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El espectáculo debe continuar… Para la bailarina de burlesque Gigi Valente, El pájaro azul no era solo un cabaré o un trabajo… era el único hogar verdadero que había conocido. No permitiría que el nuevo dueño, Khaled Kitaev, lo destrozara. A pesar de que su cuerpo temblaba ante su magnífica presencia… Aunque admiraba su pasión, Khaled consideraba a Gigi una cazafortunas más. Pero cuando sus intentos por llamar su atención quedaron recogidos por las cámaras, el poderoso ruso tuvo que llevarse a Gigi precipitadamente a su mundo. ¡Con ella a su lado, la reputación de Khaled como mujeriego bajó, pero sus acciones subieron! ¿Cuánto tiempo podría mantener a aquel pajarillo de espíritu libre encerrado en su jaula de oro?
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Seitenzahl: 201
Veröffentlichungsjahr: 2018
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2015 Lucy Ellis
© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
La corista y el magnate, n.º 2609 - febrero 2018
Título original: Caught in His Gilded World
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-9170-726-4
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Portadilla
Créditos
Índice
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Si te ha gustado este libro…
Gigi, baja de ahí. ¡Te vas a romper el cuello!
Suspendida a dos metros del suelo, agarrando el telón del escenario entre los dedos de los pies y ayudándose de los delicados músculos de los brazos para alzarse, Gigi ignoró el comentario y escaló a toda prisa el telón que estaba al lado de la pecera de cuatro metros de alto. Era la misma pecera en la que nadaría aquella noche vestida únicamente con un tanga, una sonrisa y dos adormiladas pitones, Jack y Edna. Eso si no la despedían antes.
La escalera habría facilitado la operación, pero la habían retirado. Aunque estaba acostumbrada a contonearse subiendo cuerdas. Lo hacía desde los nueve años en el circo de su padre. El telón de terciopelo del escenario era pan comido para ella en comparación.
Ahora llegaba la parte difícil. Se agarró a un lado del tanque con una mano y estiró una pierna por encima, colocándose a horcajadas en el saliente y situándose en posición.
Se escuchó un suspiro abajo.
Cuando Susie había gritado «Kitaev está en el edificio», se había desatado el caos. Mientras las otras chicas corrían a pintarse los labios y se subían los tirantes del sujetador, Gigi había mirado hacia el tanque y, al recordar la maravillosa vista que había desde arriba, no lo había dudado.
Susie estaba en lo cierto. Allí abajo, entre las mesas y las sillas vacías y hablando con el gerente del teatro estaba el hombre que tenía el futuro de todas las chicas en sus poderosas manos, rodeado de un séquito de matones.
Gigi entornó los ojos al mirarlos. Seguramente sería necesario tener guardaespaldas cuando uno era el hombre más odiado de París.
Aunque no parecía necesitarlos. Estaba de espaldas al escenario, pero Gigi se fijó en que tenía los brazos cruzados porque la camisa azul se le aplastaba sobre los poderosos y anchos hombros.
Parecía que aquel hombre se ganaba la vida rompiendo ladrillos con una maza, y no con los cabarets.
–Gigi, Gigi, dinos lo que puedes ver. ¿Qué aspecto tiene?
«Fuerte, delgado y con un físico preparado para romper muebles».
Y entonces fue cuando él se dio la vuelta.
Gigi se quedó paralizada. Había visto fotos suyas en Internet, pero no tenía aquel aspecto. No, las fotos habían dejado aquella parte fuera. La parte que decía: «Acabo de bajar del barco de una expedición polar del siglo XIX durante la que he arrastrado botes y he roto témpanos de hielo con las manos desnudas».
Una barba oscura y salvaje como su pelo le oscurecía la parte inferior del rostro, pero incluso a aquella distancia la fuerte estructura ósea, los pómulos altos, la nariz recta y los ojos intensos hacían que pareciera un actor de cine clásico. Tenía el pelo oscuro, ondulado y brillante tan largo que se había recogido parte de él detrás de las orejas.
Tenía un aspecto delgado y salvaje, como si necesitara ser civilizado… y Gigi no quiso investigar en aquel momento por qué eso se traducía en un temblor por todo el cuerpo. Se bamboleó mientras se agarraba a un lado del tanque.
Tenía que hablar con él y conseguir que la escuchara.
Pero no iba a escucharla. Más bien parecía que quería devorarla.
El instinto de supervivencia le dijo a Gigi que si fuera una chica lista se bajaría del telón y se ocuparía de sus propios asuntos.
–¿Qué está pasando? –preguntó Lulu, quien al parecer no era capaz tampoco de ocuparse de sus propios asuntos, porque se había subido a uno de los altavoces que había abajo y estaba tirando del tobillo de Gigi.
–No sé –respondió Gigi–. Dame un minuto… y deja de tirarme del pie, Lulu Lachaille, o me voy a caer de verdad.
Lulu la soltó, pero abajo se escuchó un murmullo de protesta.
–No eres un mono, Gigi. ¡Bájate!
–Se cree que es de goma. ¡Si te caes no vas a rebotar, Gigi!
–Gigi, dinos qué puedes ver. ¿De verdad es él?
–¿Es tan guapo como parece en todas las fotos?
Gigi puso los ojos en blanco. Al menos Lulu sabía que aquel hombre no iba a tomarlas en serio, pero las otras chicas, pobrecillas, no lo veían así. Todas creían que un tipo rico con ganas de divertirse se llevaría a alguna corista afortunada y le proporcionaría una vida de compras ilimitadas.
Alertado probablemente por todo el bullicio, Kitaev alzó la vista.
Dirigió la mirada hacia el acuario con tanta rapidez que Gigi apenas tuvo tiempo de pensar. Y desde luego ya era muy tarde para esconderse detrás del telón.
Kitaev clavó la mirada en ella.
Fue como recibir el golpe de un objeto en movimiento. Gigi escuchó un zumbido en los oídos y de pronto perdió la confianza que tenía un instante antes en su equilibrio.
Soltó un pequeño grito desmayado y el vientre se le deslizó unos centímetros de su posición en lo alto del acuario.
Él la estaba mirando en ese momento como si fuera lo que había ido a ver.
Gigi se deslizó un centímetro más y forcejeó para agarrarse.
Entonces ocurrieron dos cosas a la vez. Kitaev frunció el ceño y Lulu le volvió a tirar del tobillo. Gigi supo el momento en el que perdió el equilibrio porque no pudo hacer nada para evitarlo, solo prepararse para la caída. Y cayó al suelo conteniendo el aire.
Era muy posible que Khaled nunca hubiera sabido que poseía aquel trocito de Montmartre si alguien no hubiera conseguido una lista de las propiedades en París en manos rusas y la hubiera publicado. Al parecer, no pasaba nada por comprar inmuebles en Marais y en la parte sur de la Riviera, pero si tocabas uno de los cabarets de París te convertías en el hombre más odiado de la ciudad.
Aunque Khaled no prestaba atención a lo que los demás pensaban de él. Había aprendido la lección muchos años atrás al ser hijo de un soldado ruso que había destrozado la vida de su madre y llevado la vergüenza a su familia.
Crecer entre gente que le evitaba le había endurecido la piel, y también había desarrollado la capacidad de utilizar los puños, aunque actualmente era más partidario de usar su poder y su influencia en una pelea. Y también aprendió a no tomarse nada personalmente. «Desapego emocional», lo había llamado una mujer con la que salió brevemente. Todo habilidad pero sin corazón.
El desapego le había servido de mucho. Dejarse llevar por las emociones le habría matado probablemente antes de los veinte años en la parte del mundo de la que procedía. Había crecido muy deprisa y de un modo duro y gracias a eso había sobrevivido. Luego había triunfado en el foso de los leones del mundo empresarial moscovita.
Sabía cómo conseguir lo que quería y no permitía que el sentimentalismo le nublara la razón.
Lo que le convertía en una mala apuesta para una mujer interesada en el precio de las acciones de sus empresas, siempre al alza. No era que no le interesaran las mujeres, aunque últimamente estaba algo aburrido de ellas. No se trataba de falta de libido, sino de falta de reto. Él era un cazador. Su naturaleza intrínseca estaba en oler, seguir el rastro, cazar y matar a la presa. Luego se aburría. Llevaba meses aburrido.
Entonces alzó la vista. ¿Qué diablos era aquello?
Cuando un hombre ponía un pie en uno de los famosos cabarets de París, lo que quería era ver a la más legendaria de las criaturas: Una corista parisina. De piernas largas, seductora, desnuda de cintura para arriba… Pero no era eso lo que estaba viendo.
Sí, había pasado las seis últimas semanas viviendo en tiendas de campaña, cobertizos y chozas, bañándose en ríos, comiendo de latas y de lo que pudiera cazar. Era muy posible que estuviera teniendo una alucinación relacionada con una mujer… aunque dudaba mucho que aquello fuera lo que se le ocurriera a su mente. Porque podría haber jurado que había visto a una Campanilla de rodillas huesudas vestida con unas mallas de leopardo colgada en lo alto de un tanque en el que le habían dicho que aquella noche nadaría una preciosa corista semidesnuda… en compañía de unas pitones.
Antes de que pudiera darse cuenta de lo que estaba viendo, la curiosa aparición se desvaneció con la misma velocidad con la que había surgido, seguida de un golpe y los gritos ahogados de varias mujeres.
–¿Quieren ir a ver qué ha pasado? –les preguntó a los hermanos Danton. Los dos estaban sudando la gota gorda por su repentina aparición sin avisar.
Ninguno de los hombres se movió.
–Las chicas están ensayando –dijo Martin Danton nervioso, como si eso lo explicara todo.
Los miembros del equipo de seguridad miraron a su alrededor, claramente esperando que los veinticuatro pájaros azules aparecieran revoloteando por el escenario vacío.
–¿Les gustaría ver el ensayo? –propuso Jacques Danton, captando la repentina atención que se había despertado en los hombres.
Los dos franceses que dirigían aquel lugar estaban muy nerviosos. Khaled supuso que era la reacción natural, ya que sus prácticas empresariales se iban a mirar ahora con microscopio.
–Mis abogados se pondrán en contacto con ustedes hoy –les informó con tono pausado–. Quiero echar un vistazo a cómo va este lugar.
–¡Somos una institución en París, señor Kitaev! –exclamaron a coro.
–Eso es lo que lleva repitiendo la prensa francesa toda la semana –replicó él con la misma calma–. Pero esto es un negocio y me gusta saber cómo van mis negocios.
Sinceramente, no estaría ahora allí si la prensa no hubiera salido la semana anterior con la acusación de que era el equivalente al ejército ruso marchando sobre París, destrozando sus bonitos bulevares y rapiñando la cultura francesa. Convirtiendo la ciudad en el Moscú del Sena.
Y todo porque había ganado un cabaret jugando a las cartas.
Ahora, tras haber visto lo difícil que le resultaba moverse por la ciudad sin equipo de seguridad, estaba dispuesto a deshacerse de él. Tenía varias reuniones aquella tarde, así que las horas de L’Oiseau Bleu estaban contadas.
Una chica encantadora de oscuro cabello rizado asomó en aquel momento la cabeza por el telón.
–Jacques… –susurró–, ha habido un accidente.
–¿Qué clase de accidente, Lulu? –preguntó el hombre mayor frunciendo el ceño.
–Una de las chicas se ha golpeado en la cabeza.
Jacques compuso un gesto de resignación, murmuró algo entre dientes y se excusó para dirigirse al escenario.
Khaled llevó la mirada hacia el tanque vacío que se cernía sobre el escenario. Todavía no estaba muy seguro de lo que había visto, pero estaba interesado en averiguarlo.
Se movió y su equipo de seguridad se dirigió hacia el escenario con él.
–No creo que sea una buena idea –protestó Martin Danton andando detrás de ellos, mostrando la primera señal de agallas que Khaled había visto en ambos hombres.
Su hermano y él llevaban catorce años al frente del cabaret, pero, según los informes, no lo estaban haciendo muy bien.
Khaled se abrió paso detrás del telón a través de una selva de decorados y cajas, bajando la cabeza entre las cuerdas y alambres del escenario.
Cuando la vio, ella estaba tumbada en el suelo.
Jacques Danton la estaba ignorando, solo reprendía a la chica morena. Khaled apartó al hombre de su camino y fue a ayudarla.
Se agachó y al inspeccionarla de cerca vio que, aunque tenía los ojos cerrados, se le movían los delicados párpados.
Khaled apretó los labios. Menuda farsante. Alzó la vista y comprobó la altura de la caída. No podía haberse hecho mucho daño.
En aquel momento, un grupo de veintitantas bailarinas vestidas de lycra empezó a rodearle susurrando y riendo. Khaled había tenido una experiencia similar unos días atrás en las tierras altas del Cáucaso con una manada de gacelas. Miró a su alrededor y vio que su equipo de seguridad parecía tan desconcertado como él mismo.
¿Qué iban a hacer? ¿Derribarlas y tirarlas al suelo? Las chicas parecían tan inofensivas como las gacelas. Miró a la gacela que se había separado del resto de la manada. Estaba tumbada de una forma poco natural, pero los párpados la traicionaban al moverse tan rápidamente.
–¿Puede oírme, mademoiselle? –le preguntó inclinándose sobre ella.
–Se llama Gigi –le informó la chica morena de pelo rizado, que se había agachado frente a él.
Estaba en Montmartre, en un cabaret destartalado que había conocido tiempos mejores, con un grupo de coristas cuyas ciudades de origen iban desde Sídney a Helsinki pasando por Londres. Seguramente ninguna de ellas fuera francesa de verdad. Pero sí, claro, seguro que se llamaba Gigi…
No se lo creyó ni por un segundo.
Como si percibiera su escepticismo, la joven agitó sus gruesas pestañas doradas y las abrió de golpe. Unos vivaces ojos azules se encontraron con los suyos y se hicieron más grandes por el asombro.
Tenían un color más azul que el azul. Del color del Mar de Pechora. Lo sabía porque acababa de llegar de allí.
Khaled se fijó en su rostro: preciosa nariz mediterránea, boca de labios gruesos y rosados y barbilla afilada, todo enmarcado por una salvaje melena pelirroja. Sintió un tirón en el pecho, como si le hubieran golpeado bajo las costillas.
La joven se apoyó sobre los codos y lo miró fijamente con aquellos ojos azules.
–¿Quién es usted? Qui êtes-vous? –su acento mezclaba de forma armoniosa el deje francés con la cadencia musical de Irlanda y un punto algo más internacional.
Qui êtes-vous? Esa era exactamente la pregunta que él se hacía. Se incorporó un poco para sentirse en una mayor posición de dominio y colocó las manos sobre las musculadas caderas.
–Khaled Kitaev –dijo simplemente.
Se escuchó un rumor, pero él no apartó los ojos de la pelirroja mientras le ofrecía pausadamente la mano. Al ver que ella vacilaba, se inclinó y le tomó la suya.
Gigi llevaba cayéndose profesionalmente desde los nueve años, pero eso no había impedido que se precipitara hacia atrás y se golpeara la cabeza y el coxis contra las tablas del escenario. Ahora estaba viendo dos manos y no sabía cuál tomar.
–¡Levántate! –le chilló Jacques como un ganso.
No tuvo que escoger, porque Kitaev tiró de ella sin ningún esfuerzo y la puso de pie delante de él. Pero la estancia daba vueltas y las piernas de Gigi no colaboraban. Tampoco ayudaba que tuviera que echar la cabeza hacia atrás para mirarle aunque ella midiera un metro ochenta. Así de alto era Kitaev, y además estaba demasiado cerca… mirándola.
Y de qué manera. Gigi parpadeó rápidamente para aclararse la visión. A veces los hombres la miraban como si lo único que quisieran fuera verla desnuda. Gigi aceptaba aquello como parte de su trabajo, aunque lo odiaba. A veces los hombres también intentaban acercarse a ella de un modo lascivo, pero también había aprendido a combatir aquello.
Pero ese hombre no estaba haciendo ninguna de esas cosas. No tenía una mirada desesperada ni sórdida. No, los ojos de aquel hombre decían algo completamente distinto. Algo que ningún hombre le había prometido nunca a Gigi. Iba a desnudarla y a complacer a su cuerpo como nunca antes había sido complacido. Y luego iba a tirar su trabajo a la basura.
–¡No puedes hacer eso! –le espetó Gigi.
–¿Hacer qué, dushka? –hablaba con marcado acento ruso y de forma indolente, como si tuviera todo el tiempo del mundo.
Las chicas se rieron nerviosamente.
–Lo que tengas planeado hacer… –Gigi guardó silencio, porque no parecía que ninguno de los dos estuviera hablando del cabaret.
–En este momento, poco más aparte de comer –respondió él con un brillo extraño en sus distantes ojos oscuros.
Las risas que se escucharon ahogaron cualquier respuesta. Y mejor así, porque no hacía falta mucha imaginación para darse cuenta de que aquel hombre no tenía absolutamente ningún interés en nada que hubiera allí. Gigi sintió que su frustración inicial volvía a surgir.
A él no le importaba lo que le sucediera a aquel lugar. Y a las otras chicas tampoco. Aunque sí les importaría cuando se quedaran sin trabajo. Pero no se trataba solo de perder un trabajo. Aquel sitio era su hogar.
La angustia que tiró de Gigi como una corriente marina era real. Era el único lugar al que había sentido que pertenecía desde que la repentina muerte de su madre había acabado con su mundo seguro. Había trabajado un tiempo con su padre hasta que fue capaz de dar el salto al Canal y aterrizar en el escenario de lo que le había parecido entonces un trabajo de ensueño.
Aunque si alguien le hubiera preguntado sobre su trabajo la semana anterior, habría puesto los ojos en blanco y se hubiera quejado de las horas de trabajo y la paga. Desde luego, no era el Moulin Rouge.
Pero ese no era un día normal. Ese era el día en el que todo por lo que había luchado desde muy pequeña con su madre amenazaba con quedar destruido.
Gigi no iba a permitir que sucediera eso. Además, aquel no era un teatro vulgar. Las mujeres más increíbles del mundo habían bailado allí. Mistinguett, La Bella Otero, Josephine Baker… incluso Lena Horne había cantado en aquel escenario.
Y luego estaba Emily Fitzgerald. Nadie la recordaba, nunca había sido famosa… solo una chica del coro guapa entre muchas otras que había bailado en aquel escenario durante cinco cortos años. Su madre.
Cuando se quedó embarazada del seductor Carlos Valente, un artista del escenario, se vio obligada a volver con su familia a Dublín. El sueño de París había terminado. Pero en el momento en que Gigi pudo ponerse de pie, su madre le calzó unas zapatillas de ballet de punta. La niña creció con historias de los días de gloria de L’Oiseau Bleu. Por supuesto, cuando llegó a aquella puerta a los diecinueve años no se parecía en nada a aquellas historias, pero a diferencia de las otras chicas, ella sabía lo especial que había sido L’Oiseau Bleu… y podría volver a serlo.
Gigi había estado trabajando con los Danton. Estaba a punto de conseguir algunas mejoras, no le cabía duda. Pero ahora aquel hombre se interponía en su camino. Perdida y sin saber por dónde empezar, fue entonces cuando recordó que sí tenía algo que podía hablar por ella. Doblado y guardado en el sujetador deportivo que tenía puesto. Lo sacó y estiró la arrugada hoja de papel. Era una fotocopia que Lulu había hecho de un blog de burlesque que ambas seguían.
Gigi alzó la vista y vio que Kitaev seguía mirándola, y probablemente habría tenido algún atisbo de su sujetador púrpura viejo. Sabía que no tenía un aspecto muy profesional, pero no había sido su intención caerse ni que él llegara a husmear entre bambalinas. Pero estaba en sujetador.
–¿Qué más guardas ahí? –le preguntó Kitaev con un brillo malicioso en los ojos.
Gigi sintió cómo todo su cuerpo se sonrojaba y se incorporó tensa.
–Nada –dijo con poca seguridad.
Algunas chicas soltaron una risita nerviosa. Ignorándolas, Gigi sostuvo la hoja hasta que él la agarró.
París está revolucionadopor la noticia de que el oligarca Khaled Kitaev, uno de los hombres de menos de cuarenta años más ricos del mundo según la revista Forbes, haya tenido suerte en una partida de póquer.
La fortuna de Kitaev está en el petróleo, pero, como la mayoría de los hombres de negocios rusos, parece haberoptado por invertir en propiedades y entretenimiento. Y ha tomado posesión de uno de los cabarets más famosos de París. Y no se trata de cualquier teatro, sino de uno de los más antiguos de Montmartre: L’Oiseau Bleu. El hogar de los Pájaros Azules. Un cabaret encantador con el aire de los viejos tiempos, pero… ¿por cuánto tiempo?
A juzgar por la reacción de la prensa, parece que los franceses no van a conformarse sin protestar.
Kitaev arrugó el papel en el puño y quedó hecho una bolita. Gigi no pudo evitar pensar que todos eran un poco como aquella bola de papel, e igual de desechables.
–¿Qué quieres saber?
Hacía que pareciera natural, pero Gigi no se dejó engañar. Sus ojos oscuros se habían endurecido mientras leía, y cuando alzó la vista tenían una expresión de advertencia.
Lo más sensato que podía hacer Gigi en aquel momento era preguntarle educadamente si preveía cambios mayores en el teatro que pudieran afectar a sus puestos de trabajo.
Pero entonces sintió el sutil movimiento de su mirada deslizándose por su cuerpo. No estaba siendo muy obvio, pero ella lo sintió de todas formas… y, maldición, los pezones se le pusieron erectos.
Así que, en lugar de ser razonable, perdió los estribos y se lanzó a por todas.
–Queremos saber si tiene planes de convertir nuestro cabaret en una versión de el Crazy Horse.
Martin Danton dejó escapar un gruñido. Su hermano parecía dispuesto a echar a la pelirroja de allí. Pero ella se mantuvo en su sitio.
–No lo sé –respondió Khaled sin apartar los ojos de ella–. Nunca he estado en el Crazy Horse.
Se dio cuenta de que ella apretaba los labios.
–Gigi, ça suffit –intervino Jacques Danton–. Ya es suficiente.
Pero ella no reculó.
–Creo que tenemos derecho a saberlo –protestó–. Se trata de nuestro trabajo.
Khaled se habría quedado más impresionado si no sospechara que su jefe le había dicho que hablara así.
–Vuestro trabajo está a salvo por el momento –lo dijo porque era cierto… en ese instante. Al día siguiente seguramente no.
–Splendide! –Jacques Danton sonrió.
–No es eso lo que he preguntado –interrumpió la pelirroja mirándole con aquellos ojos azules.
No para seducirle, registró Khaled, sino para ponerse en su contra. Estaba claro que, a diferencia de su jefe, no se lo había creído.
Consideró durante un instante la alternativa: que aquello no fuera algo pactado y la chica, mucho más inteligente que los Danton y dispuesta a enfrentarse a él, estuviera actuando sola.
–No somos un club de striptease, señor Kitaev, y eso estropearía…
Gigi aspiró con fuerza el aire y algo parecido a la angustia desfiguró sus preciosas facciones. En el tiempo que necesitó para recomponerse, Khaled se interesó por qué sería exactamente lo que pensaba que él iba a estropear.
–A nadie se le va a pedir que se quite la ropa –afirmó exasperado.
Qué diablos, no sabía qué iba a ser de aquel lugar. Tendría suerte si podía venderlo. Sin embargo, la pelirroja parecía creer que allí había algo que valía la pena salvar.
–Voulez-vous, filles?
Jacques Danton dio unas palmadas y las demás bailarinas empezaron a disolverse.
–Maintenant, Gigi –le espetó a la joven–. Ahora.