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En los años ochenta, Carlos, un joven estudiante de Letras, es víctima de un mito urbano en medio de un temporal nocturno denominado "la noche inoportuna". Gracias al asesoramiento de un anciano santiagueño, el Viejo Marrón, y la presencia sobrenatural de una cautivante mujer, Nostalgias, logrará comprender que se encuentra inmerso dentro de una sentencia: la Condena del Narrador. A riesgo de quedarse sin expresión, deberá enfrentar cuanta leyenda salga a su paso en barrios suburbanos, para después narrarla con precisión y así dar con el verdadero nombre de las cosas ya descuidado por el común de la gente. En La condena del narrador, Carlos Dotro renueva los recursos literarios del maravilloso universo del realismo mágico, y mezcla de una forma efectiva lo urbano y lo campestre, lo sobrenatural y lo barrial, recreando un paisaje único en el que van surgiendo personajes etéreos, legendarios, hasta inquietantes, que serán para el lector tan curiosos como inolvidables.
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Seitenzahl: 295
Veröffentlichungsjahr: 2023
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Dotro, Carlos
La condena del narrador / Carlos Dotro. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : El Guardián Literario, 2023.
(Biblioteca de autor)
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-987-8346-68-7
1. Narrativa Argentina. I. Título.
CDD A863
© 2023, Carlos Dotro
Diseño de cubierta e interior: Departamento de arte de Editorial Bärenhaus S.R.L.
El guardián literario es un sello de Editorial Bärenhaus
Todos los derechos reservados
© 2023, Editorial Bärenhaus S.R.L.
Publicado bajo el sello El guardián literario
Quevedo 4014 (C1419BZL) C.A.B.A.
www.editorialbarenhaus.com
ISBN 978-987-8346-68-7
1º edición: agosto de 2023
1º edición digital: julio de 2023
Conversión a formato digital: Numerikes
No se permite la reproducción parcial o total, el almacenamiento, el alquiler, la transmisión o la transformación de este libro, en cualquier forma o por cualquier medio, sea electrónico o mecánico, mediante fotocopias, digitalización u otros métodos, sin el permiso previo y escrito del editor. Su infracción está penada por las leyes 11.723 y 25.446 de la República Argentina.
En los años ochenta, Carlos, un joven estudiante de Letras, es víctima de un mito urbano en medio de un temporal nocturno denominado “la noche inoportuna”. Gracias al asesoramiento de un anciano santiagueño, el Viejo Marrón, y la presencia sobrenatural de una cautivante mujer, Nostalgias, logrará comprender que se encuentra inmerso dentro de una sentencia: la Condena del Narrador. A riesgo de quedarse sin expresión, deberá enfrentar cuanta leyenda salga a su paso en barrios suburbanos, para después narrarla con precisión y así dar con el verdadero nombre de las cosas ya descuidado por el común de la gente.
En La condena del narrador, Carlos Dotro renueva los recursos literarios del maravilloso universo del realismo mágico, y mezcla de una forma efectiva lo urbano y lo campestre, lo sobrenatural y lo barrial, recreando un paisaje único en el que van surgiendo personajes etéreos, legendarios, hasta inquietantes, que serán para el lector tan curiosos como inolvidables.
Carlos Dotro nació en Quilmes, Buenos Aires. Es escritor y profesor en Letras.
Entre sus publicaciones se encuentran: Del Narrador de Historias (cuentos, 1996), Cuaderno de Tapas Azules (poemas, 1998), Cuentos Fantásticos de Terror y Misterio (selección y prólogo, 2000), La Ilíada, de Homero (prólogo, 2011) y la novela Tekoa. El camino del regreso (El guardián literario, 2021).
Es cofundador del grupo artístico Tristón Couli Teatral Banda, donde cumple la triple función de actor, libretista y director.
A quienes fueron
mis alumnos/as,
por sus esperas
de nuevas historias
en cada día de lluvias.
Aquella madrugada sentía un vacío como el de un abismo provocando profundos, oscuros, remolinos en el centro de mi pecho.
El arranque cansino del motor de la heladera lograba por momentos despegar mi atención hipnotizada sobre el minutero del viejo reloj de pared, entonces vertía un poco de agua tibia sobre el mate desahuciado donde la yerba flotaba en pequeños camalotes de laguna tosca y así absorbí de un cortón tirón con ese sonido grosero que propone siempre el fin de la cebada.
En la penumbra de la débil luz de la cocina, tomé una lapicera y escribí sobre un papel el verdadero nombre de las cosas, luego encerré la frase entre signos interrogativos y aquel recuerdo, jamás olvidado, al despertar mi adolescencia volvió a cercar mi memoria para subrayar, una vez más, que los orígenes de ciertas cuestiones no son materia de la casualidad.
En aquel entonces, recordé, la casa estaba colmada de parientes. La Nochebuena había dado ya las doce hacía más de una hora, pero nada impedía que los adultos anduvieran por el vigésimo quinto brindis a la espera de mejores tiempos. Junto a uno de mis primos, tres años mayor que yo, salimos a la calle a presenciar los últimos estallidos sobre el cielo del barrio. Echamos a andar por las cuadras, saludando vecinos, atreviéndonos a ir un poco más allá, por las esquinas que jamás nos aventuramos en las noches cotidianas. Nos unimos a un grupo de jóvenes que, bajo el fuego cruzado de sombras de árboles y paredones, escuchaban en silencio el relato grave de un anciano al que la oscuridad le borroneaba el rostro.
—Es el Viejo Marrón… —me susurró mi primo.
—El viejo…, ¿qué? —le pregunté.
No nos atrevimos a saludar para no romper el delicado clima que reinaba en el grupo. Por mi parte, la situación me resultaba ajena e incómoda. El anciano no paraba de contar cosas, en forma lenta y pausada, sentado sobre un banco hecho con el tronco de un árbol.
—Volvamos a casa —le pedí a mi primo.
Algunos de los muchachos oyentes giraron para imponernos silencio con gesto imperativo.
—Callate, boludo… —me ordenó por lo bajo mi primo—. Escuchá lo que dice…
Con cierto fastidio me apoyé en un árbol a escuchar lo que contaba el viejo. Tenía un tono muy calmo, naturalmente provinciano, y a mitad de chisme no podía entender a qué se refería; ni siquiera podía leerle los labios teniendo su rostro, oscura luna redonda bajo una gorra de tela, casi en su totalidad sombreada por las espesas ramas de un ligustro. El resto de los presentes no le perdía ni un mínimo de su atención; parecían hipnotizados por el tono de su voz.
Mi primo se acercó a mi oído.
—Está hablando de la noche inoportuna…
Lo miré sin entender. Intenté afinar mi propia atención y logré escuchar cómo el viejo describía las características de una noche legendaria que ocurría de tanto en tanto en nuestras cuadras al oeste de Quilmes; una noche que, según él, había una hora en que se debía evitar circular por las calles porque no tendría clemencia al imponerle una condena a cualquier víctima que anduviera por ahí.
—Este viejo está muy en pedo… —le comenté a mi primo, quien me chistó para hacerme callar nuevamente.
El anciano agregó que aquella hora nunca le perdonaría a nadie haber visto con sus propios ojos cómo luce la noche inoportuna. Copiosa tormenta. Relámpagos quebrados sobre el cielo negro. Atemorizador coro de ladridos de perros no visibles. Hojas temblorosas aplaudiendo sobre las copas de los árboles como castañuelas descontroladas. Vientos con un poder de vuelo con que jamás contaron; incluso soplando estrellas. Había que respetarla, aconsejó.
—Dale, volvamos a casa, todavía quedaron algunas cervezas… —insistí.
Convencí a mi primo, pero antes de abandonar sigilosamente al grupo el viejo pareció elevar el tono de voz para que nadie se quedara sin escuchar su sentencia. Mi primo y yo nos petrificamos en el lugar.
—Será muy difícil prevenir el retorno de una nueva noche inoportuna —afirmó con exagerado énfasis a su concentrado auditorio—. Irremediablemente, un joven como cualquiera de ustedes será víctima de ese maldito gualicho del tiempo…
Alguien carcomido por la ansiedad le preguntó por el cuándo.
—Diez años —contestó el anciano, con sorprendente firmeza—. La noche inoportuna suele conceder condenas inciertas. Pero dentro de diez años su condena será sumamente severa.
Sin entender por qué, un escalofrío me recorrió la espina dorsal; supuse que la causa se debía al tono actoral con que el viejo marcó su frase. Nos miramos con mi primo y dejamos atrás al viejo con su grupo. Volvimos a casa en absoluto silencio. La familia seguía brindando por los buenos tiempos.
Sin embargo, no sería la única vez que escuchara comentarios sobre la noche inoportuna.
Ocasionalmente, en las madrugadas de cumpleaños, celebraciones, años nuevos, siempre había alguien que lanzaba el tema o en su defecto se le atrevía a la historia de la chica con la mancha de café. A medida que fui sumando mis años, le resté importancia a las desprolijas leyendas del barrio. No obstante, me despertaba cierta intriga la controvertida figura del Viejo Marrón. Santiagueño de raza y receloso contador de misterios, lo describían unos; otros, apenas lo marcaban como un viejo borrachín con demasiado tiempo libre. Por aquel entonces, jamás podía imaginar cómo su relato de Nochebuena uniría nuestros destinos en la impredecible búsqueda de un mundo extraordinario.
Volví a tomar un nuevo sorbo de mate, ya frío, y subrayé la frase recién escrita sobre el papel.
Al año siguiente de terminar el colegio secundario, debí cumplir con doce meses de servicio militar obligatorio donde aprendí que la necedad puede instruirse desde la hora de diana. Una vez vuelto a la vida civil, acabando los años ochenta, merodeé por empleos inconstantes y mal pagos, desde simpático vendedor de libros a domicilio a pésimo aprendiz de decorador de vidrieras. No obstante, el poco tiempo libre que me restaba lo invertía en compulsivas lecturas sobre distintos poetas y en rasguear una desafinada guitarra con aires de frustrado cantautor.
Una mañana de sábado debí interrumpir de muy mala gana mis inclinaciones literarias bajo el urgente pedido de mi madre implorándome el destape de las cañerías que inundaban la vereda de casa. Munido de una larga cinta de metal, me arrodillé a empujar el obstáculo que impedía la libre circulación del agua desechada. En un momento, comprobé cómo la cinta empujaba con una fuerza mayor a la de mis sacudones. Al darme la vuelta, me encontré con el Viejo Marrón, sentado en la vereda con las piernas estiradas. Tenía en el rostro la sonrisa de un chico subyugado por su picardía. Empujaba de la cinta prestando su generosa colaboración sin una mínima autorización alguna. Acompañó su intervención con algunas indicaciones para mejorar el avance de la cinta por la cañería y algo se destrabó. Inmediatamente el agua estancada comenzó a bajar y a circular con normalidad. Le agradecí su ayuda y le acerqué un trapo seco para que se limpiara las manos. Mientras yo enroscaba la cinta para guardarla, él comenzó a hablar del tiempo y la temperatura como quien no quiere la cosa.
—Aparte de los chorros, que están robando como locos los tipos, procurá que no te agarre el temporal que se vendrá una de estas noches… —agregó, sin razón alguna.
Miré despreocupadamente el cielo.
—¿Usted cree que va a llover…?
—Llover no sería nada, chango… —me contestó, acomodándose la gorra; luego bajó el tono de voz—. Habrá que guardarse de la noche inoportuna…
Se puso demasiado serio. Me incomodó y reí nervioso. En cambio, él se mantenía impávido.
—No rías, tomá recaudos…
—¿Yo especialmente…?
No respondió. Me devolvió el trapo, me saludó con un leve movimiento de su cabeza y se marchó, por el medio de la calle, con su andar chueco pero firme.
Más allá de lo absurdo de la situación, el Viejo logró inquietarme un tanto desde su gesto como de su tono. Así hablarán las momias si resucitaran, me dije.
De alguna forma, su críptica advertencia, por más que yo tratara de restarle importancia, caló tan fuerte en mi ánimo que en posteriores reuniones sociales con amigos o conocidos no podía disimular cierta ansiedad cuando daban altas horas de la noche lejos de casa. Mi inquietud al respecto fue en aumento y llegué a pensar que cada noche podía ser esa inoportuna de la leyenda. Me obsesioné por demás. Por momentos, me decía a mí mismo que no podía caer en ese ridículo estado de sugestión tan solo por una superstición provinciana. Pero me descubría saludando a los presentes a los apurones, retirándome antes que nadie o pidiendo el favor de quedarme en el lugar al menos hasta que amaneciera, lo cual provocaba más de una incomodidad.
Por aquellos días, estaba unido a un grupo de poetas quilmeños con quienes organizábamos en el centro de la ciudad recitales, charlas y conferencias, hasta publicaciones de revistas literarias. En uno de aquellos encuentros conocí a una chica que me encandiló desde que la vi por culpa de su sonrisa, entre ingenua y sugerente. Se llamaba Sandra y leía sus poemas con voz de ángel dulce y desprotegido; intenté acercarme a ella en varias ocasiones, todas infructuosas y fracasadas hasta rozar el ridículo.
Una noche cubierta de espesas nubes radiantes, cuando ya mi inquietud me ordenaba retirarme de la casa donde se organizó la reunión, Sandra preguntó al grupo quién podía acompañarla hasta la casa. Entusiasmados todos en el intercambio de poemas y proyectos afines, nadie reparó en su pedido. La falta de respuesta aceleró mis glándulas salivales. Me levanté de mi silla lentamente con una mano alzada como si estuviera deteniendo un taxi en el centro de la reunión. Ella me agradeció con su luminosa sonrisa y yo no lograba identificar si se trataba de un éxito o la derrota. Clavé mis ojos en un reloj de pared que marcaba la una. Sandra se fue despidiendo de todos y estuve a punto de retirar mi ofrecimiento.
—¿Vamos…? —me dijo, y ya no pude negarme.
Caminamos algunas cuadras alejándonos del centro de Quilmes. En nuestro parco diálogo, intentaba charlar con la mayor naturalidad posible, aunque la distracción era notoria cuando se dejaba ver algún refucilo entre el horizonte de arboledas y las terrazas grises anunciando la tormenta por venir.
—¿Te sentís mal? —me preguntó ella.
—No…, es que en cualquier momento se larga…
—¿Qué cosa se larga?
No tenía forma de olvidar al Viejo y su sentencia. No respondí.
Al llegar al umbral de su casa, ella me abrazó por sorpresa.
—¿Qué es lo que te pasa?, estás temblando…
Permanecí en silencio y me volvió a abrazar. Entonces me rendí a la primavera de su abrazo y nos unimos en un beso tan largamente postergado. Solo así la noche inoportuna pasó por unos minutos al cofre de los recuerdos extraviados. Las manos del viento crecieron jugando a enredar suavemente las puntas de nuestros cabellos. Pero cuando escuché el clamor de un estruendo a la distancia, el deleite sucumbió y el Paraíso cerró sus puertas.
—¿La parada de colectivos más cercana…? —me despegué de ella.
Sin salir de su asombro, me señaló la avenida a unas cuadras.
—Allá tenés la avenida Calchaquí…
—Listo, gracias…
Me despedí sin protocolos y prácticamente corrí como quien huye del diablo que le va pisando los talones.
Los truenos comenzaron a hacerse oír, semejantes a arrítmicos timbales que propiciaban el peor de los ritos paganos.
En la desierta parada de colectivos no pude evitar arrojar con todas mis fuerzas una moneda contra un refucilo que me hizo temblar el alma.
Cuando el transporte por fin llegó, me tomé del pasamanos en plena carrera y me instalé en el primer asiento. Completaba el colectivo apenas media docena de pasajeros, entre obreros dormitando y noctámbulos de ojos irritados. A los quince minutos, bajé en la misma avenida Calchaquí de un salto y me afirmé sobre mis botas atento al entorno.
Nadie, a lo largo de la avenida.
El colectivo desapareció unas cuadras más allá y la llovizna empezó a caer con grave intensidad. Pensé en desalojar mi mente de absurdos temores y reírme un poco de mí mismo. Pero mi engañoso alivio duró un suspiro al estallar por detrás del campanario de la Iglesia del Perpetuo Socorro una línea de relámpagos que empalidecieron tanto el paisaje como mi rostro cautivo. Comencé mi andar, rígido y tenso, como la de un granadero tanteando un campo minado. Mis botas resbalaban sobre el barro de las veredas y, al doblar una de las esquinas, intenté afirmarme entre los árboles y los alambrados. Desde lejos oí, con cierta angustia, un atípico coro de ladridos de perros distantes. Bajo una mayor seguridad, me encaminé por la extensa cuadra de la calle 348 tratando de convencerme de la naturalidad del clima y los beneficios del pensamiento científico. La lluvia se tornó copiosa. Las hojas castañeaban por entre las copas de los árboles y más allá el cielo continuaba quebrándose como cristales en ramificados relámpagos sobre los techos.
Logré la esquina de casa, casi fuera de sí.
Un trueno ensordecedor estalló a mis espaldas y caí de rodillas sobre la ochava. La furia de aquella lluvia era anormal. No sentía fuerzas ni para ponerme de pie.
Levanté lentamente mi rostro empapado y vislumbré una figura que se me acercaba, desde la otra esquina, con pasos lerdos e irregulares. Entre el pánico y la fatiga reconocí a un anciano ciego de ojos desorbitados. Portaba un sacón oscuro. Sus manos, por detrás de su cintura, me hicieron imaginar que escondía un bastón de madera. Pero al levantar su brazo en alto, apenas pude ver que sostenía enérgicamente una rama de árbol paraíso que posó sobre mi cabeza y murmuró con una delgada debilidad latiendo en su voz:
—Desde aquí y para siempre será tu voz al servicio de las historias, tus ojos al mundo extraordinario y tu alma, quizás, a errar silenciosa entre pasiones y mínimas cosas ya olvidadas y descuidadas…
¿De qué se trata esto?, me pregunté como en sueños, ¿qué se propone este tipo?, ¿y si no hago nada de todo eso?
—Vagarás sin idioma, muchacho —respondió, como si hubiera leído mis pensamientos—, hasta que recuperes el verdadero nombre de las cosas…
Y sin que yo pudiera recuperarme de la sorpresa, desapareció como ensayando los pasos de una milonga por la esquina próxima.
Luego de unos minutos me levanté sin dificultad. La lluvia no daba tregua y casi tuve que adivinar hacia dónde quedaba mi vereda. Llegué a casa con la impresión de haber protagonizado un sueño, denso y extenso, a la espera de abrir los ojos en cualquier momento. Apoyé la cabeza en mi puerta buscando las llaves en mis bolsillos mientras la tormenta crecía con mayor furia.
Entré a casa como empujado por una bendición y me desparramé sobre mi cama, empapado y desaliñado.
¿Qué fue lo que había pasado?, me pregunté. Pensé francamente que me encontraría en los umbrales del delirio de alguna enfermedad o de alguna locura galopante. Me toqué la frente y se encontraba tan helada como el resto de mi cuerpo. Otro relámpago impactó en mi ventana y me volvieron los escalofríos. Apenas me quité las botas, me cubrí con una frazada gruesa y traté de conciliar el sueño. Lo logré en la medida que me invadía la calma.
Los días siguientes no tuvieron nada de extraños.
Cumplí con mis rutinarias costumbres como cualquier hijo del vecino. Llegué a pensar que lo experimentado aquella noche fue obra de una serie de coincidencias donde se dieron en cruzar una enérgica tormenta con un viejo extraviado jugando con una rama.
Me sentí bastante aliviado bajo la protección de mis razonables conclusiones, incluso me permití extender mis horarios en las reuniones sociales a las que asistía. Lamentablemente, y no supe por qué razón, Sandra dejó de frecuentarlas.
Pero el encuentro con otra mujer me fue más que significativo; es más, sin que yo lo adivinara por entonces, su presencia marcaría a fuego el panorama que se me iba abriendo ante los ojos aún ciegos de toda dimensión.
Sucedió en una de aquellas tardes. Apareció como para grabar una huella que advertía que no todo estaba dentro de los límites de lo que denominamos normalidad.
Me encontraba en mi cuarto acomodando cosas en los cajones del placard. Sobre la cama había separado ordenadamente viejas tarjetas de amistades ausentes, cartas ya amarillentas de promesas incumplidas y medias desteñidas de fútbol destinadas a la basura. El timbre sonó justo al dar con unas fotografías perdidas hacía tiempo; las dejé sobre la cama para ir a atender.
Al abrir la puerta, ella saludó.
—Buenas tardes. Disculpame la molestia…
La tarde caía plomiza sobre las cuadras del barrio. Sus cabellos oscuros enmarcaban una deliciosa mirada. Era joven todavía. Tenía un corto trajecito gris de los muy antiguos con falda por sobre las rodillas. Ante mi falta de atención, repitió su discurso.
—Decía que estoy ofreciendo libros y discos a precios muy bajos. Podés hojearlos vos mismo…
En la vereda estaba estacionado un viejo y despintado carro de madera. Nos acercamos a él y comencé a inspeccionar su contenido. Sorprendido, di con gastados discos de vinilo como “Orquestas Típicas…”, “Recitados de Poetas Desconocidos…”, “Antiguas Canciones Infantiles, incluido el Feliz Cumpleaños…”, algunos ni las tapas tenían. También había libros deshilachados de la colección Robin Hood y hasta una revista del Boca Campeón 1970 con la estampa del “Tarzán” Roma en la portada.
—¿Para qué voy a querer cosas tan viejas…?
—No se trata de quererlas, sino de cuánto vas a depender de ellas…
Clavé la mirada en sus profundos ojos marrones. Reflejaban una tristeza muy particular. Sin embargo, comencé a reírme de ella.
—¡Qué voy a necesitar de esto! —tomé una revista y la sacudí en el aire de un lado a otro—. ¡Pensás que soy estúpido!
Algo cayó a la vereda desde el interior de la revista. Eran distintas fotografías. Ambos nos inclinamos a la vez para juntarlas. Me avergonzó un tanto mi reacción ante su extrema seriedad y traté de tomarlas del suelo con una rapidez que salvara mi torpeza. Pero fue un intento inútil; quedé como congelado observando cada imagen. Revisé cada una y no lograba comprender a qué venía todo esto y cómo ella disponía de aquello.
—¿Cómo puede ser que tengas esto?
—Sabía que iba a ocurrir… —contestó con naturalidad—. Las historias nada valen hasta que aparece algo de nosotros mismos en ellas…
Cada escena registrada representaba momentos distantes de mi propia vida, postales inéditas de abrazos, sonrisas y llantos que había cosechado a lo largo de los años. Curiosamente, no lograba entender si pertenecían a mi pasado o quizás a mi porvenir.
—¿Qué es lo que estás buscando?
—Nada en especial… —comenzó a ordenar con delicadeza las cosas de su carro—. Tal vez que nunca olvides esta tarde.
—Es ridículo, ¿qué utilidad tiene eso?
—Ninguna. Es el precio de haberla vivido.
Mi ánimo pareció haber decaído en pocos minutos bajo una incertidumbre desesperada. Estaba convencido que dentro de su carro viejo tendría más elementos que me implicaban personalmente, tal cual esas imágenes. Quise tenerlo todo para mí. Vencido quizás ante la comerciante más astuta que pudiera haber encontrado, le pregunté el valor final de todo lo que pretendía venderme.
—No, es inútil —respondió, categórica, con resignación—. Si comprás el carro, te imagino el resto de tus días metido de cabeza buscando nuevas propuestas que suavicen lo incierto de tu presente. Conozco a los de tu clase.
—Mi presente no es nada incierto… —protesté.
Ella sonrió.
—Ya comenzó a serlo.
Sus hermosos ojos tristes me miraron con profunda consideración. Hundió sus labios en los míos con una dulzura de miel y de un bolsillo de su trajecito gris descubrió una tarjeta que envolvió con mis dedos. Sentí de repente una dependencia absoluta hacia ella. Era la esencia, lo vital, la naturaleza misma, el salvaje sentido de la existencia. No quería que se fuera, pero lentamente se fue separando de mí.
—¿Cuándo puedo volver a verte? —le pregunté, confundido.
—Nunca. Solo podrás recordarme.
Una leve llovizna sobre la 382 marcó el camino de su despedida.
Ansioso, abrí la mano para comprobar alguna dirección en su tarjeta. Pero nada más se leía:
“Nostalgias, Beso de una Lágrima”
No dejé de mirar cómo se iba empujando su carro. Hasta perderse bajo la llovizna. Unas cuadras más allá.
Al rato quise darle una razón a todo aquello, pero dentro de la profunda melancolía que me envolvía me era inevitable sentirlo tan absurdo. Barajé las fotos entre mis manos y entré a casa para retomar el orden del placard. La llovizna se detuvo al instante.
Una tarde volvía a Quilmes desde la Capital en un colectivo hirviendo en gente. Retornaba de mi trabajo con la sensación cotidiana de agotamiento y fastidio de cada atardecer. Al bajar en la parada de la Iglesia del Perpetuo Socorro, vi al Viejo Marrón sentado en uno de los canteros de la ancha vereda. Mi primera intención fue ignorarlo y dirigirme a casa a pegarme un buen baño y mirar televisión, sin embargo, comprendí que debía aprovechar la ocasión para sacarme algunas dudas que seguramente solo él podía disipar.
Al acercarme, lo saludé respetuosamente. Me senté a su lado en el cantero, pero él no quitaba su mirada de los vehículos que pasaban raudos por la avenida Calchaquí.
—¿Todo bien? —le pregunté, torpe, con cierto titubeo, como para iniciar una charla.
El Viejo solo asintió con un movimiento de cabeza. Se lo veía muy serio, más bien concentrado. Imaginé que podría estar preocupado por algo en especial y que yo venía a interrumpir sus meditaciones personales. Traté, entonces, de tomar su misma actitud mirando hacia la avenida y pensando en algo en particular. Ambos permanecimos un largo rato en absoluto silencio.
Al término de una hora más o menos, creí prudente volver a casa.
—De muy joven, allá en el monte de mi Santiago del Estero, anduve toda una larga noche detrás de la salamanca…
La voz sorpresiva del Viejo Marrón logró sobresaltarme. Me quedé mirándolo, acomodándome en mi lugar.
—Y no pude dar con ella, carajo… —escupió su lamento.
Volvimos al silencio.
En la avenida, la gente iba y venía sin darle la menor tregua a sus piernas. Autómatas sin reflejos. Los autos, camiones y desbordantes colectivos no dejaban de frenar abruptamente y de escandalizar con sus bocinas ante la más mínima interrupción del tránsito.
El Viejo masticaba algo mientras se acomodaba su gorra y un pañuelo anudado al cuello.
—Necesito volver a verla… —largué, como un desahogo largamente reprimido.
—¿A quién? —preguntó, sin mirarme—. ¿A la gurisa del carro?
—¡La conoce!
Respiró hondo. En un acto que no dejó de asombrarme me cruzó un brazo por mis hombros.
—Digamos que no, no la conozco. Pero poco me van a sorprender las cosas que te ocurran de ahora en más.
Se levantó del cantero, predispuesto a marcharse. Lo miré confundido. El Viejo sonrió y comenzó su firme caminata chueca hacia la esquina de la iglesia misma. Lo seguí a la par, con serias dificultades por mantener el ritmo de sus pasos.
—¿Qué cosas me van a ocurrir de ahora en más? ¡Dígame!
Me miró de costado como a quien se mira desde el rencor y se permitió una profunda pausa antes de responder.
—Te reíste de mí cuando te advertí de la noche inoportuna…
Recordé de inmediato nuestra breve charla del día en que destapábamos las cañerías de mi vereda.
—Pero ya no importa —continuó, pegándome una veloz mirada de pies a cabeza—. Veo que te dejó entero, menos mal…
Doblamos la esquina tomando la angosta avenida República de Francia que, en sus finales, el horizonte se derramaba en rojos y anaranjados trazos del atardecer. A nuestras espaldas se iban aminorando los escandalosos ruidos de la Calchaquí. Algunas vecinas volvían a sus casas después de algunas compras.
—¿Qué cosa me dejó entero?
—La noche inoportuna… —contestó sin vueltas—. Terminaste empapado, ¿no?
Sonreí, más por nerviosismo que por simpatía. Casi, entre balbuceos, le di a entender qué absurdo me sonaba relacionar una simple tormenta con una vieja leyenda barrial.
—¿Una simple tormenta…? —me soltó.
—Bah, no sé, para mí sí…
—¿Fue una simple tormenta?
Algo en mí se negaba a reconocer el carácter extraño de lo que fue aquella noche; sobre todo por las coincidentes características que guardaba con respecto a la leyenda y también por la increíble aparición del anciano ciego con su rama de árbol paraíso.
—Sinceramente, no sé qué pensar…
—No pienses —expresó el Viejo—. Si no sabés qué pensar, no pienses. Suspendé ese loco parloteo de tu cabeza y contemplá.
Me llamó la atención cómo acentuó la palabra “contemplá”. Lo hizo casi en un susurro y elevó sus manos abiertas enmarcando el cálido atardecer en el cielo abierto. Mi mirada quedó suspendida en ese hermoso panorama que se disparaba por sobre los techos grises del barrio. Alargadas nubes rojizas atravesaban un fondo que iba apagando el día.
—La fascinación y el asombro cuentan con feroces enemigos en la monotonía y la rutina. —dijo, en un tono muy calmo—. Estos enemigos tienen ganado el mayor terreno en el campo de la realidad donde nos hacen visualizar todo con los opacos lentes de sus anteojos miopes.
Lo miré intentando razonar lo que expresaba.
—Somos gente viva —agregó—, pero de miradas muertas.
Asentí sin haber elaborado demasiado sus reflexiones cómo debía. Llegamos a la esquina donde a unos metros estaba su casa. Ahí se detuvo de golpe y lo mismo hizo conmigo.
—Decime una cosa, en medio de la lluvia, ¿se te apareció algo o alguien?
—Un anciano ciego que…
—¿Te habló?, ¿te dijo algo?
—Me dijo algo así como si mi voz sería al servicio de las historias, mis ojos al mundo extraordinario…
—Suficiente —me cortó. Dio unos pasos hacia su casa, después giró, volvió hasta mí y apoyó sus manos en mis hombros ceremoniosamente—. Bienvenido, chango, al mundo de los narradores…
Lo miré en un gesto de plena confusión.
—¿Estoy invitado a ser un narrador?
—No. Estás condenado, que no es lo mismo…
El Viejo me miraba con una satisfacción inmensa.
—¿Tengo que aprender a escribir? —le pregunté.
—Tenés que aprender a observar. La realidad cuenta con un lado secreto, misterioso, extraño, que es preciso conocer tanto como la experiencia cotidiana de cada día. Hay un mundo fabuloso detrás de las decadentes rutinas esperando por narradores que den cuenta de ello.
—¿De qué me está hablando? —protesté, sin perder la gentileza—. ¿Tengo que delirarme con fantasías, o algo así?
—Es probable. Todo tu entorno empieza a cambiar. Un entorno que te eligió como su testigo privilegiado. Pero ese privilegio no es gratuito. Vas a tener que cumplir con una verdadera narración de lo que observes.
—¿Una verdadera narración?
—Aprender a contar lo que la mayoría de las personas se pierden por descreimiento o prejuicios…
—¿Y cuándo me van a pasar esas cosas?
—Ya te están pasando —respondió, con absoluta seguridad—. La gurisa del carro fue la primera señal…
—Nostalgias… —suspiré.
—Ella fue hacia vos, no en vano. Ahora vos, agudizando tu atención, vas a tener que ir hacia esa parte de la realidad, y así comenzar tu aprendizaje…
—¿Cuánto va a durar eso?
Meditó, con una mano en su mentón.
—Posiblemente toda tu vida…
Lo observé con una boca abierta apta para moscas revoloteando al pedido de pistas. No lograba relacionar nada de lo que me estaba diciendo. El Viejo Marrón se acomodó su gorra predispuesto a despedirse.
—¿Ir hacia esa parte de la realidad? —me pregunté, en voz alta, como poseído.
—Así es, muchacho, al campo de lo sobrenatural, allí donde ocurren las leyendas.
Me palmeó la espalda y, sin saludos mediante, se encaminó hacia su casa. Caminé por la calle hacia la mía y recién en ese instante noté el atrevido avance de la oscuridad nocturna como un fantasma desplegando su gruesa capa negra de estrellas.
En un bar instalado sobre la avenida Leandro N. Alem, entre Lavalle y Corrientes, a la vuelta de las oficinas donde trabajaba, garabateaba estériles frases en una servilleta arrugada.
Cada mediodía, en la hora permitida para el almuerzo, me llegaba hasta ese lugar a consumir lo que mi sueldo disponía para cada día: un café con leche con tres medialunas. Aprovechando algunos minutos a favor antes de volver al yugo diario, intenté ensayar frases ingeniosas que no daban el menor resultado.
—Esto es una locura… —me dije—, no sé por qué le doy tanta bola…
Sin embargo, sabía íntimamente que la única posibilidad de volver a verla estaría en implicarme en esta historia. Su visita, breve y fugaz, me había movilizado de una manera que no dejaba de sorprenderme. Incluso logró hacer pasar al olvido la calidez de Sandra, quien algo de responsabilidad le cabía en todo esto. Suponía que el Viejo Marrón, aunque no me lo haya confesado, conocería muy bien a Nostalgias y que tendría la manera de dar sin dificultad con ella. Pero también imaginé que él no estaría dispuesto a facilitarme su paradero en tanto yo les restara importancia a sus indicaciones.
Entonces, ¿por dónde empezar? El Viejo había dicho algo sobre aprender a observar, ¿a observar qué?, ¿dónde queda el lugar de lo sobrenatural?, ¿dónde nacen las leyendas?, ¿Nostalgias sería la primera señal tal cual él lo afirmó? Tan punzantes dudas podían terminar en cualquier momento con mi endeble cordura. De ningún modo me animaba a contarle a alguien algo sobre todo esto.
Tantos cafés con leche y medialunas diarios tuvieron un penoso resultado: una fuerte patada al hígado que me postró en la cama un par de días. Yo vivía por entonces con mi madre y mi abuela; mientras la primera me suministraba veinte gotas de algún antiespasmódico vencido en un vaso de agua cada doce horas, la segunda me curaba el empacho con un centímetro que apoyaba en la boca de mi estómago y recorría con sus codos. La ansiedad de ambas al no notar mejorías la hicieron llamar a un médico a domicilio; cuando lo supe y comencé a protestar, el profesional golpeaba la puerta.
—Es por acá, doctor… —le indicaron mi pieza.
Era un hombre canoso, de unos sesenta y pico de años, con aires serios enfundados en un impecable guardapolvo blanco. Preguntó por los síntomas y presionó sobre la boca de mi estómago.
—¿Exceso de alcohol? —me preguntó por lo bajo.
—Ni siquiera. Café con leche y medialunas…
Desde su mirada comprobé que no daba demasiado crédito a mi respuesta. Le mostré entonces una remera que contaba con testimoniales manchas de café con leche.
—Esto es de un aterrizaje forzoso de una medialuna en picada…
Me miró por sobre sus diminutos lentes.
—Me hacés acordar mi propia juventud…
—¿Tomaba muchos cafés con leche…?
—No. Iba mucho a bailar a los boliches de la zona.
Lo miré como a un piantado. Me disculpé sonriendo y le dije no comprender la relación con lo que estábamos hablando.
—Por aquellos años se contaba una historia que sabía todo el mundo… —contestó—. La historia de la chica con la mancha de café.
De inmediato, me borró la sonrisa de la cara. Mientras me daba leves golpes con las puntas de sus dedos a mi estómago, tuve la imperiosa necesidad de captar esa historia.
—¿No la conocés…? —volvió a mirarme por sobre sus lentes.
Le dije que solamente había escuchado datos aislados, muy generales y desdibujados, que nunca había dado con alguien que la supiera completa.
—¿Un vaso con agua puede ser? —pidió. Le grité a mi madre, que estaba en la cocina, para que lo traiga.
El médico se sentó frente a mí sobre una pequeña butaca. Agradeció el vaso y esperó a que mi madre volviera a la cocina. Pensó un instante como pretendiendo precisar.