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La presente recopilación recoge una serie de textos de Marx, Engels y Lenin sobre la Comuna de París. Desde La guerra civil en Francia de Karl Marx, hasta el trabajo de Lenin "En memoria de la Comuna", los "clásicos" del materialismo dialéctico e histórico reflexionan sobre un excepcional acontecimiento político: la primera revolución genuinamente proletaria. Sus reflexiones sobre el suceso nutrirían el acervo teórico del marxismo, especialmente la teoría del Estado, profundamente reformada después de las enseñanzas de la Comuna. Esta reedición (corregida y mejorada) tiene los mejores textos sobre la "Comuna de París" de Marx, Engels y Lenin.
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Seitenzahl: 150
Veröffentlichungsjahr: 2015
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Akal / Básica de Bolsillo / 219
Marx /Engels/Lenin
la comuna de parís
La presente recopilación recoge una serie de textos de Marx, Engels y Lenin sobre la Comuna de París. Desde La guerra civil en Francia, de Karl Marx, hasta el trabajo de Lenin «En memoria de la Comuna», los «clásicos» del materialismo dialéctico e histórico reflexionan sobre un excepcional hecho político: la primera revolución genuinamente proletaria. Sus reflexiones sobre el acontecimiento nutrirían el acervo teórico del marxismo, especialmente la teoría del Estado, profundamente reformada después de las enseñanzas de la Comuna.
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Sergio Ramírez
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© Ediciones Akal, S. A., 2010
para lengua española
Sector Foresta, 1
28760 Tres Cantos
Madrid - España
Tel.: 918 061 996
Fax: 918 044 028
www.akal.com
ISBN: 978-84-4222-8
Karl Marx
Manifiesto del Consejo General de la Asociación Internacional de los Trabajadores sobre la guerra civil en Francia en 1871
A todos los miembros de la Asociación en Europa y los Estados Unidos
I
El 4 de septiembre de 1870, cuando los obreros de París proclamaron la República, casi instantáneamente aclamada de un extremo a otro de Francia sin una sola voz disidente, una cuadrilla de abogados arribistas, con Thiers como estadista y Trochu como general, se posesionaron del Hôtel de Ville. Por aquel entonces, estaban imbuidos de una fe tan fanática en la misión de París para representar a Francia en todas las épocas de crisis históricas que, para legitimar sus títulos usurpados a los gobernantes de Francia, consideraban suficiente exhibir sus actas ya caducas de diputados por la ciudad. En nuestro segundo manifiesto sobre la pasada guerra, cinco días después del encumbramiento de estos hombres, os decíamos ya quiénes eran[1]. Sin embargo, en la confusión provocada por la sorpresa, con los verdaderos jefes de la clase obrera encerrados todavía en las prisiones bonapartistas, y con los prusianos avanzando a toda marcha hacia París, la capital toleró que asumieran el poder bajo la expresa condición de que su solo objetivo fuera la defensa nacional. Ahora bien, París no podía ser defendido sin armar a su clase obrera, organizándola como una fuerza efectiva y adiestrando a sus hombres en la guerra misma. Pero París en armas era la revolución en armas. El triunfo de la capital sobre el agresor prusiano hubiera sido el triunfo del obrero francés sobre el capitalista francés y sus parásitos, dentro del Estado. En este conflicto entre el deber nacional y el interés de clase, el Gobierno de la defensa nacional no vaciló un instante en convertirse en el Gobierno de la traición nacional.
Su primer paso consistió en enviar a Thiers a deambular por todas las Cortes de Europa para implorar su mediación, ofreciendo el trueque de la República por un rey. A los cuatro meses de comenzar el asedio de la capital, cuando se creyó llegado el momento oportuno para empezar a hablar de capitulación, Trochu, en presencia de Julio Favre y de otros colegas de ministerio, habló en los siguientes términos a los alcaldes de París reunidos:
La primera cuestión que mis colegas me plantearon, la misma noche del 4 de septiembre, fue ésta: ¿puede París resistir con alguna probabilidad de éxito un asedio de las tropas prusianas? No vacilé en contestar negativamente. Algunos de mis colegas, aquí presentes, certificarán la verdad de mis palabras y la persistencia de mi opinión. Les dije –en estos mismos términos– que, con la actual situación, el intento de París de afrontar un asedio del ejército prusiano sería una locura. Una locura heroica –añadía–, sin duda alguna; pero nada más… Los hechos (dirigidos por él mismo) no han dado un mentís a mis previsiones.
Este precioso y breve discurso de Trochu fue publicado más tarde por M. Corbon, uno de los alcaldes allí presentes.
Así pues, en la misma noche del día en que fue proclamada la República, los colegas de Trochu sabían ya que su «plan» era la capitulación de París. Si la defensa nacional hubiera sido algo más que un pretexto para el Gobierno personal de Thiers, Favre y compañía, los advenedizos del 4 de septiembre habrían abdicado el 5, habrían puesto al corriente al pueblo de París sobre el «plan» de Trochu y le habrían invitado a rendirse sin más o a tomar las riendas de su destino. En vez de hacerlo así, aquellos infames impostores optaron por curar la locura heroica de París con un tratamiento de hambre y de cabezas rotas, y engañarle mientras tanto con grandilocuentes manifiestos en los que se decía, por ejemplo, que Trochu, «el gobernador de París, jamás capitularía» y que Julio Favre, ministro de Negocios Extranjeros, «no cedería ni una pulgada de nuestro territorio ni una piedra de nuestras fortalezas». En una carta a Gambetta, este mismo Julio Favre confiesa que contra lo que ellos se «defendían» no era contra los soldados prusianos, sino contra los obreros de París. Durante todo el sitio, los matones bonapartistas a quienes Trochu, muy previsoramente, había confiado el mando del ejército de París, no cesaban de hacer chistes desvergonzados, en sus cartas íntimas, sobre la bien conocida burla de la defensa (véase, por ejemplo, la correspondencia de Alfonso-Simón Guiod, comandante en jefe de la artillería del ejército de París y Gran Cruz de la Legión de Honor, con Susane, general de división de artillería, correspondencia publicada en el Journal Officiel[2] de la Comuna). Por fin, el 28 de enero de 1871, los impostores se quitaron la careta. Con el verdadero heroísmo de la máxima abyección, el Gobierno de la defensa nacional, al capitular, se convirtió en el Gobierno de Francia integrado por prisioneros de Bismarck, papel tan bajo que, el propio Luis Bonaparte, en Sedán, se arredró ante él. Después de los acontecimientos del 18 de marzo, en su precipitada huida a Versalles, los capitulards[3] dejaron en las manos de París las pruebas documentales de su traición y, para destruirlas, como dice la Comuna en su proclama a las provincias, «aquellos hombres no vacilarían en convertir a París en un montón de escombros bañado por un mar de sangre».
Además, algunos de los dirigentes del Gobierno de la defensa tenían razones personales especialísimas para buscar ardientemente este desenlace.
Poco tiempo después de sellado el armisticio, M. Millière, uno de los diputados por París en la Asamblea Nacional, fusilado más tarde por orden expresa de Julio Favre, publicó una serie de documentos judiciales auténticos demostrando que el anterior, que vivía en concubinato con la mujer de un borracho residente en Argel, había logrado, por medio de las más descaradas falsificaciones cometidas a lo largo de muchos años, atrapar en nombre de los hijos de su adulterio una cuantiosa herencia con la que se hizo rico, y que, por un pleito entablado por los legítimos herederos, sólo pudo conseguir salvarse del escándalo gracias a la connivencia de los tribunales bonapartistas. Como estos escuetos documentos judiciales no podían descartarse fácilmente, por mucha energía retórica que se desplegase, Julio Favre, por primera vez en su vida, dejó la lengua quieta, aguardando en silencio a que estallase la guerra civil, para denunciar frenéticamente al pueblo de París como a una banda de criminales evadidos de presidio y amotinados abiertamente contra la familia, la religión, el orden y la propiedad. Y este mismo falsario, inmediatamente después del 4 de septiembre, apenas llegado al poder, puso en libertad, por simpatía, a Pic y Taillefer, condenados por estafa bajo el propio Imperio, en el escandaloso asunto del periódico Etendard[4]. Uno de estos caballeros, Taillefer, que tuvo la osadía de volver a París bajo la Comuna, fue reintegrado inmediatamente a la prisión. Entonces, Julio Favre, desde la tribuna de la Asamblea Nacional, exclamó que París estaba poniendo en libertad a todos los presidiarios.
Ernesto Picard, el Joe Miller[5] del Gobierno de la defensa nacional, que se nombró a sí mismo ministro de Hacienda de la República después de haberse esforzado en vano por ser ministro del Interior del Imperio, es hermano de un tal Arturo Picard, individuo expulsado de la Bolsa de París por tramposo (véase el informe de la prefectura de Policía del 13 de julio de 1867), y convicto y confeso de un robo de 300.000 francos, cometido siendo gerente de una de las sucursales de la Société Générale, rue Palestro, n.o 5 (véase el informe de la prefectura de Policía del 11 de diciembre de 1868). Este Arturo Picard fue nombrado por Ernesto Picard redactor jefe de su periódico L’Electeur Libre. Mientras los especuladores vulgares eran despistados por las mentiras oficiales de esta hoja financiera ministerial, Arturo Picard andaba en un constante ir y venir del Ministerio de Hacienda a la Bolsa, para negociar en ésta con los desastres del ejército francés. Toda la correspondencia financiera cruzada entre este par de dignísimos hermanitos cayó en manos de la Comuna.
Julio Ferry, que antes del 4 de septiembre era un abogado sin pleitos, consiguió, como alcalde de París durante el sitio, hacer una fortuna amasada a costa del hambre de los demás. El día en que tenga que dar cuenta de sus malversaciones, será también el día de su condena.
Como se ve, estos hombres sólo podían encontrar tickets-of-leave[6] entre las ruinas de París. Hombres así eran precisamente los que Bismarck necesitaba. Se barajaron las cartas y Thiers, hasta entonces inspirador secreto del Gobierno, apareció ahora como su presidente, teniendo por ministros a ticket-of-leave-men.
Thiers, ese enano monstruoso, tuvo fascinada a la burguesía francesa durante casi medio siglo, por ser la expresión intelectual más paradigmática de su propia corrupción como clase. Ya antes de hacerse estadista, había revelado su talento para la mentira como historiador. La crónica de su vida pública es la historia de las desdichas de Francia. Unido a los republicanos antes de 1830, cazó una cartera bajo Luis Felipe, traicionando a Laffitte, su protector. Se congració con el rey a fuerza de atizar motines del populacho contra el clero –durante los cuales fueron saqueados la iglesia de Saint Germain l’Auxerrois y el palacio del arzobispo– y actuando, como lo hizo contra la duquesa de Berry, a la par de espía ministerial y de partero carcelario. La matanza de republicanos en la rue Transnonain y las infames leyes de septiembre contra la prensa y el derecho de asociación que la siguieron fueron obra suya. Al reaparecer como jefe del Gobierno en marzo de 1840, asombró a Francia con su plan de fortificar París. A los republicanos, que denunciaron este proyecto como un complot siniestro contra la libertad de París, les replicó desde la tribuna de la Cámara de Diputados:
¿¡Cómo!? ¿Suponéis que puede haber fortificaciones que sean una amenaza contra la libertad? En primer lugar, es calumniar a cualquier gobierno, sea el que fuere, creyendo que puede tratar algún día de mantenerse en el poder bombardeando la capital… Semejante gobierno sería, después de su victoria, cien veces más imposible que antes.
En realidad, ningún gobierno se habría atrevido a bombardear París desde los fuertes más que el que antes había entregado estos mismos fuertes a los prusianos.
Cuando el rey Bomba[7], en enero de 1848, probó sus fuerzas contra Palermo, Thiers, que entonces llevaba largo tiempo sin cartera, volvió a alzar su voz en la Cámara de los Diputados:
Todos vosotros sabéis, señores diputados, lo que está pasando en Palermo. Todos vosotros os estremecéis de horror (en el sentido parlamentario de la palabra) al oír que una gran ciudad ha sido bombardeada durante cuarenta y ocho horas. ¿Y por quién? ¿Acaso por un enemigo exterior, que pone en práctica las leyes de la guerra? No, señores diputados, por su propio Gobierno. ¿Y por qué? Porque esta ciudad infortunada exigía sus derechos. Y por exigir sus derechos, ha sufrido cuarenta y ocho horas de bombardeo… Permitidme apelar a la opinión pública de Europa. Levantarse aquí y hacer resonar, desde la que tal vez es la tribuna más alta de Europa, algunas palabras (sí, cierto, palabras) de indignación contra actos tales, es prestar un servicio a la humanidad… Cuando el regente Espartero, que había prestado servicios a su país (lo que nunca hizo Thiers), intentó bombardear Barcelona para sofocar su insurrección, de todas partes del mundo se levantó un clamor general de indignación.
Dieciocho meses más tarde, M. Thiers se contaba entre los más furibundos defensores del bombardeo de Roma por un ejército francés[8]. La falta del rey Bomba debió consistir, por lo visto, en no haber hecho durar el bombardeo más que cuarenta y ocho horas.
Pocos días antes de la Revolución de febrero, irritado por el largo destierro de cargos y pitanza a que le había condenado Guizot, y venteando la inminencia de una conmoción popular, Thiers, en aquel estilo seudoheroico que le ha valido el apodo de «Mirabeaumouche»[9], declaraba ante el parlamento:
Pertenezco al partido de la revolución, no sólo en Francia, sino en Europa. Yo querría que el Gobierno de la revolución no saliese de las manos de hombres moderados…, pero aunque el Gobierno caiga en manos de espíritus exaltados, incluso en las de los radicales, no por ello abandonaré mi causa. Perteneceré siempre al partido de la revolución.
Vino la Revolución de febrero. Pero, en vez de desplazar al ministro Guizot para poner en su lugar un ministro Thiers, como este hombrecillo había soñado, la revolución sustituyó a Luis Felipe por la República. Durante los primeros días del triunfo popular, se mantuvo cuidadosamente oculto, sin darse cuenta de que el desprecio de los obreros le resguardaba de su odio. Sin embargo, con su proverbial valor, permaneció alejado de la escena pública, hasta que las matanzas de junio[10]