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Dos frentes abiertos contra la naturaleza en lugares distintos. Por un lado, el incendio de un bosque en Asturias que Luis, miembro de Icona, intentará detener. Por otro lado, la lucha de Daniel, su hijo, para impedir el derribo de los árboles de su calle en Madrid. ¿Quién sadrá victorioso de esta cruenta batalla? Una historia que muestra la importancia de la conservación del medio ambiente.
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Seitenzahl: 104
Veröffentlichungsjahr: 2013
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La batalla de los árboles
Carlos Villanes Cairo
A Francesca, mi niña de Chamberí, y a Lucía Chávez Sepe.
Inspirada en hechos reales, ésta es una novela y sus protagonistas son ficticios.
A Daniel le despiertan los ladridos de Duque y a Duque le ha despertado el teléfono, que no cesa de sonar. El chico abre los ojos pesadamente, mira hacia la ventana y es noche cerrada, todavía. Los números rojos de su radio reloj le indican la hora: son las cinco y doce minutos de la madrugada.
Sus padres tienen un supletorio en su dormitorio, pero no lo cogen, porque los sábados lo desconectan. Se quedan hasta después de medianoche a ver alguna película de la tele, y como los domingos se toma el desayuno más tarde, nadie dice nada. Claro, es de madrugada y el teléfono parece haber enloquecido. Daniel hace un gran esfuerzo y se dirige hacia el salón a ver quién llama con tanta insistencia.
Camina un poco dormido y ve que su padre también se acerca a la carrera.
—Gracias, lo cojo yo —le dice Luis.
Daniel da media vuelta y retorna a su dormitorio.
—¿Cóoomo? —pregunta el padre de Daniel con un tono de voz que más bien parece una exclamación.
Son malas noticias. Eso despierta a Daniel por completo. Aguza el oído y vuelve a oír la voz de su padre:
—¡Si sólo estamos en mayo! —Luis hace un breve silencio y añade—: ¿Cómo es posible que ya empiecen los incendios? ¡Es para no creérselo!
Otro silencio. Daniel casi puede oír la respiración agitada de su padre. Imagina su cara congestionada. en una mezcla de enfado y tristeza. Luis trabaja en el Icona y su gran batalla de todos los veranos es luchar contra el fuego.
—¡Seguro que lo ha provocado algún salvaje! —exclama, y permanece atento a cuanto le dicen del otro lado de la línea—. Sí, sí, lo conozco bien, es el pueblo de los padres de mi mujer. Sí, estaré en el aeropuerto en menos de una hora.
Daniel quiere saber más detalles. Tira la manta y camina hacia el salón. En el pasillo se choca con su madre. También se ha levantado, parece nerviosa y mira con ansiedad a su marido.
—Se ha producido un gran incendio forestal en Valdeaguas —informa Luis.
—¡Dios mío! —dice ella—. ¿Y qué más te han dicho?
—Ha quemado algunas casas en la parte baja del pueblo. Se declaró ayer al mediodía.
Rosa se cubre los labios como si quisiera ahogar un grito.
—No hay víctimas, pero es muy grande. Los bomberos han trabajado toda la noche y ahora tenemos que apoyarlos —afirma el hombre, y mira a su esposa—. Saldré inmediatamente.
Poco después se reúnen en el comedor. La madre y el niño toman leche tibia. Luis acompaña el café con unas tostadas. Lleva tanta prisa que ni siquiera se sienta.
—En cuanto puedas, telefonéame —le pide Rosa—. Quisiera saber cómo están Antonio, Lola y la niña.
—Lo haré —responde Luis—. Supongo que a los abuelos no se les habrá ocurrido ir a Valdeaguas, ¿verdad?
—No lo creo. Ellos no se mueven de Santander. De todas maneras, los llamaré.
Luis se despide rápidamente.
—No te arriesgues sin necesidad —le recomienda Rosa, y se pone triste. Descubre que Daniel la mira preocupado y disimula. Le sonríe levemente para hacer menos tenso el momento y le dice—: ¡Hala, vete a la cama, que todavía tenemos que dormir un poco!
EN MADRID, LOS AVIONES del Icona están en el aeropuerto de Cuatro Vientos, y para llegar allí Luis debe atravesar toda la ciudad, que todavía duerme.
Por los bulevares desiertos aparecen, como fantasmas, algunos juerguistas rezagados camino de sus hogares y las camionetas que descargan en los quioscos los diarios recién salidos. El aire fresco presagia un día sin nubes.
Los árboles cubiertos de hojas nuevas se revuelven con el viento que levantan los coches al pasar. Los envuelve una tenue neblina naranja, de las luces del alumbrado público. Luis contempla el balanceo de las copas de la arboleda y mueve la cabeza.
«¿Cómo pueden arder los árboles? », se pregunta. Llega al Paseo de Extremadura y, al ver que tiene vía libre, pisa a fondo el acelerador. El coche responde con un rugido y se desliza raudamente.
Los edificios quedan atrás y de pronto asoma el viejo aeropuerto. En la distancia, el alba empieza a despuntar. Una franja rosa prolonga en el cielo el perfil de los hangares y las siluetas estilizadas de los aviones.
Luis es ingeniero y se ha especializado en combatir el fuego de los incendios forestales. Su base de operaciones está en Madrid, pero cuando se trata de un siniestro de grandes proporciones, le llaman desde cualquier parte del país y él viaja en el acto para dirigir, en el mismo lugar de los hechos, una acción inmediata.
En el aeropuerto le recibe el coronel Espínola y le pone al tanto de la situación.
—El fuego ha destruido varias casas de las afueras del pueblo —le comenta—. Y ahora amenaza con extenderse hacia la zona más poblada. Algunos lo han perdido todo y otros se niegan a ser evacuados.
—Nadie se resigna a perder sus posesiones —dice Luis—. ¿Hay víctimas?
—Sí, una pareja de ancianos con quemaduras de primer grado. Se quedaron atrapados en una buhardilla. También un guardia forestal y un voluntario que preparaba el primer cortafuegos. Todos están graves.
—¿A qué hora saldremos?
—Dentro de quince minutos.
Foco después, los motores de los aviones rugen y se aproximan a la cabecera de la pista. Despegan, uno tras otro, y sus contornos, afilados y negros, se dibujan contra el cielo malva. En el horizonte, las sombras de la noche empiezan a disiparse y las cosas recobran sus formas y colores.
DANIEL NO HA PODIDO DORMIR: tampoco Duque, que se ha instalado cerca de la cama del niño y mantiene agachada la cabeza encima de sus patas delanteras. De tanto en tanto bate la cola, como si meditara.
Duque conoce todos los pormenores del problema de Daniel. Su dueño se lo ha comentado muchas veces. Entre ellos hay una amistad tan grande que juntos han creado un lenguaje que ambos entienden, pero nadie más.
Y el problema de Daniel es que dentro de la casa no tiene con quien jugar. Le encantaría un hermano o una hermana, no importa mayor o pequeño, rubio o moreno, gordo o flaco.
Cuando se pone triste, hace una de estas dos cosas: escucha su radiocasete a todo volumen o sale a la calle, donde encuentra a sus amigos o se sienta en un banco y se pone a mirar la doble fila de árboles en cada acera de su calle. Daniel vive en Álvarez de Castro, en el corazón del barrio de Chamberí, en Madrid.
Se asoma a la ventana y no hay nadie. Son las nueve de la mañana, es domingo y todo parece vacío. Daniel decide oír música, llama a su perro y ambos se encierran en su habitación.
Escoge una cinta, baja el volumen, porque su madre está durmiendo, y empieza la música. Sin embargo, poco después oye un grito estridente:
—¡Danieeel!
El niño corre a descubrir qué quiere su madre y, antes de llegar a su dormitorio, oye:
—¡Apaga esa música! ¿No sabes que hoy es domingo y he tenido que madrugar? ¿Es que te has vuelto loco?
Daniel quiere decirle que la música está a muy poco volumen y no molesta a nadie, pero se encoge de hombros. Vuelve a su habitación y apaga el aparato. Se viste, se peina con los dedos y un poco de agua, y decide irse a la calle.
Duque, mudo testigo de toda la escena, mira a Daniel y le dice:
—Yo te comprendo y tienes todo mi apoyo.
—Gracias —le responde Daniel—, eres un buen amigo.
Luego se marcha, y Duque le sigue.
—¡Si sales, ten cuidado con el perro! —grita su madre.
—Ya lo sé —dice Daniel.
—Yo sé cuidarme solo —replica Duque.
El niño y su perro cruzan el portal. Caminan unos pasos y se acurrucan en el banco más próximo, sin decir una sola palabra.
De pronto, Daniel oye que vocean su nombre. Mira a uno y otro lado. No hay nadie. Se vuelve hacia los árboles y trata de averiguar quién le llama, pero no consigue saberlo.
—Eh, Daniel, estoy a tu espalda.
Gira la cabeza y descubre, muy escondido detrás de un árbol, a don Joaquín, un anciano a quien los niños del vecindario llaman «abuelo».
A la gente menuda le encanta oír las historias de don Joaquín, aunque los adultos prefieren que sus hijos no le escuchen, porque dicen que suele contarles cosas raras.
—¿Qué pasa, abuelo Joaquín?
—Camina sin volverte hasta enfrente y siéntate en el banco cerca del semáforo; espérame, que tengo algo muy importante que decirte.
Daniel nunca ha visto tan preocupado al abuelo Joaquín. Algo grave pasa. Camina ligero, pero Duque se retrasa oliendo un árbol, viejo amigo suyo.
—¡Date prisa. Duque!
—Ya voy, hombre, que a mí también me interesan las aventuras —le responde.
Observándolo bien, el abuelo Joaquín está enfadado. Ha palidecido y su rostro resalta sobre la gabardina oscura que lleva puesta. Se sienta en el banco, mira a todos lados y se decide a hablar:
—Mañana va a ocurrir algo muy, pero que muy horroroso, en esta calle.
El chico abre los ojos como farolas. Duque levanta lo más que puede las orejas.
—¡Es horrible! —insiste el anciano.
—Bueno, cuéntalo ya, que me va dar un infarto —dice Daniel imitando a los mayores, que siempre hablan de infartos cuando se desesperan por conocer alguna noticia sorprendente.
—¿Infarto a tu edad?
—Eso digo yo —comenta Duque.
—Bien —prosigue don Joaquín—. Tú sabes que yo permanezco buena parte del día sentado en los bancos de nuestra calle. Así me distraigo y me lo pasó bien mirando a la gente, aunque muy pocos reparan en mí.
—Es verdad, yo también lo hago.
—Lo sé, por eso te he buscado —el abuelo carraspea porque la voz se le pone ronca—. Desde hace días he observado a un grupo de hombres raros que vienen, conversan, hacen cálculos, discuten... y justamente ayer dieron una orden definitiva.
—¡No entiendo!
—¡Ni yo! —ladra Duque.
—Mira: esta calle y estos hermosos árboles dentro de muy poco desaparecerán.
—¿Qué?
—Como lo oyes. Mañana vendrán unas excavadoras y levantarán el suelo; construirán un gran agujero en toda la calle, que cruzará por debajo de la glorieta y servirá también de aparcamiento para los coches, que aumentan todos los días en Madrid y la gente ya no sabe dónde ponerlos.
—¿Y los árboles?
—Los echarán, sin remedio. Esta calle dejará de tener árboles en doble hilera a cada lado, pondrán una acera con losetas de colores, que. según dicen, es lo que ahora se lleva, y... ¡fuera árboles!
Daniel mira con pena las copas cargadas de hojas y piensa en la cara que pondrá su padre cuando se lo cuenten. El abuelo se llena los pulmones de aire primaveral y no quiere ni pensar en los veranos sin esa sombra apacible. Duque también levanta la punta de la nariz.
El chico reacciona y siente que se le sube la rabia:
—¿Yqué podemos hacer para detenerlos?
—Ésa es la gran pregunta que yo también me vengo haciendo durante estos días, desde que me enteré de la mala noticia —el abuelo Joaquín arruga la corteza vieja de su frente y se le abultan las cejas, blancas como ramas en invierno.
Daniel se palmea los carrillos.
—Y con qué cara se habla de unir esfuerzos para salvar a los árboles, si los van a tirar...
—Ya ves... Pero mientras no los hayan derribado, todavía nada está perdido. Porque yo tengo un plan...
Duque yergue las orejas, ansia estar bien enterado.
El abuelo Joaquín expone detalladamente el plan a Daniel. Al concluir, se pone de pie y le extiende la mano:
—Jovencito, ahora te toca hacer tu trabajo.
—Lo haré gustoso, aunque no sé qué dirá mi madre.
—Correremos ese riesgo.
—Y vale la pena... —dice Daniel, y vuelve a casa.
La