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Friedrich Nietzsche fue filósofo, escritor, poeta, filólogo y músico, y es considerado uno de los pensadores modernos más influyentes e importantes del siglo XIX. En la Colección Nietzsche, publicada por la editorial LeBooks, el lector tendrá la oportunidad de conocer el universo de Nietzsche a través de sus principales obras. "La Gaya Ciencia" (en alemán: "Die fröhliche Wissenschaft") es la última obra de la fase positiva de Nietzsche, y se asemeja a "Aurora" y "Humano, Demasiado Humano" por su estilo ligero, ameno y florido en el que está compuesta. Este es uno de los trabajos más leídos del autor.
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Seitenzahl: 417
Veröffentlichungsjahr: 2023
蠍
Friedrich Wilhelm Nietzsche
LA GAYA CIENCIA
Título original:
“Die fröhliche Wissenschaft”
Primera edición
PRESENTACIÓN
PRÓLOGO
LIBRO PRIMERO
LIBRO SEGUNDO
LIBRO TERCERO
LIBRO CUARTO
Desde que me cansé de buscar,
aprendí a encontrar;
Cuando el viento me opone resistencia,
navego con todos los vientos."
Friedrich Nietzsche (1844 – 1900)
Friedrich Wilhelm Nietzsche nació el 15 de octubre de 1844 en la ciudad de Röcken, Alemania. Su padre era una persona erudita y sus abuelos eran pastores luteranos. Criado en una familia de clérigos, Nietzsche fue preparado para convertirse en pastor. Creció en Saale, con su madre, dos tías y su abuela. En 1858, Nietzsche obtuvo una beca para la prestigiosa escuela de Pforta. Luego se trasladó a Bonn, donde se destacó en sus estudios de teología y filosofía. A los 18 años, perdió la fe en Dios y pasó por un período de libertinaje en el que contrajo sífilis. Nietzsche se convirtió en profesor de filosofía y poesía griega a la temprana edad de 24 años en la Universidad de Basilea en 1869. Sin embargo, abandonó la universidad en 1879.
A medida que sufría intensos dolores de cabeza y una creciente pérdida de visión, llevó una vida solitaria, vagando entre Italia, los Alpes suizos y la Riviera Francesa. Atribuyó a su enfermedad el poder de conferirle una clarividencia y lucidez superiores. En 1871, escribió "El Nacimiento de la Tragedia". Posteriormente, en 1879, comenzó su amplia crítica de los valores escribiendo "Humano, Demasiado Humano". En 1881, desarrolló el concepto del "Eterno Retorno", donde el mundo pasa indefinidamente por ciclos de creación y destrucción, alegría y sufrimiento, bien y mal. En los años 1882-1883, escribió "Así Habló Zaratustra" en la bahía de Rapallo. En otoño de 1883, regresó a Alemania y vivió en Naumburg con su madre y su hermana. En 1882, escribió "La Gaya Ciencia". Luego vinieron obras como "Más Allá del Bien y del Mal" (1886), "El Caso Wagner" (1888), "El Crepúsculo de los Ídolos" (1888), "Nietzsche contra Wagner" (1888) y "Ecce Homo" (1888). En 1889, al presenciar a un cochero azotando a un caballo, abrazó el cuello del animal para protegerlo y cayó al suelo. ¿Se había vuelto loco? Muchos amigos que visitaban a Nietzsche en la clínica psiquiátrica dudaban de su enfermedad, y algunos de sus biógrafos afirman que, lejos de estar loco, había alcanzado una gran lucidez.
También en 1888, escribió "Ditirambos Dionisíacos", una serie de poemas líricos publicados después de su muerte. Falleció en la ciudad de Weimar, Alemania, el 25 de agosto de 1900.
Nietzsche estableció una distinción fundamental entre los atributos "apolíneos" y "dionisíacos", en la que Apolo representaba la lucidez, la armonía y el orden, mientras que Dionisio representaba la embriaguez, la exuberancia y el desorden.
Basado en el nihilismo, subvirtió la filosofía tradicional, convirtiéndola en un discurso patológico que apreciaba la enfermedad como un punto de vista sobre la salud y viceversa. Argumentó que ni la salud ni la enfermedad eran entidades fijas y que las oposiciones entre el bien y el mal, lo verdadero y lo falso, la enfermedad y la salud eran meras alternativas superficiales.
El concepto de "Anticristo" surgió de su crítica a la ética cristiana como una moral de esclavos que oprimía los impulsos humanos y debilitaba las potencias vivificantes de la sociedad occidental.
Nietzsche imaginó el mundo terrenal como un valle de sufrimiento en contraposición al más allá de la vida eterna en la teología cristiana. La "voluntad de poder" y el "eterno retorno" fueron conceptos fundamentales en su filosofía.
Rompió con la noción hegeliana de la historia como una crónica de la racionalidad y consideró el exceso de historia como hostil y peligroso para la vida, ya que limitaba la acción humana.
Se opuso a la idea de que los eventos históricos instruyeran a los hombres a no repetirlos, y su teoría del eterno retorno implicaba un asentimiento ante las "destrucciones del mundo" cíclicas.
El "superhombre nietzscheano" no era alguien cuya voluntad deseara dominar, sino alguien que buscaba crear, dar forma y valorar. Nietzsche fue un crítico de la democracia y el totalitarismo, abogando por una nueva élite no corrompida por el cristianismo y el liberalismo. Su filosofía influyó profundamente en la cultura occidental.
"La Gaya Ciencia" (en alemán: "Die fröhliche Wissenschaft") es la última obra de la fase positiva de Nietzsche, y se asemeja a "Aurora" y "Humano, Demasiado Humano" por su estilo ligero, ameno y florido en el que está compuesta. Este es uno de los trabajos más leídos del autor. El prefacio del autor ya establece el tono irónico del libro:
"Vivo en mi propia casa. Jamás imité algo de alguien
Y siempre me reí de todos los maestros, que nunca se rieron de sí mismos".
Fue publicado en 1882, y cinco años después, el propio autor le agregó un nuevo capítulo escrito en la misma época que "Así Habló Zaratustra", compartiendo con este último un estilo austero y crítico.
La expresión "Gaya Ciencia" hace referencia al nacimiento de la poesía europea moderna que ocurrió en Provenza durante el siglo XII. Deriva del provenzal, la lengua utilizada por los trovadores de la literatura medieval, en la que "gai saber" o "gaya scienza" se refiere a la habilidad técnica y al espíritu libre necesarios para escribir poesía. En "Así Habló Zaratustra" (Sección 20), Nietzsche observa que "el amor como pasión, que es nuestra especialidad europea, fue inventado por los poetas-caballeros provenzales, esos seres humanos magníficos e inventivos del 'gai saber' a quienes Europa debe tanto y a quienes debe casi completamente ella misma".
Los cinco capítulos que componen el libro están subdivididos en 383 aforismos, en los cuales Nietzsche expone sus conceptos sobre arte, moral, historia, política, conocimiento, religión, mujeres, guerras, ilusión y verdad. Es en este libro donde aparecen por primera vez sus teorías sobre el eterno retorno (formulado por los estoicos griegos y considerado por Nietzsche como el símbolo supremo de toda afirmación de la vida) y la muerte de Dios (concepto con el que Nietzsche trata la nueva fase del intelectualismo europeo del siglo XIX, retratada en el libro a través del diálogo de un loco con ateos ilustrados, que representan a toda la clase intelectual europea: científicos, filósofos, eruditos e incluso artistas, sobre el grandioso acto que han cometido: el asesinato del Dios cristiano y el subsiguiente nihilismo que se estaba gestando en las mentes de estos intelectuales, como resultado de la pérdida de referencias generales para la vida, que estaban directamente representadas por el cristianismo y su moral).
También es en este libro donde Nietzsche se refiere por primera vez a Zaratustra, antiguo profeta persa y creador de la doctrina llamada zoroastrismo, que Nietzsche convierte en el heraldo de su filosofía en su libro "Así Habló Zaratustra". Es importante recordar que en esta obra, el filósofo alemán resalta sus diferencias ideológicas y artísticas con respecto a Richard Wagner, quien terminó su vida como seguidor de Arthur Schopenhauer.
Este libro necesitaría, sin duda, algo más que un prólogo; a fin de cuentas, siempre quedará la duda de si, por no haber vivido nada parecido, alguien puede llegar a familiarizarse mediante prólogos con la experiencia que precede a este libro. Parece escrito en el lenguaje de un viento de deshielo. Todo es aquí arrogancia, inquietud, contradicción, como un tiempo de abril, que hace recordar constantemente tanto al invierno demasiado reciente aún, como a la victoria obtenida sobre el invierno, esa victoria que viene, que debe venir, que tal vez haya venido... La gratitud fluye en él a oleadas, como si acabara de ocurrir el acontecimiento más inesperado, la gratitud de un convaleciente — pues la curación era ese acontecimiento más inesperado-. La "Gaya Ciencia": he aquí lo que anuncia las Saturnales de un espíritu que ha resistido pacientemente a una prolongada y terrible presión — paciente, rigurosa, fríamente, sin someterse, pero también sin esperanza-, y que de pronto se ve asaltado por la esperanza, por la esperanza de la salud, por la embriaguez de la curación. ¿Es de extrañar que en este estado salgan a la luz muchas cosas insensatas y locas, mucha ternura arrogante despilfarrada en problemas que tienen la piel erizada de espinas y que no se dejan acariciar ni seducir de ningún modo?
Todo este libro no es efectivamente más que una necesidad de gozar tras un largo período de privación y de impotencia, el estremecimiento de alegría de las fuerzas recuperadas, la fe nuevamente despierta en un mañana y en un pasado mañana, el sentimiento y el presentimiento repentinos del futuro, de nuevas aventuras, de mares nuevamente abiertos, de metas nuevamente accesibles, nuevamente dignas de fe. ¡Y cuántas cosas no dejo atrás de ahora en adelante! Ese trozo de desierto, de agotamiento, de incredulidad, de helada en plena juventud, esa sensibilidad introducida donde no le corresponde, esa tiranía del dolor sólo superada por la tiranía del orgullo, que rechazaba las consecuencias del dolor — pues las consecuencias son consuelos-, ese aislamiento radical como defensa desesperada contra lo que había convertido en una misantropía de mórbida lucidez, esa profunda limitación a la amargura, a la aspereza, al aspecto lacerante del conocimiento, del modo como lo prescribía el hastío poco a poco desarrollado, merced a una imprudente dieta espiritual, verdadera golosina del espíritu — llaman a eso romanticismo-, ¡oh!, ¿quién podría experimentar eso jamás?
Mas quien podría hacerlo sabrá sin duda perdonarme mejor un poco de locura, de exuberancia, de "gaya ciencia" — por ejemplo, ese puñado de cantos que en esta ocasión se han añadido al libro, en los que un poeta se burla de todos los poetas de un modo difícilmente perdonable-. ¡Ah! Este resucitado no sólo siente ganas de ejercer su malicia frente a los poetas y sus bellos "sentimientos líricos"; ¿quién sabe la clase de víctima que elegirá, qué monstruoso tema de parodia le excitará dentro de poco? Incipit tragoedia — está escrito al final de este libro de inquietante desenvoltura-. ¡Cuidado! Algo esencialmente siniestro y mordaz se prepara: incipit parodia, de eso no hay duda...
Pero dejemos ya al señor Nietzsche; ¿qué nos importa que el señor Nietzsche haya recuperado la salud? Pocas cuestiones resultan tan seductoras a un psicólogo como la de la relación entre la salud y la filosofía y, en el caso de que él mismo cayese enfermo, penetraría en su mal con toda su curiosidad científica. En efecto, si se es una persona, cada cual tiene necesariamente la filosofía de su propia persona; no obstante, hay aquí una notable diferencia. En uno, son sus carencias quienes se ponen a filosofar, en otro sus riquezas y sus fuerzas. Para el primero, su filosofía es una necesidad, en tanto que sostén, calmante, medicamento, entrega, elevación, alejamiento de sí mismo; para el segundo, no es más que un hermoso lujo, en el mejor de los casos, la voluptuosidad de un reconocimiento triunfante que para completarse debe aún inscribirse con letras mayúsculas en el firmamento de las ideas.
En el otro caso más corriente, cuando es la miseria quien hace filosofía como en todos los pensadores enfermos — y tal vez son los pensadores enfermos los que más abundan en la historia de la filosofía-, ¿qué será del pensamiento sometido a la presión de la enfermedad? Ésta es la cuestión que interesa al psicólogo, y aquí es posible la experiencia. No de otro modo obraría un viajero que decide despertarse a una hora determinada y que luego se entrega tranquilamente al sueño; del mismo modo nosotros, los filósofos, si caemos enfermos, nos entregamos en cuerpo y alma a la enfermedad — cerramos los ojos, por así decirlo, ante nosotros mismos-. Y del mismo modo que el viajero sabe que algo en él no duerme, que cuenta las horas y que sabrá despertarle a la hora requerida, también nosotros sabemos que el instante decisivo nos hallará despiertos, y que entonces surgirá algo que sorprenderá al espíritu el flagrante delito, es decir, a punto de debilitarse o de retroceder, de rendirse o de resistir, de entristecerse o de caer en quién sabe qué estados mórbidos del espíritu, que en los días de buena salud tienen en contra suya el orgullo del espíritu (pues según el viejo dicho: "El espíritu orgulloso, el pavo real y el caballo son los tres animales más orgullosos de la tierra").
Tras interrogarnos y tentarnos así a nosotros mismos, se aprende a reconsiderar con una mirada más aguda todo lo que se ha filosofado hasta ese momento; se adivinan mejor que antes los extravíos, los rodeos, las formas de retirarse al campo, los rincones de sol del pensamiento a los que, en contra de su voluntad, los pensadores no se dejaron conducir y seducir sino porque sufrían; en lo sucesivo se sabe hacia dónde, hacia qué, el cuerpo enfermo, necesaria e inconscientemente, arrastra, empuja, atrae al espíritu — hacia el sol, la calma, la dulzura, la paciencia, el remedio, el consuelo en todos los sentidos. Toda filosofa que asigna a la paz un lugar más elevado que a la guerra; toda ética que desarrolla una noción negativa de la felicidad; toda metafísica y toda física que pretende conocer un final, un estado definitivo cualquiera; toda aspiración, principalmente estética o religiosa, a un más allá, a un afuera, a un por encima autorizan a preguntarse si no era la enfermedad lo que inspiraba al filósofo.
El enmascaramiento inconsciente de necesidades fisiológicas bajo las máscaras de la objetividad, de la idea, de la intelectualidad pura, es capaz de cobrar proporciones asombrosas; y con frecuencia me he preguntado si, a fin de cuentas, la filosofía no habrá sido hasta hoy únicamente una exégesis del cuerpo y un malentendido con relación al cuerpo. Tras los juicios supremos de valor por los que se ha guiado la historia del pensamiento hasta ahora, se esconden malentendidos en materia de constitución física, ya sea por parte de individuos aislados, ya sea por parte de clases sociales o de razas enteras.
Es legítimo considerar las audaces locuras de la metafísica y en particular las respuestas que da a la cuestión del valor de la existencia como síntomas de constituciones corporales propias de ciertos individuos; y si semejantes valoraciones positivas o negativas del mundo no contienen, desde el punto de vista científico, ni el menor ápice de realidad, ello no quiere decir que no proporcionen al historiador y al psicólogo preciados indicios, en tanto que síntomas, como antes decía, de la constitución viable o malograda, de su abundancia y de su potencia vitales, de su soberanía en la historia, o, por el contrario, de sus enfermedades, de sus agotamientos, de sus empobrecimientos, de su presentimiento del fin, de su voluntad de acabamiento. Aún espero la llegada de un filósofo médico, en el sentido excepcional de la palabra — cuya tarea consistiría en estudiar el problema de la salud global de un pueblo, de una época, de una raza, de la humanidad — que tenga un día el valor de llevar mi sospecha hasta sus últimas consecuencias y que se atreva a formular esta tesis: en toda actividad filosófica emprendida hasta hoy no se ha tratado de descubrir la "verdad", sino de algo totalmente distinto, llamémosle salud, futuro, creencia, poder, vida…
Ya se puede suponer que no quisiera abandonar ese período de peligrosa debilidad, cuyo beneficio para mí dista hoy mucho de haberse agotado; como soy bastante consciente de todas las ventajas que precisamente las variaciones infinitas de mi salud me reportan sobre cualquier otro tosco representante del espíritu. Un filósofo que ha atravesado y no deja de atravesar muchos estados de salud, ha pasado por otras tantas filosofías, no podrá hacer otra cosa que transfigurar cada uno de sus estados en la forma y el horizonte más espirituales; la filosofía es este arte de la transfiguración. No nos corresponde a los filósofos separar el alma del cuerpo, como hace el vulgo, y menos aún separar el alma del espíritu. No somos ranas pensantes, ni aparatos de objetivación y de registro sin entrañas; hemos de parir continuamente nuestros pensamientos desde el fondo de nuestros dolores y proporcionarles maternalmente todo lo que hay en nuestra sangre, corazón, deseo, pasión, tormento, conciencia, destino, fatalidad.
Para nosotros vivir significa estar constantemente convirtiendo en luz y en llama todo lo que somos, e igualmente todo lo que nos afecta; no podríamos en modo alguno hacer otra cosa. Y en lo tocante a la enfermedad, estaríamos tentados a preguntamos si es totalmente posible prescindir de ella. Sólo el gran dolor es el libertador último del espíritu, el pedagogo de la gran sospecha que de toda U hace una X, una X verdadera y auténtica, es decir, la penúltima letra que precede a la última... Sólo el gran dolor, ese dolor prolongado y lento que se lleva su tiempo y en el que, por así decirlo, nos consumimos como leña verde, nos obliga a los filósofos a descender a nuestro último abismo, a despojarnos de toda confianza, de toda benevolencia, de todo ocultamiento, de toda suavidad, de toda solución a medias, donde quizás habíamos colocado antes nuestra humanidad. Dudo que semejante dolor nos "mejore" — pero sé que nos hace más profundos-. Desde entonces, bien porque aprendemos a oponerle nuestro orgullo, nuestra ironía, nuestra fuerza de voluntad, como el indio que resiste el peor de los suplicios a base de injuriar a su verdugo; o bien porque nos replegamos a esa nada oriental — el nirvana-, en el mutismo, el letargo, la sordera del abandono, del olvido y de la extinción de nosotros mismos; lo cierto es que estos largos y peligrosos ejercicios de autodominio nos convierten en otro hombre con algunos interrogantes más y, sobre todo, con la voluntad de cuestionar en lo sucesivo poniendo en ello más insistencia, profundidad, rigor, dureza, malicia y serenidad que hasta el momento. Ya no existe la confianza en la vida; la vida misma se ha convertido en un problema ¡Pero no crean que esto nos vuelve necesariamente sombríos! Incluso entonces sigue siendo posible el amor a la vida — aunque en adelante se la ama de otra manera-. Es el amor por una mujer que despierta recelos... Bajo el encanto de todo lo problemático, el gozo ante la incógnita X que experimentan esos hombres más espirituales, más espiritualizados, es demasiado grande para que su luminoso ardor no transfigure sin cesar toda la miseria de lo problemático, todo el riesgo de la inseguridad, e incluso los celos del amante. Conocemos una nueva felicidad...
Para acabar, no he de dejar de decir lo esencial: de semejantes abismos, de semejante enfermedad grave, como también de la enfermedad de la sospecha grave, se vuelve regenerado, con una piel nueva, más delicada, más maliciosa; con un gusto más refinado para la alegría; con un paladar más delicado para todo Yo bueno; con unos sentidos más gozosos; con una segunda y más peligrosa inocencia en el goce, más ingenua a la vez y cien veces más refinada de lo que nunca lo había sido antes. ¡Oh, qué repugnante, tosco, insípido y apagado nos resulta ahora el goce tal como lo entienden los vividores, nuestras "gentes cultivadas", nuestros ricos, y nuestros gobernantes! ¡Con qué malicia presenciamos en lo sucesivo el bullicio de feria donde el "hombre cultivado", el ciudadano, se deja hoy violentar por el arte, los libros y la música para experimentar "goces espirituales", ayudándose de brebajes espiritosos! ¡Cómo nos rompe los oídos el grito teatral de la pasión! ¡Qué distinta se vuelve a nuestro gusto toda esa confusión de los sentidos que aprecia el populacho cultivado con todas sus aspiraciones a lo inefable, a la exaltación a lo rebuscado! ¡No! Si los convalecientes seguimos necesitando un arte, será un arte totalmente diferente, un arte irónico, ligero, fugitivo, divinamente desenvuelto, divinamente artificial que, como una brillante llama, resplandezca en un cielo sin nubes! Sobre todo, un arte para artistas, ¡sólo para artistas! Respecto a ello sabemos mejor qué es, ante todo, indispensable en ese arte: ¡la alegría, toda clase de alegría, amigos míos!, incluso como artistas-; me gustaría probarlo.
Los hombres conscientes sabemos en adelante demasiado bien ciertas cosas; ¡oh!, ¡qué bien aprendemos en lo sucesivo a olvidar, a no saber en cuanto artistas! Y en lo tocante a nuestro futuro, difícilmente se nos verá tras las huellas de esos jóvenes egipcios que turban durante la noche el orden de los templos, que se abrazan a las estatuas y que se empeñan por encima de todo en devolver, en descubrir, en sacar a la luz del día lo que por buenas razones se mantiene en secreto. No, de ahora en adelante nos horroriza ese mal gusto, esa voluntad de verdad, de "la verdad a cualquier precio", ese delirio juvenil en el amor de la verdad; somos demasiado aguerridos, demasiado graves, demasiado alegres, demasiado probados por el fuego, demasiado profundos para ello... Ya no creemos que la verdad siga siendo tal una vez que sede ha despojado de su velo; hemos vivido demasiado para creer en eso. Hoy en día es para nosotros una cuestión de decencia no poder verlo todo al desnudo, ni asistir a toda operación, ni querer comprenderlo y "saberlo" todo. "¿Es cierto que Dios nuestro Señor está en todas partes? — preguntaba una niña pequeña a su madre-, porque a mí eso me parece indecente." ¡Buena lección para los filósofos! Deberíamos respetar más el pudor con el que la naturaleza se oculta tras enigmas e incertidumbres abigarradas. ¿No será la verdad una mujer cuya razón de ser consiste en no dejar ver sus razones? ¿Sería Baubó su nombre, por decirlo en griego?... ¡Oh, aquellos griegos! Sabían lo que es vivir; lo cual exige quedarse valientemente en la superficie, en la epidermis; la adoración de la apariencia, la creencia en las formas, en los sonidos, en las palabras, ¡en todo el Olimpo de la apariencia! Aquellos griegos eran superficiales... ¡por profundidad! ¿Y no volvemos precisamente a eso, nosotros, los espíritus audaces, que hemos escalado la cumbre más elevada y peligrosa del pensamiento contemporáneo y que, desde arriba, hemos inspeccionado el horizonte, habiendo mirado hacia abajo desde esa altura? ¿No somos en eso... griegos? ¿Adoradores de formas, de sonidos, de palabras y, por consiguiente, artistas?
En camino, cerca de Génova, otoño de 1886.
Por más que reflexione acerca de los hombres, acerca de todos y de cada uno en particular, no los veo nunca más que ocupados en una tarea, en hacer lo que beneficia a la conservación de la especie. Y ello no por un sentimiento de amor a esta especie, sino sencillamente porque no hay nada tan inveterado, poderoso, inexorable, e irreductible que este instinto, porque este instinto es precisamente la esencia de la especie gregaria que somos. Sí, con la miopía habitual, uno se pone a clasificar a sus semejantes como se suele hacer, en hombres útiles y nocivos, y en buenos y malos, a fin de cuentas, tras una madura reflexión sobre el conjunto de la operación, se acaba desconfiando de esa forma de depuración y de encasillamiento y se renuncia a ella. El hombre, incluso el más nocivo, es quizás también el más útil desde el punto de vista de la conservación de la especie, pues conserva en sí mismo, o por su influencia en otros, impulsos sin los cuales la humanidad se habría debilitado y corrompido desde mucho tiempo atrás.
El odio, el placer de destruir, el deseo de rapiña y de dominación y todo lo que en general se considera malvado pertenece a la asombrosa economía de la especie, a una economía indudablemente costosa, derrochadora y, por línea general, prodigiosamente insensata; pero que puede probarse que ha conservado a nuestra especie hasta hoy. Yo no sé, mi semejante y querido prójimo, si ni siquiera puedes vivir en detrimento de la especie, es decir, de una forma "irracional", "malvada"; lo que hubiera podido dañar a la especie tal vez desapareció hace muchos siglos y hoy pertenece al orden de cosas que ni Dios podría concebir. Si obedeces a tus tendencias mejores o peores — y, sobre todo, si caminas hacia tu perdición-, en cualquier caso, serás sin duda alguna un promotor, un benefactor de la humanidad y por este título tendrás derecho a que te alaben... y, por ende, a que te ataquen quienes te desprecian. Pero nunca encontrarás a alguien que sepa burlarse de ti, individuo particular, ni siquiera de lo mejor que hay en ti, y que te haga sentir, como lo exigiría la verdad, ¡tu miseria de mosca y de renacuajo! Efectivamente, para saber reírse de uno mismo, como habríamos de reírnos, de un modo que saliera del fondo de la verdad plena, — los mejores espíritus no han tenido hasta hoy el suficiente sentido de la verdad, ni los más dotados el genio necesario-. ¡Quizás la risa tiene también un futuro! Y será cuando la tesis "la especie lo es todo, lo particular no es nada" se haya encarnado en la humanidad y todos tengan acceso en cualquier momento a esta liberación última, a esta irresponsabilidad última.
Es posible que entonces la risa vaya unida a la sabiduría, es posible que entonces no haya más ciencia que "la gaya ciencia". Pero por el momento las cosas siguen siendo de otro modo, la comedia de la existencia no ha tomado aún "conciencia de sí misma", y todavía estamos en la época de la tragedia, en la época de las morales y de las religiones. ¿Qué significa la constante aparición de esos fundadores de morales y de religiones, de esos instigadores a la lucha por el triunfo de criterios morales, de esos maestros de casos de conciencia y de guerras de religiones? ¿Qué significan esos héroes en este escenario? Porque hasta ahora han sido los héroes de este escenario; y todo lo demás que, por algún tiempo, era lo único visible e inmediato para nosotros, no ha servido nunca sino para la preparación de esos héroes, ya sea como tramoya y decorado, ya sea para representar los papeles de confidentes y ayudantes de orquesta (los poetas, por ejemplo, han sido siempre los ayudantes de orquesta de alguna moral). Ni que decir tiene que esos trágicos trabajan igualmente en interés de la especie, aunque puedan pensar que trabajan en interés de Dios y como enviados suyos.
También ellos favorecen la vida de la especie, favoreciendo la creencia en la vida. "Vale la pena vivir, proclaman todos ellos, esta vida tiene un significado, ¡fíjense que hay algo detrás de ella y debajo de ella!" Ese instinto que actúa de un modo regular, tanto en el hombre más iluminado como en el más vulgar, ese instinto de conservación de la especie, surge en diferentes intervalos bajo la forma de la razón y de la pasión del espíritu, encontrándose entonces acompañado de brillantes motivos y tendiendo a hacer olvidar con todas sus fuerzas que en realidad no es más que impulso, instinto, locura, falta de fundamento. La vida debe ser amada, ¡en efecto! El hombre debe favorecerse a sí mismo y favorecer a su prójimo, ¡en efecto!
Cualesquiera que sean las definiciones presentes y futuras de todos esos "debe", de todos esos "en efecto". Y entonces, para que lo que se produce necesariamente y por sí mismo siempre, y sin ningún fin, parezca de ahora en más que tiende a una meta determinada y adquiera para el hombre la evidencia de una razón y de una ley última, entra en escena el maestro de la moral, con su doctrina del "fin de la existencia"; para ello inventa otra segunda existencia y por medio de su nueva mecánica saca a la vieja existencia ordinaria de sus antiguos y normales goznes. ¡Indudablemente! No quiere de ninguna manera que nos riamos de la existencia, ni de nosotros mismos y... menos aún de él; para el individuo es siempre un individuo, algo primero y último, además de inmenso; para él no hay especie, ni sumas, ni ceros. Por más locas y delirantes que sean sus invenciones y sus valoraciones, por más que desconozca la marcha de la naturaleza y niegue sus condiciones — y todas las éticas han sido siempre insensatas y contrarias a la naturaleza, en un grado tal que cada una de ellas hubiese podido arruinar a la humanidad en el caso de que se hubiese adueñado de ella-, siempre que "el héroe" entraba en escena se conseguía algo nuevo: la horrible contrapartida de la risa, la honda conmoción de muchos individuos ante el pensamiento siguiente: "Sí, ¡vale la pena vivir!; sí, ¡merezco vivir!".
La vida, yo mismo, tú y todos en general nos hemos vuelto interesantes los unos para los otros, durante algún tiempo. Es innegable que a la larga y hasta nueva orden la risa, la razón y la naturaleza han acabado dominando a todos estos doctrinarios de la "finalidad"; la breve tragedia ha acabado convirtiéndose siempre en la eterna comedia de la existencia y, necesariamente, "las olas de innumerables carcajadas" — por decirlo con palabras de Esquilo — terminan batiendo también a los mayores de estos trágicos. Pero en conjunto, a pesar de toda esta risa cuya virtud radica en corregir, la continua reaparición de estos doctrinarios de la finalidad de la existencia no ha podido menos que modificar la naturaleza humana. Y esta naturaleza tiene en adelante una necesidad más: precisamente la necesidad de la constante reaparición de tales doctrinarios, de tales doctrinas de la "finalidad".
El hombre se ha ido convirtiendo poco a poco en un animal extravagante que, más que ningún otro animal, piensa que satisface una necesidad vital: es necesario que de vez en cuando el hombre crea saber por qué existe, ¡su especie no podría prosperar sin una confianza periódica en la vida!, ¡sin creer que existe una razón en el seno de la vida! Y, periódicamente, el género humano no dejará de proclamar: "¡Hay algo de lo que no nos está permitido reírnos de ninguna manera!". Y el amante más prudente del género humano añadirá: "¡No sólo la risa y la Gaya sabiduría forman parte de los medios y de las necesidades de la conservación de la especie, sino también el carácter trágico con toda su inefable insensatez!" Y ¡por consiguiente! ¡Por consiguiente! ¡Por consiguiente! Pero, ¿comprenden lo que quiero decir, hermanos míos? ¿Entienden esta nueva ley del flujo y del reflujo? También a nosotros nos llegará nuestra hora.
Constantemente tengo la misma sensación y constantemente me resisto a su evidencia, no quiero creerla, aunque el hecho sea palpable para mí: "la mayor parte de los hombres carece de conciencia intelectual". A menudo me ha parecido que quien exige semejante conciencia se ve obligado a vivir, en la más poblada de las ciudades, tan solitario como en un desierto. Todos te miran con ojos atónitos y siguen manejando su vehículo, llamando bueno a esto y malo a aquello; nadie se pone colorado de vergüenza si le haces ver que esas pesas no tienen el peso requerido — lo que, por otra parte, tampoco ocasiona indignación alguna contra ti; tal vez se rían de tus dudas. — Quiero decir que la mayoría no considera despreciable creer en esto o en aquello y adecuar a ello su forma de vida, sin haber tomado conciencia antes de las razones últimas y más ciertas a favor y en contra, sin preocuparse siquiera de dar posteriormente semejantes razones; y los hombres más dotados, las mujeres más nobles, pertenecen también a esta categoría de la "mayoría". Pero ¿qué importancia tienen el buen corazón, la sutileza y el carácter, si el hombre que ostenta semejantes virtudes tiene sentimientos débiles respecto a su creencia y a su juicio, si el deseo de certeza no ofrece a sus ojos el valor del anhelo más íntimo y de la más profunda necesidad, siendo esto lo que separa a los hombres superiores de los inferiores? He descubierto en algunas personas piadosas un odio hacia la razón, que he sabido agradecerles, ¡pues al menos desvelaban una mala conciencia intelectual! Pero estar en medio de esta rerum concordia discors, de toda la admirable incertidumbre y pluralidad de la existencia y no interrogar ni temblar de ansia y de deseo de interrogar, no odiar siquiera al interrogador, burlarse quizás hasta el hartazgo de sus preguntas: eso es lo que me parece despreciable, y este sentimiento es lo que busco antes que nada en todo hombre. No sé qué locura me convence siempre de que todo individuo, en tanto hombre, experimenta este sentimiento. Es mi forma de ser injusto.
A las personas vulgares todos los sentimientos nobles y generosos les parecen faltos de utilidad práctica y, por lo tanto, totalmente sospechosos. Cuando oyen hablar de ellos, guiñan los ojos como si dijeran: "alguna ventaja tendrán, pero no sé la ve por ninguna parte". Están llenos de desconfianza contra el hombre noble, de quien sospechan que busca su provecho por caminos desviados. Aun si llegan a quedar realmente convencidos de que no existen intereses ni ganancias personales, el hombre noble aparecerá ante sus ojos como una especie de loco: desprecian su alegría y se burlan del brillo de sus ojos. "¿Cómo puede uno alegrarse cuando sufre un perjuicio? ¿Cómo exponerse aun sabiendo que va a recibirlo? No hay más remedio que pensar que el noble afecto se debe a una enfermedad de la razón".
Así piensan y observan con un aire de desprecio, con ese desprecio que sienten hacia la alegría que el loco experimenta con su idea fija. En este sentido, la persona vulgar se caracteriza por no perder nunca de vista su beneficio y por el hecho de que este pensamiento utilitario y provechoso es más fuerte que los mayores impulsos; no se deja engañar en modo; alguno a causa de sus impulsos realizando actos inútiles y es en esto que consiste su sabiduría y su amor propio. En comparación con ella, la persona superior es más irracional, pues el ser noble y generoso, al sacrificarse a sí mismo, sucumbe en realidad a sus propios impulsos y, en sus mejores momentos, deja su razón en suspenso.
Un animal que arriesga su vida para proteger a sus crías o que, en época de celo, sigue a la hembra hasta la muerte, deja también su razón en suspenso, pues está totalmente dominado por el goce que le producen sus crías o la hembra y por el temor de verse privado de ese goce, convirtiéndose en más estúpido de lo que es comúnmente, igual que le sucede al ser noble y generoso. Este último experimenta intensamente ciertos sentimientos de goce o de repulsión, de forma tal que el intelecto queda reducido al silencio, o se coloca al servicio de ellos; en ese ser el corazón ocupa entonces el lugar de la cabeza y desde ese momento sólo puede hablarse de "pasión" (a veces también se produce, sin duda, el fenómeno contrario, una especie de "retroceso de la pasión", por ejemplo, en el caso de Fontenelle, a quien alguien le dijo poniéndole la mano en el corazón: "Lo que usted tiene aquí, amigo mío, es también cerebro"). La sinrazón o la razón pervertida de la pasión es lo que el vulgo desprecia en el ser noble, debido a que dicha pasión se dirige a objetos cuyos valores aparecen como absolutamente quiméricos y arbitrarios. Aunque le moleste ver que alguien sucumbe a la pasión del estómago, entiende plenamente la tiranía de este tipo de placer; por el contrario, no llega a comprender, por ejemplo, que alguien pueda arriesgar su salud y su honor por un amor apasionado hacia el conocimiento.
El gusto de las naturalezas superiores se dirige a las excepciones, a objetos que por lo general permanecen indiferentes y parecen insulsos; la naturaleza superior tiene un juicio de valor singular. Pero, corrientemente, dada la idiosincrasia de su gusto, la naturaleza superior no cree que está juzgando según un criterio singular, sino que más bien establece sus propios valores y contravalores como si tuvieran un sentido absoluto por lo que cae en lo incomprensible y lo irrealizable. Es sumamente raro que una naturaleza superior tenga la suficiente razón como para entender y tratar a las personas comunes en tanto tales; lo más frecuente es que crea que su pasión es la pasión secreta de todos, y esta creencia es precisamente lo que la llena de ardor y de elocuencia. Si semejantes hombres excepcionales no se consideran a sí mismos como tales, ¿cómo podrían entender los caracteres vulgares y apreciar equitativamente la regla? De este modo, también ellos hablan de la locura de la inconveniencia y de los sueños fantásticos de la humanidad, llenándose de admiración ante el rumbo insensato de este mundo y ante su renuncia a aceptar "lo único necesario". En esto radica la eterna injusticia de los nobles.
Lo espíritus más fuertes y malvados son los que hasta ahora han contribuido en mayor medida al progreso de la humanidad; nunca dejaron de inflamar una y otra vez las pasiones adormecidas, pues toda sociedad ordenada adormece las pasiones-, ni cesaron de despertar siempre el espíritu de comparación y de contradicción, el gusto por la novedad, por las tentativas audaces, por lo nunca experimentado; ellos fueron quienes forzaron a los hombres a contraponer una opinión a otra, un modelo a otro. Agitaron armas, derribaron límites fronterizos, vulneraron el espíritu de piedad; ¡pero crearon también religiones y morales nuevas! La misma "maldad" — que desacredita a un conquistador — se da en todo maestro y predicador de lo nuevo, aunque se manifieste de un modo tan sutil que no ponga al punto los músculos en movimiento, ni provoque semejante descrédito precisamente por dicha sutileza. Pero lo nuevo es siempre el Mal, pues únicamente quiere conquistar, pisotear los antiguos límites fronterizos y las antiguas piedades; ¡y sólo lo antiguo constituye el Bien! Los buenos de todas las épocas son los que cultivan a fondo los pensamientos antiguos y los aprovechan.
Aunque al final este ejercicio ya no resulte y entonces sea necesario que el arado del Mal venga de nuevo a remover lo cultivado. Hay ahora una herejía fundamental de la mora, preconizada particularmente en Inglaterra, según la cual los juicios sobre lo que es "bueno" y lo que es "malo" traducirían la suma de experiencias de lo "útil" y de lo "inútil"; se llama bueno a todo lo que conserva a la especie y malo a todo lo que le es perjudicial. No obstante, a decir verdad, los impulsos malvados son tan útiles, indispensables y convenientes para la conservación de la especie como los buenos impulsos; únicamente cumplen, una función distinta.
Aquellos hombres que necesitan de las palabras y de las entonaciones más enérgicas, de los gestos y de las actitudes más elocuentes para realizar una acción de una manera general, y me refiero a los revolucionarios, a los socialistas, a los predicadores (sean cristianos o no) y a quienes no soportarían un éxito a medias; todos esos hombres, digo, hablan de "deberes" y siempre de deberes que tienen un carácter absoluto, so pena de no legitimar el gran pathos que los agita, lo saben muy bien. De este modo, recurren a las filosofías orales que predican cualquier imperativo categórico, o bien se apropian de una parte de una religión, como hizo, por ejemplo, Mazzini. Puesto que pretenden que se confíe en ellos de una manera absoluta, necesitan antes confiar en sí mismos también de una manera absoluta, en virtud de alguna ley suprema, indiscutible e inefable en sí, de la que se sienten servidores o instrumentos y haciéndose pasar por tales. Aquí se incluyen los adversarios más naturales e influyentes de la emancipación y del escepticismo respecto al orden moral, si bien estos son escasos. Por el contrario, encontramos un tipo de adversarios muy amplio y extendido por todas partes, a quienes les interesa someterse, aunque la reputación y el honor exijan lo opuesto.
Cualquiera que se sienta deshonrado ante la idea de ser el instrumento de un príncipe, de un partido, de una secta, o incluso de un poder económico — como el que desciende de una familia de antiguo estirpe, por ejemplo-, pero que no quiere ser menos o se ve forzado a ser semejante instrumento, necesita, ame sus ojos y ante la opinión, patéticos principios que pueda formular en todo momento; principios de un deber absoluto a los que sea legítimo someterse y mostrarse sometido sin pudor alguno. Las formas más sutiles de servilismo se hallan adheridas al imperativo categórico, siendo así el enemigo mortal de quienes quieren despojar al deber de su carácter absoluto. Por eso les exige decoro y no sólo decoro.
La meditación ha perdido toda la dignidad de la forma; el rito, la actitud solemne del reflexivo, se ha convertido en motivo de risa, y ya no seríamos capaces de soportar a un sabio al estilo antiguo. Pensamos demasiado rápido y sobre la marcha, en medio de problemas de todo tipo, aunque se trate de las cosas más serias; necesitamos poca preparación, incluso poco silencio; ocurre como si lleváramos en la cabeza una máquina constantemente en movimiento, que hasta en las condiciones menos favorables no deja de actuar. Antiguamente se observaba en el aspecto de cualquiera cuándo necesitaba un momento para reflexionar — ¡pero eso era algo excepcional! —. Si a partir de un determinado momento alguien quería adquirir más sabiduría y esperaba que le llegase una idea, entonces ponía una cara como si estuviera rezando y se detenía; cuando le "llegaba" la idea, permanecía horas inmóvil en la calle, sobre un pie o sobre los dos. ¡Todo "se merecía esa idea"!
Quien quiera estudiar de ahora en más las cuestiones morales tendrá ante sí un inmenso campo de trabajo. Hay toda una serie de pasiones que deben ser meditadas por separado, observadas aisladamente a través de las épocas y de los pueblos, en los individuos grandes y pequeños; ¡hay que sacar a la luz su forma de razonar, su forma de apreciar los valores y de aclarar las cosas! Hasta hoy nada de lo que le da color a la existencia ha tenido todavía su historia, pues ¿cuándo se ha llevado a cabo una historia del amor, de la codicia, de la envidia, de la conciencia, de la piedad, de la crueldad? Apenas se ha logrado totalmente realizar una historia del derecho o de los castigos. ¿Se ha pensado alguna vez en convertir en materia de estudio las diferentes divisiones de la jornada, las consecuencias de una fijación regular del trabajo, de las fiestas y de los días de descanso? ¿Se conocen los efectos morales de los alimentos? ¿Existe una filosofía de la nutrición? (¡Nada prueba mejor la inexistencia de tal filosofía que la agitación que constantemente estalla a favor y en contra del vegetarianismo!) ¿Se han recopilado alguna vez las experiencias de la vida en comunidad, por ejemplo, o de la vida eclesiástica? ¿Se ha expuesto la dialéctica de la vida conyugal o de la amistad? ¿Han encontrado los teóricos las distintas costumbres de los sabios, de los comerciantes, de los artistas, de los artesanos? ¿Tan difícil resulta pensar en eso?
Todo lo que los hombres han considerado hasta hoy como sus "necesidades vitales", toda la razón, la pasión y la superstición que han supuesto por tales, ¿se han investigado a fondo alguna vez? La simple observación de las diversas formas de crecimiento que los impulsos humanos han adoptado y que podrían adoptar como consecuencia de los diferentes climas morales supone ya un trabajo inabarcable hasta para el más laborioso. Se necesitarán generaciones enteras de sabios colaborando metódicamente para agotar los puntos de vista y la materia de este campo. Lo mismo cabe decir respecto de la demostración de las razones que determinan la diferencia de climas morales (¿”por qué brilla en tal zona el sol de un determinado juicio moral, de un criterio de valor y aquel en otra?”).
Este nuevo trabajo consistiría también en determinar el carácter erróneo de todas estas razones y la naturaleza misma del juicio moral que ha prevalecido hasta hoy. Suponiendo que se realicen todas estas tareas, pasaría a primer plano la cuestión más espinosa: ¿estaría la ciencia en condiciones de fijar objetivos a la acción, tras haberse mostrado capaz de abolir y de aniquilar semejantes objetivos? Empezaría entonces una experimentación susceptible de satisfacer a toda clase de heroísmos, una experimentación que duraría varios siglos, capaz de eclipsar a todos los grandes trabajos y a todos los sacrificios que se han dado en la historia. La ciencia no ha levantado aún sus ciclópeos edificios; también llegará el momento de hacerlo.
Todas aquellas cualidades de las que tiene conciencia un hombre, sobre todo cuando presupone que son también visibles y evidentes a los de su entorno, se hallan sometidas a unas leyes de la evolución totalmente distintas a las cualidades que ignora o que desconoce y que escapan, incluso, a los ojos del observador más riguroso, en virtud de su estrechez, pudiendo quedar disimuladas como si no existieran. Lo mismo sucede con las finas "esculturas" que hay en las escamas de los reptiles; sería un error tomarlas por un adorno o un arma, pues no se las distingue más que por el microscopio, es decir, mediante una agudeza artificial que no poseen los animales de la misma especie, para quienes serían un adorno o un arma.
Nuestras cualidades morales visibles, más aún, las que creemos visibles, siguen su camino, mientras que las cualidades invisibles de igual denominación y que, respecto a las otras, no son para nosotros ni adorno ni arma, siguen también su camino; un camino totalmente diferente, con líneas, matices y contornos que tal vez harían las delicias de un dios que dispusiera de un microscopio divino. Poseemos, por ejemplo, celo, ambición, perspicacia... Eso todo el mundo lo sabe. Pero, además, es probable que tengamos nuestro celo, nuestra ambición, nuestra perspicacia y sucede que para distinguir unas escamas de reptil como las nuestras, no se ha inventado aún el microscopio. Aquí los partidarios de la moral instintiva dirán: "¡Bravo! Por lo menos se acepta la posibilidad de que tengamos virtudes inconscientes, ¡con eso basta!" Qué modestos son.
Innumerables aptitudes que han sido apropiadas por la humanidad en épocas anteriores, pero que son aún tan débiles y embrionarias que nadie percibiría su incorporación, salen bruscamente a la luz mucho después de su adquisición, incluso siglos más tarde; en el intervalo se han fortalecido, han madurado. Parece que faltase tal talento y virtud en determinadas épocas, en determinados hombres. Sin embargo, basta con esperar a los nietos y a los hijos de estos últimos; si se tiene tiempo de esperar, ellos sacarán a plena luz del día la interioridad de sus abuelos, esa interioridad de la que éstos no tenían la menor sospecha. Con frecuencia es el hijo quien revela el secreto del padre, por eso este último se comprende mejor a sí mismo cuando tiene un hijo. Todos llevamos en nosotros plantaciones y jardines secretos; y todos somos volcanes en actividad que aguardan el momento de su erupción. Nadie, ni el propio Dios, sabe con seguridad si ese momento está próximo o lejano.
Me gusta considerar a los hombres extraños de una época como brotes tardíos de civilizaciones acabadas, nacidos de sus fuerzas y surgidos bruscamente, como el atavismo de un pueblo y de sus costumbres, por así decirlo; de esa forma, efectivamente, queda aún algo por comprender en esos hombres. Hoy parecen extraños, raros, extraordinarios y quien experimente en, sí mismo la presencia de tales fuerzas tiene el deber de cultivarlas, de defenderlas, de honrarlas, de educarlas frente a un mundo distinto y refractario. Así, se convierte en un gran hombre o en un individuo desquiciado y raro, siempre y cuando no fallezca en el intento.
En otro tiempo, esas cualidades excepcionales eran comunes y por consiguiente pasaban por vulgares, no jerarquizaban. A lo mejor eran requeridas, presupuestas; era imposible lograr grandeza con ellas porque no implicaban el riesgo de que llevaran a la locura o a la soledad. Estos rebrotes de impulsos antiguos se producen singularmente en las familias y en las castas conservadoras (erhaltend) de un pueblo, en tanto que hay pocas oportunidades de que esta especie de atavismo se dé donde las razas, las costumbres o los criterios de valor cambien demasiado rápidamente. Respecto a las fuerzas de la evolución de los pueblos, el movimiento tiene la misma importancia que en la música; en el caso al que me refiero es absolutamente necesario que el movimiento de la evolución sea un andante, pues éste es el movimiento de un espíritu apasionado y lento — y en este sentido actúa el espíritu de las familias conservadoras (conservativ).
La conciencia es la última y más tardía evolución de la vida orgánica y, por consiguiente, lo más inacabado y frágil que hay en ella. De la vida consciente proceden innumerables errores que hacen que un animal o un ser humano perezcan antes de lo que hubiera sido necesario, "a pesar del destino", como dijo Homero. De no existir el vínculo conservador de los instintos, que es infinitamente más fuerte, y la virtud reguladora que ejerce en el conjunto, la humanidad tendría que haber fallecido a causa de sus juicios pervertidos, de sus delirios en estado de vigilia, de su falta de fundamento, de su credulidad; en suma, de su vida consciente. Aunque para ser más claro, diría que sin todos esos fenómenos la humanidad habría perecido hace mucho.
Antes de que una función se desarrolle y madure, constituye un peligro para el organismo, por eso ¡tanto mejor si durante ese tiempo es duramente tiranizada! Así se ve esclavizada la conciencia, e indudablemente no es su propio orgullo lo menos tiránico. ¡Se cree que aquí está el núcleo, lo que tiene de permanente, de eterno, de último, de más original el ser humano! ¡Se considera a la conciencia como una cantidad estable y determinada! ¡Se niega su crecimiento, su intermitencia! ¡Se la concibe como "unidad del organismo"! Esta sobrestimación y este desconocimiento ridículos de la conciencia han tenido la consecuencia feliz de impedir su elaboración demasiado rápida. Los hombres creían estar ya en posesión de la conciencia, por eso se han preocupado poco en adquirirla, ¡y aún hoy apenas han cambiado las cosas! Asimilar el saber, hacerlo instintivo representa una tarea totalmente nueva, apenas perceptible, de la que la mirada humana simplemente vislumbra el resplandor. O sea, constituye una tarea que sólo resulta pertinente a los ojos de quienes han comprendido que hasta ahora sólo habíamos asimilado nuestros errores y que toda nuestra conciencia no se refiere más que a ellos.
¿Tenemos que aceptar que la finalidad de la ciencia sea procurar al hombre el mayor número de placeres posible y el menor desencanto posible? Pero, ¿cómo hacerlo, si el placer y el desencanto se encuentran tan unidos que quien quisiera tener el mayor número de placeres posible debe sufrir, al menos, la misma cantidad de desencanto; que quien quisiera aprender a "dar saltos de alegría" debe prepararse para "estar triste hasta la muerte"? Tal vez así suceda. Al menos eso creían los estoicos, consecuentes en la medida en que deseaban el menor placer posible para conseguir de la vida el menor desencanto que se pueda (la sentencia que tenían constantemente en la boca, "el virtuoso es el más feliz", podía servir tanto de enseñanza de escuela dirigida a la gran masa, como de casuística sutil para los refinados).