La casa del lago - Robyn Carr - E-Book
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La casa del lago E-Book

Robyn Carr

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Beschreibung

Una emocionante novela, que proporciona a los lectores un sentimiento de triunfo, sobre los nuevos comienzos y el inmenso poder del amor. Cuando, repentinamente, Hannah Russell recibió la tutela de un niño de cinco años sintió pánico de no estar a la altura. Como Noah y ella necesitaban conocerse, decidió alquilar una casa de campo a orillas de un lago, en una zona rural de Colorado. Al llegar a la casa fueron recibidos por el propietario, un hombre muy guapo que les prometió que no iba a estorbarles en absoluto. Sin embargo, su gran danés, un torpón llamado Romeo, tenía otras ideas. Noah hizo muy buenas migas con el adorable perro, y Owen Abrams no pudo evitar que sus inquilinos lo apartaran de su soledad. La vida empezó a plantearles retos y a ponerlos a prueba de formas que nunca hubieran imaginado. Los tres iban a descubrir su propia fortaleza y a luchar por convertirse en una familia.

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Seitenzahl: 403

Veröffentlichungsjahr: 2021

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2020 Robyn Carr

© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

La casa del lago, n.º 246 - noviembre 2021

Título original: The Country Guesthouse

Publicada originalmente por Mira Books, Ontario, Canadá

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, HQN y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1375-827-5

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

 

 

 

 

 

Para Mariah Stewan, que siempre está dispuesta a mantener una conversación reconfortante, llena de perspicacia, divertida y poderosa, de las que levantan la moral. Gracias, amiga mía.

Prólogo

 

 

 

 

 

La eternidad está hecha de ahoras.

Emily Dickinson

 

A Hannah Russell le encantaba la cabaña en la que se estaban alojando sus compañeros de trabajo y ella. Era exquisita. Se trataba de una casa de lujo, relativamente nueva, con cinco dormitorios y cinco baños, y estaba en el bosque, junto a un lago. Tenía una enorme terraza de madera con unas vistas increíbles de las Montañas Rocosas. O, al menos, durante el día, cuando hacía sol. En aquel momento estaba diluviando y, a la mañana siguiente, todo estaría cubierto por una capa de hielo. Aquella noche, la lluvia repiqueteaba contra las ventanas y el tejado, pero ardía un buen fuego en la chimenea.

La cabaña era la única parte que le gustaba de aquel retiro. Era una actividad programada por su empresa para crear y fortalecer la relación entre los empleados y aumentar la formación de sus ejecutivos. Su tercer retiro. Y ya estaba harta.

A su jefe le encantaba organizar aquellos retiros para el desarrollo profesional fuera de la empresa, alejados de su trabajo diario. Por supuesto, él no iba, pero enviaba a los ejecutivos y a sus equipos. Les retiraban el teléfono móvil y el ordenador portátil al llegar, y no se podía ver la televisión, no se permitía escuchar la radio ni mantener ningún tipo de contacto con el mundo exterior. Se veían obligados a comunicarse cara a cara y a olvidarse de su trabajo diario. Dave, el director de Marketing, dijo: «Tuve menos síndrome de abstinencia en el tratamiento antidroga». Después, hubo una serie de sesiones de grupo y ejercicios. «Hannah, tienes que ponerte las manos sobre el pecho y dejarte caer hacia atrás, y confiar en que Tim te va a sujetar». Aquello era bastante estresante, puesto que ella no confiaba en que Tim respondiera a tiempo a un correo electrónico y, cuando, por fin, lo hacía, ese correo no contenía ninguna información acertada. De lo único que estaba segura sobre Tim era que, si tuviera la oportunidad, se quedaría con su puesto de trabajo.

Por supuesto, Tim no la sujetó.

–Creo que me he roto el coxis –dijo ella, mientras se frotaba la espalda–. Necesito una ambulancia. Que alguien llame a una ambulancia.

–No se nos permite utilizar el teléfono móvil –dijo Tim.

Tenía que reconocer que, en un par de ocasiones, había sacado cosas en claro de uno de aquellos retiros, pero no más de lo que hubiera aprendido en un libro, un blog o una charla de TED. Normalmente, dependía de la eficiencia del moderador. Si el moderador era alguien con capacidad de motivar y animar, con inventiva y experiencia, sí podían crearse vínculos y asimilarse algunos principios que les ayudaran a trabajar después de un modo más eficiente. Eso era casi algo malo, puesto que si aumentaban la cifra de ventas, el consejero delegado, Peter, pensaría que el retiro había servido de algo y le diría al director de Recursos Humanos que programara otro.

Sin embargo, en aquella ocasión, la moderadora era una antigua participante en concursos de belleza que llevaba unos pantalones vaqueros muy ajustados y se dedicaba a coquetear con todos los empleados. Así pues, aquel retiro no iba a ser productivo.

Debían pasar cinco noches en la cabaña. Hannah y la moderadora tenían su propia habitación individual, pero los hombres compartían dormitorio. En la gran casa de campo había también biblioteca, bar y bodega. El bar y la bodega estaban cerrados con llave. La segunda noche, Todd, Wayne y Dave estaban en uno de los dormitorios, pasándose un porro, mientras Tim se daba un ruidoso revolcón con la moderadora en la habitación principal.

Para ella, aquel retiro era muy inoportuno. No solo tenía mucho trabajo, sino que, últimamente, la relación con su prometido era bastante tensa. Wyatt estaba un poco picajoso por algún motivo que ella desconocía. Estaban organizando la boda para dentro de seis meses y él estaba en desacuerdo en todo. ¿Cómo podía superar una pareja la planificación de una boda?

No obstante, si tenía un fin de semana libre en aquellos momentos, debería pasarlo con Wyatt, fortaleciendo su relación con un poco de amor y atención, tratando de averiguar qué era lo que le irritaba tanto. Si tenía que viajar por cuestiones de trabajo, cosa que sucedía con frecuencia, por lo menos debería poder hablar con él por teléfono. Aquel viajecito la tenía muy fastidiada; le había dicho a Peter que era muy mal momento para ella. Sin embargo, Peter le había dicho que hiciera un sacrificio por el equipo.

Pero el equipo se estaba colocando y estaba dándose un buen revolcón mientras ella se sentía cada vez más molesta.

Decidió forzar la cerradura del armario del vestíbulo para sacar su ordenador y su teléfono. Recogió sus cosas. Sabía que no iba a poder salir de allí a pie debido al mal tiempo, pero con el teléfono, podía llamar a la misma empresa que les había proporcionado la furgoneta para llegar hasta allí. Tim y la moderadora seguían a lo suyo, y los demás estaban acabando con los Doritos y las patatas fritas, después de lo cual se quedarían dormidos como troncos. Así pues, llamó a la empresa y pidió que la recogieran a las seis de la mañana.

No dejó ninguna nota. Que pensaran que se la había comido un oso.

Mientras escapaba, suspiró con ganas. Le dijo al conductor que la llevara directamente al aeropuerto. Cuando habían recorrido unos pocos kilómetros, vio un camping al otro lado del lago. Había un pequeño supermercado. Parecía que el camping estaba vacío, pero la tienda tenía las luces encendidas, así que le dijo al conductor:

–Pare allí y, si tienen café, le invito a uno.

–Le cobrarán la parada –dijo él, en un tono agradable.

–No importa. Merece la pena. ¿Cómo toma el café?

–Solo y sin azúcar, señora.

Según un letrero que había a la entrada, el horario de la tienda era de nueve a cinco, pero la puerta estaba abierta y, al pasar, sonó la campanilla que había colgada del techo.

Se acercó al mostrador, y dijo:

–¿Hola? ¿Hay alguien?

–Vaya, ¿quién es? Con este tiempo solo salen los patos.

–Bueno, parece que ha dejado de llover –respondió Hannah–. ¿Tiene abierto? El letrero dice que…

–No, pero he encendido la estufa y tengo café preparado. Me preocupaban los árboles, porque anoche cayó mucho granizo y, sin están cubiertos de agua helada, se les pueden romper las ramas. Es terrible. ¿De dónde sale usted a estas horas de la madrugada?

–Ah, estaba en una casa alquilada en la otra orilla del lago, y me marcho ya. Pero sé que no llegaré lejos sin un café. He alquilado un coche para que me lleve al aeropuerto de Denver.

–¿Qué le ha pasado? ¿No le ha ido bien el aire fresco?

Ella se rio suavemente, y respondió:

–Este sitio es maravilloso, y la casa era preciosa, cómoda, con unas vistas estupendas… Pero estaba con un grupo de hombres, todos compañeros de trabajo, en un retiro de la empresa. Nos confiscan los ordenadores y el teléfono móvil y nos obligan a jugar a jueguecitos psicológicos para que mejoremos como miembros del equipo corporativo. Eso está bien, pero creo que la próxima vez el objetivo deberá ser que los empleados vayan a un retiro para aprender a hacer su trabajo. Sería mucho más útil.

–¿Leche y azúcar?

–Las dos cosas. Voy a celebrar mi huida. Y un café solo y sin azúcar para mi conductor.

–Si va a celebrar algo, debería pedir también un rollito de canela o un muffin.

La puerta se abrió y entró una mujer.

–¡Sully! Hay un coche negro muy grande ahí fuera… Oh.

La mujer se atusó el pelo y se subió la cremallera de la chaqueta. Parecía que iba en pijama, aunque llevaba puestas unas botas.

–Estamos conociéndonos, querida. Soy Sully –dijo el hombre, y le tendió la mano a Hannah–. Y le presento a Helen, a quien dejé dormida cuando me levanté.

–Hola, yo soy Hannah. Le estaba diciendo a su marido que estaba en una casa alquilada al otro lado del lago, en un retiro de empresa, con una moderadora muy seductora y un grupo de hombres. Y anoche decidí que estaba harta.

–¿Tan horrible ha sido? –preguntó Helen.

–Sí –dijo ella–. Además, tengo a mi prometido en casa. Prefiero pasar estos días con él que con cuatro hombres que piensan que deberían tener mi trabajo.

–Y, si no le importa que se lo pregunte, ¿cuál es su trabajo? –dijo Helen, mientras se servía una taza de café.

–No se moleste con Helen, señorita. Es muy curiosa. Si prefiere no responder…

–Claro que no me molesta. Soy comercial de equipamiento médico para hospitales, y trabajo en una distribuidora muy grande. Vendemos escáneres para resonancias magnéticas, prótesis… Soy directora de ventas y llevo un equipo.

–Seguro que estaba en la casa de Owen –dijo Helen–. Él debe de estar otra vez de viaje.

–No sé de quién era la cabaña, pero me encantaría pasar unos días allí cuando no tenga que compartirla con mis compañeros de trabajo. Sería una forma magnífica de descansar y recuperar energías.

–¿Había muchas fotografías y litografías preciosas por las paredes? –preguntó Helen.

–¡Sí! ¿Conoce al dueño?

–Bueno, es nuestro vecino. Es un fotógrafo muy conocido. Ha ganado muchos premios por su obra, pero tiene que viajar tanto que ha decidido alquilar la casa durante su ausencia para que sea más rentable. Se llama Owen Abrams y sus fotografías son increíbles. Búsquelo en Internet alguna vez.

–La casa es preciosa –dijo Hannah.

Sully le entregó los dos cafés en vasos para llevar.

–Bueno, ¿no quiere unos bollos para acompañarlo?

–Dos muffins, por favor. Encantada de conocerlos a los dos. ¿Cuánto le debo?

–Nosotros también estamos encantados de conocerla, así que considérelo una invitación. Vuelva a visitarnos en su tiempo libre –le dijo Helen–. Sully tiene cabañas para la gente que no quiere acampar o alquilar una casa demasiado grande.

Sin embargo, Hannah estaba pensando en aquella otra cabaña, una casa grande, preciosa, elegante. Lo mejor del mundo sería convencer a Wyatt para que se tomara un par de semanas de vacaciones y poder alquilar aquella casa. Sería bueno para su relación. Ella había trabajado muchísimo aquellos últimos años. Wyatt, también, pero él era representante de una marca farmacéutica, y su trabajo conllevaba mucho menos estrés, puesto que ella era directora de ventas y tenía que ocuparse de un equipo entero. Él ganaba menos dinero, pero también parecía más despreocupado. Quizá, también, porque vivía en casa de Hannah y no tenía que pagar el alquiler.

Hannah llevaba años ascendiendo hacia los puestos más altos de su empresa y estaba un poco cansada, pero el sueldo era demasiado bueno como para dejarlo. Wyatt le había sugerido que acudiera al psicólogo para tratar su depresión. Ella no consideraba que estuviera deprimida solo por querer que estuvieran juntos y hablaran de las cosas como hacían antes.

Entonces, llegó a casa. No había llamado a Wyatt. Esperaba que él estuviera allí, porque era sábado. Oyó voces y ruidos apagados. Dejó la maleta y el bolso junto a la puerta del garaje y fue hacia su habitación. Y, allí, se encontró a Wyatt y a Stephanie recogiendo su ropa frenéticamente.

–¿De verdad? –preguntó Hannah. Fue todo lo que pudo decir.

Wyatt se estaba acostando con su secretaria mientras ella tenía que estar de retiro con sus subordinados. Maravilloso.

Stephanie miró a Wyatt con pánico y se echó a llorar.

–¿Cómo vuelvo a casa? ¿Me llevas tú? –le preguntó.

Fue Hannah quien respondió.

–Pide un taxi –le dijo–. Ah, y estás despedida.

Capítulo 1

 

 

 

 

 

Para subir por colinas empinadas, al principio, el paso ha de ser lento.

William Shakespeare

 

Owen y su gran danés, Romeo, fueron caminando por la orilla del lago hasta la tienda de Sully. Sully estaba sentado en el porche con su yerno, Cal Jones. Su nieta de tres años, Elizabeth, estaba en los escalones y, en cuanto los vio, se levantó y se puso a dar palmadas.

–¡Womeo! –exclamó.

–De acuerdo –dijo Owen, y Romeo salió al trotecillo a saludar al grupo.

El labrador dorado de Sully, Beau, fue a recibirlo, y los dos perros se fueron a correr por el jardín.

Owen apoyó el bastón en el suelo del porche, dejó la mochila y le revolvió el pelo a Elizabeth al pasar junto a ella.

–Hola, vecino –dijo Sully–. ¿Qué tal las fotos de hoy?

–Solo me encuentro con buenas cosas si me dejo la cámara en casa –respondió Owen. Le estrechó la mano a Sully y, después, a Cal–. Parece que el camping se está llenando –comentó.

–Debe de haber vacaciones de primavera en algún sitio –dijo Sully–. Por lo menos, es público del que quiere salir a disfrutar del aire libre, y no de los que quieren emborracharse hasta vomitar.

Owen se echó a reír.

–Me alegro, Sully. ¿Es demasiado pronto para tomar una cerveza? –preguntó, observando el botellín que tenía Cal en la mano.

–Espero que no –dijo Cal–. Maggie está en Denver. Yo estoy cuidando de la casa con la ayuda de Elizabeth.

–Tu secreto está a salvo conmigo –dijo Owen.

–Bueno, ahora que Elizabeth ya sabe hablar, no hay nada sagrado.

–¿Qué significa «sacrado», papá?

–Luego te lo explico.

Owen sacó una botella de cerveza de la nevera del interior de la tienda y salió de nuevo al porche. Se sentó, estiró las piernas y le dio un buen trago a la cerveza. Romeo y Beau volvieron al porche. Romeo le dio un lametón a Elizabeth en la cara y ella dio un gritito de alegría y dijo:

–¡Oh, oh, oh! ¡Yo también te quiero, Womeo!

Los tres hombres se echaron a reír.

–¿Por qué no podrá ser el tiempo como ahora durante todo el año? –preguntó Owen.

–Porque necesitamos las nevadas. Y no necesitamos los incendios de verano –dijo Sully–. ¿Acabas de llegar a casa o ya te estás preparando para marcharte otra vez?

–Volví hace una semana –dijo Owen–. El próximo viaje es a Taiwán dentro de un mes, pero el sitio al que tengo que ir a trabajar está teniendo muchos problemas debido al tiempo. Estoy pendiente de eso.

Como fotógrafo, trabajaba por cuenta propia. Cuando era más joven había hecho muchos retratos, fotografías escolares y de bodas, tarjetas familiares para Navidad… Cosas de ese tipo. Después, al cumplir los treinta años, había empezado a hacer fotografías más artísticas y, a veces, de contenido político: pueblos destruidos por la guerra, ciudadanos de países empobrecidos, la pobreza o la decadencia de su propio país. También había empezado a plasmar paisajes interesantes o, simplemente, bellos, y a tomar imágenes de la vida salvaje.

Más tarde, empezó a escribir ensayos y a publicar un blog para complementar sus fotografías, y se convirtió en una especie de escritor de viajes. Describía los errores, el caos, el humor y la confusión de su propio mundo en la fotografía profesional, y se hizo famoso, aunque esa no fuera su intención. Se coló en las cocinas de los hoteles de cinco estrellas, en el backstage de los conciertos, en los vestuarios de los eventos deportivos y en las exposiciones caninas, en cualquier actividad que pareciera interesante y donde tuviera la posibilidad de descubrir algún secreto, de hacer alguna revelación. Se publicaron algunos libros de su colección de fotografías y ensayos y, por algún motivo inexplicable, la gente los compró.

Lo que más le interesaba eran el arte, los viajes, el hecho de experimentar otras culturas. Y la soledad. Siempre viajaba solo.

–En julio pasaré un par de semanas en Vietnam. Me encanta ese país –comentó.

–A mí no me gusta tanto –dijo Sully.

–Eso es exactamente lo que dijo mi padre –respondió Owen, riéndose.

–Qué amable por tu parte, recordarme que tengo edad suficiente para ser tu padre –dijo Sully.

–Y el mío, también –apostilló Cal–. Bueno, en realidad, más o menos lo eres, por mi matrimonio.

–¿Dónde está Helen? –preguntó Owen.

–En un congreso de escritura en Nueva York.

–¿Y tú nunca vas con ella?

–A estas cosas de libros, no –dijo Sully–. Está mejor sin mí. Se va de juerga con sus amigas escritoras. Yo no tengo el impulso de viajar, como Helen y como tú. Y alguien tiene que quedarse a cuidar de la tienda. Yo no puedo alquilar mi casa tan bien como tú.

–Eso no siempre sale tan bien como piensas –dijo Owen–. Algunas veces es un lío. Si me cancelan un viaje, tengo que quedarme aquí, aunque eso solo ha pasado dos veces. El agente inmobiliario que lleva los alquileres se pone en contacto con los inquilinos y les ofrece la devolución del dinero u otro sitio para alquilar, pero, si quieren la casa, yo tengo que quedarme en el establo, y ellos me ignoran –explicó, y le dio un trago a su cerveza–. Debería vender la casa y quedarme a vivir en el establo. En realidad, es más de lo que necesito.

–¿Y por qué te hiciste una casa tan grande? –preguntó Sully.

–Me gusta esa casa –dijo Owen–. Y el establo, también.

El establo se había convertido en un estudio y casa de invitados. Detrás del estudio había un dormitorio y una cocina pequeña. La luz era buena, y él tenía todo su equipo de fotografía instalado allí, además de unas buenas estanterías para sus libros favoritos. En la casa principal había una biblioteca más grande, porque le encantaban los libros. Prefería a la gente en dosis muy pequeñas y le gustaba estar solo. Se sentía atraído por la naturaleza, los viajes, la lectura, la tranquilidad y, sobre todo, por su trabajo. Comenzó a transferir sus imágenes a lienzos y a enmarcarlos él mismo. Llevó sus obras a diferentes galerías y tiendas de regalos y, durante aquellos últimos años, lo habían contratado para proporcionar obra fotográfica a hoteles y restaurantes, y para venderla a compradores privados.

–Sabes que yo también vivo en un establo –le recordó Cal.

–Mi establo no es tan lujoso como el tuyo. Pero mi casa es mejor que la tuya –dijo él, con una sonrisa.

–¿Y qué haces con todas esas habitaciones? –le preguntó Sully.

–Nada, salvo cuando la alquilo. Tal vez venda la casa dentro de unos años. No sé. Me gusta la ubicación. Y, algunas veces, vienen mi hermana y mis sobrinos. Además, tengo amigos…

–¿Sí? –preguntó Sully.

–Pues sí, algunos. No muchos. No quiero tener muchos amigos. ¿Cuántos tienes tú?

–Unos seis –dijo Sully, sonriendo–. Y un pueblo. Además de que algunos de los del clan Jones se han casado con algunos de mis amigos , así que ahora tengo una familia grande, algo que no me imaginaba.

–Tampoco el clan Jones –dijo Cal.

–¿Está aquí toda tu familia ahora? –le preguntó Owen a Cal.

–Todos, excepto mis padres y mi hermana Sedona. Ella sigue en el este, pero viene a vernos con frecuencia. Sierra y Connie ahora son vecinas. Dakota acaba de conseguir un puesto de profesor entre Boulder y Timberlake, así que lo vemos a él y a Sed a menudo. El hermano de Sid y su mujer viven en el pueblo. Es una red muy complicada. Si quieres, puedo hacerte un croquis.

–¿Va a haber un examen? –preguntó Owen.

Sin embargo, estaba pensando que él tenía mucha menos relación con la gente, y se preguntó si lo considerarían una persona extraña. Sí, claro que sí. Medía más de un metro noventa y era delgado, siempre estaba paseando por los senderos de la zona con la mochila llena de cámaras y tenía un perro muy grande llamado Romeo. Su casa era enorme y estaba llena de habitaciones que no se utilizaban, y se la alquilaba a gente desconocida. Justificaba su tendencia a la soledad con la excusa de que estaba dedicado al arte, pero lo cierto era que temía las relaciones más cercanas, y se distraía viajando. Las mujeres se le insinuaban mucho; seguramente, pensaban que era rico. Tenía una buena situación económica, sí, porque se ganaba bien la vida.

–Si conocieras a la mujer de tu vida, podrías tener niños –le dijo Sully.

–Pero… ¿crees que ahora hay alguna posibilidad de que ocurra eso? –preguntó Owen–. Tengo cuarenta y cinco años y soy aburrido.

–No sabía que solo tenías cuarenta y cinco –dijo Cal, sonriendo.

–Dentro de veinte, serás un viejo cascarrabias y ya todo encajará mejor –le dijo Sully–. Aunque, en realidad, yo conocí a Helen hace solo un año. Todavía no entiendo qué es lo que ve en mí –añadió, y se echó a reír con picardía.

Owen adoraba a Helen. Sully y ella vivían juntos. Helen se dedicaba a escribir novelas de misterio y Sully decía que estaban llenas de cadáveres y sangre. Decía que él dormía con un ojo abierto. Para Owen, eran la pareja más deliciosa del mundo.

–A lo mejor, cuando yo tenga setenta años, conozco a la mujer de mi vida. Tú eres un buen ejemplo, porque, si tú la has conocido, cualquiera puede.

–Buena suerte –dijo Sully–. Pero eso no te va a servir para utilizar todas esas habitaciones vacías hasta entonces.

 

 

Las semanas siguientes al momento de encontrar a su prometido con su secretaria se convirtieron en una completa pesadilla para Hannah. Tuvo que enfrentarse a algunas tareas muy desagradables e inmediatas: echar a Wyatt de su casa, contratar ayuda administrativa temporal en la oficina e intentar ignorar el chismorreo interminable sobre lo que había ocurrido. Todo el mundo, menos ella, estaba bastante entretenido con la historia.

Wyatt y ella habían estado juntos tres años. Después de salir durante un año, se habían ido a vivir juntos y, después de otro año de convivencia, se habían comprometido y su compromiso había durado un año más. Hannah tenía treinta y cinco años, y Wyatt no era su primer novio. De hecho, ni siquiera era su primer prometido. Por casualidad, oyó decir a uno de los chismosos: «A lo mejor, a la tercera va la vencida».

Tuvo que contarles a sus amigas lo que había pasado, porque se suponía que iban a ser las damas de honor en la boda. A todas, salvo a Stephanie, que también iba a ser dama de honor. Eso ya era irrelevante, aunque Hannah se preguntaba si Wyatt y ella se seguirían viendo. Tal vez Wyatt pudiera casarse con ella, puesto que ya había encargado el esmoquin…

También fue ella la que tuvo que cancelar todo lo que había reservado para la fecha de la boda: el salón donde iba a celebrarse el banquete, el catering, el fotógrafo, las flores, la banda de música. Los preparativos no estaban tan avanzados y, sin embargo, quedaban todos aquellos restos. Cuando había roto con su anterior prometido, la planificación no había llegado tan lejos. Lo único que tuvo que hacer fue devolverle el anillo. Wyatt no iba a recuperar el anillo de compromiso. Ella iba a venderlo para pagarse unas vacaciones.

Tardó una semana entera en hacer toda aquella limpieza. Después, llamó a la inmobiliaria de Colorado y reservó la casa cerca de Sullivan’s Crossing para el primer periodo de dos semanas que hubiera disponible. Quería ir a un lugar hermoso y tranquilo para recuperar las fuerzas. La cabaña no estaría libre hasta varias semanas más tarde, pero, así, tenía algo que esperar: la primavera en las Montañas Rocosas.

Y entonces, justo cuando comenzaba a sentirse mejor, el mundo llegó a su fin. Su compañera de habitación de la universidad y mejor amiga, Erin Waters, estaba consolándola por teléfono, diciéndole que no era culpa suya, que no, que no atraía siempre a perdedores, que todo iba a salir bien… pero no podía dejar de toser.

–Vas a ir al médico, ¿no? –le preguntó Hannah.

–Por supuesto que sí –dijo Erin–. Me encuentro fatal. Creía que se me iba a curar descansando bien y durmiendo, pero está claro que necesito medicinas. Creo que nunca había estado tan enferma.

–¿Y Noah? ¿Está bien? –le preguntó Hannah, refiriéndose al niño de cinco años de Erin.

–Sí, está muy bien. Le estoy dando vitaminas, por si acaso. Esta tarde tengo cita en el médico y lo voy a dejar con Linda.

Linda era la niñera de Noah, y Noah y Erin estaban muy unidos a ella y a su familia.

–Entonces, lo mejor es que te quedes en casa y descanses.

–Ya sabes que sí. No soy ninguna mártir.

–Llámame cuando vuelvas del médico para decirme qué tal ha ido todo.

–Claro –respondió Erin, y se puso a toser de nuevo.

Entonces, se despidieron.

Pero Erin no la llamó. Fue Linda quien lo hizo, unos días más tarde, y le explicó que, en cuanto el médico examinó a Erin, llamó a una ambulancia y la ingresó en la UCI por una neumonía grave. En muy poco tiempo, Erin murió. Los médicos tuvieron que reanimarla en dos ocasiones, pero finalmente, no pudieron salvarle la vida.

Hannah se quedó hundida, en shock. Se puso en camino hacia Madison con sus otras dos mejores amigas, Sharon y Kat. Todas se quedaron con Noah en casa de Erin y organizaron el funeral. También corrieron con todos los gastos. La última voluntad de Erin estipulaba que la incineraran y que, después, hubiera una pequeña fiesta para recordarla de un modo alegre. A nadie se le ocurriría que una mujer de treinta y cinco años tuviera todo tan bien pensado, pero Erin tenía un niño pequeño, estaba distanciada de su familia y era abogada, y había dejado bien atado su testamento y su última voluntad. Ellas cuatro habían estado muy unidas desde la universidad, se habían mantenido en contacto y se habían visto regularmente, aunque tres de ellas vivieran en Minneapolis y Erin se hubiera ido a vivir a Madison después de terminar los estudios.

Fue una situación complicada y desagradable. Erin y su madre llevaban años sin hablarse. El motivo era un hermanastro cinco años menor que Erin, que había sido un delincuente desde muy joven. Erin decía que era un maltratador, pero que su madre siempre se había puesto de su parte, incluso cuando veía lo horriblemente mal que la trataba a ella. Poco tiempo después de que Erin y ella se conocieran, su hermanastro le había dado una paliza y habían tenido que llamar a la policía. Erin no había sufrido heridas de mucha gravedad, y su madre le había rogado que dijera que no había sucedido nada, que solo se había caído, para que no detuvieran a Roger. En ese momento, él solo tenía quince años y ya se había metido en muchos problemas. Erin se negó y, desde ese momento, madre e hija dejaron de hablarse. Su comunicación, desde ese momento, fue muy puntual y nunca afectuosa.

De hecho, una de las cosas que Erin y ella tenían en común era la difícil relación con sus madres. Había sido una de las cosas que las había unido durante los estudios y más tarde. La madre de Hannah había muerto hacía un par de años, pero la madre de Erin estaba viva y seguía protegiendo a su hijo y pidiéndole a Erin que lo ayudara. Al final, Erin había aceptado un puesto de trabajo en Madison, a los veintiséis años, para poner distancia entre su familia y ella.

A pesar de la difícil relación con su madre, Erin había sido una mujer maravillosa, cariñosa, feliz, y tenía muchos amigos en Madison. Aunque avisaron a la madre de la muerte de su hija, ningún miembro de la familia acudió a la celebración de despedida. Sin embargo, el lugar estaba lleno de gente que no salía de su estupor, llenos de dolor, porque Erin siempre había sido una persona sana, llena de vitalidad, activa y positiva. En aquel momento no había ningún hombre en su vida, pero aparecieron un par de exnovios para presentar sus respetos y para ver a Noah, aunque ninguno de los dos fuera su padre.

Y eso fue, precisamente, lo más complicado. En su testamento, Erin dejaba bien claro que Noah no debía quedar bajo la tutela de su madre ni de su hermano. Temía que Roger lo maltratara. Y, aludiendo a una vieja promesa, Erin estipulaba que la tutela de Noah debía ejercerla Hannah. Ella, que se preguntaba si iba a casarse algún día, que ni siquiera sabía si quería y que estaba haciéndose a la idea de que no iba a tener hijos. Ella, que había cancelado ya dos bodas.

Sharon y Kate aparecían mencionadas en el testamento como sustitutas, pero las dos estaban casadas. Sharon iba a tener su segundo hijo y Kate tenía dos hijos y tres hijastros. Las dos eran enfermeras; una estaba casada con un profesor y, la otra, con un mecánico de aviación. Y Erin había dejado claro que quería que fuera Hannah.

–No tengo ni idea de cómo criar a un hijo –dijo Hannah.

–Nosotras tampoco sabíamos –dijo Kate–. Entiendo tu situación. Heredé tres hijastros que me odiaron a primera vista. Por lo menos, a ti Noah te quiere.

–Siempre hemos vivido en ciudades diferentes. No hemos pasado tanto tiempo juntos. Él nos conoce porque éramos amigas de su madre.

Cuando las cuatro mujeres conseguían reunirse, intentaban dejar a los niños en casa. Habían pasado algunas vacaciones juntas con niños incluidos, pero, como ella no tenía hijos que jugaran con Noah, le daba la sensación de que no habían formado un verdadero vínculo. Y Noah tenía un par de problemas de salud que ella no conocía en profundidad porque, aunque prestaba atención a todo lo que le contaba Erin, no se había enfrentado a su enfermedad en el día a día. Tenía un caso leve de parálisis cerebral que le causaba debilidad en las piernas y, por ese motivo, tenía que llevar ortesis en las piernas y utilizar muletas. Pasaba mucho tiempo haciendo terapia física. Afortunadamente, por lo demás estaba completamente sano y ella sabía que había muchas posibilidades de que Noah alcanzara la movilidad completa con los cuidados adecuados. Sin embargo, ella no era enfermera, como sus amigas, ni era madre.

–Pero, cuando ella te lo pidió, le dijiste que sí –le recordó Sharon.

–¡La primera vez que salió este tema estábamos en la universidad! –exclamó Hannah–. Estábamos hablando de nuestras madres, que son unas madres horribles. Ella me dijo que, si tenía hijos y a su marido y a ella les ocurría algo, me quedara yo con sus niños. Y me prometió que ella haría lo mismo por mí. Y, hace cinco años, cuando decidió tener a un hijo soltera, volvió a pedírmelo. Hace cinco años, cuando yo tenía treinta y creía que iba a casarme y a tener hijos. No pensaba que fuera a suceder nada de esto, ni que yo estuviera sola a los treinta y cinco. Oh, Dios, quiero a Noah, pero ¿y si le fallo?

En aquel momento, recordó que Erin le había dicho lo mismo cuando estaba embarazada, pero que, después, había sido la mejor madre del mundo para Noah.

–Algunas veces, es más fácil tratar esos problemas físicos y de salud que los problemas emocionales –dijo Kate–. Mis hijos están sanos físicamente, pero tienen una crisis emocional tras otra. Por lo menos, Erin y Noah tenían un plan, y él estaba recibiendo tratamiento. La última vez que hablamos, Erin me dijo que estaba mejorando día a día y que confiaba en que Noah iba a ser una persona fuerte y a valerse por sí mismo en todos los sentidos.

–Y está sufriendo por la pérdida de su madre –dijo Hannah–. ¿Y si le fallo en eso?

–Todos corremos ese riesgo –respondió Kate–. Te ayudaremos todo lo que podamos. Creo que Erin estaba apoyándose en todas nosotras.

Al final, las tres se quedaron con Noah una semana, prepararon una reunión de despedida muy bonita, hicieron las maletas del niño y cerraron la casa de Erin para que un agente inmobiliario se encargara de venderla. Enterrar a su madre y separarse de su adorada niñera, Linda, y de sus niños, fue muy difícil para él, pero Hannah le prometió que iban a visitarlos. Hannah, junto a Sharon y Kate, fue a las reuniones con los médicos y fisioterapeutas de Noah, recogió sus medicinas y su historial médico y volvió a Minneapolis. Había una cantidad de dinero y un seguro, pero se tardaría un poco en arreglar aquellos asuntos. Sin embargo, Noah tenía un buen seguro médico, gracias a la diligencia de Erin, y los médicos y terapeutas del niño le habían dado una lista de buenos doctores a los que podía acudir en Madison.

Lo malo fue que tardó más de media hora en ponerle las ortesis en las piernas la primera vez. Noah tuvo que ayudarla.

De inmediato, Hannah pidió unos meses libres por asuntos familiares. También pensó en cancelar el alquiler de la casa de Colorado. Estaban ya en abril, y quería matricular a Noah en el colegio para otoño, de modo que pudieran tener aquellos cinco meses para conocerse antes de que él empezara su vida con un colegio nuevo. Además, tenía que encontrar una niñera de confianza, organizarlo todo para sus viajes de trabajo, concertar citas con sus médicos…

Y, entonces, Noah dijo aquellas palabras que le rompieron el corazón.

–Hannah, ¿mi madre es feliz?

Ella tuvo que hacer un gran esfuerzo para no desmoronarse.

–Está en un lugar seguro, feliz, viviendo la vida de un ángel entre otros ángeles que ríen y cantan y nos cuidan. Es feliz, y siempre está cerca. Vive en nuestro corazón, porque, cuando nos acordamos de ella, sabemos que está cerca de nosotros. Nos quiere y la queremos. ¿De acuerdo?

–De acuerdo –dijo él–. Pero para mí sería mejor que estuviera aquí.

–Ya lo sé, cariño, ya lo sé –dijo Hannah, y lo abrazó con fuerza–. ¿Sabes una cosa? A la mierda la responsabilidad y el trabajo. Nos vamos a ir de vacaciones. He alquilado una cabaña muy grande, una casa preciosa al lado de un lado en las Montañas Rocosas. Hay muchos alces. Muchísimos. ¿Qué te parece? ¿Nos vamos de vacaciones antes de hacer todo lo que tenemos que hacer? Necesitamos pasar tiempo juntos, tú y yo.

–De acuerdo, pero, Hannah, ¿no se supone que «mierda» es una de esas palabras que no debes decir?

–Probablemente. Tengo que enterarme bien.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

Pon los pies en el lugar que debes y, después, mantente firme.

Abraham Lincoln

 

Para hacer la mudanza de todas las cosas de Noah a Minneapolis, hizo falta mucha planificación y organización. Todos sus juguetes y su ropa fueron trasladados a casa de Hannah, en Madison, y ella también se quedó con algunas cosas de Erin, una vajilla para el día a día, unos cuantos libros, un par de jerséis abrigados, algunas colchas y sábanas y, sobre todo, con su diario. Había pocas anotaciones y estaban muy espaciadas, pero, algún día, se las leería a Noah. Tenían que ir a ver a los médicos nuevos y al fisioterapeuta, que le dio un folleto con todos los ejercicios que podían hacer en casa para fortalecer los músculos de Noah. Durante ese tiempo, pasaron varios fines a semana con Sharon y Kate y sus familias, para ayudar a Noah a integrarse y adquirir un sentimiento de pertenencia y para mitigar su soledad. Los niños de Sharon y Kate fueron maravillosos con él.

Algunas noches fueron duras. La primera vez que Hannah lo oyó llorar, fue a su habitación, lo tomó en brazos y se lo llevó a su cama. Se acurrucaron para dormir. Sin embargo, Noah casi no podía caminar sin las ortesis y las muletas, así que, si quería levantarse por la noche, Hannah tenía que llevarlo en brazos. Algunas veces, lloraban juntos y, otras, se reían y hablaban de Erin.

No había nada mejor que la compañía de aquel niño para olvidarse de Wyatt y del fracaso de su relación. Hacía solo unos días, pensaba que no iba a poder vivir sin él.

Estaba agotada, tanto física como emocionalmente, y tenía que preocuparse de muchas cosas que no podía controlar, pero también se sentía feliz porque iba a tener unas verdaderas vacaciones. Pensaba que iba a ir sola a aquella espléndida cabaña para superar su ruptura con Wyatt, pero, ahora, Noah y ella se tenían el uno al otro. Podrían explorar, leer, ver películas, ir a pescar y conocerse mejor.

Entonces, sonó el teléfono. El agente inmobiliario que le había alquilado la casa llamaba para decirle que el propietario de la casa iba a estar alojado en el estudio que había en la finca, puesto que le habían cancelado un viaje de trabajo. El agente le ofreció buscarle otra casa de alquiler, si eso no era aceptable para ella.

–¿Va a estar allí? –preguntó Hannah.

–Sí, ya ha pasado un par de veces más. Tiene una casa de invitados muy espaciosa, con un estudio para trabajar, y dice que no tiene ningún problema en alquilarle la casa a usted. No se acercará a la casa mientras esté alquilada, por supuesto. No será ningún estorbo. Por otro lado, si usted tiene algún problema, sí puede ir a llamar a su puerta. Pero eso, solo si quiere hacerlo, claro.

–Me sentiría incómoda estando en su casa –dijo Hannah.

–Oh, señora Russell, va a pagar mucho dinero por el alquiler de esa joya. Al propietario no le importará, pero usted es quien tiene la última palabra. Yo puedo encontrarle otra residencia o, si lo desea, devolverle el dinero.

–Tengo un hijo de cinco años –dijo Hannah. Era la primera vez que lo decía de ese modo–. ¿Puede garantizarme que es una persona de fiar?

–Por supuesto que sí. Owen Abrams es un hombre estupendo. Es bien conocido en la zona del lago y en el pueblo. Si le preocupa esto, recuerde que puede llamarme a cualquier hora de la noche o del día, pero no creo que tenga ni el más mínimo problema. De hecho, si tiene algún problema, es mejor que él esté en la finca. Owen es muy hospitalario.

–Owen –repitió ella.

Sí, aquel era el nombre que había mencionado Helen. Se imaginó a una persona mayor, tal vez, de la edad de Sully y Helen. Tal vez Owen tuviera una actitud de abuelo con Noah, lo cual sería de agradecer, porque el niño no había conocido a ninguno de sus abuelos. La madre de Erin nunca había estado con él; Hannah no estaba segura de que Noah supiera de su existencia. Y, al pensar en que podía volver a ver a Sully y a Helen, terminó de decidirse.

 

 

–¿Voy a ir al colegio desde tu casa? –le preguntó Noah.

–Sí, claro, pero antes tenemos que pasar todo el verano y tenemos que hacer muchas cosas y ver muchas cosas –respondió Hannah.

–¿Y no vale que no hagamos nada? –preguntó él.

Seguramente, así era como sonaba una depresión en un niño de cinco años, pensó Hannah.

–Vamos a hacer muchísimas cosas –dijo ella. Sabía que el aire fresco y el sol y el lago iban a ser muy buenos para los dos–. En primer lugar, vamos a meter tu ropa en la maleta. Después, ya pensaremos juguetes llevamos. En la casa hay varias televisiones, pero no vamos a estar todo el rato viendo la tele. Y hay wifi, pero no hay ordenador, así que también nos vamos a llevar mi ordenador portátil y la tableta. Cuando lleguemos, tendremos que comprar cosas para ir a pescar. ¡Y vamos a tener que comprarnos un traje de baño antes de ir! Supongo que además, me toca aprender a poner un gusano en el anzuelo –añadió, y puso cara de horror mientras se estremecía.

Noah se echó a reír.

Así que ese era el truco: si hacía un poco el tonto, él se reía.

Hannah suspiró. Iba a ser un verano muy largo.

Metieron todo el equipaje en el maletero y se pusieron en camino. Si ella hubiera ido sola, o con una amiga, habrían hecho el viaje rápidamente, en un día o un día y medio, pero, con un niño de cinco años, hubo muchas paradas. Si hubiera ido ella sola, habría llevado la radio a todo volumen, pero, con Noah, mantuvo el volumen bajo y puso un audio libro o un podcast. Noah se puso los auriculares y vio un par de películas. Comieron helado en el coche.

–Mi mamá no me dejaba comer en el coche –dijo él.

–Estamos de vacaciones –dijo ella, con una gran sonrisa.

Sharon llamó, y Hannah respondió diciendo:

–Estás en el manos libres.

–¿Cómo va el viaje? ¿Noah?

–Bien. Hemos comido helado en el coche.

–¡Estupendo! ¿Y estás viendo algo interesante?

–No. Solo maíz. Hay muchos campos de maíz.

Al final del primer día de viaje, Noah dijo:

–Hannah, ¿puedes contarme cosas de mi madre?

–¿Qué cosas, cariño?

–No sé. Cosas normales. Cómo era. Para que no se me olviden las cosas normales, ¿sabes?

Sí, lo sabía. A lo mejor Noah no sabía expresarlo, pero quería que le recordaran a su madre.

–Ummm… –murmuró Hannah, y comenzó a enumerar detalles–. Siempre olía muy bien. Un poco a flores, a jabón y a alguna crema hidratante. Su color favorito era el morado. ¡En tu casa había muchas cosas moradas! Era zurda. ¿Te acuerdas de eso? Algunas veces, cuando estaba cortando la comida para hacer la cena, parecía que se iba a cortar los dedos. Comía los tomates como si fueran manzanas, con un poco de sal, a mordisquitos. Me acuerdo de que una vez decidió tejer un jersey –prosiguió, riéndose–. ¡Oh, Dios, eso fue muy gracioso! Se hizo un lío terrible con los puntos, pero se empeñó en terminarlo y le salió una manga seis centímetros más larga que la otra –explicó, con una risita, y Noah también se rio–. Ahora que lo pienso, tenía bastantes manualidades a medio terminar por casa. Un par de cojines de petit point, una alfombra a medias, un montón de retales de tela para hacer una colcha… Le gustaba leer y hablar por teléfono, y siempre tenía el ordenador portátil encima de la mesa de centro. Y le gustaban mucho las cosas de chicas, los volantes, el encaje, las flores y las barras de labios. Siempre iba a hacerse la manicura…

–Sí, porque decía que la gente del trabajo se fijaba en sus manos porque estaba en un escritorio, moviendo papeles… –dijo Noah.

–Exacto, porque trabajaba en una oficina, y hacía gestos con las manos mientras hablaba.

–Tenía un remolino –dijo él–. Delante. Yo tengo un remolino por detrás –añadió, señalándose la coronilla.

–No lo sabía –dijo Hannah.

–¿Y sabías lo del tatuaje?

–Sí, eso sí –dijo ella, y se rio de nuevo–. Me pareció que era una locura.

–Iba a hacerse otro –le dijo Noah–. Uno que pudieras ver sin que se quitara las bragas. Era para mí.

–Increíble –dijo Hannah–. Saber que quería hacérselo es casi tan bueno como si se lo hubiera hecho.

–Casi –dijo él, en voz baja.

–Leía muchísimo, hasta muy tarde, por la noche. No veía demasiado la televisión. Si el libro era bueno, aprovechaba para leer hasta cuando tenía que parar en un semáforo en rojo. Me contaba cosas de todos los libros que se leía, y me decía que no podía dormir hasta que leía una página más, y otra, y otra… Yo también hago eso. ¿A ti te gusta leer?

Por el espejo retrovisor, Hannah vio que Noah se encogía de hombros.

–Mi madre me leía libros.

–Nosotros también vamos a leer cosas este verano, ¿de acuerdo? Vamos a encontrar unos libros increíbles de aventuras y cosas de esas, y los leeremos juntos. Podemos ir a la biblioteca más cercana. A lo mejor te aficionas. Pero, por ahora, busca un McDonald’s. Me apetecen patatas fritas.

–Sí, a mí, también –dijo él.

Y Hannah empezó a rezar en silencio.

«Oh, Dios, por favor, ayúdame con esto. No soy lo bastante buena para este niño, por lo menos, por ahora. Él se merece algo mejor».

 

 

El primer día de trayecto fue muy largo. El segundo, se levantaron temprano, desayunaron bien y se pusieron en camino. Noah se pasó la mayor parte del tiempo con los auriculares puestos, viendo películas o durmiendo, y no pararon tantas veces como el día anterior. Cuando ya solo faltaba una hora para llegar a la casa, Hannah paró en un supermercado.

–Ya casi hemos llegado, Noah –le dijo–. Tenemos que hacer la compra, y necesito que me ayudes porque no estoy segura de cuáles son tus comidas favoritas.

–De acuerdo –dijo él, y se desabrochó el cinturón de seguridad.

Ella rodeó el coche para ayudarle a bajar, pero él le apartó las manos y consiguió salir solo. Aunque fuera lento y tuviera rigidez en las piernas, pero tenía seguridad en sí mismo y era autosuficiente. Después de hacer la compra, se dirigieron hacia la casa.

–Espero que te guste este sitio –le dijo Hannah, mientras volvía a ponerle el cinturón de seguridad–. Es precioso. En la cabaña hay muchos libros, y tenemos Netflix. A lo mejor podemos ver una película esta noche.

–De acuerdo –dijo Noah.

–¿Estás cansado, nene?

–Sí –dijo él–. Ojalá pudiera venir mamá.

–Sí, ojalá –dijo Hannah–. Pero creo que nos vamos a divertir. Al otro lado del lago hay un camping, y conozco a la gente que lo lleva. Vamos a ir a verlos. A lo mejor allí hay más niños con sus padres, y puedes hacer amigos.

–A lo mejor –dijo él–. Normalmente, estaba con los hijos de Linda o con los profesores, porque…

Noah se quedó callado y se encogió de hombros.

–¿Por qué?

–Porque no soy muy rápido.

–Cada día estás más fuerte. Vamos a trabajar en eso, Noah. Tu madre dijo que no ibas a llevar las ortesis toda la vida, que tu dificultad es muy pequeña y que antes de que te des cuenta estarás caminando sin las férulas.

–Bueno –dijo él.

–Ahora, vamos a la casa y vamos a planear todas nuestras aventuras –dijo ella.

Poco después, llegaron al claro donde estaba la cabaña, y ella observó cómo reaccionaba Noah al verla.

–¡Vaya! –exclamó el niño–. ¡Es como un castillo! ¡Hecho de troncos!

–¿A que es bonita? –le preguntó ella.

Al ver cuánto le había gustado la casa a Noah, se había entusiasmado. La cabaña estaba ante ellos, en lo alto de una colina, sobre un lago azul y cristalino. Tenían un embarcadero a su disposición. Había un pequeño establo a un lado, y ella supuso que era el estudio donde se estaba alojando el dueño de la finca.

–¡Pues espera a ver el interior! –le dijo a Noah.

–¡Y mira el lago! –exclamó él–. ¿Hay caballos en ese establo?

–No, creo que no –dijo ella–. Allí es donde trabaja el dueño.

Sin embargo, en aquel momento, hubiera dado toda su jubilación a cambio de unos caballos para Noah.

Cuando rodeó el coche para ayudarle a bajar, de nuevo, él le apartó las manos. Estaba muy contento y emocionado. Justo cuando estaba saliendo, apareció un perro de color marrón, enorme. Tenía las orejas levantadas, en pico, las piernas muy delgadas y la cabeza cuadrada. De su boca salía una lengua de color rosa.