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Una increíble novela-enigma planteada en dos niveles de narración: uno el de una mujer que ha recibido una agresión que la ha dejado en coma; dos, la investigación que lleva a averiguar qué le ha sucedido. Los pensamientos, recuerdos y reflexiones de nuestra protagonista, incapaz de comunicarse con el exterior, forman la mitad de un puzle que se irá completando en dos planos hasta formar un todo emocionante mucho mayor que la suma de sus partes. Una novela policiaca diferente, una prosa inolvidable.
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Seitenzahl: 135
Veröffentlichungsjahr: 2023
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María Luisa García-Ochoa
Saga
La clarinetista que no creía en Dios
Copyright ©2017, 2023 María Luisa García-Ochoa and SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788728392591
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
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www.sagaegmont.com
Saga is a subsidiary of Egmont. Egmont is Denmark’s largest media company and fully owned by the Egmont Foundation, which donates almost 13,4 million euros annually to children in difficult circumstances.
La clarinetista que no creía en Dios es la primera novela de Luisa García-Ochoa, pero no su primer libro. Relatos y poemas han configurado los anteriores, con los que ha ido construyendo una voz literaria original y propia. Una voz que tiene muchas facetas, porque son muchos los temas que le interesan a Luisa y muchos los ángulos desde los que quiere mirarlos. Quiero decir, por lo que la conozco, que esa vitalidad casi siempre optimista y exuberante que transmite su persona, esa simpatía, en el sentido más griego de la palabra, no son nada ajenas a la curiosidad con la que Luisa mira el mundo —los mundos— y la vida. Y siente y vive la literatura —hacerla, escribirla— como un modo privilegiado de relacionarse con ellos, con el mundo y los mundos, y con la vida. Así que al tiempo que ensaya la construcción de su imaginario, ensaya también los lenguajes que convienen a cada tema, a cada historia, a cada género intentado. Y los quiere todos.
Que nadie se engañe con la trama policial de esta novela policíaca tan bien resuelta, que lo es, porque en La clarinetista que no creía en Dios hay muchas cosas más. Muchas preguntas y muchas respuestas.
Para empezar, están los dos planos de la narración. Uno, el de una mujer malherida y comatosa. Preguntarse qué pasa en el cerebro, en el pensamiento y en los sentimientos de alguien en un estado de imposible comunicación, es tema escalofriante que Luisa resuelve con naturalidad, sin tremendismos y yo diría que con una solidaridad esperanzada. El relato que transcurre en este plano de la narración sería ya suficiente para constituir una novela. Y aquí está, como un viaje sereno de la excepción a la regla, de la soledad a la comunicación. Del presente al recuerdo. Y de la extrañeza a la esperanza.
El segundo plano es el de la investigación policial. Una impecable y realista, fragmentaria investigación policial, que va desarrollando la trama y mostrando los personajes. En paralelo al monólogo forzosamente interior de la clarinetista, el relato de las averiguaciones policiales es objetivo, directo, respetando las leyes estrictas del género. Pero los personajes, en cuatro pineladas, van cobrando cuerpo, las historias de cada uno se van configurando, y el camino a la verdad se va abriendo...
Si hasta aquí hay una novela policíaca y algo más, no se puede olvidar la confrontación continua del texto con la cultura cuyas costumbres y mandatos, cuyas normas morales, y sus particulares vivencias, van a estar en la raíz y en el desarrollo de los hechos. La cultura judeocristiana. Y no digo más, porque lo peor que puede hacerse con una novela de intriga criminal como ésta es destripar sus razones, sus móviles o su trama... No, no quiero contarles una historia que Luisa García-Ochoa ha narrado tan bien. Ya decía más arriba que La clarinetista que no creía en Dios plantea muchas preguntas, muchas, que toca a los lectores asumir y, como puedan, responder. Que así va la vida. ¿Que si es feminista? Es feminista. ¿Que si es laica? Es laica. ¿Que si es absolutamente verosímil? Si, cada vez más. Porque es verdad que, tras la frialdad del estilo, tras su voluntaria transparencia, vemos aparecer fragmentos de vidas que nos hablan de sentimientos encontrados, de violencias constatadas, de vida, en fin.
El lenguaje es directo y jugoso. No se permite Luisa García-Ochoa algunos recursos literarios que ha ensayado con éxito tanto en su poesía como en sus cuentos, precisamente en función de la eficacia narrativa. Si bien, en ese plano monologado, el tono tiene cierta carga lírica, puesta seguramente por la lectora —yo, en mi caso— y por el contexto: son recuerdos, recuperación de recuerdos que reconstruyen un pasado en busca de un presente y, lo que es más importante, de un incierto futuro. Y la estructura, el montaje alterno, es exactamente la que conviene a la historia narrada, en la que es tan importante lo que pasa en la cabeza incomunicada de la protagonista, como lo que va ocurriendo en el esclarecimiento de los hechos. La dosificación cuidadísima de estos dos planos, la complementariedad natural de esos dos lenguajes, es, en fin, el secreto de que se lea del tirón, de que no baje el interés ni un minuto, de que sea una novela sencillamente recomendable. Muy recomendable.
Rosa Pereda
Madrid, Julio de 2016
A mi amiga Rosa del Rio, que tampoco creía en Dios
La civilización no suprime la barbarie, la perfecciona.
Voltaire
Las dos ambulancias volaban por la calles de Madrid con sus estrepitosas y desesperadas alarmas, sorteando un tráfico vespertino de un día invernal que ya oscurecía.
Los sanitarios esperaban ante la puerta de urgencias del hospital, lo estipulado como protocolo en casos de vida o muerte. Las dos camillas fueron engullidas velozmente por las puertas batientes.
Estaban avisados de la mala situación de uno de los heridos, se desconocía el tiempo que llevaban inconscientes y, aunque las primeras actuaciones solucionaron la permeabilidad de las vías respiratorias y función cardiovascular, había que evaluar rápidamente las posibles lesiones cerebrales que sufrían. El tiempo era oro para poder aplicar una recuperación adecuada. Urgía un diagnóstico que estipulara el grado de gravedad y las posibilidades no sólo de salvarles la vida, sino de un restablecimiento total.
Sin poderse mover, ni mirar, su mente, quizá su subconsciente, seguía viviendo. Su postración le transmitía un extraño estado de tranquilidad con el que se conformaba, casi como si hubiera sido su decisión. Desconocía el lugar, el tiempo y la causa. Aceptando que las cosas son como son. Una vez más tenía que dar una “larga cambiada” para torear la vida, incluso la muerte. Sintió un desasosiego interno, un miedo sin precedentes.
Se acordó de su madre. Murió de un ataque de pena, por pertenecer a esa cultura judeocristiana, que siempre busca la perfección. La apariencia es mucho más importante que la conciencia, aunque ellos hablen tanto de ella.
El corazón muere, a veces, lentamente. Comparte las esperanzas hasta que un día se nublan, hasta que no queda nada.
Ella pensaba que esto es lo que le había sucedido a su madre.
Todos sus pasos habían ido encaminados a romper con una tradición que le habían ido inculcando desde niña. Cuando tan solo tenía ocho años y decidió que iba a hacer la primera comunión, por la única razón de que el resto de sus compañeros la hacían, en las clases de catequesis le preguntaron quién era Dios y contestó que era un señor que estaba en todas partes y que hacía milagros. La respuesta fue dada con poca convicción y el sacerdote se quedó mirándola, esperaba que dijera algo más. La verdad es que no sabía mucho más, las clases de religión en un colegio seglar se limitan a enseñar una moral básica de buen vivir y a unas lecturas de la Biblia que nadie entiende muy bien. Quizás, no estaban a la altura de esas creencias. Lo que es cierto es que no hacía falta ninguna autoridad divina para saber lo que es bueno o malo.
Su madre, que nunca practicó la religión, no sabía contestar a las preguntas que le hacía y que no se atrevía a plantear en clase. Sobre todo en lo inherente al Espíritu Santo y la Inmaculada Concepción.
Estaba en un mar de dudas y más que preguntas le interrogó, como una agente de la Gestapo, sobre todo lo que le atormentaba. Al final, todo se reducía a la fe, a tenerla o no tenerla, así que ella se acostó aquella noche sabiendo que haría la primera comunión sin fe y, una vez que lo asumió, cayó en un profundo sueño.
Desde su más tierna infancia las conexiones con sus padres fueron bastante fluidas y el entendimiento, salvando las diferencias generacionales obligadas en las que el pacto es difícil, generalmente el adecuado. Primaban la inteligencia y el respeto, por lo que podían contar unos con otros.
Álvaro y ella comprobaban los fuertes lazos afectivos que les unían a sus padres cuando se iban de gira musical.
Su madre, mientras fue concertista, procuraba que sus eventos concurrieran en fechas y ciudades donde su padre dirigía la orquesta. Por esta razón coincidían en sus tournées.
En una ocasión su padre recibió un premio importante y durante dos años viajaron mucho, sobre todo por ciudades europeas: París, Roma, Viena, Oslo, San Petersburgo, Berlín...
La alegría que sentían cuando volvían a casa era inenarrable y daba cuenta de lo que se echaban de menos. A pesar de que existían disparidades no se llegó nunca a rupturas emocionales fuertes. Esto, que parece una vulgaridad no lo es cuando no están arraigados los principios que tanto enuncia la cultura judeocristiana y, sin embargo, en la familia siempre se consideraron una serie de normas que, sin necesidad de ser declaradas por la hegemonía de una civilización, en este caso occidental, eran una guía de buenas prácticas.
Cuando fueron más mayores algunas conversaciones se centraron en las creencias sociales en las que basaban sus convicciones y aunque no eran secretas se podrían parecer a las cultivadas por los francmasones a lo largo de la historia.
Siempre pensó que su madre dejó demasiado pronto su profesión. Era una excelente concertista de piano. Fue su voluntad, su padre no intervino a pesar de que no estaba muy de acuerdo, pero, como siempre, respetó la decisión. Cuando tomó la determinación, ese afán de respeto entre todos hizo que se considerara que hacer mayores indagaciones pudiera haber supuesto pedir explicaciones por algo en lo que ella y sólo ella tenía la última palabra.
Es muy difícil entender el mundo, lo que algunos llaman la realidad cósmica. Son muchos los que, desde la cultura occidental, han intentado explicar las desigualdades tan fuertes que existen en nuestro planeta, máxime cuando se tiene la certeza de que existe justicia divina. ¿Acaso Dios no nos considera o no tiene la fortaleza que pensamos? ¿Es que las fuerzas del mal son más poderosas? ¿También aquí hay que acudir a la fe?
En ocasiones se puede llegar a pensar que la cristiandad se cargó todo el sistema deductivo de los griegos, el cristianismo admite demasiados axiomas en los que no cabe la posibilidad de causa-efecto.
—Don Pedro Beltrán Peñas, ¿qué parentesco le une a Doña Cristina Beltrán Rojo?
—Es mi hija.
—¿Cuándo fue la última vez que estuvo con ella?
—El sábado anterior al suceso.
Lidia Ortiz, la subinspectora, tomaba nota en su libreta.
Don Pedro, de semblante serio y aspecto cansado, asumía la situación con serenidad y atendía a las preguntas como si en ello le fuera la vida, aunque sabía que podía aportar muy poco a la investigación. Era incapaz de quitarse de la cabeza lo absurdo de lo ocurrido.
—¿La encontró usted nerviosa o preocupada?
—No, estaba contenta. Comió con nosotros y luego se fue a su casa, tenía que preparar la clase de Carlitos, su alumno.
—¿Dónde se encontraba usted la mañana del viernes veintitrés de febrero?
—En mi casa, escribiendo mis memorias. Estaba solo. Julia se había ido a un ensayo de canto, volvió a la hora de comer. Fue ella la que cogió el teléfono por la tarde y se enteró de lo ocurrido, llamaron desde el mismo hospital. Enseguida acudimos a conocer lo que había pasado, pero ni siquiera la pudimos ver. Estaba en cuidados intensivos. El médico nos explicó la gravedad de su estado y las pruebas y cuidados que estaban realizando para intentar que se fuera recuperando. No podía decir nada más en ese momento, había que esperar y ver cómo reaccionaban sus órganos vitales. Era joven y fuerte y, por tanto, tenía muchas posibilidades de revitalizarse y mejorar.
—¿Sabe usted si tenía algún enemigo, alguien que pudiera ser capaz de hacer lo que hizo?
—Pues, sinceramente, no. Hasta su ex marido era cordial con ella. Es una persona serena que nunca ha tenido riñas ni altercados con nadie. Su temperamento es tranquilo.
—¿Conoce la razón por la que el niño estaba viviendo con ella?
—Al principio no, pero a los dos días, cuando volvimos al hospital, Carlitos ya estaba fuera de peligro y nos lo contó. Parece ser que su padre tuvo que salir urgentemente de viaje y le pidió a Cristina que le cuidara mientras él no estaba. En otras ocasiones se solía quedar con su abuela, pero se daba la circunstancia de que estaba también fuera de la ciudad, en un balneario con una de sus amigas. No sabía más.
Se despidieron en la puerta de la Comisaría, su aportación al caso era nula, pero Lidia le pidió que si recordaba cualquier asunto, que creyera de interés, que no dudara en llamarla.
Escuchaba el murmullo continuo en la habitación, como lejano, casi un eco y reconoció la voz inconfundible de Roberto, con esa cordialidad con la que actuaba en muchas ocasiones. Sentía una fuerte presión en la cabeza y un frío que la hubiera hecho tiritar si su cuerpo no hubiera estado inerte. Un frío tan intenso que la parecía definitivo, que la invadía, que no se parecía, en absoluto, al que la embargaba en los momentos previos a un concierto. Se preguntaba con cierta angustia cómo podría superar ese frío que parecía de muerte, un frío que recorría sus venas.
Recordó la tarde en la que Roberto salió para pasar la ITV al coche y ella se entretenía en casa con el gato, mientras le esperaba para ir al cine. Así era como habían planeado pasar aquella tarde de sábado.
De repente, sonó en el teléfono un clic de un mensaje. Entonces descubrió que Roberto se había dejado su teléfono móvil. Lo desbloqueó. Sí, era un mensaje, ¿Margarita?
Abrió el mensaje con mucha curiosidad:
“Mi amor invéntate un ensayo extra el lunes. Te vienes a mi casa a disfrutar un poco. Muac.”
Lo leyó tres o cuatro veces.
Margarita, Margarita..., se quedó pensando. Si, Margarita Juárez, la arpista, la mexicana.
¡Dios mío!, dijo sin querer, ella que era atea. ¿Sería ella? No puede ser otra.
Roberto entró saludando con su simpatía infinita. Esa simpatía que hacía tanto dudar a su madre y que Cristina siempre entendía que era parte del famoso dicho perteneciente a esa cultura que no le gustaba, que dice:” Piensa mal y acertarás”.
Su madre no era aristotélica, pero se sabía el refranero que sí lo es. Decía, cuando estaban solas, que los hombres no solo tocan un instrumento y luego se reía. Estas madres que siempre aciertan hacen que las convicciones de cualquiera se tambaleen.
—¿Has elegido la película?
Sin caer en la cuenta en aquel momento, había acertado con la elección, lo mejor era ver Juana la Loca, realmente era la historia de una infidelidad y venía como anillo al dedo. Él, Felipe el Hermoso y ella, Juana la Loca, aunque él no era tan hermoso ni ella tan loca.
A la salida comentaron la película.
—Muy interesante —afirmó.
—Sobre todo el argumento ¿verdad? —contestó Cristina.
Mientras se tomaban algo en una terracita al lado del cine, justo cuando iba a opinar sobre lo terribles que son las historias de las infidelidades, sonó un clic en su teléfono. Comprobó de quién era el mensaje y lo cerró.
—¿Quién te mensajea?
— Mi primo, el de Valladolid —contestó Roberto convincente.
—¡Ah! El que le puso los cuernos a su mujer
—Sí.
—Como Felipe el Hermoso a Juana la Loca, ¿no?