La condesa desaparecida - Una novia perfecta - Catherine George - E-Book

La condesa desaparecida - Una novia perfecta E-Book

CATHERINE GEORGE

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Beschreibung

La condesa desaparecida Catherine George El conde Francesco da Luca no está acostumbrado a quedar en ridículo. Cuando su esposa huyó del lecho nupcial, juró que le haría pagar la deuda contraída con él… ¡la noche de bodas! Pero Alicia Cross ya no es la mujer tímida con la que se casó, y no parece dispuesta a dejarse avasallar por él. Su mujer demuestra ser un reto mayor del que Francesco había previsto, hasta que descubre que todavía es virgen… Una novia perfecta Catherine George Cuando Joanna Logan conoce al atractivo jardinero March Aubrey, este hace que su corazón se altere. Pero luego se sorprende al descubrir que March no solo se encarga de los jardines de Arnborough Hall, sino que posee toda la finca. Aquello lo cambia todo. Jamás podrá considerar convertirse en lady Arnborough, con toda la presión que implica el título. Debe apagar las llamas de la pasión. Pero aquel lord desea que sea mucho más que la señora de su mansión…

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación

de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción

prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

© 2022 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 433 - agosto 2022

 

© 2009 Harlequin Enterprises Ulc

La condesa desaparecida

Título original: The Italian Count’s Defiant Bride

 

© 2009 Harlequin Enterprises Ulc

Una novia perfecta

Título original: The Mistress of His Manor

Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2010

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta

edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto

de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con

personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o

situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin

Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas

con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de

Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos

los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1141-027-4

Índice

 

Créditos

La condesa desaparecida

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

 

Una novia perfecta

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

 

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

ALICIA Cross sentía la electricidad del ambiente correr por sus venas mientras se unía al torrente de forofos del equipo galés de rugby que se apiñaba para entrar en el Milennium Stadium de Cardiff. Una victoria contra Italia supondría un paso más hacia el santo grial del torneo de las Seis Naciones ya que Gales estaba empatada a victorias con Inglaterra.

Tras semanas de trabajo duro y muchos viajes, Alicia había conseguido un par de horas libres para asistir al partido con unos amigos. Pero antes había dejado organizada la comida del patrocinador en el estadio y luego había vuelto a Cardiff Bay para asegurarse de que todo estuviera listo en el hotel elegido para la fiesta que se iba a celebrar por la noche. Pero, al fin, se encontraba camino de su asiento. Con las prisas, estuvo a punto de tropezar con el hombre que la precedía en la cola. A punto de abrir la boca para disculparse, la cerró de golpe mientras el color le abandonaba el rostro. Impulsivamente se dio media vuelta, pero él fue demasiado rápido y le agarró una mano. Con el corazón desbocado, contempló el rostro atractivo e inolvidable del hombre que una vez transformó sus sueños de juventud en pesadillas.

–Alicia –dijo él con la misma voz que, para disgusto de la joven, no había perdido la capacidad de provocarle escalofríos en la columna, mientras la miraba fijamente a los ojos.

Ella le devolvió la mirada durante unos segundos antes de soltar su mano y darse media vuelta.

–Alicia, espera –Francesco da Luca la sujetó–. Tengo que hablar contigo.

Ella lo miró con desprecio mientras la muchedumbre los empujaba.

–No creas que podrás volver a huir tan fácilmente, Alicia –con un juramento, al fin la soltó.

La velada amenaza hizo que ella huyera a la carrera. Entró en el famoso estadio y bajó las escaleras a tal velocidad que Gareth Davies tuvo que agarrarla del brazo.

–Echa el freno, te vas a partir el cuello.

–¿Dónde te habías metido? –preguntó Meg con indignación mientras su hermano empujaba a Alicia a su asiento–. Los equipos están a punto de salir y… oye, ¿qué te pasa?

–Mucho jaleo –Alicia se inclinó hacia delante para saludar al marido de Meg–. Hola, Rhys.

–¿Estás bien, querida? –preguntó él mientras le daba una palmadita en la mano.

–Bien –al menos lo estaría en un minuto.

–Pues no lo pareces –dijo Gareth.

La respuesta de la joven fue ahogada por el estruendo de los hinchas italianos que saludaban a su equipo. Después, el estadio entero estalló en un rugido cuando el carnero, Billy Wales, la famosa mascota de los Guards de Gales, fue conducido al campo. Le seguía el enorme capitán del equipo galés, de la mano de un niño que guiaba al resto del equipo al campo para la presentación ante la realeza.

El sonriente príncipe recorrió la fila y saludó a los jugadores de ambos equipos. Después de ser escoltado a su asiento, la banda de los guardas galeses atacó las primeras notas del himno italiano, coreado a gritos por los aficionados de su país. Tras el aplauso final se hizo el silencio mientras la banda empezaba los primeros acordes del himno nacional galés y cada hombre, mujer y niño galés presente en el estadio cantaba con una sola voz.

La banda fue despedida con vítores y el árbitro hizo sonar el silbato para dar por iniciado el partido. Alicia soltó gritos de alegría, y de angustia, junto con el resto de los aficionados. Un pase del medio melé galés puso a la muchedumbre en pie mientras los defensas corrían hacia la línea y esquivaban a los italianos al tiempo que se pasaban el balón. El rugido del público alcanzó niveles ensordecedores mientras el ensayo era transformado con éxito.

Pero, incluso mientras se abrazaba a Meg para celebrarlo, una parte de su cerebro estaba aún aturdida por el encuentro con Francesco da Luca. Jamás habría pedido la tarde libre si hubiera sabido que había una mínima posibilidad de que apareciera, y tampoco habría podido explicarlo. Ninguno de sus compañeros conocía su relación con Francesco.

Al sonar el silbato final que certificaba la victoria de Gales, la multitud se volvió loca. Nadie se movió del estadio y el público vitoreó eufórico al equipo galés que saludaba a su afición.

–Tengo que irme, chicos –Alicia se puso en pie–. Vosotros quedaos y disfrutad de la fiesta.

–¿Estás segura? –dijo Gareth que dudaba entre acompañarla o quedarse.

–Pues claro. Te veré en la comida mañana –Alicia se inclinó para besar a Meg en la mejilla.

–No te acuestes muy tarde, Lally. Pareces cansada.

–Estoy bien, mamá gallina. Hasta luego, chicos.

Mientras subía por la grada, Alicia sonreía satisfecha. Pero la sonrisa desapareció al ver a la elegante figura con gabardina que esperaba a la salida. Durante un segundo consideró la posibilidad de volver con sus amigos. Pero decidió, con la cabeza alta, proseguir su ascenso. Ignoró la mano que Francesco le tendió, pero en una silenciosa y gélida aquiescencia, lo acompañó a la calle. El hombre agarró a la joven con fuerza de la cintura para atraerla hacia él.

–Necesito hablar contigo –le dijo al oído mientras la soltaba.

–No –contestó ella con sequedad.

–Entiendo tu hostilidad…

–¡Quién mejor que tú para entenderla!

–Sabes de sobra cuántas veces he intentado contactar contigo, Alicia –él la miró furioso–, pero no respondes a mis llamadas y mis cartas son devueltas sin abrir. Y las súplicas dirigidas a tu madre han sido inútiles.

–Pues claro. Seguía mis instrucciones –ella alzó la barbilla.

–Dio. Esto está imposible –Francesco la empujó a un lado para evitar ser arrollados por la multitud–. Acompáñame al hotel.

–¿Después de lo sucedido la última vez que estuvimos juntos en un hotel? –ella le dedicó una mirada asesina–. ¡Ni lo sueñes, Francesco! –intentó soltarse, pero él la sujetó con fuerza.

–Pues precisamente lo único que tengo son sueños de ti –él la miró fijamente–. Y cuando al fin recibí una carta tuya, resultó ser tu… tu condoglianze por la muerte de mi madre.

–Y sólo la recibiste porque mi madre insistió en ello.

–¿Tanto me odias, Alicia? –la mirada de él se ensombreció.

–Cielo santo. No –ella sonrió con pena–. Ya no siento nada por ti, Francesco. Esta conversación… ¿Acaso quieres el divorcio? Si es eso, no necesitas mi acuerdo. Y para tu tranquilidad, signor conte, no quiero nada de ti. Firmaré lo que quieras. Por lo que a mí respecta, eres un hombre libre.

–Fuimos casados por un cura ante Dios, Alicia –él sacudió la cabeza–. Aún eres mi esposa.

–¡Sólo en un papel! Como novia resulté estar muy por debajo de tus exigencias. Algo que me dejaste claro de la forma más cruel –ella alzó una ceja–. ¿No quieres anular el matrimonio?

–¿Y que este asunto se haga público? –él negó con la cabeza–. Dudo que aún seas virgen. Y si no lo eres, no hay pruebas de que nuestro matrimonio no fuera consumado.

–Ése es tu problema, no el mío, Francesco –los ojos de Alicia brillaban con gélido desprecio–. No tengo intención de volver a casarme. Ahora disfruto de relaciones sin ataduras –consultó la hora y le dedicó una insulsa sonrisa–. Por fascinante que sea todo esto, tengo que irme.

–Va bene –Francesco la soltó con tal brusquedad que casi le hizo caer–. Huye de nuevo, Alicia.

Ella intentó pensar en alguna respuesta hiriente, pero al final se limitó a dar media vuelta y marcharse. Echó un vistazo atrás para comprobar si Francesco la vigilaba, pero la alta figura con gabardina había desaparecido. Y con ella, toda la alegría de ese día.

En un intento desesperado por borrar de su mente el encuentro, se preparó para la fiesta de aquella noche. Peinó sus cabellos recién lavados con un producto milagroso que transformó sus rebeldes rizos en unas sedosas ondas que recogió en un sofisticado moño antes de seguir con el rostro. Lo hacía como un autómata, con la mirada ausente y la desobediente mente llena de los recuerdos que el encuentro con Francesco le había devuelto.

 

 

El día de su decimoctavo cumpleaños, totalmente ignorante de que su vida estaba a punto de cambiar para siempre, Alicia se dispuso a explorar Florencia, sola, el primer día de sus vacaciones. Armada con un mapa de la ciudad, recorrió antiguas callejuelas de fascinantes nombres y se sintió muy orgullosa de sí misma al lograr llegar a la Piazza della Signoria. Con los ojos brillantes de excitación, admiró el paisaje que ya había visto en los libros de arte y la televisión, pero, sobre todo, en su película favorita: Una habitación con vistas. Luego se dirigió hacia el Caffe Rivoire. Al esquivar a una pareja de amantes, se le cayó el bolso al suelo y, al inclinarse por él estuvo a punto de caer de no haberle sujetado el hombre contra el que chocó.

–¡Mi dispiace! –dijo una voz tan fuerte como las manos que la sujetaban.

Roja de vergüenza, Alicia levantó la vista hacia un rostro dorado coronado por unos cabellos negros y rizados. Un rostro tan familiar que se olvidó de golpe de todo el italiano que sabía.

–Lo siento, ha sido culpa mía –consiguió decir al fin.

–¡Ah! Es usted inglesa –el rescatador sonrió–. Y está temblando, piccola. ¿Está herida?

–No –sólo aturdida de ver al hombre cuya foto colgaba de la pared de su dormitorio.

–Venga. Necesita beber algo –dijo él con firmeza–. Me presentaré. Soy Francesco da Luca.

–Encantada –¿de verdad estaba sucediéndole todo aquello?–. Me llamo Alicia Cross.

Se sentaron en una terraza protegida por un toldo y ella se quitó las gafas de sol y el sombrero blanco que acababa de estrenar mientras pedía un chocolate caliente.

–Me han dicho que es la especialidad de aquí. Iba a tomarme uno cuando tropecé con usted… –al percatarse de la mirada de Francesco da Luca, fija sobre ella, se quedó en silencio.

–De manera que está aquí de vacaciones, señorita Alicia Cross –él pestañeó y pidió la bebida.

–Sí.

–¿Tan joven y viene sola? –él enarcó una ceja.

–No –¿qué edad habría pensado que tenía?–. He venido con mi mejor amiga. Pero Megan se mareó en el avión y ahora duerme en el hotel. Insistió en que yo saliera a dar una vuelta –Alicia sonrió–. Pero no sin darme antes una larga lista de consejos.

–Y supongo que uno de ellos era que no hablara con extraños –la sonrisa del hombre hizo que el pulso de la joven se disparara.

–Era el primero de la lista –dos hoyuelos asomaron junto a los labios, pero la sonrisa de Alicia se esfumó ante la inquietante mirada del hombre–. Lo siento. No pretendía ofenderle.

–No lo ha hecho –es que me fascinan esos fosetti –dijo él con dulzura.

–Las odio –estaba casi segura de que se refería a sus pecas. Sonrió al camarero que traía el chocolate y le dio las gracias en la única palabra en italiano que recordaba en esos momentos.

–Pues no debería odiarlos –dijo él mientras se inclinaba hacia delante–. Son encantadores.

–Para mí no –ella probó el chocolate–. He intentado de todo para hacerlas desaparecer.

–Creo que tenemos un problema con el idioma –él frunció el ceño–. Per favore, sonría otra vez.

–Creía que se refería a las pecas –Alicia obedeció y, al sonreír comprendió que el hombre hablaba de sus hoyuelos. Aunque tampoco le entusiasmaban demasiado.

–También son encantadoras –insistió él con voz grave.

Alicia decidió refugiarse en el chocolate, no muy segura de qué responder. Seguía maravillada ante su buena suerte. Estaba al fin en Florencia, en la famosa piazza, con su maravillosa arquitectura, bañada por el sol de la tarde. Y estaba acompañada por Francesco da Luca.

–¿En qué piensa? –preguntó él.

–En que habla muy bien inglés, señor da Luca –y con un ligero acento que le provocaba escalofríos en la columna.

–Grazie, pero, por favor, llámame Francesco. Hablo inglés –añadió–, porque supone una gran ventaja en mi oficio.

–¿A qué te dedicas? –su carrera como deportista había sido tan breve que ella nunca había descubierto nada de su vida privada–. Lo siento. No tienes que contestarme.

–¿A qué hombre no le gusta hablar de sí mismo? –él sonrió divertido.

Alicia resplandecía. Por ella, ese hombre podía hablar de sí mismo todo lo que quisiera.

–Estudié Derecho –Francesco se reclinó en la silla, feliz de satisfacer la curiosidad de la joven–, pero no ejerzo –se encogió de hombros–. Mi vida está dedicada al vino, las aceitunas y el mármol. Y mis responsabilidades –la miró con curiosidad–. ¿Y tú? ¿Aún vas al colegio?

–No. Pero fui hasta la semana pasada –aclaró ella–. Acabo de terminar los exámenes y, si mis notas son lo bastante buenas, iré a la universidad en octubre.

–Entonces no eres tan joven como yo creía –dijo él sorprendido–. ¿Cuántos años tienes, Alicia?

–Dieciocho –sonrió ella abiertamente, sin importarle los hoyuelos–. Hoy, por cierto.

–¡Es tu cumpleaños! –los ojos de Francesco se abrieron de par en par y ella se quedó sin respiración ante los reflejos, entre verdes y azules, que emitían–. ¡Buon compleanno!

–Gracias.

–Pero en lugar de chocolate, deberías estar tomando champán para celebrarlo, o una copa de nuestro prosecco. Ya que eres una adulta, está permitido, ¿no?

–¿Te reirás si te digo que no me gusta el champán? –ella sonrió.

–No –contestó él con dulzura–. No me reiré.

–En realidad, sé quién eres –el silencio se hizo entre ellos mientras los espectaculares ojos se clavaban en Alicia que, fascinada, tuvo que pestañear varias veces antes de hablar.

–Claro, te he dicho mi nombre –él asintió.

–No. Quiero decir que en una ocasión te vi jugar al rugby.

–¿Davvero? –exclamó él estupefacto.

Ella asintió y nombró el campeonato en el que le había visto jugar.

–Pocas personas lo recuerdan. Me lesioné poco después y no volví a jugar al mismo nivel –Francesco sacudió la cabeza maravillado–. Tú serías una niña. Y, además, una chica. Increíble.

–¿Increíble que te recuerde o que a una chica le guste el rugby?

–Las dos cosas. ¿Tu padre jugaba?

–No lo sé. No lo conocí –en cuanto dijo las palabras deseó haberse mordido la lengua.

–¡Mi dispiace! –Francesco hizo una mueca.

–Me gusta el rugby porque el padre de mi mejor amiga es un fanático de ese deporte –ella intentó parecer despreocupada–, y su hermano también. Solía acompañar a Meg a los partidos de Gareth, primero en la escuela y luego en el equipo. Una vez nos consiguió entradas para el estadio Millennium en Cardiff.

–Un lugar impresionante –admitió él–. He asistido allí a algún partido entre Italia y Gales.

–¿Echas de menos jugar al rugby?

–Sí –encogió los impresionantes hombros–. Pero ya no tengo tiempo para el deporte en mi vida, salvo para el que veo en televisión.

–Es hora de volver con mi amiga –Alicia sonrió. Tras suspirar, se puso las gafas de sol y el sombrero–. Gracias por el chocolate… y por tu amabilidad.

–¿Dónde os alojáis? –Francesco se puso rápidamente en pie.

–Me lo recomendó un amigo de mi madre –dijo ella tras darle el nombre del pequeño y tranquilo hotel, en una zona residencial alejada del centro.

–Bene. Te acompaño –él se asomó bajo el ala del sombrero de la joven y sonrió–. Debo asegurarme de que vuelvas sana y salva con tu amiga en tu día especial, señorita Alicia Cross.

El camino de ida a la Piazza della Signoria le había parecido muy largo, pero el de vuelta, acompañada por Francesco, le resultó demasiado corto. Al llegar al hotel le tendió la mano.

–Gracias otra vez. Ha sido una increíble coincidencia conocerte –ella sonrió–. Y un placer.

–Para mí también ha sido un gran placer, señorita Alicia Cross –Francesco le besó la mano–. Espero que tu amiga se haya recuperado. Arrivederci.

Alicia subió a la habitación transportada en una nube sin dejar de mirarse el dorso de la mano, como si el beso de Francesco estuviera grabado en ella. Pero volvió rápidamente a tierra y llamó suavemente a la puerta de la habitación.

–Siento sacarte de la cama. Soy yo.

–Has vuelto pronto –Megan Davies parecía somnolienta–. Pensé que tardarías mucho más.

–Estaba preocupada por ti –Alicia la miró con preocupación–. ¿Qué tal te encuentras?

–Débil, pero ya no vomito –la amiga suspiró–. Menudo fastidio. Hoy es tu cumpleaños.

–Ya lo celebraremos mañana. Mientras tanto, acuéstate otra vez –ella le ahuecó la almohada.

–Cuéntame, Lally –exigió Meg mientras se tumbaba de nuevo–. ¿Qué has visto?

–Encontré sin problemas la Piazza della Signoria. No está lejos y es tan espectacular como me imaginaba, como una enorme galería de arte al aire libre. Eché un vistazo al Palazzo Vecchio, aunque no entré, y después bordeé la multitud alrededor de la fuente de Neptuno para contemplar la réplica de David y las estatuas del Loggia dei Lanzi. El rapto de las sabinas es muy realista –añadió con deleite–, pero mi favorita es Perseo sujetando la cabeza de Medusa.

–¡Qué ganas tengo de verlo! ¿Te diste el lujo de un chocolate caliente en el Rivoire después?

–Más o menos.

–¿Qué quiere decir, más o menos?

–Nunca te imaginarás con quién me he tropezado –Alicia respiró hondo con los ojos brillantes.

–¿Nada más llegar a Florencia? –Megan abrió los ojos desmesuradamente–. ¿Con quién?

Con gran dramatismo, Alicia describió el incidente del bolso y el hombre que la rescató.

–¿Me estás diciendo que después de todas mis advertencias te fuiste con un extraño?

–Sí, mamá gallina. Literalmente.

–Y ese rescatador… ¿es italiano?

–¿De dónde esperabas que fuera, de Cardiff? –los hoyuelos de Alicia se acentuaron con malicia–. ¿Estás cómoda? Porque ahora viene la parte que no te podrás creer. Era Francesco da Luca.

–¿El alero italiano de tu galería de rugby? –Meg la miró boquiabierta.

–El mismo –Alicia apoyó una mano en el pecho–. El objeto de mi adoración infantil.

–¿Se lo dijiste?

–Por supuesto que no. Pero sí le dije que era una fanática del rugby.

–¿Y qué pasó?

–Insistió en invitarme a una bebida fría para que me recuperara del susto, pero yo pedí un chocolate, y nos sentamos en la terraza del Rivoire. Hablamos largo rato y luego me acompañó hasta aquí –la joven sonrió–. Debió ser el destino el que me hizo tropezar delante de él.

–Y que fue tan amable de hacer que yo enfermara para dejaros solos –dijo su amiga antes de reír–. Pero me alegro de que tuvieras algo de emoción en tu cumpleaños, cariño.

–¡Mi madre no se lo va a creer!

–Ni la mía –Meg bostezó–. Escucha, yo aún no puedo probar bocado, pero tú tendrás hambre.

–Después del chocolate, no te creas. Pareces cansada, túmbate otra vez. Me sentaré un rato a leer en la terraza –Alicia agitó un libro de bolsillo en el aire–. ¡Menudo lujo! Ficción en lugar de interminables libros de texto. Procura dormir un poco. Te veré luego.

Pero, cuando al fin se instaló bajo una sombrilla, Alicia estaba demasiado excitada para concentrarse en la novela. Cerró los ojos, y revivió el momento del encuentro con Francesco. Tras desistir en su intento de leer, volvió a la habitación para ver si su amiga quería comer algo.

–¡Estaba a punto de enviarte un mensaje! Acaba de llegar esto –Meg empujó a Alicia hacia el ramo de flores que descansaba sobre la mesa–. El recepcionista las ha traído. El ramillete de claveles es para mí, porque en la tarjeta pone que me desea una pronta recuperación, pero las rosas son para la señorita Alicia Cross.

La aludida contempló embelesada los capullos color crema. El mensaje de la tarjeta le deseaba un feliz cumpleaños y suplicaba que la señorita Alicia Cross y su amiga le concedieran el placer de invitarlas a cenar aquella noche. Las llamaría a las ocho para confirmar.

–Siento haber cotilleado, pero tenía que saber qué ponía –los ojos de Meg brillaron en el pálido rostro–. Saca el vestido de fiesta de la maleta, chica. ¡Ésta es tu noche!

–¡De eso nada! No pienso dejarte sola otra vez, Meg –dijo la joven indignada–. Cuando llame Francesco le diré que aún no estás recuperada del todo y que a lo mejor en otra ocasión…

–¿Te has vuelto loca? No habrá otra ocasión. Escucha, ésta es una oportunidad única, Lally. Aprovéchala. Si tienes dudas, llama a tu madre a ver qué te dice.

–Si lo hago, Bron dirá que no –Alicia rió.

–Pero, ¿tú quieres salir con Francesco?

–Pues claro que sí. Pero quisiera que estuvieras lo bastante bien para venir conmigo.

–Y yo también, pero dado mi aspecto, y el hecho de que no soporto la visión de la comida, no va a poder ser. Pide que me suban un té, luego dúchate, arréglate y vete de fiesta.

–Bron insistió en que trajera el vestido que me regaló. ¿Debería ponérmelo esta noche?

–Pues claro que sí. Ese tono tostado te sienta muy bien. Sutil, pero bonito.

–Yo quería uno negro sin tirantes, no uno bonito –suspiró la joven–. Pero Bron lo vetó –de repente, guardó el vestido–. No creo que sea una buena idea. Me quedaré aquí contigo.

–Tonterías. Si cancelas tu cita con Signor Ensueño, jamás te lo perdonarás. Ponte la ropa interior que te compré. Cuando te maquilles te echaré una mano con el peinado.

Toda su vida, Alicia había suspirado por tener unos cabellos negros y lisos como los de Meg. Para dominar sus rizos cobrizos, solía llevarlos recogidos en una trenza, pero dada la ocasión, su amiga insistió en echar mano del secador para conseguir unos bucles sueltos.

–Está genial. Ahora ponte el vestido y yo me hundiré en la miseria mientras te das el toque final –suspiró Meg mientras volvía a meterse en la cama.

–¡Meg! –exclamó la joven con remordimiento–. ¡Mírate!

–Estaré bien. Date prisa. Ponte los zapatos nuevos de tacón.

–Espero no tener que caminar mucho –Alicia obedeció y, tras calzarse, se puso la pulsera de oro, regalo de los padres de Meg–. ¿Seguro que estarás bien? Llevo el móvil por si me necesitas.

–No te necesitaré –la amiga sonrió–. Por el amor de Dios, márchate y celebra tu cumpleaños.

Una vez dentro del ascensor, Alicia sufrió un ataque de pánico. Francesco podría llevarse una impresión completamente equivocada al verla llegar sola. Pensaría que hacía esas cosas habitualmente, cuando lo cierto era que los únicos chicos que conocía eran Gareth, el hermano de Meg, y sus amigos. Y para ellos no era más que una chiquilla pecosa.

Al llegar al vestíbulo el corazón le dio un vuelco. Francesco iba muy elegante con un precioso traje de lino. Era un sueño hecho realidad y tuvo que pellizcarse varias veces.

–Buona sera –dijo él mientras le tomaba la mano–. Estás preciosa, señorita Alicia Cross.

–Gracias –ella sonrió tímidamente–. Meg y yo te damos las gracias por las flores, pero me temo que hay un problema…

–¿No podéis cenar conmigo? –la sonrisa se esfumó.

–Meg no se encuentra lo bastante bien para venir –Alicia lo miró indecisa–. ¿Estará bien que vaya yo sola contigo?

–Perfecto –los ojos de Francesco se iluminaron de un modo que disparó el pulso de la joven–. Será un honor celebrar contigo tu cumpleaños –sacó un móvil del bolsillo–. Llamaré al restaurante –tras una breve conversación, salieron a la cálida noche estrellada–. Cenaremos en el Santa Croce. ¿Puedes caminar bien con esos tacones?

Ella asintió entusiasmada. Aunque a la mañana siguiente tuviera ampollas.

La noche de Florencia bullía de vida, y el constante ruido de fondo del tráfico y las inevitables motos. La joven respiró hondo mientras Francesco la guiaba por la aún abarrotada Piazza della Signoria donde se quedó mirando fijamente a Perseo con su macabro trofeo en la mano.

–¿Te gusta esa estatua? –preguntó Francesco.

–Me gusta todo lo que hay aquí. Llevo tanto tiempo soñando con estas vacaciones que temí sufrir una desilusión –ella sonrió–. Tu ciudad es aún más maravillosa de lo que había imaginado.

–Es preciosa –admitió él mientras se dirigían a Santa Croce–. Pero no es mi ciudad. Sólo estaré aquí unos días, por negocios. No vivo aquí. Mi hogar está en Montedaluca.

A Alicia se le ocurrió de repente que en la ciudad que llevaba el apellido de ese hombre podría haber también una familia.

–Parece que te preocupa algo –dijo Francesco tras pararse frente al antiguo palazzo que albergaba el restaurante–. ¿Qué sucede, Alicia?

–¿Estás casado? –preguntó ella tras armarse de valor.

–¡Entiendo! ¿Y qué dirías si respondo afirmativamente? –preguntó con expresión divertida.

–Me volvería al hotel –y pasaría la noche llorando abrazada a la almohada.

–¿Sin tu cena de cumpleaños? –él sonrió–. Entonces menos mal que no estoy casado –le tendió una mano–. Ni esposa ni fidanzata.

–¿Qué es eso?

–Novia, señorita Alicia –él se puso serio–. De lo contrario jamás te habría invitado a salir.

–Tenía que preguntarlo –ella alzó la barbilla desafiante.

–Naturalmente –él sonrió y le tomó una mano–. Y ahora, cenemos.

La recepcionista les condujo hasta una pequeña mesa para dos sobre un estrado al fondo del restaurante. La joven miró encantada a su alrededor mientras Francesco le sujetaba la silla. Al sentarse, abrió los ojos sorprendida: sobre el plato había una rosa color crema.

–La elegí con cuidado –dijo él con ojos brillantes–. ¿Ves? Los pétalos son del mismo tono y textura aterciopelada que tu piel.

–Gracias por hacer que este cumpleaños sea tan especial –ella sonrió resplandeciente.

–El placer es mío –le aseguró él mientras el camarero llenaba las copas–. Allora, aunque no te guste, tienes que probar un sorbo de champán. Feliz cumpleaños, Alicia.

–¡Está delicioso! –exclamó ella sorprendida tras brindar con su acompañante.

–Me alegra que te guste –él sonrió–. Y ahora dime qué te apetece comer.

–¿Me ayudarás a elegir? –dijo ella tras echar una ojeada al intimidante menú.

–Haría lo que tú me pidieses, cara–contestó él con los ojos brillantes a la luz de las velas.

A partir de ese momento, Alicia apenas se fijó en los deliciosos antipasti que tomaron, o el tierno cordero con alcachofas que siguió. La comida se convirtió en algo secundario.

–¿A qué colegio ibas, Alicia? –preguntó él.

–A un convento –admitió ella a regañadientes–. Cuando las monjas supieron que veníamos a Florencia, nos dijeron que debíamos visitar Santa Croce, pero la iglesia, no este restaurante.

–¿Eres católica?

–Sí. ¿Y tú?

–No tanto como le gustaría a mi madre.

–Yo tampoco soy tan devota como Bron.

–¿Bron?

–Mi madre, Bronwen Cross. Ya te dije que no conocí a mi padre biológico. ¿Tu padre aún vive?

–No –la mirada de Francesco se ensombreció–. Mis padres se casaron mayores. Murió cuando yo era joven.

–Lo siento mucho –ella le acarició una mano–. ¿Hermanos o hermanas?

–No.

–Entonces tu madre sólo te tiene a ti.

–Davvero–dijo él con tristeza.

–La velada ha sido encantadora, Francesco, pero debo volver con Meg.

Al salir del restaurante, Alicia tropezó y Francesco la agarró de la mano. Y no la soltó durante todo el paseo de vuelta. Antes de llegar al hotel, se detuvieron en una esquina poco iluminada.

–Mañana tengo negocios que atender, pero por la noche me gustaría que volvieras a cenar conmigo, Alicia. Y tu amiga también, si ya se encuentra bien –él sonrió–. Di que sí.

–Primero tengo que consultarlo con Meg –contestó ella no sin cierta inquietud.

–¿Tienes un telefonino… un móvil?

–El hermano de Megan me lo regaló por mi cumpleaños –ella asintió.

–Pásamelo. Anotaré tu número en mi agenda, y el mío en la tuya. Allora, ya podemos comunicarnos –hizo una pausa y se acercó a ella–. Aunque hay otros modos de comunicarse, Alicia… y el más delicioso es besándote para desearte un feliz cumpleaños –la tomó en sus brazos–. A la gente no le extrañará ver a dos personas besándose.

Alicia se quedó muy quieta y con el corazón martilleando en el pecho. Había soñado, deseado, que Francesco da Luca la besara. Había soñado con ello desde niña, cuando su foto era lo último que veía al cerrar los ojos para irse a dormir.

Francesco se inclinó y posó los labios sobre los suyos, suavemente al principio. Ella respondió con tanta desesperación que sintió el atlético cuerpo tensarse. Los fuertes brazos la rodearon con más fuerza cuando los femeninos labios se entreabrieron y ambas lenguas entraron en contacto. El beso se volvió tan intenso que, cuando la soltó, la cabeza le daba vueltas.

–Mi dispiace –él dio un paso atrás y habló con voz ronca–. No esperaba que…

–Yo tampoco –susurró ella antes de respirar hondo–. Jamás me habían besado así.

–Me has embrujado, Alicia Cross –él sonrió con orgullo masculino–. Mañana por la noche pasaré a buscarte.

–Aún no he dicho que sí –protestó ella.

–Pues entonces dilo ahora, tesoro –él la miró fijamente–. Di que volverás a cenar conmigo.

–Llámame mañana por la mañana –dijo ella–, y te diré si a Meg le parece bien la idea.

–Va bene –Francesco le tomó la mano y la condujo hasta el interior del hotel–. A domani.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

FRANCESCO llamó a primera hora de la mañana siguiente.

–Sea lo que sea, di que sí –ordenó Meg, mientras devoraba el desayuno.

–Buon giorno, Alicia –dijo Francesco–. ¿Qué tal estás?

–Buenos días. Estoy bien, ¿y tú?

–Esperando ansioso tu respuesta –susurró él seductoramente–. ¿Tu amiga está mejor?

–En plena forma –Alicia rió mientras le pasaba el último panecillo a Meg.

–Eccelente. Por favor, salúdala de mi parte. Y bien… ¿cenaréis conmigo esta noche?

–Nos encantará, gracias –contestó la joven mientras Meg lanzaba puñetazos de júbilo en el aire.

–Bene. Pasaré a buscaros a las ocho. Ciao.

–Ciao –repitió ella antes de colgar–. Ya está, Megan Davies. Tenemos una cita. ¿Satisfecha?

–Podrías haberle dicho que llevara a un amigo.

–Mala suerte. Tendrás que compartir a Francesco conmigo.

–Ya sabes que lo de hacer de carabina no me va –dijo Meg con pesar.

–No hará falta –dijo Alicia, que no había mencionado el beso de la noche anterior–. Francesco es muy amable y sólo se ocupa de que un par de colegialas de convento no se pierdan en Florencia.

–¿Se lo has contado? –exclamó Meg–. Espero que le hayas aclarado que no somos monjas.

–Para el caso da igual –gruñó Alicia–. Jamás he tenido novio.

–Porque eres muy exigente… y porque Rhys Evans ya estaba pillado.

–¡Noqueado por ti la primera vez que Gareth lo llevó a cenar a casa! –la joven rió y abrazó a su amiga–. Menos mal que ya te encuentras bien. Vamos, estamos perdiendo el tiempo.

 

 

Durante el resto de las vacaciones, las chicas visitaron tantos lugares como les fue posible durante el día. Por deferencia a las monjas, visitaron las tumbas de Miguel Ángel y Galileo, en la gran iglesia de Santa Croce, el gran Duomo y se maravillaron en la cúpula de Brunelleschi y aún más ante el David de Miguel Ángel, en la Accademia. Contemplaron los cuadros de los Uffizi y decidieron que su favorito era la Primavera de Botticelli. Compraron paninis rellenos de jamón y luego visitaron el palacio Pitti antes de celebrar un picnic en los jardines Boboli.

En las angostas calles de Oltrarno, literalmente «el otro lado», del río Arno, recorrieron los talleres donde artesanos trabajaban la madera o el cuero. Ante los escaparates de las joyerías de Ponte Vecchio, y las ropas de diseño de Via Tuornabuoni, fantasearon sobre lo que se comprarían si tuvieran dinero. Pero su lugar preferido fue Bargello, antigua prisión reconvertida en museo y donde Meg se enamoró locamente del bronce desnudo del David, de Donatello.

–¡Está tan mono vestido únicamente con su sombrero y las botas!

–Sólo tú podrías calificar una fabulosa obra de arte como «mona» –rió Alicia.

Por las noches, Francesco iba a buscarlas para llevarlas a cenar y escuchar el informe del día.

Las dos le dejaron claro la primera noche que ellas pagarían su parte de la cena. Y, para alivio de Alicia, Francesco las llevó a una alegre y abarrotada trattoria, muy diferente del restaurante de la primera noche, y mucho menos caro. La única tensión surgió cuando Francesco, a pesar de todo, insistió en pagar la factura. Pero Meg calculó el coste de cada comida hasta el céntimo y, una vez en la calle le dio las dos terceras partes.

–Nuestra parte –dijo con firmeza, obligándole a aceptar.

–Pero sólo esta vez –dijo él–. Allora, contadme qué tenéis planeado para mañana.

En cuanto volvieron al hotel, Meg anunció que iba a llamar a su novio y, tras agradecerle a Francesco la estupenda velada, corrió a la habitación y los dejó solos.

–Tu amiga es encantadora, y tiene mucho tacto –dijo él–. ¿Ese novio la espera en casa?

–Sí –sonrió ella con afecto–. Rhys cree que Meg inventó la Luna.

–Es un hombre perspicaz. Ella es muy atractiva, y no sólo físicamente, también su personalidad lo es –Francesco tomó a la joven de la mano–. ¿Tienes tú un novio esperándote, Alicia?

–No –contestó ella, aunque hubiera deseado poder decirle que le esperaba una legión entera.

–¡Ottimo! –él la besó–. Mañana a las ocho. Y esta vez pago yo, de modo que no más argomento.

 

 

Las vacaciones de ensueño pasaron tan deprisa que el último día llegó demasiado pronto.

–Pregúntale si esta noche podríamos cenar más temprano –Meg contempló el abatido rostro de su amiga mientras volvían a la habitación del hotel y le pidió que telefoneara a Francesco.

–¿Por qué? –Alicia la miró confusa.

–Esta noche, cuando Francesco nos acompañe al hotel, diré que tengo que hacer la maleta y llamar a mi madre y a Rhys. Así tendréis una hora a solas. No discutas. Hazlo.

–Gracias –la joven miró a su amiga en silencio antes de fundirse en un abrazo con ella.

–Has hecho lo mismo por Rhys y por mí muchas veces. Ahora me toca a mí.

–No se puede decir que sea el mismo caso.

–Es exactamente el mismo caso. Adelante. Llama.

Cuando la inconfundible voz contestó con un pronto, Alicia respiró hondo.

–Soy yo, Alicia.

–¿Que cosa? ¿Sucede algo? –preguntó Francesco angustiado.

–No, nada. Es que Meg… quiero decir, nosotras… bueno, nos preguntábamos si esta noche podríamos cenar antes. Porque tenemos que hacer la maleta y esas cosas.

–Por supuesto –contestó él con tan evidente alivio que la joven sonrió–. Os recogeré a las siete.

–Grazie, Francesco. Ciao.

–¡Cómo aprendemos idiomas! –Meg rió cuando Alicia colgó el teléfono–. De modo que le viene bien cenar más pronto. Resulta obvio que está desesperado por estar a solas contigo.

–No más desesperado que yo –dijo Alicia con pasión–. Durante años he estado enamorada de una foto, pero el Francesco de carne es un sueño hecho realidad.

–Qué palabra tan emotiva, «carne» –dijo Meg con inquietud–. Jamás habías mostrado la más leve señal de estar interesada en un hombre, a no ser que estuviera en el campo de rugby.

–¿Y no es hora de que me interese? –Alicia respiró hondo–. Meg… estoy tan enamorada de él.

–Ya lo sé. Y da miedo.

–Tú sientes lo mismo por Rhys.

–Eso es diferente.

–¿Por qué?

–Acabas de conocer a Francesco.

–Me siento como si lo conociera de toda la vida. A lo mejor lo conocí en otra vida.

–Empiezas a preocuparme, Lally.

–No hay motivo –Alicia sonrió con melancolía–. Hemos pasado unas estupendas vacaciones en Florencia, y Francesco forma parte de ellas. Pero me va a costar mucho despedirme esta noche.

–Lo sé. Por eso os dejaré a solas –Meg agitó un dedo delante de su amiga–. Pero asegúrate de estar de vuelta a medianoche, Cenicienta.

 

 

–Para agradecerte las cenas y los restaurantes a los que hemos ido –al volver al hotel después de cenar, Megan sonrió a Francesco–, quiero hacerte un regalo de despedida.

–Pero yo no necesito ningún regalo, cara –dijo él sorprendido–. Me ha encantado tu compañía.

–Voy a subir a la habitación, sola, para hacer la maleta y unas llamadas. Tendrás a Alicia para ti solo durante una hora más o menos.

–Eres una dama encantadora –Francesco se inclinó y besó a la joven en ambas mejillas–. ¿Estás de acuerdo con esto? –le preguntó a Alicia quien sonrió y asintió entusiasmada–. Entonces acepto el regalo con gratitud, señorita Megan Davies. Mille grazie.

Francesco tomó a Alicia de la mano y se dirigieron de vuelta a la Piazza della Signoria.

–Quiero pedirte una cosa –dijo él con gesto serio–. Si no quieres, debes negarte, tesoro.

–Primero tendrás que pedirme lo que sea –aunque ella no podía ni imaginarse negándole nada.

–Nunca me has preguntado dónde me alojo.

–Di por hecho que estabas en uno de los principales hoteles de aquí.

–Tengo un apartamento en Florencia –él sacudió la cabeza.

–¿Para tus viajes de negocios?

–Oficialmente sí –Francesco rió amargamente–. Pero también es mi rifugio, mi santuario, donde puedo relajarme a solas y lejos de las exigencias de mi vida en Montedaluca. Mi intención esta vez había sido quedarme sólo un par de días. Pero conocí a la señorita Alicia Cross, a ti…

–Francesco… –el corazón de la joven latía con fuerza–. ¿Me estás invitando a tu apartamento?

–Sí, carina –la sonrisa de él bastó como respuesta. ¿Vendrás?

–Por supuesto –contestó ella con impaciencia–. ¿Está muy lejos de aquí?

–No –para sorpresa de Alicia, él la condujo hasta un edificio en la misma piazza. Subieron al último piso en el ascensor–. Allora–dijo él mientras abría la puerta–. Bienvenida a mi rifugio.

–Es precioso, Francesco –dijo impresionada–. Ganarías una fortuna si lo alquilaras a turistas.

–Ya hay otros apartamentos en el edificio para eso –le informó él–. Este lo conservo para mí.

–¿Eres el dueño del edificio? –la joven abrió los ojos desmesuradamente.

–Forma parte de la dote de mi madre. Pero la responsabilidad de explotarlo como una empresa es mía –se encogió de hombros–. Y me proporciona una excusa para hacer una escapada a mi… ¿cómo se dice en inglés? ¿Guarida?

–Una «guarida», muy bonita –ella sonrió.

–Pero no te he enseñado lo mejor –dijo él mientras la rodeaba con un brazo.

Segura de que la iba a llevar al dormitorio, la joven no supo si sentir alivio o desilusión cuando la condujo hasta la ventana y abrió las cortinas. El silbido que soltó hizo que él se echara a reír.

–¡Una habitación con vistas, Francesco! –ella lo miró embelesada–. Y qué vistas.

Estaban frente al Palazzo Vecchio, con una vista perfecta de la Piazza della Signoria.

–Desde aquí puedes contemplar a Perseo todo lo que quieras –dijo él–. Prepararé café.

–¿No podemos dedicar el tiempo que nos queda a hablar tranquilamente?

–D’accordo. Necesitamos hablar –él la condujo hasta un sofá. Tras un instante de duda, la rodeó con sus brazos y ella se apoyó, confiada y dispuesta, contra él–. Qué inocente, y qué dulce.

–Puede que fuera a un convento, Francesco –ella levantó el rostro–, pero no pronuncié los votos.

–De lo cual estoy apasionadamente agradecido –dijo él antes de besarla.

Consciente de que nunca más volvería a verlo, Alicia respondió con una pasión alimentada por la desesperación. Francesco gruñó y la sentó sobre su regazo. Encantada por el efecto que producía en él, le devolvió los besos con creciente fervor mientras se impregnaba de su aroma.

–Tesoro, perdóname –Francesco se apartó de ella y le apoyó la cabeza contra el hombro.

–¿Por qué? –susurró la joven mientras se erguía para mirarlo a los ojos–. Quería que me besaras.

–Lo sé.

–¿Cómo podías saberlo? –ella frunció el ceño.

–Lo dejaste muy claro, carina –él sonrió con amargura–. Pero –añadió con un gemido–, besar así a un hombre puede ser muy peligroso. Querrá más de ti.

–¿Y es así? –ella lo miró con curiosidad.

–Sí –contestó él–. Pero no lo tomaré.

–¿Por qué no?

–Por muchos motivos –él la acarició–. Estás en un país extraño, eres joven y… virgen, ¿verdad?

–Sí –ella puso los ojos en blanco–. Soy virgen.

–¡Te burlas de mí!

–No –ella se acurrucó más contra él y sintió la potente erección. Aterrada y sin saber qué hacer dudó entre marcharse o quedarse. Pero no quería marcharse. Deseaba que él le hiciera el amor.

–Carissima –para desilusión de la joven, él se puso en pie de un salto–. No me mires así. No soy de piedra como esas estatuas, soy de carne y hueso y sabes que te deseo. Y soy un hombre.

–Y yo soy una mujer, Francesco –susurró Alicia contra su pecho–. Hazme el amor. ¡Por favor!

–¡Dio! –exclamó con angustia–. No digas eso.

–¿Por qué no?

–Lo sabes muy bien –habló deprisa y con acento más marcado–. Te deseo. Te he deseado desde la primera vez que te vi ahí abajo. Cuando te quitaste las gafas y el sombrero en la terraza y miré esos oscuros ojos, sentí deseo de besarte. Estaba… ¿cómo se dice? Hechizado.

–Pensé que te habían espantado mis pecas –ella lo miró jubilosa ante la confesión.

–Adoro tus pecas –Francesco le acarició la mejilla–. Y te adoro a ti, Alicia. Tanto que, aunque lo desee desesperadamente, no tomaré ese precioso regalo que me ofreces. Al menos… hoy no.

–Pero es que me marcho mañana –dijo ella con desamparo.

–Entonces sentémonos y disfrutemos de estos últimos instantes, hasta el próximo.

–¿El próximo?

–Debo volver a Montedaluca primero, pero pronto iré a verte a tu casa.

–¿Lo dices en serio?

–¿No quieres que vaya? –preguntó él.

–¡Pues claro que sí! –ella tragó con dificultad–. Pero jamás pensé que te volvería a ver.

–Ah, carina –susurró él–. Te deseé desde el primer momento. ¿A ti te sucedió igual?

–Sí –ella sonrió con tal picardía que él se quedó sin aliento–. Creo que ha llegado la hora de que te cuente una pequeña historia, Francesco da Luca.

–Entonces, habla, diletta mia –él se reclinó en el sofá sin soltarle la mano.

–Érase una vez una niña que descubrió una foto en una revista de rugby. Era de un alero de Treviso. La niña recortó la foto y la colgó en la pared de su dormitorio.

–¿Es eso cierto? –Francesco la miró anonadado.

–Las niñas de convento no mentimos –ella sonrió–. Desde entonces, cada noche, tu rostro era lo último que veía antes de irme a dormir. No podía creérmelo cuando te vi en la piazza.

–¡Un miraculo! –él la besó–. Me sentía inquieto y de repente tuve ganas de mezclarme con la multitud de ahí abajo. El destino me envió a sujetarte cuando caías. Y jamás pienso soltarte. Ti amo, Alicia Cross. ¿Hace falta que lo traduzca?

–Yo también te amo, Francesco da Luca –ella sacudió la cabeza.

–¿Me amas lo suficiente como para vivir conmigo un día en Montedaluca, como mi esposa?

–Sí –contestó ella sin dudar.

–Te deseo tanto… –Francesco enterró el rostro entre los cobrizos cabellos.

–Hazme el amor, Francesco. Ahora. Aunque tendrás que enseñarme qué hacer.

–Me encantará enseñarte el arte del amor, tesoro, pero no hasta la noche de bodas.

–¿Por qué no ahora?

–Porque quiero que nuestra primera vez juntos sea perfecta –le acarició los cabellos–. La semana que viene iré a pedirle a tu madre la mano de su hija. ¿Estará dispuesta a concedérmela?

–No lo creo, Francesco –Alicia se mordió el labio–. Quiere que vaya a la universidad.

–Por el amor de Dios, Alicia, no me hagas esperar tanto –él la besó con creciente pasión.

–Bron requerirá algo de persuasión.

–¿La llamas por su nombre?

–Sí –ella dudó y respiró hondo–. Francesco, si vamos a casarnos…

–¿Acaso lo dudas? –preguntó él antes de volver a besarla–. Créetelo, amore.

–Sería mejor que supieras algo más sobre mí primero.

–Nada de lo que me digas me haría cambiar de opinión –le aseguró él.

Capítulo 3

 

 

 

 

 

Y FRANCESCO había hecho honor a su palabra, pensó Alicia mientras llegaba hotel donde se celebraba la fiesta.

–Tiene buen aspecto, Alicia –dijo el gerente–. Buen trabajo.

–Gracias –ella sonrió complacida.

El director de marketing, David Rees-Jones, antiguo jugador de rugby, la agarró del brazo.

–Ven conmigo, hermosa Alicia –dijo–. Acaba de llegar un tipo que dice que te conoce. En una ocasión jugué contra él en un partido contra Italia.

Ella se puso tensa mientras las alarmas sonaban por todas partes y David la empujaba hacia el hombre que esperaba junto a uno de los ventanales que daban a la bahía.

–¿Te acuerdas de Francesco da Luca? ¿Cómo es que os conocéis?

–Nos conocimos hace años en Florencia –dijo Francesco tras advertir la mirada amenazante de Alicia–. ¿Com’esta, Alicia? Esta noche estás preciosa.

–Amigo, ella está preciosa todas las noches –dijo David antes de excusarse y dejarles solos.

–¿Qué haces aquí? –exclamó ella sin dejar de sonreír cara a la galería.

–Me invitaron –la sonrisa triunfal de Francesco le desató los nervios.

–¿Fue David?

–No –él la empujó hacia la ventana, aislándola del resto de los invitados–. Anoche cené con algunos viejos amigos del rugby que me presentaron a John Griffiths. Y él me invitó a venir.

–¿Te quedarás mucho tiempo aquí? –Alicia miró por la ventana.

–El tiempo que sea necesario –contestó él–. Insisto en que hablemos esta noche, Alicia.

–¿Insistes? –ella lo miró con hostilidad.

–Mi dispiace –él apoyó una mano sobre el corazón–. ¿«Solicito», está mejor?

–No. Por lo que a mí respecta, no tenemos nada de qué hablar.

–Sí lo tenemos, Alicia –él le tomó una mano–. Te llevaré a tu casa cuando termine la fiesta.

–La fiesta terminó para nosotros hace mucho tiempo, Francesco –ella sacudió la cabeza.

–Ah, no, contessa, ahí te equivocas –él la sujetó con más fuerza.

–Ni equivocada ni interesada, Francesco. ¡Y no me llames así! Ahora suéltame, por favor. Tengo que irme. La cena…

–No hasta que me digas dónde vives.

–Tengo un piso alquilado aquí mismo, en la bahía.

–¿Vives sola?

Ella asintió y se marchó a toda prisa de su lado.

La cena y los discursos se le antojaron interminables. Al fin se puso el abrigo y se dirigió al vestíbulo donde la mayoría de los asistentes aguardaba un taxi. Y junto a ellos, Francesco.

–Bien hecho, Alicia –dijo John Griffiths con satisfacción–. ¿Te dejamos en tu casa de camino?

–Ya tengo un taxi esperándonos –intervino rápidamente Francesco.

–Ah, entonces te quedas en buenas manos.

Se intercambiaron saludos y Alicia le dio su dirección al taxista, dirección que Francesco anotó en su libreta. Seguramente quería volver a casarse y proporcionar un heredero a Montedaluca, en cuyo caso necesitaba enviarle los papeles para firmar. Fin de la historia.

El ridículamente breve trayecto se realizó en silencio, que persistió después de que Francesco pagara al taxista y siguiera a Alicia hasta su casa.

–Tú también tienes una habitación con vistas –dijo él tras asomarse al balcón sobre la bahía.

–Por eso no pude resistirme a alquilarlo –admitió ella–. ¿Te apetece un café o algo de beber?

–Grazie, nada –él miró a su alrededor–. Sentémonos.

Alicia se quitó el abrigo y, consciente de repente de que su vestido terminaba muy por encima de la rodilla y que dejaba un hombro al aire, se puso una chaqueta encima.

–Muy bien, Francesco –dijo mientras se sentaba en la silla y le hacía una señal para que se sentara en el sofá–. Te advierto que estoy cansada, procura ser breve.

–Has cambiado mucho. Ya no pareces la tímida jovencita que conocí.