La cita - Emilia Pardo Bazán - E-Book

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Emilia Pardo Bazán

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"De modo que aquí la tienen. Una invitación a la sorpresa, a la admiración. Eso son, entre otras muchas cosas, los cuentos de doña Emilia Pardo Bazán. Si nunca la leyeron antes, les envidio. Están a punto de darse un auténtico festín de auténtica literatura. Damas, caballeros: pasen y lean". Así presenta Care Santos, en el prólogo de esta edición, el volumen que reúne diez cuentos de terror de Doña Emilia. Efectivamente, además de ensayos, libros de viajes, lírica, traducciones, su epistolario y, por supuesto, su más que famosa obra Los pazos de Ulloa, la escritora gallega fue también autora de una larga lista de historias cortas de terror que, como no podía ser de otra forma en alguien con el origen de Emilia Pardo Bazán, recopilan buena parte del imaginario fantástico gallego.

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Seitenzahl: 97

Veröffentlichungsjahr: 2021

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Emilia Pardo Bazán

La citay otros cuentos de terror

Ilustraciones de

Elena Ferrándiz

Prólogo

Un auténtico festín

de Care Santos

En mi libro de literatura de tercero de BUP aparecía un retrato de Emilia Pardo Bazán. Una señora gruesa, un poco bizca, adornada con puntillas y perlas, tocada con moños, cuyo cuello había desaparecido bajo una prominente papada. Allí decía que era condesa, pero a mí me recordaba más bien a una abuela con demasiado carácter. Una matrona severa. Era fácil imaginarla desocupada junto a un brasero, o refunfuñando en una reunión de sociedad. En el texto del tema —uno de los últimos del libro, al que nunca llegamos— se informaba de que era gallega, responsable de la introducción del naturalismo en España y su nombre y sus apellidos aparecían junto a una ristra de nombres por completo masculina. Se hacía constar que vivió entre 1851 y 1921 y se citaban dos de sus obras: La cuestión palpitante y Los pazos de Ulloa. De esta última se decía que era costumbrista, que estaba ambientada en Galicia y que era su mejor novela. Y eso era todo.

Nada me pareció entonces más interesante que el hecho de que fuera una mujer. Yo andaba entonces en busca de referentes literarios a los que aferrarme en mi condición de aprendiza de juntaletras y a pesar de que el retrato de doña Emilia daba un poco de susto, resolví investigar sobre ella. La busqué en la biblioteca que por aquel entonces se había convertido poco menos que en mi segunda casa. Solo recordar ahora aquella búsqueda ya me parece algo decimonónico. Cada libro estaba referenciado en una ficha de cartulina blanca. Las fichas se guardaban en una serie de estrechos cajoncitos de madera barnizada que ocupaban una de las paredes de la sala de lectura. En la parte frontal de cada cajón se indicaba el fragmento del alfabeto que contenían. Las letras más difíciles —pongamos, la X o la Y— se ventilaban en un par de cajones, pero había otras que ocupaban decenas de ellos, y entonces era necesario indicar la porción de cada letra que atesoraba cada compartimento, lo cual imprimía a las búsquedas el carácter misterioso de aquellas palabras imposibles. Pongamos por caso que encontrara a doña Emilia en el cajón «Pam-Pat». En su interior, las fichas más antiguas estaban escritas a mano y con pluma, en una letra con arabescos que me fascinaba. Las más modernas —estoy hablando de mediados de los años 80— habían sido mecanografiadas. Los ordenadores y las bases de datos eran aún inimaginables. Como hoy lo son todos aquellos cajones que tantas veces recorrí en busca de caprichos o tesoros y que a saber qué habrá sido de ellos.

El caso es que allí encontré —cómo no— a quien iba buscando. Los apellidos de la señora condesa, tan panzudos y proclives al arabesco, estaban escritos en una tinta que malveaba. Lo cual era el anuncio de ediciones vetustas, de papel áspero, casi siempre amarillento. Ediciones maltratadas por el tiempo y por el olvido. Gran parte de los libros que saqué de aquella biblioteca en aquellos años no habían tenido más lectora que yo en décadas, un dato que también era posible conocer gracias al registro que acompañaba cada ejemplar. Nunca logré comprender cómo era posible que lecturas tan estupendas no fueran más populares. La reivindicación de doña Emilia que hemos vivido en la última década no se le ocurría entonces a nadie.

El primer volumen de Pardo Bazán que llegó a mis manos era una colección de relatos, Cuentos trágicos. Lo elegí por el título, sin ninguna referencia ni recomendación, dejándome guiar por ese instinto ignorante que a menudo funciona mejor que nada. La tragedia me interesaba entonces. Mis años adolescentes eran sumamente trágicos, o así los percibía yo. La edición era la de editorial Renacimiento, en rústica, ajada, medio descompuesta. Acaso se trataba de la primera edición de 1913, no lo recuerdo ni entonces me fijaba en esas cosas. La misteriosa cubierta mostraba un esqueleto que se dispone a cruzar un umbral protegido por un cortinaje. Aficionada a lo sobrenatural como era —como soy— aquella ilustración era para mí una invitación, una confirmación de que lo que contenía aquel viejo volumen iba a interesarme. Lo empecé aquella misma noche. Lo devoré en menos de veinticuatro horas. Lo que más me costó fue relacionar aquella voz atrevida, irónica, vivaz y plenamente actual con la señora de los moños que bizqueaba en mi libro de texto. Descubrí entonces que los libros de literatura no hablan de literatura, algo que sigo creyendo y constatando de vez en cuando. Nunca más he dejado de leer a Emilia Pardo Bazán.

No sabía entonces que la autora gallega escribió a lo largo de su vida más de cuatrocientos cuentos. Que no hubo en su tiempo revista de prestigio, española o latinoamericana, donde no apareciera su obra. Que los asuntos de sus relatos son diversos y numerosos, como lo fueron también sus querencias, sus intereses, sus sapiencias. La labor de selección de unos pocos relatos entre tamaña producción termina convirtiéndose en una labor ardua, por lo que supone tener que descartar textos magníficos. Pasé muchos meses releyendo gozosamente la obra breve de la autora antes de decidir qué selección iba a conformar este libro. Podría haber elegido otras temáticas, otros estilos. Me encantan los cuentos de Pardo Bazán que discurren en el entorno doméstico, a menudo gallego. Disfruto cuando sitúa a sus protagonistas entre fogones, cocinando o devorando sabrosas recetas. Como doña Emilia, también yo soy aficionada a cocinar y a escribir de lo que cocinan otros y siento simpatía por los escritores que se atreven a describir los procesos de elaboración de las recetas y las manducas de sus personajes, algo que no abunda en la literatura de ninguna época. También podría haber elegido los cuentos más beligerantes, más airados, más reivindicativos de doña Emilia. Esos que podrían leerse hoy en una muy actual clave feminista y que fueron auténticas puntas de lanza en su tiempo. Doña Emilia fue una mujer sabia y respondona, que hizo callar a más de uno de sus contemporáneos, y que pagó en ocasiones muy cara su valentía. En sus cuentos aflora también esta parte de su personalidad, como no podía ser de otro modo. Finalmente, recordé a aquella lectora precoz que fui el día en que busqué por primera vez a mi querida condesa en los cajoncitos barnizados de mi biblioteca de cabecera. Recordé con qué sorpresa recibí aquellas temáticas que hoy llamaríamos «de género» y que fueron también toda una osadía en el momento en que fueron escritas. Decidirme por ellas fue un modo de volver al pasado, pero también de hacer un regalo a los posibles lectores de este libro. Una invitación a la sorpresa.

Hoy me parece claro que fue en su producción breve donde Pardo Bazán mostró con todo lujo de detalle su enorme versatilidad como narradora, su amplia paleta de temas y estilos, su profundo conocimiento de la condición humana y sus dotes para la crítica social. No hay tema que se le resista. Su curiosidad es insaciable, y lo será toda su vida, hasta el final. En sus manos, el realismo puede adquirir tintes costumbristas, recrearse en detalles culinarios o recurrir a la ironía lo mismo que puede abordar los aspectos más peliagudos de la realidad, en un acercamiento a la literatura naturalista, o criticar la misoginia y el atraso de las clases privilegiadas, que tan bien conocía. Pero, al mismo tiempo, Pardo Bazán sabía también escribir estupendos cuentos policíacos o inquietantes relatos de fantasmas, dos temáticas que demuestran que además de una atenta observadora de cuanto ocurría a su alrededor sabía bordar una literatura escapista y contraria a la realidad, como lo estuvieron los precedentes románticos a quienes a menudo parece homenajear. Se atrevió con todo y todo lo hizo bien. Es una autora deslumbrante.

Volviendo a aquella primera colección que llegó a mis manos de adolescente trágica. Recuerdo ahora el gusto con que la leí, y también algunos cuentos, pero sin duda hubo uno que quedó muy marcado en mi memoria: «La resucitada». No fue solo la predilección por lo sobrenatural lo que me hizo disfrutarlo. Había mucho más en aquellas pocas páginas. La honestidad. La crudeza del tratamiento. El lirismo. El dominio absoluto del lenguaje. La falta de pedantería. Pardo Bazán contaba con la naturalidad de quien lo hace durante una larga sobremesa. La suya era una voz sin impostura, que sentí como original en una época en que no perdonaba los engolamientos. Nunca he podido olvidar la frase que puso en boca de un personaje, una de esas sentencias que te regala la literatura para siempre, para que se convierta en compañía de por vida. Desde mucho antes de comenzar a releer la obra de doña Emilia supe que ese cuento debía estar aquí.

No fue fácil seleccionar solo diez relatos de una producción tan extensa. De entre todas las tentaciones que fueron surgiendo, me quedé con la tentación de lo macabro, lo misterioso, lo espectral. Me fascina la Pardo Bazán que habla de aparecidos y de casos criminales y he recogido aquí mis relatos favoritos de esa temática, descartando todas las demás, de los gastronómicos a los feministas pasando por los costumbristas. En estas páginas encontrará el lector a hombres con deseos de vanagloria funeraria, hermanos puestos a prueba por su padre desde la tumba, donjuanes de medio pelo que pagan cara su inexperiencia o pícaras capaces de engañar al más experto de los joyeros. Y, tras todos ellos, la autora que mueve los hilos de la historia, sin duda uno de los grandes nombres de la literatura europea del siglo XIX.

Uno de los episodios más conocidos de la vida de doña Emilia, fue su intento de ingreso en la Real Academia Española. Tres veces lo intentó, tres veces topó contra el muro de la anticuada misoginia de los señores académicos. «¿Por qué quiere doña Emilia ser académica —se preguntaba Leopoldo Alas, Clarín— […] ¿cómo quiere que sus verdaderos amigos le alabemos esa manía? Más vale que fume. ¿Ser académica? ¿Para qué? Es como si se empeñara en ser guardia civila (sic) o de la policía secreta».

Por supuesto, Pardo Bazán también fumaba. Y, desde luego, tenía una visión menos miope que sus contemporáneos —hombres y mujeres— con respecto a las aspiraciones intelectuales de las mujeres y de las suyas propias como mujer. La oposición feroz que encontró con respecto al asunto de la Academia, que no fue unánime ni únicamente masculina, le sirvió no solo para responder airosa y ampliamente a los donaires, sino para proclamarse por su cuenta y riesgo «candidato (sic) perpetua a la Academia». También afirmó cosas como esta: «En nombre de mi sexo creo que hasta tengo el deber de sostener, en el terreno platónico, y sin intrigas ni complots, la aptitud legal de las mujeres que lo merezcan para sentarse en aquel sillón, mientras haya Academias en el mundo». Y a Clarín le enfatiza, por si no hubiera quedado aún claro: «Siempre que al alcance de mi mano […] pueda reivindicar algún derecho para esta categoría de parias y sudras a que estamos relegadas, lo haré, lo haré, lo haré».