Erhalten Sie Zugang zu diesem und mehr als 300000 Büchern ab EUR 5,99 monatlich.
Diamela, una estudiante de medicina, ha tenido una extraña pesadilla desde su adolescencia. Una misteriosa mujer le indica que ella es la elegida, pero Diamela no entiende la importancia de tales palabras. Marie, su madre, ha vivido en París desde 1973. Allí conoció al padre de Diamela y encontró la felicidad, aunque a veces recuerda una tierra mágica y distante, con olor a canelo, donde los sueños se confunden con la realidad. Saqui, la abuela de la familia, fue una respetada y poderosa machi que se conectó con la tierra, ayudando a muchos con su sabiduría. Un alma bondadosa que siempre cuidó de los suyos, incluso más allá del plano terrenal. Una novela imprescindible, repleta de secretos familiares celosamente guardados. Tres vidas unidas por el nudo invisible de la naturaleza. La importancia del mundo femenino, el silencio y el legado cultural.
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 461
Veröffentlichungsjahr: 2023
Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:
© La elegida
Sello: Nenúfares
Primera edición digital: Septiembre 2024
© María Eloísa Pérez Krumenacker
Director editorial: Aldo Berríos
Ilustración de portada: Felipe Montecinos
Corrección de textos: ALdo Berríos
Diagramación digital: Marcela Bruna
Diseño de portada: Marcela Bruna
_________________________________
© Áurea Ediciones
Providencia 2594, local 417, Providencia, Chile
www.aureaediciones.cl
ISBN impreso: 978-956-6183-49-5
ISBN digital: 978-956-6386-74-2
__________________________________
Este libro no podrá ser reproducido, ni total
ni parcialmente, sin permiso escrito del editor.
Todos los derechos reservados.
Con profunda reverencia y agradecimiento,
a mis ancestros,
mis abuelos,
mis padres.
Solo Marie, sentada en el último asiento, se mantenía en vigilia. Con su nariz pegada a la ventana, observaba con ansiedad el paisaje, como si su mirada tuviera el poder de acortar la distancia que la separaba de su destino.
Ya era entrada la noche, cuando divisó a la distancia un montón de pequeñas luces.
—¡El Paso Libertadores! —dejó escapar en un susurro.
Exhalando vapor de sus bocas y con caras congestionadas por el frío de la cordillera, los pasajeros fueron bajando del bus para el control aduanero. Pendientes de no perder de vista su equipaje, las mujeres formaban una fila esperando su turno para usar el único baño disponible. Tiritando entumecida, Marie se acercó al mesón para retirar un formulario y llenarlo con sus datos. Una insignificante estufa a gas, con solo un quemador funcionando, apenas lograba entibiar el impersonal recinto.
—¿Necesita lápiz? —preguntó alguien a su lado—. Ya llené el formulario y le puedo prestar el mío.
—Pardon? —respondió Marie, concentrada en encontrar una lapicera en su mochila.
—¿Necesita un lápiz? —insistió el desconocido.
—Je ne comprends pas —se excusó.
—Si necesita lápiz, le puedo prestar el mío —moduló lentamente el hombre, ofreciéndole una elegante lapicera.
—Oh…oui. Merci —murmuró con timidez.
—Jamás he podido escribir con guantes —señaló el desconocido, observando los delicados guantes de cuero de la mujer. Al no obtener respuesta, le mostró los suyos—. ¿No le molesta?
—C’est bien —respondió ella, mirándolo con aire absorto. Una lucecilla de alerta se encendió en su cabeza.
¿Acaso un lápiz no era un excelente recurso para obtener las huellas digitales de una persona?
—Los extranjeros por este lado —interrumpió una voz a sus espaldas.
—Merci! —suspiró aliviada, devolviendo la lapicera.
—Pasaporte al día y formulario con sus datos personales —indicó un uniformado de unos cuarenta años y mirada de hielo—. Marie Bouchard... —leyó en el pasaporte, sin mirarla aún.
—Cést moi —afirmó ella, sin alterarse.
—Francesa… —continuó, levantando la vista—. ¿Cómo se pronuncia su apellido?
—Pardon? —preguntó, encogiendo los hombros.
—¿Cómo se pronuncia su apellido? —repitió el oficial con voz irritada, mientras alternaba repetidamente su mirada entre la foto y la cara de la joven.
—Bouchard —respondió, pronunciándolo lentamente.
—¿Habla español? —replicó con suspicacia el oficial.
—Solo un poco.
Un grueso gorro de lana cubría la frente de la muchacha, dejando asomar una melena rojiza que contrastaba con el verde de sus ojos y el color aceitunado de sus mejillas.
—Oye, Luis, esta francesa no tiene cara de francesa —señaló el uniformado, volviéndose a su compañero en la ventanilla contigua.
—¿Y qué cara tienen los franceses? —respondió este, mirando a su vez a la mujer, para exclamar luego—: ¡Los chilenos por este lado, con su carnet de identidad!
—¡No sé! —titubeó el primer oficial; y seguro de no ser comprendido por la muchacha, señaló con displicencia—: ¡Si no fuera por el apellido, yo diría que esta francesa tiene más cara de india que mi propia abuela! —Volviendo a mirarla fijamente, le preguntó—: ¿Qué la trae por este país?
—Turismo —respondió Marie, con ese típico acento extranjero que reemplaza la erre por la ge, sin mostrarse aludida por las ofensivas palabras del uniformado.
—¿Tiempo de estadía?
—Six jours —afirmó, mostrando el número con sus dedos.
—¿Algo que declarar? ¿Frutas, semillas, maderas, embutidos? —precisó el uniformado mirando la mochila de la joven, y en tono de académico, agregó—: Usted debe saber que en este país está erradicada la fiebre aftosa.
—Pardon… Je ne comprends pas.
—Le pregunto si trae algo de lo que está en esta lista —gruñó impaciente, mostrándole un folleto con coloridos dibujos, al tiempo que repetía señalando una a una, las imágenes.
—Non, je ne porte rien... —señaló la muchacha, tironeando su equipaje para recuperarlo del mesón, al tiempo que le enseñaba su cámara fotográfica—. Je suis photographe.
Solo al regresar al bus y acomodarse en su asiento, reparó en sus piernas temblorosas y el violento latir del corazón.
—J’ai besoin d’air! —suspiró sofocada, encaramándose para abrir una ventana.
—¿Se siente bien? —preguntó una mujer a su lado, ofreciéndole una figurita de manjar blanco que sacó de un enorme bolso que llevaba a sus pies—. Vivo en una parcelita cerca de Quilpué y tengo tres vacas que dan mucha leche. Ahora vengo de Mendoza… Mi hija se fue hace dos años, siguiendo a un argentino. El problema es que ahora le dio por ser flaca y a mi nieto no le da ni un poquito de azúcar… Así es que me mandó con los manjares de vuelta… Usted sabe cómo son estas niñas de hoy, siempre preocupadas de la dieta.
Conmovida por la gentileza de una desconocida, Marie sonrió agradecida. Después de observar el manjar con nostalgia, le dio una tímida mordida.
Los años de infancia en el internado en Concepción se agolparon en su memoria. Recordó a la hermana Benita, repostera oficial del convento, alegre y rolliza de tanto comer azúcar, siempre canturreando por los pasillos o transpirando junto al hervor de las mermeladas, jarabes y manjar que solía preparar para vender en la capital.
Cerrando sus ojos, comenzó a disfrutar la dulzura empalagosa del manjar. Notó cómo su cuerpo empezaba a relajarse mientras se dejaba llevar por la suave sensación del dulce deshaciéndose en su boca.
—Merci! —repitió nuevamente, suspirando aliviada mientras acariciaba la áspera mano de la mujer sentada a su lado—. Je vais bien, je vais bien! —musitó.
***
Llegó a Santiago de madrugada. Al interior del terminal de buses, los pasajeros debieron esperar que finalizara el toque de queda, impuesto a partir de 1973. Evitando miradas curiosas o conversaciones inconvenientes, Marie buscó un asiento alejado. Abrazando la mochila contra su pecho, cerró los ojos simulando dormir, pero sus oídos estaban atentos a los sonidos del exterior. El ulular de las sirenas y los furgones militares que recorrían la ciudad al cobijo del toque de queda, la hizo temblar. Ese conocido sonido que para una parte de los chilenos significaba seguridad, el Estado luchando contra el terrorismo; y para la otra, menos afortunada, tortura y muerte.
—Señorita…
Despertó sobresaltada. Una joven había tocado su hombro. Aún no había aclarado del todo, la gente comenzaba a abandonar el lugar y Marie salió tras ellos.
Atraída por el titular de un matutino, se acercó al kiosco. Con llamativos titulares se anunciaba el fin de la prolongada huelga de hambre que un grupo de disidentes, una agrupación de familiares de detenidos, había sostenido por al menos diecisiete días en distintas parroquias de Santiago. En el artículo se dejaba entrever que el Decreto Ley 2191, promulgado en abril, otorgaba una amnistía a los autores de crímenes contra los derechos humanos, echando por tierra la esperanza de obtener justicia por la muerte de los seres queridos.
—Me lo llevo —dijo en perfecto español. Un titular similar en un matutino más cercano a la oposición, llamó también su atención y decidió llevarlo igualmente.
La temperatura en la capital apenas sobrepasaba los dos grados, y los transeúntes entumecidos y arropados hasta las orejas, se movían apurados como pequeñas locomotoras, echando humo por sus bocas. ¿Era su imaginación o la gente parecía más triste y ensimismada? ¿Cuántos de ellos arrastraban la silenciosa pérdida de algún familiar?, se preguntó Marie, con el corazón encogido.
Trozos de carteles a medio rasgar con la imagen fotocopiada de algún desaparecido, parecían mirarla con reproche.
Se acomodó el gorro y el cuello de la parka, dejando tan solo los ojos expuestos al frío. Agradecida del atuendo que aumentaba su imagen de extranjera adinerada, observó en todas direcciones e inspirando profundo para calmar los nervios, enfiló sus pasos hacia la entrada del metro.
“¡Qué maravilla tener metro en Santiago!”, pensó, deslumbrada por la belleza y el moderno diseño de la estación, mientras subía al vagón más cercano con destino a la Estación de Ferrocarriles.
El tren a Concepción salía al mediodía, lo que le daba tiempo para tomar desayuno en algún boliche, comprar rollos para su cámara y estirar las piernas.
Al bajar, caminó por las calles aledañas a la estación ferroviaria, atestadas de gente. Allí, en medio de la multitud, sería fácil pasar inadvertida.
La súbita aparición de un furgón de carabineros la paralizó.
—Todo está bien, todo está bien —se repitió, nerviosa. Tras un solapado piropo a la mujer de falda cortísima y un coro de risotadas al interior del vehículo, el furgón continuó su camino sin detenerse.
A ambos costados de la calle, se apretaban locales con vitrinas atestadas de mercadería.
—¡Entre y elija su casete! ¡Todo en oferta, no nos va a quedar nada! —voceaba un joven vestido con un holgadísimo traje de huaso frente a la entrada de un local de música, mientras “La Consentida” sonaba a todo volumen. Después de comer dos paquetes de crujientes barquillos, se encaminó a la estación a esperar la hora de partida. Faltando tres minutos para el mediodía, el conocido pitazo resonó entre el bullicio. Como si fuera un submarino emergiendo a la superficie, el antiguo armatoste de fierro hizo su aparición en medio de la niebla.
***
El ferrocarril llegó a su destino cerca de las ocho de la noche, cuando la temprana oscuridad del horario de invierno cubría ya la ciudad. La temperatura había bajado repentinamente y el frío calaba hasta los huesos. Los escasos empleados de la estación, cuyo diseño recordaba a una antigua casa patronal chilena, se aprontaban a cerrar las puertas en cuanto saliera el último pasajero del día.
Una vez fuera, Marie acomodó la mochila en su espalda y corrió a tomar una micro que se aprestaba a salir del paradero. En el cartel del viejo y destartalado transporte rural, se leía “Tomé” como destino principal, seguido de otros villorrios desperdigados por los valles interiores.
No le importó la incomodidad de los asientos, ni el insistente ruido de latas sueltas y oxidadas del antiguo vehículo. Tampoco el cacareo de las gallinas que una anciana acarreaba en un canasto. Cerrando los ojos, se dejó llevar por la sensación del fresco y añorado aire costero que impregnaba su nariz.
“¡Espera por mí, que ya llego!”, rogó en su corazón.
***
El bus la dejó a unos quinientos metros del poblado. Aferrando su mochila, comenzó a caminar en medio de la oscuridad. Solo el sonido que hacían sus botas al pasar sobre algún charco de agua, rompía el maravilloso silencio que impregnaba el ambiente nocturno.
—¡Gracias, gracias! —repitió arrodillándose de improviso, mientras besaba la tierra del camino. Al levantarse, permaneció un momento en silencio, dejándose embriagar por el añorado canto de los grillos—. ¡He regresado! ¡He regresado! —suspiró emocionada, reanudando sus pasos. Un coro de perros ladrando frenéticamente, acompañó su recorrido por los senderos de la infancia.
Su hermano, Esteban, fumaba fuera de la casa, a la espera de una señal que calmara su ansiedad. Eran tiempos peligrosos y aunque habían planificado todo cuidadosamente, un error podría costarles muy caro. La esperada figura apareció de improviso.
—¡Hermano! —susurró Marie, conmovida, mientras corría a su encuentro para refugiarse entre sus brazos—. ¡No puedo creerlo! —musitó con asombro—: ¡Ya eres un hombre!
Consciente del peligro que acechaba, miraron alrededor y entraron rápidamente a la casa.
—¿Aún me espera?
—¡Te espera! —susurró Esteban, volviendo a estrujarla como a una espiga. Con la voz quebrada por la emoción, el hombre de grandes músculos, piel oscura y sonrisa ancha, retrocedió un paso, aferrando sus hombros—. Si nos hubiéramos cruzado por allí, no te habría reconocido. Estás tan delgada… ¡y linda! Pareces una extranjera de verdad.
—¡Al fin pude volver! —sollozó ella, volviendo a colgarse de su cuello—. Cuando me fui eras prácticamente un niño… y ahora, ¡mírate! —Tomó la cara de su hermano, observando la tosquedad de sus rasgos—. ¡Estás igualito a nuestro padre!
—¡Eso dicen todos! —sonrió con timidez.
—Solo espero que no estés cometiendo locuras… —titubeó Marie, con seriedad.
—Estaba… pero ya no —susurró él, bajando la vista.
—¡Por Dios, hermano! —suplicó Marie—. Debes pensar en ella… Mamá no resistiría otro golpe. —Secándose las lágrimas y besándolo en ambas mejillas, decretó—: Ahora eres el hombre de esta casa. Y mientras yo no pueda volver, debes estar para ella.
—¡Lo sé! —murmuró con docilidad—. Ahora, por favor, entra a verla antes que muera de impaciencia.
Con nostalgia, Marie observó las añosas paredes de adobe que alguna vez estuvieron pintadas de cal. Lucían tan tristes y descascaradas, como las gruesas capas de cera acumuladas en el entablado del piso o en las descuadradas ventanas, por donde el viento se colaba insolente. Se sintió desolada y la pobreza del lugar oprimió su corazón.
Una escuálida vela derritiéndose sobre el velador iluminaba la pequeña habitación, tan fría como el exterior. Las mismas frazadas de flores celestes sobre fondo blanco, mil veces lavadas y remendadas, la hicieron recordar de golpe esa incómoda realidad que intentaba enterrar en lo más profundo de su memoria. Se prometió a sí misma aumentar la pensión que cada mes enviaba a su madre.
—¡Quintuqueo! —exclamó la madre enderezándose en la cama, mientras gruesos lagrimones se escurrían por los surcos de su cara marchita.
—¡Madre! —respondió Marie en mapudungún, antes de lanzarse a sus brazos.
—Sabía que llegarías… ¡Lo sabía! —Se abrazaron sollozando—. ¿Hubo algún problema? ¿Alguien te reconoció?
—Nadie… creo que nadie —titubeó abrumada. Le parecía imposible que aquella mujer fuera la misma que en otros tiempos cargara sacos y arara la tierra con la fuerza de un macho. La piel oscura y arrugada, colgaba ahora flácida sobre un cuerpo extremadamente delgado, contrastando con el cabello grisáceo desparramado sobre la almohada.
—¡Tus ojos! —exclamó de pronto, como si viera una aparición—. ¿Qué ocurrió con ellos?
—¿Mis ojos? ¿Por qué?
Pensó que su madre comenzaba a alucinar.
—Tienen un azul extraño y maligno —dijo incorporándose para ver su rostro de cerca, y agregó atemorizada—: ¡Es un wekufe que ha entrado en tu cabeza! ¡Alguien te hizo mal de ojo!
—¡Ahh! —sonrió Marie, aliviada—. Son lentes de contacto, madre… En París muchas los usan para cambiar el color de sus ojos —repuso con naturalidad, mientras retiraba uno de ellos, acercando luego su rostro para mostrarle el café natural de sus ojos—. El pasaporte francés, los lentes y el cabello tinturado me ayudaron a regresar.
—Ngenechén, que es bueno y paciente, ha demorado mi partida —dijo la madre, abriendo los brazos para acoger a su hija.
—No digas eso, madre.
—En mi estómago vive un animal rabioso y desobediente.
—Todavía eres una mujer fuerte y la medicina está muy avanzada —insistió, sin convicción. El aspecto de su madre no dejaba lugar a dudas. Conocía los signos, el cáncer la estaba consumiendo.
—Mi tiempo ha llegado y Ngenechén espera por mí.
—¡Yo te necesito! —dijo con voz quebrada.
—¡Siempre estaré para ti!
—Tienes una nieta preciosa, que aún no conoces —sollozó Marie.
—¿Por qué lloras? ¿Será que no te amé lo suficiente?
—¡Me amaste y mucho! Es solo que tú eres el tronco que sustenta mi vida.
—Pues, a partir de ahora, seré tu raíz —replicó con vehemencia, pese a su debilidad—. Y aunque ya no me veas, sabrás que estoy presente, porque en tu corazón están las enseñanzas de nuestro pueblo.
—¡Por favor, no te vayas! —suplicó nuevamente, aferrándose a ella—. Necesito tiempo para ser la hija que merecías.
—Eres mucho más que eso. —Con ojos inundados en lágrimas, besó la frente de su hija.
—Te causé tantos sufrimientos… —murmuró Marie.
—Sufrimos y nos equivocamos para aprender —la consoló mientras la arrullaba contra su pecho—. Eres inteligente y valiente. Mira hasta dónde has llegado. ¿Qué más podría pedir una madre ignorante como yo? ¿No sabes lo orgullosa que me siento de ti?
—¡Gracias! —asintió Marie, aún entre sollozos.
—Mi tiempo se acaba… Hice cuanto debía y puedo irme en paz. —Hizo una pausa—. Una última cosa…
—¡Lo que sea!
—En tu memoria está nuestra historia —dijo, apretando su mano con desesperación—. Si olvidas, nuestro pasado se irá conmigo y tu hija crecerá sin raíces… —Con dificultad, agregó—: En la ruca…
—¿Qué ocurre con la ruca? —repitió con ansiedad.
—Allí, donde guardamos nuestro título de propiedad… ¿Recuerdas?
—¡Claro que recuerdo! Ese día, al regresar del juzgado, lo enterramos juntas. Mañana sin falta lo busco.
—Allí guardé algo para ella. Por favor, trae a mi nieta de regreso a su tierra.
—Es que ella… aún no sabe nada de mi pasado en Chile —confesó con tristeza.
—¡Solo promete! —exclamó la mujer, con voz autoritaria—. Y el poder de nuestra sangre, que también corre por sus venas, hará el resto.
—He renegado de mi origen —titubeó confundida—. ¿Cómo enseñarle de algo que escondí por tantos años?
—Tu hija aprenderá de tu ejemplo, no de tus palabras.
—La mayor parte del tiempo me siento perdida y enojada —reconoció.
La madre hizo una pausa y agregó:
—Sé que eres una mujer de ciencia, pero deja ese cotorreo en tu cabeza y escucha a tu corazón. —Y poniendo una mano sobre su pecho, afirmó—: Es la grandeza del corazón y no los títulos, lo que hacen a una persona. Recuerda que cada día puede ser el último y es más sabio vivirlo con la sana conciencia de hacer lo correcto. Sin deudas pendientes ni arrepentimientos. Hoy estamos… mañana, ¿quién sabe?
Tomó la cara de su hija con ambas manos y besó sus mejillas.
—Ahora, tiéndete a mi lado, suelta mi mano y déjame partir.
Dicho esto, cerró sus ojos y dejó de respirar.
La joven lloraba con desconsuelo, y sus lágrimas dibujaban pequeños senderos sobre el rostro sucio y oscuro. En lugar de piernas, su cuerpo desnudo y raquítico lucía unas secas y moribundas raíces, que parecían haber sido arrancadas por la fuerza…
—Bonjour, Paris! —la despertó la emisora, programada para encenderse a las seis de la mañana.
Diamela Bouchard era la típica parisina de dieciséis años. Liberal e independiente, con un aire rebelde y la inteligencia necesaria para ingresar a la universidad. Su fin de semana había sido intenso y sentía el sueño acumulado en el cuerpo. Pero era lunes y a las diez debía rendir un examen. Tras varias inhalaciones profundas seguidas de otros tantos bostezos, se estiró entre las sábanas, retorciéndose como un gato.
—Bonjour, hija, es hora de levantarse —susurró Marie, asomándose por la puerta.
—Ya voy… —rezongó, enterrando la cara bajo la almohada.
Pese a cursar primer año de medicina en La Sorbona, Diamela aún parecía una adolescente en pleno desarrollo. Bajita y delgada, con un rostro de delicado color mate enmarcando unos preciosos ojos pardos y un abundante cabello liso de un castaño oscuro, casi negro, la hacían particularmente bella. Europa y Latinoamérica se habían fundido armoniosamente en su rostro.
—Bonjour, mon amour! El desayuno está listo —sonrió Marie, abrazándola.
—No tengo hambre —murmuró, bebiendo jugo de naranja.
—¡Venga a besar a su admirador número uno y al único hombre en su vida! ¡Buenos días, mi niña bella! —dijo su padre, que ya terminaba el desayuno y se entretenía hojeando las noticias internacionales.
A sus cuarenta y cinco años, Pascal era un hombre guapo. Su trabajo como corresponsal de guerra lo mantenía ocupado y en buena forma. El contraste de la piel tostada con sus ojos verdes y cabello trigueño, lo hacían lucir juvenil, saludable y con aspecto de surfista.
—Bonjour, papá. Tu eres el único… por el momento —respondió, abrazándolo—. Espero que no sea así por el resto de mi vida.
Diamela se sentó, pensativa, comentando con cierta frustración:
—¡Anoche volví a soñar lo mismo! Esa mujer, con raíces en lugar de piernas… —Se estremeció al recordar la terrorífica imagen—. ¿Será un mensaje de algo importante que debo descubrir?
—Mmm… Hay quienes encuentran guía y sabiduría en sus sueños —sonrió Marie, sirviéndole una tostada—. Imagino que en el momento oportuno entenderás su significado.
—Ese psiquiatra, amigo tuyo… ¡Monsieur Lapin! —recordó Diamela—. En la facultad se comenta su éxito en terapias regresivas. —Con la mirada perdida en el vacío, agregó—: Tal vez… podría hacer una terapia que me ayude a comprender este asunto. ¡Es que todo parece tan real!
—¡Así son los sueños! —afirmó Marie, mientras observaba a su hija con silenciosa inquietud. Sentía palpitar alocadamente su párpado izquierdo, como solía ocurrir cuando algo la preocupaba.
—Esa tierra de color rojizo y esos enormes árboles… —continuó Diamela—. No recuerdo nada igual… Sin embargo, me parece tan conocido.
—Si te apuras, te paso a dejar a la universidad —interrumpió Pascal—. Podemos planear nuestra excursión de primavera. Un amigo me contó de una ruta a pocas horas de París, con unos cerros increíbles.
—¡Uff! —se sobresaltó Diamela, mirando la hora—. Ya coordiné con Monique y no demora en pasar por mí. —Acercándose a besar a su padre, le propuso—: ¿Te parece a las seis, en la puerta de los laboratorios? Me desocupo a esa hora y podemos tomar una copita de vino por ahí.
—A las seis entonces —sonrió Pascal.
—Mmm, qué par de tortolitos —bromeó Marie, haciéndose la ofendida—. Reconozco mi flojera para las caminatas, pero el vino me encanta y puedo aportar con buenas ideas. ¿Por qué siempre me dejan fuera?
Por toda respuesta, padre e hija rieron, intercambiando una mirada de complicidad.
***
Al día siguiente, Marie despertó pasadas las ocho de la mañana. No había escuchado el despertador y en media hora impartía su clase en la facultad. Había notado que últimamente le costaba despertar y tendía a sentir fatiga, sin razón aparente.
—Estás enferma —aseveró Diamela, notando las pequeñas ojeras en el rostro de su madre.
—¿Perdón? ¿Enferma de qué? —objetó, confundida—. Tan solo es una pequeña molestia en… —Se interrumpió, tocando de manera inconsciente su pecho izquierdo—. Pero de seguro, no es nada importante.
Como si fuera el flash de una cámara fotográfica, el recuerdo de la anciana vino a su memoria y Marie sintió un escalofrío en su espalda.
—¡Estás muy enferma! —exclamó Diamela, con voz ronca—. ¿Por qué has esperado tanto?
Cerró sus ojos y guardó silencio durante un momento. Cuando los abrió, comenzó a untar su pan con mantequilla, con aire despreocupado y preguntó:
—¿A dónde vas tan apurada?
—A la facultad —respondió Marie, descolocada.
***
Días más tarde, en la consulta del ginecólogo, Marie se estremeció al recordar las palabras de su hija. Tras un concienzudo examen, el diagnóstico del profesional había sido tajante: un tumor mamario con posible compromiso sobre el hígado. El cáncer cundía rápidamente.
—¡Nunca hubo síntomas! —suspiró con ojos vidriosos.
—Casi siempre ocurre así. Por eso es tan importante el autoexamen y la mamografía anual —acotó el profesional, observándola con sincera preocupación. Habían sido compañeros en la universidad, y Marie era una de sus primeras pacientes—. ¿Cuándo fue tu último control? —preguntó.
—¿Hace un año, tal vez? —titubeó.
—Tres años, para ser más exactos —corroboró, revisando sus registros—. ¿Conoces a alguien digno de tu confianza, para reemplazarte en la universidad? —preguntó mientras revisaba los cajones de su escritorio.
—¿Pretendes que deje mi trabajo? —preguntó, incrédula.
—Te voy a contactar con el mejor oncólogo de París —continuó el especialista, haciendo caso omiso a su pregunta; y levantando la voz, exclamó—: ¡Francine, no encuentro el número del Gustav Benoit! ¡Por favor, comuníqueme con él! A propósito, ¿recuerdas a Benoit? —preguntó, girando hacia ella.
—¿Benoit? —repitió Marie, rebuscando en su memoria.
—Ese alto y tímido, que te dejaba mensajes en el casillero —bromeó.
—¿Benoit… el ciego Benoit? —El recuerdo de sus años en la facultad, parecían ahora tan lejanos.
—¡El mismo! —exclamó animado—. Aún recuerdo al larguirucho Benoit bebiendo en el bar para olvidar tus desaires, Marie. —Luego agregó con seriedad—: Benoit hizo su doctorado en Inglaterra y actualmente es uno de los mejores oncólogos de Francia.
***
—Ella estuvo allí, lo sé. ¡Ella vino a avisarme! —susurró Marie, en la cafetería de la clínica. Hizo una pausa y continuó—: Si aún viviera, podría sanarme…
—Si ella aún viviera… Si muchos de los eventos vividos no hubieran ocurrido, tal vez nunca habrías enfermado —repuso Pascal.
—Treinta por ciento de posibilidades. ¿Te parece suficiente para intentar el tratamiento que Gustav propone? —preguntó, aturdida.
—Hasta un diez por ciento me parecería suficiente. ¿Qué pasa contigo? Nunca te has dado por vencida en algo —reclamó Pascal.
Pese a su aparente optimismo, el pronóstico había sido lapidario:
—Seré completamente honesto —había dicho el médico—. El tumor se ha expandido muy rápido y solo un milagro…
—Podría salvarme —había completado Marie, con firmeza.
—Existe un nuevo tratamiento —alentó el médico—. Aún está en fase experimental, pero ha dado buenos resultados en algunos pacientes. Si estás dispuesta a arriesgarte…
—¿Operarás para retirar… la mama? —preguntó asustada.
—No por ahora. En una primera etapa, intentaremos disminuir el tamaño del tumor.
—Es la primera buena noticia que recibo en muchos días.
***
Pese a su optimismo y voluntad inquebrantable, Marie sufría en silencio los efectos de la quimioterapia. Vómitos y estados febriles se sucedían sin tregua y sus defensas estaban por el suelo. La progresiva pérdida del apetito incrementaba su debilidad. Consciente de ello, intentaba comer a desgana, pero su estómago y su olfato se negaban a aceptar ciertos alimentos. Para las mucosas de su boca, ulceradas y adoloridas, la comida era sencillamente un tormento.
De carácter voluntarioso, se negaba a hacer reposo y solo cuando el malestar se volvía realmente intolerable, se permitía un descanso en el jardín. Allí, en esos momentos de pausa, contemplaba el paso de las horas y los días, sintiendo que la vida le volteaba la cara y la obligaba a ponerse de espaldas, como a un escarabajo. Acostumbrada a controlarlo todo, se desesperaba pensando en lo que quedaba sin hacer, sin terminar o sin organizar. Su atención estaba puesta en el teléfono, único vínculo con ese mundo que “dependía” de ella.
Pascal observaba con inquietud el proceso de su mujer. Conocedor de su férreo carácter y ese natural rechazo a toda actitud de sobreprotección, había tomado la sabia decisión de permanecer más tiempo en casa. Comenzar el postergado proyecto de escribir esa novela, sería el argumento perfecto para cuidar de ella sin abrumarla con atenciones.
Con el paso de las semanas y el agotamiento que el tratamiento le provocaba, cuando su cuerpo se declaró definitivamente en huelga y ya no le quedaron energías para continuar batallando, comprendió que el mundo seguía girando y solo ella estaría fuera por algún rato. El retiro obligado trajo el ocio, los pensamientos desatados, la rabia y la impotencia. Entonces recordó a Dios y su plan perfecto, donde cada ser vivo es solo una pieza, dentro de un gran engranaje movido por muchos corazones y finalmente se entregó.
***
A dos meses de haber comenzado su tratamiento, en septiembre de 1989, las noticias no eran para nada alentadoras.
—La quimioterapia solo ha conseguido estancar la enfermedad —señaló el médico—. El tamaño del tumor no ha disminuido ni un milímetro.
—Entonces…
—Viene la segunda etapa.
—¿Cirugía?
Sus pensamientos se poblaron de fantasmas. Cada uno de los seres amados que había perdido se presentaron ante ella, llamándola, urgiéndola a cumplir con su deber.
—¿Estás de acuerdo? —el médico había seguido hablando y su pregunta trajo a Marie de regreso.
—Estoy de acuerdo… —asintió mecánicamente—. ¿De acuerdo con qué? —repuso inmediatamente, al caer en la cuenta de que no había prestado atención.
—La cirugía —apuntó el médico con delicadeza—. Es una decisión importante y debemos considerar los riesgos que esta implica.
—Disculpa… —susurró Marie, levantándose lentamente—. No me siento bien. Antes de tomar una decisión, quisiera discutirlo con mi familia.
Arrastrando los pies, con la cabeza a punto de explotar y el corazón encogido, abandonó la consulta del médico y caminó sin rumbo por las calles de París. Necesitaba aclarar la cabeza.
Se había prometido confiar, pero a ratos resultaba difícil. De pronto se sentía muy cansada y débil, incapaz de tomar determinaciones, entrampada en las cosas más simples, furiosa por depender de los demás.
Absorta en sus pensamientos, se detuvo a mitad de un puente para ver correr el río. En su memoria apareció de improviso una escena de la ceremonia del Katan Pilun, en la que sus padres abrían una pequeña incisión en su pecho, para mezclar luego su sangre con la de ella. Este era un rito ancestral practicado hace siglos por sus abuelos y los abuelos de estos, para recordar “el río de sangre que corre por nuestra familia desde el principio de los tiempos”.
Recordó su promesa de ser humilde y depositar su confianza en Ngenechén, que cuida del mapuche. A su memoria llegó también el sueño de Diamela y la inesperada advertencia que había hecho acerca de su enfermedad.
Comenzó a atar cabos y entonces surgió una certeza. Aún era joven, su tierra la llamaba; y con ello, la esperanza aguardando entre su gente.
Tenía promesas por cumplir. Y ello requería de tiempo. Definitivamente necesitaba un milagro y se sentía dispuesta a esperar por él.
El esperado milagro ocurriría semanas después. Un acontecimiento desarrollado a miles de kilómetros de distancia, estaba a punto de dar un vuelco definitivo a su vida y a la de su familia.
***
La llorosa mujer, de rostro oscuro y melena desgreñada, se aferraba a la tierra como si de ello dependiera su vida. Sus uñas sucias dejaban sendos surcos en el barro arcilloso, como resistiéndose a una fuerza sobrenatural que buscaba tragarla.
De pronto, la mujer levantó el rostro y abriendo sus ojos, la miró.
Diamela pudo finalmente ver su rostro y quiso gritar, pero se encontró sin voz.
En una fracción de segundo, una fuerza poderosa la arrastró y se encontró súbitamente prisionera dentro de ese cuerpo monstruoso.
—¡Soy yo, soy yo! —gritó ahogadamente, mientras la desesperanza invadía su corazón, arrastrándola hacia la oscuridad.
Se encontró de improviso frente a una anciana vestida de negro. La mujer llevaba encima un delantal de tela brillante; y en su cabeza, un pañuelo floreado sujetando un plateado cabello trenzado. Una hilera de monedas de plata ceñía su frente; y un extraño collar, también de plata, colgaba de su pecho. En el oscuro rostro surcado de arrugas, Diamela vio esculpida la propia tierra y montañas alfombradas de bosques milenarios.
—Tu tierra te necesita y tú necesitas de ella. Tu espíritu no florecerá hasta que regreses —habló la anciana, con un dulce tono de voz. Aunque el idioma era desconocido, sus palabras gruesas calaron en su corazón. Ese músculo vivo, sabio y antiguo, habitáculo del espíritu, pudo asimilar lo que su intelecto era incapaz de percibir.
—¿Regresar adónde? —preguntó Diamela, notando recién que sus manos se aferraban a las ásperas manos de la anciana. La mujer olía a hierbas, a tierra y a los bosques abrasados por el fuego.
—A la tierra de tus antepasados, donde tu abuela espera por ti.
Envuelta en su chamal, Saqui amamantaba a la recién nacida entonando una antigua canción para olvidar el intenso dolor que le provocaba la pequeña al succionar su pecho. La madre de su esposo le había preparado una mezcla con el jugo obtenido al machacar las tiernas hojas del chilko; refrescante bebida, que, por sus propiedades diuréticas y reconstituyentes, era muy consumida por la mujer mapuche durante este período.
Saqui no se cansaba de admirar la perfección del cuerpito regordete, pequeño y tibio, adaptándose naturalmente a su regazo y a la curva de su cuerpo como si fuera una extensión natural. Sentía el delicioso aroma, mezcla de grasa y leche, que añoraría impaciente en cada uno de sus embarazos. Pegando su oído al pequeño pecho, imaginó al diminuto corazón latiendo a un ritmo constante y monótono, tal como lo hacía su cultrún.
—¡Qué hermosa eres, mi ñuke! —musitó, desbordada en amor y agradeció a Ngenechén por la bendición de engendrar vida—. ¡Mi bella Quintuqueo! Muchos acudirán a ti para extirpar sus penas del alma y ser guiados por la sabiduría de tu consejo.
La pequeña chupaba sus dedos con glotonería, mirando a su madre con atención, como si comprendiera sus palabras.
—Sin duda, serás una gran machi, heredera de toda la medicina y espiritualidad de nuestra gente. Yo misma te instruiré para que estés preparada cuando la hora de tu llamado llegue.
Atizando el fuego para avivar el calor de la pequeña fogata en el centro de la ruca, sus pensamientos volaron cuatro años atrás, recordando la extraña enfermedad que tuvo a poco de cumplir los once años de edad.
Tras una semana de fiebre, dolores y pesadillas, Orfelina, la machi, había llegado hasta la ruca de sus padres para asistirla.
—Desde que se puso mal, ya nadie duerme —bostezó la madre, agotada—. Temo que alguien le haya hecho mal de ojo.
—Parece como si los wekufe hubieran entrado en sus sueños —agregó el padre, impaciente.
Orfelina se sentó al borde del lecho de Saqui y tomó su mano, cerrando los ojos. Súbitamente, la muchacha se levantó del lecho y arrebatando a la curandera el cultrún que llevaba consigo, comenzó a danzar al son del instrumento, frente a la mirada atónita de sus padres.
Después de unos minutos, la muchacha cayó sudorosa en un sueño profundo.
—Esto me huele a enfermedad de machi —dictaminó Orfelina, recostándola—. La niña debe ser instruida o su estado empeorará.
—¿Es eso posible? —preguntó la madre—. En esta familia nunca hubo una machi.
—No se pueden discutir los designios de Futa Chao —aseveró Orfelina.
—¡No puedo permitir que se vaya y deje a su madre todo el trabajo! —replicó el hombre, paseándose inquieto por la ruca.
—¡La muchacha debe ser instruida, y pronto! —insistió tozudamente la machi.
—¡No tenemos para pagar su instrucción! —rezongó, enrabiado.
—No cobraré por instruirla —aclaró Orfelina.
—¿La llevarás contigo? —sollozó su madre, extenuada de cansancio y preocupación—. ¿Cuál es tu consejo?
—Manden a construir su ruca de aislamiento, cercana a la mía —ordenó, autoritaria, ante el asombro del padre.
—¡Estás hablando con el lonko de tu comunidad! —exclamó iracundo.
—Y tú estás hablando con la machi —le encaró desafiante—. Si quieres ver sufrir a tu hija, puedes hacerlo, pero toda la comunidad castigará tu terquedad.
—¡Basta ya de tanta discusión! —se impuso la madre con firmeza—. ¡Se hará como la machi dice!
—Busquen a un artesano que esculpa un rehue —continuó Orfelina— y háganse de un buen cultrún. Conseguiremos varios, para que ella escoja el suyo.
Pese a la oposición de su padre, Saqui abandonó su hogar y partió en compañía de Orfelina a iniciar un largo y exigente entrenamiento.
Cercano a cumplir los trece años, Saqui tuvo su primera menstruación; y en compañía de otras adolescentes de su comunidad, participó en la ceremonia de “romper la oreja”, el Katan Pilun. Junto con perforar la oreja de la pichimalen, el padre y la madre hacían un pequeño corte en el costado izquierdo de su pecho y mezclaban su sangre con la de su hija. De esa forma, el corazón podía gritar dónde encontrar al hijo, en caso de extravío.
Con voz fuerte y emocionada, el padre se dirigió a la concurrencia:
—Esta sangre que hoy mezclamos, recordará a nuestra hija hasta el fin de sus días el río de sangre que corre por nuestra familia, bajando desde el principio de los tiempos y uniendo por siempre el destino de nuestro pueblo.
Ese día, Saqui recibió de su padre unos hermosos aros de plata confeccionados por el platero del lof, que daban cuenta de su nuevo estatus de mujer. A partir de ese día, la joven podría ser entregada en matrimonio. Y ese, precisamente, era el mayor temor de la muchacha. Por alguna desconocida razón, la futura machi había decidido no casarse.
Era una noche de invierno y solo el imponente rehue custodiaba la entrada de la solitaria ruca de aislamiento. El frío colándose entre los coligües y la paja del techo no la dejaba dormir y las mantas no abrigaban lo suficiente. El viento soplaba con una fuerza inusual y se sentía inquieta, no podía conciliar el sueño y a su mente venían una y otra vez las palabras que usaría para explicar a su padre la decisión que había tomado.
Un alboroto exterior interrumpió sus cavilaciones. Agudizó su oído, creyendo percibir un galope de caballos que resoplaban. Luego de ello, escuchó pasos apresurados y el cuchicheo de varios hombres. A su memoria acudieron historias contadas por su madre.
Aquel desorden, en medio de la noche, solo podía significar una cosa. Pensó en gritar, huir y esconderse, pero el terror ante lo inminente la paralizó por completo. Cuando al fin consiguió moverse, ya era demasiado tarde.
—¡Viva Chile! ¡Viva Chile, mierda! —gritaban eufóricos. Pudo distinguir, en medio de aquel bullicio, la voz de su madre hablando el español con fluidez y naturalidad. Desde pequeña no la escuchaba hablar en ese idioma y se sintió desconcertada.
Su madre lloraba abrazada a una mujer, a la que Diamela no recordaba. Pascal, abstraído del bullicio, miraba atentamente la televisión.
—Amor, te despertamos —murmuró su madre, dirigiéndose hacia ella.
Dándose cuenta de que llevaba puesto su viejo pijama, Diamela giró para retirarse, pero su madre la retuvo.
—No te vayas, que te presento a unos amigos.
—Pedro Ramírez, poeta —se presentó un hombre mayor de rostro bonachón, barba blanca y vivaces ojos oscuros—. ¡Cuánto has crecido, muchacha! —dijo, mirándola con cariño.
—Esta es Elena Novoa, gran escritora, mejor amiga y confidente incondicional —continuó Marie, presentándole a una mujer morena, de contextura gruesa, cabello negrísimo y edad indefinida. Vestía ropa colorida, algo estrafalaria para el gusto de Diamela.
El abrazo de la mujer le trajo un aroma floral, gatillándole un borroso recuerdo. ¿Sería alguien de su pasado?
—¡Estás preciosa! ¡Igualita a tu papá!
—¡Diamela es el vivo retrato de Pascal! —afirmó Marie, mirando a su marido.
—¡Es cierto! Tiene los mismos ojos de su padre —señaló otra mujer, acercándose a saludarla y la observó con detenimiento—. Esta jovencita debe tener muchísimos admiradores —sugirió, mirando a Pascal. Y volviendo a mirarla, le dijo—: ¿Sigues siendo la mejor en anatomía?
—Permiso… Voy a tomar una ducha —se excusó Diamela, incómoda.
Hipnotizado frente al televisor, Pascal no se percató del desconcierto de la muchacha.
“¡Típico de los adultos!”, pensó furiosa, mientras cerraba la puerta de su habitación.
La ducha y la manicura demoraron una eternidad. Tenía muchas preguntas y no acostumbraba ventilar sus intimidades en público. ¿Por qué esos desconocidos parecían saber tanto acerca de ella?
Cuando regresó a la cocina, los amigos ya se habían retirado. Su madre preparaba la mesa y Pascal terminaba de cocinar. Notó que ambos parecían misteriosamente alegres.
—Ha ocurrido algo por lo que hemos luchado mucho —adelantó Marie, como si adivinara los pensamientos de su hija—. Algo que reaviva nuestra esperanza. Y la de muchos.
—No entiendo a qué te refieres —repuso Diamela. El pelo de la muchacha caía peinado y húmedo sobre la espalda; y en su rostro limpio, sin maquillaje, destacaban sus hermosos ojos verdes.
“Es notable el parecido con su padre”, pensó Marie, observándola con atención.
—Yo sé que no estaba en nuestros planes hacerlo, pero imagino que las circunstancias actuales ameritan la posibilidad de un viaje —deslizó Marie.
—¿Viajar a dónde? —preguntó Diamela, a la defensiva—. ¡Estoy en pleno período de exámenes!
—¡A Chile! ¡Ocurrió el milagro que tanto pedí! Al fin puedo volver a mi país.
Marie vestía un jean desgastado y una polera negra entallada, que destacaba aún más su extrema delgadez. Su cabello, muy corto, comenzaba a mostrar la presencia de las primeras canas; las que, contrastando con el mate de su piel tersa y sin arrugas, la hacían lucir atractiva e interesante.
—¿A Chile? ¿No se suponía que nunca regresarías?
—¡No mientras hubiera dictadura! —intervino Pascal, mientras servía un suculento lomo a punto, bañado en una aromática salsa de hierbas—. Desde hace meses, hemos estado atentos el proceso que atraviesa el país de tu madre. Y finalmente ocurrió lo que todo el mundo esperaba.
—¿Lo que todo el mundo esperaba? —repitió Diamela, sin comprender aún.
—En Chile, acaban de elegir a un gobierno por votación popular.
—¿Eso era… lo que celebraban esta mañana? —preguntó, visiblemente decepcionada.
—¿No entiendes lo que esto significa para mí? —repuso Marie.
Desde su llegada a Francia y por temor a posibles represalias, Marie había intentado mimetizarse con el pueblo francés. Alejándose de sus costumbres, había incluso reemplazado su apellido de soltera por el de su marido. Diamela tenía razón, Chile no era su país.
—¡Me alegro mucho! —mintió, con evidente desgano—. Es solo que… no quiero viajar ahora. En verdad… no puedo.
Diamela era una niña consentida y vivía inmersa en una burbuja, que sus padres, en ese loco afán por protegerla, habían tejido a su alrededor. Como madre, Marie había cometido casi todos los errores que como terapeuta recomendaba a sus pacientes no cometer con sus hijos: exceso de mimos y de atención, ausencia de exigencias y de responsabilidades. Recordó su reciente charla, en la que con vehemencia había señalado: “¡Educamos a nuestros hijos como verdaderos reyes! Les repito, si no ponemos atajo a estos vicios, que los padres solemos cometer, nuestros hijos serán futuros tiranos, ególatras y materialistas sin remedio”.
—Regresar a Chile es importante para tu madre, y tu apoyo sería… —las palabras de Pascal sacaron a Marie de sus pensamientos.
—¿Y qué esperan de mí? ¿Que vaya corriendo a hacer las maletas y olvide mi vida en este país? ¿Volver? ¿Y volver a dónde? ¿A un país desconocido y subdesarrollado?
—Y si ese viaje significara una esperanza de vida para tu madre, ¿considerarías acompañarnos? —replicó Pascal. Por momentos, la indolencia de su hija le exasperaba.
—¿A qué te refieres? ¿De qué esperanza me hablas? —preguntó Diamela, exasperada—. ¡Está siendo atendida por los mejores especialistas de Francia!
—La verdad es que no estoy pensando en medicina tradicional —confesó Marie, con timidez.
—¿Te parece que es el momento de experimentar con medicina alternativa? —rebatió Diamela.
Marie respiró para aclarar sus pensamientos.
—Hay algo que debes saber —dijo, mirando a su hija con seriedad—. El tratamiento no está dando los resultados esperados. Solo queda por delante la cirugía.
—¿Y cuál es el problema?
—¡Me aterra! —reconoció Marie—. Tengo la certeza de que, si entro al pabellón, no saldré con vida. Tal vez sea una premonición o simplemente miedo, pero no quiero arriesgarme.
—Estás en manos de uno de los mejores oncólogos del país.
—Tal vez… —continuó con timidez, temiendo la reacción de su hija—. Ahora que puedo regresar a Chile y reencontrarme con mi gente… una machi podría…
—¿Una machi? ¿Qué es una machi?
—Una persona sagrada dentro del pueblo mapuche —intervino Pascal. Antes de conocer a Marie, Pascal era un apasionado estudioso de la etnia mapuche y de sus costumbres—. Una machi es una mujer con el don de sanar enfermedades y de comunicarse con el mundo de los espíritus.
—¿Y qué relación podrías tener tú con…? —preguntó Diamela.
—Mi madre… o sea, tu abuela… era una machi —respondió titubeando.
—¿Por qué nunca dijiste nada? Tu pasado siempre ha sido un misterio para mí —le reprochó.
—Por temor, hija. Tal vez fue una suerte de cábala o el deseo ferviente de ver a mi país recuperar su democracia… Ese hombre pasó tantos años en el poder, que pensé que la vida no me alcanzaría.
—Entonces, ese sueño que se repite cada noche sin fallar… La anciana de la que te he hablado… —insinuó Diamela.
—Desde que me contaste tu sueño… Bueno, algo me dice que ella es tu abuela. Ella fue una de las machis más sabias y gentiles reconocidas entre mi gente. —Se detuvo para beber un vaso de agua fría y recuperar el aliento. La comida se enfriaba sobre la mesa—. Años atrás, prometí a mi madre que un día te llevaría de regreso. Pero, hasta hoy, nunca existió una posibilidad real.
—¿Quieres decir que mi abuela aún vive? —brincó, ilusionada.
—Ella murió hace muchos años. El dolor de mi ausencia y la muerte de mi hermano, se convirtieron en un agresivo cáncer que terminó por consumir su vida. Cuando conseguí viajar a Chile, su enfermedad estaba tan avanzada que ya no se podía hacer nada. Tú eras prácticamente un bebé y la situación en mi país era realmente complicada. Por eso no pude llevarte conmigo. Fue la última vez que la vi. —Disimuladamente secó sus ojos y continuó—: Nunca hubo síntomas, ni malestares. Nada que pudiera ser detectado a simple vista. Parece que siempre es igual con esta enfermedad, silenciosa y traicionera.
—Y si la anciana del sueño es mi abuela, entonces, la mujer de las raíces… ¿eres tú?
De pronto, todo parecía tener sentido para Diamela.
—Yo creo que la mujer del sueño eres tú misma —repuso su madre, mirándola con ternura—. No sé qué pueda significar, pero está claro que la vida en este país nos ha desconectado de nuestras raíces. Tu abuela nos está llamando y no descansará hasta tenernos de regreso.
—Pero ella está muerta…
—Pero su espíritu vive. Y ella vino… —inició Marie, entusiasmada. Se detuvo al ver la cara de incredulidad de su hija.
—¿Vino? —preguntó con desconfianza.
—¡Su espíritu vino a advertirme de la enfermedad! La quimioterapia no está dando resultado y aún no estoy preparada para morir. ¡Y sé que una machi podría sanarme!
—¡Tú no vas a morir! —sollozó Diamela, enterrando el rostro en el pecho de su madre.
—Debes confiar en mí… Una machi podría sanarme… Vi a mi madre hacerlo muchas veces.
—Si me aseguran que esa posibilidad es algo real, entonces pueden contar conmigo.
—¡Esa es mi hija! —sonrió Pascal, aliviado.
***
Varios días transcurrieron desde que, en Chile, retornara la democracia. Y, aunque Diamela no se sentía preparada aún para abandonar Francia, la secreta esperanza de que una machi pudiese devolver la salud a su madre, unido al deseo de conocer acerca de sus misteriosos orígenes, bastaban para convencerla de que un viaje de esa naturaleza valía la pena.
***
El aire era fresco y el sol brillaba sobre un cielo transparente. En la tierra aún quedaban rastros de la lluvia reciente y un fresco aroma a humedad flotaba en el aire.
Diamela sobrevolaba extensos territorios alfombrados de bosques y sembradíos. De improviso, entre un enorme trigal y el caudaloso brazo de un río, divisó la huerta de la abuela: un humilde, pero ordenado rectángulo bordeado de maderos y cintas rojas en sus cuatro extremos.
En cuanto vio venir a su nieta, la anciana había comenzado a caminar lentamente hacia un extremo de la propiedad. Cogiendo un tambor pequeño y achatado, en cuya parte superior se lograban ver extraños dibujos, la anciana comenzó a tocarlo al compás de una canción.
La melodía era triste, y Diamela supo que la abuela cantaba para ella. Aunque desconocía su significado, el lenguaje le llegó nítido. Supo por los guturales sonidos, la expresión del rostro y el delicado movimiento de sus manos, que el canto hablaba de pérdidas, de distancia y de dolor.
Dejándose llevar por una emoción desconocida, Diamela se arrojó a los brazos de la anciana; y el dulce aroma a humo, del que tanto hablara Marie, inundó su corazón, reconfortándolo. Sintió entonces que pertenecía a esa gente de piel oscura y toscos rasgos, que esperaban por ella allí, en el fin del mundo.
Al despertar, anotó rápidamente las palabras de la canción, tal como las recordaba. Su madre tradujo:
Yo fui madre y me he transformado.
Tú eres hija, te has transformado.
Yo, en lo alto, en un lugar a gusto.
Tú, ¿dónde estás?
Al terminar de traducir, Marie no pudo contener las lágrimas. Añoró ese amor incondicional y generoso que lo daba todo sin pedir retribución. Extrañó las silenciosas muestras de cariño y preocupación de la mujer, que la hicieron sentir protegida como algo precioso, aún en medio de la pobreza más despiadada. Recordó también los sencillos alimentos preparados en el fogón, en medio de la ruca; y con ello, la inigualable sazón de su madre. Una punzada de nostalgia estremeció su ser. Marie supo que las enseñanzas y el amor de Saqui estaban intactos. Tan solo debía recordar, y ella regresaría.
—¡Orfelina, Orfelina! —intentó gritar, pero la gruesa manta ahogaba su voz—. Por favor… Yo debo ser machi… solo machi —suplicó sin éxito.
Por el tono de la voz, identificó a uno de sus captores: Esteban Antilaf, sobrino de la mujer de su tío, perteneciente a una comunidad cercana, descendiente de Cuminao Antilaf y de sus esposas, a quienes solía ver en algunas celebraciones.
Los caballos detuvieron su marcha. El recorrido había llegado a su fin.
—Misión cumplida. La muchacha es tuya, Esteban —comentó uno de ellos.
—¿No seremos maldecidos por robar a una machi? —preguntó otro—. Al menos pudiste pedirla a su padre, como hacen todos —agregó en tono de reproche.
—¡Ella no hubiera aceptado! Escuché que no quería ser entregada a ningún hombre y es muy determinada —repuso Esteban.
—A la fuerza puede ser peor. Tal vez ellas no pueden…
—¡Claro que pueden tener esposos! —interrumpió Esteban, entusiasmado.
—Yo me libero de toda responsabilidad. Me asustan los poderes de estas mujeres —aseveró uno de ellos.
—¿Acaso la machi Orfelina y la machi Juana no tienen esposo e hijos? —preguntó Esteban.
—Pudiste haber elegido a cualquier otra.
—Si Saqui no quiere ser la madre de mis hijos, ninguna lo será —sentenció Esteban.
La claridad y convicción con las que el joven pronunció esas palabras, hicieron repicar como a una campana el corazón de la muchacha.
Observando una antigua costumbre de sus antepasados previa a la ceremonia de matrimonio, Saqui había sido raptada, y nada se podía hacer en contra de ello. Sus padres no podían reclamarla, ni tampoco aceptarla de regreso en el hogar, sin romper con ello con la ancestral tradición. Aunque Saqui fuera aspirante a machi, debía cumplir igualmente con el deber del matrimonio y de la maternidad. El linaje de la familia mapuche estaba primero y debía perdurar en el tiempo.
Saqui fue llevada ante Blanca, madre de su raptor y futuro esposo.
—Este tonto se ha encaprichado contigo, y yo me pregunto, ¿qué wekufe se le metió en el cuerpo para que te elija a ti y no a otra? —se quejó, examinándola con detenimiento.
“¡Yo tampoco quiero ser la mujer de nadie!”, pensó Saqui, mordiéndose la lengua. Recordó las enseñanzas de Orfelina y respirando profundo, miró a la mujer a los ojos, hablándole con serenidad:
—Debe convencerlo para que me devuelva antes de que todos se enteren.
Su ropa húmeda e impregnada por el sudor del caballo, comenzaba a secarse sobre su cuerpo.
—Aunque yo no te quiera como nuera, nada puedo hacer —sonrió burlona la mujer—. Esteban es quien manda aquí.
—¡No quiero esposo, no quiero esposo! —lloró, con la cara enterrada en su pecho—. ¡Por favor, pídale que me regrese!
—¡Cállate, chiquilla insolente, cualquiera querría estar en tu lugar! ¿Quién te crees que eres, para despreciarlo? —vociferó la mujer.
—Dígale que nadie lo escuchó. Nadie se enterará si me regresa a la ruca antes del amanecer —sollozó, arrodillada a los pies de la futura suegra—. Mañana iba a decírselo a mi padre.
—¿Ibas a decirle qué? —preguntó Blanca, con malicia. ¿Cómo su hijo no le había consultado sobre un asunto tan delicado?
—Que no quiero ser entregada en matrimonio…
Sentada con sus rodillas abrazadas, sobre una mullida piel de cordero, Saqui sollozaba con desaliento.
En ese momento, entró Esteban. Su rostro moreno brillaba de sudor.
—Tráigame la chicha, que vamos a celebrar —ordenó a una de sus hermanas, quien se puso de pie como un resorte. Sus compinches entraron tras él, comentando la proeza de la noche.
—¡Maldito! —gritó furiosa, lanzándose sobre él—. ¡No quiero nada contigo!
—Mañana hablaré con tu padre y arreglaremos este asunto —reaccionó Esteban, esquivando su mirada—. ¿No vio que la joven tiene frío? ¿Quiere que enferme? —increpó a su madre—: ¡Mande a que las niñas le preparen un caldo caliente!
—¡Ni pienses en escapar! Deshonrarías a tu padre y su furia llegaría hasta el mismo Minche Mapu —agregó, mirando con dureza a Saqui.
—¿Por qué no la regresas? —insinuó Blanca. Había llevado a su hijo fuera de la ruca—. Yo buscaré una mujer buena y dócil para ti. Esta es una machi, y ni siquiera es agraciada. No entiendo, ¿qué le ves?
—¡Ella se queda! —afirmó Esteban, sin mirarla. Ajena a la conversación exterior, la muchacha lloraba por su nuevo e inesperado destino, maquinando en su mente alguna solución. Sabía que escapar no era precisamente una de ellas. También entendía que su opinión o deseos personales no eran válidos en esta ocasión. Desde ahora, Blanca sería su madre; y aquellas, sus hermanas. Y aquel desconocido, su dueño y padre de sus hijos.
¿Qué ocurriría con el aislamiento obligatorio impuesto a toda aprendiz de machi? ¿Le permitirían regresar a la ruca que, con tanto sacrificio, sus padres habían construido para ella? “Orfelina y la machi Juana son mujeres fuertes e independientes. Ganan su propio dinero y no reciben órdenes de nadie”, pensó, intentando darse ánimos. Tal vez, ser machi podría darle ciertos privilegios, que harían su vida menos odiosa.
Mientras bebía un robusto caldo de charqui, que poco a poco lograba entibiar su cuerpo y serenar su espíritu, la futura machi comenzó a observar a Esteban con detenimiento. Con la libertad de quien ya lo ha perdido todo, recorrió el cuerpo del joven con mirada desafiante.
—¡Baja la vista, insolente! —chilló la madre, histérica. Aquella altanera solo traería desgracias a su hijo, pensó para sus adentros.