Erhalten Sie Zugang zu diesem und mehr als 300000 Büchern ab EUR 5,99 monatlich.
Nadie puede negar que La familia es un hecho social que abarca todos los niveles relacionales de la persona humana. Es allí donde aprendemos a "ser" y a "amar". Es el primer punto de referencia de lo que somos. Hoy día en este ámbito sagrado se presentan situaciones cada vez más complejas, difíciles de comprender y transitar. ¿Cómo ayudar a las parejas a resolver sus propias encrucijadas? ¿Cómo encontrar el modo de que nuestras "capacidades relacionales" sean cada día más semejantes a la de nuestro Dios, uno y trino? ¿Qué más podemos regalarles los padres a nuestros hijos hoy para que puedan lanzarse al mundo con coraje y valentía a desarrollar su propio proyecto de vida? Los principios del discernimiento nos ayudarán a encontrar respuestas no solo para acompañar a nuestros hijos y nietos, sino también en la cotidianeidad esponsal y aun para aquellos que nos piden consejo. Los padres tienen la amorosa responsabilidad de acompañar y guiar a los hijos en las situaciones que se les presentan. El discernimiento es una herramienta privilegiada para ayudar a nuestros hijos a crecer en libertad y responsabilidad para que puedan ellos mismos enfrentar las diversas situaciones del mundo, buscando siempre el Bien.
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 254
Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:
La familia : Misterio y Discernimiento / Leandro Verdini ... [et al.]. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Talita Kum Ediciones, 2022. Libro digital, EPUB Archivo Digital: descarga y online ISBN 978-987-4043-40-5 1. Educación Familiar. 2. Relaciones Familiares. 3. Religión Cristiana. I. Verdini, Leandro. CDD 259.12
© Talita Kum Ediciones, Buenos Aires, 2022.
www.talitakumediciones.com.ar [email protected]
Primera edición, junio 2022.
ISBN: 978-987-4043-40-5.
Diseño: © Talita Kum Ediciones Imagen de tapa: © Talita Kum Ediciones
Hecho el depósito que prevé la ley 11.723
Todos los derechos reservados.
Bajo las sanciones establecidas en las leyes, queda rigurosamente prohibida, sin la previa autorización escrita de los titulares del “Copyright”, la reproducción total o parcial de esta obra, incluido el diseño de tapa e imágenes interiores, por ningún medio o procedimiento de grabación electrónica o impresión física, bajo las sanciones establecidas por la ley.
Como presidente de la Comisión Episcopal para la Vida, los Laicos y la Familia (CEVILAF) de la Conferencia Episcopal Argentina, deseo expresar mi agradecimiento a Talita Kum Ediciones por esta iniciativa. Agradezco también que me hayan pedido prologar esta obra.
Quiero felicitar a los autores convocados para este trabajo, Leandro Verdini, Jorge Fazzari, María Martha Cúneo y Paula Carman, por tan valioso aporte a la reflexión acerca de la realidad actual de la familia. Es claro el fundamento bíblico y teológico, especialmente el aspecto trinitario que responde a la categoría de Misterio que aparece en el título.
Desde ese fundamento, se encara la gran temática del Discernimiento, segunda categoría del título, abordada desde la teología moral y desde la espiritualidad, con un claro aterrizaje pastoral. Considero sumamente importante el discernimiento. Es lo que debe iluminar las situaciones complejas que debemos acompañar en nuestra pastoral, así como el día a día de los padres y los matrimonios, incluyendo también la educación de los hijos.
El libro que tienen en sus manos recepciona Amoris laetitia, especialmente el capítulo VIII, como también el magisterio del Concilio Vaticano II. Ello queda claramente expresado en estas páginas, especialmente cuando se explica el aporte metodológico que Amoris laetitia hace a la teología moral y cómo redirecciona esta disciplina hacia el discernimiento “en toda su dinámica, que no solo incluye el esplendor de la verdad en todos sus principios, sino también la realidad particular con su fragilidad y sus límites, y con su capacidad real de señalar y realizar el bien posible”.
Celebro que esta obra surja en el contexto del año dedicado a la familia, que el Papa Francisco dispuso a raíz del quinto aniversario de la Exhortación apostólica postsinodal «Amoris laetitia», para madurar sus frutos y hacer a la Iglesia más cercana a las familias de todo el mundo –año que culminará en Roma el 26 de junio de 2022, con el cierre del 10.° Encuentro Mundial de las Familias–.
Amoris laetitia marcó el inicio de un itinerario que trata de impulsar un nuevo enfoque pastoral de la realidad de la familia. Francisco nos animó a recorrer un camino sinodal, a caminar juntos para asumir las dificultades y realidades actuales de las familias a la luz de la fe, remarcándonos que, «en un tiempo y una cultura profundamente cambiados, hoy es necesaria una nueva mirada a la familia por parte de la Iglesia».
Quiera Dios que este libro ilumine la reflexión creyente y sea un estímulo para la autoformación de las familias.
+Jorge Vázquez
Obispo de Morón
Presidente de la CEVILAF, de
la Conferencia Episcopal Argentina
Abril de 2022
La familia es un hecho social que abarca todos los niveles relacionales de la persona humana, allí se aprende a ser. Es la familia el primer punto de referencia de lo que somos. En el mundo contemporáneo, es abordada desde distintas perspectivas. Disciplinas diversas y de distinto origen –humanistas, sociales, culturales, médicas– tratan de comprender con un poco más de claridad el fenómeno de la familia y el amor recíproco que la constituye.
Dios quiso hacer con toda la humanidad su propia familia. Todos los seres humanos somos llamados por Dios a vivir la vida de hijos y hermanos que su Unigénito nos enseñó, al constituirse Él mismo en el Primogénito entre muchos hermanos. La familia es el lugar donde comienza el mundo a hacerse un hogar. Esta institución humana, que une a las personas con el vínculo del amor, recibe de Cristo, de la gracia derramada por medio de su misterio pascual, la plenitud de los dones divinos y los medios para alcanzar la vocación a la cual Dios llama a cada uno. El Papa Francisco lo expresa con belleza en su encíclica sobre la alegría del amor familiar:
Jesús, que reconcilió cada cosa en sí misma, volvió a llevar el matrimonio y la familia a su forma original (cf. Mc 10,1-12). La familia y el matrimonio fueron redimidos por Cristo (cf. Ef 5,21-32), restaurados a imagen de la Santísima Trinidad, misterio del que brota todo amor verdadero. La alianza esponsal, inaugurada en la creación y revelada en la historia de la salvación, recibe la plena revelación de su significado en Cristo y en su Iglesia. De Cristo, mediante la Iglesia, el matrimonio y la familia reciben la gracia necesaria para testimoniar el amor de Dios y vivir la vida de comunión. El Evangelio de la familia atraviesa la historia del mundo, desde la creación del hombre a imagen y semejanza de Dios (cf. Gn 1,26-27) hasta el cumplimiento del misterio de la Alianza en Cristo al final de los siglos con las bodas del Cordero (cf. Ap 19,9). (AL 63).
Cuando el Concilio Vaticano II trató la relación de la Iglesia con el mundo y declaró su compromiso absoluto con «los gozos y las esperanzas de los hombres», en la Constitución pastoral «Gaudium et spes», el primero de los temas sobre el que los padres conciliares se pronunciaron fue el del matrimonio y la familia (GS 1,47ss). Pasaron muchos años y esa pequeña comunidad humana básica, tan singular y frágil, sigue desvelando a la Iglesia y ocupando sus esfuerzos. El Papa Francisco escribió en 2016, cincuenta y un años después, una encíclica sobre «la alegría del amor que se vive en las familias» (AL 1). A los cinco años de su publicación, el 19 de marzo de 2021, durante el Año Josefino, el Santo Padre convocó a un «Año de la Familia», que concluirá el 26 de junio de 2022 con el 10.° Encuentro Mundial de las Familias en Roma. Con esta obra que el lector tiene en sus manos, buscamos colaborar con el llamado de Francisco a evangelizar la familia, reflexionando a partir del misterio familiar y el discernimiento necesario que cada día requiere:
La pastoral familiar debe hacer experimentar que el Evangelio de la familia responde a las expectativas más profundas de la persona humana: a su dignidad y a la realización plena en la reciprocidad, en la comunión y en la fecundidad. No se trata solamente de presentar una normativa, sino de proponer valores, respondiendo a la necesidad que se constata hoy, incluso en los países más secularizados, de tales valores. (AL 201)
Este libro surgió por una convocatoria que Talita Kum Ediciones realizó a los autores, a fin de brindar a los lectores, en este tiempo «oportuno», una mirada reflexiva de las fuentes teológicas. Está compuesto por cuatro capítulos, cuatro estudios en los que se aportan ópticas distintas sobre la familia.
Los dos primeros capítulos abordan el aspecto del misterio. En el primero se presenta un itinerario bíblico que reflexiona sobre el valor y las relaciones de la familia en la Biblia, y en el segundo se ofrece una presentación de la familia a la luz del misterio mayor de la fe, el Misterio Trinitario, fuente de todo amor familiar.
En los últimos dos capítulos, la temática se concentra en aspectos prácticos de la vida familiar; allí la reflexión pertenece al campo de la teología moral. El tercer capítulo despliega los principios del discernimiento a la luz de Amoris laetitia, junto con ejemplos prácticos de casos complejos, y el cuarto se concentra en el acompañamiento de los padres a sus hijos, sobre todo, en la etapa de adolescencia y juventud.
Los autores de este libro deseamos hacer una reflexión que ilumine desde la fe, que sea un estímulo para la autoformación de las familias, especialmente de las mamás y papás que perseveran en esta vocación fundamental: ser esposos, ser padres, ser hijos y ser hermanos. Ser familia.
AL
Amoris laetitia
CCE
Catecismo de la Iglesia Católica
CDSI
Compendio de doctrina social de la Iglesia
ChV
Christus vivit
CV
Caritas in veritate
DC
Deus caritas est
DV
Dei Verbum
EG
Evangelii gaudium
FC
Familiaris consortio
GS
Gaudium et spes
LG
Lumen gentium
MM
Mater et magistra
PC
Patris corde
PP
Populorum progressio
VS
Veritatis splendor
Leandro Verdini
Leandro Ariel Verdini nació en la provincia de Buenos Aires. Está casado con Mariana desde hace diecisiete años y ambos son padres de Francisco (13), Pablo (12) y Guadalupe (9).
Es doctor en Teología, especializado en Sagrada Escritura. Desarrolla tareas docentes en la Facultad de Teología de la Universidad Católica Argentina, en otras facultades de la misma universidad y en el Instituto de Ciencias Sagradas “Pedro Goyena”. Es autor de libros y artículos científicos. Participa de la Asociación Bíblica Argentina, del Departamento Nacional de Pastoral Bíblica y de grupos de investigación teológico-bíblica.
Con una de las definiciones más simples de toda la Biblia, Juan, en su primera carta, nos explica que «Dios es amor». De este modo, el apóstol fundamenta el llamado que recibimos en Cristo a vivir en ese amor:
Queridos, amémonos unos a otros, porque el amor es de Dios y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios. Quien no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor. En esto se manifestó entre nosotros el amor de Dios; en que Dios envió al mundo a su Hijo único para que vivamos por medio de Él. (1Jn 4,7-9)1
De Dios procede toda familia (cf. Ef 3,15) porque Él es familia y así se nos ha manifestado; debemos aprender a vivir en ese misterio. Por don del Espíritu, recibimos la filiación divina que nos hace sus hijos adoptivos (cf. Rom 8,14-15). Este proceso en el cual nos identificamos con la Pascua de Cristo nos inserta en el misterio familiar de Dios, nos convoca a llamarlo Abbá y a vivir, en el Hijo Jesús, la vida familiar de Dios. Por eso, Pablo, en su carta a los efesios, nos invita a imitar a Dios como hijos queridos y nos exhorta a «andar en el amor como Cristo que nos amó y se entregó por nosotros» (Ef 5,2).
Ciertamente, no hay nadie más ‘familiero’ que Dios. Él ha decidido hacerse una familia a partir de Abraham, el creyente. Fue Él quien liberó de la opresión a las familias de Israel, les dirigió su Palabra (cf. Jr 2,4) y se les reveló asegurándoles:
Seré el Dios de todas las familias de Israel, y ellos serán mi pueblo (Jr 31,1).
Así pues, el pueblo de Dios está compuesto por muchas familias; cada una de ellas es visitada por Él y transformada por su presencia (cf. Gn 18,1-12; Hch 16,13-15; Rom 16,5a). Todas juntas forman una única familia de Dios que va configurando en este mundo, con el amor de Cristo, el destino final prometido.
El amor debe ser la motivación fundamental de cada familia, es el único vínculo posible que le asegura la paz y le permite esperar algo definitivo y perdurable. En este mundo es el amor el que madura y hace sólidos los vínculos; y, en el definitivo, sabemos por la fe que lo único que queda es el amor (cf. 1Cor 13,13b). De este mundo solo se conservará la caridad:
Vencida la muerte, los hijos de Dios resucitarán en Cristo, y lo que fue sembrado bajo el signo de la debilidad y de la corrupción, se revestirá de incorruptibilidad, y, permaneciendo la caridad y sus obras, se verán libres de la servidumbre de la vanidad. (GS 39)
Cabe añadir las palabras de Pablo: «Revístanse del amor, que es el vínculo de la perfección» (Col 3,14). Es interesante saber que la palabra «vínculo» en el idioma original, el griego, es súndesmos, que significa también atadura, cadena.
En este capítulo, entonces, intentaré analizar, desde la tradición bíblica, los vínculos fundamentales de amor que encadenan a la familia para unir entrañable y perdurablemente sus componentes: la esponsalidad, la maternidad, la paternidad y la fraternidad. Finalizaremos con una reflexión sobre la presencia de Cristo entre los padres e hijos.
La cultura en la que se desarrollaron los escritos bíblicos se encontraba signada por el patriarcado. En ella, la práctica de la poligamia era aceptada o, por lo menos, tolerada sin muchos cuestionamientos. La violencia social, sobre todo contra la mujer, era un elemento constante en la vida familiar debido a muchas prácticas culturales y religiosas. Sin embargo, la tradición bíblica nos regala el Cantar de los Cantares, un libro que se opone a cualquier tipo de injuria cultural o violencia sexista contra el amor monogámico y heterosexual. No se trata de una apología, ni de nada que se le parezca. Mediante el género poético los autores bíblicos nos ofrecen un canto sublime al amor. En él no se condenan ni se censuran otros modos de unión, ni tampoco se reprueban hábitos; de hecho, los patriarcas y los reyes practicaban la poligamia, y eran infieles y libertinos (cf. 2Sa 11). Es justamente en esta tradición religiosa y cultural donde es integrado el Cantar de los Cantares, el cual, en medio de dicho corpus, señala un valor eminente e indica, como una brújula, una dirección excelsa que parece apuntar al plan del Creador.
Los poemas del Cantar no desarrollan un tratado sobre el matrimonio, lejos de ello. De hecho, sería un error pensar que estos tratan acerca de una pareja unida en una institución matrimonial, socialmente aceptada y religiosamente bendecida. La pareja del Cantar está conformada por dos protagonistas que se aman con todo su ser, lo expresan con todo su cuerpo y lo cantan con sublime belleza. No conocemos sus nombres: la mujer es llamada «amor mío», «hermosa mía», «paloma mía», «hermana y novia mía», «amiga mía», «sulamita» (Ct 1,9; 2,10.14; 4,9; 6,4; 7,1); y el varón, «mi amado», «amado mío», «amor de mi alma», «mi amigo» (Ct 1,13; 3,1; 5,16).
El Cantar reproduce en todos sus poemas una gran metáfora del jardín del Edén (cf. Gn 2,8): un lugar fértil, frondoso, repleto de perfumes y sabores que permiten al lector soñar o imaginar un lugar paradisíaco donde se expresa el amor. Este paraíso se convierte en símbolo abierto de la espesura y exuberancia amorosa. Los movimientos de la trama que se captan en los poemas siguen la argumentación típica de la lírica amorosa que progresa desde la separación a la unión por medio de un acercamiento gradual de los amantes. Por ejemplo, el sueño de ella de entrar a la alcoba de él (cf. Ct 1,4) se realizará al final de la primera unidad (cf. Ct 2,4) pasando antes por una situación intermedia (cf. Ct 1,12).
El amor que se profesan los novios tiene dos notas que lo caracterizan. La primera es que es un amor exclusivo (cf. Ct 1,9; 2,1-3a; 5,9-10) en el que el ser amado, a pesar de ser uno más del montón, según la apreciación del amante se distingue eminentemente por encima del resto. La segunda es que se trata de un amor total (cf. Ct 2,16; 6,3; 7,11), por eso, los amantes se profesan el amor hasta la entrega y posesión total de la vida y de los cuerpos.
Estos últimos tres textos citados fueron elaborados por los autores del Cantar como una especie de fórmulas que la crítica llamó «fórmulas de mutua pertenencia». Mediante esas expresiones los novios se profesan todo su amor y se lo entregan mutuamente. Al leerlas, es inevitable recordar el grito de gozo de Adán: «¡Ahora sí es hueso de mis huesos y carne de mi carne…!» (Gn 2,23). En el caso del Cantar, en cambio, es siempre la mujer la que pronuncia la fórmula. Al parecer, con ello se pretende presentar a ambos como protagonistas en la demostración del amor, ya que la cultura patriarcal en el tiempo de la composición del canto negaba a la mujer en este sentido. Por otra parte, estos tres textos recuerdan a los lectores del Antiguo Testamento algunos pasajes que la crítica bíblica llama «fórmulas de alianza» (cf. Lv 26,12; Dt 26,17-18; 29,12; Ez 36,28; 37,27). De este modo, la interpretación alegórica del Cantar, que lo entiende como una confesión de amor entre Dios y su pueblo, se encargó de yuxtaponer estas dos fórmulas y remarcar sus similitudes:
Seré vuestro Dios y ustedes serán mi pueblo. (Lv 26,12)
Mi amado es para mí y yo soy para mi amado. (Ct 2,16)
Es muy valioso pensar que el amor humano se puede describir a partir del amor divino, es decir, desde una dimensión teológica. Así pues, el Cantar nos recuerda que, en la pertenencia mutua del varón y la mujer, encontramos la experiencia de ese mismo pacto que une a Dios con su pueblo. Seguramente, esto motivó a Pablo a elevar el modelo propio de la relación amorosa entre los cónyuges a tal punto que la presentó como parámetro del amor de Cristo por su Iglesia (cf. Ef 5,25-33). Allí, en la relación existencial de la pareja, irrumpe, con el sacramento del matrimonio y sus gracias sacramentales, esa gracia de amor esponsal que consagra el amor humano de los esposos y lo transforma a la medida de la caridad de Cristo. La conyugalidad debe inspirarse en este amor exclusivo y total que el Cantar nos enseña en sus letras, sobre todo, cuando la cotidianeidad de la vida apague el fuego sagrado del amor y la intimidad ya no parezca el paraíso del comienzo. Solo el amor podrá transformarlo todo:
Porque fuerte como la muerte es el amor,
implacable como el sheol la pasión,
sus destellos, destellos de fuego,
una llamarada de Yhwh. (Ct 8,6bc)
Es probable que la maternidad sea uno de los dones más inmensos que Dios ha concedido a los seres humanos en la creación. Es allí, en el seno materno, en la experiencia concreta de la mujer gestante, donde la humanidad toda se encuentra con el acontecer del don de la vida. La mujer fue comprendida por los antiguos hebreos, autores del Libro del Génesis, como aquel ser que, de manera única, tiene una cercanía especial con la vida. Así, la primera mujer fue llamada Hawwā (Eva)2 por ser la «madre de todos los vivientes» (Gn 3,20).
En el Libro del Génesis, el don de la maternidad suscita distintas vicisitudes. La familia de Abraham fue testigo de que el don de la vida provenía del Señor, ya que la experiencia de la esterilidad atravesó a todas las matriarcas y muchas fueron estériles en algún momento: Sarah (Gn 17,17; 18,9-15), Rebeca (25,21a), Raquel (Gn 29,31; 30,1-2) y Lía (30,9).3 Sin embargo, el oprobio de la infecundidad fue cambiado en todos los casos por la acción del Señor (cf. Gn 21,1-2; 25,21b; 30,17.22-23). Los hijos implicaban para sus madres un motivo de gozo y salvación tanto para las matriarcas como para sus esclavas (cf. Gn 16,11). A estas las utilizaban –según la práctica de la época– para dar hijos a la familia cuando la matrona no era fértil, como un camino para enmendar su esterilidad. Las esclavas, entonces, eran unidas a los patriarcas y daban a luz al niño «en las rodillas» de sus señoras (Gn 30,3.9-13). Los hijos eran el deseo más profundo y fundamental de todas las mujeres, de las fértiles y también de las infértiles que compartían el surgimiento de la vida y la crianza. Las pocas frases que nos ofrece el Libro del Génesis sobre Agar, la esclava egipcia de Sarah (cf. Gn 16,1-15; 21,8-21; 25,12), nos regalan bellísimas certezas sobre la compañía especial de Dios a estas madres y a sus hijos, como podemos apreciar, por ejemplo, en el siguiente pasaje:
Se levantó Abraham de mañana, tomó pan y un odre de agua, y se lo dio a Agar, le puso al hombro el niño y la despidió. Ella se fue y anduvo por el desierto de Beršeba. Cuando se acabó el agua del odre, echó al niño debajo de un arbusto, y ella misma fue a sentarse enfrente, a distancia como de un tiro de arco, pues decía: «No quiero ver morir al niño». Sentada, pues, enfrente, se puso a llorar a gritos. Oyó Dios la voz del chico, y el Ángel de Dios llamó a Agar desde los cielos y le dijo: «¿Qué te pasa, Agar? No temas, porque Dios ha oído la voz del chico en donde está. ¡Levántate!, alza al niño y estrecha su mano, porque he de convertirle en una gran nación». Entonces abrió Dios los ojos de ella, y vio un pozo de agua. Fue, llenó el odre de agua y dio de beber al chico. (Gn 21,14b-19)
Es interesante notar que, en todo el relato, Dios es el único que le habla a Agar directamente y la llama por su nombre (cf. Gn 21, 17-18). Ni Abraham ni Sarah le hablan a la esclava de este modo. El narrador nunca utiliza con ellos el recurso del discurso directo para dirigirse a la madre de Ismael ni tampoco la menciona por su nombre (cf. Gn 21,10.14). La historia resulta desagradable, puesto que triunfan los sentimientos egoístas de Sarah, que ni Dios ni Abraham contradicen. A pesar de ello, el Señor está atento a lo que precisa Ismael, y su atención y providencia se concentran en la necesidad y vulnerabilidad del niño, de modo que coincide con el cuidado de su madre. Cuando Agar no tiene nada más por hacer y solo le queda la sombra del matorral como refugio en el desierto, deja allí a Ismael y toma distancia para llorar. De esta manera el lector contempla junto con Agar, y con Dios que participará luego de la escena, la fragilidad del niño en el desierto. Así se muestra también cómo Dios acompaña y apoya los sentimientos y auxilios de la madre por su criatura.
Mi madre me ha dicho siempre que la pérdida de un hijo o una hija es algo absolutamente irracional para ser explicado y que, clavada en medio del corazón, es una espina con la que se camina por el resto de los días. Las sensaciones, incluso, resultan muy difíciles de expresar:
Entonces sentí una tremenda opresión en el pecho, una opresión en la que no parecía estar afectado ningún órgano físico, pero era casi asfixiante, insoportable. Ahí, en el pecho, cerca de la garganta, ahí debe estar el alma, hecha un ovillo.4
No parece casualidad que en la Biblia existan muchas historias de muertes donde encontramos madres que lloran, acompañan y cuidan a sus hijos en el tránsito. El profeta Jeremías recuerda el llanto de Raquel como sufrimiento perpetuo de una madre que llora por sus hijos: «En Ramá se escuchan voces, ayes y llantos amargos: Raquel llora por sus hijos y no quiere que la consuelen, pues sus hijos ya no existen» (Jr 31,15).
Quisiera presentar a tres madres, protagonistas de tres relatos del Antiguo Testamento que desvelan e interpretan los sentimientos maternos frente a la muerte de un hijo.
La primera es la historia de una viuda pobre de Sarepta cuyo nombre no conocemos, aunque sí podemos acercarnos a su dolor. En medio de una prolongada carestía (cf. 1Re 17,1), la viuda había dado al profeta Elías todo lo que ella y su hijo tenían para comer (cf. 1Re 17,10-12). A causa de ello, el profeta le había prometido: «El cántaro de harina no quedará vacío, la aceitera de aceite no se agotará hasta el día en que el Señor conceda lluvia sobre la superficie de la tierra» (1Re 17,14). Sin embargo, después de esta experiencia, a pesar de haber tenido pan, el hijo de la viuda se enfermó y quedó al borde de la muerte. Ella, indignada, le recriminó a Elías su falta de consideración y lo culpó por lo sucedido (cf. 1Re 17,18). El profeta, al parecer, se sintió responsable del asunto y, con mucha ternura, tomó al niño en su regazo y lo acostó para interceder por él. En su súplica le dijo al Señor: «¿Vas a hacer mal también a la viuda que me hospeda, causando la muerte de su hijo?» (1Re 17,20). Allí podemos ver, en la enfermedad que se revierte, de qué modo el Señor protege a los más pobres y atiende el dolor de una madre. Quizás por ello el salmista lo llama «Padre de huérfanos, Señor de viudas» (Sal 68(67),6a).
La segunda la encontramos en el Segundo Libro de los Macabeos. Es la historia de una mujer cuyo nombre tampoco se nos dice, pero se la reconoce como «la madre de siete hijos». Quizás ello permite identificar mejor su historia con la de cualquier mujer que pasa por el suplicio y el dolor. Esta madre asiste, uno a uno, al martirio de sus siete hijos delante del rey helenista Antíoco Epífanes (cf. 2Ma 7). De ella nos dice el narrador:
Admirable desde todo punto y digna de glorioso recuerdo fue aquella madre que, al ver morir a sus siete hijos en el espacio de un solo día, sufría con valor porque tenía la esperanza puesta en el Señor. Animaba a cada uno de ellos en su lenguaje patrio y, llena de generosos sentimientos y estimulando con ardor varonil sus reflexiones de mujer, les decía:
«Yo no sé cómo aparecisteis en mis entrañas, ni fui yo quien les regaló el espíritu y la vida, ni tampoco organicé yo los elementos de cada uno. Pues así el Creador del mundo, el que modeló al hombre en su nacimiento y proyectó el origen de todas las cosas, les devolverá el espíritu y la vida con misericordia, porque ahora ustedes se olvidan de sí mismos por amor a sus leyes». (2Ma 7,20-23)
El testimonio de esta mujer nos devela, de cierta forma, algo de los sentires de una madre en la hora de la muerte de un hijo o una hija. En su confidencia a cada hijo, ella los invita a esperar un renacimiento más allá de la muerte. Es interesante descubrir que, en toda la literatura del Antiguo Testamento, es justamente una madre una de las primeras personas en explicitar la resurrección de los muertos (cf. 2Ma 7,23).5 Esta mujer les asegura a sus hijos que solo el Creador les devolverá la vida y que lo hará por su misericordia. La madre los acompaña en la muerte y los anima, con palabras maternas, a creer y a vivir el nuevo nacimiento. El mismo salmista que citamos en la historia anterior exulta con gozo: «Nuestro Dios es el Dios que nos salva y nos hace escapar de la muerte» (Sal 68,21).
La tercera madre nos enseña la dignidad de la muerte. Se trata de Rispá, una concubina del rey Saúl. Sus dos hijos fueron tomados para la ejecución de una venganza social contra la familia de Saúl que, con el permiso del rey David –sucesor en el trono de aquel–, reclamaron los gabaonitas. A pesar de pertenecer a otra generación, los vengadores creían necesario ejecutar esta compensación para lograr superar la carestía en la que el pueblo se encontraba sumergido (cf. 2Sa 21,1-9).6