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Aquí se cuentan los avatares de las existencias de quienes transitaron tiempos difíciles, cuando, influidos por la época, experimentaban alto y bajos, sinsabores y alegrías, odios y amores, dramas silenciosos, en las diferentes etapas que el destino les deparó. El relato comienza en los agitados momentos que precedieron a la oscuridad de la dictadura en Argentina, a través de sus personajes continúa tanto en el país como en el exilio mientras dura aquella pesadilla y prosigue cuando la sociedad lucha para recuperarse del calvario y sostener a la por momentos tambaleante democracia que,lentamente, intenta reparar u olvidar sus heridas. Hay figuras cuya capacidad de adaptación es envidiable, una de ellas es Juancito, ese que, trepando con éxito oculta sus carencias y sus canalladas. También podemos encontrar a los cándidos que se convierten en cómplices o su compañía, consciente o incauta. En todo caso, casi puede asegurarse, sin temor al desacierto, que la política, la televisión y las redes, nos han brindado a todos, esclarecedores ejemplos de que nuestro hombre no es excepcional. Y también en sentido inverso, con alivio, podemos apreciar la honestidad, la hidalga abnegación y hasta el sacrificio de otros contemporáneos que lucharon por los mejores valores de la sociedad. El texto se centra en la cotidianeidad de esas vidas que transcurren en una época y una comunidad, alteradas por una amenazante inestabilidad.
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Seitenzahl: 539
Veröffentlichungsjahr: 2025
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la gloria de juancito
Félix Pal
Aquí se cuentan los avatares de las existencias de quienes transitaron tiempos difíciles, cuando, influidos por la época, experimentaban altos y bajos, sinsabores y alegrías, odios y amores, dramas silenciosos, en las diferentes etapas que el destino les deparó. El relato comienza en los agitados momentos que precedieron a la oscuridad de la dictadura en Argentina, a través de sus personajes continúa tanto en el país como en el exilio mientras dura aquella pesadilla y prosigue cuando la sociedad lucha para recuperarse del calvario y sostener a la por momentos tambaleante democracia que, lentamente, intenta reparar u olvidar sus heridas. Hay figuras cuya capacidad de adaptación es envidiable, una de ellas es Juancito, ese que, trepando con éxito oculta sus carencias y sus canalladas. También podemos encontrar a los cándidos que se convierten en cómplices o su compañía, consciente o incauta. En todo caso, casi puede asegurarse, sin temor al desacierto, que la política, la televisión y las redes, nos han brindado a todos, esclarecedores ejemplos de que nuestro hombre no es excepcional. Y también en sentido inverso, con alivio, podemos apreciar la honestidad, la hidalga abnegación y hasta el sacrificio de otros contemporáneos que lucharon por los mejores valores de la sociedad. El texto se centra en la cotidianeidad de esas vidas que transcurren en una época y una comunidad, alteradas por una amenazante inestabilidad.
Colección Autores Hoy
Félix Pal
Nació el 29 de agosto de 1934 en el Hospital Israelita de Buenos Aires. Sus padres vivían en el difuso límite entre el Once y el Abasto, en Ecuador entre Sarmiento y Corrientes en la Ciudad de Buenos Aires. Se recibió de médico en 1959 para luego dedicarse a la especialidad de Alergia e Inmunología. Durante el transcurso de su carrera fue desarrollando una perspectiva humanística que lo llevo a interesarse en la relación del ser humano con su cultura. Hace muy pocos años empezó a escribir. Publicó Un día como cualquier otro (Editorial Topía, 2018) y El dilema de Eduard Bloch. El médico judío de la familia Hitler (Editorial Topía, 2024).
Colección Autores Hoy
Diagramación E-book: Mariana Battaglia Imagen de tapa: Montaje sobre fotografía de una esquina militarizada: Una escena de la vida cotidiana en la ciudad de Buenos Aires, esquina Miró y Av. Rivadavia, 17 de septiembre de 1976.
Pal, Félix
La gloria de Juancito / Félix Pal. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Topía Editorial, 2025.
Libro digital, EPUB - (Autores hoy)
Archivo Digital: descarga
ISBN 978-631-6702-03-6
1. Narrativa. 2. Ficción General. I. Título.
CDD A860
© Editorial Topía, Buenos Aires 2025.
Editorial Topía
Juan María Gutiérrez 3809 3º “A” Capital Federal
e-mail: [email protected]
web: www.topia.com.ar
Queda hecho el depósito que marca la ley 11.723
La reproducción total o parcial de este libro en cualquier forma que sea, idéntica o modificada, no autorizada por los editores viola derechos reservados. Cualquier utilización debe ser previamente solicitada.
La gloria de Juancito
Félix Pal
Colección Autores Hoy
INDICE
Capítulo ILa ansiada meta
Capítulo IILejanos antecedentes
Capítulo IIILa Universidad los prepara
Capítulo IVEn Europa reina la paz
Capítulo VCabalgando entre dos mundos
Capítulo VIEuropa es un recuerdo, América la renovada esperanza
Capítulo VIIEl destino destapa las ollas y tuerce el rumbo
Capítulo VIIICada cual atiende su juego
A mis hijas Daniela y Valentina. A mi yerno Damián di Primio, al que siento como otro hijo.
A mis tres nietos, Catalina, Juliana y Bruno, con los que tengo una casi increíble relación, colmada de cariño e intercambio.
Este relato no existiría si la suerte no me hubiese regalado la compañía y el apoyo incondicional de mi compañera en la vida Marta Maier.
A Enrique Carpintero que impulsó la edición de este texto.
Capítulo ILa ansiada meta
Era un día gris y frío en Boston.
Se acercó lentamente al estrado, el trecho a recorrer era breve, en el ambiente se percibía con claridad la expectativa generada por su figura. Caminó con paso seguro y los brazos ligeramente alzados, todo su cuerpo así como su incisiva mirada, destilaban firmeza. Simultáneamente, su actitud y sus gestos comunicaban comprensión y agradecimiento.
Había llegado el día de su definitiva consagración, se hallaba en la cima, lo había logrado. Cuatro mil gastroenterólogos provenientes de todos los rincones del planeta, congregados en el Congreso Mundial de la especialidad que él presidía, aplaudían. Además del batir de las palmas, el destinatario imaginaba percibir aclamaciones.
Por primera vez una persona ocupaba, al mismo tiempo, la presidencia del evento y de la Asociación Internacional que congregaba a los dedicados a tal materia. Semejante honor parecía poner fuera de toda duda sus méritos. Henchido de vanidad, expresándose en inglés con bastante fluidez pero con indudable acento mendocino, sus palabras se extendieron en alabanzas al esfuerzo de sus colaboradores y acerca de la responsabilidad que los cargos que ostentaba significaban para él y para su país.
Con vehemencia y dirigiendo la vista hacia el sector que ocupaban sus representantes, agradeció la generosa asistencia de los laboratorios farmacéuticos que habían contribuido al éxito de la convención.
A renglón seguido, resaltó la importancia de las conferencias magistrales y los debates que seguirían a cada exposición, remarcando claramente el impacto que todo ello tendría para el progreso de esa rama del saber médico. Luego recordó a su padre, un facultativo de provincias que lo precedió en el ejercicio de la misma especialidad y en otros tiempos había tenido el mérito de dotarla de prestigio y difusión. Esbozó, por último, el ambicioso proyecto de investigaciones clínicas y epidemiológicas que se proponía impulsar.
Antes de dejar el atril, paseó su mirada por el gran salón, mientras la concurrencia expresaba su moderada aprobación. Era el último intento de grabar en su retina la grandiosa imagen que el destino le regalaba.
Capítulo IILejanos antecedentes
Si algo no le faltó, fueron las ventajas que su acomodada familia le proveyó. Tuvo la mejor educación que Mendoza podía brindar por aquellos años. Los jesuitas se esforzaron por sembrar en su espíritu los cimientos necesarios para conducirlo por el camino de una búsqueda rigurosa de la verdad. En realidad, el colegio de San Ignacio batalló por moldear su alma rebelde, trató por todos los medios que cultivase el arte de la templanza o por lo menos del disimulo, dado su natural carácter arrebatado, frontal en ocasiones, sinuoso a veces. Intentó convertirlo en un discípulo que contribuyese al buen nombre de la Compañía, el modelo del cristiano ejemplar.
Juancito Correa Laguzzi supo enseguida del respeto mezclado con temor que su padre suscitaba en los demás y de la admiración que otras mujeres decían tener por su madre, heredera de la finca de su abuelo, poderoso productor vitivinícola.
Tan fuertes respaldos apuntalarían sus ambiciones, todos los caminos parecían abrirse a su paso. En el afán de estimularlo, el padre mezcló exigencia, distancia y todo tipo de apoyos para que sorteara sin obstáculos y con calificaciones aceptables los pasos previos a la universidad. Era evidente que pretendía facilitarle el camino para un rápido progreso en la profesión, pues, como sus hermanos no mostraban ambiciones académicas, Juancito era su esperanza. El único que parecía dotado de las condiciones requeridas para pretender ser el heredero de la corona.
Niño inquieto, provisto de una voluntad llamativa, Juancito encontró el camino para la consumación de sus caprichos, situándose entre un padre exitoso al que percibía alejado y severo, y una madre apegada a las normas conservadoras de la sociedad provinciana. Ella se preocuparía más por el bienestar y sobre todo, la correcta conducta de sus hijos, que por conocer sus íntimas inquietudes y necesidades.
El entorno proveyó a Juancito de un temprano entrenamiento, moldeó un estilo que repetiría, con aparente suceso, casi toda su vida y, sobre todo, lo encaminó a la conquista de los fines que ocupaban su imaginación, sin despreciar modo alguno de lograrlo. Desde sus primeros años consolidó una manera práctica de eliminar cualquier vestigio de vergüenza o culpa por las malas artes con que obtenía su objetivo. La embriaguez del éxito ocupó desde temprano una ancha faja del espacio destinado a sus sentimientos. Cada vez con más intensidad, el logro de un deseo daba lugar al nacimiento de una nueva necesidad. Sus ansias no se detenían en escalón alguno pues este, instantáneamente, se convertía en plataforma para un nuevo lanzamiento. No fue necesario mucho tiempo para que esta peculiaridad se instalara en él como su conducta distintiva, característica de la que jamás tuvo cabal conciencia y, por lo tanto, nunca lo molestó. De mente ágil, su natural inteligencia fue así derivando hacia una turbia zona de audacia ladina. De ser necesario lograba sorprender a los demás ocultando sus propósitos. Con el tiempo, aprendería intuitivamente el arte sutil de la manipulación. La familia sería su primer escenario. Su hermano mayor Enrique y la menor Julia, pronto aprendieron a desconfiar y buscar en sus propuestas, aparentemente inofensivas, la finalidad oculta que podría perjudicarlo a él, o simplemente pretendía burlarse de la ingenuidad de ella. Tales invitaciones frecuentemente disimulaban un propósito cuya consumación podía ser brutal, inmisericorde. De este modo ellos pagaron, con frecuencia en carne propia, las penitencias y reprimendas por él merecidas. Juancito gozaba y se satisfacía por partida doble, la derivada de la realización de la travesura por una parte y el deleite brindado por la humillación del hermano inocente por otra.
- No le den de comer langostas al gato-ordenó la madre al comprobar la creciente obesidad del felino. Los niños, testigos de los esfuerzos del animal para cazar a estos insectos a los que ingería con sumo placer, se habían dado a la tarea de abastecerlo con gran cantidad de ellos totalmente inermes, pues previamente les quitaban las grandes patas que utilizaban para impulsarse.
Como dieta encerraba sus peligros, porque era suministrada a un ser cada vez más sedentario y contenía un exceso de grasas. Juancito, sigilosamente, sin audacia, pero con astucia, ocultándose de la vista de todos, siguió con el divertido juego, fingiendo siempre estar muy preocupado por la salud de la mascota preferida de su madre. Hasta que el gato murió, colmado de satisfacción. La investigación posterior, a semejanza de muchas acciones de la justicia, trátese de la ordinaria o la emanada de un tribunal familiar, determinó fehacientemente la culpabilidad de Enrique y Julia.
A Juancito le molestaba mucho más que a los otros niños perder en algún juego, tanto con sus hermanos como con ocasionales amiguitos. Él trataba de disimular sus frustraciones, no toleraba que los demás las percibieran. El camino a las trampas apareció pronto, pero estas tuvieron vida corta. Era descubierto cada vez más frecuentemente, esto provocó que a la larga tomara la decisión extrema de no participar más de las competencias, fingiendo desinterés. Jamás se permitía manifestar irritación o desilusión. Por lo tanto, aprendió, ya en su infancia, a no mostrar el menor abatimiento ante los reveses. ¿Qué haría con ellos? Muy sencillo, se desentendería, no solo ante los demás. Sin proponérselo explícitamente, sin formar parte de ningún plan, ocultos también para él, los contratiempos pasarían a formar un gran vacío, una nada. Sus hermanos le ofrecieron el primer peldaño en la larga ascensión por la ardua cuesta de la percepción de las debilidades ajenas, no lo motivaba intención caritativa alguna, sino el afán de usar dicha cualidad para manipular o simplemente, con menor frecuencia, para dañar. Enrique, un niño sosegado, pero de carácter enérgico, como defensa ante sus tretas desarrolló una estrategia de pocas palabras y hechos contundentes. A medida que crecían diferenció su círculo de amigos y compañeros de juego, logrando mantener a distancia a un Juancito que tampoco congeniaba demasiado con ellos, los encontraba aburridos. La gran frustración de Julia fue la imposibilidad de lograr una relación armoniosa y cariñosa con el hermano dos años mayor que ella. De una u otra manera éste se encargaba de hacerle sufrir agresiones o desengaños.
Encontró fácil seducir a algunas maestras. Con otras, más avispadas, debió esforzarse en el estudio, le sobraban mañas, pero era inteligente. Carismático líder del grupo de amiguitos de familias respetables de Mendoza, que constituían su mundo, fue el cerebro de hazañas inofensivas al principio, pero que fueron tomando cuerpo con el paso del tiempo. De tocar algún timbre, para gozar desde la vereda de enfrente el gesto confuso del que a continuación se asomaba sin poder divisar a nadie; hasta el desinflar dos neumáticos del auto de un maestro no muy querido, para solazarse a lo lejos, escondidos, de la desazón del damnificado.
Buen alumno en el colegio primario, no logró ser el mejor, aunque escoltó la bandera en algunos actos conmemorativos de fechas patrias. Si sufrió por no haber sido el abanderado no podemos saberlo, solo intuirlo, porque con nadie comentó el hecho. Su madre introdujo el tema aprovechando una reunión con el director del colegio.
- Padre, quizá usted lo puede tomar como una imprudencia, pero quiero hablarle de Juancito.
-¿Qué le preocupa Magdalena?
-No tengo quejas respecto a sus notas, es un buen alumno. El asunto que quiero comentarle, a pesar de que él no me ha dicho una palabra, es el hecho de que nunca ha llevado la enseña nacional en una ceremonia.
-Hablaré con el padre Miguel que este año está a cargo del curso, es él quien luego de reunirse con los distintos profesores, decide la calificación de los estudiantes. Algo me comentó sobre ciertas conductas de Juan.
-Pero si todavía es un niño.
-Todos sus compañeros lo son Magdalena, la tendré al tanto.
Largos años de magisterio y otros tantos de confesionario, habían dotado al padre Miguel de ciertas habilidades, propias de un psicólogo. No tardó en advertir en Juancito un trasfondo inquietante, cubierto por una fachada que él se esforzaba por presentar impecable. Llegaron a sus oídos rumores sobre picardías que excedían las que eran habituales en sus discípulos y, lo más alarmante, advirtió que fácilmente se convertía en líder de ciertos grupos. Además, el sacerdote pudo observar que una vez consolidado como cabecilla, lograba mantenerse a distancia de las acciones más riesgosas y comprometidas. Si en cierta oportunidad lo sorprendió pintando con tiza el respaldo del sillón del maestro, lo impresionó la sangre fría con que Juancito recibía la reprimenda para proceder después a seguir la directriz recibida, limpiando el lugar sin mostrar el menor atisbo de irritación. Luego, se las ingeniaba para que su madre minimizara el hecho y sobre todo se lo ocultara a su padre. Pasado el mal momento, no parecía arrepentido ni contrariado, dando la sensación de que guardaba las energías para una próxima tropelía, inmune a las consecuencias. Sin presionarlo, el director del colegio puso al padre Miguel al tanto de las aspiraciones de la señora Magdalena Laguzzi de Correa. Pero, fiel a su costumbre el padre Miguel fue justo; no se dejó influir y dejó a Juancito en el sitio correspondiente a sus méritos.
No mostró entusiasmo por las prácticas deportivas que el colegio estimulaba; podríamos pensar que para no verse obligado a competir y, por lo tanto, sufrir alguna derrota o, quizás, porque no sentía atracción por ese tipo de actividades. Fue así que su participación se limitó, básicamente, a cumplir lo exigido por el plan de estudios.
En la etapa que medió entre el final del colegio primario y su ingreso a la escuela secundaria, comenzó a asomar una característica que lo acompañaría el resto de sus días; su gusto por la juerga y los chistes groseros en determinadas compañías y circunstancias. Por pura conveniencia, en otros ámbitos, este rasgo trocaba a otro en el que exhibía extrema seriedad y compostura. Tal modalidad, que se acentuaría con el paso del tiempo, por momentos lo convertía en un personaje difícil de catalogar, desconcertante para espíritus frívolos.
Ser a todas luces el líder natural de la barrita de compinches que conformaban un bullanguero grupo que se destacaba en el colegio, más por sus reprochables acciones que por sus inclinaciones culturales o su contracción al estudio, no impidió que desde los primeros grados entablara amistad con Jorge Salvatierra. Se trataba del hijo de un periodista y una maestra que aparentaba ser su contracara. Juancito se sintió atraído por su personalidad diferente desde que descubrió que a este compañero no lo desvelaba sacar ventaja, en el terreno que fuera, como tampoco aprovecharse de su mayor ilustración, fruto de una evidente avidez por el saber. Pronto detectó Juancito la posibilidad de utilizar los conocimientos que Jorge adquiría gracias a las horas que dedicaba al estudio o la lectura. Este muchacho aparentemente serio pero vivaz, no tenía empacho en dedicar tiempo y esfuerzos para explicarle a su amigo lo que fuere menester. Largas caminatas bordeando las acequias en las luminosas tardes mendocinas, brindaron el contexto que permitió consolidar esta singular confraternidad. Jorge jamás criticaba ante nadie las fechorías de Juancito, a lo sumo cuando algo le molestaba, se lo decía a solas y con mucha suavidad, tacto y hasta podríamos decir cautela. Parecía asumir como un inconveniente menor, con pertinaz, obstinada constancia, la conducta desarreglada de Juancito. De algún modo asumía que el tiempo y la paciencia pondrían las cosas en orden. Este hijo único, que era el exclusivo confidente de sus angustias y temores, lo adoptó como el hermano que la vida no le había dado.
Los tiempos estaban cambiando. La sexta década del siglo traería novedades perturbadoras de las costumbres que más temprano que tarde se harían sentir en la lejana y mojigata sociedad mendocina. En esa época los padres personificaban figuras distantes para los niños que llegaban a la adolescencia. Los gestos cariñosos sólo ocasionalmente podían matizar la severidad en el trato, actitud que se presumía el condimento indispensable para una buena educación. De este modo, los jóvenes sólo contaban con parciales y distorsionadas referencias relativas al ámbito de la vida adulta. Toda mención al sexo era puntillosamente omitida en el trato familiar y reiteradamente censurada y satanizada en el aula, sobre todo en los colegios religiosos. Como fuente adicional de información, las películas que se podían ver en los cines o la incipiente televisión, sólo ofrecían versiones superficiales y nimias de estas cuestiones.
Juancito y Jorge reflejaban en sus fantasías las leyendas que circulaban en el ambiente escolar; interpretaciones retorcidas respecto al erotismo, absurdas, muchas veces brutales. Al no tener ningún contacto con compañeras en el aula, salvo en el caso de que en la familia hubiera hermanas o a lo sumo primas de edades parecidas, percibiendo a la madre como un ser asexuado y en muchos aspectos sagrado y distante; para no pocos la mujer era un misterio y muchas veces una amenaza.
Juancito presumía ante su amigo de poseer una vasta experiencia en esta materia, conocimiento adquirido por la observación de los genitales de su hermana, hazaña consumada mediante subterfugios y pretextos antojadizos a los que la cohibida Julia cedía.
Las cosas parecieron complicarse cuándo, en el círculo de sus cómplices de correrías, pretendió exhibir sus presuntas dotes de versado en el tema. Los amigos pusieron en duda su relato y le exigieron una prueba. Puesto en el brete, no encontró mejor salida que averiguar los datos de una prostituta y hacer pública su futura hazaña. La proeza se llevaría a cabo en la casa de unos tíos, aprovechando un feriado durante el cual éstos se ausentarían. Así fue como se encontró en el dormitorio con una jovencita de apariencia desenvuelta que rápidamente se quitó blusa, corpiño, pollera, bombachas y zapatos, se introdujo ágilmente en la cama y se acostó de espaldas con los muslos abiertos. Él la miró como si esperara alguna indicación, la chica lucía seria, demasiado experta para su edad. Tratando de no aparentar sorpresa alguna y mucho menos titubeos, poco le costó desvestirse para consumar esa, su primera relación, esforzándose por mostrar fría suficiencia. En realidad, le fascinaron sus senos y la acarició con cierta brusquedad, excitado, pero sin abrir la boca. Mientras se vestían, él se cuidó de mostrar entusiasmo o satisfacción. Pagó apresurado a la niña por los servicios y salió al encuentro de la barra con aires de consumado ganador. Como dinero no le faltaba, a partir de ese día su trato con prostitutas fue frecuente y proseguiría en el futuro, aun cuando tuviese una pareja estable. La entrega a cambio de dinero le produjo esa primera vez y le continuaría provocando ulteriormente, una muy especial satisfacción. Sentía que tales transacciones lo acercaban a una dicha comparable a la experimentada, luego de una lucha encarnizada, por un guerrero triunfal, invencible.
La Moncha fue la primera mujer que se entregó a sus deseos enamorada por él. Se conocieron en un baile, un asalto, el apelativo que recibían en aquellos tiempos esas reuniones de jóvenes que coqueteaban con la seducción y apelaban a la danza para encubrir la necesidad de contacto. La luz mortecina y la música melódica que todavía no había sido totalmente suplantada por el rock y los Beatles, daban marco al juego erótico. La Moncha se sintió conducida por una muy agradable senda. Deslumbrada por su virilidad y el discurso seguro que destilaba con elocuencia, se encontró con él en la cama, exaltada, ardiente, casi inconsciente; fue su primer hombre, el que la condujo a fantasear con todo tipo de ilusiones. Llegó a imaginar venideros tiempos compartidos. Para su pesar, Juancito la halló menos atractiva y versada en los juegos amatorios que las putas que conocía, además pertenecía a una clase social inferior. Por más linda que fuese él buscaba o creía merecer otra cosa.
Tiempo después se encontró con Isabel que se convertiría en su novia oficial. Con ella no la tuvo tan fácil. Era la hija de un ex -ministro provincial, una morocha muy bonita dotada de una esmerada educación. La relación nació en una reunión familiar, terreno en el que él se movía con extrema cautela, exponiendo su lado más correcto y prolijo. Utilizó todo su tacto desde el mismo momento en que se la presentaron, era tal su interés que hasta llegó a leer algún libro para mostrar inclinaciones intelectuales que no solo no tenía, sino que detestaba. Poco a poco, juntando descaro con conocimientos adquiridos de apuro, logró su objetivo, Isabel mordió el anzuelo. La conquista llenaba sus ambiciones de figuración social y por un tiempo, quizá por las exigencias que le demandaban las pretensiones de ella, personalidad segura de sí misma, empeñó todas sus energías en complacerla. El desafío que enfrentaba no era menor, esta niña presumida, si bien tardó en decidirse a aceptarlo como amante, le demostró que las demandas de una mujer en la cama podían ponerlo en aprietos. Por un tiempo olvidó a sus putas. Ella encaró la relación con entusiasmo adolescente, enamorada del perfecto candidato que, además de entretenerla con su verborragia, aparentaba compartir muchas de sus preocupaciones y se adaptaba sin esfuerzo a sus necesidades. Por lo tanto, fue aceptando ser conducida con naturalidad hacia el que parecía un destino seguro y amable.
Jorge, fiel a sus incipientes ideas políticas, criticó la convencional y burguesa iniciación sexual de Juancito, pero como era frecuente en el trato mutuo, terminó por mostrarse conciliador. Este fingió que comprendía las objeciones y la firme posición de su amigo, el que rotundamente le aclaró que jamás aceptaría retribuir esos favores, aunque dispusiera del dinero requerido. El debut de Jorge, por cierto, bien diferente, tuvo lugar en el verano. Por necesidades personales y familiares consiguió trabajo temporario en una pequeña fábrica textil. Allí, donde le asignaron tareas que requerían pasar mucho tiempo controlando las planillas que registraban el proceso de confección de las prendas, el stock, los pedidos de los clientes y las ventas, conoció a una secretaria treintañera. Casi no le demandó esfuerzo alguno a la experimentada jefa, lograr los favores de su tierno subordinado. Pocas semanas después de su ingreso a la firma, la gimnasia sexual era parte de la rutina de estos desparejos amantes. Todo había comenzado durante la verificación de la existencia de un género con cierto dibujo, que se hallaba en el fondo del sótano que servía de depósito. Llegaron a la primera relación con los dos erguidos y ocultos detrás de grandes rollos de tejidos diversos. Esta incomodidad pronto fue superada, pues armaban en un remoto rincón de ese mundillo subterráneo, una improvisada cama superponiendo telas. Tal lecho ofrecía la ventaja de un rápido despliegue y, si era necesario, un vertiginoso desmonte, en todo el sentido de la palabra.
El bueno de Jorge no pudo menos que enamorarse cándidamente de Rita, pero la veterana impidió cualquier intromisión en su privacidad. Las aventuras en el subsuelo persistieron mientras él mantuvo su empleo, dos meses y medio. Después ella se negó tajantemente a prolongar los gratos encuentros, desbaratando todos los intentos de Jorge por una nueva cita en un sitio distinto. Él sufrió, se sentía repentinamente transportado al borde de un abismo y decayó, tanto física como psíquicamente. El abatimiento le duró varias semanas, tiempo en que vivió dramáticamente sumergido en la fantasía de que una aventura parecida le sería negada en el futuro. Extrañaba a Rita, portadora de la magia.
Pocos meses después conoció a Marta en la biblioteca de la que era socio, entidad que prestaba, por unos pocos días, libros de edición reciente.
Eran casi de la misma edad. Después de haber cruzado sus miradas repetidamente, Jorge no se permitió dudar, abandonó su puesto en la fila y le preguntó con naturalidad.
-¿Leíste Demián?
- Sí, y también El lobo estepario. Me encanta como escribe el tipo ese.
- ¿Que pediste ahora?
- Nada interesante, uno de química porque tengo que dar un parcial la semana que viene y hay cosas que explicó la profesora que no entiendo.
- ¿En qué año estás?
- En tercero.
- Si querés intento ayudarte, yo ya la di.
- ¿Sos un traga?
- No seas prejuiciosa, me interesan las cosas…es lindo comprender.
- Bueno eso no está tan mal.
-Tengo el vicio de leer casi todo lo que encuentro, ahora estoy con los de Ágata. Christie, son entretenidos - dijo él.
- Una amiga me pasó Ana Karenina de Tolstoi, me falta poco, es una historia de amor que termina mal.
- ¿Triste?
- Sí, pero el libro es bárbaro, sucede en un tiempo en que todo debía hacerse como se le ocurría a los que mandan, los que tienen plata. Las mujeres vivían sometidas, sin derechos.
- Aquí, ahora, no es muy distinto, los milicos se meten en tu vida, seas hombre o mujer, y tenés que marcar el paso.
- Yo trabajo en el centro de estudiantes del colegio y una compañera que tiene el papá en la policía, me contó que le prohíbe un montón de cosas, además, le dijo que debo estar fichada.
- Si es por eso estamos en la misma, milito en la comisión de mi centro.
Él le cedió su lugar pero Marta una vez atendida lo esperó. Siguieron hablando en la calle, caminando en el atardecer otoñal. Quedaron en encontrarse el día siguiente, en el horario de salida de los colegios. El fantasma de Rita se esfumó en el horizonte, mientras se abrían paso las cotidianas citas vespertinas. Caminaban tomados de la mano, mientras sus vidas desfilaban dando cuerpo a prolongados diálogos. Como solía suceder en relaciones tan deseadas, empapadas de genuino amor, Jorge demoró en expresar claramente la necesidad carnal que lo abrasaba. A pesar de su natural rebeldía y sus ideas avanzadas, los viejos prejuicios respecto a la consumación del sexo con la mujer amada, ejercían influencia desde las sombras.
Como frecuentemente acontece cuando el deseo de ambos amenaza desbordarse, pero es contenido por los mutuos pudores, ella tomó la iniciativa. Una fresca tarde prolongó el paseo que los llevó a un apartado rincón del Parque San Martín, allí, tendidos en la hierba se besaron, ocultos por la recién llegada oscuridad. Entonces Marta guió las manos de él que se extendieron sobre sus pechos turgentes. Jorge conoció allí el amor genuino y ella, inocente hasta entonces, estrenó de la mejor manera su ingreso a los dominios de las pasiones eróticas.
Marta era la menor de tres hermanos. Su familia tenía un modesto pasar, ya que el único ingreso provenía del negocio de carnicería de su padre, un pequeño comercio barrial. No obstante, los tres hijos estudiaban. El mayor, ya en la universidad, ayudaba al padre en las horas libres; ocasionalmente cuando era necesario entregar pedidos y con regularidad los sábados por la mañana. La influencia de Luis, el abuelo materno, tornero jubilado de antigua militancia socialista, era evidente en las actitudes de sus nietos. Luis había sido sorprendido por los logros del primer peronismo y hacía años que sostenía posturas que, en cierta medida, contradecían los primeros rechazos generados en su juventud por el nuevo movimiento político. Muy a su pesar, la realidad lo había forzado a reconocer las incuestionables conquistas sociales que acompañaron la llegada al poder de ese nuevo partido. Este obrero, propulsor del amor por el conocimiento y la educación, transfirió esa pasión a su hija. Ella, convertida desde la adolescencia en una lectora consecuente, no pudo gozar de una educación formal pues se había visto obligada a trabajar desde muy joven. Los nietos de Luis vivían otra época y disfrutaban las oportunidades de una realidad diferente. Recorrían una senda que se mostraba clara ante sus ojos.
Marta y Jorge lograron mantener el secreto de su relación durante pocos meses. Cuando Marta, impulsada por su necesidad, decidió confiar a sus hermanos el entusiasmo por su amor, encontró en ellos el apoyo que buscaba, que se consolidó no bien conocieron a Jorge. Poco después se despejaron las dudas respecto a la actitud de sus padres ante la novedad. Ellos, si bien se sorprendieron, no dudaron en querer conocerlo. Le propusieron a su hija que invite a su pareja a una cena familiar. Superado el impacto de conocer a quien había enamorado a su pequeña, fue evidente que el muchacho les había caído muy bien.
Juancito la había conocido antes y, como acostumbraba, trató de mostrarse simpático y cómplice desde ese primer momento. Marta no dejó de percibir con desagrado su actitud forzada, pero evitó todo comentario negativo a pesar de que Jorge le había hablado de su amigo, dejando trascender alguno de sus defectos. A ella no se le escapaba que su pareja tenía por él un muy especial cariño y que consideraba meras inocentadas a serios desarreglos de su conducta. Al tanto del frenesí y el alto voltaje que había caracterizado la relación de Jorge con Rita, Juancito pronto quiso saber de los avances de éste con su nueva pareja, tan diferente de aquella relación, pero no consiguió enterarse de dato alguno. Se afanó en sacar conclusiones analizando el trato que ante él se dispensaban, meras deducciones poco esclarecedoras basadas en detalles. Jorge eludía, molesto, toda referencia directa.
- ¿Marta ya te entregó la argolla?
- No me jodas.
- ¿Porqué te hacés el misterioso?
- Es mi novia y punto.
- Pero ¿Coger, cogen, verdad? ¿O se hace la estrecha?
- Terminala.
- Cuando lo hicimos con Isabel te enteraste al otro día.
- Me lo dijiste apurado como si se tratara de una proeza, nunca te lo pregunté.
- ¿Somos amigos, o no?
- Sí, soy tu amigo, eso no quiere decir que tenga la obligación de contarte todos los detalles de mi vida.
- No te hacía tan quisquilloso.
Así como Jorge toleraba los excesos y desarreglos de su actuación, él, muy a su pesar, se veía obligado a respetarle la intimidad, ahorrando disgustos y roces a una relación que sentía necesaria. Le habían puesto un límite y, siguiendo su modalidad, no volvió a mencionar el tema, ni a demostrar frustración.
Mientras Juancito dividía su vida entre las juergas trasnochadas con sus amigos, ante los que cumplía con creces el papel del héroe capaz de la peor desfachatez sin demostrar la menor turbación, o, por el contrario, en otro ámbito, adoptando el rol de hijo correcto y novio ideal; la relación con Jorge transcurría por un andarivel diferente pues se veía obligado a tolerar que su amigo no dejase jamás de señalarle las grietas entre la imagen que pretendía vender y sus actos concretos. Su amigo no dejaba de mostrarle sus tremendas contradicciones, sin que ello fuera suficiente para alterar el clima de cofradía que los unía.
Las salidas de los cuatro, generalmente para charlar y tomar un café en alguna confitería céntrica, no eran frecuentes. Isabel y Juancito participaban habitualmente de reuniones sociales o familiares en las que se sentían a gusto. Para sus encuentros íntimos contaban, en horas de la noche o los días feriados, con el consultorio del Dr. Correa. Marta y Jorge disfrutaban la calidez de sus familias, pero más la mutua compañía en su peregrinar por las arboladas calles mendocinas y, excepcionalmente, gracias a la complicidad de algún amigo, disponían de un refugio donde consumar sus deseos. Lo usual era que, urgidos por la necesidad, recurriesen al abrigo de las estrellas en sitios apartados del parque. En esos tiempos la pacata sociedad no toleraba la existencia de alojamientos por horas, y los jóvenes conocidos no se atrevían a solicitar una habitación en hoteles formales, ante el temor al escándalo y el presentimiento de que les negarían el acceso. De cualquier forma, Jorge no contaba con el dinero necesario y ambos eran para la ley, menores de edad.
Los acontecimientos políticos nacionales se introducían paulatinamente en los círculos estudiantiles provinciales. Un nuevo golpe militar había suplantado a un gobierno civil que se había manifestado claramente respetuoso de las libertades, al tiempo que lograba brindar a la población cierto alivio económico. Esa elección había sido posible gracias a la proscripción de cualquier agrupación favorable al antiguo y exiliado presidente Juan D. Perón que había sido derrocado en forma violenta pocos años atrás. La sociedad estaba dividida, las clases altas habían despreciado al presidente civil, un tranquilo médico de provincias, serio, respetuoso, austero y para nada ampuloso en sus modales. Las más bajas seguían siendo fieles a Perón quién, más allá de las virtudes del gobierno electo, impulsaba a sus huestes a un hostigamiento cerril a toda autoridad que no hubiera emanado de su voluntad.
Los inquietos Marta y Jorge, al igual que muchos adolescentes que asomaban a la vida política, militaban en sectores de izquierda que, por el momento, soñaban con hipotéticos cambios que no tenían correlato en las fuerzas políticas reales.
- Otra vez un gobierno impuesto por la fuerza de las armas. No nos engañemos, los intolerantes que fomentaron el golpe son, una vez más, el poder económico y los peores grupos del catolicismo -le comentó Jorge, ambos estaban sentados a la mesa de un bar, tomando una gaseosa.
- Hasta quieren que vistamos como a ellos se les antoja. Mejor te cortás un poco el pelo, te pueden llegar a rapar en la comisaría -agrego Marta.
A pesar del desaguisado, las Universidades seguían gozando de autonomía y, por lo tanto, libertad de expresión. Las casas de altos estudios vivían un momento de excepcional expansión y avance científico, quedando como único foco institucional de resistencia a la dictadura, de mala gana tolerado. Hasta que el mandamás de turno y su círculo de obtusos lectores de una presunta realidad que solo existía en sus delirios, tomaron la decisión de acabar con ese foco de vitalidad inteligente. En la lejana Buenos Aires lanzaron a sus fuerzas policiales, especialmente entrenadas, a un asalto a sangre y fuego a las casas de altos estudios. Profesores y estudiantes, entre ellos un futuro premio Nobel, fueron apaleados, luego arrestados y por último cesanteados. Las universidades fueron, desde ese momento, dirigidas por energúmenos nombrados en mérito a sus ideas medievales. Esto dio origen a una explosiva mezcla de sorda indignación y rabia contenida en amplias capas estudiantiles, intelectuales y también obreras, pues muchos sindicatos corrieron una suerte parecida. Dado que los centros estudiantiles de los colegios secundarios fueron prohibidos, en poco tiempo sus integrantes pasaron a tener reuniones clandestinas que fueron dando paso a organizaciones cada vez mejor estructuradas.
De un modo totalmente natural Marta y Jorge, que se incorporaron a los grupos que surgieron en sus respectivos colegios, se habían iniciado en un quehacer que debía permanecer públicamente oculto.
El tratamiento del tema en un encuentro de las dos parejas era inevitable.
- ¿Qué hacen ahora los del centro? Le preguntó Juancito a Jorge, fingiendo un aire distraído.
- Nos jodieron, nos tienen marcados, pero nos reunimos igual.
- ¿Dónde?
- A veces en la casa de alguno, si los viejos son pata. Sino en el parque, pero tratamos de evitar que nos vean ahí, podemos llamar la atención.
- Yo que ustedes, me dejaría de joder.
- A vos no te interesa porque tenés todo arreglado. Sos un nene de mamá que no quiere asustar a la señora Magdalena, así que mejor no preguntes. Y no se trata de joder, ellos quieren tener todo controlado, no porque tengan razón, sino por la fuerza. ¿No te das cuenta que nombran a conservadores medio tarados para dirigir las universidades y destruir lo bueno que se pudo haber hecho? Tipos que si tienen alguna idea, está orientada a controlar el pensamiento de los demás -respondió secamente Jorge.
Juancito se sintió más que tocado, desafiado, e instintivamente fue por más.
- Si me explicás bien las cosas hasta puedo ayudar.
- No te imagino colaborando con nosotros.
- Exactamente, de él nadie lo podría sospechar -dijo Marta.
- Sí, su participación podría tener ventajas -agregó Jorge.
- A mí no me cuenten, prefiero vivir tranquila -comentó Isabel.
- ¿Además de armar quilombo que quieren? -preguntó Juancito.
- Que en el colegio no nos sigan persiguiendo con prepotencia ¿Quién eligió a esos milicos de mierda? -contestó Jorge.
- Nadie votó a ese boludo de bigotes y labio partido -dijo Marta.
- Tienen la sartén por el mango -aseguró Isabel.
- Hasta que se les caiga de las manos y se quemen las patas con el aceite-predijo Jorge.
- No se puede contra los fierros... -reflexionó Juancito.
- El tiempo dirá, mientras tanto no es cuestión de quedarse con los brazos cruzados. Miren lo que hicieron los cubanos -incitó Jorge.
- No entiendo de política y no me quiero meter con comunistas -dijo Juancito.
- Entonces no perdamos más el tiempo, hablemos de otra cosa -se indignó Marta.
- No me quise borrar sólo aclarar -agregó Juancito, repentinamente condescendiente.
- Mirá, la cuestión es simple, hace más de diez años que no dejan presentarse al partido Peronista, ni siquiera con otro nombre. Aquí los comunistas son pocos y no cortan ni pinchan, además, siempre miraron todo desde arriba como sobrando. Lo de Cuba puede ser algo diferente y como latinoamericanos nos interesa. Como vos la pasás bien, no te importa que la mayoría esté cada vez peor.
Juancito, que no toleraba los menosprecios, apostó fuerte.
- Te lo acabo de decir, si hay que dar una mano la doy.
- ¿Sabés donde te estás metiendo? -le preguntó Isabel.
- No soy de los que arrugan -contestó terminante Juancito que comenzaba a percibir cierto halo seductor en el asunto. En realidad, él siempre había adherido, superficialmente, al desprecio que su familia experimentaba hacia las gentes humildes. Durante la primera reunión que tuvieron en casa de un compañero, lo tranquilizó comprobar que casi todos eran jóvenes de su clase, algunos de ellos pertenecientes a respetadas familias católicas. Como excepción, reconoció a algún judío de otro colegio y divisó a unos pocos morochos de incierto origen. No obstante sentirse superior, durante su estreno en ese ambiente totalmente ajeno, prefirió guardar discreto silencio. Como jamás se había ocupado de la mayoría de los temas que con vehemencia se discutían, poco entendió, pero percibió claramente que algunos exaltados propiciaban atentados anodinos contra los nuevos funcionarios educativos de la provincia.
En un encuentro posterior decidieron pasar a la acción, efectuar pintadas con leyendas contra la dictadura en lugares estratégicos de la ciudad. Lo harían en horas de la madrugada y en grupos integrados por tres miembros; dos vigilarían las esquinas y el restante escribiría la consigna. Decididos a afrontar el riesgo, alguien propuso manchar con pintura roja y escribir una leyenda en el frente de la casa de uno de los secretarios del ministerio de educación. Se trataba de una persona particularmente odiada por sus conocidas posiciones fascistas, ultra religiosas y sobre todo, por su desprecio al peronismo. Para sorpresa de los que lo conocían, Juancito se ofreció a ejecutar esa tarea arriesgada. Ellos no sabían si la casa tenía custodia. Un placer morboso se apoderó de él, el futuro damnificado era amigo y paciente de su padre, la casa y la familia le eran conocidas. Se aventuraba en un terreno ignoto y excitante, pero, la noche señalada, parecían tener más miedo sus ocasionales cómplices que él. Juancito cumplió su tarea sin vacilar, logró salpicar y dejar la indeleble inscripción roja en el frente de la hermosa casa del barrio elegante de Mendoza, a pocas cuadras de su propio domicilio.
Como era de esperar, el revuelo que provocaron los claros mensajes desparramados por el centro y en la casa del subsecretario de educación, movilizaron a la policía. Grande fue la sorpresa cuando trascendió que la mayoría de los autores eran alumnos del prestigioso colegio jesuita. Tratándose de muchachos pertenecientes a esa clase social, el comisario inspector Morales en persona concurrió a los domicilios y, antes de actuar, habló con los aturdidos progenitores. Estos no podían creer en la verosimilitud de sus afirmaciones que detallaban la responsabilidad de sus hijos. Los pocos sospechosos que no pertenecían a la elite fueron detenidos sin más trámite.
Durante los interrogatorios, no tuvieron que esforzarse demasiado los policías, convenientemente apretados, los conspiradores no dudaron en señalar al responsable de la peor de las felonías cometidas: Juancito. El Dr. Juan Correa debió morigerar su inicial indignación ante la insistencia del policía sobre la confesión de los cómplices y otras pruebas acumuladas. No tuvo más remedio que admitir la posibilidad de que la agresión a su amigo había sido obra de su hijo. Antes de detenerlo, el comisario inspector Morales le permitió hablar a solas con él.
- ¿Qué has hecho? Si es verdad, cosa que no puedo creer, esta vez se te fue la mano.
- Sí, fui yo el que escribió el frente de la casa de los Salazar -contestó impávido, mirando fijamente a los ojos desorbitados de su padre.
- ¿Por qué? Si no te han hecho nada.
- Estuve en una reunión donde se hablaba de la situación del país.
- ¿Con quiénes?
- Compañeros del colegio y algunos de otros secundarios...
- ¿Te metiste en una reunión con peronistas o peor, con zurditos? Lo interrumpió alzando la voz, visiblemente alterado.
- Eran estudiantes de mi edad. Me demostraron que las cosas están mal.
- ¿Qué saben ustedes, mocosos? No vivieron las persecuciones que sufrimos por parte de esos a los que ahora se les ocurre defender.
- La gente está con ellos.
- ¿Qué gente? La negrada. Ahora vas a tener que hacerte cargo, el comisario, como excepción, me dejó hablar con vos antes de llevarte.
Magdalena, que apareció llorosa en el extremo del pasillo que llevaba a los dormitorios, se limitó a mirarlo desde lejos, confundida. La familia jamás había experimentado bochorno semejante.
Lo llevaron a una dependencia del Departamento Central y lo hicieron esperar en una oficina. Amanecía cuando entró un oficial que le tomó declaración. Al preguntarle por los nombres de los participantes en la reunión donde se habían decidido los atentados, optó por callar. Sin inmutarse el interrogador fue claro.
- Mirá bien lo que hacés, pibe -dijo en un tono con reminiscencias paternales, para agregar, alzando un poco la voz y dotando de contundente energía a sus palabras- si no abrís la boca por las buenas lo vas a hacer por las malas, por más viejo influyente que tengas -no debió esforzarse más el policía, pues ante el apremio, murmurando y usando un tono monocorde, nombró Juanito a varios de los asistentes.
- ¿No te olvidás de alguno, quién les dijo lo qué tenían que escribir, había gente más grande?
- Esos éramos, nadie nos habló.
- ¿Decidieron hacer algún chiste más?
- No.
- Andá afuera a esperar, de ahora en adelante, si querés vivir tranquilo, buscate mejores compañías.
Se sentó en la única silla de una pequeña salita. Alrededor de una hora después apareció un agente que lo llevó a un calabozo en los sótanos. La celda era grande y allí estaban casi todos, la mayoría de ellos acostados en camastros y visiblemente golpeados. Era evidente que unos pocos no habían sido objeto de violencia física. Jorge, que tenía moretones en la cara y la espalda, no podía disimular el dolor.
- ¡¡Cómo te dieron!!
- Son unos hijos de puta.
- ¿Qué querían saber?
- No pueden creer que lo hicimos por nuestra propia cuenta.
- ¿Te duele mucho?
Jorge no contestó, cerró los ojos y se acurrucó tendido en el duro lecho. Algunos que tenían contactos con sindicatos o políticos y poseían instrucciones precisas para afrontar ese tipo de situaciones, habían huido a tiempo, estaban escondidos en apartados rincones de la ciudad. Los detenidos fueron liberados en pocos días gracias a los recursos presentados por abogados. La noticia provocó una gran conmoción en los sorprendidos primero, y sumamente irritados luego, conductores del colegio San Ignacio. Los alumnos identificados como cabecillas fueron expulsados. Había habido sospechas respecto a sus inclinaciones ideológicas, pues era pública la influencia que sobre ellos habían ejercido sacerdotes que, respondiendo a consignas del reciente concilio Vaticano II, propugnaban un acercamiento de sus fieles a los sectores desposeídos de la población. Los curas de cuya conducta e ideas se desconfiaba, fueron trasladados a otros destinos, alejados de las aulas. Juancito consiguió algún prestigio entre sus condiscípulos, pero tuvo que sobrellevar un sermón del padre Miguel, además de soportar cierta vigilancia durante un tiempo. Juan y Magdalena que, visiblemente enojados, pretendieron en vano que pidiera disculpas por aquel acto que para ellos no era más que una estupidez vergonzosa; solo lograron medias palabras y confusos motivos, pero no una retractación. Creían que les sobraban razones, pero, dados los antecedentes del reo, parecía un poco tarde pretender un cambio luego de tanta condescendencia brindada a ese hijo problemático. El presunto castigo que concibieron, consistió en un viaje a Buenos Aires para pasar, durante las vacaciones de invierno, quince días en casa de su tía. Un problemático intento para alejarlo de lo que ellos percibían como malas compañías, Marta y Jorge, por ejemplo.
A Jorge le llevó algunas semanas recuperarse de los golpes e insultos recibidos. Su entorno familiar y el de Marta y sus hermanos, contribuyeron al restablecimiento de su ánimo, brindándole la necesaria comprensión y muestras de sincero afecto. Ella no había participado porque su familia no le permitía ausentarse tarde en la noche; mucho menos un día de semana. La experiencia los impulsó a buscar bibliografía, a profundizar sus conocimientos acerca de la historia nacional, sobre todo la referida al último siglo. No les fue demasiado difícil, textos de diversos autores circulaban entre adolescentes y jóvenes universitarios. Casi todos defendían la obra de Perón desde una visión nacionalista pero influida por ideas de izquierda. La brutalidad, la torpeza y los verdaderos intereses que defendía la dictadura, daban lugar, lentamente, a un escenario inimaginable en los tiempos precedentes que se podía constatar en el paulatino acercamiento entre las corrientes estudiantiles progresistas y ciertos sectores sindicales peronistas. Se estaba operando un cambio no menor, vastos sectores sociales que habían integrado la antigua y feroz oposición al ex presidente, comenzaban a confluir con los que siempre habían sido sus partidarios. Los unía un quimérico objetivo, sorprendente, el regreso del líder a la patria y al poder. Es que a pesar de su origen militar y la ideología un tanto confusa de sus partidarios, su figura era la referencia indiscutida de amplias capas populares. Para sus viejos camaradas, las clases de buen pasar económico, ciertos círculos intelectuales y la cúpula eclesiástica, él personificaba a una bestia negra innombrable.
Jorge provenía de una familia que había sufrido persecuciones durante los dos períodos presidenciales de Perón. Eran gente medianamente ilustrada que, en su momento, había aborrecido al ex-general, tanto como a la prepotencia militar que, en esos tiempos, para variar, detentaba el poder. Sin embargo, no encontraban argumentos que convencieran al hijo y su novia del error de esperar una solución de parte de quien, según su mirada, era responsable de la mayoría de los problemas que los agobiaban.
Juancito no necesitaba argumentos, copiando el léxico que usaban sus inquietos compañeros, utilizaba la retórica en boga y repetía, mecánicamente, consignas relativas a una liberación nacional que le servían para ganar prestigio. No perdió su tiempo en buscar sólidos argumentos. Como muchos de los más exaltados tenían un origen social parecido, sus posiciones no llamaban particularmente la atención. Isabel asumía estas extravagancias como un mal pasajero, confiando en que el tiempo apaciguaría la novedosa fogosidad política de su novio. Por lo demás, seguían gozando de un muy buen pasar y sus vidas no mostraban cambios sustanciales. Concurrían al club del que sus familias eran socias desde la generación de sus abuelos, se encontraban con amigos y cenaban en las confiterías de moda como el Jockey, o en restaurantes conocidos. Las preocupaciones de ella pasaban por el arreglo personal o el coordinar las futuras vacaciones en Chile con la familia Correa Laguzzi, para poder disfrutar juntos en Viña del Mar. Con la debida antelación se empeñaba en asegurar su ingreso a la escuela de Bellas Artes pues tenía vocación por la pintura y era una excelente dibujante. Imaginaba un futuro previsible, presentía una existencia carente de mayores sobresaltos junto a un marido exitoso, cuyo derrotero, que no conocería obstáculos serios, le brindaría un buen pasar económico. Le resultaban extrañas y por momentos aburridas, las conversaciones en las cuales Jorge llevaba la voz cantante y Marta lo secundaba. Los amigos de su novio introducían con pasión temas cargados de ideología, o se referían con vehemencia a la realidad que veían, sobre todo desde que Marta colaboraba con un cura que convivía con los pobladores de una villa miseria de la periferia de la ciudad. Los indignaba la extrema pobreza de esa gente, acotaban detalles dolorosos de las carencias que sufrían y el maltrato que debían soportar. Juancito, que solía citar a Jorge en cafés de la ciudad, registraba esos relatos con extrema atención pues le servían de escuela para adiestrarse en el discurso de moda y el manejo de la jerga adecuada. El cine o la música, temas comunes, daban lugar al entusiasmo de los cuatro y, por momentos, levantaban las barreras que parecían contenerlos en mundos diferentes.
Los últimos tramos del colegio secundario fueron cursados sin problemas. Durante ese período, el gobierno militar muy seguro de su poder, no dudaba en vaticinar una duración indefinida a su mandato a pesar de que el descontento general crecía y la intranquilidad de alumnos y trabajadores comenzaba a tomar cuerpo. Las reducidas, esporádicas protestas lucían anodinas. Jorge finalizó sus estudios con excelentes calificaciones y convertido en el líder de los estudiantes políticamente díscolos del colegio de los hermanos jesuitas. Su aspiración era estudiar filosofía, ávido por acceder a ideas que le brindaran la mayor claridad y solidez posibles. Quería estar preparado para entender en profundidad los problemas del hombre y de la sociedad y, de ese modo, tener la mejor perspectiva acerca de las luchas que sentía que debía encarar su generación.
Juancito, visto con desconfianza por muchos de sus compañeros, mantenía una posición expectante en el grupo gracias a su amigo. El padre Miguel, al tanto de la agitación reinante, decidió hablar con aquellos a los que él percibía como más comprometidos. Sin titubeos le agradeció Jorge su preocupación y el empeño puesto, durante los cinco años, en lograr la mejor educación posible para ellos, la camada de nuevos bachilleres a punto de egresar. Pero fue absolutamente sincero, le habló de sus lecturas filosóficas que incluían textos introductorios al pensamiento marxista, y también le mencionó a los autores que expresaban a un peronismo de izquierda que aproximaban las teorías a los conflictos de la época y el país. Él tenía plena conciencia de que el sacerdote debía estar al tanto de su desempeño en las clandestinas luchas estudiantiles y le pareció que de este modo se libraría de los inevitables reproches. Miguel daba por descontada la cultura política de su discípulo, pero lo sorprendió la total incredulidad que había ganado su espíritu, el cuestionamiento que hacía a las bases mismas de la religión que habían sido parte sustancial de su formación. Pensó entonces en la influencia que podía haber ejercido la familia del muchacho. Indudablemente habían elegido el colegio por su prestigioso nivel, no guiados por su devoción. No obstante, y a pesar de sus pocas esperanzas, insistió en la necesidad de la fe, sin ocultar su malestar ante lo que parecía una firme postura.
No lo sorprendieron las ambigüedades y la falta de claras convicciones que exhibía Juancito. Si alguna ilusión respecto a su madurez había tenido, la corta charla que mantuvieron lo deprimió, no eran esos vacuos pensamientos lo que la tan refinada y culta orden esperaba como resultado de la educación que brindaba. Fue una amarga experiencia; el mejor y más ilustrado, el que podría ser un futuro dirigente honesto e íntegro, se apartaba de la iglesia. El otro no parecía abrigar dudas respecto a sus creencias, pero era un confuso y poco convincente arquetipo que de ningún modo disipaba la incertidumbre respecto a los principios que lo guiaban.
En un último esfuerzo que dejaba en claro su particular estima, tuvo el gesto de entregarle personalmente a Jorge su diploma de bachiller en la ceremonia del egreso. En una distinción poco frecuente, Juancito recibió de manos de su padre el documento que acreditaba su nueva condición. El Dr. Correa lo había solicitado con anticipación, quería darle la sorpresa al hijo que seguía sus pasos; pero este no se mostró particularmente conmovido por el gesto, ni durante el acto, ni después en el pequeño corrillo familiar. Si su graduación recibía un trato destacado, su anhelo no era compartir el honor con nadie, así fuera su papá.
Capítulo IIILa Universidad los prepara
Jorge no tuvo inconvenientes en superar el curso de ingreso y encaró las primeras clases en la Facultad con gran entusiasmo y emoción. Por esos días su padre había logrado que fuera admitido como cadete en un diario local. Sin prestar atención a lo magro del sueldo, asumió su tarea con fervor. Lo asombró todo lo nuevo que descubría en la redacción y parecía hecho a la medida de sus sueños. Marta, con indudable vocación por la docencia, ya recibida de maestra normal se inscribió en el Ministerio de Educación provincial. Al año siguiente comenzaría su carrera como suplente en una escuela elemental, al tiempo que cursaría el profesorado en ciencias naturales.
Juancito percibió claramente, en las clases preparatorias, la familiaridad y el trato amistoso. Nadie ignoraba quien era su padre. Su camino en la carrera de grado tenía todos los condimentos de una marcha sin obstáculos y, como era de esperar, se inició sin dificultades. Durante su formación en la academia de bellas artes, Isabel, que percibió que no estaba especialmente dotada como creadora, sin desanimarse, decidió aprovechar los conocimientos que adquiría tanto técnicos, como de relaciones personales. Si bien jamás dejaría de pintar, pues esa afición era parte de su ser, poco a poco fue comprendiendo que podía permanecer en el ambiente que la atraía, volcando sus conocimientos a la tarea de marchante.
En la facultad, recorrida en esos tiempos por un creciente desasosiego, Jorge pronto trabó contacto con los activos círculos estudiantiles opuestos a la dictadura. A pesar de ser un recién ingresado, no tardó mucho en ser distinguido por sus compañeros como un cuadro lúcido. Su interés no tardó en canalizarse participando en una agrupación con inclinaciones trotskistas, disidente del Partido Comunista; allí se discutían constantemente los problemas de la realidad asfixiante que se vivía y, en condiciones de semiclandestinidad, se impartían cursillos de formación teórica. Cuando era posible Marta lo acompañaba, el motivo principal de controversia era la realidad de la clase trabajadora y el papel atribuido a su exiliado líder. Una vez que se sintió seguro, Jorge planteó en voz alta sus dudas en uno de esos encuentros:
- Nosotros queremos estar con los pobres, pero para ellos somos unos mocosos que hablamos un idioma que no entienden, nos sienten como a sapos de otro pozo. A Perón lo reconocieron y siguieron siempre.
- Hacete peronista -gritó alguien, evidentemente fastidiado.
- Compañeros, lo que no debemos es mirar las cosas desde arriba, ignorar lo que en realidad sucede. Necesitamos acercarnos para comprender.
- Perón fue fascista, le contestó otro.
- ¿Y qué venimos a ser nosotros, haciendo lío aquí en la facultad sin que nadie nos de bola? A ver si terminamos como los del cuarenta y cinco, marchando del brazo de la sociedad rural y el embajador yanqui.
La mención a ese indiscutible y doloroso hecho histórico, dio lugar a un breve silencio que fue seguido por controversias. Por un momento imperó la confusión, luego se dispersaron.
En medicina la ebullición política estaba restringida a grupos más chicos. De todos modos, estas disquisiciones terminaban hartando a Juancito que prefería dedicar el tiempo libre a actividades sociales, especialmente conversaciones sobre temas anodinos con alguna llamativa compañera. Para no perder el tren recurría como siempre a Jorge, con quien habitualmente se encontraba. Esas conversaciones lo mantenían ilustrado respecto a los temas de moda. Por otra parte, se daba por descontado que seguiría los pasos de su padre, personaje con tintes autoritarios, ambicioso y trabajador. Usando dosis de descarada prepotencia, el poder económico de la familia de su mujer y sus vínculos sociales, el Dr. Juan Correa había logrado una sólida posición. A poco de contraer matrimonio, se había integrado a una sala de Clínica Médica en el hospital Emilio Civit. Después logró una pasantía en los Estados Unidos, donde perfeccionó sus conocimientos sobre gastroenterología y el manejo de los aparatos que eran novedad por aquellos tiempos. A su regreso y luego de un duro batallar, logró la creación de una sección de la especialidad que, con el tiempo, devendría en la primera sala independiente dedicada a esa materia en la provincia. Su carrera docente en la universidad había contribuido notablemente a este ascenso, pero nunca pudo superar la contrariedad de no haber logrado llegar a ser profesor titular. De todos modos, los éxitos académicos contribuyeron a la difusión de su nombre, lo que le posibilitó tener un creciente número de pacientes en su consulta privada y consolidar su situación económica, de por si desahogada. Paralelamente y gracias a algún trabajo de investigación clínica comenzó a ser conocido en el ambiente de la especialidad. Con mucho esfuerzo y concurriendo a cuanta reunión y congreso se efectuaran, pudo detentar una vocalía en la dirección de la institución rectora que funcionaba en Buenos Aires. Luego, a pesar de que su persona no despertaba demasiadas simpatías y gracias a su acérrima defensa de los derechos de los delegados del interior, fue ganando el apoyo de los colegas de distintas provincias. Con esas herramientas y sustentos llegó primero a la secretaría general nacional y por último a la presidencia del organismo.
Sin obtener notas brillantes Juancito aprobó las materias del primer año. Ese verano, accediendo a los pedidos de sus hijos, las familias de Isabel y Juancito, vacacionaron en Viña del Mar.
Apenas logró Jorge disponer de una semana de licencia en su trabajo, tiempo que aprovecharon con Marta para hacer excursiones de un día a lugares cercanos. Visitaban sitios ligados a las tradiciones regionales y comían en modestas cantinas, donde se permitían gozar del buen vino lugareño mientras soñaban con un futuro compartido. Durante el resto de la estación disfrutaban leyendo textos literarios. Rayuela