermo de cáncer que tenía innumerables problemas. Pero no había tiempo para contarle todo eso ahora.

–Pues verás… –empezó a decir Lisa–. Troy fue a ver a papá y mamá el otro día. Dice que quiere volver contigo.

Bonnie notó que se ponía pálida. Furia, incredulidad… no sabía qué sentía en aquel momento, pero tuvo que sentarse en una de las sillas.

La víspera de su boda, Troy había enviado a su mejor amigo para decirle que no podía casarse con ella. Además de pedirle que se encargase de devolver los regalos de la boda y, por supuesto, decir que podía quedarse con el anillo de compromiso.

Bonnie había sentido pena por Brett, el portador de la mala noticia, que estaba terriblemente avergonzado. Sólo después se dio cuenta de que debería haber sentido pena por sí misma, por su corazón roto. Pero la verdad era que no tenía el corazón roto y lo de que podía quedarse con el anillo era un insulto que seguía doliéndole en el alma.