La esclavitud femenina - John Stuart Mill - E-Book

La esclavitud femenina E-Book

John Stuart Mill

0,0

Beschreibung

The Subjection of Women es un ensayo del filósofo y economista John Stuart Mill. Fue traducido al español bajo el título La esclavitud femenina por Emilia Pardo Bazán. Para combatir lo que John Stuart Mili consideraba un freno al progreso de la humanidad, publicó en 1869 su emblemática obra La esclavitud femenina. En ella recogió propuestas igualitaristas de carácter innovador (igualdad y libertad, mejora en la educación, sufragio, revisión de la legislación matrimonial…) y críticas demoledoras a la situación vigente. Sin embargo, Mill también sucumbió a algunos elementos conservadores típicamente victorianos. En este ensayo, Mill argumenta que la esclavitud femenina es una forma de opresión que impide el desarrollo social y la igualdad de género. Mill sostiene que la discriminación basada en el género es injusta y que las mujeres tienen derecho a los mismos derechos y libertades que los hombres. En La esclavitud femenina, Mill examina las raíces de la opresión de las mujeres y argumenta que la discriminación de género es una forma de control social que limita el potencial de las mujeres. En su lugar, propone una sociedad en la que hombres y mujeres tengan igualdad de derechos y oportunidades. Este ensayo ha sido ampliamente reconocido como un hito en la historia del feminismo y ha tenido un impacto significativo en el pensamiento político y social. «No puede, en rigor, la educación actual de la mujer llamarse «educación», sino «doma», pues se propone por fin la obediencia, la pasividad y la sumisión.» Emilia Pardo Bazán, 1892

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 267

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



John Stuart Mill

La esclavitud femenina

Traducción de Emilia Pardo Bazán

Barcelona 2024

Linkgua-ediciones.com

Créditos

Título original: La esclavitud femenina.

Traducción: Emilia Pardo Bazán.

© 2024, Red ediciones S.L.

e-mail: [email protected]

Diseño de cubierta: Michel Mallard.

ISBN tapa dura: 978-84-1126-322-1.

ISBN rústica: 978-84-9953-976-8.

ISBN ebook: 978-84-9953-294-3.

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar, escanear o hacer copias digitales de algún fragmento de esta obra.

Sumario

Créditos 4

Brevísima presentación 11

La vida 11

Prólogo de Emilia Pardo Bazán 13

Capítulo I. Mi propósito. Errores más comunes acerca de la situación del sexo masculino y la del femenino 29

Dificultad de impugnar las opiniones admitidas. Apoteosis del instinto característica del siglo XIX 29

Capítulo II. La sujeción de la mujer al hombre es un apriorismo: no se funda en ningún dato experimental contradictorio, y por consecuencia es irracional 33

El origen de la sujeción de la mujer es la esclavitud primitiva y las costumbres bárbaras del género humano en su cuna. Mejoramiento del estado social, aparente solo en lo que respecta a la mujer. La situación actual de ésta es el único vestigio que va quedando de ese estado primitivo de fuerza y esclavitud 33

Capítulo III. Reprobación que pesa sobre los que resisten a la autoridad, aunque ésta sea injusta 37

Persistencia de la esclavitud. Ineficacia de la Iglesia contra el abuso de la fuerza. Tenacidad de las costumbres que la fuerza inspiró. Mayor resistencia del despotismo viril. Cómo interesa a todos los hombres el conservarlo. Dificultades inmensas con que se lucha para combatirlo 37

Capítulo IV. El error de la esclavitud en los mayores filósofos 42

Los teóricos de la monarquía absoluta. Asombro de los salvajes al oír que en Inglaterra una mujer ejerce el poder real. Por qué los griegos no eran tan opuestos a la independencia de la mujer. Protesta silenciosa de la mujer. Cadenas morales con que se la sujeta. La mujer odalisca. La educación femenina falseada y torcida por la esclavitud 42

Capítulo V. La desigualdad por el nacimiento 48

Ya no existe hoy sino para la mujer. Anomalía de las reinas. Nada se sabe por experiencia de las aptitudes de la mujer, ni de su verdadero carácter 48

Capítulo VI. Obstáculos al progreso de las ideas 55

El hombre no conoce a la mujer, y menos que nadie la conocen los galanteadores de oficio. La mujer disimula, por culpa de su situación de esclava 55

Capítulo VII. Lento advenimiento de la justicia 59

Las literatas esclavistas. Que la mujer, libre para emprender todas las carreras, no emprenderá sino las que le dicten sus facultades naturales. Proteccionismo masculino. Lo que es hoy el matrimonio. Criada o bayadera 59

Capítulo VIII. Cómo se trataba a la mujer 63

Extensión ilimitada de la autoridad paterna. Delito de baja traición. La esposa esclava. No es dueña de sus bienes. Es más esclava que ningún esclavo lo fue nunca 63

Capítulo IX. El débito 66

Los hijos no pertenecen a la mujer en caso de separación. ¿De qué sirve la separación? Los individuos casi nunca son tan inicuos como la ley 66

Capítulo X. Comparación entre el despotismo doméstico y el político 69

Adhesión de los esclavos a sus amos. El poder absoluto, entregado hasta al más vil de los hombres. Sevicias. El desquite de la mujer. La injusticia, como todos los seres, engendra a su semejante 69

Capítulo XI. Causas que contribuyen a dulcificar lo terrible de la institución 74

El poder no sustituye a la libertad. Ni tiranas ni tiranizadas. La asociación comercial y la familia 74

Capítulo XII. División de derechos y deberes 77

¿Conviene que uno de los esposos sea depositario de la autoridad? Estado actual y estado que podría sustituirle. Bufonadas y floreos. Erróneo concepto de que la mujer ha nacido para la abnegación. Cada individuo nace para sí mismo. El cristianismo y la mujer 77

Capítulo XIII. Los enemigos de la igualdad 81

Moral antigua y moral nueva. Escuela de igualdad en el hogar doméstico. ¿Qué fue el amor de la libertad entre los antiguos? 81

Capítulo XIV. Por qué mejoran las leyes 84

Personas buenas en la práctica e indiferentes a los principios. San Pablo y la obediencia de la mujer. Sentido de las palabras del Apóstol. Los estacionarios. Ley del embudo 84

Capítulo XV. Los bienes patrimoniales de la mujer 87

Organización probable del matrimonio venidero. Aunque se abran a la mujer todos los caminos honrosos, probablemente elegirá más a menudo el de la familia 87

Capítulo XVI. Las mujeres han revelado la misma aptitud que el hombre para los cargos públicos 91

Perjuicios que se irrogan a la sociedad con esterilizar el talento de la mujer. Los límites de la acción femenina los ha de señalar su ejercicio práctico. Altas dotes de gobierno de la mujer, probadas por la experiencia 91

Capítulo XVII. Los favoritos y las favoritas 95

¿Qué aptitudes especiales tienen las madres, esposas y hermanas de los reyes, que no tienen las de los súbditos? Atrofia de las facultades de la mujer 95

Capítulo XVIII. Aptitud especial de la mujer para la vida práctica 98

La mujer es autodidacta: se educa a sí propia. Huye de las abstracciones y busca las realidades. Todo pensador gana mucho al comunicar sus ideas con una mujer de claro entendimiento 98

Capítulo XIX. La mujer no acepta convencionalismos en el orden del pensamiento 102

Los nervios en la mujer. Causas del predominio del temperamento nervioso. Falsa educación de la mujer. Remedios contra la neurosis 102

Capítulo XX. El temperamento nervioso ¿incapacita para las funciones reservadas al hombre en el Estado? 105

Los nervios son una fuerza. Influencia de los nervios en el carácter. Los celtas, los suizos, los griegos, los romanos. La concentración, buena para el pensamiento investigador, para la acción es funesta 105

Capítulo XXI. Diferencias fisiológicas 109

La cuestión batallona del peso y volumen del cerebro. No está probado que sea más chico el de la mujer, ni que la diferencia de tamaño afecte a la inteligencia. La circulación. Leyes de la formación del carácter 109

Capítulo XXII. El pueblo inglés desconoce la naturaleza 112

Comparación entre el criterio de ingleses y franceses 112

Capítulo XXIII. No hay tiempo aún de saber si la mujer es o no inferior en ciencias y artes 114

Safo, Myrtis y Corina. La supuesta falta de originalidad. Cómo se ha de entender y en qué consiste. Madama de Staël y Jorge Sand 114

Capítulo XXIV. La época de la gran originalidad ha pasado también para el hombre 117

Valor de las ideas originales de los ingenios legos. Condiciones que tendrán que darse para que la mujer posea literatura original 117

Capítulo XXV. La mujer artista 120

Causas de la superioridad de los grandes pintores de los siglos pasados. Falta de tiempo que aqueja a la mujer. Relación entre las aptitudes para el tocador y la elegancia doméstica, y las altas facultades artísticas 120

Capítulo XXVI. La mujer obligada a soportar todo el peso de los deberes sociales 124

Aspiraciones máximas de la mujer en la actualidad. No le es permitido correr tras la gloria, intento que en el hombre se ensalza y se aprueba. Condiciones morales de la mujer. Lo que más se alaba en ella es virtud negativa, fruto de la esclavitud 124

Capítulo XXVII. Qué pensarán las odaliscas de las europeas 128

Los emancipadores de la mujer han de ser varones 128

Capítulo XXVIII. ¿Qué ganaremos con el cambio? 130

La justicia basta. Ventajas reales. Destrucción de varias formas de tiranía. El hombre sultán y señor feudal de la mujer. Perturbación moral que de esto se deriva. La servidumbre corrompe aún más al señor que al siervo 130

Capítulo XXIX. Otro beneficio la libertad 135

Cálculo de sus productos por partida doble. Influencia de la mujer en la conducta del hombre. Influencia de formación de las madres 135

Capítulo XXX. Modos de ejercerse la influencia 138

Orígenes del espíritu caballeresco. Si continúa la servidumbre de la mujer, es de lamentar que el espíritu caballeresco haya desaparecido 138

Capítulo XXXI. Actual disminución de la influencia femenina 141

Hasta qué punto es benéfica. Por qué no puede la mujer apreciar ni fomentar las virtudes sociales. La mujer y la beneficencia 141

Capítulo XXXII. Como mejoraría la influencia femenina 144

Rémora de la familia. La mujer tiene, hoy por hoy, que anteponer a todo la consideración social. Las ideas generales no le son accesibles. La medianía del comme il faut 144

Capítulo XXXIII. Imposibilidad de la fusión de los espíritus en el matrimonio actual 147

Razones porque los maridos combaten la influencia de los confesores. La transigencia mutua del matrimonio. Hoy el acuerdo se consigue por nulidad y apatía de la esposa. La red que teje el cariño 147

Capítulo XXXIV. La mujer disminuye al marido 150

El ser inferior rebaja al superior, cuando viven juntos. Efectos de la compañía y trato de la mujer, dado el nivel de cultura que hoy alcanza. Ideal del matrimonio 150

Capítulo XXXV. Últimos y mayores bienes que traería consigo la libertad 153

Dulzura y belleza de la libertad en sí misma. Cómo solemos defender y estimar la propia, y cómo no atribuimos valor a la ajena. Goce íntimo de la emancipación. Efectos desastrosos que produce en un carácter altivo la privación de libertad. Cómo exalta la ambición 153

Capítulo XXXVI. Necesidad de empleo para la actividad de la mujer 156

La religión y la beneficencia, únicos cauces abiertos a la mujer. Los chocarreros. La acción política de la mujer. Errar la vocación. El gran error social 156

Libros a la carta 161

Brevísima presentación

La vida

Emilia Pardo Bazán (1851-1921). España.

Nació el 16 de septiembre en A Coruña. Hija de los condes de Pardo Bazán, título que heredó en 1890. En su adolescencia escribió algunos versos y los publicó en el Almanaque de Soto Freire.

En 1868 contrajo matrimonio con José Quiroga, vivió en Madrid y viajó por Francia, Italia, Suiza, Inglaterra y Austria; sus experiencias e impresiones quedaron reflejadas en libros como Al pie de la torre Eiffel (1889), Por Francia y por Alemania (1889) o Por la Europa católica (1905).

En 1876 Emilia editó su primer libro, Estudio crítico de Feijoo, y una colección de poemas, Jaime, con motivo del nacimiento de su primer hijo. Pascual López, su primera novela, se publicó en 1879 y en 1881 apareció Viaje de novios, la primera novela naturalista española. Entre 1831 y 1893 editó la revista Nuevo Teatro Crítico y en 1896 conoció a Émile Zola, Alphonse Daudet y los hermanos Goncourt. Además tuvo una importante actividad política como consejera de Instrucción Pública y activista feminista.

Desde 1916 hasta su muerte el 12 de mayo de 1921, fue profesora de Literaturas románicas en la Universidad de Madrid.

Prólogo de Emilia Pardo Bazán

Hallábame en Oxford el año pasado mientras celebraba sus sesiones la Asociación británica para el adelanto de la cultura, y entre los contados estudiantes que aún quedaban, topé con un inglés, hombre de buen entendimiento, de esos a quienes se les habla sin ambajes. Llevóme por la tarde al nuevo Museo, henchido de ejemplares curiosos; allí se dan series de lecciones, se prueban nuevos aparatos; las señoras asisten y se interesan por los experimentos, y el último día, llenas de entusiasmo, cantaron el God save the queen. Admiraba yo aquel celo, aquella solidez mental, aquella organización científica, aquellas subscripciones voluntarias, aquella aptitud para la asociación y el trabajo, aquel vasto mecanismo que tantos brazos impulsan, tan adecuado para acumular, contrastar y clasificar los hechos. Y, sin embargo, en medio de la abundancia noté un vacío: al leer las reseñas y actas, pareciéronme las de un congreso fabril; ¡tantos sabios reunidos solo para verificar detalles y trocar fórmulas! Creía yo escuchar a dos gerentes que discuten el curtido de la suela o el tinte del algodón: faltaban las ideas generales...

»Quejéme de esto a mi amigo el inglés, y, a la luz de la lámpara, en medio del alto silencio nocturno que envolvía a la ciudad universitaria, los dos indagábamos la razón del fenómeno.

»Un día me atreví a proferir:

—Es que carecen ustedes de filosofía, es decir, de lo que llaman metafísica los alemanes. Tienen ustedes sabios, pero no tienen ustedes pensadores. El Dios de los protestantes es una rémora: causa suprema, por respeto a Él nadie razona sobre las causas. Nunca un monarca consintió que se examinasen sus títulos a reinar. Ustedes poseen un Dios-monarca útil, moral y conveniente: le profesan ustedes cordial afecto: temen ustedes, si le tocan, debelar la moral y la Constitución. Por eso abaten ustedes el vuelo y se reducen a las cuestiones de hecho, a disecciones al por menor, a trabajos de laboratorio. Herborizan y cogen conchas. La ciencia está decapitada; pero ¿qué importa? la vida práctica sale ganando, y el dogma queda incólume.

—»Ahí verá usted —contestó pausadamente mi amigo— lo que son los franceses. Sobre un hecho forjan una teoría general. Aguárdese usted veinte años, y encontrará en Londres las ideas de París y de Berlín.

—Bueno, las de París y de Berlín; ¿pero qué tienen ustedes en pensamiento original?

—Tenemos a Stuart Mill.

—¿Y quién es Stuart Mill?

—Un político. Su opúsculo De la libertad es tan excelente, como detestable El Contrato Social de su Rousseau de ustedes.

—Son palabras mayores.

—Pues no exagero; Mill saca triunfante la independencia del individuo, mientras Rousseau implanta el despotismo del Estado.

—En todo eso no veo al filósofo; ¿qué más ha hecho el tal Stuart Mill?

—Elevar a la economía política a la altura máxima de la ciencia, y subordinar la producción al hombre, en vez de subordinar el hombre a la producción.

—El filósofo no ha salido todavía. ¿Qué más, qué más?

—Stuart Mill es un lógico profundo.

—¿De qué escuela?

—De la suya. Ya he dicho a usted que era original.

—¿Hegeliano?

—¡Quiá! Es hombre de pruebas y datos.

—¿Sigue a Port Royal?

—Menos: como que domina las ciencias modernas.

—¿Imita a Condillac?

—No señor. En Condillac solo se aprende a escribir bien.

—Entonces, ¿cuáles son sus númenes?

—En primer lugar, Locke y Comte, después Hume y Newton.

—¿Es un sistemático, un reformador especulativo?

—Le sobran para serlo cien arrobas de talento. Camina paso a paso y sentando la planta en tierra. Sobresale en precisar una idea, en desentrañar un principio, comprobarlo al través de la complejidad de los casos, refutar, argüir, distinguir. Tiene la sutileza, la paciencia, el método y la sagacidad, de un leguleyo.

—Bueno, pues está usted dándome la razón: leguleyo; es decir, pariente de Locke, de Newton, de Comte y de Hume... filosofía inglesa. ¿No ha tenido una idea de conjunto?

—Sí.

—¿Una idea propia, completa, sobre la naturaleza y el espíritu?

—Sí, y lo voy a demostrar.»

Al frente de este prólogo he querido intercalar aquí el anterior fragmento de la famosa Historia de la literatura inglesa, de Taine —fragmento que forma parte del larguísimo estudio consagrado a Stuart Mill en el tomo de Los contemporáneos—; porque tan expresivo trozo me ahorra todo panegírico del autor de La Esclavitud femenina, y contiene el más alto encomio que hacerse puede del escritor y el pensador. Ante el espectáculo majestuoso de la próspera nación inglesa, que señorea los mares y lleva a los últimos confines orientales y occidentales del mundo la energía de su raza y la expansión de su comercio; ante las riquezas del emporio londonense y la activísima vida fabril de Manchester y Liverpool; ante el poderío, la ciencia, el orgullo, el dominio, la atlética constitución de esos tres reinos que van al frente de la civilización de Europa, Taine echa de menos una cabeza... un pensamiento humano, un vuelo de águila, un rayo de luz intelectual... Y esa cabeza es la de Stuart Mill, y ese rayo de luz brota de su pluma.

Ni es Taine el único que tan eminente papel reconoce a Stuart Mill. Odysse Barot, en su Historia de la literatura contemporánea de Inglaterra, le consagra estas frases: «John Stuart Mill es el piloto intelectual de nuestro siglo, el nombre que contribuyó, más que otro alguno de esta generación, a marcar rumbo al pensamiento de sus contemporáneos. Quizá no ha inventado nada, no ha creado sistema alguno, y la mayor parte de sus ideas fundamentales se derivan de sus predecesores; pero lo ha transformado todo, y ha cambiado la dirección de la gigantesca nao del humano espíritu.» Aun cuando la importancia del autor del Sistema de lógica deductiva e inductiva es uno de esos datos de cultura general ya indiscutibles, no está de más recordarlo en el momento presente, cuando ofrezco a los lectores españoles la versión de la obra tal vez más atrevida e innovadora de Stuart Mill, o sea el Tratado de la Esclavitud femenina.

Juan Stuart Mill nació en Londres el 20 de mayo de 1806, siendo su padre Jacobo Mill, historiador de las Indias y autor del Análisis del entendimiento. La ley de transmisión hereditaria, que Juan Stuart Mill había de comprobar con gran aparato de razones, tuvo en él patente demostración; fue un pensador, hijo de otro pensador profundo, y original, aunque incluido entre los discípulos de Bentham. La educación de Stuart Mill, tal cual la refiere en sus Memorias, se debe a aquel padre ilustre, más bien que a pedagogos y catedráticos. Cuando el chico solo tenía seis años de edad, escribía su padre a Bentham: «Haremos de él nuestro digno sucesor.» Juan fue el alumno predilecto de Bentham y de Say; mamó con la leche, por decirlo así, la economía política. Serio, práctico, resuelto a ganarse con su trabajo la vida, aceptó un empleo en la Compañía de Indias, y en el puesto permaneció treinta y cinco años. Antes de ir a la oficina dedicábase al estudio; y aprendía lenguas vivas y muertas, filosofía, administración; en verano, sus apacibles aficiones le acercaban más a la naturaleza; excursionaba a pie, como buen inglés, y recogía plantas y, hierbas, y hacía experimental su conocimiento de la geología y la mineralogía, porque Stuart Mill no comprendió nunca a los sabios de gabinete. Al mismo tiempo fundaba una asociación filosófica que se reunía en casa de Grote, el futuro historiador de Grecia, y colaboraba en varias publicaciones, y se estrenaba en debatir problemas económicos, con un Ensayo sobre los bienes de la Iglesia y las Corporaciones. Poco después, algunos artículos suyos sobre Armando Carrel, Alfredo de Vigny, Bentham, Coleridge y Tennyson, cuya gloria fue el primero a vaticinar, le ganaron lucido puesto entre los críticos, y otros ensayos, titulados el Espíritu del siglo, hicieron exclamar a Carlyle, que vivía solitario en Escocia: «Aquí asoma un místico nuevo.» En pos viene la era de los grandes trabajos: en 1843 publica el Sistema de lógica, y en 1848, los Principios de economía política; en 1858, el Ensayo sobre la libertad; en 1861, las Reflexiones sobre el Gobierno representativo; en 1863, el Utilitarismo; en 1865, el estudio sobre el Positivismo y Augusto Comte; luego el estudio sobre La filosofía de Hamilton, y, por último, en 1869, La esclavitud femenina, corona de su vida y de su labor filosófica, porque las interesantísimas Memorias son obra póstuma; no aparecieron hasta 1873, seis meses después del fallecimiento de Stuart Mill.

Hasta aquí la biografía externa del filósofo, tal cual la refieren los historiadores literarios. La biografía interior es aún más fecunda en enseñanzas, más viva, más interesante para el que guste de estudiar los repliegues del corazón; y sobre todo, se relaciona íntimamente con La esclavitud femenina. El mismo Stuart Mill la deja esbozada a grandes rasgos en sus Memorias, con esa decencia, moderación y dignidad que es nota característica de su estilo y honor de su elevado espíritu. Tratemos de imitar su ejemplo, y ojalá lo que escribimos con sentimientos tan respetuosos, sea leído con los mismos por las gentes de buen sentido moral y recta intención.

Contaba Stuart Mill veinticuatro años, cuando —son sus palabras— formó el amistoso lazo que fue decoro y dicha mayor de su existencia, al par que origen de sus ideas más excelentes, y de cuanto emprendió para mejorar las condiciones de la humanidad. «En 1830 —añade— es cuando fui presentado a la mujer que después de ser veinte años mi amiga, consintió al fin en ser mi esposa.» No demos aquí al dulce nombre de amiga el sentido más que profano que tiene en nuestra castiza habla; entendámoslo sin reticencia, porque la obligación general de pensar caritativa y limpiamente, sube de punto al tratarse de dos seres humanos de tan alta calidad moral como Stuart Mill y la señora de Taylor. He aquí cómo pinta a esta señora el gran filósofo: «Desde luego, parecióme la persona más digna de admiración que he conocido nunca. Ciertamente no era todavía la mujer superior que llegó a ser más adelante, y añadiré que nadie, a la edad que ella tenía cuando por primera vez la vi, puede alcanzar tanta elevación de espíritu. Diríase que por ley de su propia naturaleza fue progresando después, en virtud de una especie de necesidad orgánica que la impulsaba al progreso, y de una tendencia propia de su entendimiento, que no podía observar ni sentir cosa que no le diese ocasión de aproximarse al ideal de la sabiduría. Ello es que, cuando la conocí, su rica y vigorosa naturaleza no tenía otro desarrollo sino el habitual del tipo femenino. Para el mundo, era la mujer linda y graciosa, adornada con sorprendente y natural distinción. Para sus amigos, ya aparecía revestida de sentimiento intenso y profundo, de rápida y sagaz inteligencia, de ensoñadora y poética fantasía. Habíase casado muy niña con un hombre leal, excelente y respetado, de opiniones liberales y buena educación; y si bien no tenía las aficiones intelectuales y artísticas de su mujer, encontró en él un tierno y firme compañero, y ella por su parte le demostró la más sincera estimación y el más seguro afecto en vida, consagrándole en muerte recuerdo perseverante y cariñoso. Excluida, por la incapacidad social que pesa sobre la mujer, de todo empleo digno de sus altísimas facultades, repartía sus horas entre el estudio y la meditación y el trato familiar con un círculo selecto de amigos, entre los cuales se contaba una mujer de genio, que ya no existe.

»Tuve la dicha de ser admitido en este círculo, y pronto observé que la señora de Taylor poseía juntas las cualidades que yo no había encontrado hasta entonces más que distribuidas entre varios individuos... El carácter general de su inteligencia, su temperamento y su organización, me impulsaban por aquel tiempo a compararla con el poeta Shelley; pero en cuanto a alcance y profundidad intelectual, a Shelley (tal cual era cuando le arrebató prematura muerte), le considero un niño en comparación de lo que llegó a ser andando el tiempo la señora de Taylor. Si la carrera política fuese accesible a la mujer, su gran capacidad para conocer el corazón humano, el discernimiento y sagacidad que demostró en la vida práctica, la aseguraban puesto eminente entre los guías de la humanidad.

Estos dones de la inteligencia estaban al servicio del carácter más noble y mejor equilibrado que jamás encontré. En ella no había rastro de egoísmo, y no por efecto de imposiciones educativas, sino por virtud de un corazón que se identificaba con los sentimientos ajenos y les prestaba su energía propia. Diríase que en ella dominaba la pasión de la justicia, a no contrarrestarla una generosidad sin límites y una ternura que siempre estaba dispuesta a derramar. A la más noble altivez unía la modestia más franca, ostentando al par sencillez y sinceridad absoluta con los buenos. La bajeza, la cobardía, la causaban explosiones de sumo desprecio; encendíase en indignación cuando veía acciones de esas que revelan inclinaciones brutales, tiránicas, vergonzosas o pérfidas. Sin embargo, sabía distinguir muy bien entre las faltas que son mala in se y las que son únicamente mala prohibita; entre lo que descubre el fondo de maldad del carácter y lo que solo entraña desacato a lo convencional...

»No era posible que se estableciese contacto psíquico entre una persona como la señora Taylor y yo, sin que me penetrase su benéfico influjo», mas el efecto fue lento, y corrieron años antes que su espíritu y el mío llegasen a la perfecta comunión que al cabo realizaron. Yo salí ganando en la transmisión recíproca, aun cuando ella me debió firme apoyo en ideas y convicciones que sola se había formado. Los elogios que a veces escucho por el espíritu práctico y el sentido de realidad que diferencia mis escritos de los de otros pensadores, a mi amiga los debo. Las obras mías que ostentan este sello peculiar, no eran mías solamente, sino fruto de la fusión de dos espíritus. Verdad que el influjo de la señora de Taylor, aun después de que esta señora rigió el progreso de mi entendimiento, no me hizo cambiar de dirección, pues coincidíamos.»

Coincidían sin duda alguna aquel hombre y aquella mujer, en quienes las dos mitades de la humanidad, separadas en cuanto al alma por una mala inteligencia ya secular y crónica, parecían haberse reunido por vez primera sin ningún género de restricción ni limitación mezquina, funesta y triste. Este ideal de unión entre varón y hembra no será más estético, pero quizá es más moral y fortalecedor que otro ideal ya muerto, expresado por el poeta de La Vita nuova, al decir de su Beatrice:

Tanto gentile e tanto onesta pare

La donna inia, quand’ ella altrui saluta,

Ch ‘ogni lingua divien tremando muta

E gli occhi non ardiscon di guardare.

.......................................................

E parche della sua labbia si muova

Uno spirto snave e pien d’ amore,

Che va dicendo al anima: sospira.

No se crea que ingiero aquí por casualidad los nombres de Dante y Beatriz Portinari. Es que acudieron a mi memoria y se grabaron en mi pensamiento, mientras leía las páginas consagradas por Stuart Mill a su compañera. En la historia de los sentimientos amorosos (démosles su verdadero nombre, que nada tiene en este caso de equívoco o denigrante, al contrario) los del poeta florentino hacia la gentil donna me había parecido siempre que sobresalían por su encanto, elevación y delicadísimo y quintesenciado linaje. Confieso que de algún tiempo a esta parte he modificado mi opinión, y las reflexiones sobre el caso de Stuart Mill y la señora Taylor, confirman esta evolución de mis ideas, que trataré de explicar.

No comprendía yo, en aquellos tiempos en que el amor dantesco se me figuraba la más exquisita flor del sentimiento sexual, que el amor dantesco es precisamente la negación de la suma de ideal posible en ese sentimiento potentísimo que rige a los astros en su carrera y conserva la creación. El amor de Dante a Beatriz condensa toda la suma de desdenes, odios, acusaciones y vejámenes que la antigüedad y los primeros siglos, cristianos de intención, pero aún no penetrados del espíritu cristiano más generoso y puro, acumularon sobre la cabeza de Eva. Considerad, en efecto, que el gran poeta gibelino —mientras cantaba y lloraba y suspiraba a Beatriz en las terzine de La Divina Comedia, en los sonetos de la Vita nuova, en las páginas del Convito y del Canzoniere— tenía su mujer propia, legítima, Gemma Donati, y en ella le nacía dilatada prole. Los que con más detenimiento y seriedad han estudiado la vida y los escritos del Alighieri, se inclinan a la opinión de que Beatriz, es decir, la Beatriz del poeta, nunca existió, siendo mera creación alegórica, figura soñada, en que bajo forma de mujer quiso el poeta representar la teología, la filosofía, la idea platónica... todo menos un ser real, una mujer de carne y hueso. Sería muy curioso cotejar el amor fantástico de Dante por la imaginaria Bice, y el de Don Quijote por la no menos imaginaria Dulcinea. Ambos amores, o si se quiere accesos de calentura poética, son formas de una idealidad que busca en la abstracción y el símbolo lo que no quiso encontrar en la realidad y en la vida. Poetizaban aquellos insignes artistas a la mujer, como poetizamos al árbol, a la fuentecilla, a la pradera, al mar, que sabemos que no nos han de entender, porque no tienen entendimiento, ni nos han de corresponder, porque no están organizados para eso, y así es nuestra propia alma la que habla al mar y la que en la voz del mar se responde a sí misma. Fisiológica y socialmente, Dante tuvo mujer, puesto que vivió en connubio y engendró legítimos sucesores; espiritualmente no tuvo mujer el cantor de Beatriz, ni acaso imaginó nunca que pudiese existir otro modo de consorcio entre varón y hembra sino ese; unióse con el ser inferior para los fines reproductivos y la urdimbre doméstica, mas para el eretismo de la fantasía, el ejercicio de la razón, el vuelo de la musa, la virtú del cielo, el raggio lucente, todo lo que se refiere a las facultades superiores y delicadas, arte, estética, metafísica —para eso, un fantasma, porque el hombre no puede comunicar tales cosas con mujer nacida de mujer.

Stuart Mill y los que como él piensan y sienten (¡cuán pocos son todavía!) han traído al terreno de la realidad lo que Dante y el caballero manchego y la infinita hueste de trovadores y soñadores de todas las edades históricas situaron en las nubes, o por mejor decir escondieron y cerraron en los interiores alcázares del alma, sedienta de venturas que nunca ha de probar. Stuart Mill deja translucir en algunos pasajes de La Esclavitud femenina el alto valor de la nueva conquista, de la hermosa reconciliación que procura para todos y ha logrado para sí, verbigracia, cuando dice: «¡Cuán dulce pedazo de paraíso el matrimonio de dos personas instruidas, que profesan las mismas opiniones, tienen los mismos puntos de vista, y son iguales con la superior igualdad que da la semejanza de facultades y aptitudes, y desiguales únicamente por el grado de desarrollo de estas facultades; que pueden saborear el deleite de mirarse con ojos húmedos de admiración, y gozar por turno el placer de guiar al compañero por la senda del desarrollo intelectual, sin soltarle la mano, en muda presión sujeta! No intento la pintura de esta dicha.» Dicha, añado yo, que no estuvo al alcance de Dante, ni de ningún poeta antiguo ni moderno, pero que disfrutó sin tasa el enamorado de la señora Taylor.

Casi un cuarto de siglo después de haberla conocido, unióse Stuart Mill en matrimonio a la mujer «cuyo incomparable mérito», escribe el filósofo, «y cuya amistad fueron manantiales de donde brotó mi dicha, y donde se regeneró mi espíritu por espacio de tantos años en que ni se nos ocurrió que pudiésemos llegar a juntarnos con lazo más estrecho. Por más que en cualquier época de mi vida yo hubiese aspirado ardientemente a fundir mi existencia con la suya, ella y yo hubiésemos renunciado eternamente a tal privilegio, antes que deberlo a la prematura muerte del hombre a quien yo sinceramente respetaba y ella tiernamente quería. Mas sobrevino este triste acontecimiento en julio de 1849, y no vi razón para no extraer de la desgracia mi mayor ventura, añadiendo a la red de ideas, sentimientos y trabajos literarios que venía tejiéndose desde tiempo atrás, una nueva y fuerte malla que ya no se rompiese nunca. ¡Solo siete años y medio gocé esta dicha! No encuentro palabra que exprese lo que fue para mí el perderla, ni lo que es aún... Vivo en absoluta comunión con su recuerdo.»

Cierto: Stuart Mill no fue uno de esos viudos de sainete, que se enjugan las lágrimas del ojo derecho mientras con el izquierdo hacen guiños a una muchacha; no lloró a su mujer derramando ríos de tinta, mientras el corazón reía a nuevos halagos. De los quince años que sobrevivió Stuart Mill, no pasó ninguno sin que dedicase varios meses a vivir en Aviñon, donde su mujer está enterrada; y al objeto adquirió una casita próxima al cementerio, desde cuyas ventanas veía la tumba. Ni viajes, ni luchas políticas y parlamentarias, ni grandes y asiduos trabajos económicos y filosóficos, atenuaron la viveza del recuerdo y del dolor. Sus biógrafos nos dicen que recorrió Italia, Grecia, Suiza, muchas veces a pie y herborizando, pero sin encontrar, entre las flores y plantas que prensaba con la doble hoja de papel, la preciosa florecilla del consuelo, recogiendo en cambio los no me olvides de la eterna anyoranza... Cercano ya el término de su vida mortal, volvióse a Aviñón, para morir cerca de la amada y dormir a su lado para siempre... Yo no sé si esto es poesía, aunque me inclino a que lo es, y muy bella; pero puedo jurar que esto ¡esto sí! es matrimonio... himeneo ascendido de la esfera fisiológica a la cima más alta de los afectos humanos.