La culpa fue del biquini - Natalie Anderson - E-Book

La culpa fue del biquini E-Book

Natalie Anderson

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Beschreibung

Cómo conseguir la atención de un hombre sin buscarla Mya Campbell se probó un biquini ridículamente pequeño y se hizo una fotografía para mandársela a su mejor amiga y compartir una broma privada. Pero se la envió por error al hermano de su amiga, el exitoso abogado Brad Davenport. Brad era alto, moreno y no tenía el menor interés en la gente obsesionada con el trabajo. Mya no salía con nadie porque estaba demasiado ocupada como para tener citas. Sin embargo, cuando Brad descubrió una faceta de Mya que desconocía, seducirla se convirtió en su principal objetivo.

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2012 Natalie Anderson

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

La culpa fue del biquini, n.º 1961 - febrero 2014

Título original: Blame it on the Bikini

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2014

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta Dreamstime.

I.S.B.N.: 978-84-687-4038-6

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

Capítulo Uno

 

«¿Qué te parece?».

Era prácticamente imposible sacarse una foto en biquini en un reducido probador, pero Mya Campbell observó risueña su último intento. El flash se veía como una mancha blanca en parte de la imagen, pero dejaba intuir lo suficiente.

–¿Va todo bien? –preguntó la dependienta.

–Perfectamente, gracias –contestó Mya.

Tanto la dependienta como ella sabían que no podía permitirse un biquini con el precio exorbitante que tenía aquel, pero Mya no había podido reprimir el impulso de probárselo y, por unos segundos, imaginar que se iba de vacaciones.

Mandó el mensaje, tecleando torpemente y sin parar de reír.

–¿Seguro que no necesita ayuda? –insistió la dependienta.

Claro que necesitaba ayuda, pero de otro tipo. En cuanto pulso el botón de enviar, contestó:

–No, gracias. La verdad es que no es mi estilo.

Y comenzó a hacer contorsiones para quitarse la minúscula prenda. Al verse de soslayo mientras se inclinaba hacia delante, se ruborizo. El biquini era indecente e inadecuado para un cuerpo como el suyo, con el menor movimiento sus senos se desbordaban por la tela.

En cualquier caso, no era un dilema, puesto que ni podía pagarlo ni iba a irse de vacaciones en muchos años. Y solo había una persona en el mundo con la que compartir aquella broma: su amiga Lauren Davenport. Solo ella entendería la broma y sabría que no necesitaba respuesta.

 

 

Brad Davenport miró la hora y reprimió un resoplido de frustración. Tras varios juicios seguidos, atendía una reunión que se prolongaba más de lo necesario. Observó la amargura que destilaban los padres y al pequeño Gage Simmons, de once años, que parecía querer hacerse una bola y desaparecer a medida que sus padres se lanzaban acusaciones de un lado al otro de la sala. Los padres del chico estaban más interesados en destrozarse mutuamente que en el bienestar de su hijo. Y Brad perdió la famosa calma por la que era conocido en su profesión.

–Es mejor que lo dejemos aquí –interrumpió bruscamente–. Mi cliente necesita un descanso. Volveremos a vernos la semana que viene.

Miró en torno y los demás abogados asintieron. Luego miró al niño, que mantenía una expresión impasible, que Brad conocía muy bien porque la había adoptado numerosas veces en su vida: la expresión de quien no quería que nadie supiera cuánto sufría.

Veinte minutos más tarde colocaba el maletín lleno de documentos en el maletero y se planteaba cómo pasar el resto del día. Necesitaba desfogarse, disfrutar de un poco de placer físico. Le dolía la cabeza.

Tomó el teléfono, decidido a quedar con alguien que le proporcionara una velada entretenida y sin ataduras. Tenía algunos correos y un par de mensajes, uno de ellos de un número que no reconocía y que incluía un archivo adjunto. Lo abrió. «¿Qué te parece?».

La fotografía reclamó toda su atención. Solo se veía un lado de la cara y de la sonrisa, pero el centro lo ocupaban unos senos voluminosos que parecían querer escapar de un provocativo biquini granate.

Brad masculló entre dientes y su cuerpo reaccionó al instante. Eran unos senos espectaculares, firmes, blancos...

«¿Qué te parece?».

Aquella mujer estaría bien con cualquier cosa que se pusiera.

Desconcertado, deslizó los dedos por la pantalla para aumentar la imagen y ver mejor el rostro. Tras la sonrisa podía percibirse una risa increíblemente sensual.

Brad se quedó paralizado. Solo conocía a una persona con una sonrisa como aquella. Recorrió sus labios con los dedos hasta llegar a los altos pómulos, coronados por unos increíbles ojos verdes; el labio inferior era voluptuoso, lleno, algo más corto que el superior; y la barbilla, estrecha y menuda.

Entre aquellos labios desiguales se apreciaba un pequeño hueco entre los dientes que nunca había sido corregido. Mya Campbell, la mejor amiga de su rebelde hermana, Lauren, y persona non grata en la residencia de los Davenport.

Brad nunca había pensado en ella como mujer, pero en aquel instante le asaltaron diversas imágenes de una chica que acudía a menudo su casa, pero que se escondía de él y de sus padres. ¿Quién podía culparla, cuando ellos siempre la habían rechazado? La misma razón por la que Lauren se había empeñado en fomentar su amistad con una Mya que parecía rechazar cualquier autoridad, lo que las había convertido en dos adolescentes rebeldes.

La ironía era que Mya era la alumna más brillante del colegio, al que podía asistir porque estaba becada.

Brad solo la había visto vestida convencionalmente en una ocasión, pero con la misma actitud arrogante y desdeñosa que acostumbraba a tener; y por aquel entonces, Brad estaba demasiado interesado en las chicas de su propio curso como para fijarse en ella.

Solo en ese momento, al ver la fotografía, identificó el humor que había intuido en otras ocasiones pero del que nunca había disfrutado; y apreció una sensualidad que debía haber permanecido oculta todo aquel tiempo, pero que resultaba tan obvia que Brad notó una pulsante tensión en la ingle.

Lo que no comprendía era que le hubiera enviado... Brad rio al darse cuenta del equívoco. La brillante Mya Campbell, a la que no veía desde hacía tres años, había cometido un error. La cuestión era, ¿qué hacer al respecto?

Las preguntas se sucedían en su mente, pero el dolor de cabeza había desaparecido. Dejó el teléfono en el asiento del acompañante, se puso las gafas de sol y arrancó el motor. Tenía el resto del día para resolver una interesante intriga.

 

 

La música estaba tan alta que Mya sentía la vibración en los pies a pesar de llevar unas altas plataformas, pero había aprendido a leer los labios para atender a los clientes. Trabajando seis días en uno de los bares de moda de la ciudad, había aprendido a ser rápida y eficiente. Hiciera lo que hiciera, Mya intentaba ser la mejor.

Llevaba el teléfono en el bolsillo en silencio. A Drew, el encargado, no le gustaba que se mandaran mensajes mientras trabajaban, así que Mya no sabía si Lauren le había contestado.

Sonrió para sí mientras servía unas copas, imaginando la expresión de Lauren al ver la fotografía.

–¡Vamos, guapa, enséñanos lo que sabes hacer!

Mya miró de reojo al grupo de hombres que estaba en su lado de la barra. Celebraban una despedida de soltero, y habían insistido en que los atendiera ella en lugar de su compañero y maestro, Jonny.

Mya estaba ya preparando la última copa. Le encantaba quemar el alcohol para prender las sambucas, y que los clientes estallaran en gritos de entusiasmo. Miró risueña al novio y preguntó:

–¿Estáis listos?

Ellos asintieron y silbaron. Mya sostuvo el mechero ante la primera copa y, al soplar suavemente, prendió toda la hilera. Cuando los gritos arreciaron, Mya miró a Jonny y le guiñó un ojo. Apenas hacía unos días que había aprendido a hacer el truco y, por si acaso, Jonny había permanecido cerca del extintor.

Los chicos bebieron rápidamente y dejaron los vasos en la barra con un golpe seco. Mya sabía que su función había acabado y que partirían hacia un nuevo y más salvaje destino.

–¡Un beso de despedida! –gritó uno de ellos. Y todos se unieron a gritar reiteradamente–: ¡Beso, beso!

Mya alzó el mechero y, encendiéndolo, lo movió a izquierda y derecha delante de la cara del solicitante.

–No querrás hacerte daño –dijo en tono de broma.

Afortunadamente, se limitaron a sisear y silbar mientras Mya los seguía con la mirada hacia la salida.

Fue entonces cuando lo vio: Brad Amor Platónico del Colegio Davenport la miraba directamente a la vez que se encaminaba a la barra, con una expresión que estuvo a punto de quemarla.

Cuando todavía creía en cuentos de hadas, Brad había representado al perfecto príncipe azul. Pero con el tiempo había aprendido que ni había príncipes ni ella los necesitaba, ni Brad Davenport tenía nada de perfecto... aunque físicamente lo fuera.

Con un metro noventa de altura coronado por una cabeza de cabello oscuro cortado a la perfección y unos ojos de un increíble color castaño claro con trazos dorados, le bastaba alzar una ceja para que las mujeres cayeran rendidas a sus pies.

De hecho, había tenido más novias que horas había trabajado Mya, y eso que llevaba trabajando desde que, a los nueve años, había conseguido que el dueño de la tienda local la dejara ayudar con el reparto a domicilio.

Mya intentó moverse, pero parecía haberse quedado clavada al suelo. Y a medida que Brad se aproximaba, le subía la temperatura del cuerpo.

Brad era de esas personas a las que la gente le abría paso, como si un bulldozer lo precediera, ampliando su espacio, no ya por su altura y belleza de modelo, sino por el aplomo y la seguridad que transmitía. Sin mirar, Mya sabía que más de una mujer estaba ya pendiente de él. Y unos cuantos hombres.

Mya se reprendió por no reaccionar. Ella no sería otra de sus víctimas, aunque la mirara de aquella manera. ¿Estaría imaginándoselo? Brad nunca se había fijado en ella. ¿Sería una alucinación que la devolvía los dieciséis años?

–Hola, Brad –saludó con la mayor naturalidad posible cuando él llegó a la barra.

–Hola, Mya –contestó él en el mismo tono.

Era una lástima que su belleza y la seguridad que tenía en sí mismo no tuvieran reflejo en su personalidad. Pero por muy mal que le cayera, Mya no pudo evitar que su cerebro se fundiera ante su mirada.

Se pasó la mano por el delantal para ver si conseguía salir de la parálisis.

–¿Qué quieres tomar?

–Una cerveza, por favor –dijo él con una de sus cautivadoras sonrisas–. Y lo que tú quieras beber. ¿Tienes un descanso pronto?

Brad se mantenía erguido en lugar de apoyarse en la barra tal y como hacían los demás clientes. Con traje de chaqueta oscura y camisa blanca abierta en el cuello, era el epítome de «abogado de éxito adicto al trabajo».

Mya parpadeó. Tenía la extraña sensación de que algo se le escapaba.

–Hay demasiada gente –mintió. Le correspondía un descanso, pero no quería pasarlo con Brad.

–Pero si acaba de irse un grupo grande... Deja que te invite a una copa.

–No bebo...

–Un zumo, una gaseosa... –enumeró Brad por si Mya se excusaba porque no bebía alcohol mientras trabajaba.

Mya no comprendía nada. ¿Estaba intentando ligar con ella? Desde que trabajaba en el bar, Mya se había acostumbrado a que los hombres, tras unas copas, se insinuaran; y tenía práctica en rechazarlos. De hecho, se vestía de manera discreta para disimular sus senos, y el delantal de cintura le ocultaba los muslos. La altura que le proporcionaban las plataformas le permitían mirar a muchos de los clientes desde arriba.

Para mirar a Brad a los ojos seguía teniendo que alzar el rostro. Y en aquel instante él la observaba como si fuera la única persona en el local. Era un experto en conseguir que una mujer se sintiera excepcional.

–Tomaré agua –masculló ella finalmente, y tragó saliva buscando algo irrelevante que decir–. Hace mucho que no nos vemos. ¿Cómo te va?

–Estoy muy ocupado trabajando.

Por supuesto. Brad tenía una gran reputación en los juzgados. Ya en el colegio era famoso, y no solo por sus capacidades intelectuales. Lauren siempre había tenido mucho éxito entre las chicas mayores que querían usarla para acercarse a él.

–Para relajarte tienes que salir de detrás de la barra –dijo Brad cuando ella le puso la cerveza.

A pesar de que Mya se sentía más segura tras la barra, fue incapaz de rechazar la sugerencia.

De camino a una mesa, tuvo que esforzarse para no notar su mano en la espalda, para ignorar lo femenina que se sentía junto a su varonil cuerpo, para no admitir lo agradable que era que le abriera paso, como si fuera la princesa a la que protegía. ¡Cómo podía ser tan patética!

Brad tuvo la habilidad de elegir el lugar más íntimo del local y Mya se apoyó en la pared por temor a que los músculos le fallaran, pero en cuanto él se plantó frente a ella, bloqueándole la vista, fue consciente de que había cometido un error.

El retumbar de la música quedaba ensordecido por el acelerado latido de su corazón en los oídos.

–Me disculpas un segundo –dijo, para ganar tiempo–. Tengo que mirar los mensajes.

–Claro.

Mya sacó el teléfono del bolsillo. Además de necesitar unos segundos para recuperar el aliento, quería ver si Lauren le había contestado. Y al comprobar que no era así, se extrañó. Lauren vivía pegada al teléfono.

–¿Necesitas hacer una llamada? –preguntó Brad al ver su gesto contrariado.

–¿Te importa? –preguntó ella. Así ocuparía parte de los quince minutos que le correspondían.

–Por supuesto que no –dijo él, alzando el vaso.

Mya se giró a un lado y marcó.

–¿Qué te ha parecido? –preguntó en cuanto Lauren contestó.

–¿El qué?

–La foto que te he mandado hace un par de horas.

–¿Qué foto?

–¿Qué foto va a ser?

A Mya se le aceleró el corazón. Miró a Brad, que deslizó la mirada entre su rostro y su cuerpo, y se sintió atrapada por sus ojos, en los que percibió un brillo peculiar.

–No he recibido ninguna foto. ¿De qué era? –preguntó Lauren, riendo.

–Pero te la he mandado... –Mya había visto que el mensaje se marcaba como enviado–. Tienes que tenerla.

–No, no tengo nada.

Mya sintió la sangre bombearle por el cuerpo. Si Lauren no la había recibido, ¿a quién se la había mandado? Mientras seguía mirando a Brad, percibió una malicia en el brillo que había identificado en sus ojos que...

¡No podía ser!

Mya tuvo un ataque de pánico en el justo momento en que Brad sonrió, antes de que sus hombros empezaran a sacudirse por la risa.

–Te aseguro que no la tengo –insistió Lauren–. Pero me alegro de que hayas llamado porque no te he visto desde...

Mya dejó de prestar atención a Lauren al tiempo que recordaba la precipitación y nerviosismo con el que había enviado el mensaje, la torpeza de sus dedos al deslizarse por el teclado.

«No, por favor, no».

Los ruidos del entorno enmudecieron a la vez que quedaba atrapada por la mirada de Brad. Su teléfono había pertenecido antes a Lauren y ella nunca se había molestado en borrar su lista de contactos. Si había dos Davenport, la B estaría antes de la L: Brad Davenport.

Capítulo Dos

 

Mya colgó el teléfono y, volviéndose a Brad, preguntó en un tono fingidamente animado:

–Me he quedado sin batería. ¿Te importa dejarme tu teléfono?

Brad dejó escapar una risita.

–¿Y qué es eso que suena? –preguntó, refiriéndose a la vibración del teléfono que Mya se había guardado en el bolsillo.

–¿Me lo dejas a o no? –preguntó Mya, malhumorada.

Si Brad había recibido la fotografía, preferiría morirse. Tuvo que contener una risa histérica. La Mya adolescente habría dado lo que fuera por que Brad intentara ligar con ella. La adulta había aprendido a evitar a los tiburones. Y si había uno, ese era el hermano de su mejor amiga: el hombre más guapo que conocía, con más de un millón de ligues de una noche a su espalda.

Brad la observó con un brillo malicioso en la mirada.

–Tengo un teléfono muy caro y no me gusta cómo sujetas el vaso de agua.

¿Acaso le leía la mente? Mya tenía toda la intención de sumergirlo, igual que habría querido ahogar al propio Brad. ¿Cómo podía haber cometido tal error?

–¿Cómo es que tienes mi número de teléfono? –preguntó Brad, confirmando las peores sospechas de Mya.

–Heredé este teléfono de Lauren –gimió Mya.

–¿Uno de los que pierde para que papá le compre otro?

–Me dijo que tenía uno nuevo y que ya no necesitaba este –dijo Mya. Pero al ver que Brad la miraba con escepticismo, recordó que se suponía que era ella quien ejercía una mala influencia en Lauren.

¿De verdad pensaría Brad que se aprovechaba de su hermana? Desde luego, eso era lo que siempre habían creído sus padres.

–¿Te importaría borrar la fotografía? –casi suplicó.

–Ni loco.

Mya se irritó consigo misma.

–No era para ti.

–¡Qué lástima! –dijo él en tono sensual–. ¿Sueles mandar fotos en ropa interior a tus amigos?

–¡No estaba en ropa interior! –se indignó Mya.

Brad dejó escapar una carcajada.

–Es un sujetador.

–¡Es un biquini! –protestó Mya.

Brad enarcó una ceja:

–Lo siento Mya, pero es un sujetador.

–Supongo que lo dices porque has visto tantos que puedes distinguirlos a ciegas –dijo Mya, intentado pasar al ataque.

–Será eso –dijo él, encogiéndose de hombros–. Y por si te interesa: me parece que te queda perfecto.

Brad observó a Mya atentamente. No tenía la menor intención de borrar la fotografía. Estaba preciosa. Y al verla en directo Brad se había dado cuenta de hasta qué punto era hermosa. Llevaba el cabello recogido en una coleta alta. A lo largo de los años, recordaba habérselo visto de muchos colores, incluso rosa y morado. Pero en aquel momento parecía de un castaño claro natural. El conjunto negro que la cubría no lograba ocultar su cuerpo. Aunque menuda, era voluptuosa, y el delantal ceñido a la cintura no disimulaba el respingón trasero. En cuanto a los senos... Eran redondos y llenos, y Brad podía imaginar su suave tacto sin dificultad.

El corazón se le aceleró y la sangre le bombeó en la venas. No se le había escapado la forma en que Mya lo había mirado en cuanto lo vio entrar: el brillo en la mirada, el rubor, la fingida indiferencia.

Brad sabía que atraía a las mujeres, y el cínico que había en él sabía que su cuenta corriente influía en ello tanto como su cuerpo. Y también sabía cuándo una mujer lo deseaba.

Siguiendo su instinto, tomó el vaso de la mano de Mya y lo dejó en una mesa.

–¿Qué haces? –preguntó ella, inquieta.

–Somos viejos amigos y debemos saludarnos como corresponde –dijo él.

–Yo no diría que somos amigos –corrigió ella con voz temblorosa.

Brad sonrió al percibir su inquietud. Estaba acostumbrado a conseguir lo que quería, y dando un paso adelante, se inclinó y le acarició los labios con la lengua. Mya se tensó por una fracción de segundo, pero, para satisfacción de Brad, se relajó al instante, y este alzó la cabeza y se aproximó un poco más antes de besarla y explorar su boca.

Cuando en lugar de rechazarlo, ella le devolvió el beso, Brad sintió el fuego estallar en su cuerpo. Mya Campbell era mucho más sensual de lo que hubiera podido soñar.

Por un momento, Mya pensó que estaba soñando, pero estaba segura de que no tenía tanta imaginación como para inventarse algo así.