La flor de las ruinas - Fernán Caballero - E-Book

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Fernán Caballero

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Beschreibung

...A principios de este siglo, y antes de la invasión de los franceses en la Península Ibérica, se había reunido una numerosa sociedad en una de las casas de campo que circundan a Lisboa como macetas de flores.

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LA FLOR DE LAS RUINAS

Fernán Caballero

Capítulo I

A principios de este siglo, y antes de la in-vasión de los franceses en la Península Ibéri-ca, se había reunido una numerosa sociedad en una de las casas de campo que circundan a Lisboa como macetas de flores.

Entonces la política estaba circunscrita al Gobierno. ¡Ojalá sucediese hoy lo mismo! Así podríamos decirle con el descanso que ex-clamaba un marido al contemplar el panteón de su mujer:

Ci gît ma femme... ¡Ah! qu'elle est bien

pour son repos, et pour le mien!

(Aquí yace mi mujer...

Ella descansa, y yo también.)

De esto resultaba que en las sociedades no disputaban, sino que se divertían, los concu-rrentes. No tomaban los hombres, para darse importancia y talante de hombres públicos, esos afectados aires de madurez, harto des-mentidos en la vida privada; ni se anticipaba una agria y criticadora vejez. Por el contrario, se prolongaba, alguna vez con exceso, una alegre y móvil juventud; lo que, a lo menos, no hacía a los hombres antipáticos, hipócritas y arrogantes, ni peor al Gobierno.

Las mujeres, sin tener pretensiones algunas al espíritu de independencia que les quieren inocular las ideas avanzadas, no aspira-ban a ser libres; pero eran de hecho sobera-nas; lo que engendraba el buen gusto y finu-ra de aquella sociedad. La influencia de la mujer es la más selecta cultura que recibe el hombre.

La señora de la casa en que se hallaba re-unida la sociedad que hemos mencionado, estaba sentada a la mesa, cubierta ésta de un opíparo refresco. A pesar de que había pasado su primera juventud, era aún muy bella; y aunque con su acostumbrado buen trato se ocupaba sin cesar de las personas que tenía a su lado, sus negros y hermosos ojos no se apartaban de un joven elegante y bien parecido que estaba sentado a los pies de la mesa. Uno de sus vecinos, que era ín-timo amigo de la casa, lo notó y se sonrió.

Entonces ella le dijo en queda y conmovida voz:

-¿No es cierto que es muy hermoso?

-Como que es vuestro vivo retrato -

contestó su amigo.

-No, no -repuso la señora-; yo soy peque-

ña, él tiene la persona de su padre.

-Verdad es -contestó su vecino -que tiene la aventajada estatura de su padre; lo que no obsta a que tenga las perfectas facciones de su madre.

Este hijo acababa de llegar de Inglaterra, en donde su padre, que era cónsul extranje-ro, había dispuesto que se educase; y en re-gocijo de su regreso se daba la presente fies-ta.

Habíase la concurrencia levantado de la mesa, y formaba ahora diferentes grupos, unos cerca del piano, otros al lado de las mesas de juego, y otros en el terrado ante la casa, para gozar del fresco y de la hermosa vista que desde allí se extendía en prolongada lontananza, más bella aún a la mágica luz de la luna, que reflejada en el mar, le daba un brillante horizonte de plata.

La dueña de la casa se sentó al lado de la abierta puerta del jardín, y a poco el recién llegado vino a sentarse a su lado.

-¡Qué hermoso es esto, madre mía! -

exclamó con entusiasmo.

-¿Con que... no has olvidado del todo a tu patria en los diez años que has estado ausente, hijo mío?

-¡Oh, no! -contestó el joven-. Pero las imágenes que conservaba mi memoria eran las que vi en mi niñez con mis ojos de niño, y que son por consiguiente completamente dis-tintas de las que percibo ahora.

-¿Y cuáles te agradan más?

-Me sería difícil decirlo, señora. Lo que sí puedo aseguraros es que lo que ahora veo tiene la ventaja de una sorpresa admirativa, sin haber perdido el indefinible encanto que el recuerdo le presta. Así es que gozan a un tiempo mis ojos y mi corazón.

¿Te parece, pues, bella, aun viniendo de Londres, nuestra Lisboa? -preguntó con pa-trio orgullo la hermosa portuguesa.