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La búsqueda en sueños de la ignota Kadath escrita por H. P. Lovecraft, es una novela fantástica y onírica protagonizada por Randolph Carter, un soñador sensible e inquieto que, tras contemplar una ciudad magnífica en sus sueños, decide emprender una búsqueda para hallarla, a pesar de que los dioses del sueño se niegan a revelarle su paradero. La historia transcurre en los vastos y extraños paisajes del Mundo de los Sueños, un reino paralelo donde las leyes de la lógica terrestre se desvanecen. Carter recorre regiones olvidadas por el tiempo, viaja en barco con gatos parlantes, cruza desiertos congelados y se enfrenta a criaturas temibles como los night-gaunts y los ghouls, algunos de los cuales se convertirán en aliados inesperados. También desciende a ciudades subterráneas, se encuentra con antiguos dioses y atraviesa mundos donde la geometría misma desafía la comprensión humana. En su viaje, Carter busca no solo una ciudad, sino una respuesta más profunda sobre el deseo, la memoria y la naturaleza de la divinidad. El relato combina mitología personal con paisajes alucinantes y seres extraños, tejiendo una aventura que es tanto una odisea externa como una introspección. Esta traducción ha sido asistida por inteligencia artificial.
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Veröffentlichungsjahr: 2025
Tres veces Randolph Carter soñó con la ciudad maravillosa, y tres veces fue arrebatado mientras aún se detenía en la alta terraza que la dominaba. Dorada y radiante, brillaba al atardecer con murallas, templos, columnatas y puentes arqueados de mármol veteado, fuentes de plata con surtidores prismáticos en plazas espaciosas y jardines perfumados, y amplias calles flanqueadas por árboles delicados, urnas cargadas de flores y estatuas de marfil en hileras relucientes. Entretanto, en las empinadas laderas septentrionales se erguían hileras de techos rojos y viejos aleros puntiagudos, cobijando pequeñas callejuelas de adoquines cubiertos de hierba. Era una fiebre de los dioses, un clamor de trompetas sobrenaturales y un estruendo de platillos inmortales. Un misterio pendía sobre ella al igual que las nubes alrededor de una montaña fabulosa e inexplorada; y mientras Carter permanecía sin aliento y expectante en aquella balaustrada, lo invadían el dolor de las cosas perdidas y la necesidad enloquecedora de volver a situar lo que antaño había sido un lugar imponente y trascendental.
Él sabía que para él su significado había sido supremo alguna vez; aunque no podía decir en qué ciclo o encarnación lo conoció, ni si fue en un sueño o en la vigilia. De forma vaga, aquella visión despertaba destellos de una lejana primera juventud olvidada, cuando el asombro y el placer se hallaban en todo lo misterioso de los días, y tanto el alba como el crepúsculo se mostraban proféticos ante el sonido entusiasta de laúdes y canciones, abriendo puertas de fuego hacia maravillas aún más lejanas y sorprendentes. Pero cada noche, al permanecer en esa alta terraza de mármol con las extrañas urnas y la baranda tallada, y al contemplar la silenciosa ciudad crepuscular de belleza e inefable trascendencia, sentía la opresión de los dioses tiránicos del sueño; pues no podía de manera alguna abandonar aquel lugar elevado ni descender las amplias escalinatas marmóreas que se extendían sin fin hacia esas calles de antigua fascinación que se extendían abajo y lo invitaban.
Cuando por tercera vez despertó con esas escalinatas aún sin descender y esas calles crepusculares aún sin recorrer, rezó largo y tendido a los dioses ocultos del sueño que moran de manera caprichosa sobre las nubes de la desconocida Kadath, en el páramo helado donde ningún hombre pisa. Pero los dioses no respondieron ni mostraron piedad, ni ofrecieron señal alguna a sus plegarias en sueños, ni tampoco cuando invocó su favor sacrificialmente a través de los sacerdotes barbudos de Nasht y Kaman-Thah, cuyo templo cavernoso con su pilar de fuego se alza no lejos de las puertas del mundo de la vigilia. Parecía, no obstante, que sus oraciones habían sido escuchadas de manera adversa, pues tras la primera de ellas dejó por completo de contemplar la ciudad maravillosa, como si aquellas tres visiones lejanas hubieran sido meros accidentes o descuidos, y en contra de algún plan o deseo oculto de los dioses.
Finalmente, enfermo de nostalgia por esas calles crepusculares centelleantes y las enigmáticas callejuelas de colinas con antiguos tejados, y sin poder sacárselas de la mente ni dormido ni despierto, Carter decidió acudir con audaz súplica adonde ningún hombre había ido antes, y atreverse a cruzar los desiertos helados en la oscuridad hasta llegar a la desconocida Kadath, velada por nubes y coronada por estrellas inimaginables, que resguarda en secreto y nocturnidad el castillo de ónix de los Grandes.
En un sueño liviano descendió los setenta escalones hasta la caverna del fuego y habló de su propósito a los sacerdotes barbudos Nasht y Kaman-Thah. Los sacerdotes sacudieron la cabeza, coronada por pshent, y juraron que aquello supondría la muerte de su alma. Señalaron que los Grandes ya habían manifestado su deseo y que no les agrada ser hostigados con ruegos insistentes. También le recordaron que ningún hombre había estado jamás en Kadath ni sospechado en qué parte del espacio podrá encontrarse; si está en las tierras oníricas de nuestro mundo o en las que rodean alguna compañera desconocida de Fomalhaut o Aldebarán. Si estuviera en nuestras tierras de sueño, tal vez se podría llegar, pero solo tres almas humanas desde que el tiempo iniciara han cruzado y vuelto a cruzar los impíos abismos negros hacia otros reinos oníricos; de esos tres, dos volvieron completamente enloquecidos. Tales travesías encierran peligros locales incalculables, además de aquel sobrecogedor riesgo final que se retuerce inefable más allá del universo ordenado, donde no llegan los sueños; esa última plaga amorfa de la confusión más profunda que blasfema y burbujea en el centro de toda la infinitud: el soberano demoníaco sin límites Azathoth, cuyo nombre ningún labio se atreve a pronunciar en voz alta, y que devora con ansia en cámaras inconcebibles y oscuras fuera del tiempo al ritmo sordo y enloquecedor de tambores viles y el chirrido continuo y monótono de flautas malditas; ante ese detestable redoble y punteo dan lentamente, con torpeza y de forma absurda, los gigantescos dioses últimos, los ciegos, mudos, tenebrosos y sin mente Otros dioses, cuyo alma y mensajero es el caos reptante Nyarlathotep.
De todo esto previnieron a Carter los sacerdotes Nasht y Kaman-Thah en la caverna de fuego, pero aun así él decidió hallar a los dioses en la desconocida Kadath en los fríos desiertos, dondequiera que estuviese, y ganarse de ellos el privilegio de contemplar y recordar y cobijarse en la maravillosa ciudad del crepúsculo. Sabía que su viaje sería extraño y largo, y que los Grandes estarían en su contra; pero, siendo ya veterano en la tierra del sueño, contaba con varias memorias y artilugios útiles para ayudarlo. Tras pedir la bendición formal de los sacerdotes y concebir con astucia su ruta, descendió con valentía los setecientos escalones hasta la Puerta del Sueño Profundo y partió a través del Bosque Encantado.
En los túneles de ese bosque retorcido, cuyos robles descomunales se entrelazan con ramas que tantean y relucen tenuemente por la fosforescencia de extraños hongos, habitan los furtivos y reservados Zoogs; que conocen muchos secretos oscuros del mundo onírico y algunos del mundo de la vigilia, dado que el bosque toca en dos lugares las tierras de los hombres, aunque sería fatal indicar dónde. Ciertos rumores, hechos y desapariciones inexplicadas visitan a los hombres justo donde los Zoogs tienen acceso, y es una suerte que no puedan viajar demasiado lejos fuera de las tierras de sueño. Sin embargo, por las zonas más cercanas del mundo onírico se desplazan libremente, pasando veloces casi sin ser vistos y llevando de vuelta historias picantes para amenizar las horas en los hogares que aman en lo profundo del bosque. La mayoría vive en madrigueras, pero algunos habitan en los troncos de los enormes árboles; y aunque se alimentan principalmente de hongos, se rumorea que también tienen un ligero gusto por la carne, ya sea física o espiritual, pues muchos soñadores han entrado a ese bosque y no han regresado. Carter, no obstante, no sentía temor, porque era un viejo soñador y había aprendido su lenguaje aleteante e hizo con ellos varios pactos; gracias a su ayuda encontró la espléndida ciudad de Celephais en Ooth-Nargai, más allá de las Colinas Tanarianas, donde reina la mitad del año el gran Rey Kuranes, un hombre que había conocido con otro nombre en la vida despierta. Kuranes fue la única alma que había ido a las focas estelares y regresado sin rastros de locura.
Avanzando ahora entre los pasillos bajos y fosforescentes que se alzan entre esos troncos gigantescos, Carter emitía sonidos aleteantes al estilo de los Zoogs y, de vez en cuando, escuchaba para oír alguna respuesta. Recordaba una aldea en particular de esas criaturas en lo más escéptico del bosque, donde un círculo de grandes piedras musgosas en lo que antes fue un claro da testimonio de moradores más antiguos y terribles, ya olvidados; hacia ese lugar se dirigía con prisa. Reconoció el camino por los hongos grotescos, que siempre parecen más nutridos a medida que uno se acerca a ese círculo temido en el que seres primordiales danzaban y hacían sacrificios. Finalmente, la intensa luz de esos hongos más espesos reveló una vasta presencia verde y gris, empujándose por el techo del bosque y perdiéndose de vista. Aquella era la más cercana de las grandes piedras en el anillo, y Carter supo que ya estaba cerca de la aldea de los Zoogs. Renovando su sonido aleteante, esperó pacientemente, y al fin fue recompensado con la certeza de que numerosos ojos lo observaban. Eran los Zoogs, pues uno ve sus ojos extraños mucho antes de poder vislumbrar sus diminutas y resbaladizas siluetas marrones.
Surgieron de todas partes, de madrigueras ocultas y de árboles perforados como panales, hasta que toda la zona débilmente iluminada se llenó de ellos. Algunos de los más salvajes rozaron a Carter de manera desagradable, e incluso uno le mordió la oreja con repulsivo atrevimiento; pero esos espíritus indisciplinados fueron pronto controlados por sus mayores. El Consejo de Sabios, tras reconocer al visitante, le ofreció una calabaza llena de savia fermentada de un árbol encantado, distinto de los demás, que creció a partir de una semilla caída desde la Luna. Y mientras Carter bebía ceremoniosamente, se inició un diálogo muy extraño. Los Zoogs, lamentablemente, no sabían dónde se alzaba la cima de Kadath ni si el yermo helado se encontraba en nuestro mundo onírico o en otro. Igual rumoraban sobre los Grandes desde todos los puntos; y tan solo se podía afirmar que era más probable verlos en cumbres altas que en los valles, puesto que en esas cimas danzan con aire nostálgico cuando la luna está arriba y las nubes están abajo.
Entonces uno de los Zoogs, muy anciano, recordó algo nunca antes escuchado por los demás y dijo que en Ulthar, más allá del río Skai, aún quedaba la última copia de aquellos inconcebiblemente antiguos Manuscritos Pnakóticos, redactados por hombres despiertos en olvidados reinos boreales y llevados a las tierras de sueño cuando los caníbales peludos Gnophkehs arrasaron la Olathoe de muchos templos y mataron a todos los héroes de la tierra de Lomar. Esos manuscritos, dijo, contenían mucha información sobre los dioses; además, en Ulthar habitaban hombres que habían visto señales de los dioses, e incluso un viejo sacerdote llegó a escalar una gran montaña para contemplarlos danzar a la luz de la luna. Fracasó, aunque su compañero sí lo logró y murió sin nombre.
Así fue que Randolph Carter agradeció a los Zoogs, que aletearon amistosos y le regalaron otra calabaza llena de vino del árbol lunar para llevar consigo. Acto seguido continuó su camino a través del bosque fosforescente hacia el otro lado, donde el caudaloso Skai fluye desde las laderas de Lerion, y Hatheg, Nir y Ulthar salpican la llanura. Detrás de él, ocultos e invisibles, rastreaban varios Zoogs curiosos, pues deseaban saber qué le ocurriría y llevar la historia de vuelta a su gente. Los robles gigantes se volvieron más espesos cuanto más allá de la aldea avanzaba, y Carter buscaba con atención un punto concreto donde se hicieran menos densos: allí se alzaban troncos muertos o moribundos entre los hongos anormalmente densos y los troncos podridos y empapados de musgo de sus hermanos caídos. En ese lugar debía desviarse bruscamente, pues allí reposaba una inmensa losa de piedra en el suelo del bosque; y quienes se habían atrevido a acercarse aseguraban que sostenía un anillo de hierro de un metro de diámetro. Recordando el antiquísimo círculo de musgosas rocas y la posible finalidad con que lo erigieran, los Zoogs prefieren no detenerse cerca de aquella enorme losa con su inmenso anillo; sospechan que algo olvidado no necesariamente está muerto, y no querrían ver la losa alzarse lenta y deliberadamente.
Carter se desvió en el punto adecuado y oyó tras de sí el aleteo asustado de algunos de los Zoogs más tímidos. Había supuesto que lo seguirían, así que no se inmutó; uno termina acostumbrándose a las rarezas de estas criaturas curiosas. Era el crepúsculo cuando llegó al borde del bosque, y el brillo cada vez más fuerte le indicó que era el amanecer. Sobre las fértiles llanuras que se extendían hasta el Skai, vio el humo de chimeneas de granjas y, por doquier, cercas, campos arados y tejados de paja en tierra pacífica. Se detuvo en el pozo de una casa de campo para beber agua, y todos los perros ladraron aterrados por la presencia apenas perceptible de los Zoogs que reptaban tras la hierba. En otra casa, donde la gente estaba en movimiento, preguntó acerca de los dioses y si bailaban a menudo en Lerion; pero el granjero y su esposa solo hicieron la Señal de los Antiguos y le indicaron el camino hacia Nir y Ulthar.
Al mediodía atravesó la única calle ancha y principal de Nir, que había visitado anteriormente y que marcaba el punto más lejano al que había llegado en esa dirección. Poco tiempo después, llegó al gran puente de piedra que cruza el Skai, cuya pieza central alberga el sacrificio humano vivo que los masones habían sellado en él cuando lo construyeron, hace mil trescientos años. Una vez al otro lado, la presencia constante de gatos, que arqueaban la espalda ante los Zoogs que los seguían, anunciaba la proximidad de Ulthar; pues en Ulthar, según una ley antigua e importante, ningún hombre puede matar a un gato. Muy agradables eran los alrededores de Ulthar, con sus pequeñas casas verdes y fincas bien cercadas; y más encantador aún era el pintoresco pueblo en sí, con sus viejos tejados puntiagudos y pisos salientes, y un sinnúmero de chimeneas y calles angostas en pendiente, donde uno puede ver antiguos adoquines cuando los gráciles gatos se apartan lo suficiente. Carter, ya que los gatos se dispersaban un poco por la presencia de los Zoogs semiclandestinos, se dirigió directamente al modesto Templo de los Antiguos, donde, al parecer, se hallaban los sacerdotes y los antiguos registros. Una vez dentro de esa venerable torre circular de piedra recubierta de hiedra —que corona la colina más alta de Ulthar— buscó al patriarca Atal, quien había subido la montaña prohibida Hatheg-Kia en el pedregoso desierto y regresado con vida.
Atal, sentado en un estrado de marfil en un santuario adornado con guirnaldas en la parte más alta del templo, contaba tres siglos, pero conservaba mucha lucidez de mente y memoria. De él, Carter aprendió muchas cosas sobre los dioses, en especial que son realmente solo los dioses de la Tierra, gobernando con timidez nuestro propio reino onírico y sin poder ni morada fuera de él. Podrían, dijo Atal, escuchar la plegaria de un hombre si de buen humor se encontraran, pero no se debe pretender escalar su fortaleza de ónix en la cima de Kadath en el desierto helado. Era afortunado que nadie supiera dónde se erige Kadath, pues las consecuencias de alcanzarla serían muy graves. El compañero de Atal, Banni el Sabio, fue arrastrado gritando hacia el cielo por solo trepar la conocida cumbre de Hatheg-Kia. Con la desconocida Kadath, si alguien la hallase alguna vez, las cosas serían peores; pues aunque los dioses de la Tierra pudieran ser a veces superados por un mortal sabio, a ellos los protegen los Otros Dioses del Exterior, y es mejor no hablar de esos seres. Al menos en dos ocasiones en la historia del mundo los Otros Dioses estamparon su sello en el granito primordial de la Tierra; una, en tiempos antidiluvianos, según deducen de un dibujo en las partes más antiguas (e ilegibles) de los Manuscritos Pnakóticos, y otra en Hatheg-Kia, cuando Barzai el Sabio intentó ver a los dioses de la Tierra danzando a la luz de la luna. Así pues, dijo Atal, era mucho mejor dejar tranquilos a todos los dioses, excepto para orarles con tacto.
Aunque desanimado por los consejos poco alentadores de Atal y por la escasa ayuda hallada en los Manuscritos Pnakóticos y en los Siete Libros Crípticos de Hsan, Carter no se desesperó del todo. Primero le preguntó al anciano sacerdote acerca de aquella ciudad crepuscular maravillosa que veía desde la terraza con baranda, imaginando que tal vez él podría encontrarla sin la ayuda de los dioses; pero Atal no pudo decirle nada. Probablemente, dijo, el lugar formara parte del mundo onírico personal del soñador y no de la tierra de la visión que muchos conocen; e incluso podría hallarse en otro planeta. En tal caso, los dioses de la Tierra no podrían guiarlo aunque lo desearan. Pero eso no era muy probable, puesto que la interrupción de los sueños indicaba claramente que se trataba de algo que los Grandes deseaban ocultar.
Entonces Carter hizo algo reprobable, ofreciendo a su inocente anfitrión tantas copas del vino lunar que le habían brindado los Zoogs que el anciano terminó hablandor sin freno. Privado de su reserva, el pobre Atal charló libremente de cosas prohibidas; habló de una gran imagen que viajeros decían haber visto esculpida en la roca sólida de la montaña Ngranek, en la isla de Oriab, en el Mar del Sur, sugiriendo que quizá se tratara de una representación que los dioses de la Tierra esculpieron con sus propios rasgos en la época en que danzaban bajo la luna en aquella montaña. Y, entre hipo y hipo, añadió que los rasgos de dicha imagen eran muy extraños, de modo que uno podría reconocerlos fácilmente y que, sin duda, constituían pruebas del auténtico linaje de los dioses.
La utilidad de todo esto para hallar a los dioses se hizo evidente de inmediato para Carter. Se sabe que, bajo disfraces, los más jóvenes de los Grandes suelen tomar por esposas a hijas de hombres; así que, en torno a las fronteras del páramo helado donde se alza Kadath, todos los campesinos deben llevar su sangre. De ser así, la forma de encontrar ese desierto sería ver el rostro pétreo de Ngranek y memorizar esos rasgos; luego, tras observarlos cuidadosamente, buscar en los hombres vivos esos mismos rasgos. Donde fueran más nítidos y abundantes, allí los dioses debían habitar más cerca; y en las tierras estériles que se extiendieran tras las aldeas de dicha región, se encontraría Kadath.
Mucho podría aprenderse de los Grandes en esos lugares, y aquellos que llevaran su sangre tal vez tendrían recuerdos difusos muy útiles para un buscador. Tal vez no conocieran su linaje, pues a los dioses no les gusta ser identificados por los hombres, y nadie ha sobrevivido para ver sus rostros conscientemente (algo que Carter comprendió incluso al tratar de escalar Kadath). Pero esa gente tendría pensamientos elevados e inusuales, incomprendidos por sus vecinos, y cantaría sobre lugares lejanos y jardines tan ajenos a los conocidos incluso en la tierra de ensueño que la gente corriente los consideraría locos. De todo ello se podrían deducir antiguos secretos de Kadath o indicios sobre la maravillosa ciudad del atardecer que los dioses mantienen oculta. Además, tal vez en algunos casos podría tomarse como rehén a un niño muy querido de un dios, o incluso capturar a un dios joven disfrazado, habitando entre los hombres y unido en matrimonio a una hermosa campesina.
No obstante, Atal ignoraba la ubicación del Ngranek en su isla de Oriab y recomendó a Carter seguir el canto del Skai bajo sus puentes hasta el Mar del Sur, donde ningún vecino de Ulthar ha ido jamás, pero de donde llegan comerciantes en barcos o en largas caravanas de mulas y carretas de dos ruedas. Hay allí una gran ciudad llamada Dylath-Leen, pero en Ulthar tiene mala fama por las galeras negras de tres filas de remos que llegan con rubíes procedentes de ninguna costa claramente identificada. Los mercaderes que descienden de esas galeras para negociar con los joyeros son humanos, o casi humanos, pero nunca se ve a los remeros; y no se considera saludable en Ulthar que los comerciantes negocien con barcos negros procedentes de lugares desconocidos cuyos remeros nadie ve.
Cuando terminó de dar esa información, Atal se sintió muy soñoliento. Carter lo acomodó con cuidado en un sofá de ébano decorado e irguió con decoro su larga barba sobre su pecho. Al girarse para marcharse, notó que ya no lo seguía ningún aleteo sospechoso y se preguntó por qué los Zoogs se habrían vuelto tan laxos en su curiosidad. En ese momento advirtió a los esbeltos y satisfechos gatos de Ulthar relamiéndose con un deleite poco habitual, y recordó los siseos y maullidos que había oído débilmente en la zona baja del templo mientras estaba absorto en la conversación con el anciano sacerdote. También recordó la forma hambrienta en que un joven Zoog especialmente insolente había mirado a un pequeño gatito negro en la calle adoquinada. Y como nada le gustaba en el mundo más que los pequeños gatitos negros, se agachó y acarició a los gatos lustrosos de Ulthar mientras ellos se lamían los bigotes, sin lamentarse lo más mínimo de que aquellos curiosos Zoogs ya no fueran a escoltarlo.
