La cárcel de aire - Aurora Guerra - E-Book

La cárcel de aire E-Book

Aurora Guerra

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Beschreibung

De la mano de la creadora de las ficciones televisivas más potentes de la última década, nos llega este thriller fascinante sobre el robo de obras de arte, secretos ocultos durante décadas, amor improbable y desigualdades sociales lleno de humor descarnado y grandes dosis de venganza. Carlota es una superviviente nata. Es una chica lista, deslenguada y que aprende rápido: así sobrevivió durante su infancia en un orfanato que prefiere no recordar demasiado. Trabaja de camarera en un bar de Madrid y cuando ya debe, como es habitual, varios meses de alquiler del cuchitril donde vive, piensa en sacarse algún extra con el robo de unas acuarelas en la galería de arte donde está sirviendo un catering…. Tras el fenomenal revuelo, sale airosa, pero alguien la ha estado observando… Se trata de Armando, un ladrón de guante blanco guapo, sofisticado y experto en arte, que lleva a su casa a Carlota y la convence de que sea su alumna para aprender a robar en museos. Florencia, Barcelona, ropa cara, modales refinados, hoteles de lujo, joyas, subastas… Carlota podría acostumbrarse a esa nueva vida. Pero ¿quién es realmente la misteriosa y riquísima mujer para la que ambos trabajan? ¿Por qué vive aislada en su "cárcel de aire"? ¿Y qué nexos comunes y turbios conectan el pasado de los tres personajes? Una vez fuera Carlota aspiró el frescor de la lluvia, que caía abundante. No le importaba el frío, había sudado como una gorda en una sauna. Sólo esperaba que la pintura no se estuviera deshaciendo con el calor de su cuerpo y la humedad. Apretó el paso hacia el metro, sin sentir el peso de su gran bolso, ni de la culpa. La adrenalina la transportaba a través de un río de energía. Las calles aún se poblaban de viandantes que iban de bar en bar, era viernes, y en Madrid se sale sí o sí. Ni lluvia, ni frío, ni leches. No iba a mirar atrás, no quería ni volver a ver la galería. Se subió la capucha de la parka, el semáforo la obligó a detenerse. Impaciente, taconeaba. Le dolían los pies y los sentía helados. Malditos tacones. Debió traerse unas zapatillas para volver a casa más cómoda. Cuando la luz verde iluminó el asfalto mojado, Carlota avanzó el pie, pero una voz le congeló el movimiento. —La acuarela tiene poco aguante al agua. A la ladrona se le paró el corazón. A través de la cortina de agua que caía de su capucha, elevó los ojos para encontrar los del dueño de la voz. Unos ojos castaños y burlones al final de un altísimo tronco. Ese tipo estaba en la exposición. Giró bruscamente para escapar de él, pero éste, rápido y elástico, se le interpuso. Sintió que una mano le agarraba el antebrazo, firme, mientras con la otra le abría el anorak y con habilidad tocaba las acuarelas, escondidas entre su camiseta y su piel. El tipo sonrió. Estaba jodida.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por HarperCollins Ibérica, S. A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

La cárcel de aire

© Aurora Guerra, 2023

© 2023, para esta edición HarperCollins Ibérica, S. A.

 

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.

 

Diseño de cubierta: Lookatcia.com

Imagen de cubierta: Stocksy

 

I.S.B.N.: 9788491399797

 

Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Dedicatoria

1994

Capítulo 1

1994

Capítulo 2

1994

Capítulo 3

1994

Capítulo 4

1994

Capítulo 5

1994

Capítulo 6

1994

1994

Capítulo 7

1994

Capítulo 8

1994

Capítulo 9

1994

1994

Capítulo 10

1997

Capítulo 11

1994

Epílogo

Agradecimientos

 

 

 

 

 

 

A Aurelio, Marina y Sergio, gracias a ellos los perros y el gato comen cuando yo estoy desaparecida. Os quiero.

Y por supuesto a Triana, mi galga, la mejor ladrona del mundo.

1994

 

 

 

 

 

La soledad la perseguía. Desde siempre. Odiaba sentirse desvalida, mimetizada con el resto de criaturas sin rostro, acompañadas por un nombre que bien podría haber sido un número, puesto que era dicho con la misma desafección al pasar lista en clase, al hacer el recuento antes de apagar las luces de los dormitorios. No hay peor pesadilla para un niño que el abandono, la orfandad, el ser despojado del único refugio asignado por nacimiento: la familia.

Por las noches se revolvía al escuchar cómo sus compañeros aún llamaban a sus madres en el duermevela. Un patético y estéril clamor; no había madre a quien llamar. Pero ellos lo olvidaban, débiles, demandantes.

Los odiaba. Odiaba su vida. Haría cualquier cosa por escapar de ella. Cualquier cosa.

1

 

 

 

 

 

Bullicio mañanero en una cafetería de barrio castizo. Ese tipo de barrios en los que se juntan en amalgama perfecta los antiguos habitantes, humildes y con el deje propio de un pueblo grande llamado Madrid, y los recién llegados, más relamidos y afectados, hípsteres, nuevos ricos y estudiantes hijos de papá. Carlota acababa de servir el décimo-no-sé-cuántos café con porras. En vaso, en taza, en taza grande, con leche fría, templada y hasta de avena. Desde que trabajaba en el bar (llamado pomposamente «En lo de Gloria», lo que viene siendo una cafetería de toda la vida pero con ínfulas), no soportaba el café. Desayunaba en su minúsculo apartamento un té y a la calle. Esa mañana ni eso, porque había tenido que salir por patas en cuanto escuchó a su casera levantar la persiana de su piso con un fuerte y desagradable chasquido que se propagó por todo el patio de luces. Esa bruja iba a pillarla saliendo del portal y Carlota no disponía de los quinientos cincuenta euros del mes. Ni de los del mes anterior. La áspera y ronca voz de Carmen atravesó los viejos muros enladrillados del edificio, típico de la protección oficial de los años setenta: ventanas de aluminio, suelos de loseta, paredes de gotelé y olor a guiso.

—¡A esta caradura se le ha acabado estar a la sopa boba; de esta tarde no pasa, a la puta calle!

Si a Carlota le hubieran dado un euro cada vez que le habían dedicado esas palabras, sería millonaria. Así que se enfundó sus gastados vaqueros imitación de Zara, se recogió la media melena ambarina de rizos blandos en una coleta, rebuscó entre las múltiples facturas de agua y luz impagadas y, bajo el montón, encontró las llaves. Antes de salir se miró con sus líquidos ojos grises en el espejo de la entrada, cogiendo aire con fuerza. Esa inspiración pareció insuflarle valor. Vertió con puntería el contenido de una cacerola llena de agua por la ventana, justo sobre la ropa tendida de los vecinos del bajo, provocando primero un ruido sordo al golpearse las gotas contra la colada, luego un alboroto de voces airadas protestando contra la afrenta. Conociendo a Carmen, sería la primera en unirse a la algarada vecinal, asomando la gaita por la ventana del patio, justo en el extremo opuesto a la escalera. Con un portazo, dejó la casa vacía y a su casera con tres palmos de narices. Carlota había hecho de la huida un arte.

Mientras recogía vasos de la barra, atendía sin interés la conversación que mantenía su estirada jefa con la empleada favorita, una gallega estudiante de Enfermería que se sacaba unos euros para caprichos trabajando en el bar. Al ser tan pija como la dueña, se llevaban de perlas. Resulta que le habían encargado el cáterin de una galería de arte recién llegada al barrio, antes viejuno, ahora de moda. Le estaba proponiendo a la gallega atenderlo.

—Lo de siempre: servir unos bocatines, algo de tortilla, cava y vinos.

—Me viene estupendo, Gloria —dijo la gallega con ese tono de «somos-guais-y-superamigas»—. Tengo el cumple de Jon en nada y me quería hacer con un vestido nuevo.

—Pues hecho —respondió Gloria con su sonrisa pintada de rosa y sus paletos algo montados el uno sobre el otro—. Ya sabes, tacones, medias y el uniforme con el delantal negro.

El «uniforme con el delantal negro» era la última gilipollez de Gloria, de la cual se sentía muy orgullosa porque creía estar en el culmen de la modernidad chic del barrio. Carlota metió baza, a ella sí que le vendría bien ese dinero extra, no para un vestidito, sino, simplemente, para no quedarse en la calle.

—Gloria, perdona —dijo con su marcado acento medio mostoleño, medio cheli—. ¿No necesitas un par de manos más? Estoy canina este mes.

La mujer meneó su larga melena repleta de mechas rubias, le dedicó una mirada displicente y luego cruzó otra con su favorita, la gallega, en modo «mira esta, quién coño se cree».

—La verdad es que no, Carlotita. Y si te administraras, no estarías a la cuarta pregunta siempre. Siendo soltera, sin ninguna carga, hija, no sé dónde se te va el dinero.

«En mi último Jaguar, no te jode», pensó Carlota. Pero de su boca no salió ni una queja. Suplicar no le serviría de nada y, si algo les queda a los pobres, es el orgullo. Asintió y fue a servir a tres estudiantes que postureaban en la mesa cuatro y bebían Aquarius. Al alejarse alcanzó a escuchar a Gloria, brazo en jarra, viboreando con la gallega.

—Esta se cree que es igual servir en una galería de arte que poner cuatro churros en el bar.

Carlota negó para sus adentros. No, guapa. No lo creía. Por eso ansiaba hacerlo.

 

 

Esa noche, aguardando bajo las sombras de las acacias desnudas que sorprendentemente sobrevivían en su inerte barrio, tiritaba contemplando su portal. Llovía y estaba aterida, en febrero en Madrid hace un frío que te cagas, pero «la Carmen», la casera, no cejaba en su empeño de atraparla para reclamarle el alquiler. Merodeaba por el rellano como un ave de presa, abrigada con un plumas de color chillón y en zapatillas de andar por casa. A Carlota le iba a dar un pasmo si no lograba llegar a su pisucho; la ropa empapada se le pegaba al cuerpo y bajo sus pies se formaba ya un charquito. Exhalando vaho por la boca, se escabulló hacia la trasera del edificio albergando una tibia esperanza. Negativo. La muy zorra había cerrado la puerta de atrás. Se frotó las manos, se las sopló y se puso a escalar por las rejas que afortunadamente habían puesto en los pisos bajos, rezando para que ningún municipal estuviera de ronda con aquella nochecita. Podían detenerla por escalo y, aunque era cosa menor, la verdad, no era plan. Tratando de agarrarse con fuerza a lo que fuera con sus extremidades entumecidas, llegó hasta su ventana, situada en el primer piso. Tanteó con dedos húmedos la colilla que había dejado incrustada entre la ventana y el raíl, para impedir que se cerrase del todo. Pero sus yemas estaban torpes por el frío, y le dolían al tratar de hacerles un hueco entre el cristal y el metal, tan helado que cortaba. Tras maldecir la lluvia, a su casera y a la vida en general, Carlota intentó afianzar las puntas de los pies en la cornisa de la ventana del bajo, y comenzó con paciencia y sobre todo con cuidado (una caída de cuatro metros no iba a ayudarla a resolver sus problemas) a mover la hoja de la ventana hacia sí. La lluvia le resbalaba por el pelo, entrando en sus ojos, para mayor diversión. Pero al fin la puñetera ventana cedió, desequilibrándola un poco. Por un instante, Carlota pensó que se iba a dar de bruces contra el suelo, agarrada a una hoja de cristal, pero en el último momento logró asirse al alféizar. Con un último esfuerzo, se metió en la cocina. Se dio una ducha para entrar en calor e hizo una sopa de sobre. No porque no tuviera más hambre, sino porque poco más podía permitirse. Se arrellanó en el incómodo y desfondado sofá de horrendas flores estampadas. Soplando el borde de la taza para dar pequeños sorbitos de caldo, buscó en el móvil el nombre de la galería de arte en la que iba a servir Gloria. Encontró varias referencias del autor de las obras que iban a exponerse y el anuncio de su presencia en el evento. Además de él y de algún que otro nombre, la dueña de la mayoría de las acuarelas, una tal Lula Quirós, asistiría al acto para darse el baño de masas, pero por Skype. Era una pirada podrida de pasta que tenía agorafobia y no podía ni pisar la puerta de la calle; al parecer compensaba su tara con un afán desmedido por la notoriedad. Unos porrazos en la puerta sacaron a Carlota de sus reflexiones. Carmen vociferaba desde el rellano.

—¡Sé que estás ahí! ¡Abre, joder! —Carlota apagó la luz—. ¡O me das mañana la pasta o te echo a hostias, ¿estamos?!

«Estamos», pensó Carlota. Escuchó cómo la vieja se metía en su madriguera, cerrando con mil cerrojos la puerta. Odiaba ese sonido. Desde que era niña. No debía de tener más de doce años y cada vez que escuchaba abrirse el pestillo se le revolvía el estómago. Se le revolvería toda su vida. No soportaba los cierres de pasador y cadenilla. La ponían enferma.

 

 

Escuchó el doble chasquido. Soltó el cuchillo redondeado con el que untaba margarina en pan de molde. Estaba preparándose el almuerzo, en verano acababa el cole antes, por el calor. No había nadie en casa a esas horas. Salvo él.

Él cambiaba turnos a veces para llegar antes. Sospechaba que para tener esos encuentros con ella. A juzgar por los pasos que se aproximaban hasta la cocina, estaba a punto de repetirse. El hombre entró en la estancia saludando, alegre. La manera en la que la llamaba «mi pequeña», «mi niñita» o «mi bebé» distaba mucho de sonar cariñosa. Sonaba sucia, melosa, viscosa como su tacto. Se le pegaba a la espalda, le acariciaba la cabeza de modo paternal, pero lo que notaba presionándola a la altura de la cintura no era nada paternal. Mientras le preguntaba cómo habían ido las clases, muy cerca, se frotaba el miembro contra la curva que formaba la espalda de la niña al ir transformándose en nalga. Ella notaba la respiración cada vez más agitada de su padre de acogida, su aliento, sus palabras entrecortadas y la presión cada vez más fuerte contra su camiseta. Cuando sentía la piel mojada, sabía que todo había acabado. Por esa vez. Y agarraba muy fuerte el cuchillo de la margarina deseando que tuviera filo.

 

 

Salió de casa aun antes de que empezara a clarear. No quería toparse con su casera. Aguardaba aterida a que abriesen una farmacia cerca de la estación de cercanías donde cogía el tren para ir al trabajo. Dando saltitos, trataba de mantenerse caliente. Al fin comenzó a descorrerse el cierre. Compró algo y salió de nuevo, dispuesta a enfrentarse a más cafés En lo de Gloria.

—¿Dónde se mete la gallega?

Carlota, con la bandeja cargada de tazas de porcelana blanca con café con leche y churros espolvoreados de azúcar, señaló con la cabeza los servicios. La jefa miró hacia allí.

—Lleva ahí toda la mañana, por Dios, teniendo esto de bote en bote —se quejó Gloria.

La joven salió en ese instante, pálida y con mala cara.

—¿Qué te pasa?

—Me duele horrores la tripa.

—Va a ser gastroenteritis. Hay una epidemia.

Gloria chistó a Carlota fuertemente.

—Baja la voz, leche. Te van a oír los clientes y pensarán que les vamos a contagiar el ébola.

Miró la cara de la joven, más gris que las piedras de la catedral de Santiago de Compostela, de donde era oriunda. Esta se ataba el delantal con gesto de dolor.

—No sé lo que es, esta mañana me encontraba estupendamente y no he desayunado más que un té y algo de fruta.

—El virus. Ya te lo digo yo —apostilló Carlota, ceniza. Su jefa la miró molesta.

—¿No me irás a dejar colgada esta noche, galleguiña? Mira que no puedo fallarles…

Como única respuesta la chica volvió a agarrarse la barriga, notando un retortijón, y desapareció a buen paso por la puerta del baño. Gloria hizo un mohín de disgusto; estaba apañada. Miró a Carlota.

—Al final vas a tener suerte. ¿Tienes unos tacones negros?

Carlota asintió.

 

 

La galería de arte recién remodelada brillaba en la negrura de la tarde temprana. Había dejado de llover, pero en el cielo amenazaban blancos nubarrones preñados de agua. Carlota admiraba el titilar de las lucecitas que adornaban los árboles que flanqueaban la entrada, el escaparate iluminado, la hermosa carpintería granate. Caminaba con dificultad con los dichosos tacones que había robado esa misma tarde en la meca de cleptómanos y descuideros: El Corte Inglés. No sabía cómo iba a poder servir el cóctel. Esperaba no darse de morros en mitad del salón delante de todos los asistentes. Hacer el ridículo no entraba ni de lejos en sus planes para esa noche. Gloria, ataviada con unos Levi’s ceñidos y camisa verde con una gran lazada al cuello, le salió al paso con cara de malas pulgas, la agarró del brazo y se la llevó para la trastienda.

—¿No te dije que entraras por la puerta de atrás, joder? Empezamos bien. Mira que esta gente me da muchos encargos, no vamos a pifiarla, ¿me oyes?

—Te oigo.

Su jefa le dio el uniforme, el discreto pero ceñido traje de chaqueta con falda de tubo y el famoso delantal negro.

—Cámbiate ahí, luego te vas a sacar las cosas de las cajas y las colocas como te he dicho.

—Vale. Oye, ¿lo de los tacones es obligatorio? No soy yo muy dada a llevarlos y…

—Lo de los tacones ES. Encima eres un tapón, te hago un favor.

«Vamos, el favorazo de mi vida. Esto y pagarme una miseria, lo mejor que me ha pasado nunca», pensó Carlota mientras se enfundaba la jodida falda de tubo. Se miró en el espejo. La verdad es que era un tapón (metro cincuenta y seis centímetros), pero no estaba mal. Un poco esmirriada, aunque la falda resaltaba sus curvas. Con las tetas y el culo la naturaleza había sido algo más generosa. En sus treinta y tres años de azarosa vida había aprendido a no llamar la atención, a pasar desapercibida. Si no se fijaban en que era una mujer, mejor que mejor. Pero quizá esa noche su aspecto podía ayudarla. Armada con un cúter, se dirigió a una de las salas, donde habían montado la mesa del cóctel. Rasgó el precinto de las cajas de cartón y se dispuso a colocar vasos y copas, cubiertos y platos tal y como le había ordenado Gloria. Los invitados estarían allí en media hora.

En media hora empezaba todo.

 

 

El público abarrotaba la galería. Sobre todo, la sala donde se situaba la mesa que Carlota había dispuesto. Un monitor de proporciones desmesuradas colgaba de la pared, para que nadie pudiera evadirse de la anunciada conexión con la joven coleccionista rarita. Vais a verme sí o sí, porque voy a aparecer al estilo de los políticos, sin respiraros ni tocaros, justo encima de las bandejas repletas de la comida que habéis venido a engullir, debía de pensar la tipa. Porque mucho arte, mucha tontería, pero al final todos esos pijos se arremolinaban en torno a los platos de jamón ibérico igual que hubieran hecho sus vecinos de Parla. Carlota escuchaba las vanas conversaciones, la frivolidad con que la mayoría de los asistentes ignoraba las obras expuestas para sumergirse en cotilleos, chafardeos y dimes y diretes. Unos pocos se centraban en las acuarelas de motivos florales lanzando pomposos comentarios acerca de la técnica o el color: «Tanto realismo recuerda a la mata de hierba de Durero», «¿No da ese blanco del fondo un halo de orden?». Eran los genuinamente interesados en el arte, en los trazos, en la composición. El resto se limitaba a hacer acto de presencia y a colgar en Instagram que ellos también eran cultivados, molones e intensos. Carlota, mientras reponía copas de cava y de vino tinto, ojeaba con disimulo a las mujeres. Algunas impecables, otras impecablemente desaliñadas. También se fijaba en los hombres que sopesaban los precios de las acuarelas para llevarse una pieza que adornara sus bellas casas. Su mirada se detuvo en un varón de unos cuarenta años que destacaba por encima de los demás. Más que alto, que también, casi dos metros, era largo. Como esos negros tan guapos que dan saltos agarrados a una lanza en África y que tienen las extremidades elegantemente esbeltas, los comosellamen. Le sirvió un rioja, pero él ni la miró. Ni la veía, más bien. Perra vida. Carlota se fijó en el precio de esos cuadritos colgados en las paredes. Y ella sin un euro para pagar el alquiler. La dueña de la galería, una mujer de unos sesenta años, atractiva y refinada, vestida con un traje de chaqueta de corte exquisito, con unas ces cruzadas al revés estampadas en la cinturilla, llamó la atención del público. El artista iba a pronunciar unas palabras y a presentar a la coleccionista que había donado parte de sus obras para ser expuestas y vendidas, yendo los beneficios íntegros a los comedores sociales. La prensa asistente se arremolinó en torno al hombrecillo, un ser redondo y con unas enormes gafas de pasta también redondas, a juego con su cuerpo; los focos se reflejaban chillones en su calva. Al parecer había cambiado el óleo por la acuarela y lo había petado. Aunque Carlota no entendía el motivo del éxito, la verdad. La mecenas Quirós fue la primera en descubrir su extraordinario talento, según decía el Minion. Los invitados trataban de acercarse al pintor y, de paso, salir en la foto. Se hizo el silencio y comenzaron el discurso y las preguntas. Carlota, agotada de llevar tacones, vio el momento de escabullirse; Gloria se había situado con buen ojo tras el pintor y junto al monitor, y como hay Dios que no se iba a mover de allí mientras los fotógrafos estuvieran frente a ella. Justo cuando arrancó la conexión con la tal Lula Quirós y la sala se llenó de murmullos de peloteo/admiración, Carlota se dirigió a una pequeña sala, casi en penumbra, donde tres cuadritos de proporciones mínimas eran iluminados con mimo. Se apoyó en la pared, no se atrevió a quitarse los zapatos porque temía el momento de volver a meter el pie en esa diminuta sala de torturas. Levantó una pierna, se frotó un tobillo; luego cambió, se frotó el otro. Y miraba y remiraba el precio de las pinturas. Señor. Qué barbaridad. Un montón de florecillas amarillas hechas a base de manchurrones, a su entender. Monos, sí. Pero cada uno valía la friolera de seiscientos pavos. Mil ochocientos pavazos en total por un montón de margaritas o lo que coño fueran. Carlota se fijó en las cámaras de seguridad. Ese cuarto no tenía ninguna; había una en la sala principal que parecía enfocar hacia allí, pero con pinta de ser más bien disuasoria. Desde ese ángulo mal iba a ver lo que sucedía con las tres miniacuarelas. Luego posó los ojos en la apartada sala principal, donde todos los asistentes, incluido el segurata, se agolpaban en torno al artista, que ahora contaba no sé qué zarandajas acerca de reservar blancos y realzar texturas; al parecer, interesantísimo. Carlota vio su oportunidad. Sacó el cúter del bolsillo del delantal y, sin detenerse ni a pensarlo, rasgó el papel para llevarse las acuarelas. Las tres. O todo o nada.

 

 

—¡Se han llevado unos cuadros!

Carlota irrumpió en la charla del pintor con una expresión de susto tan genuina que hubiera hecho morir de envidia a la mismísima Meryl Streep. Pero lo cierto es que algo de susto llevaba en el cuerpo. Se jugaba mucho. De inmediato, el revuelo se instaló en la galería. Se cerraron las puertas, se revisaron los bolsos de invitados y trabajadores, se interrogó a Carlota. Fingía tan a la perfección que hasta su jefa la hizo sentarse y le ofreció un té calentito. El hombre alto y desgarbado contemplaba divertido a la acalorada chica de melena anaranjada, mostrando que, cuando sonreía, dos hoyuelos horadaban sus mejillas. El guardia de seguridad descubrió una ventana abierta en la trastienda. Todo encajaba. Mientras estaban pendientes de las palabras del artista, el caco entró, vio y venció. Hora de interponer la denuncia ante la policía y de llamar al seguro, dijo la dueña. La gente desalojó el local entre murmullos. «Qué mala pata», «Menudo estreno», «Esto lo subo a stories a la de ya». Carlota fue eximida de recoger; Gloria, agobiada, la mandó a casa. Humilde y agradecida, la joven obedeció.

Una vez fuera, Carlota aspiró el frescor de la lluvia, que caía abundante. No le importaba el frío, había sudado como un directivo haciendo negocios en una sauna. Solo esperaba que la pintura no se estuviera deshaciendo con el calor de su cuerpo y la humedad. Apretó el paso hacia el metro, sin sentir el peso del cansancio, ni de la culpa. La adrenalina la transportaba a través de un río de energía. Las calles aún estaban pobladas de viandantes que iban de bar en bar, era viernes, y en Madrid se sale sí o sí. Ni lluvia, ni frío, ni leches. No iba a mirar atrás, no quería volver a ver la galería. Se subió la capucha de la parka, el semáforo la obligó a detenerse. Impaciente, taconeaba. Le dolían los pies y los sentía helados. Malditos tacones. Debió traerse unas zapatillas para volver a casa más cómoda. Cuando la luz verde iluminó el asfalto mojado, Carlota avanzó el pie, pero una voz le congeló el movimiento.

—La acuarela tiene poco aguante al agua.

A la ladrona se le paró el corazón. A través de la cortina de agua que caía de su capucha, elevó los ojos para encontrar los del dueño de la voz. Unos ojos castaños y burlones al final de un altísimo tronco. Ese tipo estaba en la exposición. Giró bruscamente para escapar de él, pero este, rápido y elástico, se le interpuso. Sintió que una mano le agarraba el antebrazo, firme, mientras la otra le abría el anorak y con habilidad tocaba las acuarelas, escondidas entre su camiseta y su piel. El tipo sonrió. Estaba jodida.

 

 

 

 

 

 

Deseo que pillen al desgraciado que me ha arruinado esta noche. No por los cuadros. Esas acuarelas chillonas imitación Van Gogh me importan un ardite. Subvencionar a estos patanes con ínfulas de artistas es parte del precio que pago por aparentar que soy una bondadosa patrocinadora que invierte una indecente cantidad de dinero al año en apoyar a pintores y escultores. Para ocupar portadas y ser una figura respetada en el fatuo y engolado mundo del arte, con la novedad de que no soy una anciana decrépita que chochea y regala sus millones. Deseo que le atrapen porque ha interrumpido mi momento de contacto con el mundo exterior. Ese instante en el que casi parezco normal, una amante de la creación, de la cultura. Me gusta que me miren con respeto, con veneración. La mecenas, la misteriosa dama del arte, la sofisticada ermitaña. Si supieran cuánto desprecio esos patéticos intentos de crear belleza. Lo que yo amo es otra cosa, algo que no tiene nombre, infinitamente superior. Esa especie de tormenta eléctrica que me envuelve cuando contemplo la verdadera belleza, esa que me permite salir de estas cuatro paredes para aspirar aire fresco, para sentir la tibieza del sol en la piel, escuchar mis pasos en la gravilla crujiente de un sendero que conduce a un horizonte que no existe más que en la ilusión de un punto de fuga, de una perspectiva, de unas luces y sombras que simulan tres dimensiones.

Mi vida es plana, un trampantojo. Quizá la patética soy yo.

 

 

 

 

 

 

El captor de Carlota se llamaba Armando Elorza. Casi dos metros de hombre, casi todo extremidades. De voz tan profunda como sus ojos, que a veces tenían un toque ámbar, y con una pizca de cinismo que hacía imposible saber cuándo hablaba en serio o en broma. Su rostro era extrañamente armónico y emanaba tal seguridad que Carlota se supo insignificante y mínima de manera instantánea. Armando la llevó a su casa, un piso enorme y señorial de la zona noble/carísima de la ciudad: techos altos ribeteados con molduras labradas, en el suelo madera oscura, madera-madera, no tarima de esa que sonaba a plástico al pisarla; gruesas alfombras de lana tejida con motivos étnicos en colores granates, crema, mostaza, que amortiguaban el sonido. El silencio envolvía sus movimientos como una cálida manta invisible. «Igualito que en mi piso, que escucho hasta cuando el de arriba escupe un gargajo». Armando le pasó una toalla blanca y mullida y una copa de vino tinto. Cuando fue a quitarle la mojada parka, Carlota se apartó instintivamente. Armando sonrió del modo más burlesco que ella había visto nunca.

—Tranquila, guapa, no es tu cuerpo lo que me interesa.

Sin apenas rozarla, le quitó las acuarelas. Carlota se sintió bastante estúpida. Dio un sorbo al vino, se secó el pelo y contempló al extraño mientras este no apartaba la mirada de las obras. Su manera de moverse, sus gestos al acariciar la pintura, la absoluta falta de interés en su persona… Carlota no había sentido esa sensación en toda su vida, ser transparente, invisible. Aunque bien es verdad que la había buscado. Deseaba que nadie se fijara en su belleza, en su pelo claro y en sus ojos grises; en su cuerpo menudo pero sensual, bien proporcionado. Ser mujer y hermosa solo le había traído sinsabores. Pero al tal Armando parecía importarle una mierda si era mineral, animal o vegetal. Y, por primera vez, le molestó justo lo que siempre había buscado, que no la admirara. Observaba al extraño de quien era cautiva sin disimulo, pues él estaba enfrascado en las acuarelas y en mover sin cesar entre los dedos de la mano izquierda una vieja moneda. De dedo a dedo, una y otra vez. El silencio, ahora, la estaba poniendo muy incómoda.

—Quédate las acuarelas. Yo me piro y listo.

Armando clavó sus ojos en Carlota con tanta atención que la joven se sintió enrojecer. Enrojecer por la mirada de un hombre… A estas alturas y con lo que había vivido. Pero sentía que a través de sus ojos trataba de averiguar quién era ella y lo que pretendía, quién era de verdad. Al fin habló:

—Tu robo ha sido patético. Chapucero, peligroso. Pero no he visto a nadie con más morro en mi vida.

—Gracias. ¿Puedo largarme ya?

—No te has bebido el vino. Y esa botella, niña, vale doscientos cincuenta euros.

—Mira, casi lo que debo de alquiler. —Se bebió la copa de un trago—. Listo, me voy.

—No.

Carlota tragó saliva. No, por favor. Por favor, no. Que no le pidiera una guarrada… Por favor.

—¿Vas a… denunciarme?

Armando la miró y sonrió.

—No. Te voy a convertir en ladrona.

1994

 

 

 

 

 

En el orfanato, poseer algo era extraordinario. Esa muñeca sin bragas pero aún con el vestidito rosa y casi toda la melena rubia en la redonda cabecita era un talismán para su dueña, una cursi con fama de dulce y gafas de culo de vaso que empequeñecían sus ojos hasta hacerlos diminutos; era el amuleto para el miedo en la noche, la amiga en las horas febriles de enfermería. Un día, la Gitana, la niña más fea del orfanato o así la veían el resto de internos, la percha para los golpes de los camorristas, se la pidió prestada. «Déjame a Amapola». Así llamaba la cuatro ojos a su muñeca. El resto de niños se carcajearon. Burlándose de sus pretensiones. La Gitana quiere la muñeca. La nariz de bruja está llorando. La pelo sucio se sorbe los mocos. Nadie la defendió. La dueña de Amapola abrazó fuerte a su muñeca mientras contemplaba cómo las risas sádicas, crueles expulsaron del patio a la Gitana, como empujada por una onda expansiva de maldad infantil.

Al día siguiente, la codiciada muñeca había desaparecido. Durante la noche, alguien debió de deslizarse en la oscuridad de los pasillos y arrancarla de las manos de su dueña mientras dormía. Era domingo, con lo cual nadie se prestó a buscar con demasiado ahínco, pues los educadores sociales solían sacar a la chavalería a merendar a algún burguer o los llevaban a cualquier espectáculo deportivo de tercera. Cambiar horas fuera de las paredes de la institución por buscar una muñeca era impensable para los internos. La desesperación hacía presa en el corazón de la niña miope. Sin su juguete se sentía doblemente huérfana. Y sola. En ese lugar, la soledad se pegaba a la piel como una capa de aceite ardiente. Era imposible librarse de ella; cada compañero era un rival. Un contrincante que quizá consiguiera abandonar aquel páramo de infelicidad antes que tú.

La dueña de la muñeca al fin se dio por vencida. Se quitó las gafas empañadas por las lágrimas, hipando de disgusto, temblando su cuerpecillo de desconsuelo. La Gitana lo supo. Estaba a punto. A punto de recibir su ayuda, la generosa ayuda de aquella a quien antes había ignorado. Por fea, por ser la nueva, por ser distinta. Sonriendo, le puso la aceitunada mano en el hombro. Ya era suya.

2

 

 

 

 

 

Armando miró a Carlota: unos leggins ajustados a su redondo culo respingón, una camiseta de alguna discoteca de dudoso gusto y una raya del ojo pintada con poca sutileza. En cuanto a la manera de hablar, no se limitaba a ser de barrio, más bien era de extrarradio. Muchos «ej que», muchos «qué guapo» y demasiados «hermano» y «man». Seguramente era lo que el hombre andaba buscando, pero algo más de refinamiento le habría quitado bastante trabajo. Era una poligonera de libro. Ahora, la susodicha le observaba expectante junto a la estatua de Velázquez, frente al Prado. Él la había instado a saldar sus deudas, recoger sus escasas pertenencias y ropas (aunque habría que deshacerse de todas y cada una de las prendas, viendo el estilismo del que hacía gala la ratera) y regresar a su piso del centro. Por supuesto, le dio el dinero que debía a la casera; sospechaba que más, en realidad, y que Carlota se había quedado el sobrante a modo de paga extra, pero le daba igual. Le hacía gracia la picaresca de aquella medio mujer. Armando jugaba con la moneda entre los dedos de su mano izquierda mientras pensaba por dónde empezar. Tenía que ser rápido pero eficaz. La chica tenía madera de ladrona, estaba claro, amén de que debía de llevar la vida entera sacándose las castañas del fuego. Sin cultura, sin familia, sin pareja y sin oficio ni beneficio. Por eso mismo, moldeable. Y desechable.

—¿Dónde vamos? ¿Por dónde empezamos? ¿Quieres que dé el tirón a alguno de estos pringaos?

—Sugerente, pero no —dijo Armando con cinismo.

Carlota se movía como si tuviera el baile de san Vito.

—¿Me vas a enseñar a meter mano a un muñeco con campanillas cosidas al traje o algo así?

Él supo que la cosa iba a resultar más difícil de lo esperado.

—¿Crees que te quiero para robar a los turistas en el metro?

Ella se encogió de hombros.

—Ni idea. ¿Nos vamos a dedicar a los cuadritos? ¿Eso da pasta?

—Nos vamos a dedicar al arte, sí. Y sí, es bastante rentable.

—¿Qué has hecho con mis margaritas, por cierto?

—No son «tus» margaritas; de hecho, ni siquiera son margaritas. Son botones de oro.

—¡Uuh, botones de oro! —remedó Carlota—. ¿Eres gay?

—No. ¿Por?

—Porque no conozco a ningún tipo que sepa qué hostias son unas putas flores del campo.

—¿Qué te parece si mientras estás a mi cargo cuidas un poco el lenguaje? Menos «hostias», menos «puta» y menos chulería.

—¿Y menos palabrería y más acción?

—A ver, bonita: como tú, me meriendo a cinco cada día. Si me empiezas a tocar la moral…

—Cuando dices la moral, ¿quieres decir los cojones? —interrumpió ella.

Armando la miró. Esa mierdecilla de metro y medio le estaba exasperando.

—Exacto. Si me tocas los huevos un milímetro más de lo necesario, te pongo de patitas en la calle y se acabó la instrucción. Y sigues trabajando de camarera por setecientos euros al mes y viviendo en ese agujero de Parla. ¿Te mola?

Carlota se dio cuenta de que el larguirucho no bromeaba. Tan guapo podía ser cuando sonreía como podía poner cara de cabrón cuando algo no le gustaba. Y, en esos momentos, ella no le estaba gustando un pelo. Bajó como dos octavas el tono.

—No hace falta cabrearse. Vamos, digo yo. Lo único que, si vamos a robar, habrá que empezar por algún lado.

—Tú, por callar la boca y aprender. ¿Has ido alguna vez a un museo?

—¿El del jamón cuenta?

—Me temo que no. Y te vas a comer unos cuantos museos, y varias veces. No para que aprendas de arte, me importa un pimiento tu cultura, sino para que observes. Medidas de seguridad, cámaras, alarmas, sensores, rondas de vigilancia. Quiero que aprendas a mirar, no solo a ver. Que memorices, que estés atenta a las señales, a las obras más desprotegidas, a los museos más vulnerables.

Carlota asintió.

—Y ahí, zas. Damos el golpe.

Armando no pudo por menos que sonreír.

—Qué falta te hago.

 

 

En los días siguientes recorrieron los principales museos de la capital. Empezaron por el Prado, con sus maravillas, tan famosas que hasta Carlota pudo reconocer algunas. De hecho, le hizo un rápido resumen de las que más le gustaban: el de la tía desnuda que era la madre de la duquesa de Alba, esa tan fea que hablaba gagá, y el de las «mininas», que eran tan ricas que hasta se retrató con ellas el pintor, Goya. Armando, estremecido por la historia espuria de La maja desnuda y de Las meninas que le proporcionó Carlota, decidió no sacarla de sus continuos errores por el momento. Podía provocarle un colapso en el cerebro si introducía demasiada cultura en un campo tan virgen. Descansaron un rato en la cafetería del cercano hotel Ritz, que provocó los silbidos de admiración de Carlota al ver los altos techos iluminados, las guirnaldas que adornaban las paredes, las lámparas de cristales colgantes que vertían arcoíris en las butacas, en las tazas, en los zapatos. Su atuendo, tan ordinario como sus modales, no destacó demasiado; por desgracia, el dinero no proporciona clase inmediata y el hermoso salón estaba salpicado de turistas adinerados, zafios y vulgares que se repantingaban en los sillones con la soberbia del que tiene dinero de más. Así que el peculiar vestuario de Carlota (su parka verde militar, mallas fucsias, una sudadera de rayas blancas y negras imitación cebra) tampoco es que se diera de patadas con el personal. Daba patadas al buen gusto, solo. Tras zamparse las pastas con las que venían los cafés, «aún tenía mucha gusa». Chistó al camarero para que le trajera «un pinchito tortilla, con un buen cacho de pan, ¿eh? No la radiografía del pico de una barra», y una Coca Zero. Para equilibrarse nutricionalmente, se conoce. Armando, que resultaba familiar a los uniformados camareros, pues acudía a menudo a los museos que flanqueaban el paseo del Prado, lejos de disgustarse, contemplaba el comportamiento de su recién estrenada alumna como un científico observa bajo el microscopio un virus fascinante.

Cuando Carlota se bajó el elástico de las mallas por debajo del ombligo, diciendo «estoy full», se dio por finalizado el redesayuno. Caminaron bajo los plátanos del paseo del Prado pisando sus característicos adoquines. Él, en silencio, disfrutando del aire frío de febrero. Ella, sin parar de hablar mientras trataba de pisar en el centro de los adoquines.

—Loco, aquí el tío de la peli esa en la que sale un perro muy salao y él está paranoico y no puede pisar las rayas se pega un tiro, ¿que no?

Armando supuso que se refería a Mejor imposible, pero el título le daba bastante igual a su acompañante, que ya estaba fascinada por la entrada del Thyssen-Bornemisza. «Yo cambiaría el nombre, porque eso de bornemisa no se le queda a nadie, y, a ver, el museo es español, ¿no? El Prado, vale, pero el tisennosequé…». Ya era demasiado. Él era un tío paciente; si se comprometía a algo, llegaba hasta el final. Y, desde luego, se había comprometido. Pero de repente tuvo ganas de asesinar a su pupila.

—Carlota, vamos a jugar a algo —cortó Armando—. A partir de ahora, ponte que ha sonado el timbre y empiezan las clases. Tú solo observas y luego, al detenernos para almorzar, dentro de muchas, muchas horas, dado el tentempié que te has metido entre pecho y espalda, me dices cuántos guardias de seguridad y celadores has visto en todo el museo y cómo y dónde se distribuían. ¿Qué te parece?

—Me parece que quieres que me calle la boca.

—¿Ves lo lista que eres cuando te da la gana?

—Eres un estirao y yo solo te daba charla para entretenerte.

—Tengo mucha vida interior, no te preocupes por mí. Preocúpate por aprender. —Recalcó las últimas palabras—. En silencio.

Carlota cerró la boca y le siguió ceñuda y callada durante toda la visita. Menuda orgullosa le estaba saliendo la enana.

Sin darse cuenta, entre rifirrafes y visitas a templos de la cultura desperdigados por Madrid, entre el estudio de las técnicas más usadas para apropiarse de las obras de otros y los grandes robos acaecidos en la historia, entre cortas charlas que rozaban el surrealismo casi siempre y nunca traspasaban la frontera de lo personal, pasaron las semanas. Su alumna tenía una memoria excepcional y absorbía los conocimientos como una esponja, recordando cada detalle. Armando le detalló alguno de sus propios robos, asegurando que cada vez la cosa era más complicada y que sin la informática no era nadie. Ahora todo dependía de lograr entrar por las puertas de atrás de los sistemas, desbaratar softwares, hacerse con códigos. Su primer robo de arte fue una casualidad. Hacía ya muchos años, cuando se ganaba la vida exclusivamente como perista; paseaba por el Museo Picasso de París y los evidentes fallos en la seguridad parecían estar ahí para tentarlo. Se llevó unos bocetos del pintor malagueño abriendo una vitrina con mucha suerte y sangre fría. Los vendió en los foros indicados y, desde aquello, jamás le faltó trabajo.

Ahora recorrían como dos visitantes más el Museo Cerralbo, el del Romanticismo, el Reina Sofía y hasta el Museo Sorolla, el que más le gustó a Carlota, embobada con las imágenes de chavales desnudos, despreocupados, con el Mediterráneo pegado a la piel y los ojos achinados por el sol, disfrutando de la infancia, tan distinta a la suya. Supo de sus medidas de seguridad: cámaras de circuito cerrado de televisión, sensores de presión entre los cuadros y la pared, columnas de rayos infrarrojos que se activaban cuando se cerraba el museo, contactos magnéticos en puertas y ventanas… Cuando estaban demasiado cansados, lo dejaban y se iban a la casa de Armando, en la que este le había cedido una de sus espaciosas habitaciones a Carlota, convirtiéndose ella en invitada e interna, una intrusa en su preciado oasis de calma. A Carlota le encantaba ese lugar, disfrutaba de Chamberí, tan opuesto a sus barriadas donde se masticaba el sonido grosero de la pobreza y se olía la soberbia de la mediocridad. La banda sonora del día a día eran los portazos descuidados y gratuitos, la mezcla discordante e infinita de las televisiones que vomitaban su voz por el hueco de la escalera, por las ventanas, por los balcones. Niños con caras de ancianos resabiados torturando perros, pájaros, gatos, carentes de conciencia, de algún ejemplo de empatía. La exhibición impúdica de las peleas privadas, ásperas, insolentes. Carlota había formado parte de ese paisaje y, a fuerza de exposición, había desarrollado una alta tolerancia, aunque no así el gusto por ser parte de esa fauna. Cuando contemplaba la casa de Armando, con esos pasillos largos e intrincados y cuando posaba los pies en el puzle colorido de los baldosines hidráulicos de la cocina, sentía que ella podría pertenecer a ese lugar. Toda la vivienda respiraba belleza, aparadores de anticuario, paredes lisas y suaves, altos ventanales. Luces cálidas. Cuadros, pequeñas esculturas, espejos antiguos… Carlota nunca había estado en una casa igual. Y Armando parecía haber nacido allí. Sería rico de fábrica. Llevaba un relojaco de esos que debían de valer una pasta y un traje de Armani con la misma naturalidad con que ella birlaba una camiseta del H&M. Hablaba de modo correcto, pero no relamido. Pasaban mucho tiempo juntos, trabajando, y vivían bajo el mismo techo, pero la convivencia acababa ahí. No había largas conversaciones, ni copas de vino en complicidad, ni pedir una pizza, ni echarse unas partidas a la Play. De hecho, Armando no tenía ni PlayStation, lo cual decepcionó a su alumna, que pensaba que en cada casa pudiente habría una. Lo que sobraban eran libros y más libros, que Carlota comenzó a leer por las noches, al quedarse sola en su cuarto y ser asediada por los recuerdos y los presagios. Que llevara años esperando la oportunidad que ahora tenía al alcance de la mano no quitaba que pasar por todo aquello le resultara algo amedrentador. Así que trataba de espantar a sus fantasmas leyendo. Leía lo que le seleccionaba su anfitrión y se dio cuenta de cuánto le gustaba sumergirse en esas películas que uno pone en pie en su cabeza llamadas novelas. Sin darse cuenta caía en una especie de borrachera de visiones, e imaginaba la cara de los aristocráticos cast de Agatha Christie; dibujaba la boa y el elefante del Principito y viajaba por un mundo azul oscuro, lechoso a base de disolver en él estrellas; tocaba con las yemas de los dedos el varonil rostro de Darcy. Se dormía muchas noches con un libro abierto y se despertaba con la forma del canto en la mejilla. Un desconocido había logrado aficionarla a la lectura.

Pero Armando seguía siendo un libro cerrado. Carlota no lograba que le hablara de su vida, pese a que preguntaba (y mucho), y él se negaba a saber detalles de la de Carlota. Casi cada tarde, él se arreglaba para salir y la joven lo veía desaparecer con su vaquero de marca y su camisa blanca, o su pantalón chino y su polo, preguntándose dónde iría tan guapo y, sobre todo, por qué nunca la invitaba a cenar por ahí, o al menos veían una peli juntos en ese sofá de cuero gigantesco que tenía en el hermoso salón, frente a la chimenea. Chimenea en Madrid centro, ahí es na. Por si fuera poco, Armando seguía sin fiarse de ella, y la dejaba encerrada en su piso cuando se iba, por miedo a que lo desvalijara o a que desapareciera.

—Es injusto que yo tenga que fiarme de ti y tú no te fíes de mí.

—Tú no te fías de mí; me utilizas, como yo a ti. Y, por si fuera poco, no tienes nada que yo pueda quitarte.

Carlota lo miró, levemente ofendida.

—¿Ah, no? Me he venido a vivir con un tío al que conozco de nada. Podrías meterme mano, o violarme.

Armando soltó una gran carcajada, haciendo que su enorme cuerpo se agitara.

—Tú por eso tranquila, ya te lo dije. Como en mejores mesas. Nunca, jamás, te voy a tocar un pelo, pelirroja. Además, no es bueno mezclar trabajo y placer. Y, ahora, sé una buena chica: cena, vete a la cama, lee un poco y duerme. Mañana haremos algo con tu imagen.

—¿Qué hay de malo en mi imagen?

Armando echó un vistazo a sus rizos anudados con un coletero, a sus piernas enfundadas en un pitillo gris y a su camiseta de tirantes con una gatita de ojos redondos. Cogió las llaves de su BMW CSL de la consola de nogal de la entrada y abrió la puerta.

—No tengo tiempo suficiente para explicártelo.

Carlota escuchó cómo la encerraba. Por suerte era una cerradura nueva, sin cadenilla, y no le hacía dar un vuelco al estómago recordando su casa de acogida. Se sirvió una copa de vino de nombre muy gracioso, Pingus. Se lo pensó mejor y se llevó la botella a su habitación.

Una vez dentro se encendió un cigarro y abrió el amplio ventanal, apoyándose en la trabajada barandilla de hierro. Los sonidos de la ciudad penetraron limpiamente en el cuarto, como un nadador en el agua. Los árboles, enormes plátanos, llegaban hasta su piso, podía tocar los incipientes brotes que comenzaban a asomar en las ramas. Vio cómo Armando salía del garaje conduciendo esa antigualla de coche, «para qué se pilla un coche viejo teniendo la pasta que tiene», y se alejaba quién sabía a dónde o con quién. Otra vez sola. Menuda novedad. Miró a los pocos niños que aún jugaban en el parquecillo, dando gritos alborozados, con la suprema excitación fronteriza de quien sabe que en nada va a acabar el recreo y toca cena y deberes.

Esos gritos infantiles le trajeron otros a la cabeza. Unos que nunca salían de ella. La voz de una niña susurrando con rabia. Impotente. Amarga.

«Te encontraré».

Carlota cerró las ventanas tratando de acallar esa voz. Se tapó los oídos y se dejó caer en la cama. Rogaba por seguir siendo fuerte y precisa en sus movimientos. Tenía que acabar con aquello.

 

* * *

 

A la mañana siguiente, sentada en el asiento de copiloto del viejo («antiguo, Carlota, no viejo») coche de Armando, la aprendiza de ladrona se negaba a salir. Estaban estacionados frente a una tienda de ropa de diseño de diversas firmas en una de las zonas pijas de la ciudad: el barrio de Salamanca.

—¿Qué demonios te pasa ahora? —preguntó Armando.

—Que no voy a ser otra porque vaya a convertirme en ladrona. Yo soy yo, y no tengo que avergonzarme de nada. ¿Acaso me van a echar de un museo por cómo voy vestida?

Armando ni se lo pensó.

—Si llevaras esa falda amarilla con la gorra de rapera, yo lo haría.

—Es una pijada tuya como otra cualquiera. Ni mi aspecto ni mis modales nos van a impedir robar un cuadro.

—Tu mal aspecto y tu falta de modales hacen que destaques y causes rechazo en determinados ambientes. Y mi intención es que robemos en esos ambientes, no en un centro comercial del extrarradio, donde sin duda pasarías desapercibida.

—Perdona, una no pudo ir a la universidad ni a partidos de polo o lo que narices hagáis los ricos, y si te preocuparas un poco por preguntar algo de mi vida, lo sabrías. —Carlota estaba embalada, la voz a punto de quebrarse de puro cabreo—. Pero te aseguro que puedo dar el pego en cualquier sitio, aparentar que llevo un palo de escoba metido por el culo, como tú. Un palo más corto que el tuyo, claro.

Armando la miró con esa cara seria que le daba un punto de advertencia y, sin decir palabra, arrancó el coche y se alejó de la tienda. ¿Había ganado por primera vez ella?

Cuando vio el restaurante a donde la había llevado, supo que no. La ristra de tenedores que exhibía junto al nombre (algo vasco, creía ella) acojonaba. Armando dejó las llaves a un gorrilla de lujo que luego le abrió la portezuela del copiloto a ella, mirándole con disimulo los muslos enfundados en sus medias color carne, esperando que se apease, cosa que ella hizo con torpeza, espatarrándose todo lo que le daba de sí la falda. Un hombre con librea les franqueó la puerta del restaurante. Armando, con mirada burlona, le hizo una seña a Carlota para que entrara. Ella se armó de dignidad y pasó al refinado salón, con refinados comensales y con refinados camareros. Un hombre que pareció emerger de la nada le pidió su abrigo («A cualquier cosa llaman abrigo, estos») y se lo llevó tan discretamente como vino. El bisbiseo le atronaba los oídos. ¿Por qué carajo hablaba esa gente tan bajito? Se miró de reojo: la mini amarilla que apenas le tapaba el culo y que hacía una hora le parecía ideal ahora se le antojaba vulgar y pobre. Deseó que la camiseta le cubriera el ombligo, y no haberse puesto tanto maquillaje, al ver a las exquisitas mujeres con los labios rojo mate y los ojos ligeramente ahumados. El perfume del súper que ella usaba, floral y pegajoso, chillaba como un bebé con cólicos. Miró las mesas. Señor. ¿Y a qué tanto cubierto? No había visto tantos seguidos ni en las bodas en las que estuvo sirviendo hace unos años. Una vez sentados y con la carta en las manos, no supo pedir. No sabía ni de qué iban los platos. Resulta que un tupinambo es una especie de patata con sabor a alcachofa. Hay que joderse. Lo peor de todo era que Armando no le quitaba el ojo de encima, y estaba disfrutando de lo lindo.

—¿Quieres que pida por ti o tienes alguna sugerencia?

Carlota iba a tartamudear cuando el metre se le adelantó con delicadeza.

—Hoy me permito sugerirles el carpaccio de gamba roja, y tenemos un pigeon confit absolutamente sublime.

Armando miró a Carlota, interrogante.

—La señorita elige.

—Estamos en sus manos, señor, ya sabe, las damas mandan —añadió el empleado, pelota, con cierto tufillo machista/patriarcal, para después dirigir la mirada a la azorada señorita, que trataba de mantener el tipo. Los segundos de silencio se dilataban como una goma elástica al sol.

—Pues… eso. Lo que él dice. Lo del confí y tal —dijo Carlota ignorando que se refería a un pichón.

—Excelente. ¿El caballero?

—El caballero lo mismo, gracias.

—Las mujeres siempre llevan razón, ya sabe… —apostilló guiñándole un ojo el camarero, insistiendo en la rancia complicidad—. Enseguida le mando al sumiller.

Carlota tomó aire y un buen trago de agua, pensando que había pasado lo peor. Pero al ver en su plato esas láminas transparentes de gamba CRUDA supo que no. Después la cosa fue a peor. Haciendo de tripas corazón (era vegetariana; se había sentido demasiadas veces como en un matadero), se lanzó a comer con las manos algo que era como un pájaro diminuto (resulta que eso era el pishon confí). Los de las mesas de al lado no pudieron evitar mirarla con desagrado. El pájaro voló de su plato al tratar de pincharlo, y dio con su pobre cuerpecillo en el suelo, provocando en el silencioso ambiente una suerte de ruido ensordecedor: el del reproche velado. Aunque el «especial Carlota» tuvo su cenit cuando, al incorporarse tras recoger el minicadáver alado, golpeó la mesa con la cabeza y las copas se cayeron. Los comensales cercanos no pudieron evitar reírse ante la torpeza de Carlota. Ella, sin más, se levantó de la silla, huyó arrollando camareros y mesas, y salió del restaurante hecha una furia, roja de vergüenza, temblando de indignación. Armando la siguió y la cogió del brazo en la calle, obligándola a mirarlo. La puta sonrisa burlona.

—¡No te rías! ¡Y suéltame!

—¿Por cuál de las dos empiezo?

Carlota se zafó de la mano de Armando con muy mala leche.

—¡Por dejar de descojonarte!

Armando hizo caso omiso y siguió sonriendo de oreja a oreja.

—Venga, mujer. No te lo tomes así. Darás tema de conversación a esos aburridos durante meses.

—¿A esos aburridos? ¡Y a ti, me cago en la puta!

El aparcacoches y el tipo de librea no perdían ripio, aunque trataban de disimularlo. Armando comenzó a sentirse violento. Y a jugar con la moneda usando la mano izquierda, cada vez más deprisa.

—Ya está bien, Carlota. Deja de montar el número.

—¿Por? ¡Puedo decir lo que me salga del coño!

La pareja que salía del restaurante en ese momento, un elegante dúo de ancianos, y los dos empleados dieron un respingo. Carlota se enfrentó a ellos.

—¿O no? ¡¿O no?!

Armando se hartó y la agarró del antebrazo con rabia, arrastrándola unos metros, lejos de la entrada del local. Le clavó la moneda en la piel de lo fuerte que la apretó.

—Basta ya, deja de dar la nota, joder. ¿Te convences de que no estás preparada para determinados ambientes?

Carlota se revolvió como una experta metiéndose bajo el brazo izquierdo de Armando, girando rápidamente después y quedando libre. Luego, le propinó un empujón que lo desequilibró por lo inesperado.

—¡Pues que te den, a ti y a tus ambientes! ¡No tienes ni idea de cómo me he criado yo! ¡Nunca voy a pegar con ese tipo de gente, nunca podré robar en un puto chiringuito de pijos!

—¿Tienes acaso idea de cómo me he criado yo? ¡No! El ser una choni de barrio no te da derecho a comportarte como una malcriada. ¡Deja de compadecerte por no haber nacido rica, por haber tenido que trabajar!

—¿Trabajar? —Negó con la cabeza y continuó, amarga—: Ojalá el trabajo hubiera sido el mayor de mis problemas. —Volvió a acusarlo, dándole con el índice en el pecho—. ¡Y si no tengo ni idea de tu vida no será porque no te haya preguntado! ¡Pero no me cuentas nada, no sé nada de ti, no hablas conmigo, solo me das clases, datos, putos libros! A ti no te interesa una mierda mi vida, ¡ni siquiera como carne y me has hecho diseccionar un pobre pájaro, joder! —zanjó una enojada Carlota en tono más bajo, agotada—. Todo esto ha sido un error.

Se dio la vuelta, rendida. Armando la miró con compasión. Él comenzaba a pensar lo mismo, pero no era momento de echarse atrás. Quien le pagaba y observaba el entrenamiento de la ratera con curiosidad malsana no lo permitiría. Siguió a su pupila hasta una fuente, en la que ella se sentó. Se quedaron un rato en silencio. Hacía frío, pese al sol de las cuatro de la tarde. Carlota no llevaba abrigo, temblaba. Él se quitó su chaqueta, quedando en mangas de camisa, y la cubrió con ella. La joven no la rechazó, clavada su mirada en ningún sitio. Al fin, Armando rompió el mutismo.

—Carlota, si no te hablo de mí es porque creo que cuanto menos sepamos el uno del otro, más seguro será para ambos. Yo necesito una… —buscó la palabra— colaboradora y creo que tú posees las cualidades necesarias. Este es un trabajo arriesgado, donde la concentración es fundamental. No podemos implicarnos emocionalmente.

—Soy una choni vulgar y metepatas, según tú. No sé dónde ves esas cualidades, joder.

Él respiró y le cogió la cara con la mano, levantándole la barbilla.

—Carlota: cada uno puede llegar hasta donde él decida. Escalar hasta la cima o quedarse en la base de la montaña. Tú puedes ser quien te dé la gana. Debajo de esa capa de maquillaje, tacos y enfado, estás tú. Y eres preciosa y muy lista. Solo necesitas sacarte brillo para deslumbrar.

Carlota calló un buen rato. Su feminismo se desmoronaba como un volcán de arena de playa al subir la marea. A la mierda la lucha contra la cosificación y los estereotipos. Preciosa. Armando la consideraba preciosa. Pues nada, Carlotita, ya con eso todo correcto. Y lista, ojo. Lo de lista también lo había dicho. Pero como que lo de ser preciosa la había calentado más que la chaqueta que le había prestado su maestro. Al fin lo miró, aún ceñuda, y consintió veladamente a su transformación.

—Pero nada de llevar perlas.

Armando sonrió.

 

 

Tras aquel episodio vergonzoso, y sin proponérselo, Carlota pasó con Armando una de las tardes más divertidas de su vida. Se sentía como Julia Roberts en Pretty Woman, viendo cómo los dependientes le hacían la pelota, probándose prendas increíblemente hermosas y dejándose mimar por estilistas y maquilladores. Alabaron su pelo de «color caramelo», realzaron la acuosidad de sus ojos grises y ciñeron su cuerpo algo aniñado pero sinuoso con delicados encajes de lencería. Como postre, Armando cenó opíparamente con ella en casa, enseñándole qué cubierto iba con qué, de qué copa beber y haciéndole repetir como un loro frases de cortesía con dicción perfecta. El vino y el champán les soltaron la risa y ablandaron sus reticencias; acabaron en el sofá de piel viendo, en efecto, Pretty Woman. Carlota cayó dormida sobre el hombro de Armando, que se dejó atrapar igualmente por el sueño, con la mejilla suavemente apoyada en los sedosos rizos de ella.

Los sueños de ambos estaban siendo vigilados.

 

 

 

 

 

 

Mientras ellos se sumen en el sopor dulce de quien duerme en la compañía que desea, yo sigo atrapada en mi propio ser. El terror perpetuo que me acompaña desde el día de la traición a veces se hace casi físico. Tan profundo en mi interior que quema. He hecho que llamaran al doctor para que me examinara, creyendo ser víctima de fibromialgia. Pero no. Nada nuevo, otro ataque de pánico. El gazmoñas de mi médico ha notado mi decepción y se ha ido algo afectado. ¿Quién quiere sufrir un mal tan penoso? Yo. Yo lo prefiero. Deseo estar enferma de la enfermedad del dolor perpetuo. Al menos eso es palpable. Al menos eso me permitiría ser libre.

Vivo presa. Presa de mi mente. Presa de mi culpa. Presa de mis miedos.

Aterrada por alguien a quien no he vuelto a ver.

Aterrada por sus susurros.