La estrella más distante - Claudia Cardozo - E-Book

La estrella más distante E-Book

Claudia Cardozo

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Beschreibung

Una mujer que se convierte en la heroína de su propia historia en nombre del amor. Lady Cecily Walwyn nunca se ha visto a sí misma como la heroína de un cuento romántico. Muchos incluso la consideran la villana de su propia historia. No es una rebelde ni se ha opuesto nunca a los convencionalismos que rigen la vida de las damas como ella… excepto una vez en que se dejó guiar por su corazón, y varios años después continúa pagando por ello. Ahora está determinada a recuperar el lugar que el escándalo le arrebató y a convertirse en la reina de la temporada londinense. Sin embargo, la llegada de un apuesto desconocido pone en riesgo sus planes. Jack Dyer es un hombre de origen incierto y hecho a sí mismo que ha regresado al lugar que dejó atrás huyendo de la miseria. No tiene mayores aspiraciones en la vida que disfrutar de todo aquello que le costó tanto ganar y desprecia con todas sus fuerzas a esa sociedad que lo ignoró cuando más la necesitaba; pero entonces conoce a lady Cecily Walwyn y se ve obligado a replantearse todo lo que daba por seguro. Dos seres distintos y heridos que se topan con una nueva oportunidad para descubrir el amor en el lugar y en el momento menos pensado y que tendrán que aceptar la senda que el destino les tiene trazada… o luchar contra ella. - Las mejores novelas románticas de autores de habla hispana. - En HQÑ puedes disfrutar de autoras consagradas y descubrir nuevos talentos. - Contemporánea, histórica, policiaca, fantasía, suspense… romance ¡elige tu historia favorita! - ¿Dispuesta a vivir y sentir con cada una de estas historias? ¡HQÑ es tu colección!

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2021 Claudia Fiorella Cardozo

© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

La estrella más distante, n.º 312 - diciembre 2021

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, HQÑ y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imágenes de cubierta utilizadas con permiso de Dreamstime.com y Shutterstock.

 

I.S.B.N.: 978-84-1105-224-5

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

 

 

 

 

 

Ponerse a querer a alguien es una hazaña. Se necesita una energía, una generosidad, una ceguera… Hasta hay un momento, al principio mismo, en que es preciso saltar un precipicio; si uno reflexiona, no lo hace.

Jean Paul Sartre

 

Capítulo 1

 

 

 

 

 

Londres

1893

En opinión de lady Cecily Walwyn había pocas cosas más desagradables que ser el centro de atención en un salón atestado de personas dispuestas a juzgarte. Como no llamar la atención en absoluto, por ejemplo.

En tanto recorría el salón de baile de los Wyndham con gesto altivo y una casi imperceptible sonrisa, consciente de que todas las miradas se posaban en ella, consideró que en un caso como aquel, sin embargo, el resultar tan llamativa para los demás no fuera del todo atractivo. No cuando sabía, al menos, que lo último que tenían en mente aquellas personas era alabarla.

Juzgaban su vestido, la expresión de su rostro; si sonreía demasiado o se mostraba tan petulante como acostumbraba. A quién miraba y a quién fingía no ver. ¿Se lo habrían imaginado o sus ojos se detenían más de lo apropiado sobre un caballero en particular? ¿Qué era lo que había llevado a lady Walwyn a presentarse en uno de los eventos más celebrados de la temporada? Y aún más importante: ¿qué se traía entre manos?

A Cecily todo aquello le parecía casi divertido. La facilidad con que podía jugar con las mentes de esas personas, saber que uno solo de sus gestos desataba todo tipo de habladurías. Era la clase de cosas que llevaba haciendo durante casi toda su vida. El problema era que empezaba a encontrarlo un poco agotador, reconoció para sí de mala gana al esquivar a sir Oliver Eliot, que se dirigía a ella con una de sus odiosas sonrisas. Para evitarlo, no tuvo más alternativa que dar todo un rodeo al salón simulando encontrarse muy interesada en la decoración elegida por lady Wyndham, que a su parecer era bastante fea.

Pero claro, se recordó con un mohín que según Gabriel, su hermano, ella no había sido bendecida con un sentido del gusto tan refinado como le gustaba pensar.

Al recordar a su molesto hermano mayor, sacudió la cabeza de lado a lado en un gesto inconsciente. No lo hubiera reconocido jamás en voz alta, pero sentía cierta envidia al pensar que debía de encontrarse feliz en su casa de Surrey en compañía de su esposa y su hijo recién nacido. En el fondo, se alegraba por él, aunque eso era algo que tampoco reconocería con facilidad. Aun así, le hubiera gustado saber que se encontraban en la misma ciudad; y lo mismo le ocurría en menor grado con su madre, pero ella había decidido pasar un tiempo en la campiña para conocer a su nieto y la dejó sola rodeada de tiburones, recordó con cierta inquina; sin considerar que en sus mejores o peores momentos, depende de cómo se viera, ella podía ser tan peligrosa como el más letal de los escualos.

Según rodeaba el salón, con una mano extendida en ademán descuidado para acariciar una cenefa dorada en la pared más alejada de la pista de baile, fue percibiendo una sensación bastante familiar. Alguien la observaba. Y con bastante persistencia, consideró por el molesto resquemor que le quemaba la nuca. En un principio, pensó que podía tratarse de sir Oliver, ese estúpido inconsciente, pero luego se dijo que nunca antes había experimentado algo parecido y que no podía tratarse de él. Debía de ser alguien más.

Intrigada, ladeó el rostro echando los hombros suavemente hacia atrás en un falso gesto de aburrido interés y sus ojos se encontraron con una mirada que la obligó a desviar un segundo la vista; fue apenas un instante, pero se sintió enojada de inmediato por haberse visto forzada a lo que consideró un gesto de debilidad y volvió a buscar al dueño de aquel rostro. El salón se encontraba abarrotado y le costó todo un minuto dar con él nuevamente, pero cuando lo hizo se cuidó bien de no dar ninguna muestra de que su actitud la perturbara. Lo que desde luego era una enorme mentira. Vaya que la había alterado. Una sensación que se acentuó al caer en la cuenta de que se encontraba más cerca de lo que había calculado y que, no solo eso, se dirigía hacia ella con paso seguro y sin quitarle la vista de encima.

Algo tenía Cecily por seguro, sin embargo, no pensaba huir. Esperaría a ese descarado extraño exactamente en el lugar en que se encontraba. Pero en tanto, se permitió observarlo con la misma desfachatez con que lo hacía él y una leve expresión de reconocimiento se fue abriendo paso en su rostro. Sabía quién era. No los habían presentado formalmente, pero una presencia como la suya no podía pasar desapercibida y, aun cuando él no lo supiera, se había convertido en la comidilla de la sociedad londinense durante las últimas semanas. Lo que ella había considerado una bendición, porque su propia presencia iba pasando un tanto inadvertida, que era precisamente lo que deseaba para conseguir lo que tenía planeado.

Según el hombre iba acortando la distancia entre ambos, Cecily se dijo que no era extraño que llamara tanto la atención. Más allá de su enigmático origen, era demasiado atractivo como para que lo pasaran por alto. Extremadamente atractivo, se corrigió con cierto desagrado. Desconfiaba de los hombres tan guapos, en especial cuando era evidente que ellos eran conscientes de ello. Y este, en particular, lo tenía muy claro.

Apenas tuvo tiempo de registrar la casi perfecta simetría de su rostro, levemente alterada por una nariz algo más pronunciada de lo ideal, y su altura, que la obligó a elevar un poco más el mentón en un gesto desafiante, antes de que él llegara a su lado y la observara en un desconcertante silencio que la obligó a parpadear. Ningún caballero decente debía mirar a una mujer de esa forma, pero según lo que sabía de él, aún no tenía del todo claro si podría considerársele un caballero, así que en verdad daba igual.

—Lady Walwyn.

Tenía una voz profunda y muy agradable al oído; clara y limpia pese a su gravedad. A Cecily le recordó a las aguas que brotaban de un riachuelo cercano al lugar en que había crecido; un pensamiento un poco raro y demasiado evocador para su gusto.

—Temo que me lleva ventaja, señor; al parecer usted conoce mi nombre y yo no sé el suyo —respondió ella asumiendo una actitud reservada que iba poco con su personalidad.

Estaba mintiendo, desde luego; conocía su nombre, así como otras cosas relacionadas con él, pero no quería ponerse en evidencia. Estaba determinada a mantener su reputación fuera de toda duda aquella temporada y el que la vieran entablando una confiada charla con un hombre con el que no había sido presentada no entraba en sus cálculos.

Él, que debió de hacerse una idea de lo que pensaba, sonrió en un gesto que se le antojó divertido e hizo una reverencia sin dejar de mirarla.

—Lo siento. Mi nombre es Jack Dyer, milady; lamento no haber podido esperar a que fuéramos presentados antes de acercarme, pero debo reconocer que sentía mucha curiosidad por hablar con usted.

Cecily elevó una ceja de forma casi imperceptible, sorprendida a su pesar por esa muestra de sinceridad.

—Ya veo —replicó ella al cabo de un momento—. Supongo que ha oído algunas cosas acerca de mí y ahora se siente intrigado.

Supo que había dado en el clavo incluso antes de verlo dudar.

—No quise decir…

Cecily hizo un gesto para restar importancia a sus palabras.

—No pretendo incomodarlo. Entiendo que mi vida pueda resultar interesante, en especial para los recién llegados como usted. Veamos si acierto respecto a lo que pienso que debe de haber escuchado acerca de mí, ¿qué le parece?

Él apretó los labios y le dirigió una mirada cargada de intención, como si se preguntara qué tanto de verdad habría en la ligereza con que ella se expresaba. Debió de considerar que nunca podría adivinarlo porque hizo un gesto mostrando las palmas hacia arriba al tiempo que sonreía; Cecily aprovechó ese momento para estudiar sus manos y le sorprendieron los profundos surcos que vio en ellas. Era evidente que estaba ante un hombre acostumbrado al trabajo físico, juzgó, sintiendo como su interés no hacía más que crecer.

—Sin duda, sabrá que soy viuda —empezó ella.

Lo vio asentir y agradeció que no se molestara en darle sus condolencias.

—Le habrán dicho también que tuve una relación muy escandalosa en el pasado —Cecily estuvo a punto de sonreír al verlo cabecear de mala gana luego de vacilar un segundo—. Y que me fugué con el caballero en cuestión.

—Algo oí, sí.

—Y sabe también que soy la última persona a la que ha debido acercarse; no dudo de que le recomendaran mantener cierta distancia y buscarse una compañía más adecuada.

El señor Dyer se encogió de hombros.

—Es posible que lo hayan mencionado —reconoció él.

Cecily agradeció que no fingiera lo contrario; al menos estaba claro que no dudaba de su inteligencia.

—Y a pesar de haber sido advertido, aquí está —mencionó ella con voz risueña.

—Aquí estoy —asintió él.

A pesar de que la música resonaba en sus oídos y que, de haber prestado atención a lo que ocurría en la pista de baile, habría comprobado que los bailarines continuaban dando vueltas de la misma forma en que llevaban horas haciendo, Cecily hubiera podido jurar que los envolvió un curioso y absoluto silencio. Fue apenas un segundo, una idea que se le cruzó por la mente para desaparecer casi de inmediato, pero fue lo bastante poderosa para que la pusiera en alerta, obligándola a llegar a una conclusión que la golpeó como un rayo: más le valía que fuera ella quien se ocupara de poner cierta distancia entre ambos o terminaría metida en grandes problemas. Y ya había tenido suficiente de eso.

—Yo también he oído cosas acerca de usted.

Cecily usó su abanico para señalar al señor Dyer con un gesto casi acusador. Aunque sonreía en el grado preciso para no parecer grosera o demasiado amistosa a fin de protegerse de miradas indiscretas, sus ojos brillaron de forma peligrosa, y fue evidente que él lo había notado, porque parte de su sonrisa desapareció y la observó con un calculado interés que le provocó un escalofrío.

—¿Si? ¿Qué clase de cosas?

Cecily elevó un hombro en un ademán coqueto.

—Bueno, dicen que acaba de llegar de América y que es socio del vizconde de Castlecomer —dijo ella.

—Es verdad.

—También oí que tiene mucho dinero.

El señor Dyer sonrió.

—No creo que sea muy cortés decirlo, pero sí, es cierto.

Cecily no pudo resistir al impulso de inclinarse levemente hacia él y entrecerrar los ojos al continuar.

—Pero a pesar de todo ese dinero y sus buenos contactos, no cuenta con un solo título a su nombre ni relaciones con la nobleza —concluyó ella, atenta a su reacción.

Los ojos del señor Dyer relampaguearon al oírla, pero eso fue todo lo que su semblante le permitió ver. Si le molestó u ofendió su comentario, se cuidó mucho de dejarlo notar, un gesto que Cecily admiró mucho más de lo que habría podido reconocer, incluso para sí.

—Otra verdad —concluyó él al cabo de un momento.

Cecily forzó un gesto de desencanto.

—Ya veo. Es una lástima —comentó ella.

El señor Dyer elevó las cejas y sonrió, guardando silencio y calibrándola con la mirada, como si dudara acerca de lo que decir a continuación; pero debió de llegar a la conclusión de que no tenía sentido guardárselo, porque fue él esta vez quien dio un paso hacia ella. Nada más allá de lo que permitía el decoro; conservaba una distancia prudente entre ambos, pero Cecily advirtió que el borde de su vestido rozaba la puntera de sus zapatos y le pareció que aquello tenía el mismo impacto que si hubiera extendido una mano para posarla sobre su cuello descubierto.

—Me dijeron algo más acerca de usted.

Cecily tardó un instante en descifrar las palabras, y le sorprendió cuán sedosa sonó su voz a sus oídos.

—Me pregunto qué puede ser —replicó ella odiando un poco lo débil que sonó su respuesta.

—Dicen que está buscando un nuevo marido. Que quiere a alguien con una buena fortuna y un título tan antiguo como pueda conseguir. Supongo que eso tiene relación con su último comentario, pero debo decir que no deja de ser curioso, ¿no lo cree?

Cecily frunció el ceño, procurando hacer a un lado el efecto que aquel hombre tenía en ella.

—En realidad no sé a qué se refiere; puedo ser un poco lenta a veces. Ilústreme —pidió ella en tono irónico.

El señor Dyer echó el cuerpo hacia atrás y le dirigió una mirada fría.

—Asume que si contara con ese título que tanto parece ansiar, entonces consideraría casarse con un hombre como yo; pero no recuerdo haber hecho o dicho nada que la llevara a suponer que estaría interesado.

Cecily tardó solo un segundo en recuperarse de la impresión provocada por una respuesta tan brutal. Pero fue un segundo que se le hizo eterno, porque no recordaba cuándo fue la última vez que se sintió tan insultada; pese a ello, dudaba de que alguien más hubiera sido capaz de advertir su turbación. Ni siquiera él, lo que le alegró porque no estaba dispuesta a permitir que supiera cuánto le habían afectado sus palabras.

Por el contrario, se dijo en tanto se acercaba nuevamente a él, esta vez dejando de lado cualquier reserva que su sentido común le exigiera. Quería alterarlo de la misma forma en que lo había hecho él, aunque eso significara ponerse en evidencia.

—Verá, señor Dyer, puedo asegurarle que, si yo lo deseara, le haría considerarlo; aun más, tal vez consiguiera incluso que me lo rogara —Cecily sonrió para restar dureza a sus palabras—. Sin embargo, como no hay nada en usted que pueda encontrar interesante, creo que no hará falta que pensemos en imposibles. Ahora, si me disculpa, acabo de ver a un amigo. Ha sido un placer hablar con usted.

Sin esperar respuesta, ya que dudaba mucho de que fuera a obtener una que le gustara, Cecily dio media vuelta y se alejó en un susurro de faldas, encantada de haber conseguido salir de esa situación con su dignidad intacta. O al menos una buena parte de ella, se corrigió de mala gana y haciendo un gran esfuerzo por no mirar al hombre que acababa de dejar atrás.

 

 

Cuando Jack se vio en la disyuntiva entre aceptar la invitación a Londres que su amigo James Haversham le hizo llegar y quedarse en América, donde se encontraba tan a gusto, tardó al menos un par de semanas en llegar a una conclusión. Al final, aceptó el pedido de James y reservó un pasaje en el próximo barco que cruzara el Atlántico.

Y no fue porque decidiera que ya era hora de agradecer el buen gesto de su amigo; esa fue, cuando menos, la tercera invitación que recibía de su parte. Aceptó porque, en el fondo, y aun cuando todo le decía que no tenía sentido exponerse de forma innecesaria a algo que solo podría traerle problemas, la verdad era que se encontraba muy aburrido.

Cierto que estaba lejos de encontrarse desocupado y que había muchas cosas de las que debía encargarse, lo que le daba poco tiempo para caer rendido por el tedio, pero le costaba aparcar la sensación de que necesitaba romper con la que se había convertido en una rutina que empezaba a ahogarlo.

Después de todo, se recordó poco antes de embarcar, cuando estuvo a punto de echarse hacia atrás y rechazar la oferta de James en un último arranque de autopreservación, había conseguido todo lo que deseaba y aun así sentía que le faltaba algo que no hubiera podido nombrar. ¿Qué mejor forma que atravesar un océano para descubrirlo? Había pasado demasiado tiempo desde la última vez que pisó suelo inglés, y aunque estaba lejos de echarlo de menos, hubiera sido hipócrita de su parte no reconocer que sentía curiosidad por descubrir el efecto que tendría en el hombre en que se había convertido.

Un par de semanas después de su llegada, sin embargo, no tenía muy clara una respuesta. Lo que sí tenía por seguro era que algunos de sus habitantes le impresionaron más de lo esperado.

Como lady Walwyn, por ejemplo.

Aún lo embargaba una mezcla de desconcierto y fascinación cada vez que pensaba en ella y, aun cuando él no fuera consciente de ello, una tenue sonrisa afloraba a sus labios tan solo al recordar el brillo de sus ojos.

Era una mujer bellísima, eso no tenía sentido negarlo; fue precisamente lo primero que llamó su atención cuando la vio al otro lado de aquel salón. De allí su necesidad de conocerla; no sin antes intentar hacerse con tanta información acerca de ella como pudo recabar haciendo algunas discretas preguntas, la que no fue poca. En un inicio le costó creer que una mujer a su parecer tan joven y que irradiaba un aire de fría dignidad se hubiera visto envuelta en todos aquellos sucesos que los otros invitados al baile estuvieron encantados de compartir con él.

Pero cuando al fin pudo reunir el valor para acercarse a ella, se encontró con que esa belleza que tanto le había impresionado no era más que una primera capa de las muchas que parecían cubrirla. Vio un halo de misterio rodeándola, lo que solo incrementó su interés y le llevó a considerar que habría dado cualquier cosa con tal de escarbar bajo esa superficie para descubrir quién era Cecily Walwyn en verdad.

—El demonio, desde luego.

Jack parpadeó, sorprendido por aquella voz que interrumpió sus pensamientos hasta que cayó en la cuenta de que el comentario provenía de James Haversham, que acababa de llegar a reunirse con él en el comedor.

Llevaba un rato allí, disfrutando del delicioso desayuno que los sirvientes habían dispuesto, un tanto sorprendido de que su amigo hubiera abandonado la costumbre que ambos compartieron en América de levantarse mucho antes del alba. Era posible que aquello estuviera relacionado con su preciosa esposa y las conveniencias de permanecer en la cama con ella durante tanto tiempo como le fuera posible, consideró con una sonrisa divertida al recordar la forma en que James veía a la vizcondesa.

James Haversham enamorado. Quién lo hubiera pensado.

—¿A qué te refieres con el eso de «el demonio»?

Su amigo no respondió, hasta que se encontró sentado frente a él en el extremo de la mesa que daba a la ventana, desde donde tenían una vista espléndida de la plaza frente a la cual se encontraba la mansión.

—El coronel —explicó él finalmente, refiriéndose a uno de sus socios—. Ha decidido de buenas a primeras que no le convence la nueva sección para el diario que llevamos meses planeando y pretende retrasar la fecha de publicación. Está loco si piensa que voy a aceptarlo.

Jack hizo una casi imperceptible mueca al oírlo. No había conocido aún al mentado coronel, pero James lo mencionaba con frecuencia en sus cartas y tenía claro que, debajo de ese tono exasperado, su amigo sentía un profundo respeto y aprecio por aquel hombre que había tenido el buen tino de aceptar su oferta de asociarse para convertir su diario entonces venido a menos en uno de los más respetados del país. Para eso aún faltaba mucho, según le había contado James, pero iban por buen camino. Eso siempre y cuando el coronel no se obcecara en ponerle las cosas difíciles, había agregado de mala gana.

—Estoy seguro de que tu socio tiene buenas razones para ello. Tal vez deberías escucharlo —sugirió Jack sin alterar el semblante.

James suspiró y dio un largo trago a su café antes de asentir con cierta brusquedad.

—Lo haré. Siempre lo hago —comentó entre dientes—. Y él lo sabe. De ahí que pretenda aprovecharse.

Esta vez Jack no pudo reprimir una sonrisa. Dudaba de que hubiera una persona en el mundo que pudiera tomar ventaja de alguien como James; jamás había conocido a un hombre más inteligente que fuera también un negociante tan implacable. En realidad, compadecía un poco al viejo coronel.

—No dudo de que seas capaz de solucionarlo y salirte con la tuya. ¿No lo haces siempre?

—Cada vez menos, si te soy sincero —rumió su amigo, mirándolo por encima de su plato—. Inglaterra tiene ese efecto sobre mí.

—Creo que al decir eso en realidad te refieres a lady Haversham.

James elevó las cejas y le dirigió una mirada amenazadora. Era obvio que entendía la referencia, pero no estaba dispuesto a profundizar en ello; siempre se le había dado mal reconocer esa clase de cosas, pero Jack se sintió feliz por él. Era un buen amigo y le debía mucho; jamás hubiera imaginado que alguien con un carácter tan reservado y cínico fuera capaz de encontrar el amor en aquella hermosa joven un tanto despistada y sonriente que le había presentado como su esposa.

—¿Y cómo fue todo en el baile de los Wyndham? Lamento que Eleanor y yo no pudiéramos acompañarte.

Jack recibió el cambio de tema con naturalidad. No esperaba menos.

—Descuida. No hubo nada fuera de lo ordinario; a decir verdad, me recordó a cualquier otro al que haya asistido en América, aunque es cierto que los ingleses son más conscientes de su importancia y esperan que todos lo sepan.

James rio.

—Curioso comentario proveniente de un inglés más.

—Solo de nacimiento —se apresuró a aclarar Jack—. Sabes que siempre me he sentido más cómodo en América. Pero no me quejo; no lo pasé mal y creo haber conseguido entablar un par de contactos interesantes. Ya te hablaré de ello luego.

Su amigo asintió, consciente de que Jack no habría sido él de no aprovechar una ocasión en que buena parte de la nobleza londinense se encontrara en un solo lugar para buscar oportunidades de incrementar sus negocios. James era igual la mayor parte del tiempo, aunque siempre había considerado que Jack poseía un mayor encanto y una facilidad innata para agradar a los demás. De desearlo, como bromeaba su tío con frecuencia, el señor Dyer podría vender hielo a un esquimal. Y conseguir que pagara de más por él.

El recuerdo de su tío le llevó a fruncir el ceño, y observó a su amigo con renovado interés.

—¿Escribiste a tío Harold, por cierto? Porque de no ser así debe de encontrarse a punto de enviar un telegrama para quejarse por ello. Sabes que le gusta estar informado de todo —mencionó él.

Jack suspiró.

—Para ser sincero, lo había olvidado —reconoció—. Le escribiré hoy y, solo por si acaso, enviaré un telegrama también para que no se preocupe innecesariamente. Le he sugerido con frecuencia que debería de pensar en retirarse; estaría encantado de encargarme de sus asuntos y podría llevar una vida mucho más tranquila.

James hizo un gesto burlón al tiempo que ladeaba levemente el rostro en dirección a la puerta como si hubiera oído algo que llamara su atención.

—El tío Harold se retirará cuando esté muerto, lo que espero ocurra dentro de muchos años —mencionó en tono ausente—; pero estoy seguro de que aprecia tu oferta.

Jack cabeceó, sin encontrar palabras con las que desmentir una apreciación tan sincera. Conocía al tío de James desde hacía años, y estaba de acuerdo; era imposible que un hombre como él, acostumbrado a hacer todo por sí mismo y tan orgulloso de ello, delegara sus asuntos en alguien más. Ni siquiera en él o el mismo James, a quienes consideraba sus hijos. Al segundo, por el lazo que los unía y porque en su momento fue un gran apoyo para él; en cuanto a Jack, era consciente de que se lo debía todo y dudaba de que pudiera pagárselo siquiera viviendo dos vidas más.

—Varias personas preguntaron por ti y lady Haversham —comentó él pasado un momento, retomando el tema del baile—. Lamentaron no verlos.

—Lo que habrán echado en falta es no tener oportunidad de hablar a nuestras espaldas, supongo —replicó James con una sonrisa mordaz—. Nada divierte más a esos nobles ociosos.

—Ahora eres tú quien hace un comentario curioso. Considerando que eres uno de ellos, claro.

James no se ofendió por el comentario, que juzgó como una broma hecha con su buen humor habitual cuando se encontraba en compañía de personas de su confianza.

—Por cierto, quería preguntarte acerca de una de ellos —continuó Jack sin esperar la que sin duda sería una ácida respuesta.

La sonrisa de James evidenció que no se le había pasado por alto el interés que procuró ocultar con tan poco éxito.

—Una de ellos —repitió él, intrigado—. Alguien que llamó tu atención, supongo.

—Algo así.

—Ya.

Jack sacudió la cabeza y dirigió a su amigo una mirada de advertencia.

—Es solo curiosidad, James —indicó.

—Sí, claro.

Jack apretó la servilleta entre los dedos y sus ojos relampaguearon, pero ni su amigo pareció encontrarlo amenazador ni él se molestó en fingir un enojo que en realidad no sentía.

—Es posible que la conozcas —dijo al fin, rendido por un interés que no tenía con quién más compartir y en espera de una respuesta que le fuera de utilidad—. Se trata de lady Walwyn; debes de haberla visto alguna vez…

Las palabras de Jack se vieron interrumpidas por dos hechos que se sucedieron uno al otro con tan solo un par de segundos de diferencia.

En primer lugar, lady Haversham irrumpió en el comedor con un lío de faldas y su perturbadora presencia, toda sonrisas y miradas dirigidas a su esposo, que recibió su llegada como si la esperara; Jack supuso que de allí la expresión alerta que captara en él desde hacía unos minutos. Jack se preguntó cómo sería aquello de ser capaz de presentir la presencia de la persona amada incluso antes de que ocurriera; le pareció absolutamente sorprendente. Dudaba de que él fuera capaz de experimentar algo como eso alguna vez, y la idea le resultó un tanto deprimente. Sin embargo, la sensación desapareció de inmediato, tan pronto como cayó en la cuenta del sonido emitido por su amigo, que por un instante desvió la atención de su esposa para posarla en él con un gesto de desagrado.

—¿Acabas de gruñir? —preguntó Jack un tanto desconcertado.

James no respondió de inmediato sino que se puso de pie, lo mismo que él en cuanto lady Haversham se acercó a la mesa, y atajó al lacayo con un gesto para ser él quien retirara una silla para ella a su lado.

—James, ¿has gruñido a nuestro invitado? Creí que tenías mejores modales.

Jack devolvió la sonrisa a lady Haversham, que se veía tan sorprendida como él.

—Creo que ha sido una reacción a mi pregunta, milady.

Lady Haversham abrió mucho sus hermosos ojos grises y alternó la mirada de James a él.

—¿Y qué pregunta ha sido esa? —inquirió, curiosa.

—Quise saber si conoce a lady Walwyn.

Entonces ocurrió algo que desconcertó a James aun más. Lady Haversham también gruñó, aunque el suyo fue un sonido mucho más delicado y femenino, pero de cualquier forma se ganó una mirada burlona de su marido.

—¿Continúan extrañándote mis modales? —preguntó él.

Jack miró de uno a otro sin disimular su curiosidad.

—Asumo que sí la conocen. —Adivinó él.

Lady Haversham emitió un leve suspiro y reemplazó la expresión de enojo que había aflorado a sus facciones por una de pesar.

—Cecily… lady Walwyn es mi prima —indicó ella.

Jack asintió una vez que se recuperó de la sorpresa.

—Ya veo. Al parecer no son muy cercanas.

Lady Haversham vaciló un instante antes de responder.

—Nos tratamos poco —respondió ella.

—Ya.

A Jack le hubiera gustado hacer alguna otra pregunta, a pesar de que todo le decía que no serían muy bien recibidas, pero su atención se vio atraída por el gesto serio de su amigo, que lo observaba a su vez con lo que le pareció una buena cuota de preocupación.

—Ni se te ocurra acercarte a ella, Jack, lo digo en serio —dijo él.

—¡James!

El aludido apenas se inmutó por el llamado de su esposa.

—Pretendo darle un consejo.

—Que no recuerdo haber pedido.

Fue Jack quien respondió, sin reparar en la frialdad de su tono, lo que llevó a su amigo a emitir un sonoro suspiro y a alternar la mirada de él a su mujer, que pareció realmente incómoda de verse en aquella situación.

—Cecily es una mujer muy complicada, Jack.

James habló con mucha más calma de la que había mostrado hasta entonces, pero el daño ya estaba hecho. Jack era consciente de que algo extremadamente delicado había ocurrido entre los Haversham y esa mujer que tanto le intrigaba; conociendo a James, dudaba de que su evidente aversión estuviera relacionada con los escándalos que parecían envolverla, no era un hombre prejuicioso. Debía de ser algo más. Y no estaba seguro de desear saberlo.

—Me hago una idea. —Jack respondió sin tener muy claro lo que decía; de pronto sintió que debía encontrar la forma de abandonar esa charla—. Lamento haber sacado el tema, lady Haversham; tal vez deba ponerme con esa carta para tu tío ahora.

Sin esperar respuesta, se puso de pie y, tras dar una cabezada en dirección a lady Haversham y mirar a su amigo de reojo, abandonó la habitación con paso firme.

Cuando James y su esposa se quedaron a solas, esta apretó los labios y dirigió a su marido una mirada cargada de pesar.

—¿Qué, Eleanor? —preguntó él con el ceño fruncido.

—Tu amigo parece un buen hombre.

James asintió sin vacilar.

—Lo es. Y también demasiado reservado para su bien. Temo que haya pasado por una época muy oscura antes de que lo conociera.

—Sí. También he notado algo de eso —reconoció ella.

James observó a Eleanor con una mirada entendida y pareció decirle con ello mucho más de lo que habría podido poner en palabras, pero aun así, extendió una mano por encima del mantel para tomar la suya y apretar sus dedos al tiempo que le dirigía una leve sonrisa en la que ella fue capaz de leer parte de la preocupación que también la embargaba.

—No me sorprende que lo hayas hecho, porque así es —dijo él—. ¿Puedes imaginar entonces lo que una mujer como tu prima haría a un hombre como él?

No hizo falta que Eleanor respondiera nada. Ambos lo sabían. Lo que solo les inquietó más.

 

Capítulo 2

 

 

 

 

 

Una de las primeras lecciones que Cecily recibió de su madre fue que debía procurar mostrarse complaciente cuando se encontrara en compañía de algunos caballeros. Nada incordiaba más a un hombre que ser puesto en evidencia, en especial cuando se trataba de una mujer, decía la señora Hartford. En su momento, a ella le había parecido un consejo estupendo, y se esforzó por llevarlo a la práctica casi desde que podía recordarlo. Nadie podría igualarla al simular modestia y un aire de desvalida dependencia, lo que le había dado muchas satisfacciones. Sin embargo, desde hacía un tiempo empezaba a encontrar cada vez más molesta la idea de aparentar algo que en verdad no sentía y fingir que encontraba admirable lo que hacía un hombre con pocas luces.

Como en ese momento, por ejemplo, en que habría estado encantada de tomar el alfil de las manos temblorosas del marqués de Radford y golpearlo en la frente con él. ¡Cómo era posible que ese tonto tardara tanto en decidir el próximo movimiento si lo tenía prácticamente frente a sus narices! De haber tenido esa jugada a tiro le habría ganado en un suspiro. O tal vez no, reconoció Cecily con enojo dirigido a sí misma; posiblemente lo hubiera dejado pasar, como llevaba haciendo desde la última media hora. De no ser porque estaba tan interesada en conservar su compañía, hubiera terminado esa partida al poco de empezarla.

Una mujer debe estar dispuesta a tolerar todo tipo de cosas para encontrar un marido adecuado.

La voz de su madre resonó en sus oídos pero, a diferencia de lo que siempre le había ocurrido hasta entonces, en ese momento la encontró no solo molesta sino también realmente estúpida. Casi tanto como el hombre ante ella.

—No me tomará más de un minuto, milady; ya casi lo tengo.

Cecily sonrió al marqués con dulzura y asintió, como venía haciendo desde hacía varios minutos cada vez que él decía la misma frase; era posible que tuvieran aún para largo, así que decidió aprovechar ese momento para examinarlo.

Era un hombre atractivo, pese a que hacía un tiempo que debía de haber cruzado los cincuenta y a que su cabello empezaba a ralear en las sienes. Era evidente que se mantenía en buena forma, y su rostro poseía un aire casi juvenil que sin duda debía de provenir del hecho de que era la clase de hombre que apenas se preocupaba porque prefería delegar sus deberes en otros. Cecily no podía culparlo. Tenía los medios para ello, así como un título que le abría todas las puertas. Y ella lo deseaba con todas sus fuerzas.

Quería ese título y la posición que le daría en la sociedad londinense; estaba harta de ser señalada por sus errores del pasado. Sabía que solo un buen matrimonio la devolvería al sitial que era suyo por derecho de nacimiento, y nada iba a persuadirla de obtenerlo. Resultó relativamente sencillo elegir al marqués de entre otros prospectos. Parecía un buen hombre y no le era del todo indiferente; podrían hacer un buen matrimonio. Solo necesitaba que él hiciera la propuesta y, si debía guiarse por la forma en que la miraba cuando ella simulaba no darse cuenta, no estaban muy lejos de llegar a ese punto.

—No estoy del todo seguro… no me gustaría cometer un error… debe de pensar que soy un tonto.

Cecily obsequió al marqués con una dulce sonrisa y rozó la mano que permanecía sobre el tablero con un ademán estudiado. Fue cosa de un segundo, nadie hubiera encontrado nada reprobador en ello, pero Cecily percibió la sorpresa que lo asaltó y estuvo a punto de sonreír. Casi podía oír las campanas.

—Nunca se me ocurriría pensar algo como eso, milord; todos sabemos que es usted un hombre brillante —respondió ella con fervor—. Tómese todo el tiempo que necesite.

Luego de que el marqués asintiera, al parecer encantado por el halago, y volviera su atención al tablero, Cecily frunció levemente el ceño y se preguntó si sería tan lento en todo y si haría falta que se mostrara tan paciente en cada aspecto de su vida en común. ¿Le tomaría también todo ese tiempo despertar la pasión en ella? En su experiencia, un hombre que se conducía sin prisas en la cama era digno de alabanza, siempre y cuando aquella parsimonia fuera acompañada de cierta destreza, pero algo le dijo que aquel no debía de ser el caso del marqués y estuvo a punto de emitir un resoplido de decepción. Sin embargo, ya había tenido bastante de amantes hábiles que no le habían traído más que problemas, recordó, de modo que podría contentarse con la torpeza del marqués; sin duda llegarían a encontrar una feliz convivencia si ambos ponían de su parte. Las proezas en la alcoba no eran algo que la sedujera del todo. Ya no.

Su interés se vio atraído por un leve revuelo que captó en la entrada, y no le extrañó percibir una sensación muy similar a la que experimentó en el baile de los Wyndham. El señor Dyer acababa de hacer su aparición y, en tanto se veía rodeado por un pequeño grupo en absoluto discreto que moría por dejar en evidencia la curiosidad que les inspiraba, la observó con una pequeña sonrisa que ella se cuidó de no corresponder. Por el contrario, desvió la mirada y la mantuvo fija en el marqués.

Cuando recibió la invitación a aquella reunión, organizada por la condesa de Bradshaw, no pudo menos que sentirse feliz. Hasta entonces la vieja matrona, que poseía uno de los títulos más antiguos de Inglaterra y cuya palabra era tomada casi como si fuera una ley no escrita entre los suyos, se había mostrado reticente en su trato con ella. Cecily supuso que el interés del marqués no había pasado desapercibido, y de ahí el porqué de aquella atención.

Allí lo tienes, se dijo con una satisfacción que casi pudo saborear. Faltaba muy poco.

—¡Muy bien! Creo que ya lo tengo; dudo de que sea capaz de dar con una buena respuesta a eso, milady.

Cecily observó el rostro exultante del marqués, y luego el tablero, para examinar su jugada. Reprimió un suspiro al comprobar que no era la que ella habría elegido, y que hubiera tenido muy sencillo ganarle con un par de movimientos. Sin embargo, nada dejó traslucir lo que pensaba, en especial cuando fue consciente de una sombra que se cernía sobre ella atisbando sobre su hombro. A pesar de la distancia, no tuvo problemas en reconocer el aroma que despedía el señor Dyer. Algo muy curioso, sin duda, reconoció con cierto resquemor que le llevó a agitarse en el asiento.

—Tal vez si moviera…

—Sé perfectamente qué pieza he de mover, señor Dyer. Muchas gracias.

Cecily apretó los labios al reconocer la brusquedad en su voz y se apresuró a recomponer el semblante para dirigir al marqués una sonrisa.

—Temo que el señor Dyer me cree incapaz de hacer una jugada inteligente —mencionó en tono lastimero—. Me sentiría ofendida de no ser porque estoy segura de que no pretende ser grosero.

Oyó un resoplido tras su hombro y apenas consiguió contener la satisfacción que le produjo saber que lo había molestado. Por algún motivo, y pese a lo poco que se conocían, encontraba que era todo un triunfo y algo que, curiosamente, le hacía sentir bastante bien.

—Es bueno saberlo, porque no pretendía serlo, tan solo…

—No conoce al señor Dyer, ¿verdad, milord? —Cecily miró de reojo al hombre que había dado un paso para ponerse a su altura y lo señaló al marqués con gesto indolente—. Nos visita desde América; es todo un aventurero, por lo que he oído. Señor Dyer, permita que le presente al marqués de Radford. El marqués es uno de mis más queridos amigos.

Lord Radford cabeceó en señal de saludo y, amable por naturaleza como era, extendió una mano para invitarlo a sentarse, un gesto que Cecily no apreció. Hubiera preferido que se mostrara tan parco y antipático como ella, para así conseguir librarse pronto de él.

—Gracias. —El señor Dyer no dudó en aceptar la oferta, y se dejó caer con una sonrisa que le crispó los nervios—. Veo que llevan una partida muy interesante.

—Estamos a punto de terminar —se apresuró a responder Cecily—. Como podrá ver, el marqués es muy superior a mí y estoy a punto de darme por vencida. No me gustaría quedar en ridículo.

Jack dio una mirada al tablero y elevó las cejas en un gesto de incredulidad, pero tuvo la cortesía de no hacer ningún comentario al respecto. Algo tuvo claro Cecily entonces: no se trataba de un hombre al que fuera fácil engañar.

—Diría que es un juego muy parejo, pero sí, es evidente que el marqués acaba de hacer un movimiento extraordinario.

Cecily hizo como que no oyó el sarcasmo en su voz; por suerte, el marqués tampoco dio muestras de haberlo hecho, aunque en su caso se debiera a que no era capaz de detectar una burla tan refinada.

—Lady Walwyn es una buena oponente, pero no tiene mayor sentido esforzarse cuando uno puede admirar su belleza, ¿no lo cree, señor Dyer?

A Cecily le chirrió un poco la displicencia en la voz del marqués, pero no le extrañó en absoluto. El pobre hombre había pasado la última hora dando largas a la partida con la excusa de que no podía concentrarse con ella ante él. Aún más, si cometía algún error, había señalado antes de empezar, la encontraba absolutamente responsable.

El señor Dyer, gracias al cielo, no hizo ningún comentario al respecto, aunque fue obvio que lo encontró bastante gracioso. Cecily no habría sabido decir si le divertía lo bobo que pareció el marqués al decirlo o el hecho de que supiera que ella se esforzaba por reforzar esa impresión.

—Estoy completamente de acuerdo con usted, milord, ¿cómo podría ser de otra forma? —Señaló el señor Dyer en tono galante—. Pero me atrevo a decir que, si me lo propusiera, podría hacer las cosas un poco más difíciles para lady Walwyn. En una partida, quiero decir.

Cecily arqueó una ceja y estuvo a punto de emitir un resoplido. ¡Qué arrogancia! Antes de que el marqués pudiera decir una palabra, sin embargo, lo que tampoco hubiera sido nada remarcable, se dijo con enojo, lady Bradshaw hizo un gesto para llamar su atención. Había una joven a su lado, y Cecily frunció el ceño al reconocer a su hermosa y virginal sobrina. Dudaba de que su anfitriona fuera a desperdiciar la oportunidad de presentarla a un candidato tan codiciado.

El marqués se disculpó con lo que, comprobó con satisfacción, fue un evidente gesto de pesar, y lo observó marchar con ojos entrecerrados. Tan pronto como estuvo segura de que no podría oírla, tomó una pieza del tablero, la reina de marfil, y miró al hombre sentado a su lado.

—¿Por qué finge de esta forma?

El señor Dyer se le adelantó al hablar con una leve inflexión de enojo en la voz, y Cecily no se molestó en simular que no sabía a qué se refería. A su parecer estaba bastante claro, y aunque su primera reacción hubiera sido responder que no era de su incumbencia, de pronto se sintió poco tentada a esbozar más mentiras. ¿Qué sentido tenía hacerlo con un hombre tan perceptivo como él? Solo quedaría como una estúpida.

—No quiero ofenderlo.

Le sorprendió un poco que su respuesta surgiera con un inesperado toque de ternura al señalar con un ademán casi imperceptible al marqués, que asentía en presencia de lady Bradshaw y su sobrina con gesto resignado.

El señor Dyer siguió su mirada y asintió como si fuera capaz de hacerse una buena idea de lo que pensaba.

—Parece un buen hombre —comentó él.

—Es un caballero encantador. Muy dulce. Mi vida a su lado será muy tranquila.

El señor Dyer arqueó una ceja y sonrió; a Cecily le dio la impresión de que habría roto a reír de no ser porque sabía que hubiera atraído demasiada atención sobre ambos.

—¿Y es eso lo que desea? ¿Una vida tranquila? —preguntó él.

Cecily elevó el mentón al mirarlo.

—¿Por qué no? He tenido ya demasiada agitación en mi pasado; un poco de paz me vendrá bien.

—Me cuesta creerle.

Ella se encogió de hombros.

—Es una suerte entonces que me importe tan poco su opinión —respondió Cecily en un tono acerado.

El señor Dyer se inclinó levemente hacia ella y la observó como si quisiera grabar sus rasgos en su retina y sondear en lo más profundo de su interior, todo al mismo tiempo.

—No bromeaba al decir que podría hacer las cosas más difíciles para usted, Cecily —dijo él en un tono tan bajo que a ella le pareció que lo había imaginado—. Y con difíciles me refiero a emocionantes.

Cecily parpadeó, sorprendida por lo suave de su voz; le sonó casi como una caricia. Tuvo que apretar los dientes y tensar la espalda para recuperar el autodominio que estuvo a punto de perder frente a esa nada sutil invitación. Sin detenerse a pensarlo, esbozó una sonrisa cargada de burla y lo observó con su mejor gesto arrogante.

—Creí que había dicho que no tiene mayor interés en mí —recordó ella.

El señor Dyer sostuvo su mirada sin vacilar.

—¿Dije eso? —replicó él.

—Sí. Y recordará también que respondí que me parecía un alivio porque lo contrario podría suponer un gran problema para ambos. Después de todo, creo haber dejado claro que no hay nada que pueda ofrecerme que me sea de utilidad.

Cecily esperó la reacción a sus palabras con el aliento contenido pero, lo mismo que ella, era evidente que al señor Dyer se le daba muy bien simular indiferencia porque eso fue lo único que vio en su rostro. Bueno, le pareció que en el fondo de sus pupilas, pero muy en el fondo, destelló un resplandor de irritación, pero bien podría haberlo imaginado.

—Claro —él respondió al cabo de unos segundos con voz inexpresiva—. Ya lo recuerdo. Así como recuerdo también que se consideraba capaz de hacerme reconsiderarlo.

—Si quisiera.

El señor Dyer recibió la aclaración con una sonrisa.

—Si quisiera —repitió él.

—¿Le parece gracioso?

—La verdad es que sí. ¿Le han dicho alguna vez que no miente tan bien como le gusta pensar?

Cecily sintió su garganta secarse ante su mirada ardiente y carraspeó, dispuesta a responder con una réplica tan ofensiva como se le ocurriera, pero entonces advirtió que el marqués se dirigía de vuelta en su dirección y tuvo que cerrar la boca con un gesto crispado.

El señor Dyer, en tanto, pareció muy satisfecho consigo mismo y, sin prestar mayor atención al marqués, que se encontraba ya muy cerca, dio una cabezada en señal de despedida y dirigió a Cecily una última mirada antes de perderse entre un grupo que departía en otro salón.

Cuando el marqués finalmente se reunió con ella, Cecily fingió una radiante sonrisa de bienvenida y volvieron a ocupar sus lugares ante el tablero de ajedrez. Ahora, sin embargo, ella no tuvo que esforzarse por fingir torpeza; su mente se encontraba muy lejos de allí, todos sus sentidos alertas al eco de una voz y el recuerdo de unas palabras que aún mantenían a su corazón latiendo a mil.

 

 

Nohay nada que pueda ofrecerme que me sea de utilidad.

Jack apartó las palabras de lady Walwyn de su mente tan pronto como bajó del carruaje que lo acercó a su destino. Llevaba varios días dándoles vueltas, enojado por lo mucho que le afectaron en su momento y porque, en el fondo, aunque lo odiara con todas sus fuerzas, sabía que encerraban una gran verdad.

Al dar una mirada al barrio que