La confusión de los sentimientos - Zweig Stefan - E-Book

La confusión de los sentimientos E-Book

Zweig Stefan

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Beschreibung

Cuando la llamada LGBTI no había logrado aún perfilarse como género temático, ni los homosexuales soñaban tan siquiera con tener una identidad pública, La confusión de los sentimientos formaba, junto con Maurice y La máscara de carne, uno de los espejos ficcionales donde los homófilos más o menos cultivados corrían a reconocerse. Escrita por uno de los autores que mejor han retratado las paradojas y avatares de la vieja respetabilidad burguesa, La confusión de los sentimientos deja de lado el esteticismo andrógino de Muerte en Venecia, y las ambigüedades sadomasoquistas de El joven Törles —por citar dos clásicos ejemplos centroeuropeos de novelas recuperadas como homófilas—, para internarse en las angustias y bloqueos creadores de un intelectual homófilo de los dorados veinte, cuyo enigma rememora con ribetes entre añorantes y lombrosianos su ya anciano discípulo.

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Stefan Zweig

LA CONFUSIÓN DE LOS SENTIMIENTOS

Título original: Verwirrung der Gefülhe, 1926

2ª edición: febrero, 2022

© de la traducción: A.C. revisada por Eulàlia Tella © de esta edición: Laertes S.L. de Ediciones, 2022 www.laertes.es

Ilustración de la cubierta: Henry Scott Tuke, Beach Study

Maquetación: JSM

ISBN: 978-84-18292-74-3

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de los titulares de la propiedad intelectual, con las excepciones previstas por la ley. Diríjase a cedro (Centro Español de Derechos Reprográficos, <www.cedro.org>) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Mis alumnos y colegas de la facultad han tenido una exquisita idea; he aquí, preciosamente encuadernado y solemnemente traído, el primer ejemplar de ese libro de homenaje que me consagraron los filólogos con ocasión de mi sexagésimo cumpleaños y del trigésimo aniversario de mi profesorado. Este libro se ha convertido en una verdadera biografía; no falta en él ni el menor de mis artículos, ni la más insignificante de mis alocuciones oficiales; la labor bibliográfica no dejó de arrancar del sepulcro de la papelería ni siquiera los informes sin ninguna importancia aparecidos en no sé qué anales eruditos. Se ha reconstruido en él, hasta la hora presente, con una nitidez ejemplar, peldaño por peldaño, como una escalera bien barrida, todo mi despliegue vital. Sería verdaderamente un ingrato si no me causase placer esta conmovedora minuciosidad. Lo que yo mismo creía borrado de mi vida y perdido, vuelve a encontrarse en este libro, presentado con orden y método; sí, debo confesar que el anciano que actualmente soy, ha contemplado estas hojas con el mismo orgullo que en otro tiempo experimentó el estudiante ante el diploma de sus profesores que, por vez primera, atestiguaba sus aptitudes para la ciencia y su voluntad de trabajo.

Sin embargo, después de haber hojeado estas doscientas páginas tan cuidadas y contemplado atentamente esta especie de espejo intelectual de mí mismo, tuve que sonreír. ¿Era esa mi vida, en verdad? ¿Se desarrollaba realmente en espirales que indican una feliz progresión desde la primera hora hasta la actualidad, tal como con la ayuda de documentos impresos había simétricamente desarrollado su curso el biógrafo? Experimentaba, exactamente, la misma impresión que sentí cuando oí por primera vez hablar a mi propia voz en un gramófono: al principio, no la reconocí en absoluto; era sin duda mi voz, pero solo era esa que oyen los otros, y no la que yo mismo percibo, como a través de mi sangre y en el habitáculo interior de mi ser.

Y de ese modo, yo que dediqué una vida entera a describir a los hombres de acuerdo con sus obras, y a objetivar la estructura intelectual de su universo, comprobé, precisamente por mi propio ejemplo, hasta qué punto permanece impenetrable en cada destino el núcleo verdadero del ser, la célula plástica de donde brota todo crecimiento. Vivimos miríadas de segundos y, sin embargo, no hay nunca más que uno, solo uno, que pone en ebullición todo nuestro mundo interior: el segundo en que (Stendhal lo describió) la flor interna, empapada ya con todos los jugos, realiza como en un relámpago su cristalización —segundo mágico, semejante al de la procreación y, como ella, oculto en el seno izquierdo de su propio cuerpo, invisible, intangible, imperceptible—, misterio que no es vivido más que una sola vez. No existe álgebra de la mente que pueda calcularlo. No existe alquimia del presentimiento que pueda adivinarlo, y muy rara vez el mismo instinto puede darse cuenta de él.

Este libro ignora todo el secreto de mi advenimiento a la vida intelectual: por eso me vi precisado a sonreír. Todo en él es cierto; solo falta lo esencial. Me describe, pero sin llegar hasta mi ser. Habla de mí sin revelar lo que soy. El índice cuidadosamente establecido comprende doscientos nombres: solo falta en él aquel de quien partió todo el impulso creador, el nombre del hombre que decidió mi destino y que, ahora, con un doble poder, me obliga a evocar mi juventud. Se habla en este libro de todos, salvo de él, que me enseñó la palabra y cuyo hálito anima mi lenguaje: y, bruscamente, me siento culpable de esta cobarde ocultación. Durante toda una vida he trazado retratos humanos, he despertado rostros del fondo de los siglos para tornarlos sensibles a los hombres de hoy, y precisamente nunca pensé en ese que siempre estuvo más presente en mí; por eso quiero, como en los días homéricos, darle a beber a ese querido fantasma de mi propia sangre, para que me hable nuevamente y para que él, hace tanto arrastrado por el tiempo, vuelva junto a mí, ahora que estoy envejecido. Deseo agregar un cuadernillo secreto a las hojas públicas, colocar un testimonio del sentimiento junto al libro docto, y contarme a mí mismo, por amor de él, la verdad de mi juventud.

Una vez más, antes de empezar, hojeo este libro que pretende representar mi vida. Y nuevamente me veo obligado a sonreír. Porque, ¿cómo querrían ellos conocer el verdadero interior de mi ser, si han escogido una partida? ¡Su primer paso ha sido ya dado en falso! Aquí tienes, un camarada de colegio que me quiere bien y que hoy es, como yo, consejero privado, imagina gratuitamente que ya en el liceo me distinguía de todos los demás camaradas un apasionado amor por las bellas letras. ¡Mala memoria tiene usted, mi querido consejero privado! Para mí, todo cuanto llevaba el signo de lo clásico era una servidumbre mal soportada, que me hacía rechinar los dientes y echar espumarajos. Precisamente por ser hijo del director de un colegio veía siempre, en esa pequeña ciudad del norte de Alemania, profesar la cultura, hasta en la mesa y en la sala, como un recurso; y odiaba desde la infancia toda filología: la naturaleza, siempre, de acuerdo con su mística tarea, que es la de preservar el impulso creador, infunde en el niño aversión y desprecio por los gustos paternos. La naturaleza no quiere una herencia cómoda e indolente, una mera transmisión y repetición de una generación a otra: siempre establece, al principio, un contraste entre las gentes de idéntica naturaleza, y solo después de un penoso y fecundo rodeo permite a los descendientes encarrilarse en la vía de los antepasados.

Bastaba que mi padre considerara la ciencia como cosa sagrada para que mi personalidad embrionaria solo viese en ella vanas sutilezas; porque apreciaba como modelos a los clásicos, a mí me parecían didácticos y, en consecuencia, odiosos. Rodeado por doquier de libros, despreciaba los libros; impelido siempre por mi padre hacia las cosas del espíritu, me sublevaba contra toda forma de cultura transmitida por la escritura. Por lo tanto, nada tiene de asombroso que me costara trabajo llegar hasta el bachillerato, y que después me negara con vehemencia a seguir estudiando. Quería ser oficial, marino o ingeniero. A decir verdad, no me impulsaba hacia esas carreras ninguna vocación imperiosa. Únicamente era la antipatía que experimentaba por los papelotes y por el didactismo de la ciencia lo que me hacía preferir una actividad práctica, a la carrera de profesor. Mi padre, empero, persistió, con su fanática veneración por todo lo que concernía a la universidad, en querer que siguiese los cursos de una facultad, y solo pude obtener una concesión: que en lugar de la filología clásica, me permitiera elegir la especialidad de inglés (solución bastarda que finalmente acepté con la secreta intención de poder luego, con mayor facilidad, gracias al conocimiento de ese idioma marítimo, tener acceso a la carrera de marino, que deseaba vivamente).

Nada, pues, es más falso, en ese curriculum vitae, que la muy amistosa aserción según la cual yo habría adquirido, en el transcurso de mi primer semestre de estudios en la Universidad de Berlín, gracias a profesores de mérito, los principios de la ciencia filológica: en realidad, mi pasión por la libertad, exteriorizándome violentamente, lo ignoraba todo, entonces, de los cursos y de los profesores. Con ocasión de mi primera y rápida visita al aula, la atmósfera enmohecida, la charla del profesor, monótona como la de un pastor y ampulosa al mismo tiempo, me provocaron tal cansancio, que tuve que hacer un esfuerzo para no quedarme dormido en el banco. Era esa, nuevamente, la escuela de la cual había creído escapar, por suerte; era el aula con su cátedra más elevada, y con las puerilidades de una crítica hecha de bagatelas; a pesar mío, me parecía que era arena lo que brotaba de los labios apenas abiertos del «consejero privado» que allí dictaba su curso, hasta tal punto gastadas y monótonas eran las palabras que, desde el cuaderno de tópicos del profesor, fatigaban a fuerza de haber servido, ascendían gota a gota en el aire denso.

La sospecha, sensible ya en el escolar, de haber caído en un depósito de cadáveres del espíritu, donde manos indiferentes se agitaban en torno a un muerto para hacer anatomía del mismo, se renovaba de una manera odiosa en aquel laboratorio del alejandrinismo que desde hacía tiempo se había convertido en una antigualla; y cuánta intensidad adquiría aquel instinto de defensa cuando, después de la lección penosamente soportada, salía por las calles de la ciudad, de aquel Berlín de la época que, sorprendido de su propio crecimiento, rebosante de una virilidad formada con demasiada rapidez, hacía brotar su electricidad de todas las piedras y de todas las calles, e imponía irresistiblemente a cada cual un ritmo de febril pulsación, que, con su salvaje ardor, se parecía en extremo a la embriaguez de mi propia virilidad, de la cual, precisamente, acababa de enterarme. Ambos, la ciudad y yo, alejados bruscamente de un sistema de vida que calificaré de «pequeño burgués», ordenado y limitado como el protestantismo, entregados prematuramente a un tumulto completamente nuevo de potencia y de posibilidades; ambos, la ciudad y el muchachote que era yo entonces, haciendo nuestra entrada en el mundo, vibrábamos con tanta agitación e impaciencia como una dinamo.

Nunca comprendí y amé tanto a Berlín como en aquella época, porque exactamente como aquel cálido y chorreante panal de miel humano, cada cédula de mi ser aspiraba a un súbito ensanchamiento. ¿Dónde la impaciencia de una juventud vigorosa habría podido desarrollarse tan bien como en el seno palpitante y ardiente de esa mujer gigante, en esa ciudad impaciente y rebosante de fuerza? Se apoderó súbitamente de mí, me hundí en su ser, descendí hasta el fondo de sus venas; recorrió mi curiosidad apresuradamente todo su cuerpo pétreo, y sin embargo, pleno de color: desde la mañana hasta la noche me agitaba por las calles, iba hasta los lagos de la periferia, exploraba todo lo que allí había de oculto: en realidad, el ardor con que, en lugar de ocuparme de mis estudios, me entregaba a las aventuras de aquella existencia siempre en busca de sensaciones nuevas, era el de un poseso. Pero, en esos excesos, no hacía más que obedecer a una particularidad de mi naturaleza: desde mi infancia, incapaz de interesarme en varias cosas a la vez, me mostraba de una indiferencia radical con todo aquello que no era lo que me ocupaba; siempre y en todas partes se desarrolló mi actividad siguiendo una sola línea, y todavía hoy, en mis trabajos, me entrego por lo general con tanto fanatismo a un problema, que no lo suelto antes de sentir en mi boca los últimos restos de su médula.

En aquel Berlín de entonces, el sentimiento de la libertad se convirtió para mí en una embriaguez tan poderosa, que ni siquiera soportaba el efímero cercado de las lecciones de la facultad, ni el encierro de mi propio cuarto. Todo aquello que no me aportaba una aventura me parecía tiempo perdido. Y el provinciano que yo era, recientemente desembarazado del cabestro del colegio, y que no era más que un novato, hablaba con voz autoritaria para echárselas de hombre importante. Frecuenté una asociación de estudiantes, traté de concederle a mi ser (que, hablando con propiedad, era tímido), un poco de la fatuidad y del ceño de los estudiantes de rostros cubiertos de cicatrices; apenas a los ocho días de iniciación, hacía el papel de fanfarrón de la gran ciudad y de la Gran Alemania; aprendí con asombrosa rapidez, como un verdadero Miles gloriosus, la vanidad y la holgazanería de los pilares de café.

Naturalmente, ese capítulo de la virilidad comprendía también a las mujeres, o más bien a las hembras, como decíamos en nuestra insolencia de estudiantes; y a este respecto venía como de perlas el hecho de ser yo un muchacho en extremo apuesto. De elevada estatura, esbelto, con las mejillas aún bronceadas por la pátina del mar, ágil y hábil en cada uno de mis movimientos, imperaba entre los pálidos horteras, disecados como arenques por la atmósfera de sus mostradores, quienes, como nosotros, se ponían en campaña todos los domingos, en busca de botín, a través de todos los salones de baile de Halensee y de Hundekehle (que en esa época se hallaban todavía alejados de la aglomeración urbana). Tan pronto era una criada mecklemburguesa, rubia como la paja, con una piel de blancura lechosa, ardiendo aún por efecto de la danza, a la que arrastraba a mi cuarto pocos momentos antes del final de su día libre; tan pronto era una nerviosa y petulante pequeña judía de Posen que vendía medias en la Casa Tietz... Casi siempre un botín conquistado fácilmente y muy pronto abandonado a los camaradas.

Pero en esa inesperada facilidad de conquistas, había para mí, que todavía ayer no era sino un temeroso colegial, una embriagadora novedad; los éxitos acrecentaron mi audacia, y poco a poco ya no consideré la calle sino como un coto de caza para aquellas aventuras absolutamente sin tino, y que solo eran una especie de deporte. Un día en que, siguiendo de ese modo la pista de una bonita chiquilla, llegué a Unter den Linden1 y, absolutamente por casualidad, frente a la universidad, me eché a reír a pesar mío, recordando el tiempo que había pasado sin poner los pies en aquel respetable umbral.

Entré, por pura fanfarronería, con un amigo de mi misma laya; no hicimos más que empujar la puerta y vimos (era aquel un espectáculo de una ridiculez increíble) ciento cincuenta espaldas inclinadas sobre los pupitres, como escribas, que parecían unir sus letanías a las que salmodiaba una barba blanca. Y volví a cerrar enseguida la puerta, dejando que se deslizase sobre la espalda de aquellos trabajadores ese arroyuelo de melancólica elocuencia, y retorné orgullosamente, con mi camarada, al paseo bañado por el sol.

Hay momentos en que me parece que nunca joven alguno derrochó su tiempo más tontamente que yo en el transcurso de esos meses. No leí ningún libro; estoy seguro de no haber dicho entonces ni una sola palabra razonable, ni concebido un pensamiento verdadero. Instintivamente rehuía toda sociedad culta, a fin de poder sentir con más fuerza en mi cuerpo, única cosa que me interesaba, el sabor de la novedad y de los placeres hasta ese momento prohibidos. Es posible que esa manera de embriagarse con la propia savia y de obligarse a sí mismo a perder el tiempo, forme parte, en cierta medida, de las exigencias de una juventud vigorosa bruscamente librada a sí misma; sin embargo, mi obsesión peculiar volvía ya peligrosa esa especie de pereza crónica, y es muy probable que me habría sumido completamente en la haraganería definitiva o en el embrutecimiento, si una casualidad no me hubiese retenido súbitamente en la pendiente del desplome interior.

Esa casualidad (que hoy mi gratitud califica de feliz), consistió en que mi padre fue requerido de improviso en Berlín, por un solo día, con motivo de una conferencia de directores de colegios que debía tener lugar en el ministerio. Como pedagogo profesional, aprovechó la oportunidad para enterarse de lo que yo hacía sin anunciarme su llegada, y para sorprenderme de ese modo en el momento que menos lo esperaba. Lo consiguió plenamente.

Como la mayor parte del tiempo, aquella tarde estaba conmigo, en mi vulgar cuarto de estudiante situado en el norte (la entrada formaba parte de la cocina de mi patrona, oculta por una cortina), a una mujercita que me visitaba en una forma absolutamente íntima. De pronto, oí golpear a la puerta. Suponiendo que se trataba de algún camarada, refunfuñé, malhumorado: «No estoy visible». Breves instantes más tarde se renovaron los golpes propinados a la puerta, una vez, dos veces, y luego, con no disimulada impaciencia, una tercera vez. Encolerizado, me puse los pantalones, con la firme intención de sacar con cajas destempladas al fastidioso impertinente; y de ese modo, con la camisa abierta a medias, con los tirantes colgando, con los pies desnudos, abrí violentamente la puerta para reconocer al momento, y con la sensación de que me habían asestado un puñetazo en la sien, en la oscuridad del vestíbulo, la silueta de mi padre.

No veía de su rostro, en la sombra, más que los cristales de los lentes, de centelleantes reflejos. Pero la simple presencia de aquella silueta bastó para que el insulto que tenía a flor de labio se inmovilizara, como una espina, en mi garganta, que se cerró: permanecí un instante como aturdido. Después (¡segundo atroz!) tuve que pedirle humildemente que aguardase durante algunos minutos en la cocina... «mientras ponía un poco de orden en mi habitación». Como acabo de decir, no veía su cara, pero sentía que mi padre comprendía. Lo sentía en su silencio, en la manera forzada con que, sin tenderme la mano, entró en la cocina, detrás de la cortina con un gesto de repulsión. Y allí, frente a un hornillo saturado de olor a café recalentado y a nabos, el anciano tuvo que aguardar durante diez minutos —diez minutos tan humillantes para mí como para él—, hasta que hube sacado a la mujerzuela de la cama, la obligué a vestirse rápidamente y la conduje fuera del cuarto, pasando junto a mi padre, que a pesar suyo se veía obligado a oír. Oyó, por fuerza, el ruido de sus pasos y el movimiento producido en los pliegues de la cortina por la acción de la corriente de aire, en el momento en que mi compañera accidental desaparecía rápidamente. Y no pude todavía hacer salir al anciano de su retiro envilecedor: primero tenía que reparar el desorden demasiado visible del lecho. Solo entonces (jamás había sentido tanta vergüenza en mi vida) fui a buscarle.

Mi padre supo contenerse en esa hora de suprema molestia, y todavía hoy se lo agradezco. Porque cada vez que pienso en él, que tanto tiempo hace que falleció, me niego a evocarlo de acuerdo con la perspectiva del escolar que se complacía en no advertir en él, desdeñosamente, más que una máquina de correcciones, más que un pedante encaprichado con minucias y sin cesar ocupado en emitir censuras; por el contrario, siempre evoco su imagen en ese instante tan humano en que el anciano, profundamente asqueado aunque, sin embargo, conservando el dominio de sí mismo, entró sin pronunciar palabra detrás de mí en el cuarto densamente cargado. Llevaba en la mano su sombrero y sus guantes; involuntariamente, quiso desembarazarse de ellos, pero hizo al punto un gesto de asco, como si le repugnase que una parte cualquiera de su ser tomase contacto con aquella «suciedad». Le ofrecí un asiento, y no contestó; un simple movimiento de negación apartó de él toda comunidad con los objetos de aquel «lugar».

Finalmente, luego de haber permanecido de pie durante algunos instantes, glacial y mirando de costado, se quitó los lentes y los restregó con insistencia, lo cual, yo lo sabía, era en él una señal de que se sentía molesto; tampoco pasé por alto la manera con que el anciano, antes de volver a colocárselos, se pasó el dorso de la mano por sus ojos.

Tenía vergüenza en mi presencia, y yo tenía vergüenza en la suya; ninguno de los dos hallaba palabras que decir. Yo temía, en secreto, que comenzara con un sermón, con una alocución llena de hermosas frases, pronunciada con aquel tono gutural que, cuando iba a la escuela, detestaba y provocaba mis burlas. Pero el anciano siguió mudo y evitaba mirarme.

Al fin, se dirigió hacia los estantes precariamente colgados en los que estaban mis libros de texto; los abrió: le bastó una primera ojeada para convencerse de que no los había tocado y para comprobar que la mayor parte de los mismos ni siquiera tenían las hojas cortadas. «¡Tus cuadernos de notas!» —dijo—. Fue esta orden su primera palabra. Se los tendí temblando, porque sabía perfectamente que las anotaciones hechas solo provenían de una lección. Recorrió las dos páginas volviéndolas rápidamente, y sin la menor muestra de irritación, dejó los cuadernos sobre la mesa. Luego tomó una silla, se sentó, me miró gravemente, pero sin ningún reproche y me preguntó:

—¡Y bien! ¿Qué piensas de todo esto? ¿Qué resultará de ello?