Por negocios y por placer - Pasión y orgullo - Catherine George - E-Book

Por negocios y por placer - Pasión y orgullo E-Book

CATHERINE GEORGE

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Beschreibung

Por negocios y por placer Catherine George Alex Merrick era rico, guapo y uno de los constructores más poderosos del país, pero Sarah Carver solo lo veía como su mayor enemigo, pues había arruinado a su familia. De pronto, se le presentó la oportunidad de arrebatarle un importante negocio y Sarah disfrutó del triunfo. Pero el placer duró poco porque el guapísimo Alex tenía un as en la manga, una proposición que ella no podría rechazar… y que incluía convertirla en su amante… Pasión y orgullo Margaret Mayo Simone Maxwell estaba dispuesta a hacer cualquier cosa por salvar la empresa familiar, que era su orgullo y su pasión. Pero no esperaba que su salvación llegara de manos de Cade Dupont, el hombre que le había roto el corazón años atrás. Cade sabía que Simone, en su precaria situación, era vulnerable, y eso era precisamente lo que él buscaba. Tenía una gran deuda con él y por fin tendría la oportunidad perfecta para cobrársela de la forma más dulce posible...

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 405 - mayo 2020

 

© 2008 Catherine George

Por negocios y por placer

Título original: The Millionaire’s Rebellious Mistress

 

© 2008 Margaret Mayo

Pasión y orgullo

Título original: The Billionaire’s Blackmail Bargain

Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2009

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1348-370-2

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Por negocios y por placer

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Pasión y orgullo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

 

 

 

 

 

ALEXANDER Merrick había obtenido la vicepresidencia del Grupo Merrick antes de los treinta años, pero nadie que trabajase para él dudaba que hubiera sido por méritos, no por nepotismo. Era tan firme como lo habían sido su padre y su abuelo antes que él, pero con un enfoque más humanitario. Había dejado claro desde el primer día que la puerta de su despacho siempre estaría abierta para cualquier empleado que tuviera un problema. Esa mañana, estaba allí sentado cuando llegó su asistente con aspecto desconsolado.

–¿Qué ocurre, Greg? ¿Te plantó tu novia ayer?

–No, Alex –a Greg Harris, casi recién salido de la universidad, lo emocionaba poder llamar a su dinámico jefe por su nombre de pila–. Acabo de recibir una llamada telefónica. Malas noticias. Nuestra puja ha sido rechazada.

–¿Qué? –Alex Merrick se enderezó–. ¿Quién diablos ha ganado?

–Aún no lo sé –Greg se aclaró la garganta–. Le pedí a una amistad que me hiciera saber el resultado de la puja sellada de inmediato, como favor personal, pero aún no tengo más detalles.

Alex maldijo entre dientes.

–Debe ser un constructor local con contactos de alto nivel. Seguramente derribará las casas de Granja Medlar y construirá sólo Dios sabe qué en su lugar… –calló y miró a su ayudante con expresión especulativa–. ¿Esa amistad es una chica?

Greg asintió, sonrojándose.

Alex le ofreció una de esas sonrisas torcidas a las que poca gente podía resistirse.

–Excelente. Llévala a cenar; convéncela para que averigüe quién ganó la puja. Invito yo.

Capítulo 1

 

 

 

 

 

DESDE su mesa, la vista de la puesta de sol sobre las praderas y el lago bordeado de árboles era digna de un decorado de película.

–Apruebas mi elección, ¿no, cariño? –el acompañante de Sarah sonrió satisfecho.

–Claro. ¿Quién no la aprobaría? –contestó. Pero la había sorprendido. Oliver solía llevarla a cenar a restaurantes más tradicionales, con una cocina menos innovadora que la de Easthope Court–. ¿Celebramos alguna ocasión especial?

–Dejemos las explicaciones para después. Ya llega nuestra comida.

El elegante camarero descubrió el plato de Sarah, revelando una composición culinaria tan artística que se preguntó si comérsela o enmarcarla. Calló su duda y preguntó a Oliver por su último triunfo en los juzgados.

Escuchó mientras comía, interviniendo de vez en cuando. Un rato después, colocó cuchillo y tenedor sobre el plato. Creación artística o no, la comida era tan cuantiosa que no podía más.

–¿No te ha gustado la langosta? –preguntó Oliver con ansiedad.

–Estaba deliciosa, pero he comido demasiado de ese delicioso pan antes de que llegara.

–Entonces elige un postre, mientras yo voy al aseo –hizo un gesto al camarero–. Para mí queso, como siempre.

Sarah pidió el postre, se recostó en la silla y miró a su alrededor con interés. Las mujeres presentes, algunas jóvenes y otras no, lucían modelos de alta costura y todos sus acompañantes masculinos eran hombres maduros. Un hombre más joven, le llamó la atención porque su espesa mata de pelo destacaba como un casco de bronce entre la calvicie de sus acompañantes. Él la saludó alzando su copa y Sarah desvió la mirada, ruborizándose. Entonces regresó Oliver.

–¿Qué estamos celebrando? –le preguntó, mientras él se cortaba un trozo de queso Stilton.

–No olvides, Sarah –empezó él–, que siempre deseo lo mejor para ti.

–Sigue –dijo ella, con resignación.

–Cariño, el mes que viene habrá una vacante en mi bufete. Hazme feliz; abandona esa obsesión tuya y acepta el empleo. Con esa mente tan lógica, disfrutarás trabajando en cuestiones legales.

–¿Me has traído aquí para hablar del mismo viejo tema? –Sarah se sonrojó más–. Oliver, te quiero mucho, y sé que te preocupas por mí, pero debes dejar que viva mi vida a mi manera.

–¡Pero es que no creo que sea la mejor manera! –replicó Oliver–. Odio imaginarte liada con yeso y pintura todo el día, en ese lugar de mala muerte que has comprado.

–Oliver –dijo ella con paciencia–. Es lo que hago. Lo que sé hacer. Sería inútil, e infeliz, como secretaria legal, incluso en tu ilustre bufete.

–Pero no te cuidas, ni comes bien…

–Si querías cebarme antes de que volviera a morirme de hambre en mi estudio, no hacía falta que me trajeras a un lugar tan caro.

–Elegí un sitio especial porque mañana es mi cumpleaños –dijo él con dignidad–. Esperaba que disfrutarías acompañándome a celebrarlo.

–¡Oh, Oliver! –Sarah sintió un pinchazo de remordimiento–. Estás haciendo que me sienta culpable. Lo siento. Pero no puedo aceptar el trabajo. Ni siquiera para celebrar tu cumpleaños.

–Bueno, tenía que intentarlo –suspiró con resignación–. No dejemos que eso nos estropee la velada. Gracias por la tarjeta de felicitación, pero no deberías haberme comprado un regalo.

–¿No te gustó el pañuelo?

–Claro que sí. Pero es demasiado caro…

–¡Nada es lo bastante bueno para mi padrino!

–Eres un encanto –Oliver sonrió–. Lo luciré con orgullo, pero debes economizar –se inclinó hacia ella y le tocó la mano–. Ya sabes, Sarah, que si necesitas algo, sólo tienes que pedirlo.

–Gracias, Oliver –contestó, aunque habría tenido que estar en la miseria para recurrir a él.

Se levantaron para marcharse, pero el hombre que había llamado la atención de Sarah, fue hacia ellos. Oliver sonrió y se estrecharon la mano.

–Hola, jovencito. No sabía que estabas aquí.

–Estaba demasiado concentrado en su bella acompañante para verme, señor Moore –se volvió hacia Sarah y sonrió–. Hola, soy Alex Merrick.

Ella sintió una oleada de decepción y resentimiento. Como si oír su apellido no fuera ya bastante malo, su sonrisa dejaba claro que pensaba que Oliver era su maduro, y rico, amante.

–Sarah Carver –contestó ella, mirando los ojos claros en un rostro anguloso e interesante.

–Sarah está ayudándome a celebrar mi cumpleaños –le informó Oliver.

–¡Felicidades! Debe ser uno importante para venir desde Londres.

–En realidad no, aunque a mi edad cada nuevo día ya es un logro. Cumpliré sesenta y cuatro a medianoche –dijo Oliver con un suspiro.

–Está en lo mejor de la vida, señor –aseguró Alex–. ¿Es usted de Londres, señorita Carver?

–Originariamente sí –contestó Oliver por ella–. Pero se trasladó aquí el año pasado. He estado intentando convencerla de que vuelva a la civilización, sin éxito. Se dedica a proyectos de renovación inmobiliaria –añadió con orgullo.

–Yo también, en parte –le dijo Alex a ella.

–No a la misma escala –Oliver se rió –. Alex es la tercera generación de su familia, propietaria del Grupo Merrick.

–Interesante –dijo Sarah con frialdad. Sonrió a Oliver–. Es tarde para mí.

–Sí –dijo él, rodeándola con un brazo–. Me alegro de haberte visto, dale recuerdos a tu padre.

–Lo haré –dijo Alex Merrick. La mirada que fue del brazo de Oliver al rostro de Sarah, hizo que el resentimiento de ella se disparara.

–No has sido muy amable –le comentó Oliver en el aparcamiento–. Harías bien relacionándote con el joven Alex, cariño. El apellido Merrick es muy valorado en esta zona.

–No por mí –replicó Sarah con fiereza.

Durante todo el camino de vuelta a casa, Oliver insistió en su oferta; pero Sarah le dijo que regresar a Londres pondría su vida del revés.

–Me gusta vivir en mitad de la nada, Oliver.

–¿Pero qué haces por las tardes, por Dios?

Sarah que solía acostarse temprano con un libro, mencionó vagamente cines y conciertos, esperando que Oliver no pidiera detalles.

–Pero eso no tiene nada que ver con Londres –comentó él cuando llegaron a Casa Medlar.

–De eso se trata, Oliver. ¿Quieres un café?

–No, gracias. Volveré a Hereford. Tengo una reunión con un abogado mañana temprano.

–Gracias por la fantástica cena y la oferta de trabajo –se inclinó para darle un beso–. Deja de preocuparte por mí, estaré bien.

–Eso espero –suspiró él–. Ya sabes dónde estoy si me necesitas.

–Claro. Feliz cumpleaños mañana, Oliver –se despidió de él y fue hacia su apartamento en la planta baja de un edificio que había alojado una escuela femenina de élite.

Anunciado como estudio cuando convirtieron la escuela en pisos, había ido a verlo sin mucha esperanza. El agente inmobiliario, sin darse cuenta de que había sido amor a primer vista, había recitado sus ventajas, haciendo énfasis en los detalles que lo hacían especial.

–Supongo que te refieres al techo de cuatro metros de altura y la pared que es ventanal de arriba abajo. Calentar esto deber ser un problema.

El joven, abatido, le había dicho que había sido la sala de música, y a eso se debían sus dimensiones. Hizo hincapié en la preciosa vista del jardín y en las medidas de seguridad del edificio. Sarah había escuchado con cortesía, sin dar muestras de entusiasmo, y él quedó en llamarla al día siguiente con otras opciones.

Se obligó a esperar la llamada, rezando porque nadie se le adelantara. Cuando por fin llamó, le ofreció un piso junto al río. Ella le dijo que se salía de su presupuesto y que, si no había nada más, estaba dispuesta a ver de nuevo el estudio de Casa Medlar. Cuando llegaron, Sarah enumeró todas sus desventajas; el agente llamó a su jefe y ofertó un precio mucho menor del que Sarah había estado dispuesta a pagar. Además, Casa Medlar tenía la ventaja de estar muy cerca de las casas campestres que iba a reformar.

Desde entonces parecía haber pasado una eternidad. Sarah se soltó el pelo y se sentó ante la estrecha mesa con caballetes que hacía funciones de escritorio, tablero de dibujo y lo que hiciera falta. Encendió el ordenador portátil y tras una búsqueda rápida, soltó una carcajada. Comparar los intereses inmobiliarios de Sarah Carver y Alex Merrick era ridículo. El Grupo Merrick tenía intereses en multitud de fábricas, nacionales y extranjeras, y se dedicaba al reciclaje a escala mundial. Cerró el portátil con rabia. Era irracional sentir hostilidad, pero la mirada del hombre la había irritado. Oliver tenía sesenta y cuatro años, cuarenta más que ella. Y Merrick Mark Tercero había saltado a una conclusión errónea sobre el papel que jugaba en su vida.

Se preparó para acostarse en su diminuto baño y luego subió a la balconada en la que estaba su cama y colgó el vestidito negro que hacía años que no se ponía. A través de la balaustrada, contempló la luz de la luna que entraba por la ventana. Al día siguiente tenía que levantarse temprano, como siempre. La primera casa iba muy bien y cuando la amueblara serviría como casa piloto. Harry Sollers, el constructor local con quien trabajaba estaría antes que ella.

Cuando las casas habían salido a subasta, a puja secreta, Harry y sus amigos del pub local habían predicho que una gran empresa las derribaría para construir el mayor número posible de viviendas; todos odiaban la idea. Pronto supieron que la compradora era una joven que buscaba alguien de la localidad que trabajara en su proyecto. Harry Sollers, un constructor medio jubilado, soltero y misógino, había sorprendido a todos anunciando que él podría estar interesado.

Sarah agradecía intensamente que el rechazo de Harry Sollers a demoler casas habitables lo hubiera llevado a dejar su jubilación parcial para ayudarla a convertir las antiguas moradas de trabajadores de la granja en casas acogedoras y asequibles. Harry la había ayudado a resolver problemas de humedades, arreglar tejados y otros problemas básicos. Había sido abiertamente escéptico con respecto a sus destrezas, hasta que las demostró. Lo había impresionado verla revocar una pared y se lo había ganado del todo cuando rompió a martillazos las maderas que cubrían las chimeneas originarias.

Desde el primer día, Harry había dejado claro que habría que contratar a otros trabajadores de la localidad para tareas especializadas. Había elegido a su sobrino para arreglar los tejados, recomendado a un electricista para cambiar el cableado y a su amigo Fred Carter para ocuparse de la fontanería. Sarah había sorprendido a Fred diciéndole que ella misma alicataría e instalaría los armarios de las cocinas y cuartos de baño.

–Se me dan bien esas cosas –le había asegurado. La noticia había causado un gran revuelo en el Green Man, el pub local.

–Tendrá que aguantar a algunos curiosos, jefa; querrán comprobar que Fred no les ha tomado el pelo –le había advertido Harry.

Efectivamente, los colegas de Harry habían ido a husmear, pero tras verla trabajar, estuvieron de acuerdo en que la urbanita sabía lo que se hacía.

Aunque disfrutaba mucho con su trabajo, algunos días Sarah se sentía baja de moral, y el día siguiente fue uno de ellos. Seguramente por la insistencia de Oliver en que ocupara la vacante en su bufete. Se despertó de muy mal humor.

–Llegas pronto, y no pareces muy contenta –comentó Harry al verla.

–Anoche salí –le informó ella, concentrándose en la puerta de armario que estaba montando.

–¿Quién fue el afortunado? –preguntó Harry.

Sarah a veces comía con Harry en el Green Man, de clientela básicamente masculina. Algunos clientes habituales eran jubilados que se reunían allí a charlar y tomar una cerveza, los más jóvenes eran comerciantes que iban a almorzar. Harry había tenido que soportar muchas bromas de los viejos sobre su bonita y joven jefa, pero algunos de los jóvenes habían intentado coquetear con Sarah. El más atrevido incluso la había invitado a salir; ella había hecho acopio de todo su tacto para rechazarlo sin herir la sensibilidad de los lugareños, así que entendía la curiosidad de Harry.

–Seguro que a mi acompañante le encantaría que lo llamaran chico –dijo con una sonrisa–, pero estuvimos celebrando que hoy cumple sesenta y cuatro años. Está en Hereford de viaje de negocios y me llevó a cenar a Easthope Court.

–He oído decir que es muy elegante –soltó un silbido–, y muy caro.

–¡Carísimo! Yo podría comer una semana con lo que Oliver pagó por mi cena. Viene a verme para comprobar que no me muero de hambre, pero suele conformarse con un buen filete y una copa de vino aceptable –Sarah suspiró–. Es abogado y quiere que trabaje en su bufete.

–¿Necesita una reforma?

–No –Sarah explicó el puesto que le ofrecía.

–¿Y él cree que eso te gustaría? –Harry se rascó la cabeza–. ¿Entiendes de ordenadores?

–Sí. Cuando dejé la facultad llevaba las cuentas de la empresa constructora de mi padre.

–Yo diría que hacías bastante más que eso. Tu padre te enseñó su oficio muy bien.

–¡Gracias! –viniendo de Harry, era un gran elogio–. Por cierto, anoche conocí a un tal Merrick. ¿Sabes quién es?

–Todo el mundo conoce a los Merrick –gruñó Harry–. El viejo Edgar empezó como chatarrero. Al villano se le daba tan bien hacer dinero que cualquiera pensaría que había descubierto cómo transformar el metal en oro. Su hijo George subió como la espuma y expandió la empresa. Easthope Court fue uno de sus proyectos. Recibió mucha publicidad en su momento. ¿Conociste a George?

–No. Se llamaba Alex.

–El hijo de George. No lo conozco, pero dicen que dirige la empresa de maravilla. George ahora se ocupa de la sucursal de Londres –Harry la miró a los ojos–. Oigo muchas cosas en el pub, jefa, pero me limito a escuchar. No comentaré nada.

–¡Eso ya lo sé, Harry!

–Muy bien. Iré a poner los marcos de las ventanas de la número cuatro. Estás haciendo muy buen trabajo aquí –añadió, mirando los armarios.

–Gracias –Sarah le dedicó una sonrisa tan radiante que él parpadeó–. ¿Qué te parece ir a comer al Green Man? Invito yo.

–¡Acepto! Betty Mason hace pastel de carne los miércoles.

Sarah, mucho más animada, siguió trabajando en los armarios. Finalmente, se levantó, se metió dos dedos en la boca y soltó un estridente silbido.

–¿Listo, Harry? Me muero de hambre.

Harry se rió al verla subir a la furgoneta.

–¿Qué pasa? –exigió ella.

–Ya no pareces una chica de ciudad, jefa.

Sarah sonrió y se puso un rizo tras la oreja.

–La ventaja del Green Man es que no tengo que arreglarme. Pero si te avergüenza mi ropa de trabajo, amigo, puedo comer en la furgoneta.

–No digas bobadas –rió él.

Cuando llegaron al pub, los clientes habituales saludaron a Sarah amistosamente, y eso puso fin a su mal humor. Se sentaron ante la barra y pidieron. Fred se reunió con ellos para preguntar por sus progresos. Sarah se dio cuenta de que estaba disfrutando mucho más con el crujiente pastel de carne y verduras que con la elegante cena de langosta y suspiró con remordimiento.

–¿Está malo el pastel? –preguntó Fred.

–No, está delicioso –explicó lo de la cena.

–Debe tener mucho dinero si la llevó a cenar a Easthope Court –comentó un hombre.

–Celebrábamos su cumpleaños, señor Baker –Sarah lo miró con interés–. Por cierto, me alegra que esté aquí hoy….

–Siempre está aquí –gritó alguien.

–Pero yo no –contestó ella, sonriente–. He oído decir que es buen jardinero, señor Baker.

–Algo hago –admitió él con desgana.

–Cuando tenga un momento, ¿podría venir a la obra y darme consejos sobre qué plantar?

–Cuando quiera –aseguró él.

Siguieron charlando hasta que una voz educada, con acento elegante, llamó al tabernero.

–Busco a la señorita Carver, Eddy. ¿Ha estado aquí hoy?

Sarah deseó ser invisible. Resignada, bajó del taburete y se volvió hacia Alex Merrick.

–¿Preguntaba por mí?

Su elegante traje oscuro estaba fuera de lugar en el acogedor ambiente del pub, pero lo que más gracia le hizo a Sarah fue su mirada atónita. La noche anterior, maquillada y con él pelo recogido, había lucido su mejor vestido y zapatos de tacón; a Oliver le gustaba que lo vieran acompañado por una «jovencita preciosa». Pero en ese momento llevaba una gorra de béisbol, la cara lavada, un mono de trabajo manchado de pintura y cola y zapatillas deportivas. No podía culpar al hombre por haberla confundido con un aprendiz.

–Buenas tardes, señorita Carver –Alex miró a su alrededor–. No la había reconocido. Mis disculpas por interrumpir su almuerzo.

–Estaba a punto de volver al trabajo. ¿Qué puedo hacer por usted?

–Me gustaría que habláramos, en privado. Hoy, si es posible.

–Suelo acabar a las seis –lo miró con curiosidad–. Podemos vernos entonces.

–Gracias. ¿Dónde?

–En la obra. Seguro que sabe dónde está.

–Sí. Hasta las seis, entonces. Buenas tardes, señores –saludó con la cabeza y se fue. Todos empezaron a hablar de nuevo.

–Ten cuidado con él –dijo Harry.

–¿Por qué?

–Es un Merrick, para empezar.

¡Eso no hacía falta que se lo recordara nadie!

–Además, sólo hay que mirarlo –dijo Fred–. Le gusta conquistar a las damas.

–No a una vestida como yo –rió ella.

–No estés tan segura de eso –advirtió Fred.

–No hay por qué preocuparse –Harry sonrió–. Un golpe de su martillo y acabará con él.

Salieron del pub dejando una estela de risas a su espalda. Pero Harry estuvo pensativo en el camino de vuelta a la obra.

–Creo, jefa, que sería mejor que me quedara en una de las casas, oculto. Por si acaso.

–El hombre sólo quiere hablar conmigo –le dijo Sarah, sorprendida.

–Sí, pero ¿de qué? Se comenta que a los Merrick no les gustó que compraras esas casas.

–¿Porque están junto a un terreno suyo?

–Eso creo. Se me ocurre que el joven Merrick va a hacerte una oferta de compra.

–¿Para derribarlas? –Sarah apretó los labios con fuerza–. Ni en broma.

Le costó trabajo, pero convenció a Harry de que no hacía falta que se quedara a protegerla.

–Tendré el martillo a mano –le dijo, en broma, cuando subía a su furgoneta para marcharse.

Se planteó arreglarse un poco, pero desechó la idea. El señor Alex Merrick tendría que conformarse. Se apoyó en el coche, cruzó los brazos y estudió las casas con objetividad. Harry había sustituido el remate color tostado que había sobre las puertas delanteras, y pronto empezaría a pintar las fachadas color crema. Los jardines delanteros no eran más que tierra, pero pronto se metería con ellos, siguiendo el consejo del señor Baker. Haría senderos de gravilla, arreglaría las vallas de separación, plantaría hierba…

Volvió la cabeza al oír un coche.

Alex Merrick bajó de su todoterreno Cherokee de un salto; Sarah se quedó esperándolo sin moverse.

–Hola –dijo, sonriente–. Llego unos minutos tarde, gracias por esperar.

–No me había dado cuenta del retraso.

–Porque estaba admirando su trabajo. Es lógico, las casas tienen muy buen aspecto.

–Gracias. ¿De qué quería hablarme?

–Podría haber convocado una reunión en la oficina, pero me pareció mejor hablar aquí. ¿Qué planes tiene cuando las casas estén acabadas?

–¿Por qué lo pregunta?

–Interés profesional.

–Las pondré en venta, para compradores de una primera vivienda o amantes del campo.

–Puedo ahorrarle trabajo. El Grupo Merrick comprará las seis, si el precio es adecuado.

–¿Por qué, exactamente? –preguntó ella, mirándolo con suspicacia.

–Por las razones habituales, señorita Carver –Alex Merrick frunció el ceño, como si le costara creer que no diera saltos de alegría.

–Me gustaría saber cuáles. Están junto a un terreno suyo; si piensa derribarlas, no hay trato.

–Le aseguro que si cumplen el estándar exigido por Merrick, las dejaré como están. ¿Podría echar un vistazo?

–Desde luego. Sígame.

Sarah se sentía como una madre primeriza enseñando a su bebé. Aunque ella no se había arreglado, sí que había barrido y limpiado las casas, para presentarlas en su mejor estado.

Mientras Alex inspeccionaba la cocina de la primera, se dio cuenta de que estaba conteniendo el aliento. Se relajó en la sala, cuando él admiró la reluciente rejilla de la chimenea, negra como el ébano bajo la repisa de mármol color crema.

–¿Es la original, señorita Carver?

–Sí, pero no una victoriana auténtica. Es una copia, de los años veinte, como las casas. Las chimeneas estaban tapadas con madera, y las recuperé –le dijo Sarah–. Las habitaciones eran algo oscuras, así que sustituimos las ventanas por puertas de cristal, con acceso a los patios traseros. Afuera quedaban algunas losetas de piedra útiles y encontré más en un almacén de reciclaje. También derribé los tabiques que había entre cocinas y comedores, consiguiendo más espacio y luz. Por suerte no eran de contención.

–Buena idea –la siguió a la planta de arriba, para inspeccionar el pequeño cuarto de baño, creado robando sitio al dormitorio principal.

–Las casas no tenían cuarto de baño, por supuesto, sólo un aseo abajo, que convertí en armario –explicó.

–Ha aprovechado el espacio muy bien –dijo él–, y el acabado es de buena calidad. Muy inteligente. ¿Quién realizó la fontanería?

–Desde el principio decidí utilizar a gente de aquí, y fue una suerte que Harry Sollers accediera a trabajar conmigo. Conoce a todo el mundo. Recomendó a un electricista y su amigo, Fred Carter, se ocupó de la fontanería. Yo alicaté e instalé los armarios de las cocinas y baños.

Él volvió a la cocina y la miró con sorpresa.

–¿Ha hecho usted todo este trabajo?

–Sí. También lijé y barnicé los suelos de madera y revoqué los tabiques, pero le pedí a Harry que pintara, porque su trabajo es excelente.

–¿Los revocó usted? –repitió él, atónito.

–Sí. Ahora me ocuparé de los jardines.

–¿También ha encontrado a alguien de la localidad que ayude con eso?

–Sí, para remover la tierra y aconsejarme qué plantar y dónde; pero yo haré el resto.

Cuando salieron, Sarah vio que Alex Merrick miraba la hilera de casas con otros ojos.

–¿Qué opina? –preguntó, sin poder contenerse.

–Estoy impresionado. Felicidades. Señorita Carver, repito mi oferta. Si el precio es adecuado, compraré todas, pero quiero que estén listas para ser habitadas el día de la entrega, y también una zona de aparcamiento a cada extremo de la hilera. Dígame un precio.

–Imposible, de momento. No sé qué día estarán acabadas las casas y el coste podría subir antes de que las haga tasar –lo que no dijo era que no estaba dispuesta a vendérselas a un Merrick.

–Si tarda demasiado, señorita Carver, podría retirar la oferta –clavó en ella sus intensos ojos grises–. ¿Por qué no lo comenta con Oliver Moore? Supongo que él financia el proyecto.

–No, señor Merrick –apretó los dientes–. Su relación con mi proyecto se limita a temas legales.

–¡Es un proyecto de poca monta para un abogado de su renombre! –exclamó Alex.

–Pero no para el abogado que Oliver me buscó –le dio la espalda–. Me gustaría irme a casa, señor Merrick. Estoy cansada, sucia…

–¿Y hambrienta? Si es así, podríamos seguir hablando del trato más tarde, cenando.

–No, gracias.

–Entonces, tal vez en otro momento. Póngase en contacto conmigo cuando las casas estén acabadas –sacó una tarjeta de la cartera–. Aquí tiene mis teléfonos de contacto.

–Me sorprende que haya venido en persona, señor Merrick –Sarah se guardó la tarjeta sin mirarla–. Suponía que tenía empleados que se ocupaban de hacer estas cosas.

–Cierto. Pero tras verla anoche, me pareció apropiado ocuparme yo –sonrió de medio lado–. Aunque admito que no la reconocí en el pub.

–Ya me di cuenta –fue hasta su coche y subió.

–¿Dónde vive? –preguntó él.

–En Casa Medlar –arrancó el motor–. Adiós.

Sarah se incorporó a la carretera y rechinó los dientes con frustración al comprobar que Alex Merrick la seguía. Cuando llegaron, aparcó y bajó del coche antes que ella, alzando las manos.

–¡Vengo en son de paz! En serio, señorita Carver, olvide el trato un momento. Me gustaría mucho llevarla a cenar. ¿A no ser que eso pudiera molestar a Oliver Moore? –en cuanto lo dijo, comprendió que había sido un gran error.

–Ni hablar –rechazó Sarah.

–¿Por qué no?

–Anoche, señor Merrick, lo que pensó al vernos resultó insultantemente obvio; sólo porque estaba cenando en un restaurante caro con un hombre que podría ser mi padre –alzó la barbilla–. Oliver aprobaría que me relacionara con usted, conoce a su familia. No soy el juguetito sexual de Oliver Moore, señor Merrick. Es mi padrino.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

ALEX maldijo para sí, observándola entrar al edificio. Se había fijado en ella en cuanto entró al restaurante la noche anterior. Le habían llamado la atención los ojos grandes y oscuros y la boca carnosa y algo ancha para su rostro. La diferencia de edad entre ella y su acompañante, le había hecho pensar que era la amiguita de Oliver Moore, pero lo cierto era que Sarah Carver había resultado toda una sorpresa. Seguía sin entender cómo había conseguido ganar la puja sellada.

La amiga de Greg Harris había averiguado que ella había adquirido la propiedad y también que pensaba renovar las casas. Alex había pedido al director de una empresa del grupo que hiciera una oferta por la propiedad tal y como estaba. Como había sido rechazada, decidió esperar a que la señorita Carver hiciera el trabajo; compraría todas las casas cuando estuvieran casi acabadas. Había dejado de lado el asunto, hasta que se encontró con Sarah y Oliver Moore la noche anterior.

Sarah Carver lo había atraído mucho con su sensual vestido negro; pero con ropa de trabajo, sucia y sin maquillar le había parecido igual de atractiva. Estaba acostumbrado a que las mujeres se engalanaran para él. Sintió el deseo de arrancarle el sucio mono de ese curvilíneo y menudo cuerpo… Detuvo sus pensamientos. Su norma era no mezclar los negocios con el placer.

Fue hacia la puerta de la escuela que tan bien había conocido de adolescente. Había asistido allí a muchos bailes. El Grupo Merrick había convertido el edificio en pisos de precio muy elevado, así que la señorita Sarah Carver no debía tener problemas económicos. Encontró su nombre en la lista de timbres, pero en vez de pulsarlo volvió a su todoterreno. Ya llamaría a su puerta otra noche. Antes o después.

 

 

Sarah se maldijo a sí misma y a Alex Merrick. Con su prisa por huir de él, no había pasado por la tienda a comprar. Peor aún, había creído que llamaría a su timbre y casi la había decepcionado que no lo hiciera. Se duchó y después telefoneó a Oliver para desearle feliz cumpleaños. Preparó un sándwich de queso y llevó la bandeja al banco que había construido ella misma, siguiendo la curva del mirador que formaba el ventanal.

Contempló el jardín mientras comía, como casi todos los días. Una doble contraventana pintada de blanco controlaba el paso de la luz, y hasta ver la lluvia caer resultaba relajante.

Su madre había muerto muy joven y su padre, Sam Carver, se había empeñado en cumplir su deseo de que su hija fuera a la universidad, a pesar de que Sarah había insistido y suplicado para trabajar con él cuando acabó el instituto. Al final se había rendido y estudiado Dirección de Empresas. En sus ratos libres y los fines de semana, trabajaba con los obreros de la empresa constructora de su padre.

Para complacer a su padre había salido con amigas de la facultad de vez en cuando, pero disfrutaba más en compañía de los albañiles, carpinteros, electricistas y fontaneros que había conocido toda su vida y que la trataban como a un aprendiz más. Pero cuando la naturaleza otorgó curvas a su cuerpo, los jóvenes empezaron a interesarse por ella. Esa fase preocupó mucho a su padre, porque salía varias noches a la semana.

–No sufras, papá –le había asegurado–. Sólo me divierto, no hay nada serio. Son amigos.

–También son hombres –le había advertido él–. Ten cuidado con lo que haces.

Cuando Sarah acabó los estudios y empezó a ocuparse de la oficina le tocó a ella preocuparse. Sam Carver envejeció de repente y empezó a perder contratos. Renunció a su vida social para quedarse en casa, cocinar y asegurarse de que su padre comía. Finalmente, en una de esas cenas, Sam le había confesado que le habían hecho una oferta por la empresa.

–¡No! ¿Vas a vender? –preguntó, horrorizada.

–Sí, Sarah. Así al menos salvaremos parte.

Sarah protestó e intentó convencerlo de que siguieran luchando, pero Sam se negó.

–Está decidido, cariño. He hablado con el director de Barclay Homes, y tiene un puesto para ti en una de sus sucursales, si lo quieres. Tienes tanta experiencia que no te será difícil encontrar otra cosa. Pero yo me rindo.

–Pero, papá, ¿qué vas a hacer?

–Jubilarme, cielo. Necesito descansar.

–Yo no quiero trabajar para otros –había gimoteado ella antes de sonreír, avergonzada–. Pero lo haré, claro. Y si trabajo para Barclay Homes podré seguir en casa, contigo.

Poco después, él firmó la venta y Sarah su contrato. La noche antes de empezar a trabajar, hizo una cena especial e intentó no preocuparse cuando él apenas comió. Después salieron al jardín a tomar el café y la alivió verlo relajado en una tumbona, por primera vez en muchos meses.

–Deberías acostarte pronto, para estar en forma mañana. Yo me quedaré aquí un rato –le había dicho él un rato después. Sara había besado su mejilla y se había ido a la cama.

Se había despertado por la noche y al ver la puerta de su dormitorio abierta y la cama vacía, había corrido escaleras abajo y salido al jardín. Sam Carver seguía en la tumbona, dormido. Fue a despertarlo y soltó un grito de angustia al comprobar que no volvería a despertarse nunca.

El periodo que siguió era un borrón en la mente de Sarah. La única constante había sido la presencia del primo de su madre, Oliver Moore. Él se había ocupado de todo y la había apoyado durante el concurrido funeral. Financieramente, Sarah no iba a tener problemas. Su madre le había dejado una cantidad en un fideicomiso, que unida al importe de la venta de la empresa y al que obtendría vendiendo la gran y bien cuidada casa, en una buena zona de Londres, le habían permitido plantearse qué hacer con su futuro.

Pero trabajar, mantener la casa a punto para los posibles compradores y vivir sola había sido muy duro. Además no le gustaba el trabajo constante de oficina, echaba de menos la camaradería de la obra. Cuando vendió la casa, dos compañeros de la oficina le habían ofrecido un dormitorio en su piso y había aceptado encantada. Solía pasar los domingos con Oliver, que la llevaba al campo a comer en alguna taberna que había visto anunciada. En una de esas excursiones fue cuando vieron las casas de Granja Medlar. Cuando Sarah descubrió que saldrían a subasta, supo que quería invertir su herencia en ellas. Oliver se había opuesto inicialmente, pero al final se había rendido y le había buscado un constructor para que las tasara y confirmara que merecían la pena. Oliver había aconsejado a Sarah que, si realmente quería ganar la subasta, ofreciera un precio superior al de tasación.

Sarah había seguido su consejo y se puso eufórica al ganar. A Oliver no le gustó que dejara su empleo, ni tampoco el estudio que compró, pero ella le había asegurado que era una buena inversión, que el edificio tenía encanto y una vez arreglado, reportaría beneficios si lo vendía.

Miró a su alrededor. Había trabajado en la decoración todos los días desde su traslado. Le encantaba el espacio abierto y amplio y ya no quería venderlo. A partir de ese momento tendría que dedicar las tardes a trabajar en los jardines de las casas. Y tal vez, sólo tal vez, aceptaría la invitación de alguno de los jóvenes que frecuentaban el Green Man.

 

 

Tras temer que Alex Merrick la acosara con su oferta de compra, a Sarah la sorprendió e irritó que no fuera así. No volvió a oír de él y supuso que la oferta no seguía en pie.

–Menudo ceño, jefa –dijo Harry, bajándose de una escalera de mano–. ¿Algo va mal?

–Aún no he puesto las casas en venta, pero no puedo evitar preguntarme qué tal se venderán.

–No te preocupes. Están atrayendo mucha atención local. No hace ningún daño que la constructora sea una guapa jovencita…

–Harry, ¿estás siendo sexista? –lo acusó ella.

–Si lo fuera me despedirías –se rió–. Más visitantes –gruñó, al ver que se acercaba una furgoneta–. Deberíamos vender entradas.

–Es el señor Baker –los ojos de Sarah se iluminaron. Charlie Baker bajó de la furgoneta.

–Buenos días, señorita Carver, Harry. He traído las plantas que quería y unas cuantas bolsas de compost para que vaya empezando.

Sarah corrió a inspeccionar las plantas y ayudó a los hombres a llevar todo al espacio que habían despejado como aparcamiento.

–Lavanda por su olor y buddleia para atraer mariposas. Las favoritas de mi madre –dijo, entusiasmada.

–También he traído viburnums y un par de acebos. No tiene sentido poner macizos de flores, tendría que venir a regar todas las noches.

–No sé mucho de jardinería. Ahora desearía haber ayudado más a mi madre en el jardín de casa –dijo Sarah con añoranza–. Siempre prefería ir a una de las obras de papá.

–Mereció la pena –le recordó Harry–. Ahora, volvamos al trabajo serio. Quiero acabar de pintar la número seis.

–Gracias, señor Baker –dijo Sarah, pagándole–. Por cierto, me gustaría algún árbol, pequeño y con flores, para el patio. ¿Qué opina?

–Llevaré unos catálogos al pub, para que pueda echar un vistazo –prometió él.

Más tarde, cuando Harry se marchó, Sarah sacó las herramientas de jardinería de su madre del maletero del coche. No tardaría en plantar algunos arbustos en la parte delantera de la que sería la casa piloto.

 

 

Esa noche llamaron a su telefonillo. Sarah se sorprendió al oír la voz de Alex Merrick.

–Es muy tarde, señor Merrick –rezongó.

–No la molestaría si no fuera importante –aseguró él–. Tengo que decirle algo.

Sarah pulsó el botón para abrir la puerta exterior, luego abrió la suya.

–Gracias por dejarme entrar –dijo él, ofreciéndole la mano. Ella la tocó levemente y la dejó caer, sobresaltada por la sensación.

–Será mejor que entre.

Alex, que parecía más rudo y formidable con pantalones vaqueros y una sudadera que se ajustaba a sus anchos hombros, entró y se quedó parado, con los ojos muy abiertos.

–¡No recuerdo nada como esto!

–¿Se refiere a la reforma que hizo su empresa?

Él le ofreció una de esas sonrisas torcidas que Sarah estaba segura debía practicar ante el espejo.

–Pensaba en los viejos tiempos. Mi colegio socializaba con éste. Solía asistir a los bailes.

–Creo que esto era la sala de música.

–¿Y por eso tiene una balconada?

–No. Es una plataforma para dormir que construí yo misma. Lijé y barnicé el suelo, hice el banco del mirador y las contraventanas –añadió Sarah–. Esto era una cáscara vacía con enormes ventanales, y cocina y cuarto de baño diminutos.

Alex miró a su alrededor, fijándose en la lámpara modernista, el trío de espejos antiguos de la pared y las fotos familiares enmarcadas.

–Es una habitación única y atractiva –dijo con respeto–. La felicito.

–Gracias. Siéntese y dígame por qué ha venido –fue a sentarse en el banco del mirador.

–Esta noche me desvié y pasé a ver las casas –dijo Alex, sentándose en el sofá.

–¿Hace eso a menudo? –preguntó Sarah.

–A veces, para evitar el tráfico. Pero hoy fui por otra razón. Como sabe, estamos construyendo un hotel balneario donde estaba la granja Medlar, a tres kilómetros de su proyecto. No se preocupe, no es un rascacielos. Está diseñado para fundirse con el entorno. No afectará a su propiedad, sobre todo si acepta venderme las casas.

–Entiendo. ¿Hay algún problema?

–La seguridad –asintió él–. Esta tarde alguien entró en la garita del vigilante del hotel, mientras hacía su ronda. Oyó un coche alejarse; cuando volvió habían destrozado la garita.

–¿Se llevaron algo?

–Una televisión pequeña, lo único que merecía la pena. Debieron romperlo todo por frustración –dijo Alex serio–. A partir de ahora dos hombres con perros vigilarán toda la noche. Pasé por las casas a ver si usted tenía vigilancia.

–No –dijo ella preocupada–. Pero tiene fácil solución. La primera casa está lista para habitarla, me instalaré allí hasta que acabemos las demás.

–¿Y si alguien decide entrar una noche?

–Correré la voz en el pub de que está habitada –dijo ella–. Con las luces de seguridad y la alarma, estaré bien.

–Es su decisión. Pero no me gusta.

–No hace falta que le guste –señaló ella.

–Lo sé –rezongó él, levantándose–. Deme su teléfono móvil –extendió la mano imperativo.

–¿Por qué? –preguntó Sarah, dándoselo.

–Llámeme si me necesita o está preocupada –dijo él. Tecleó unos números y se lo devolvió–. Y eche el cerrojo cuando salga. Buenas noches.

Sarah miró la puerta airada. Ese hombre no tenía ningún derecho a darle órdenes. Ser vicepresidente tan joven se le había subido a la cabeza. Lo maldijo por interferir en su vida. No le apetecía trasladarse a una de las casas. Hasta la aparición de Alex Merrick, había estado satisfecha. Pero ya no dormiría tranquila.

La mañana siguiente, Sarah esperaba en el camino cuando llegó Harry.

–Buenos días. ¿Puedes hacerme un favor?

–Depende, jefa –dijo él con una gran sonrisa–. ¿Qué quieres?

–No he tenido en cuenta la seguridad –le dijo ella, tras explicarle la visita de Alex–. Así que tendré que instalarme en la casa número uno. ¿Podrías traer mi sofá cama en la furgoneta?

–No –contestó Harry, sin dudarlo.

–Pero, Harry, si me quedo en el piso no podré dormir, preocupada por si alguien entra aquí y estropea todo.

–¿Y dormirás mejor aquí sola? ¿Qué haría alguien tan pequeño como tú, si entrara alguien?

–Seré sincera, Harry. No puedo permitirme pagar a una empresa de vigilancia.

–Me ofrecería yo –dijo él tras pensarlo–, pero sería mejor que viniera Ian, con su perro.

–¿Crees que lo haría? –sus ojos se iluminaron al pensar en el joven gigante que había arreglado los tejados.

–Si le das unas cuantas libras, seguro. Aquí estará más cerca de su trabajo actual. Hay hervidor de agua y frigorífico; con un televisor portátil y su perro Nero, estará en la gloria.

–Habrá que traer mi sofá cama, igualmente.

–Ian mide dos metros, jefa. Destrozaría el sofá. Puede traer su equipo de acampada. Lo llamaré para ver cuándo puede venir.

–De paso, ¿podrías pedirle a Peter Cox que venga a comprobar que las luces de seguridad y las alarmas funcionan?

–Deja de preocuparte. Me ocuparé de todo.

Ian Sollers aceptó encantado la idea de ser vigilante, siempre y cuando a la señorita Carver no le importara que Josie fuera a ver la tele con él alguna tarde.

–Su novia –aclaró Harry–. Buena chica –sonrió–. Y si se despistan un poco, Nero seguirá vigilando. Es un pastor alemán, y muy grande.

Tras comprobar luces y alarmas, Sarah por fin se relajó lo bastante para reírse cuando Harry mencionó los avances en la jardinería.

–Debiste empezar en cuanto me marché.

–Me moría de ganas de ver cómo quedaban.

–Quedan muy bien –movió la cabeza–. Está mal que una chica como tú no tenga nada mejor que hacer por las tardes.

–Es un buen cambio de la carpintería y pintura que ocupaba mis tardes hasta que acabé con el estudio… –calló cuando sonó su teléfono.

–Haré té mientras contestas –dijo Harry.

–¿Señorita Carver?

–Sí.

–Soy Greg Harris, asistente personal de Alex Merrick. Me pidió que le dijera que uno de nuestros guardias de seguridad ampliará su ronda hasta las casas, no hace falta que se instale allí.

–Dele las gracias al señor Merrick de mi parte, pero ya he organizado otra cosa –contestó ella. No tenía sentido irritarse con el mensajero.

–¿Está segura, señorita Carver? Tras lo de anoche, espero que no piense dormir allí sola…

–Ya le he dicho que está solucionado –lo cortó–. Adiós.

Sarah colgó las cortinas para dar algo de intimidad a la pareja de jóvenes. Además, desde el punto de vista de la seguridad, era mejor que la casa pareciera habitada. Oyó a Harry y lo llamó.

–¿Qué te parece? ¿Disuadirá a los ladrones?

–Me gusta, pero Nero empezará a ladrar antes de que alguien se acerque lo bastante para mirar.

 

 

Esa tarde, Sarah volvió a casa de muy buen humor. Ian había llegado con su perro un rato antes. Habían fijado un precio y le había dicho al joven gigante que su novia era bienvenida.

–Se lo agradezco, señorita Carver. Hoy tiene clase de kárate, estaré solo –había mirado a su alrededor con agrado–. Esto le encantará a Josie.

Esa noche llamaron a su puerta muy tarde. Sarah se puso la bata y bajó de la plataforma donde dormía. La irritó oír la voz cortante de Alex Merrick. Lo dejó entrar y se rió al verlo en mangas de camisa, con el pelo de punta y un siete enorme en la pernera del pantalón.

–¡No tiene gracia! ¿Por qué diablos no me lo dijo? –exigió, avanzando hacia ella amenazador.

–Buenas noches, señor Merrick. Entre antes de despertar a los vecinos. ¿Qué debía haberle dicho?

–Que había vendido una casa.

–No lo he hecho. Ian, el sobrino de Harry va a dormir allí, nada más. Le dejé claro a su asistente que había solucionado el tema de la seguridad.

Alex controló su ira con obvio esfuerzo.

–Me dio el mensaje, pero está claro que incompleto. Entendí que seguía con su plan de dormir allí. Volvía de una cena benéfica y decidí desviarme para comprobar que todo iba bien. Fui atacado por un perro enorme y monstruoso.

–Era Nero. ¿Le ha mordido?

–No. Me defendí –Alex miró el roto del pantalón–. Me gustaba este traje.

–Si me dice el precio, se lo pagaré –dijo ella. Él le lanzó una mirada de cólera.

–No he venido a por dinero.

–¿A por qué, entonces?

–Yo diría que es obvio –su rostro se endureció.