La educación sentimental - Gustave Flaubert - E-Book

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Gustave Flaubert

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Beschreibung

"La educación sentimental" constituye, sin duda, un hito en la carrera de Gustave Flaubert; lo cual casi puede entenderse como un hito en la historia de la literatura. La ascensión social del joven Frédéric Moreau y su imposible enamoramiento de la señora Arnoux, la esposa de un conocido empresario, constituyen un trama inolvidable, escrita con la pulsión estilística propia del genio francés y desarrollada en un marco histórico tan convulso como fue la revolución de 1848.

Lo que comienza siendo una historia más o menos tópica sobre los afanes de gloria de un joven burgués de provincias pronto deviene algo más gracias a la mano maestra de Flaubert. Esa educación a la que alude el título de la novela hace referencia, cómo no, al aprendizaje amoroso de Frédéric: éste pronto descubre la imposibilidad de conseguir que la señora Arnoux sea su amante (algo que ansía en función de los beneficios sociales que cree que le puede acarrear) y dirige sus esfuerzos seductores hacia otras mujeres, como son la señora Dambreuse, una acaudalada dama parisiense, o Rosanette, una «señorita de compañía» cuyos afectos se disputan varios conocidos del protagonista. Pero hay mucho más en "La educación sentimental" que un simple recuento de desventuras pasionales. Flaubert nos ilustra sobre la sociedad francesa de mediados del siglo XIX y su agitación permanente; los distintos estratos están fielmente representados gracias a la multitud de personajes secundarios que desfilan por sus páginas.

"La educación sentimental" es una novela de novelas: un libro inacabable que puede releerse para encontrar nuevos referentes, nuevas pistas, nuevos detalles. Sólo un genio de la talla de Gustave Flaubert podía escribir un texto así y que pasados casi doscientos años todavía continuemos descubriendo elementos que nos redimen como hombres y nos deleitan como lectores. 

( Fuente: Solodelibros.es)

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Gustave Flaubert

La educación sentimental

Tabla de contenidos

LA EDUCACIÓN SENTIMENTAL

PRIMERA PARTE

CAPÍTULO I

CAPÍTULO II

CAPÍTULO III

CAPÍTULO IV

CAPÍTULO V

CAPÍTULO VI

SEGUNDA PARTE

CAPÍTULO I

CAPÍTULO II

CAPÍTULO III

CAPÍTULO IV

CAPÍTULO V

CAPÍTULO VI

TERCERA PARTE

CAPÍTULO I

CAPÍTULO II

CAPÍTULO III

CAPÍTULO IV

CAPÍTULO V

CAPÍTULO VI

CAPÍTULO VII

Notas

LA EDUCACIÓN SENTIMENTAL

Gustave Flaubert

PRIMERA PARTE

CAPÍTULO I

El 15 de septiembre de 1840, a eso de las 6 de la mañana, el Ville de Montereau, a punto de zarpar, echaba grandes bocanadas de humo delante del muelle San Bernardo.

La gente llegaba sin aliento; barricas, cables, cestas de ropa dificultaban la circulación; los marineros no hacían caso a nadie; la gente se atropellaba; los paquetes eran izados entre los dos tambores, y el bullicio se ahogaba en el ruido del vapor, que, escapándose por entre las planchas metálicas, envolvía todo en una nube blanquecina, mientras que la campana, en la proa, tocaba sin cesar.

Por fin, el navío levó anclas; y las dos orillas, pobladas de tiendas, de construcciones y de fábricas, fueron desfilando como dos anchas cintas que se desenrollan.

Un joven de dieciocho años, de pelo largo, con una carpeta bajo el brazo, permanecía inmóvil al pie del timón. A través de la niebla, contemplaba campanarios, edificios cuyos nombres ignoraba; después, abarcó en una última mirada la isla Saint-Louis, la Cité, Notre Dâme, y pronto, al desaparecer París, lanzó un gran suspiro.

El señor Frédéric Moreau, recién terminado el bachillerato, regresaba a Nogent-sur-Seine [1], donde había de aburrirse durante dos meses, antes de ir a «estudiar Derecho». Su madre le había enviado al Havre, con el dinero contado, a ver a su tío, a quien ella esperaba que su hijo heredase; el joven había regresado justo la víspera; y se desquitaba de no poder pasar más tiempo en la capital, tomando el camino más largo para volver a su pueblo.

El jaleo se iba apagando; todos habían ocupado su sitio; algunos, de pie, se calentaban alrededor de la máquina, y la chimenea lanzaba con un estertor lento y rítmico su penacho de humo negro; sobre los cobres se deslizaban gotitas de rocío; el puente temblaba bajo una pequeña vibración interior, y las dos ruedas, girando rápidamente, batían el agua.

El río tenía playas de arena a ambas orillas. Se encontraban almadías de madera que comenzaban a ondular por el movimiento de las olas, o bien a un hombre pescando, sentado en una barca de remos; después las brumas errantes desaparecieron, salió el sol, la colina que se elevaba a lo largo de la orilla derecha del Sena fue bajando poco a poco y surgió otra, más cercana, en la margen opuesta.

Estaba coronada por árboles en medio de casas bajas cubiertas de tejados a la italiana. Tenían huertos inclinados, separados por paredes nuevas, verjas de hierro, césped, invernaderos y jarrones de geranios, espaciados regularmente sobre terrazas donde uno podía asomarse. Más de un pasajero, al ver estas coquetas residencias, sentía deseos de ser su propietario para vivir allí hasta el fin de sus días, con un buen billar, una chalupa, una mujer o algún otro sueño. El placer totalmente nuevo de una excursión en barco predisponía a los sueños. Los bromistas empezaban ya con sus chistes. Muchos cantaban. Había alegría. La gente bebía.

Frédéric pensaba en la habitación que ocuparía allá en el plan de un drama, en motivos para cuadros, en pasiones futuras [2]. Creía que la felicidad merecida por sus dotes espirituales tardaba en llegar. Recitó versos melancólicos; caminaba con paso rápido sobre el puente; llegó hasta el extremo, al lado de la campana; y, en un corro de pasajeros y marineros, vio a un señor piropeando a una aldeana, al tiempo que jugaba con la cruz que ella llevaba sobre el pecho. Era un buen mozo de unos cuarenta años, de pelo rizado. Su talle robusto lo cubría una chaqueta de terciopelo negro, dos esmeraldas brillaban en su camisa de batista, y su ancho pantalón blanco caía sobre unas raras botas rojas, de cuero de Rusia, realzadas con dibujos azules.

La presencia de Frédéric no le molestó. Se volvió hacia él varias veces, interpelándolo con guiños de ojo; luego invitó a fumar a todos los que le rodeaban. Pero, aburrido de aquella compañía, se fue más lejos. Frédéric le siguió.

La conversación versó al principio sobre las diferentes clases de tabacos, después, naturalmente, sobre las mujeres. El señor de botas rojas dio consejos al joven; exponía teorías, contaba anécdotas, se ponía a sí mismo de ejemplo, hablando de todo esto en un tono paternal, con una ingenuidad de corrupción divertida.

Era republicano, había viajado, conocía por dentro los teatros, restaurantes, periódicos, y a todos los artistas célebres, a quienes llamaba familiarmente por sus nombres; Frédéric le expuso sus proyectos; él los aprobó.

Pero se paró a observar el tubo de la chimenea, luego hizo rápidamente entre dientes un largo cálculo, para saber «cuánto debía cada golpe de pistón, a tantas veces por minuto… etc.». Y, una vez hallado el resultado, se puso a admirar el paisaje. Decía que se encontraba feliz de haber escapado de sus ocupaciones.

Frédéric sentía cierto respeto por él, y no resistió al deseo de saber cómo se llamaba. El desconocido respondió sin titubear:

—Jacques Arnoux, propetario de El Arte Industrial, bulevar Montmartre.

Un criado con galones dorados en la gorra se acercó a decirle:

—¿Si el señor quisiera bajar? La señorita está llorando.

Arnoux desapareció.

El Arte Industrial era un establecimiento híbrido, que comprendía una revista de pintura y una tienda de cuadros. Frédéric había visto aquel letrero varias veces, en el escaparate del librero de su pueblo, en muchos prospectos, en los que el nombre de Arnoux aparecía escrito magistralmente.

El sol caía a plomo, haciendo relucir los bordes de hierro de los mástiles, las placas de la borda y la superficie del agua; ésta se cortaba en la proa en dos surcos, que se extendían hasta la orilla de las praderas. En cada recodo del río se encontraba la misma cortina de chopos blancos. El campo estaba completamente solitario. En el cielo había pequeñas nubes blancas inmóviles, y el aburrimiento, vagamente difuso, parecía retardar la marcha del barco y hacer más insignificante todavía el aspecto de los viajeros.

Aparte de algunos burgueses en Primera Clase, los pasajeros eran obreros, empleados de comercio con sus mujeres y sus hijos. Como entonces era costumbre vestirse con ropa vieja para el viaje, casi todos llevaban viejos gorros griegos, sombreros desteñidos, pobres trajes negros raídos por el roce de la oficina, o levitas que tenían los ojales deshechos por el uso continuo en la tienda; de vez en cuando un chaleco con solapa dejaba ver una camisa de percal, con manchas de café; alfileres que imitaban el oro prendían corbatas en jirones; trabillas cosidas sujetaban zapatillas de orillo, dos o tres pillos que tenían bambúes con empuñadura de cuero lanzaban miradas oblicuas, y padres de familia abrían grandes ojos, haciendo preguntas. Charlaban de pie o acurrucados sobre sus equipajes; otros dormían en los rincones; varios comían. El puente estaba lleno de cáscaras de nuez, colillas de cigarros, mondas de peras, restos de embutidos envueltos en papel; tres ebanistas, de guardapolvos, estaban de pie ante la cantina, un arpista harapiento descansaba, con el codo apoyado en su instrumento; se oía a intervalos el ruido del carbón de piedra en el quemador, el estallido de una voz, una risa; y el capitán, sobre la pasarela, iba de un tambor al otro, sin parar. Frédéric, para volver a su sitio, empujó la verja de Primera Clase, molestó a dos cazadores con sus perros.

Fue como una aparición [3]:

Estaba sentada en el centro del banco, completamente sola; o al menos él no vio a nadie, con el deslumbramiento que le produjeron sus ojos. Al mismo tiempo que él pasaba, ella levantó la cabeza; él hizo una inclinación instintiva; y alejándose más en la misma dirección, se paró a contemplarla.

Llevaba un sombrero de paja, de ala ancha, con cintas rosa que palpitaban al viento, detrás de ella. Sus bandos negros, que rodeaban la punta de sus grandes cejas, descendían muy abajo y parecían ceñir amorosamente el óvalo de su cara. Su vestido de muselina clara, de pequeños lunares, se abría en numerosos pliegues. Estaba bordando algo; y su nariz recta, su barbilla, toda su persona destacaba sobre el fondo del cielo azul.

Como ella seguía en la misma actitud, Frédéric dio varias vueltas a derecha y a izquierda para disimular su maniobra; después se paró muy cerca de su sombrilla, apoyada en el banco, y fingía observar una chalupa en el río.

Jamás había visto aquel esplendor de su piel morena, la seducción de su talle, ni aquella finura de dedos bañados por la luz. Contemplaba su cesto de costura, embelesado, como una cosa extraordinaria. ¿Cuáles eran su nombre, su casa, su vida, su pasado? Deseaba conocer los muebles de su habitación, todos los vestidos que había llevado, la gente que frecuentaba; y el deseo de la posesión física desaparecía incluso bajo otro más profundo, en una ansiedad dolorosa que no tenía límites.

Una negra, tocada con un pañuelo, apareció llevando de la mano una niña ya mayorcita. La niña, con los ojos envueltos en lágrimas, acabada de despertarse. Ella la sentó en sus rodillas: «La señorita no era formal, aunque pronto iba a cumplir siete años; su madre no la quería; le consentían demasiados caprichos». Y Frédéric gozaba oyendo estas cosas, como si hubiese hecho un descubrimiento, una adquisición.

Él la suponía de origen andaluz [4], criolla acaso; se había llevado consigo aquella negrita de las islas.

Entretanto había un largo chal [5] de franjas violeta colocado a su espalda, sobre la borda de cobre. Quién sabe cuántas veces, en alta mar en las noches húmedas, ella había abrigado su cintura, tapado los pies, dormido envuelta en él. Pero, arrastrado por los flecos, iba resbalando poco a poco, y estaba a punto de caerse al agua; Frédéric dio un salto y lo cogió. Ella le dijo:

—Muchas gracias, señor.

Sus miradas se cruzaron.

—Mujer, ¿estás dispuesta? —dijo el señor Arnoux, que apareció en la cubierta de la escalera.

La señorita Marthe corrió a su encuentro, y, colgándosele del cuello le tiraba de los bigotes. Se oyeron los sonidos de un arpa, ella quiso ver la música; y pronto el que tocaba el instrumento, guiado por la negra, entró en Primera Clase. Arnoux lo reconoció como un antiguo modelo; lo tuteó, lo cual sorprendió a los asistentes. Por fin, el arpista echó sus largos cabellos sobre los hombros, extendió el brazo y se puso a tocar.

Era una romanza oriental, en la que se hablaba de puñales, de flores y de estrellas. El hombre harapiento cantaba aquello con una voz penetrante, los golpes del motor interrumpían la melodía en forma desacompasada, él pulsaba más fuerte: las cuerdas vibraban y sus sonidos metálicos parecían exhalar sollozos como la queja de un amor orgulloso y vencido. De ambas orillas del río se inclinaban bosques hasta el borde del agua; pasaba una corriente de aire fresco; Mme. Arnoux miraba a lo lejos de una manera vaga. Cuando cesó la música, movió los ojos varias veces como si despertara de un sueño.

El arpista se acercó a ellos humildemente. Mientras Arnoux buscaba unas monedas, Frédéric alargó hacia la gorra su mano cerrada y, abriéndola, con pudor, depositó en ella un luis de oro. No era la vanidad la que le movió a dar esta limosna delante de ella, sino un pensamiento de bendición al que asociaba un impulso casi religioso de su corazón.

Arnoux, mostrándole el camino, le invitó cordialmente a bajar. Frédéric dijo que acababa de comer, la verdad es que se moría de hambre; y ya no le quedaba un céntimo en el fondo de su bolsa.

Después pensó que tenía derecho, como cualquier otro, a continuar en la sala.

Alrededor de mesas redondas había burgueses comiendo, un camarero iba y venía. El señor y la señora Arnoux estaban al fondo a la derecha; él se sentó en la larga banqueta de terciopelo y cogió un periódico que había allí.

Tenían que tomar en Montereau la diligencia de Châlons. Su viaje a Suiza duraría un mes. Mme. Arnoux censuró la blandura de su marido con su hija. Él le contó al oído algo gracioso, sin duda, pues ella sonrió. Después él se molestó en cerrar la cortina de la ventana que tenía a su espalda.

El techo, bajo y totalmente blanco, proyectaba una luz cruda. Frédéric, enfrente, distinguía la sombra de sus pestañas. Ella mojaba los labios en su vaso, partía un poco de pan con los dedos; el medallón de lapislázuli sujeto por una cadenita a su muñeca rozaba con su plato. Los que estaban allí, sin embargo, no parecían fijarse en ella.

A veces, por los ojos de buey, veían deslizarse el costado de una barca que se acercaba al navio para tomar o dejar pasajeros. La gente sentada a la mesa se asomaba a las ventanas y nombraba las tierras ribereñas.

Arnoux se quejaba de la cocina; protestó considerablemente por la cuenta y consiguió que se la rebajaran. Después llevó al joven a proa para tomar unos grogs [6]. Pero Frédéric volvió pronto, bajo el toldo, a donde había regresado Mme. Arnoux. Ella leía un pequeño libro de tapas grises. Las dos comisuras de su boca se levantaban por momentos, y un destello de placer iluminaba su frente. Él sintió celos del que había inventado aquellas cosas en las que ella parecía estar entretenida. Cuanto más la contemplaba, más sentía que entre ella y él se ahondaban grandes abismos. Pensaba que tendría que dejarla muy pronto, irrevocablemente, sin haberle arrancado una palabra, sin dejarle ni siquiera un recuerdo.

A la derecha se extendía una llanura, a la izquierda un pastizal iba suavemente a unirse con una colina, donde se veían viñedos, nogales, un molino entre la hierba y pequeños caminos más allá haciendo zigzag sobre la roca blanca que limitaba con el horizonte. ¡Qué dicha subir juntos, abrazándole la cintura, mientras que su vestido iría barriendo las hojas amarillentas, escuchando su voz, bajo el brillo de sus ojos! El barco podía pararse, no tenían más que bajar; y esta cosa tan sencilla era, sin embargo, más difícil que remover el sol.

Un poco más lejos apareció un castillo, de tejado puntiagudo, con torretas cuadradas. Un macizo de flores se extendía delante de su fachada; bajo los altos tilos se prolongaban avenidas como bóvedas negras. Él se la imaginó pasando a la orilla de las glorietas. En este momento, una señora y un hombre, jóvenes los dos, aparecieron en la escalinata, entre los maceteros de naranjos. Después, todo desapareció.

La niña jugaba alrededor de él. Frédéric quiso besarla. Ella se escondió detrás de su muchacha; su madre la regañó por no ser amable con el señor que le había salvado su chal. ¿Era una pregunta indirecta?

«¿Me va a hablar por fin?», se preguntaba él.

El tiempo apremiaba. ¿Cómo obtener una invitación a casa de Arnoux? Y él no imaginó nada mejor que hacerle observar el color del otoño, añadiendo:

—Pronto llega el invierno, la temporada de los bailes y las cenas.

Pero Arnoux estaba todo ocupado con su equipaje. Apareció la cuesta de Surville, los dos puentes se acercaban, pasaron a lo largo de una cordelería, luego de una hilera de casas bajas; debajo había calderas de alquitrán, astillas de madera; y unos chiquillos corrían por la arena jugando a la rueda. Frédéric reconoció a un hombre con un chaleco de mangas; le gritó:

—Date prisa.

Estaban llegando. Le fue difícil encontrar a Arnoux entre la muchedumbre de pasajeros, y el otro respondió estrechándole la mano:

—Mucho gusto, señor.

Una vez en el muelle, Frédéric se volvió. Ella estaba cerca del timón, de pie. Él le dirigió una mirada en la que había intentado poner toda su alma; como si no hubiese hecho nada, ella permaneció inmóvil. Después, sin prestar atención a los saludos de su criado:

—¿Por qué no has acercado el coche hasta aquí?

El pobre hombre se disculpaba.

—¡Qué torpe! Dame dinero.

Y se fue a comer a una fonda.

Un cuarto de hora después sintió deseos de entrar como al azar en el patio de las diligencias. ¿Podría acaso verla todavía?

«¿Para qué?», se dijo.

Y se marchó en su coche. Los dos caballos no eran de su madre. Había pedido prestado el del señor Chambrion, el recaudador, para engancharlo con el suyo. (Isidoro, que había salido la víspera, había descansado en Bray hasta la noche y había dormido en Montereau, tan bien que los animales, descansados, trotaban ligeros). A lo largo del camino se extendían interminables campos regados. Dos líneas de árboles bordeaban la carretera, montones de grava se sucedían; y poco a poco Villeneuve-Saint-Georges, Ablon, Châtillon, Corbeil, y los demás pueblos, todo su viaje le vino a la memoria, de una manera tan clara que ahora distinguía detalles nuevos, particularidades más íntimas; bajo el último volante de su vestido asomaba su pie en una fina botina de seda, de color marrón; la tienda de cutil formaba un amplio dosel sobre su cabeza, y las pequeñas borlas rojas del reborde temblaban sin cesar bajo la brisa.

Se parecía a las mujeres de los libros románticos. El no hubiera querido añadir ni quitar nada a su persona. El universo, de pronto, acababa de ensancharse. Ella era el punto luminoso donde convergía todo; y, mecido por el movimiento del coche, los ojos medio cerrados, la mirada en las nubes, se entregaba a un gozo de sueños infinitos.

En Bray, no esperó a que diesen de comer a los caballos, se fue caminando solo a lo largo de la carretera. Arnoux le había llamado «Marie». Él gritó muy alto «Marie». Su voz se perdió en el aire.

Una amplia franja de púrpura inflamaba el cielo en occidente. Grandes almiares de trigo, que se alzaban en medio de campos regados, proyectaban sombras gigantescas. Un perro empezó a ladrar en una granja, a lo lejos. Él tembló, preso de una preocupación imaginaria.

Cuando Isidoro lo alcanzó, él se colocó en el pescante para conducir. Había recobrado su serenidad. Estaba bien resuelto a introducirse en casa de los Arnoux, como fuera, y a estrechar relaciones íntimas con ellos. Su casa debía de ser agradable. Por otra parte, Arnoux le caía bien; después, ¿quién sabe? Entonces, una ola de sangre le subió a la cara; le zumbaban las sienes; hizo restallar su látigo, sacudió las riendas y llevaba los caballos con tal brío que el viejo cochero repetía:

—¡Despacio! ¡despacio!, ¡se van a sofocar!

Poco a poco, Frédéric se calmó e hizo caso a su criado.

Esperaban al señor con gran impaciencia. La señorita Louise había llorado para que la dejasen venir en el coche.

—¿Quién es la señorita Louise?

—La niña del señor Roque, ¿sabe?

—¡Ah!, ¡me olvidaba! —replicó Frédéric descuidadamente.

Entretanto, los dos caballos no podían más. Cojeaban uno y otro; y daban las nueve en Saint-Laurent cuando llegó a la plaza de Armas, delante de la casa de su madre. Esta casa, espaciosa, con un huerto que daba al campo, hacía subir la consideración de la señora Moreau, que era la persona más respetada del lugar.

Descendía de una vieja familia de hidalgos venida a menos. Su marido, un plebeyo, a quien sus padres habían obligado a casarse, había muerto de una estocada, cuando ella estaba encinta, dejándole una fortuna comprometida. Recibía en su casa tres veces por semana y de vez en cuando ofrecía una buena cena. Pero el número de velas estaba calculado previamente, y ella esperaba impaciente a cobrar sus rentas. Esta preocupación, disimulada como un vicio, la ponía seria. Sin embargo, su virtud se ejercía sin ostentación de gazmoñería, sin acritud. Sus pequeñas caridades parecían grandes limosnas. La consultaban sobre la elección de criados, la educación de las jóvenes, el arte de las confituras, y el señor obispo se alojaba en su casa cuando iba de visita pastoral.

La señora Moreau alimentaba una alta ambición para su hijo. No le gustaba oír hablar contra el gobierno, por una especie de prudencia anticipada. Frédéric necesitaría protección al principio; después, por sus propios medios, llegaría a consejero de Estado, embajador, ministro. Sus triunfos en el Colegio de Sens legitimaban este orgullo; había llevado el premio de honor.

Cuando entró en el salón, todos se levantaron con gran estruendo para abrazarle; y con las butacas y las sillas se hizo un amplio semicírculo frente a la chimenea. El señor Gamblin le preguntó inmediatamente su opinión sobre la señora Lafarge [7]. Este proceso, que apasionaba tanto entonces, no dejó de suscitar una discusión violenta; la señora Moreau la cortó, lo cual disgustó al señor Gamblin; él la consideraba útil para el joven, en su calidad de futuro jurisconsulto, y salió del salón, disgustado.

Nada debía sorprender en un amigo del señor Roque. A propósito del señor Roque, hablaron del señor Dambreuse, que acababa de comprar la finca de la Fortelle. Pero el recaudador había hecho un aparte con Frédéric para saber lo que pensaba de la última obra del señor Huizot [8]. Todos deseaban saber qué hacía; y la señora Benoit se las arregló muy bien: comenzó por informarse directamente de su tío. ¿Cómo estaba su pariente? Ya no daba señales de vida. ¿No tenía un primo segundo en América?

La cocinera avisó que la sopa del señor estaba servida. Se retiraron discretamente. Después, cuando se quedaron solos, su madre le preguntó, en voz baja:

—¿Y qué?

El viejo le había recibido muy cordialmente, pero sin mostrar sus intenciones.

La señora Moreau suspiró.

«¿Dónde está ella ahora?», pensaba él.

La diligencia rodaba, y ella, envuelta sin duda en su chal, dormía apoyando su hermosa cabeza en el forro del cupé.

Subían a sus habitaciones cuando se presentó un mozo del «Cygne de la Croix» con una tarjeta.

—¿Qué es?

—Es Deslauriers, que quiere verme —dijo él.

—¡Ah!, tu camarada —dijo la señora Moreau con una risa burlona—. De verdad que no podía ser más oportuno.

Frédéric vacilaba. Pero la amistad fue más fuerte. Tomó el sombrero.

—Al menos, no tardes mucho —le dijo su madre.

CAPÍTULO II

El padre de Charles Deslauriers, antiguo capitán de infantería, dimisionario en 1818, había vuelto a Nogent para casarse y, con el dinero de la dote, había comprado un cargo de agente judicial que apenas le daba para vivir. Amargado por largas injusticias, aquejado de viejas heridas y echando siempre de menos al emperador, descargaba sobre sus íntimos las cóleras contenidas que le ahogaban. Pocos niños recibieron tantas palizas como su hijo. El niño no obedecía a pesar de los golpes. Cuando su madre trataba de interponerse era maltratada como él. Por fin, el capitán lo colocó en un despacho y a fuerza de estar todo el día inclinado sobre un pupitre copiando actas, el hombro derecho se le desarrolló notablemente más que el otro.

En 1833, por consejo del señor Presidente, el capitán vendió su despacho. Su mujer murió de un cáncer. El se fue a vivir a Dijon; luego se dedicó a reclutar sustitutos para las levas de Troyes [1]; y habiendo obtenido para Charles media beca, lo puso interno en el colegio de Sens, donde Frédéric lo conoció. Pero uno tenía doce años, el otro quince; además les separaban mil diferencias de carácter y de origen.

Frédéric tenía de todo en su cómoda, cosas rebuscadas, un neceser de tocador, por ejemplo. Le gustaba quedarse en cama por las mañanas, mirando las golondrinas, leyendo obras de teatro, y, como allí no tenía los mimos de casa, encontraba dura la vida de colegio.

El hijo del agente judicial la encontraba buena. Trabajaba tan bien que al final del segundo año de colegio pasó a cuarto curso. Sin embargo, a causa de su pobreza o de su temperamento pendenciero, se había concitado una sorda malevolencia a su alrededor. Una vez un criado le llamó hijo de pordiosero en pleno patio de los medianos, él le saltó al cuello y lo hubiera matado de no ser por tres vigilantes que intervinieron. Frédéric, lleno de admiración, le estrechó en sus brazos. A partir de aquel día, la intimidad fue total. El afecto de un «mayor» halagó la vanidad del pequeño, y el otro aceptó como una dicha esta amistad que le ofrecían.

Su padre, durante las vacaciones, lo dejaba en el colegio. Una traducción de Platón, abierta al azar, le entusiasmó. Entonces se apasionó por los estudios metafísicos; e hizo rápidos progresos, pues los abordaba con brío juvenil y con el orgullo de una inteligencia que se independiza; Jouffroy, Cousin, Laromiguière, Melebranche, los escoceses, todo lo que había en la biblioteca se lo tragó, había tenido que robar la llave para procurarse libros.

Las distracciones de Frédéric eran menos serias. Dibujó en la calle de los Tres Reyes la genealogía de Cristo, esculpida sobre un poste, luego el pórtico de la catedral. Después de los dramas de la Edad Media se metió con los memorialistas: Froissart, Commynes, Pierre de l’Estoile, Brantôme.

Las imágenes que estas lecturas llevaban a su mente le obsesionaban de tal modo que sentía la necesidad de reproducirlas. Ambicionaba ser un día el Walter Scott francés [2]. Deslauriers meditaba un vasto sistema de filosofía que tendría las más remotas aplicaciones.

Hablaban de todo esto, en los recreos, en el patio, frente a la Inscripción moral, grabada bajo el reloj; de esto cuchicheaban en la capilla, en las barbas de San Luis, con esto soñaban en el dormitorio, desde donde se dominaba un cementerio. Los días de paseo se ponían los últimos de la fila y hablaban sin parar.

Charlaban de lo que harían más tarde, cuando salieran del colegio. Primero emprenderían un gran viaje con el dinero que Frédéric sacase de su fortuna, al llegar a su mayoría de edad. Después volverían a París, trabajarían juntos, no se separarían; y, como descanso de sus trabajos, tendrían amores de princesas en saloncitos de raso, o fulgurantes orgías con cortesanas ilustres. Surgían dudas a sus arrebatos de esperanza. Después de crisis de gozosa exaltación verbal se sumían en profundos silencios.

En las tardes de verano, después de largas caminatas por los caminos pedregosos a la orilla de las viñas, o por la carretera general en pleno campo, mientras los trigales se mecían al sol y el aire se llenaba de perfumes de angélica, experimentaban una sensación de ahogo y se tumbaban de espaldas, aturdidos, embriagados. Los demás, en mangas de camisa, jugaban al marro o empinaban las cometas. El vigilante los llamaba. Regresaban siguiendo los huertos atravesados por pequeños arroyos, luego los bulevares a los que viejas paredes daban sombra; las calles desiertas resonaban bajo sus pasos; la verja se abría, subían la escalera; y seguían tristes como después de las grandes juergas.

El señor Censor [3] decía que se exaltaban mutuamente. Sin embargo, si Frédéric trabajó en las clases superiores fue por los ánimos que le dio su amigo; y, en las vacaciones de 1837, lo llevó a casa de su madre.

El joven no le gustó a la señora Moreau. Comía mucho, no iba los domingos a los oficios, pronunciaba discursos republicanos; en fin, ella sospechó que había llevado a su hijo a lugares deshonestos. Vigilaron sus relaciones. Todo esto contribuyó a que su amistad se estrechara cada día más; y hubo unas despedidas tristes cuando Deslauriers, el año siguiente, marchó del colegio para ir a estudiar Derecho a París.

Frédéric contaba con reencontrarse allí. No se habían visto desde hacía dos años, y después de largos abrazos se fueron a los puentes para charlar más a sus anchas.

El capitán, que ahora regentaba un billar en Villenauxe, se había puesto furioso cuando su hijo le había exigido la rendición de cuentas de su tutela e incluso le había cortado de raíz la pensión alimenticia. Pero, como el muchacho quería concursar más adelante a una cátedra en la Escuela y no tenía dinero, aceptó en Troyes una plaza de pasante con un abogado. A fuerza de privaciones economizaría cuatro mil francos, y si no debía cobrar nada de la herencia materna, trabajaría libremente durante tres años, esperando una colocación. Había que abandonar, por tanto, su viejo proyecto de vivir juntos en la capital al menos por el momento.

Frédéric bajó la cabeza. Era el primero de sus sueños que se hundía.

—Consuélate —dijo el hijo del capitán—, el camino es largo; somos jóvenes. Nos juntaremos. No pienses más en ello.

Lo cogía por las manos y, para distraerlo, le hizo preguntas sobre su viaje.

Frédéric no tuvo gran cosa que contar. Pero el recuerdo de Mme. Arnoux hizo desaparecer su tristeza. No habló de ella por pudor. Se extendió, por el contrario, sobre Arnoux, contando sus discursos, sus gestos, sus relaciones; y Deslauriers le animó a cultivar esta amistad.

En estos últimos tiempos, Frédéric no había escrito nada; sus opiniones habían cambiado: por encima de todo estimaba la pasión; Werther [4], René, Frank, Lara, Lélia y otros más mediocres le entusiasmaban igualmente. A veces la música le parecía lo único capaz de expresar sus turbaciones interiores; entonces, soñaba sinfonías; o bien la superficie de las cosas le absorbía y quería pintar. Había escrito versos, sin embargo; Deslauriers los encontró muy bellos, pero no le animó a seguir haciéndolo.

En cuanto a él, ya no se dedicaba a la metafísica. Le preocupaban la Economía Política y la Revolución francesa. Ahora era un pobre diablo de veintidós años, delgado, con una boca grande, de aspecto resuelto. Aquella tarde llevaba una chaqueta ligera y sus zapatos estaban llenos de polvo, pues había ido a pie desde Villenauxe expresamente para ver a Frédéric.

Isidore los abordó. La señora rogaba al señor que volviera a casa, y, temiendo que tuviese frío, le mandó su abrigo.

—Quédate —dijo Deslauriers.

Y siguieron paseando de un extremo al otro de los dos puentes que se apoyan sobre la isla estrecha formada por el canal y el río.

Cuando iban hacia Nogent veían enfrente un grupo de casas que se inclinaban un poco; a la derecha aparecía la iglesia detrás de los molinos de madera cuyas compuertas estaban cerradas; y, a la izquierda, los setos de arbustos, a lo largo del río, cercaban huertos, que apenas se distinguían. Pero, del lado de París, la carretera principal bajaba en línea recta, y a lo lejos se perdían praderas entre los vapores de la noche. La noche estaba silenciosa y de una claridad blanquecina. Hasta ellos llegaban olores de follaje húmedo; la caída de la toma de agua, cien pasos más lejos, murmuraba ese gran ruido suave que hacen las olas en las tinieblas.

Deslauriers se detuvo y dijo:

—Esas buenas gentes que duermen tranquilas, es curioso. ¡Paciencia!, ¡se prepara un nuevo ochenta y nueve! ¡Estamos cansados de constituciones, de cartas, de sutilezas, de mentiras!, ¡de buena gana echaría todo esto por la borda! Pero, para emprender cualquier cosa hace falta dinero. ¡Qué desgracia ser hijo de un tabernero y perder la juventud ganando el pan!

Bajó la cabeza, se mordió los labios y temblaba de frío envuelto en su traje delgado.

Frédéric le echó la mitad de su abrigo sobre los hombros. Los dos se envolvieron en él, y cogidos de la cintura caminaban tapados juntos.

—¿Cómo quieres que viva allí sin ti? —decía Frédéric (la amargura de su amigo lo había entristecido)—. Habría hecho cualquier cosa con una mujer que me hubiese amado… ¿Por qué ríes? El amor es para el genio su alimento y como el aire que respira. Las emociones extraordinarias producen las obras sublimes. En cuanto a buscar la que me convendría, renuncio a ello. Además, si alguna vez la encontrara, me rechazaría. Soy de la vieja raza de los desheredados, y me extinguiré como un tesoro que fuese de cristal o de diamante, no lo sé.

La sombra de alguien se alargó sobre el pavimento, al tiempo que oyeron estas palabras:

—A su disposición, señores.

El que las pronunciaba era un hombrecillo, vestido con una amplia levita oscura y cubierto con una gorra que dejaba asomar bajo la visera una nariz puntiaguda.

—El señor Roque —dijo Frédéric.

—El mismo —replicó la voz.

El de Nogent justificó su presencia contando que volvía de inspeccionar sus trampas para el lobo en un huerto a la orilla del agua.

—Ya está de vuelta en nuestra tierra. ¡Muy bien!, me he enterado por mi chiquilla. ¿La salud sigue bien, espero? ¿No se marcha todavía?

Y se fue, desechado, sin duda, por la acogida de Frédéric.

En efecto, la señora Moreau no lo trataba mucho; el señor Roque vivía en concubinato con su criada y no estaba bien considerado, aunque era el muñidor electoral, el administrador del señor Dambreuse [5].

—¿El banquero que vive en la calle de Anjou? —dijo Deslauriers—. ¿Sabes lo que deberías hacer, mi querido amigo?

Isidore los interrumpió de nuevo. Tenía orden de llevarse a Frédéric definitivamente. La señora estaba preocupada por su ausencia.

—Bueno, bueno. Ya vamos —dijo Deslauriers—, no dormirá fuera de casa.

Y cuando marchó el criado:

—Deberías pedir a ese viejo que te presente a los Dambreuse, nada hay más útil que frecuentar una casa rica. Ya que tienes un traje negro y guantes blancos, aprovéchate. Tienes que entrar en ese mundo. Después me llevarás a mí. Un hombre millonario, fíjate. Haz por agradarle, y a su mujer también. Hazte su amante.

Frédéric protestaba.

—Pero te estoy diciendo verdades, me parece. Acuérdate de Rastignac en la Comedia humana. Tendrás éxito, ¡estoy seguro!

Frédéric confiaba tanto en Deslauriers que se sintió trastornado, y, olvidando a la señora Arnoux o incluyéndola en la predicción hecha por el otro, no pudo por menos de sonreír.

El pasante añadió:

—Ultimo consejo: Examínate. Un título siempre es bueno; y déjate de esos poetas católicos y satánicos, tan avanzados en filosofía como lo estaban en el siglo diecisiete. Tu desesperación es una tontería. Muy grandes personalidades tuvieron comienzos más difíciles, comenzando por Mirabeau. Además nuestra separación no será larga. Haré vomitar al tramposo de mi padre. Es hora de que regrese, ¡adiós! ¿Llevas dinero suelto para pagar mi cena?

Frédéric le dio diez francos, lo que le quedaba de la cantidad recibida de Isidore por la mañana.

Entretanto a veinte toesas [6] de los puentes, a la orilla izquierda, brillaba una luz en la buhardilla de una casa baja.

Deslauriers la percibió. Entonces dijo enfáticamente quitándose el sombrero:

—Venus, reina de los cielos, soy tu siervo. Pero la penuria es la madre de la sabiduría. ¡Cuánto nos han calumniado por esto, misericordia!

Esta alusión a una aventura común los alegró. Reían fuertemente por las calles.

Luego de haber pagado el gasto en la fonda, Deslauriers acompañó a Frédéric hasta el cruce del hospital; y, después de un largo abrazo, los dos amigos se separaron.

CAPÍTULO III

Dos meses después Frédéric, pasando una mañana por la calle Coq-Héron, pensó de pronto en hacer su gran visita.

El azar le había favorecido. El señor Roque había ido a llevarle un rollo de papeles, rogándole que los entregara en persona en casa del señor Dambreuse; y el envío iba acompañado de una tarjeta abierta en la que presentaba a su joven paisano.

La señora Moreau se mostró sorprendida de esta gestión. Frédéric disimuló el placer que le causaba.

El señor Dambreuse [1] era en realidad el conde de Ambreuse; pero desde 1825, abandonando poco a poco su nobleza y su partido, se había dedicado a la industria; y, con la oreja en todos los despachos, la mano en todas las empresas, al acecho de las buenas ocasiones, sutil como un griego y laborioso como un auvernés, había reunido una fortuna que se tenía por considerable; además era oficial de la Legión de Honor, miembro del Consejo General de l’Aube, diputado, par de Francia uno de aquellos días; servicial, por lo demás, cansaba al ministro con sus continuas peticiones de ayudas, cruces, estancos; y, en sus roces con el poder, se inclinaba al centro-izquierda. Su mujer, la guapa señora Dambreuse, a quien citaban los periódicos de modas, presidía las reuniones de caridad.

Camelando a las duquesas, apaciguaba los rencores del noble faubourg y hacia creer que el señor Dambreuse todavía podía arrepentirse y prestar servicios.

El joven estaba preocupado por esta visita a los Dambreuse.

«Hubiese hecho mejor poniéndome el traje. Seguro que me invitarían al baile de la semana próxima. ¿Qué van a decir de mí?».

Recobró el aplomo al pensar que el señor Dambreuse no era más que un burgués. Y saltó presto de su cabriolé a la acera de la calle de Anjou.

Franqueada una de las puertas cocheras, atravesó el patio, subió la escalinata y entró en un vestíbulo pavimentado de mármol de color.

Una doble escalera recta, con una alfombra roja sujetada por una barra de cobre, se apoyaba en las altas paredes de estuco brillante. Al pie de la escalera había un plátano cuyas anchas hojas caían sobre el terciopelo del pasamanos. Dos candelabros de bronce sostenían globos de porcelana colgados de cadenitas; los respiraderos abiertos de las estufas hacían una atmósfera cargada; y no se oía más que el tic tac de un gran reloj instalado en el otro extremo del vestíbulo bajo una panoplia.

Sonó un timbre; apareció un criado e hizo pasar a Frédéric a una salita, donde se distinguían las cajas de caudales, con compartimientos llenos de cajas de cartón. El señor Dambreuse escribía en el centro de la salita sobre un escritorio de corredera.

Leyó atentamente la carta del señor Roque, abrió con su cortaplumas la tela que envolvía los papeles y los examinó.

De lejos, por su talle delgado, podía parecer todavía joven. Pero su escaso pelo blanco, sus miembros débiles y sobre todo la extraordinaria palidez de su cara acusaban un temperamento deteriorado. Una energía firme reposaba en sus ojos verde mar, más fríos que si fueran de vidrio. Tenía los pómulos salientes y unas manos sarmentosas.

Por fin, ya de pie, hizo al joven algunas preguntas sobre personajes conocidos suyos, sobre Nogent, sobre sus estudios; después lo despidió con una inclinación, Frédéric salió por otro corredor y se encontró en la parte baja del patio, cerca de las cocheras.

Un cupé azul, tirado por un caballo negro, aguardaba delante de la escalinata. Se abrió la portezuela, subió una dama, y el coche, con un ruido sordo, empezó a rodar sobre la arena.

Frédéric, al mismo tiempo que ella, llegó del otro lado, bajo la puerta cochera. Como el espacio no era bastante ancho, tuvo que esperar. La joven dama asomada a la ventanilla hablaba en voz baja con el conserje. Frédéric no veía más que la espalda, cubierta por una capa violeta. Entretanto escudriñaba dentro del coche, tapizado de reps azul, con pasamanería de seda. El vestido de la dama lo llenaba; de aquella cajita acolchada se desprendía un perfume de lirio y un vago olor de elegancias femeninas. El cochero aflojó las riendas, el caballo rozó el guardacantón bruscamente y todo desapareció.

Frédéric regresó a pie por los bulevares.

Sentía no haber podido distinguir a la señora Dambreuse.

Un poco más arriba de la calle Montmartre, un atasco de coches le hizo volver la cabeza; y del otro lado, enfrente, leyó sobre una placa de mármol:

JACQUES ARNOUX

¿Cómo no había pensado en ella antes? La culpa era de Deslauriers, y se acercó a la tienda; sin embargo, no entró, esperó a que apareciera ella.

Las altas lunas transparentes ofrecían a las miradas en una hábil disposición, estatuillas, dibujos, grabados, catálogos, números de El Arte Industrial; y los precios de suscripción se repetían en la puerta, decorada en el centro con las iniciales del editor. Se veían en las paredes grandes cuadros brillantes de barniz; luego, en el fondo, dos grandes arcones llenos de porcelanas, de bronces, de curiosidades tentadoras; una pequeña escalera los separaba, cerrada en lo alto por una portezuela de moqueta; y una lámpara de vieja porcelana de Sajonia, una alfombra verde sobre el suelo, con una mesa de marquetería daban a este interior más la apariencia de un salón que de una tienda.

Frédéric aparentaba examinar los dibujos. Después de muchos titubeos entró.

Un empleado levantó la portezuela y contestó que el señor no estaría en la tienda antes de las cinco. Pero si él podía darle el recado…

—¡No!, ¡volveré! —replicó en voz baja Frédéric.

Los días siguientes los empleó en buscarse un alojamiento; y se decidió por una habitación en el segundo piso, en un hotel amueblado, en la calle Saint-Hyacinthe [2].

Con un cartapacio completamente nuevo bajo el brazo, se fue a la apertura de curso. Trescientos jóvenes, con la cabeza descubierta, llenaban un anfiteatro donde un viejo en toga roja disertaba con voz monótona; se oía el rasgueo de las plumas sobre el papel. Volvía a encontrar en aquella sala el olor a polvo de las clases, una cátedra de forma parecida, el mismo aburrimiento. Durante quince días siguió acudiendo a clase. Pero aún no habían llegado al artículo 3, cuando dejó el Código Civil y abandonó las Instituciones en la Summa divisio personarum.

Los gozos que se había imaginado no llegaban; y habiendo agotado los libros de una sala de lectura, recorrido las colecciones del Louvre y visto varias veces seguidas el espectáculo, se sumió en un ocio mejor.

Mil cosas nuevas aumentaban su tristeza. Tenía que contar su ropa interior y soportar al conserje, un patán con aire de enfermero, que iba por la mañana a hacerle la cama, oliendo a vino y refunfuñando. Su apartamento, adornado con un reloj de alabastro, no le gustaba. Los tabiques eran delgados; oía a los estudiantes hacer ponche, reír, cantar.

Cansado de aquella soledad, buscó a uno de sus antiguos compañeros, llamado Bautista Martinon, y lo encontró en una pensión burguesa de la calle Saint-Jacques empollando el Procesal, delante de una estufa de carbón mineral.

Frente a él, una mujer con un vestido de algodón zurcía unos calcetines.

Martinon era lo que se llama un hombre muy guapo; alto, mofletudo, las facciones regulares y ojos azules saltones; su padre, rico labrador, le destinaba a la magistratura, y, queriendo ya parecer serio, llevaba barba corta [3].

Como los aburrimientos de Frédéric no tenían causa razonable y no podía argüir ninguna desgracia, Martinon no comprendió ninguna de sus lamentaciones sobre la existencia. En cuanto a él, iba todas las mañanas a clase, se paseaba luego por el Luxemburgo, tomaba por la tarde su media taza en el café, y, con mil quinientos francos al año y el amor de aquella trabajadora se sentía plenamente feliz.

«¡Qué dicha!», exclamó Frédéric para sus adentros.

En la Escuela había hecho otros conocimientos, el del señor de Cisy, hijo de una gran familia y que parecía una señorita por la amabilidad de sus maneras.

El señor de Cisy se dedicaba al dibujo, le gustaba mucho el gótico. Varias veces fueron juntos a admirar la Santa Capilla y Nuestra Señora. Pero la distinción del joven aristócrata ocultaba una inteligencia de lo más pobre. Todo le sorprendía; reía mucho a la menor broma y mostraba una ingenuidad tan completa que Frédéric lo tomó al principio por un bromista, y finalmente lo consideró como un tonto.

No tenía con quien expansionarse y seguía esperando la invitación de los Dambreuse.

El día de Año Nuevo les envío tarjetas de visita, pero él no recibió ninguna.

Había vuelto a El Arte Industrial.

Volvió por tercera vez, y, por fin, vio a Arnoux, que discutía en medio de cinco o seis personas y que apenas contestaba a su saludo; Frédéric se sintió molesto. No dejó por eso de pensar en la manera de llegar hasta ella.

Primero se le ocurrió la idea de presentarse de pronto para informarse del precio de los cuadros. Después pensó en «dejar» en el buzón del periódico algunos artículos «muy fuertes», lo cual iniciaría relaciones. Quizás era mejor ir directamente al grano, ¿declararle el amor? Así que escribió una carta de doce páginas, llena de efusiones líricas y de apostrofes; pero la rompió y no hizo nada, no intentó nada, inmovilizado por el miedo al fracaso.

Encima de la tienda de Arnoux había en el primer piso tres ventanas, con luz, todas las tardes. Por detrás circulaban sombras, una sobre todo era la suya; y él se esforzaba desde muy lejos para mirar hacia aquellas ventanas y contemplar aquella sombra.

Una negra con la que se cruzó un día en las Tullerías, con una niñita de la mano, le recordó a la negra de Mme. Arnoux. Ella debía de ir allí como las demás; cada vez que atravesaba las Tullerías su corazón latía con la esperanza de encontrarla. Los días de sol continuaba su paseo hasta el final de los Campos Elíseos.

Mujeres indolentemente sentadas en calesas y cuyos velos flotaban al viento desfilaban cerca de él, al paso firme de sus caballos, con un balanceo insensible que hacía crujir los cueros charolados. Aumentaban los coches, y, acortando la marcha a partir del Rond-Point, ocupaban toda la calzada. Las crines estaban al lado de las crines, las linternas cerca de las linternas; los estribos de acero, las barbadas de plata eran otros tantos focos que brillaban aquí y allí entre los calzones cortos, los guantes blancos y las pieles que colgaban sobre el blasón de las portezuelas. Él se sentía como perdido en un mundo lejano. Sus ojos vagaban sobre las cabezas femeninas; y remotos parecidos le recordaban a Mme. Arnoux. Se la imaginaba en medio de las demás, en uno de esos pequeños cupés, parecido al de la señora Dambreuse. Pero el sol se ocultaba y el viento frío levantaba remolinos de polvo. Los cocheros hundían la barbilla en sus corbatas, las ruedas empezaban a girar más de prisa, el macadán crujía y todos los carruajes bajaban al gran trote de la larga avenida, rozándose, adelantándose, apartándose los unos de los otros: después, en la plaza de la Concordia, se dispersaban. Detrás de las Tullerías, el cielo se volvía a poner de color pizarra. Los árboles del jardín formaban dos masas enormes, violáceas en la copa. Las farolas de gas se encendían; y toda la superficie verdosa del Sena se rasgaba en reflejos de plata contra los pilares de los puentes.

Iba a cenar por cuarenta y tres sueldos a un restaurante en la calle de la Harpe.

Miraba con desdén el viejo mostrador de caoba, las servilletas sucias, la cubertería grasienta y los sombreros colgados en la pared. Los que estaban a su alrededor eran estudiantes como él. Hablaban de sus profesores, de sus amigas. ¡Mucho se preocupaba él de sus profesores! ¡Acaso tenía una amiga! Para evitar sus expansiones de alegría, llegaba lo más tarde posible. Había restos de comida en todas las mesas. Los dos camareros, cansados, dormían en rincones, y un olor a cocina, a quinqué y a tabaco llenaba la sala vacía.

Después volvía a subir lentamente las calles. Las farolas se balanceaban haciendo temblar sobre el barro largos reflejos amarillentos. Rozando la acera se deslizaban unas sombras con paraguas. El pavimento estaba grasiento, la bruma caía, y le parecía que las tinieblas húmedas, envolviéndole, resbalaban indefinidamente en su corazón.

Le entró un remordimiento. Volvió a clase. Pero como había perdido el hilo de lo que llevaban explicado, no comprendía las cosas más sencillas.

Empezó a escribir una novela titulada Silvio, el hijo del pescador[4]. La acción sucedía en Venecia. El héroe era él mismo; la heroína, Mme. Arnoux. Se llamaba Antonia; y, para conseguirla, asesinaba a varios hidalgos, caballeros, quemaba una parte de la ciudad y cantaba bajo su balcón, donde la brisa hacía palpitar las cortinas de damasco rojo del bulevar Montmartre. Las reminiscencias demasiado numerosas de las que se dio cuenta le desanimaron; no siguió adelante, y su ocio se redobló.

Entonces suplicó a Deslauriers que fuese a compartir con él su habitación. Se arreglarían para vivir con los dos mil francos de pensión de Frédéric, todo era mejor que aquella existencia insoportable. Deslauriers no podía dejar todavía Troyes. Le animaba a distraerse y a frecuentar a Senecal.

Senecal era un profesor particular de Matemáticas, hombre de gran cabeza y de convicciones republicanas, un futuro Saint-Just, decía el pasante de abogado. Frédéric había subido tres veces los cinco pisos de su casa sin recibir a cambio ninguna visita de él. No volvió más.

Quiso distraerse. Fue a los bailes de la Ópera. Aquellas alegrías tumultuosas le helaban antes de entrar. Además, le retenía el temor de verse en un apuro a la hora de pagar una cena con una disfrazada que le obligaba a gastos considerables; era una gran aventura.

Le parecía, sin embargo, que merecía que le quisieran. A veces se despertaba con el corazón lleno de esperanza, se vestía elegantemente como para una cita y no paraba de hacer compras en París, A cada mujer que caminaba delante de él o con la que se cruzaba se decía «¡Ahí está!». Era cada vez una nueva decepción. La idea de Mme. Arnoux redoblaba estas ansias. La encontraría tal vez en su camino; y se imaginaba, para abordarla, peligros extraordinarios de los que él la salvaría.

Así pasaban los días, repitiéndose los mismos aburrimientos y los hábitos contraídos. Hojeaba folletos bajo las arcadas del Odeón, iba a leer la Revue des deux Mondes al café [5], entraba en una sala del Colegio de Francia, escuchaba durante una hora una lección de chino o de Economía Política. Todas las semanas escribía una larga carta a Deslauriers, cenaba de vez en cuando con Martinon, veía alguna vez al señor De Cisy.

Alquiló un piano y compuso valses alemanes.

Una noche, en el teatro del Palais Royal, vio en un palco de proscenio a Arnoux al lado de su mujer. ¿Era ella? La pantalla de tafetán verde estirada, al borde del palco, ocultaba su cara. Por fin se levantó; cayó el telón. Era una persona alta, de unos treinta años, ajada y cuyos gruesos labios descubrían al reír unos dientes espléndidos. Hablaba en tono familiar con Arnoux y le daba golpes en los dedos con el abanico. Después una chica rubia, con los ojos un poco rojos como de haber llorado, se sentó entre ellos. Arnoux permaneció desde entonces medio inclinado sobre sus hombros, hablándole mientras ella escuchaba en silencio. Frédéric se entretenía en descubrir la condición de aquellas mujeres modestamente vestidas con ropa oscura, con cuellos vueltos.

Al final del espectáculo se precipitó a los pasillos. La muchedumbre los llenaba. Arnoux, delante de él, bajaba uno a uno los escalones, dando el brazo a las dos mujeres.

De pronto se encendió una farola de gas. Él llevaba un crespón negro en su sombrero. ¿Acaso había muerto ella? Esta idea atormentó a Frédéric tan fuertemente que al día siguiente corrió a El Arte Industrial, y, pagando rápidamente uno de los grabados expuestos delante del reloj, preguntó al dependiente de la tienda cómo seguía el señor Arnoux.

El mozo respondió:

—Pues, muy bien.

Y Frédéric añadió, palideciendo:

—¿Y la señora?

—La señora también.

Frédéric se olvidó de llevarse el grabado.

Terminó el invierno. Estuvo menos triste en primavera, empezó a preparar su examen, y habiendo aprobado con una nota mediocre marchó luego para Nogent.

No fue a Troyes a ver a su amigo para evitar los comentarios de su madre. Luego, al comienzo del curso, dejó su apartamento y tomó en la avenida Napoleón dos habitaciones. No tenía la esperanza de ser invitado a casa de los Dambreuse; su gran pasión por Mme. Arnoux empezaba a apagarse.

CAPÍTULO IV

Una mañana del mes de diciembre, cuando iba a clase de Procesal, creyó notar en la calle Saint-Jacques más animación que de costumbre. Los estudiantes salían precipitadamente de los cafés, o, por las ventanas abiertas, se llamaban de una casa a otra; los tenderos, en medio de la acera, miraban con aire procupado; las contraventanas se cerraban; y al llegar a la calle Soufflot se encontró con una gran concentración alrededor del Panteón.

Jóvenes en grupos desiguales de cinco a doce se paseaban, cogidos del brazo, y abordaban a los grupos más numerosos que estaban parados aquí y allí; en el fondo de la plaza, junto a las verjas, unos hombres en guardapolvos peroraban, mientras que, con el tricornio ladeado y las manos a la espalda, guardias municipales hacían la ronda a lo largo de las paredes, haciendo resonar el pavimento bajo sus fuertes botas. Todos tenían un aire misterioso, pasmado; se esperaba algo evidente; cada cual tenía su pregunta a flor de labios.

Frédéric se encontraba al lado de un joven rubio, de rostro agradable, con bigote y perilla, como un refinado del tiempo de Luis XIII. Le preguntó por la causa del desorden.

—No sé nada —replicó el otro— ni ellos tampoco. Es la moda ahora. ¡Qué gran farsa!

Y soltó una carcajada.

Las peticiones de Reforma [1], que hacían firmar en la guardia nacional, unidas al empadronamiento de Humann [2], además de otros acontecimientos, ocasionaban desde hacía seis meses, en París, inexplicables aglomeraciones; e incluso se renovaban con tanta frecuencia que los periódicos ya no hablaban de ellas.

—Esto no tiene gracia ni color —continuó el vecino de Frédéric—. Yo creo, señor, que hemos degenerado. En los buenos tiempos de Luis XI, incluso de Benjamín Constant [3], había más motines de estudiantes. Yo los encuentro mansos como corderos, tontos como pepinillos, e idóneos para horteras. ¡Ya lo creo! ¡Y a esto llaman la Juventud estudiantil!

Y abrió los brazos (de par en par), como Frédéric Lemaître en Robert Macaire.

—¡Juventud de las Escuelas, yo te bendigo!

Después, apostrofando a un trapero, que removía conchas de ostras contra el guardacantón de un tabernero:

—¿Tú formas parte de la Juventud estudiantil?

El viejo levantó una cara horrible en la que se distinguían, en medio de una barba gris, una nariz roja y dos ojos de borracho estúpido.

—¡No!, me pareces más bien uno de esos hombres de rostro patibulario que se ven, en diversos grupos, sembrando el oro a manos llenas. ¡Oh!, siembra, patriarca mío, siembra! ¡Corrómpeme con los tesoros de Albión! «Are you English?». Yo no rechazo los tesoros de Artajerjes. Hablemos un poco de la unión aduanera [1].

Frédéric sintió que alguien le tocaba en el hombro; se volvió. Era Martinon, prodigiosamente pálido.

—¡Vaya! —dijo lanzando un gran suspiro—, ¡otro motín!

Temía verse comprometido, se lamentaba. Hombres de guardapolvos, sobre todo, lo asediaban como si fueran miembros de sociedades secretas.

Martinon le pidió que hablara más bajo, por miedo a la policía.

—¿Pero todavía cree usted en la policía? En realidad, ¿qué sabe usted, señor, si yo mismo no soy un confidente?

Y lo miró de tal manera que Martinon, muy emocionado, al principio no comprendió en absoluto la broma. La muchedumbre los empujaba, y los tres habían tenido que subirse a la pequeña escalera que llevaba por un pasillo al nuevo anfiteatro.

Pronto la muchedumbre se abrió paso de manera espontánea; varias cabezas se descubrieron; saludaban al ilustre profesor Samuel Rondelot, que, envuelto en su gruesa levita, levantando en alto sus lentes de plata y con respiración dificultosa a causa del asma, se dirigía tranquilamente a dar su clase. Este hombre era una de las glorias juridicas del siglo XIX, el rival de los Zachariae, de los Ruhdorff. Su nueva dignidad de par de Francia no había modificado nada sus hábitos. Sabían que era pobre y le tenían un gran respeto.

Entretanto, desde el fondo de la plaza algunos gritaron:

—¡Abajo Guizot!

—¡Abajo Pritchard!

—¡Abajo los traidores!

—¡Abajo Luis Felipe!

La muchedumbre osciló y, apretándose contra la puerta del patio que estaba cerrada, impedía al profesor seguir adelante. Él se detuvo delante de la escalera. Pronto le vieron en el último de los tres escalones. Habló; un murmullo impidió oír su voz. Aunque hacía un momento le manifestaban su afecto, ahora lo odiaban, porque representaba a la autoridad. Cada vez que intentaba hacerse oír, se reanudaban los gritos. Hizo un gran gesto para intentar que los estudiantes le siguieran. Un griterío total fue la respuesta. Se encogió de hombros y desapareció en el pasillo. Martinon se había aprovechado del lugar en que estaba para desaparecer al mismo tiempo.

—¡Qué cobarde! —dijo Frédéric.

—¡Es prudente! —replicó el otro.

La multitud estalló en aplausos. Aquella retirada del profesor era una victoria para ellos. En todas las ventanas había curiosos mirando. Algunos entonaban La Marsellesa; otros proponían ir a casa de Béranger.

—¡A casa de Laffitte!

—¡A casa de Chateaubriand! [5].

—¡A casa de Voltaire!

—¡A casa de Voltaire! —aulló el joven de bigote rubio.

Los agentes de la policía urbana trataban de circular diciendo lo más amablemente que podían:

—¡Retírense, señores, retírense!

Alguien gritó:

—¡Abajo los matones!

Era un insulto corriente desde los alborotos del mes de septiembre. Todos lo corearon. Abucheaban, silbaban a los guardias del orden público; éstos empezaban a palidecer; uno de ellos no aguantó más y, viendo a un jovenzuelo que se le acercaba demasiado, riéndose en su cara, lo empujó con tal fuerza que le hizo caer de espaldas cinco pasos más lejos, delante de la tienda del tabernero. Todos se apartaron; pero casi un instante después rodó él mismo por el suelo, derribado por una especie de Hércules cuya cabellera, como un paquete de estopa, le salía por debajo de una gorra de visera de hule.

Parado desde hacía algunos minutos en la esquina de la calle Saint-Jacques, había soltado al instante una gran caja de cartón que llevaba para saltar sobre el guardia y, manteniéndolo en el suelo debajo de él, le daba fuertes puñetazos en la cara. Acudieron los otros guardias. El terrible mozo era tan fuerte que hicieron falta por lo menos cuatro para reducirlo, dos lo sacudían por el cuello, otros dos le tiraban de los brazos, un quinto le daba rodillazos en los riñones y todos le llamaban bandido, asesino, alborotador. Con el pecho descubierto y la ropa en jirones, protestaba de su inocencia; no había podido, a sangre fría, ver pegar a un niño.

—¡Me llamo Dussardier!, casa de los señores Valingart hermanos, encajes y novedades, calle de Cléry. ¿Dónde está mi caja? ¡Quiero mi caja! —repetía—: ¡Dussardier!… calle de Cléry. ¡Mi caja!

No obstante se fue apaciguando y, con gesto estoico, se dejó conducir al puesto de policía de la calle Descartes. Una muchedumbre de gente le siguió. Frédéric y el joven de bigote caminaban inmediatamente detrás, llenos de admiración por el dependiente y de indignación contra la violencia del poder.

A medida que avanzaban la gente disminuía.

Los agentes de policía, de vez en cuando, se volvían con aire feroz; y los revoltosos sin tener nada que hacer ni los curiosos nada que ver, todos se iban poco a poco. Los transeúntes que se cruzaban observaban a Dussardier y hacían comentarios ultrajantes en voz alta. Una vieja señora, en su puerta, llegó a gritar que había robado un pan; esta injusticia aumentó la irritación de los dos amigos. Por fin llegaron al cuerpo de guardia. No quedaban más que unas veinte personas. La presencia de los soldados bastó para dispersarlas.

Frédéric y su compañero reclamaron valientemente la libertad del que acababan de encarcelar. El centinela los amenazó, si insistían, con encerrarlos también a ellos. Preguntaron por el jefe del puesto y fueron dando cada cual su nombre con su condición de alumnos de Derecho, afirmando que el detenido era su condiscípulo.

Les hicieron entrar en una habitación totalmente desnuda, donde había cuatro bancos a lo largo de las paredes de yeso, ahumadas. Al fondo se abrió una ventanilla. Entonces apareció el rostro vigoroso de Dussardier, que, con su cabello alborotado, sus pequeños ojos francos y su nariz de punta cuadrada, recordaba confusamente la fisonomía de un buen perro.

—¿No nos reconoces? —dijo Hussonnet.

Así se llamaba el joven de bigote.

—Pero… —balbució Dussardier.

—No te hagas el tonto —añadió el otro—; sabemos que eres, como nosotros, alumno de Derecho.

A pesar de los guiños de ojos que le hacían, Dussardier no adivinaba nada. Pareció concentrarse y de pronto:

—¿Han encontrado mi caja?

Frédéric levantó la vista desanimado. Hussonnet replicó:

—¡Ah!, tu caja, ¿donde guardas tus apuntes de clase? ¡Sí, sí!; ¡tranquilízate!

Los estudiantes redoblaban sus pantomimas. Dussardier comprendió por fin que iban a ayudarle; y se calló, por temor a comprometerlos. Además, sentía una especie de vergüenza viéndose elevado al rango social de estudiante e igual a aquellos jóvenes que tenían manos tan blancas.

—¿Quieres que digamos algo a alguien? —preguntó Frédéric.

—No, gracias, a nadie.

—¿Pero tu familia?

Bajó la cabeza sin contestar; el pobre chico era hospiciano. Los dos amigos se extrañaron de su silencio.

—¿Tienes tabaco? —replicó Frédéric.

El se palpó los bolsillos; después sacó del fondo de uno de ellos los restos de una pipa, una hermosa pipa cachimba de espuma de mar, con un depósito de madera negro, una tapa de plata y una boquilla de ámbar.

Desde hacía tres años trabajaba para hacer de ella una obra maestra. Se había esmerado en mantener la cazoleta siempre cerrada, en una funda de mármol, y, cada noche, la colgaba en la cabecera de su cama. Ahora sacudía sus restos en la mano, cuyas uñas sangraban; y, con la cabeza baja, las pupilas fijas, la boca abierta, contemplaba aquellas ruinas de su felicidad con una mirada de inefable tristeza.

—Si le diéramos unos cigarrillos, ¿eh? —dijo en voz baja Hussonnet haciendo el gesto de alcanzarlos.

Frédéric había puesto ya, en la orilla de la taquilla, una petaca llena.

—¡Toma! ¡Adiós! ¡Ánimo!

Dussardier se lanzó sobre las dos manos que le tendían. Las estrechaba frenéticamente, con la voz entrecortada por sollozos.

—¿Como?… ¡a mí!… ¡a mí…!

Los dos amigos se dieron a conocer, salieron y fueron a comer juntos al café Tabourey delante del Luxemburgo.

Mientras partía el bistec, Hussonnet le dijo a su compañero que trabajaba en periódicos de modas y hacía publicidad de «El Arte Industrial».

—Casa Jacques Arnoux —dijo Frédéric.

—¿Lo conoce?

—¡Sí! ¡No!… Es decir lo he visto, lo he conocido.

—Preguntó descuidadamente a Hussonnet si veía algo a la mujer de Arnoux.

—De vez en cuando —replicó el bohemio.

Frédéric no se atrevió a hacerle más preguntas; aquel hombre acababa de alcanzar un puesto inconmensurable en su vida; pagó la cuenta de la comida sin que el otro protestase lo más mínimo.

La simpatía era mutua; intercambiaron sus señas, y Hussonnet le invitó cordialmente a acompañarle hasta la calle de Fleurus.

Estaban en medio del jardín cuando el empleado de Arnoux, conteniendo la respiración, haciendo con la cara una mueca abominable, se puso a imitar el gallo. Entonces todos los gallos que había en el contorno le contestaron con quiquiriquíes prolongados.

—Es una señal —dijo Hussonnet.

Se detuvieron cerca del teatro Bobino, delante de una casa en la que se entraba por una alameda. En la buhardilla de un desván, entre capuchinas y guisantes de olor, apareció una joven destocada, en corsé, y apoyando sus dos brazos en el borde del canalón.

—Buenos días, ángel mío, buenos días, cariño —dijo Hussonnet, enviándole besos.

Abrió la barrera de un puntapié y desapareció.

Frédéric lo esperó toda la semana. No se atrevía a ir a su casa para no parecer impacientarse por que le invitaran a comer; pero le buscó por todo el Barrio Latino. Lo encontró una tarde y lo llevó a su habitación en el muelle Napoleón.

La conversación fue larga; se expansionaron. Hussonnet ambicionaba la gloria y las ganancias del teatro. Colaboraba en vodeviles sin éxito, tenía montones de planes, componía cuplés; cantó algunos. Después, viendo en el estante un tomo de Victor Hugo y otro de Lamartine, se extendió en sarcasmos contra la escuela romántica. Aquellos poetas no tenían ni buen sentido ni corrección, y, sobre todo, no eran franceses. Él presumía de conocer la lengua y examinaba las frases más bellas con esa severidad huraña, ese gusto académico que distingue a las personas de humor juguetón cuando abordan el arte serio.

Frédéric se sintió herido en sus predilecciones; tenía ganas de romper. ¿Por qué no atreverse a pronunciar inmediatamente la palabra de la que dependía su felicidad? Preguntó al joven literato si podía presentarle en casa de Arnoux.

La cosa era fácil, y se pusieron de acuerdo para el día siguiente.

Hussonnet faltó a la cita, faltó a otras tres. Un sábado, hacia las cuatro, apareció. Pero, aprovechando el coche, se paró primero en el teatro Francés para retirar un billete de palco; mandó que le llevaran a casa del sastre, de una costurera; dejaba recado en las conserjerías. Por fin, llegaron al bulevar Montmartre, Frédéric atravesó la tienda, subió la escalera. Arnoux lo reconoció en la luna situada delante de su despacho; y, sin dejar de escribir, le tendió la mano por encima del hombro.