Reglas quebrantadas - Lucy Ellis - E-Book

Reglas quebrantadas E-Book

Lucy Ellis

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Beschreibung

Lo único que el dinero de aquel ruso no podía comprar era a ella El despiadado Serge Marinov pensaba que la deslumbrante sonrisa y el cuerpo voluptuoso de Clementine Chevalier podían provocar verdaderos disturbios. Era tan cautivadora que eran necesarias ciertas reglas: él le daría noches de placer, pero a la luz del día de San Petersburgo desaparecería. Serge era la fantasía secreta de Clementine hecha realidad, pero ella no estaba interesada en el dinero, así que puso ciertas condiciones: no sería su amante hasta que le demostrara que era algo más que un capricho pasajero para él.

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Seitenzahl: 194

Veröffentlichungsjahr: 2012

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2012 Lucy Ellis. Todos los derechos reservados.

REGLAS QUEBRANTADAS, N.º 2182 - septiembre 2012

Título original: Untouched by His Diamonds

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2012

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Bianca son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-0794-5

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

Capítulo 1

CLEMENTINE volvió la vista al pasar por delante del escaparate y prácticamente pegó la nariz al cristal.

Lujuria; eso era lo que sentía. Verdadero deseo.

En el escaparate estaba su fantasía de Ana Karenina. Unas botas rusas de ante que llegaban hasta el muslo.

Se dijo a sí misma que solo le quedaba un día en San Petersburgo. Se merecía algo para recordarlo.

Cinco minutos más tarde estaba sobre la alfombra gastada de color rojo del interior, deslizando un pie y después el otro dentro de su sueño. Se sentía como Cenicienta probándose sus zapatos de cristal. La verdadera prueba era subirse la cremallera hasta más allá de las rodillas. Medía un metro ochenta y su altura se debía en parte a sus piernas.

Estuvo a punto de dar un grito de alegría cuando la cremallera comenzó a subir.

–Puede subir más –dijo la chica arrodillada ante ella–. ¿Lo intentamos?

Hablaba inglés, pero en aquellas tiendas de lujo todo el mundo lo hablaba.

Sin dudar, Clementine se levantó la falda de cuero y se sintió algo pícara al dejar ver su ligero. Se agachó y se abrochó las botas hasta que el ante acarició la cara interna de su muslo.

Sus piernas parecían increíblemente largas con la falda de cuero arrebujada en sus caderas. Absorta en su propio reflejo, estiró una pierna y acarició la piel con suavidad. Por el rabillo del ojo advirtió un movimiento tras ella en el espejo, levantó la cabeza y se encontró con la mirada de un hombre que había en la puerta.

No estaba holgazaneando en la puerta, ni acechándola. Estaba llenando el hueco a propósito, anunciando su presencia.

Y estaba mirándola directamente.

Debía de sacarle una cabeza de altura y tenía una complexión acorde con ello. Clementine habría apostado sus últimas bragas de diseño a que aquel cuerpo era cien por cien músculo.

Era todo un espectáculo. Ya no se hacían hombres así.

Tal vez en siglos anteriores, cuando los rusos iban a la guerra con mosquetes, o tal vez antes, cuando tenían que apalear a los animales y despellejarlos para alimentar a sus familias. Oh, sí, podía imaginárselo medio desnudo, con arañazos de garras en la espalda y en el pecho, cabalgando por las estepas. De hecho esa última parte podía imaginársela bastante bien.

Pero en la actualidad, en la era de la tecnología y de la liberación de la mujer, ya no se necesitaban hombres así.

Salvo en la cama. Un inesperado torrente de calor ascendió por su cuerpo.

«Imagina si te pusieras las manos encima».

«Imagina que fuera él quien te ajustara las botas».

Miró hacia el espejo y vio que el cosaco no se había movido ni un centímetro, pero instintivamente supo que había movido algunos músculos porque la mirada en su rostro se parecía a la suya: absoluta fascinación. Por ella. Fascinación sucia y masculina. Como si ella fuese su propio espectáculo sexual.

Clementine sintió su mirada en su cuerpo como una quemadura, deslizándose por la cara interna de su pierna desnuda. Era casi tan excitante como si estuviera tocándola de verdad.

Debía cubrirse, pero después de un año portándose bien, disfrutaba de la atención. Era inofensivo. Si aquel tipo deseaba mirar, que mirase. No era como si pudiera ponerle las manos encima. Eran desconocidos. Era un lugar público. Estaba a salvo.

Estaba disfrutándolo.

Se agachó lentamente y dobló una de las solapas de las botas para mostrar su muslo desnudo, después el otro. Entonces se bajó muy despacio el cuero arrebujado en torno a sus caderas hasta estirarse la falda, centímetros a centímetro, como había visto hacer a muchas modelos frente a la cámara, hasta que quedó decentemente cubierta.

Fin del espectáculo.

Era hora de pagar sus artículos, volver al nido de ratas en el que se hospedaba e intentar dormir un poco. Pero cuando volvió a mirar hacia el espejo, el cosaco seguía allí, soportando el mundo sobre esos hombros grandes. Se había cruzado de brazos y Clementine advirtió unos músculos poderosos bajo la tensión de su chaqueta.

Se le aceleró el pulso. Aquel hombre era la fantasía de cualquier mujer, y también daba un poco de miedo; no solo por su tamaño. Con aquella intención tan evidente, daba la impresión de que estuviera esperándola.

Un escalofrío recorrió su cuerpo como una descarga eléctrica, pero Clementine se obligó a moverse y sacó de su bolso el equivalente al coste de sus comidas durante el resto de la semana para pagar las botas.

–Tiene un admirador –dijo la chica, mirando hacia la puerta mientras guardaba sus zapatos viejos en una bolsa.

–Probablemente sea un fetichista de los zapatos –murmuró Clementine, aunque no pudo evitar sonreír mientras lo decía.

Tomó aliento, se dio la vuelta y se dirigió hacia la puerta, pero entonces descubrió que él ya no estaba allí. Se quedó parada en la entrada, vacilando durante un instante, decepcionada.

Salió a la calle y balanceó su bolsa mientras caminaba hacia el sur; fue entonces cuando lo vio. Apoyado en una limusina, con los pulgares en los bolsillos, dirigiéndole una mirada más lenta o más rápida dependiendo de la parte del cuerpo que estuviera contemplando. Clementine se quedó sin aire y el corazón se le aceleró.

«De acuerdo, Clementine, sigue caminando», se dijo a sí misma. «No vas a ir y presentarte». Los tipos vestidos así con limusinas eran un territorio en el que no quería adentrarse. Ya había tenido algún roce con hombres así. Nunca más. La industria en la que trabajaba estaba plagada de mujeres que se aprovechaban de su atractivo para conseguir cierto estilo de vida. Ella no era de esas y no iba a empezar en aquel momento.

Serge se fijó en el bamboleo de sus caderas mientras caminaba, y en aquellos muslos sensacionales envueltos en ante y medias. Sabía qué era lo que sujetaba aquellas medias; un delicado ligero azul oscuro.

Acababa de salir de la joyería Krassinsky’s, donde había dejado los gemelos de boda de su padre para que los reparasen, y estaba atravesando el atrio art nouveau que conectaba varias tiendas de moda de aquel edificio cuando la había divisado a través del escaparate.

Una joven doblada hacia delante, con la falda de cuero arrebujada en torno a las caderas, tan cómodamente en mitad de la tienda como si hubiera estado en su tocador, moviendo de forma provocativa su trasero envuelto en cuero burdeos. Había visto dos franjas de piel blanca entre la falda y las medias, sujetas con un delicado liguero.

Aquello le había dejado clavado al suelo.

Cuando había comenzado a subirse las botas, la lujuria le había golpeado como un rayo.

Si hubiera parado ahí, tal vez Serge se hubiera marchado, pero de pronto había levantado una pierna y él había podido ver la cara interna de su muslo; esa curva carnosa y suave en la pierna de una mujer, prominente gracias a la presión de las medias aferradas a sus piernas. Serge había tragado saliva cuando la mujer había comenzado a subirse la bota hasta ese punto.

En ese momento ella había levantado la cabeza y sus miradas se habían encontrado a través del espejo. Se había quedado quieta. Tenía la cara en forma de corazón, con una boca grande y la barbilla afilada. Serge había esperado su reacción y había sido recompensado con una sonrisa privada. Después ella se había agachado y le había enseñado la parte de arriba de los muslos. Solo a él.

Porque todo el espectáculo había sido para él. Ella sabía que estaba mirándola.

Lo cual hacía que resultase más excitante.

Al deslizar la falda hacia abajo, Serge había sabido que estaría pensando no solo en aquellos muslos, sino también en esa sonrisa el resto del día.

La mujer había desviado su atención hacia la vendedora y eso le había servido de escarmiento. Aquello no era Ámsterdam. Ella no estaba en el mercado ni era su tipo. El look de prostituta nunca le había interesado, y cualquier excitación que pudiera haber sentido ella con la experiencia ya había acabado.

Se había marchado, pero, al entregarle su bolsa al chófer, se había quedado junto al coche, esperando solo para verla salir. Curioso, interesado.

La mujer salió del edificio con aquellas ridículas botas y Serge recibió todo el impacto de una pin-up de los años cincuenta. Una melena castaña dorada, unos hombros estrechos, pechos voluptuosos, caderas curvilíneas y una cintura delgada. Sus piernas eran fuertes y largas. Muy largas.

El realista que llevaba en su interior le dijo que debía dejarla ir. Tenía cosas que hacer, lugares a los que ir, y tampoco era que no pudiera encontrar a otra mujer que calentara su cama.

Pero entonces ella se movió y él se olvidó de todos los planes que tenía para el resto del día.

Supo el momento exacto en que ella lo vio. Dejó caer las pestañas y simplemente siguió caminando, comiéndose el pavimento con aquellas botas infames. Su falda de cuero se movía provocativamente sobre su trasero. En pocos minutos habría desaparecido, se habría perdido entre la multitud de última hora de la tarde.

Como si hubiera notado su indecisión, ella eligió ese momento para girar la cabeza por encima del hombro y dedicarle una sonrisa de la que la Mona Lisa habría sentido envidia. Sutil, pero ahí estaba. «Ven a buscarme», pensó.

Entonces desapareció con un golpe de melena.

Serge se apartó del coche y, tras ordenarle a su chófer que lo siguiera, fue tras ella.

Clementine no había podido evitarlo. Había mirado una última vez por encima del hombro y, al ver que el hombre seguía mirándola, había sonreído. Al parecer eso fue suficiente, porque ahora iba tras ella.

Instintivamente aceleró el paso y sintió la anticipación en su cuerpo.

Cuando volvió a mirar, él seguía allí. Era imposible no verlo; un hombre guapo, más alto que el resto, con el pelo castaño cayéndole revuelto sobre las sienes. Con la luz del sol podía ver la leve sombra de donde se había afeitado, y el corte cuadrado de su barbilla, y la valentía de su sonrisa cuando la pilló mirando.

No debería estar fomentando aquello. Debía darse la vuelta en mitad de la calle y enfrentarse a él. Pero no lo hizo. Aminoró la velocidad y siguió caminando con un bamboleo más descarado de sus caderas.

Volvió a mirar. Seguía allí, pero no se acercaba. Clementine se sentía relativamente a salvo.

Serge se detuvo un instante cuando la mujer cambió de dirección. Cruzó la calle contra el tráfico frenético y se ganó algunos pitidos y sonidos de frenos de los conductores; probablemente más por la visión de aquellas piernas largas que por haber infringido la ley.

Tenía una energía en el cuerpo que se traducía en la manera de andar más sexy que Serge había visto jamás en una mujer. Y lo que más llamativo le resultaba era el hecho de que ella pareciese completamente ajena al caos que provocaba a su alrededor.

No deseaba perderla.

Clementine se arriesgó a mirar una vez más por encima del hombro, pero no pudo verlo. Decepcionada, aminoró el paso mientras volvía a la realidad. Se había acabado el juego. Maldición.

Frente a ella estaba el paso subterráneo. Odiaba aquellos túneles lúgubres y nunca se sentía del todo segura en ellos, pero era la única ruta que conocía. Las botas empezaban a rozarle y, sin la distracción de aquella ridícula fantasía sexual, las preocupaciones del día comenzaban a agolparse en su cabeza.

Serge se quedó de pie en el bordillo y la observó mientras ella comenzaba a bajar al paso subterráneo. Vio el peligro en un instante y, sin dudarlo, salió corriendo tras ella.

Bozhe, esa mujer corría riesgos. Sabía que él iba tras ella y ahora dos hombres la seguían, excitados con aquellas caderas maravillosas, pero ella seguía caminando, perdida en su pequeño mundo.

No debía salir sola. Corrió hacia el paso subterráneo y se dirigió hacia el tipo que ya se disponía a quitarle el bolso.

Agarró al asaltante del cuello y lo arrastró hacia atrás.

Resultaba satisfactorio usar su cuerpo para algo que no fuera estar sentado en un avión o en un coche. Estaba en forma; el boxeo y el atletismo se encargaban de eso. Pero llevaba la pelea en la sangre y hacía años que no se peleaba.

Aunque no demostró ser un gran desafío. El primer asaltante lanzó un puñetazo que él bloqueó.

En vez de ser lista y salir corriendo de allí, la mujer lanzó un ataque con el bolso y se lo estampó en la nuca al hombre más cercano a ella.

Eso le distrajo y el primer atacante lanzó un puñetazo que le rozó la cara. Serge le asestó un golpe fuerte y después acorraló al otro, que se movió deprisa y agarró el bolso que ella agitaba como si fuera un palo.

Al menos no era estúpida. Soltó el bolso y el tipo salió corriendo. El que estaba en el suelo se puso en pie y huyó también.

–¡Le has dejado ir! –gritó ella.

Serge se encogió de hombros y se frotó la mandíbula magullada. No le apetecía explicarle que la única manera de mantenerlos allí habría sido hacerlos picadillo, ni decirle que solo pensaba en su seguridad. En vez de eso, optó por una frase más socorrida.

–¿Estás bien?

–¡Se han llevado mi bolso!

Extranjera. ¿Británica? Su tono de voz era bajo, ligeramente rasgada.

–Tienes suerte de que eso sea lo único que se han llevado –respondió él en inglés–. Estos pasos subterráneos no son seguros. Si hubieras leído tu guía, moya krasavitsa, lo sabrías.

Ella lo miró con unos ojos grises llenos de reproche.

–¿Así que es culpa mía?

Tenía las manos en las caderas, lo cual hacía que su blusa de satén blanca se estirase sobre sus pechos. Bozhe, se apreciaba el encaje negro bajo el blanco. Era una provocación andante a la libido masculina. ¿Qué esperaba que le sucediese si iba por ahí vestida así?

Extrañamente, Serge deseaba quitarse la chaqueta y ponérsela sobre los hombros, lo cual simplemente echaría a perder la vista.

De cerca, ella no era exactamente lo que había esperado. Era mejor, pero de un modo menos descarado y más femenino, y cuanto más la miraba más cosas comenzaban a saltar a la vista. De cerca parecía más joven de lo que había imaginado; más cerca de los veinte que de los treinta. Era todo aquel maquillaje. No lo necesitaba. Su piel era exquisita, como un melocotón maduro.

–¿Qué voy a hacer? –preguntó ella.

Serge tenía la respuesta a esa pregunta, pero esperaría a que ella lo sugiriera.

Con las manos aún en las caderas, caminó unos pasos en dirección contraria, después se volvió y lo miró directamente a los ojos por primera vez. Parecía algo más calmada, y tenía una cara más interesante que atractiva en el sentido convencional. Tenía unas pestañas gruesas, ojos grises de un tono claro y la nariz cubierta de pecas.

Resultaba adorable.

–Lo siento –dijo con seriedad–. He sido muy grosera contigo. Gracias por asustarlos. No tenías por qué hacerlo, pero ha sido muy considerado.

Serge no se había esperado aquello; y tampoco su sinceridad. Se encogió de hombros.

–¿Los hombres no van detrás de las mujeres en tu país, kisa?

–Supongo que sí –respondió ella, y entonces le dedicó una de sus sonrisas–. Aunque no detrás de mí. Pero gracias de nuevo.

Sin más se marchó. Llevaba los brazos rígidos y ligeramente separados, como si estuviera manteniendo el equilibrio, lo que le recordó que acababa de experimentar un susto.

No podía creer que fuese a marcharse.

–¡Espera!

Ella miró por encima del hombro.

–¿Puedo llevarte a algún sitio?

Ella vaciló, lo miró con esos ojos de ciervo y dijo:

–No, creo que no. Pero gracias, mi héroe.

Y siguió caminando.

Capítulo 2

INCREÍBLE…

Clementine saltó un charco y se dirigió hacia la luz al final del paso subterráneo, maldiciendo en voz baja. Intentó centrarse en los aspectos prácticos. Tendría que encontrar la embajada. Tendría que pedirle dinero a su amigo Luke. Tendría que llamar a su banco en Londres. Haría todo aquello después de sentarse y llorar un poco.

Su bolso era su vida.

Era culpa suya. Normalmente era más lista en la calle.

Pero iba tan absorta en su pequeña fantasía con el cosaco que no había prestado atención. También había echado eso a perder. Había estado demasiado agitada, demasiado asustada como para hacer algo que no fuera intentar bloquearlo y apartarse de la situación incluso después de que él hubiera acudido en su ayuda.

El corazón le dio un vuelco al pensarlo. Había estado magnífico. Se había encargado de todo. No se encontraban tipos así en Londres.

La luz le golpeó la cara y, mientras tiraba hacia debajo de su falda, Clementine comenzó a subir los escalones. Tenía frío a pesar del sol, y eso también era culpa suya. Debería haberse quitado aquel ridículo vestido que a Verado le gustaba que llevase. Pero no había habido tiempo y había dejado la bolsa con su ropa en la tienda, y ahora iba caminando por las calles de San Petersburgo con unas botas maravillosas, pero con menos ropa de la que le hubiera gustado.

Salió a la calle y corrió hacia un quiosco cercano, donde se sentó. Estaba temblando, y no tenía mucho que ver con la falta de capas de ropa. Imaginaba que sería el shock postraumático, pero también se sentía desnuda sin su bolso, vulnerable. Estaba acostumbrada a depender de sí misma, y aquel bolso tenía todo lo necesario para estar a salvo. Empezaba a desear no haber ahuyentado al cosaco.

No tenía sentido regresar a su habitación. Tenía que volver al centro y encontrar a Luke.

Fue entonces cuando vio la limusina. Estaba parada al otro lado de la calle, con una de las puertas abiertas. Y entonces lo vio caminando directamente hacia ella. Se había quitado la chaqueta y tenía las manos en los bolsillos, de modo que el tejido de su camisa azul se estiraba sobre su torso y su abdomen musculosos. Clementine dejó de pensar por un momento. Parecía poderoso, y no era solo por su tamaño. Era la manera en que caminaba, con una inmensa seguridad en sí mismo, y su respuesta controlada a todo lo que sucedía a su alrededor, como le había demostrado en el paso subterráneo.

Pero en aquel momento le estaba dedicando todo su interés masculino. Clementine se decía a sí misma que podía manejar a los hombres, pero su instinto femenino le decía que no podría manejar a aquel hombre en absoluto.

Era tan masculino que podría haber sido de otra especie.

Hombros grandes, brazos grandes, muslos duros, largos y firmes que avanzaban hacia ella.

Había machacado huesos por ella, derramado sangre.

–Vamos, sube. Te llevaré donde quieras ir –dijo él abruptamente con voz profunda y deliberada.

Ella se quedó sentada allí, mirando hacia arriba, intentando dejar atrás la inseguridad y recuperar su determinación.

Él levantó aquellas manos grandes.

–Soy un buen tipo. No quiero hacerte ningún daño. Necesitas ayuda, ¿verdad?

–Verdad –contestó Clementine suavemente, distraída por la intensidad de sus ojos verdes.

–¿Te hospedas lejos de aquí?

Clementine sabía que no debía decirle nada y rechazar su ofrecimiento. Pero la había ayudado. Se había puesto en peligro por una desconocida. Era un buen tipo. Era un hombre muy, muy sexy. Así podría pasar un poco más de tiempo con él. Y estaba muy cansada de cuidar de sí misma. No le haría ningún daño aceptar.

–¿Sabes dónde está la embajada australiana?

–La encontraré.

Y ella lo creyó.

Serge le dio indicaciones al chófer, vio cómo aquellas piernas largas se doblaban para entrar en su coche, se metió tras ella y observó cómo se arrastraba hasta el otro extremo del asiento para crear distancia entre ellos. Después se inclinó hacia delante y se agachó.

Empezó a desabrocharse las botas.

Las solapas de cada bota cayeron hacia los lados y ella sacó un pie, después el otro, hasta dejar ver sus piernas largas envueltas en aquellas medias que brillaban como la seda. Su actividad parecía natural, como si a él no pudiera interesarle de ninguna manera, pero evidentemente tenía que saber lo que estaba haciendo. Se retorció los dedos de los pies y entonces lo miró.

–Lo siento, cariño –dijo–. Son nuevas y me rozan.

Juntó las rodillas y cruzó las manos sobre su regazo como una dama.

Era increíble.

–¿Eres australiana? ¿De Sídney? –su propia voz sonaba rasgada, y le sorprendió su susceptibilidad a aquella mujer.

–De Melbourne –contestó ella con una sonrisa sin mirarlo a los ojos. Fue una sonrisa muy sutil. Mantuvo los labios apretados, como si estuviera guardando un secreto.

Si tan solo dejase de frotarse una rodilla contra la otra. El sonido del tejido al rozarse resultaba muy estimulante para su imaginación.

–Qué lejos. ¿Y qué haces en San Petersburgo? ¿Negocios o placer?

–Ambas cosas. Estoy aquí trabajando –se encogió de hombros como si no fuera importante. Aquellos labios se separaron en una sonrisa más abierta–. Pero soñaba con venir aquí. Es tan romántica y tan llena de historia.

–¿Y te gusta lo que has visto hasta ahora?

–Mucho –le dirigió una mirada de reojo que dejó claro que no estaba hablando de la ciudad, y aquello aumentó la temperatura dentro del coche. Apartó la mirada y fingió mirar por la ventanilla, dejando al descubierto su cuello largo y blanco.

Serge se quedó mirando los mechones dorados que acariciaban su piel y decidió ir al grano.

–¿Cuándo te marchas?

Ella le devolvió la mirada, le dejó ver aquellos ojos grises, más oscuros ahora que la primera vez que los había visto.

–Mi contrato acaba mañana.

Dos días. Perfecto.

–Es una lástima –musitó él.

–¿A qué te dedicas? –preguntó ella–. Quiero decir que debes de tener un buen trabajo. Vas por ahí en una limusina –se rio nerviosamente–. O eres rico u otra cosa.

Fue él quien se rio entonces, y vio que el pulso del cuello se le aceleraba.

–U otra cosa –murmuró, lo cual pareció intrigarla.

–No serás uno de esos que se hacen millonarios de la noche a la mañana, ¿verdad, cariño?

–Nyet, siento decepcionarte. Trabajé muy duro para conseguir mi primer millón.

–Claro –aquellas manos esbeltas se movieron nerviosamente sobre su regazo. Obviamente se sentía atraída por él, pero el dinero ayudaba. Su cínico interno se encogió de hombros.

–Este es el momento adecuado para pedirte, si no estás ocupada, que cenes conmigo esta noche.

Literalmente vio cómo ella tragaba saliva. Se humedeció el labio interior, lo cual llamó su atención sobre los contornos de su boca.

–Trabajas deprisa, lo reconozco –dijo.