La caída de Porthos Embilea - Jorge Galán - E-Book

La caída de Porthos Embilea E-Book

Jorge Galán

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Beschreibung

La caída de Porthos Embilea continúa la historia iniciada en La ruta de las abejas, un mundo de nieblas inexpugnables que esconde secretos milenarios y terroríficos y que ahora enfrenta la batalla más sanguinaria que esas tierras hayan conocido. Acompañado por Nu y Lóriga, dos insólitos viajeros venidos del País de los Ralicias, y por By, una chica capaz de predecir el futuro, Lobías Rumin atravesó el Valle de las Nieblas siguiendo el vuelo migratorio de las abejas Morneas. Allí encontró el soñado Árbol de Homa y una profecía que habría de despertar a un pueblo guerrero sumido en el más profundo letargo: los domadores de tornados. Pero los tranquilos habitantes de la nación de Trunaibat, pueblos que habitan al amparo de los bosques protegidos por la magia, naciones que viven en las profundidades subterráneas y un puñado de héroes inesperados, no podrían imaginarse lo que está a punto de suceder. Un ejército llegado de más allá de las inexploradas regiones sometidas por la niebla perpetua ha arrasado las islas cercanas y sembrado la muerte y la destrucción en el continente. Magia oscura y un poder maligno envenenan el aire y amenazan con derrumbar hasta las más inexpugnables fortalezas. La oscuridad avanza hasta cubrirlo todo. "La ruta de las abejas es una novela que rebosa imaginación y construye un complejo mundo de fantasía, oscuro y apasionante." Juan Gómez-Jurado "La ruta de las abejas es una novela magníficamente escrita que construye escenarios bien ambientados y crea un universo nuevo lleno de suspenso." Antònia Justícia, La Vanguardia

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Parte 1

En tierras de Or

El domador llamado Olfud observó al hombre en la colina y supo que debía ir tras él. A su alrededor, otros domadores y los soldados de la Casa de Or combatían contra los hombres de las montañas del norte.

Junto al hombre en la colina, un caballo sin ojos bufaba mientras golpeaba la hierba con la pezuña de su pata izquierda. Cuando observó al domador cabalgar hacia él, el hombre subió a su caballo, le susurró una frase y éste giró y trotó en dirección contraria, colina abajo, a través de la pradera que separaba la colina del bosque. Era una antigua floresta de viejos árboles cuyas ramas sin hojas se extendían igual que venas petrificadas.

Olfud subió la colina a toda prisa. Desde arriba, observó al jinete que se alejaba. Hubiera podido volver, pero su instinto lo empujó tras él. El domador avanzó a través de la pradera. Mientras, el hombre que huía volvió a susurrar algo a su caballo y éste se detuvo en medio de los árboles, al inicio del bosque. Bajó del animal y observó al domador que se acercaba. Olfud hizo girar su látigo. El viento se arremolinó en su punta volviéndose un tornado diminuto. Cuando estuvo frente al hombre, hizo que el caballo dejara de correr. La bestia bufó, agitada, nerviosa.

—Otros como yo han caminado antes por aquí —anunció el hombre—. Eso dice la tierra, y el polvo no miente, domador.

Olfud hizo girar su látigo con mayor rapidez. El tornado creció hasta convertirse en un viento fuerte del doble de su tamaño.

—La oscuridad se cierne sobre ti —dijo Olfud—. Te he visto, hombre de la colina, y eras la muerte misma. La estrella oscura sobre la tierra de los muertos.

—Anrú, ése es mi nombre. Y así puedes llamarme, si lo deseas.

El domador espoleó al caballo con sus piernas y éste avanzó al galope, internándose en el bosque tras Anrú.

—Imprudente —susurró Anrú para sí.

Anrú levantó su cayado y susurró unas palabras que explotaron en la cabeza del domador, que no alcanzó a comprender qué ocurría. El día se oscureció para Olfud y pronto le costó distinguir a su contrincante, que se convirtió en una silueta. Las ramas de los árboles se alargaron hasta transformarse en látigos que disiparon el tornado que había creado. El aire trajo un grito. Parecía el de un hombre que acababa de ser atravesado por una espada. Olfud, confundido, miró a su izquierda, pero no pudo ver nada. Otros gritos sonaron a su alrededor, parecían venir de todas partes, hasta que los sintió dentro de sí y comprendió que era él mismo quien gritaba. De pronto, sintió el golpe de una de las ramas en la frente y cayó. Aturdido, advirtió que se acercaba una silueta. Sus pasos sonaban tan pesados como los de un gigante descomunal.

—Dime, domador, ¿acaso no sabes que jamás debes enfrentar a un mago en el bosque?

Olfud trató de hacer girar otra vez su látigo, pero Anrú asestó un golpe con su cayado que cortó de un tajo su mano derecha. El domador ni siquiera sintió dolor. Contempló el látigo sobre la hierba como algo ajeno.

—Hace siglos que nadie había visto a uno de ustedes, un poderoso e invencible domador de tornados. Y aquí estoy, junto a uno de ellos. Debo admitir que me siento privilegiado, domador.

—¿Quién eres? —preguntó Olfud.

—Te lo he dicho, Anrú es mi nombre, y para ti, el destructor del viento, un mago de la oscuridad más allá de la niebla, alguien a quien jamás debiste enfrentar.

Anrú tomó con su mano el cuello de Olfud, incapaz de mostrar oposición alguna.

No muy lejos de ese lugar, otro domador, Balfalás Atzú, escuchó un lamento en la brisa. Balfalás hizo girar a su caballo y corrió sin pensar en busca de lo que oía. Un presentimiento se había vuelto una sombra dentro de sí.

Poco después, desde la cima de la colina, Balfalás observó a su amigo Olfud, a merced de su atacante.

—¡Olfud! —gritó Balfalás, desesperado. Y lo hizo una y otra vez mientras avanzaba en dirección al bosque.

Anrú golpeó a Olfud con su cayado y le destrozó la mano izquierda.

—Buen hombre, eres sólo un buen hombre —dijo Anrú. Olfud ni siquiera se quejó por el dolor.

—Vendrá uno después de mí, uno y cien como yo. La luz del Gran Árbol está conmigo —dijo Olfud con un hilo de voz.

De pronto, la mano del mago se volvió pesada como un hacha de piedra.

—Es posible, domador. Pero estaré esperándolos, y no podrán contra mí y los míos —anunció Anrú. Sus palabras desprendían una calma que hizo que Olfud se sintiera perdido—. Y ahora, domador, puedes entrar en la sombra.

Anrú golpeó el cuello del domador, y éste emitió un gemido apagado. Golpeó una segunda vez, una tercera, rompiéndolo, y siguió golpeándolo con su puño, destrozándolo contra el suelo.

—Qué manera tan miserable de morir, domador, como un animal de la llanura —susurró Anrú para sí, mientras escuchaba los gritos de Balfalás.

Balfalás apresuró su caballo, pero poco antes de entrar en el bosque, se detuvo de súbito. El mago oscuro se incorporó. Tenía las manos llenas de sangre.

Balfalás lanzó su látigo, pero el tornado cayó sobre el cuerpo de Olfud, como una especie de bolsa de viento, y lo atrajo hacia sí, sacándolo de la sombra del bosque. Anrú sintió el viento frío a sus pies y una sonrisa se dibujó en su rostro.

—Ya habrá tiempo, señor del viento del este —dijo Anrú.

Balfalás tomó el cuerpo de su amigo y lo montó sobre la grupa de su caballo. La brisa trajo a él las palabras de Anrú, y se dijo, en un murmullo que apenas salió de su boca: “Ya habrá tiempo, mago del país de la niebla”.

Balfalás se alejó, mientras Anrú se perdía a través de la oscuridad del bosque.

Parte 2

El regreso del frío

1

El primer recuerdo de Lobías Rumin era el de su abuelo sentado en la proa de un pequeño barco, su mano llena de lunares y, al frente, una luz que caía en el mar, la del Faro de Édasen, en Porthos Embilea.

—El gran faro alumbra otra vez —había dicho su abuelo—. Édasen, como la espada luminosa de los tiempos de Thun, el viejo domador.

Lobías recordaba aquella escena, la silueta de su abuelo, sus palabras. Cuando pensaba en ella, tenía la sensación de que antes de aquel instante había estado dormido, que la visión del faro lo había despertado a la vida y que, sin duda, aquél era su primer recuerdo.

Esa noche, cenaron en una fonda. Lobías recordaba una enorme olla sobre el fuego, la voz de su abuelo, tan animado con la sopa, el olor del pescado que emanaba de ella, otros hombres y mujeres yendo de un lado a otro o sentados a la mesa.

Más tarde, esa misma noche, su abuelo lo llevó a caminar por unas colinas cercanas. En algún momento se tendieron allí, bajo el cielo, y, casi de inmediato, pudieron observar una estrella fugaz.

—Pide un deseo, Lobías —dijo el abuelo—. Estoy seguro de que podemos tener suerte esta noche. ¿Sabes que con las estrellas fugaces hay que tener suerte dos veces?

—No sé nada de eso, abuelo —dijo el niño.

—Pues te contaré —agregó el anciano—. La primera consiste en lograr ver una estrella fugaz, como nosotros ahora. Pero la segunda consiste en que nadie más que tú la haya visto. Si es así, el deseo que pidas se cumplirá. Si alguien más en este mundo o en cualquier otro mundo, ha observado la misma estrella, no sucederá nada. Pero si has tenido la suerte de ser el único, entonces no importa lo enorme o extraño que pueda ser tu deseo, se cumplirá. Y es seguro que hemos tenido esa suerte ahora, Lobías. Así que piensa en algo bueno. Yo también lo haré.

Lobías no pidió nada, no comprendió lo que su abuelo le quería decir, pese a ello, nunca olvidó su revelación sobre las estrellas fugaces. Años más tarde, mientras se encontraba tendido en una colina, ya no en Porthos Embilea, sino en los territorios de la Casa de Or, Lobías observó una estrella fugaz y pensó en su abuelo. Deseaba tanto que hubiera presenciado lo sucedido, la batalla, lo que había sido capaz de hacer. Estaba seguro de que aquel hombre hubiera encontrado una explicación para él. Así que eres un lector, le hubiera dicho. Pero Lobías se encontraba solo en la oscuridad, como lo había estado desde hacía mucho tiempo.

La madrugada era fría, gris. En los árboles se acumulaba la escarcha. En la brisa flotaba un olor pestilente a carne chamuscada. De los campos que lo rodeaban, llegaba el brillo de las hogueras y las voces de las mujeres que dedicaban oraciones a los caídos. Una sombra llegó desde atrás y lo sobrepasó. Lobías giró el cuello para encontrar a By.

—Mi madre quiere verte —anunció By.

—¿Es necesario ahora, By? Apenas amanece.

—Esto no ha acabado, Rumin —siguió By—. Hemos ganado una batalla, pero algo más siniestro se cierne en el horizonte. Por todas partes se oyen voces que anuncian que todo esto sólo acaba de empezar. Debemos estar preparados.

Lobías asintió, moviendo la cabeza. Se puso de pie y se limpió la frente con el dorso de la mano.

—Vamos, entonces. Si hay que seguir, mejor hacerlo de inmediato.

2

En una pequeña habitación, Syma, señora de la Casa de Or, se encontraba parada junto a la ventana. Observaba el amanecer cuando entró Furth, cuyos pasos resonaron en la madera del suelo. La señora sintió llegar al guerrero, que se detuvo detrás de ella, pero no le dirigió la mirada durante un largo minuto, atrapada por la visión de unas mujeres con ropa de luto que atravesaban el campo de batalla llorando y entonando antiguas oraciones por los caídos. Era una docena de mujeres que caminaban muy juntas derramando sus lágrimas sobre la tierra. Vestían de negro o de gris, ropajes largos y capuchas. La señora Syma descubrió con sorpresa un rastro de nieve sobre las colinas, pues estaba segura de que no había caído ninguna nevada.

—¿Cómo te encuentras, Furth? —preguntó, sin dejar de mirar a través de la ventana.

—No tengo ni un rasguño, señora.

—Es bueno escuchar eso, guardián —dijo la señora Syma, girando el cuello para mirar al guerrero—. Ha habido una muerte inesperada en la batalla.

—Lo sé, señora —dijo Furth—. Yo mismo he visto el cuerpo del domador. Ninguno de nosotros sabe cómo ha sido posible.

—Hay voces por todas partes, Furth —siguió Syma—. Desde Munizás hasta las colinas Etholias, se dice que un mago ha caminado por estas tierras y envenenado la mente de pueblos enteros. Un presagio del mal, buen Furth. Alguien poderoso, oscuro y maligno, capaz de asesinar a un domador como si se tratara de un polluelo. Los bosques están infestados con su sombra.

—¿Debemos temer, señora?

—Debemos ser precavidos, Furth. Una magia antigua y oscura se cierne sobre estas tierras. El viento enfermo hace temblar las ramas de los árboles.

—Son malos presagios, señora —dijo Furth y la señora de la Casa de Or giró para observar la mancha blanca en las colinas. Cuando lo hizo, la piel de sus brazos se erizó.

—Necesito pedirte que acompañes a Ballaby, Furth. A Ballaby y al chico llamado Rumin. Tienen un largo camino por recorrer y deben ser invisibles.

—Eso es difícil con alguien como ella, señora.

—Lo sé, conozco a mi hija, pero confío en ti. No puedo encomendar esta misión a nadie más.

—¿Adónde debo acompañarlos?

—Dime, Furth, ¿lo viste? ¿Viste al chico leyendo el antiguo libro?

—¿Vuelven acaso al árbol? —quiso saber Furth.

—Es lo que deben hacer, sí.

—Sí, lo vi —dijo Furth—. Y By también lo vio. Y juraría que el chico no comprende la importancia de lo sucedido.

—Eso es evidente, pero dime, ¿su voz era distinta? ¿Cambiaba de alguna manera al leer el libro?

—No podría decirlo, señora. Pero fue extraño.

—¿Qué fue extraño?

—Cuando leía, el viento sopló, o eso creí, y me sentí flotar en un estanque de agua tibia, como si mis pies se elevaran del suelo, o todo mi cuerpo. Y me sentí liviano.

—Como si la realidad fuera otra —susurró la señora Syma.

—Quizá, pero no sé explicarlo con estas palabras —confesó Furth.

—Lo que el joven Lobías leyó era el lenguaje del inicio del mundo, Furth. Cada palabra estaba llena de poder. No hay ninguna cosa más antigua, salvo las piedras y el mismo árbol y el mar y el aire invisible que nos rodea y está dentro de nosotros. Porque ésa es la lengua de la creación del mundo como lo conocemos. ¿Quién la creo? No lo sabemos ahora y no lo sabremos nunca. Pero es así.

—Si me lo permite, quiero decir que no parece un chico especial, señora.

—No tiene que parecerlo, sólo tiene que serlo.

—Si mi misión es llevarlos de vuelta al árbol, lo haré, mi señora —dijo Furth.

—Buen Furth, viejo amigo, asesino implacable, lo sé, sabes que lo sé. La guerra se extiende por las tierras del este y el oeste. Debemos estar atentos. La oscuridad avanza sobre todo como un fuego sombrío. Sólo en ti confiaría, mi terrible amigo.

Furth hizo una reverencia y salió dejando sola a la señora.

3

Un olor indefinible emanaba de dos ollas sobre el fuego, situadas en una esquina del patio interior del recinto. Una mujer llamó a Lóriga con la mano y ésta se acercó. Sobre una mesa había una docena de cuencos y cucharas. La mujer sirvió el contenido de una de las ollas en dos de los cuencos y se los entregó a Lóriga.

—¿Te gusta la miel? —preguntó la mujer.

Lóriga asintió.

—Mucho…

—Ésta es de abejas Hanú —explicó la mujer, mientras tomaba un tarro con miel y metía su cuchara de madera, para luego servirla en cada uno de los cuencos—. Sé que tu esposo está lastimado, así que le pondré doble ración.

Era una mujer mayor, casi anciana. Tenía el cabello recogido con un pañuelo azul. Vestía una falda de tela gruesa, sin zapatos ni sandalias. Bajo el revuelo de la falda asomaban unos dedos rugosos y gruesos, sucios, aunque no malolientes, o al menos no se lo parecieron a Lóriga. La mujer sonreía con amabilidad.

—¿Qué es? —preguntó Lóriga.

—Magia —respondió la mujer—. Magia en forma de trigo, avena y miel, también contiene uvas trituradas. ¿No es lo mejor que has comido?

—Seguro lo será —dijo Lóriga con una sonrisa.

—Ahora lleva a tu marido este potaje, seguro que está hambriento.

Lóriga agradeció la comida y volvió donde se encontraba Nu, quien no había pasado una buena noche. Había tenido pesadillas. Dos veces la misma, como una continuación de la otra. En los últimos días había soñado tres veces que se encontraba en Ralicia, o en su casa o en una fonda sin gente o en la biblioteca, cuando advertía que de una ventana emergía una cabeza o varias de ellas, inexpresivas, de ojos oscuros, sin pupilas. Eran siempre lo mismo: sombras que gritaban y lo perseguían arrastrándose veloces por el suelo. Nu corría para intentar escapar, pero las manos de sus perseguidores lo alcanzaban y lo tomaban de los talones para hacerlo caer. Pese a los malos presagios que creía que vaticinaban estos sueños, no se lo contó a Lóriga. No quería causarle ninguna preocupación más. Cuando ésta le preguntó por qué no podía dormir, Nu le aseguró que era porque le dolía la pierna, aunque cada vez menos.

—¿Ha ocurrido algo? ¿Hay noticias? —preguntó Nu.

—Ha llegado un emisario con noticias de la Casa de Or —respondió Lóriga, mientras entregaba el cuenco a Nu.

—¿Y qué ha dicho?

—Deberías comerlo de inmediato, te hará bien —dijo Lóriga, y Nu tomó la cuchara y lo probó. El sabor dulce de la miel le pareció delicioso, pero no tenía ánimo para reconocerlo.

—Hubo una batalla —siguió Lóriga—. Y todo ese griterío que escuchaste antes es porque el emisario ha dicho que, en el peor momento, cuando se creía que la Casa de Or caería, llegó desde las colinas del norte un grupo de domadores de tornados. Y fueron ellos los que acabaron con el ejército agresor.

—Domadores de tornados —exclamó Nu, tan sorprendido como emocionado.

—Eso mismo. Eso dijo. Todos están muy exaltados por la noticia.

—Vaya, nuestro Lobías tenía razón.

—Pero no es sólo eso, Nu. Han dicho que un lector del Árbol de Homa los despertó. Hablaron de un extranjero, alguien cuyo nombre no existe en ningún idioma conocido. Escuché a una mujer que dijo que su nombre era el sonido del viento, algo tan antiguo como la tierra misma.

—¿Lobías Rumin?

—Para nosotros sólo es un chico, pero para estas personas se ha convertido en una especie de leyenda venida del pasado.

—¿Quién lo diría? El vendedor de leche.

—El destino es extraño —admitió Lóriga, y en su cabeza apareció la escena de la primera vez que observó a Lobías, flaco y temeroso y, a la vez, molesto por los visitantes inesperados en el establo de su tío Doménico—. Muy extraño, Nu.

Ambos dieron cuenta del contenido de los cuencos, mientras Lóriga contaba cada detalle de lo que había escuchado.

4

El mago tenía por nombre Anrú y no poseía edad. Su capa desprendía el olor del bosque de donde provenía. Sus manos olían a fuego, a ceniza, pero de su cabello emanaba el olor de las ovejas y, sin embargo, no era desagradable. A esa hora del día, vestía con una túnica manchada por el fango o restos de hierba o manchas de la sangre de un domador de tornados.

Bajó de su caballo y entró en la cabaña, donde encontró a tres mujeres que meditaban sentadas en el piso. De un cuenco brotaba un humo sin aroma. Las tres tenían los ojos cerrados y sólo los abrieron cuando la sombra del anciano las cubrió como lo hace una nube gigantesca de lluvia sobre una ciudad.

—¿Están aquí, padre? —preguntó una de las mujeres. No era su hija. Ni lo eran las otras, pero desde que Anrú se había convertido en su maestro, siendo unas chiquillas, cada una de ellas aprendió a llamarle de esa forma.

—Así es, Lida. He visto lo que nadie había visto desde hace varios siglos —dijo Anrú.

—¿Has visto domadores, padre? —preguntó otra.

—Así es, Trihsia —continuó Anrú, mientras tomaba un cuenco y se acercaba a la olla—, he visto domadores de tornados combatir para defender la Casa de Or.

—Entonces, es seguro que hemos perdido la batalla —dijo la tercera, cuyo nombre era Ehta—. ¿Es así, padre?

—Nuestra guerra no es contra la Casa de Or —dijo Anrú, con confianza. Su voz era suave, sin premura, casi leve, lo que inspiraba confianza en sus hijas—. Lo que ha sucedido era lo que esperábamos, así que no podemos estar decepcionados ni temerosos. Lo que ocurrió ayer no tiene la menor importancia, salvo por el hecho de que hemos comprobado que aún están aquí y se hallan preparados para la guerra. Ahora debemos encontrarlos y capturarlos y encerrarlos en la oscuridad.

La cabaña se mantenía tibia gracias al fuego encendido en la chimenea. A un extremo, junto a una ventana, se encontraba una mesa con cuencos repletos de fruta y una olla de té frío. No había camas, pero sí algunas mantas sobre el suelo, en derredor de la chimenea.

—El día es gris —dijo Lida.

—El viento era frío y lleno de malos presagios —añadió Trihsia—. Me ha despertado el graznido del cuervo esta madrugada.

—No hay cuervos en estas tierras, hermana —exclamó Ehta.

—Peor aún —dijo Trihsia—, porque ha sido como les cuento. Lo escuché claramente.

—Los hombres de las montañas avanzaron según lo previsto —siguió contando el anciano Anrú, que bebía el té que se había servido—, pero el látigo hechizó al viento y lo lanzó contra nuestro ejército. Las rimas no mentían. Los pobres montañeses no tuvieron nada que hacer, aunque pelearon con valor.

—Debimos estar allí —dijo Ehta—, debimos enfrentarlos. No tengo miedo de esos miserables.

—No podríamos haber hecho mucho contra ellos —añadió Lida, con voz resignada—, no es ésa la manera de hacerles frente.

—Nunca lo ha sido —concedió Anrú—. Hay otra forma, otro camino. Lo sabemos. Pero hay un hecho aún más inquietante: ha aparecido uno que los ha despertado, un lector del libro del Árbol de Homa. Es lo que se rumora.

—¿Tal cosa puede ser cierta? —preguntó Lida.

—Es lo que se dice —repitió Anrú.

—¿Lo has sentido, maestro? —preguntó Trihsia—. ¿Has escuchado su voz en el viento del norte?

—El viento ha traído palabras extrañas hasta mí —repuso Anrú—. El color del día ha cambiado. Las grandes aves se han escondido en las montañas. Los animales de la sombra han emitido un graznido de terror. Todo eso llegó en la oscuridad de la madrugada. Así que sí. Supongo que es verdad, ha venido uno que no esperábamos, quizás alguien poderoso como el antiguo mago que trajo la niebla al gran valle. No podemos saberlo. Aún no, por eso debemos tener cuidado.

—¿Debemos huir de él, padre? —preguntó Ehta.

—Al contrario, querida Ehta —dijo Anrú—. Lo buscaremos, lo enfrentaremos y acabaremos con él. No vinimos hasta aquí para escondernos en una cabaña en medio del bosque, sino para hallar el antiguo árbol, vinimos para buscar a los domadores, y ahora buscaremos también a ese lector hasta dar con él y exterminarlo. A esta hora, el ejército del señor Mahut debe haber arribado a la orilla de Porthos Embilea, avanzando hacia la reconquista, y no podemos fallarle. No podemos permitir que los domadores vuelvan a luchar contra nuestro ejército.

—No le fallaremos, padre —dijeron Ehta y Trihsia al unísono.

—Te juro que vamos a encontrarlo — aseguró Lida—, yo misma me encargaré de apresar al lector del Gran Árbol donde quiera que se encuentre, y acabaré con él.

5

—Debes volver al árbol, Lobías —dijo la señora Syma.

La señora de la Casa de Or tomó por los hombros a Lobías y le sonrió. Rumin sintió sus manos suaves; si algo de angustia se encontraba dentro de él, aquello lo disipó. Observó sus rasgos, parecidos a los de By. La señora Syma golpeó levemente el hombre derecho de Rumin y le pidió que se acercara a la ventana. By hizo lo mismo.

—¿Tan pronto? —preguntó Lobías Rumin.

El ventanal daba hacia las praderas. Era de cristal, enmarcado con madera de un color verde natural, mate. El piso estaba cubierto con una especie de alfombra de hilo, agradable al andar, mullida, cálida. De pronto, Lobías se sintió cansado, hubiera preferido disfrutar de un buen desayuno en aquel lugar, descalzo, al amparo del fuego de la chimenea.

—No es pronto, lector —siguió la señora de Or—. ¿Qué ves en el campo?

—Es un día gris, señora.

—Pero ¿qué percibes? Dime.

—Veo a unas mujeres que caminan muy juntas y fogatas y soldados. Es lo que veo, señora.

—Las mujeres son maguís, y lloran por los muertos de una batalla, y entonan oraciones para que sus almas encuentren el camino hacia los Bosques sin término, donde podrán descansar hasta que estén listos para volver.

—¿Para volver?

—Es así —dijo By, que se encontraba junto a ellos y miraba a través de la ventana.

—¿Y cuándo volverán?

—Nadie lo sabe —confesó Syma—. Puede ser dentro de mil años o dentro de un día, en una flor o en una mariposa. Pero volviendo a lo que es importante ahora para nosotros, lo que vemos es un campo de batalla: muertos, sangre, fuego, frío y, en la colina, un rastro de nieve como un presagio blanco y maligno. El mundo está enfermo, Lobías. Un gran odio se cierne en el horizonte. Un odio que vino de la niebla, y no sabemos ni sus razones ni su objetivo final, por eso debemos estar preparados. Así que no es pronto, no. Quizás, incluso, sea tarde, pues todo ha empezado ya. Y en este juego, el destino les ha dado a ellos la ventaja de la sorpresa pero, a cambio, nos ha dado a nosotros la de una ficha más poderosa. Algo tan inesperado que estoy segura de que nuestros enemigos no lo tenían previsto.

—¿De qué habla, señora? —dijo Lobías.

—De ti —respondió By.

—No, no habla de mí —exclamó Lobías—, no soy un guerrero ni un mago, y no me avergüenza decirlo.

—Me doy cuenta de que no sabes bien lo que ha sucedido, Lobías —continuó la señora de Or—, apenas comprendes la importancia de tu acto, aún estás lejos de entender el poder que te ha sido concedido.

—Sé que he podido leer el libro, pero eso fue sólo una casualidad.

—Nada lo es, Rumin —dijo By.

—Oh, By tiene razón, Lobías, nada puede serlo —continuó Syma—. Y por eso debes volver al árbol, debes volver y encontrarte, pues apenas has estado en contacto contigo mismo. No sabes mucho de ti, Lobías. ¿O me equivoco?

—Sé de dónde vengo, señora. Nací en Férula, una isla de pescadores, y pasé un tiempo en Porthos Embilea antes de ir a vivir a Eldin Menor, junto al valle de las nieblas. Y no pretendo menospreciar estas ciudades, pero no hay nada en ellas que recuerde un pasado de guerreros.

—¿Conociste a tus padres?

—Sí, pero no los recuerdo, era muy niño cuando murieron; en cambio, conocí a mi abuelo.

—¿Lo conociste realmente? —preguntó la señora de Or—. ¿Sabes quién era, a qué se dedicó cuando joven, de dónde vino? ¿Sabes si era en realidad tu abuelo? ¿Recuerdas haberlo visto con tus padres alguna vez?

Lobías se quedó rígido, sorprendido por las preguntas de la señora Syma. Miró hacia el piso, tratando de encontrar una respuesta dentro de sí, pero no pudo hallarla. No sabía nada de su abuelo. Se había marchado demasiado pronto, mucho antes de que Lobías pudiera interesarse por su pasado y preguntar. Se sintió desolado.

—No sé mucho, en verdad —musitó Lobías.

—No es tu culpa, muchacho —dijo la señora Syma—. A veces somos víctimas de las circunstancias, así que no es tu culpa. Pero la vida te ha traído hasta aquí. La vida te ha dado una oportunidad. Y estoy segura de que eres mucho más de lo que alguna vez pudiste imaginar, Rumin. Oh, mucho más, sí. Puño de hierro y alma de viento, eso veo en ti, joven Lobías. Sólo debes encontrarte.

—¿Y por ello debo volver al Árbol de Homa?

—Es preciso que regreses de inmediato.

Lobías permaneció en silencio unos segundos, antes de agregar:

—No de inmediato, señora.

—¿Por qué no debía ser así? ¿Qué te lo impide?

—Debo buscar a mis amigos, señora. He venido con ellos hasta acá, y no pienso dejarlos olvidados en la Fortaleza. Debo encontrarlos y llevarlos conmigo hasta el árbol.

—No sé si es conveniente ahora, joven Rumin.

—Tampoco yo lo sé —insistió Lobías—, pero debo hacerlo. Mi corazón me dice que debo ir allí y encontrarlos.

—Entonces debes hacer caso a tu corazón, no a mis palabras. Supongo que estará bien que pases antes a la Fortaleza, aunque te desvíes un poco de tu objetivo. Si eso te da paz, adelante.

—Tampoco creo que sea buena idea ir a la Fortaleza, Lobías —dijo By—, de hecho, creo que es justo lo contrario, pero si es necesario, te llevaré.

—¿Vendrás conmigo, By?

—¿Pensabas que te dejaría ir solo?

—Qué buena nueva.

—Y Furth vendrá también —agregó By.

—Mejor aún —dijo Lobías, repentinamente animado.

—Esto no es un paseo —agregó la señora Syma—, no es una aventura entre amigos, deberán ser cuidadosos y no levantar sospechas. Pero Furth sabrá guiarlos bien.

—Furth es el mejor —exclamó By.

—Sí que lo es —agregó Lobías.

La señora Syma volvió a acercarse a Lobías.

—Eres tan joven —dijo la señora de Or—. Sabes tan poco, muchacho. Pero tienes un corazón fuerte y un alma poderosa como un tornado. Veo algo en ti, Rumin, y mi hija también lo ha visto. Nos enfrentamos a tiempos muy oscuros, pero el valor sobrevivirá. Que la magia que hay en ti, te muestre los caminos. Que te los muestre incluso en medio de la oscuridad, Lobías Rumin, lector del Árbol de Homa.

Lobías asintió, emocionado y desconcertado a la vez. Sabía que las advertencias de la señora Syma eran certeras, que se enfrentaban a un peligro mortal y desconocido, pese a ello, se sentía feliz, pues la idea de volver a la aventura con By era algo que le animaba de todas las maneras posibles.

6

Al oscurecer, el silencio llenó las calles del interior de la Fortaleza. Las personas se recogieron en sus casas y los soldados recorrieron sus calles y callejuelas. Las fogatas fuera de la Fortaleza se apagaron con tierra y aquellos que durante el día habían permanecido a su alrededor, entraron. La enorme puerta de entrada se cerró. Las almenas se llenaron de vigías. Y los visitantes formaron en los enormes patios interiores pequeños cuadrados con sus carretas y se congregaron en medio. Había en todo el lugar una sensación de temor que crecía con la llegada de la noche, fruto de los sucesos de los últimos días: los ataques a Alción y Munizás y la Casa de Or. Se decía que en las inmediaciones de las colinas Etholias, en los bosques que allí se desbordan, el mundo había retrocedido y una tormenta de nieve había caído sobre aquellos árboles, que morían de frío. La noche llegó temprano a la región, lo cual sorprendió a todos. Malos presagios se cernían en el horizonte, y de boca de los viejos, y otros no tan viejos, se contaron historias terribles sobre un ejército oscuro que acechaba en la niebla. También se habló mucho del mago y su compañía de brujas. Se dijo de ellas que habían sido vistas bajo la luna sangrienta del día del solsticio, paseando a través del paso de Emulás, como espectros terribles cuyo aspecto distaba mucho del de cualquier persona común. Se dijo de ellas que sus cabellos eran de fuego, tanto como sus ojos, y que unos dientes más parecidos a los colmillos de un lobo, filosos y largos, salían de sus bocas, mientras hablaban en un lenguaje maligno y antiguo, desconocido por todos. Se aseguraba que este mago oscuro, venido de quién sabe dónde, había hechizado al pueblo de los devoradores de serpientes y a los sumies, los terribles hombres de las montañas, y que su poder era tan real como temible. Mucho se hablaba en aquellos días, mucho se contaba sobre la sombra que cubría las tierras de poniente y occidente, y no había ninguno que no temiera por su vida.

En algún lugar cerca del borde occidental de la Fortaleza, dos mujeres se encontraban moliendo granos de trigo en enormes piedras lisas que ocupaban para tal fin. Había dos pequeñas piedras al fondo del salón. Eran rectangulares, protegidas por gruesas varas de hierro. Una de las mujeres observó una sombra con el rabillo del ojo, como si algo estuviera afuera. Sin decir nada, caminó hacia una de las ventanas. La otra, dejó la molienda y la observó, antes de preguntar:

—¿Pasa algo?

La que miraba por la ventana negó con la cabeza. Se había asomado, pero no percibía nada, salvo la oscuridad de los campos aledaños.

—Nadie podría escalar el muro —dijo a su amiga.

—Vamos a acabar con esto y volver a casa —dijo la otra, que se había quedado con la piedra de moler en la mano.

Un soldado vestido con armadura se asomó al lugar. Ambas mujeres se sobresaltaron al verlo.

—No deberían estar aquí —dijo el soldado.

—No estaríamos aquí si no fuera necesario.

—¿Les falta mucho aún? ¿Qué miras, mujer?

—Nada —respondió la que se sintió aludida por la pregunta, pues se encontraba junto a la ventana.

—¿Van a terminar o qué? —insistió el soldado.

—Ya acabamos. Vamos a recoger las cosas y marcharnos.

—Me quedaré aquí mientras ha… ¿Qué ha sido eso?

El soldado, alertado por un ruido, dirigió la vista hacia lo alto de una de las almenas. No pudo emitir palabra cuando sintió el filo de la primera flecha, que le atravesó la garganta. Las mujeres gritaron. Una de ellas, la de la ventana, se quedó paralizada, horrorizada al observar al soldado tirado en el suelo, con la sangre brotando de su garganta y su boca, mascullando frases ininteligibles. La otra mujer la tomó de la mano y la jaló para que fuera con ella. Salieron a la calle. Sin mirar atrás, corrieron en dirección al norte. Ambas gritaban, dominadas por la angustia.

Una flecha le atravesó el muslo a una de ellas. La otra se detuvo y trató de levantarla. Una sombra la cubrió desde el frente. La mujer herida sollozaba suplicando piedad. Otra mujer, asomada a una ventana, gritó pidiendo ayuda.

Eran dos. Ambos de la raza de los devoradores de serpientes. Uno de ellos se abalanzó sobre las mujeres y cercenó sus cuellos con su espada. El otro corrió hasta la ventana donde gritaba la tercera mujer, testigo de aquel espectáculo macabro, y se introdujo en su casa.

Alertados por los gritos, muchos soldados corrieron en dirección a la escena. El primero en llegar enfrentó a uno de los devoradores de serpientes, de pie, en medio de la calle. Era alto y delgado. No llevaba armadura. Tenía la piel de los brazos tatuada con extrañas figuras circulares elaboradas con tinta negra y verde. Despedía un aroma a fango, tan desagradable como extraño. Se había afilado los dientes incisivos que habían adquirido un aspecto semejante al de una sierra. Se lanzó sobre el soldado y lo mordió en el cuello. No lo soltó aún cuando una espada se hundió en su espalda. Otro soldado le hizo una herida a la altura de los riñones. Otra más en la cintura, y otra en los glúteos. Pero sólo hasta que partió en dos su cuello de un tajo, la mordida del devorador se relajó y el otro pudo zafarse.

El segundo devorador apareció arriba, en el techo, y se lanzó sobre un pequeño grupo de soldados que atendía al herido. El devorador asesinó a dos soldados antes de ser abatido por los otros.

El incidente había ocurrido en una calle paralela a donde se encontraban Nu y Lóriga.

Esa noche, más tarde, un soldado llamó a la puerta y una de las mujeres que atendía a los enfermos, lo recibió. El soldado le entregó dos espadas. Una de ellas fue a parar a manos de Lóriga. La mujer les dijo que circularían parejas de soldados por las calles del interior de la Fortaleza toda la noche, y que se les pedía a todos los habitantes no salir, salvo que las campanas sonaran. Si no había necesidad, no era seguro andar por las calles, pues se sabía que unos devoradores de serpientes habían escalado los muros y atacado a varias personas. Aunque habían sido abatidos, nadie sabía si podía haber más.

—La guerra ha llegado a la Fortaleza —anunció la mujer, mientras Nu tomaba la mano de Lóriga.

—Vamos a estar bien —dijo Lóriga y sonrió a Nu.

—Lo estaremos, querida mía —confirmó Nu.

—Si alguien entra por esa puerta, encontrará pelea —siguió Lóriga, y Nu asintió, en silencio. Creía en las palabras de Lóriga, pero esperaba que no sucediera. Se sentía débil y lo que menos quería era verse inmiscuido en una pelea.

7

Furth, By y Lobías ensillaron los caballos y prepararon las provisiones para el viaje. Furth les explicó cuál sería el mejor camino a seguir, y les pidió ser rápidos y discretos, pues debían pasar desapercibidos.

Poco antes de partir, By les entregó una capa con capucha revestida de lana. Era pesada, pues había sido tejida con madejas de hilo hrurzt: grueso e ideal para los días de frío.

—¿Es necesario? —quiso saber Lobías.

—Hay nieve en las colinas —explicó By a Rumin—. El viento del este y el del oeste son fríos, y el bosque, con su sombra, no es un buen lugar.

—Me gustan los bosques —dijo Lobías.

—Creo que no has visto uno como éste —siguió By.

—Si te refieres a que está encantado, conozco un bosque encantado, más allá de Porthos Embilea. Y, para que lo sepas, de niño pasé unas semanas allí con mi abuelo. Lo recuerdo muy bien, pasamos los días en una casa en lo profundo del bosque. Vivían allí unas amables señoras y un cazador que petrificaba a los venados con su silbido. No olvidaría algo así, By.

—Lamento decirte que en este bosque no hay ninguna casa llena de señoras regordetas ni cazadores mágicos, lo que sí puede haber son bastantes inconvenientes. Sube ya.

Lobías hizo caso a By y montó en su caballo, y ella también lo hizo. Avanzaron con lentitud hasta alcanzar a Furth, que los esperaba en la puerta de los establos. Cuando los vio llegar, avanzó también. La mañana seguía gris. Un sol tibio se abría paso entre las interminables nubes. Parecía más un cielo de invierno que de los primeros días de primavera.

Recorrieron un camino que bordeaba un grupo de casas de madera con tejados de dos aguas, cubiertos por diminutas flores. La mayoría de ellas permanecían cerradas, pues sus habitantes o se habían protegido en la profundidad de las cuevas, bajo la ciudad, o se preparaban para la lucha. En algunas, muy pocas, las ventanas se encontraban abiertas, y más de una cabeza se asomó para mirar a los tres jinetes. No los saludaron, y By y Furth hicieron lo propio. Lobías notó que no se oían voces de niños en la ciudad, ni se veían niños jugando en los campos recién florecidos. Tampoco escuchó risas o conversaciones. Aunque la batalla había pasado, la guerra aún estaba allí, metida en el corazón de los habitantes de La Casa de Or, atemorizados por lo sucedido en los puertos.

Llegó del este una brisa fétida que hizo que los tres viajeros se cubrieran con la capa la nariz y la boca. Fue sólo un momento, pero a Lobías le provocó una arcada: aquella fetidez provenía de los cadáveres chamuscados. Había visto antes las fogatas, pero no podía asegurar que hubieran incinerado cuerpos en ellas. Cuando preguntó a By si tal cosa había sucedido, la chica le dijo que no estaba al tanto, pero que era posible.

Poco después, By preguntó a Lobías lo siguiente:

—¿Sabes quiénes vinieron hasta aquí? ¿Quiénes atacaron los puertos?

—Supongo que un ejército que llegó de la niebla —fue la respuesta de Rumin.

—No, no fue ningún ejército venido de más allá de la niebla—le reveló la chica—, fueron nuestros vecinos. Los del norte, los hombres de las montañas. Y los devoradores de serpientes, en el sur.

—¿Han tenido conflictos antes? —quiso saber Lobías.

—Nada de eso —dijo Ballaby—. Ni siquiera conocemos lo suficiente a los devoradores de serpientes. Es gente huraña, con las más extrañas costumbres, y jamás van mucho más allá de las ciénagas, pero lo cierto es que no sólo fueron más allá, también atacaron a los viajeros en los caminos, y un pequeño ejército de sus guerreros invadió el puerto de Munizás. Y el hermoso Alción, el puerto vecino, fue arrasado por los hombres del norte. A los enormes hombres del norte los conocemos bastante más. Viven en lo alto de las montañas, entre la nieve, pero de vez en cuando, en el otoño, bajan para vender sus pieles, sus tejidos y su miel. No son las personas más amables, pero nadie había tenido ningún percance con ellos desde hacía años. ¿Qué sucedió?

—¿Alguien los convenció de hacerlo?

—Precisamente, Rumin, alguien los convenció de ir a la guerra.

—Hay que estar dispuesto a morir para ir a la guerra —musitó Lobías—. ¿Cómo alguien pudo convencerlos de eso?

—Quizá no los convenció —continuó By—, lo que quiero decir, Lobías, es que quizá los hayan hechizado. ¿Quiénes? Lo que sabemos es que son cuatro. Tres mujeres y un hombre. ¿Qué son? Quizás emisarios. Tal vez mensajeros que anuncian algo todavía más terrible. Lo cierto, señor Rumin, es que estos cuatro no son unos cualquiera, son magos oscuros y poderosos. Practican la magia, pero no la verdad, pues con mentiras y artes malignas convencieron a nuestros vecinos de atacarnos. ¿Qué pretenden? No lo sé, pues aún nadie lo sabe, pero apostaría que nada tan simple como provocar una batalla. De una cosa estoy segura, Lobías, de una cosa y solamente de una, estos forasteros no salieron de ninguno de nuestros pueblos, y tampoco vinieron de tu Eldin Menor ni del país de los ralicias, estos seres malignos vinieron de la niebla.

—¿Y crees que, como dijo tu madre, se encuentran en el bosque?

—No lo sé —confesó By—, pero debemos estar preparados. Atentos a las señales. Tendremos que tener ojos para ver y oídos para escuchar.

—¿Podremos enfrentarnos a ellos, By? —quiso saber Lobías.

—Lo mejor será no toparnos con ellos —respondió By—. Menos en el bosque. Nunca debes enfrentar a una bruja en un bosque, es lo que dice mi madre.

—Comprendo muy bien lo que dices, By —dijo Lobías—, pero no es un momento para tener miedo. Ya no.

—En eso estoy de acuerdo —confirmó Furth, y de inmediato anunció—: eso que ven es el bosque, Rumin. Y, como bien dijo la niña By, jamás has visto un bosque como ése.

Lobías observó la arbolada a lo lejos y algo creció en él, una especie de temor que no supo explicar ni quiso revelar a sus acompañantes. Su caballo bufó.

—Tranquilo —susurró Lobías a la bestia— Tranquilo —pero, más que a ella, se lo decía a sí mismo. Su recuerdo del bosque y de su abuelo era luminoso. Muy distinto al lugar adonde se encaminaba.