La Gringa del Pastor - Miguel Esteva Wurts - E-Book

La Gringa del Pastor E-Book

Miguel Esteva Wurts

0,0

  • Herausgeber: BONART
  • Kategorie: Krimi
  • Sprache: Spanisch
  • Veröffentlichungsjahr: 2020
Beschreibung

La vida es un desastre para Calvo. Ni cómo negarlo. Su chamba, el despacho de abogados, Calvo-Abogados, está a días de desaparecer, de que cierre el changarro, y él de no tener de otra más que escurrirse a ser, otro traje con corbata, otro ladrillo en la pared. Detesta imaginar el regresar a uno de esos despachos corporativos ‒de donde se escabulló, cola entre las patas, cinco años atrás‒ a arrumbarse dentro de un cubículo sin ventana, pantalla con estática, escritorio de utilería, silla ergonómica diseñada para el quiropráctico.  Un cuerpo aparece flotando en el arremedo de rio que corre por entre los Viveros de Coyoacán, hallado por un corredor dominguero que no deja de vomitar y un poli con más ganas de regresar a su torta de chorizo a medio comer, que de hacerla de Guardian de la Bahía. Una viuda, gringa ella, de quien Calvo no se acuerda, y quién esconde su tristeza detrás de un vestido, unos tacones y un perfume que solo sirven para calentar la imaginación, contrata a un investigador que no encuentra. Un pastor, gringo él, tropicalizado hasta aullar "¡mi virgen morena!"; una casa que encierra cucarachas; un viejo abogado que espera la muerte de su esposa enferma como quien espera el sello de la ventanilla 4 de la Dirección General de Pase Usted a la Siguiente Vida, solo para escuchar, uyy no, joven, esas son en la ventanilla 7. Intentando regresar a la vida, Calvo se arrastra sin fijarse en toda la mierda que pisa, en la que se le queda pegada.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Seitenzahl: 463

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.


Ähnliche


La Gringa del Pastor

Primera edición en papel mayo 2020

Edición ePub junio 2020

De la presente edición:

D.R. © Miguel Esteva Wurts

ISBN: 978-607-8636-71-6 (Bonilla Artigas Editores)

ISBN edición digital: 978-607-8636-76-1

Responsables en los procesos editoriales:

Cuidado de la edición: Bonilla Artigas Editores

Formación de interiores: Maria L. Pons

Diseño de la portada: D.C.G. Joelyn G. Medina

Realización del ePub: javierelo

Hecho en México / Printed in Mexico

Todos los Derechos Reservados. Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, la fotocopia o la grabación, sin la previa autorización por escrito de los editores.

El ahogado en Viveros

La botella de plástico azul-aqua se atasca entre las piernas del cadáver. Las piernas flotan abiertas, con rigor mortis de varios días, atascadas entre las raíces de un fresno que crece pegado al agua. Como tomándose una siesta a media tarde, la cabeza del cuerpo ahogado parece interesada en el encabezado de la sección deportiva del Excélsior: “Estadio Azteca pletórico, partido mediocre”. El resto del cuerpo permanece hundido, cubierto bajo una espesa nata de lama. Nada deja ver el blanco-verduzco de la piel del cuello del muerto.

El Tamal no es corredor. Tampoco atleta. No es nada excepto un gordo panzón rondándole a los cincuenta. Cualquier cardiólogo le hubiera aconsejado abstenerse de correr ese lunes por la mañana. Pero se despierta a media noche con una taquicardia rampante, sintiendo una obligación paternal –en plena comida, su hija le soba la panza: eres mi Budita, papito precioso–de bajar la cochinita con la que se atascó ayer en casa del compadre. No vale la pena ni negarlo comadre, le dice, la cochinita que prepara usted se presta para comelitón, chingá. La cosa fue que ni un cardiólogo, ni su esposa, lo vieron salir esa mañana a ejercitarse. Ni uno ni otro aprobaría su repentina decisión. Sus shorts naranja apenas suben, se requiere el uso de la extensión completa del resorte para circunvalar la panza. La camiseta azul de sus Pumas adorados solo sirve para envolver su barriga de esfera navideña. Con poco más de solo-dios-sabe cuántos años de no ejercitarse, su cuerpo se resiente al pasar el letrero –la lápida, piensa– de los cien metros, de los dos mil trescientos metros del circuito de los Viveros de Coyoacán.

Mejor bájale, pinche Usain, se dice a sí mismo. Se cisca cuando siente el dolor. Tranquilo mi Usain, se repite en voz baja, es solo un dolor de caballo. Siente como que su corazón le quema. Se detiene. No mames, güey, ni que fueras el siguiente Bolt, tú tranquilo. Reanuda la marcha caminando a paso mareado sobre la arcilla roja. Al llegar al lugar donde el río corre paralelo a la pista, dobla su cuerpo. Se recarga sobre sus piernas. Ambas pulsan con un agudo dolor muscular. El ardor en su pecho se extiende a las rodillas, a los muslos, a los codos. El cuerpo le quema. Menudo espectáculo vas a dar aquí, pinche Tamal, se maldice. Los demás corredores ni siquiera voltean a verlo. Así, agachado, jalando aire, es cuando percibe el tufo del río.

Las náuseas que siente las atribuye, en un principio, al olor. En realidad, es su cuerpo quien le reclama. Años de solo ejercitar el dedo, cambiándole del partido de sus Pumas a la nfl al American Idol al csi; y de: Vieja, oye, ya que estás allá, tráeme otra Tecate, seas malita. Lo que necesitas, Tamal, es un descanso. Quizá, también expulsar la cochinita que se mece en sus interiores. Nomás no te me vengas a vomitar entre tanta vieja tan buenota, y entre tanto puto tan mamado. La segunda parte de su pensamiento es amargo.

Levanta la cabeza un segundo, observa a unas corredoras vistiendo lycras entalladas. Pasan corriendo junto a unos hombres descamisados. Morones, como si estuvieran en Caleta, no en el pinche frío de la cdmx, musita, mientras siente el ácido gástrico trepándole por la garganta. Baja a la orilla del riachuelo, trata de permanecer oculto de los corredores. Se mueve lento, pisa con cuidado la hiedra rastrera. No te me vayas a tropezar también, Tamal, y además regreses con un brazo roto. Busca un huequito dónde esconderse detrás de los troncos de los fresnos. Aquí por lo menos puedo guacarear en santa paz, decide.

Las cámaras de seguridad de la caseta detectan al Tamal casi de inmediato. El oficial está sentado frente a la pantalla del circuito cerrado. Colgado en la caseta, hay un letrero: Seguridad y Vigilancia-Viveros de Coyoacán. Observa cómo el panzón con la camiseta entallada de los Pumas aparece en uno de los dieciséis recuadros de su pantalla blanco y negro.

–Te toca, mano– le dice al chavo nuevo–. Checa– con su índice, el oficial señala la ubicación de El Tamal.

El chavo nuevo abandona su torta de chorizo a medio morder sobre el papel estraza encima de su escritorio. Cuál Guardian de la Bahía, sale de la caseta, monta la pequeña motoneta Honda. Se dirige al kilómetro dos de la pista de arcilla.

–Es probable que sea uno nuevo– grita el oficial desde dentro de la Caseta. Se queda vigilando, cual buitre, las imágenes en la pantalla y la torta de chorizo abandonada a medio comer.

Cuando empezó a trabajar ahí, unos días antes, se lo advirtió el oficial: Empiezas la chamba justo en plenas semanas de calor, chavo, en plena temporada de Los Maxturbadores. Así lo recibió. Los cerdos se dejan venir con el calor. ¿Entiendes, güey? ¿Se dejan venir? El chavo no le corresponde con risa. Los consuetudinarios ya conocen la ubicación de las cámaras, por eso el oficial supone que el gordito de la cámara catorce, con sus shorts entallados y su camiseta de los Pumas, es un maxturbador novato en los Viveros.

A los corredores les enerva escuchar el claxon de la motoneta detrás de ellos. Un par la hace de tos antes de quitarse. Cuando llega al lugar de los hechos, el chavo ya no ve al Tamal vomitando. Apenas cumplió diez días en la chamba, ya la ha hecho de poli-interruptus a tres parejas en distintas etapas de desnudez: una en el Callejón de los Cedros, a los otros dos en donde los ahuehuetes. Ya también le tocó desbandar a un grupo de chamacos descamisados inhalando bolsas de plástico con pegamento que le gritaban piropos sin el menor sentido a las corredoras que pasaban cerca de ellos.

No se percata de la vomitada en el piso. Solo del sudor frío que empapa la frente del panzón en shorts naranjas en cuclillas detrás de unos arbustos. Percibe el tufo revuelto de cochinita con cerveza, ácido gástrico, todo fermentado, mezclado con la peste del riachuelo. El chavo hace un esfuerzo para no vomitar allí mismo.

–¿Está bien, joven?

El Tamal levanta las manos. Hace la señal en forma de T del futbol americano.

–Tiempito, mi comandante.

El chavo se acuerda de la torta de chorizo a medio comer que lo espera sobre su escritorio.

–Aquí me quedo, usted tranquilo señor–, le dice al de los Pumas. Camina fijándose bien para no pisar nada que vaya a afectar su apetito. No levanta mucho los pies para no arrepentirse luego. Y justo que acabo de bolear mis botas, piensa.

Para no devolver lo que lleva de la torta de chorizo, el chavo levanta la vista al detectar el vómito de diferentes colores, texturas variadas. Desprende la vista del gordo. La levanta, la fija en la botella de cloro azul-aqua atascada en el riachuelo. No mames, ya de por sí huele del nabo, y ahora este cuate aquí vomitando la resaca del fin, piensa. Descansa su mirada en la botella sin fijarse en nada más. Solo nota el zapato que flota detrás de la botella. Nada fuera de lo común; a pesar de la barda, el riachuelo es usado como basurero por los transeúntes de Avenida Universidad.

Bien se lo comentó el oficial, el primer día de la chamba, cuando recorrieron juntos la pista. Carajo, le dijo el oficial, si te platicara de la mierda que hemos encontrado en el pinche río, carteras, bolsas, cascos, muñecas, llantas. El recuento se lo platica como quien recuerda sus mejores pedas. Se detiene en llantas. El oficial se distrae cuando pasan un par de güeras vistiendo unos tops entallados. Admira el contorno final de sus espaldas sudadas. Uta, ya verás, chavo, aquí ves unas viejas que se caen de buenas, güey. Ya verás.

La botella de cloro parece esconderse detrás de unas ramas que flotan a medio riachuelo. El chavo regresa su mirada al gordo en cuclillas. Está en proceso de limpiarse unos últimos gajos de saliva que cuelgan de su boca. –Tenga–. Le pasa una servilleta de papel, de las que el tortero incluyó con la torta de chorizo, de las que guardó sin pensarlo en su bolsa de pantalón.

–A ver si esto le sirve, señor.

El Tamal se arquea de nueva cuenta, lo que provoca que el chavo levante la vista rogando encontrar la botella de plástico azul-aqua.

La semana entera hace el mismo recuento a todo quien lo escucha: Fue cuando vi el cuerpo a medio flotar. Uno de los pies tenía puesto el zapato. El otro estaba descalzo, medio calcetín roído. La cabeza, boca abajo, flotaba en medio de un líquido espumoso, blanco. Desde donde estaba yo parado, ese líquido podía ser cualquier cosa, jabón para lavar trastes, rebaba de aceite de coche, cualquier cosa.

–Necesito ayuda, tengo un 51.

El pequeño walkie talkie alcanza para interrumpir al oficial en la caseta de vigilancia Ya se le puso violento el maxturbador a este güey, piensa el oficial, quien duda entre darle cran a la torta del compañero o lanzarse a ayudarlo. O eso, o se nos puso amoroso con el chavo, con lo ñango que está. Le da una mordida de despedida a la torta de chorizo del chavo. Por haberme interrumpido, razona.

Olvidando sus botas recién boleadas, el chavo se desliza sobre la hiedra rastrera. También olvida al panzón de los shorts naranja guacareando tras el tronco del fresno. Por primera vez desde la ceremonia de graduación del Colegio de Policía, su corazón late a ritmo acelerado. Vientos, piensa, para esto entraste a la fuerza. Orgulloso, sin importarle la mojada, se mete al fango para acercarse al cuerpo.

Al entrar al riachuelo el agua desprende del cuerpo la sección deportiva del periódico que lo cubría. Carajo, es un hombre. Nunca dudé del sexo del muerto, repite toda la semana. No pasa por su cabeza que el cuerpo sea de una mujer. Piensa que solo los hombres son tan imbéciles como para andarse ahogando.

Mientras más se aproxima, más movedizo es el fango. Aunque sucio, el riachuelo no es nada profundo. El agua apenas le llega un poco más abajo de la cintura. Cada paso que da se le complica con el lodo que se acumula en sus botas recién boleadas. Se da cuenta de que el ahogado tiene puesta una camiseta de un equipo de futbol. No reconoce los colores del equipo. Está raro, esta camiseta no es de ningún equipo mexicano ni de La Liga española, piensa. Considera que esto será información relevante. Luego se lo comentaré a quien me pregunte, piensa. Pero nadie lo hace. Nadie le pregunta sus especulaciones.

Limpia el musgo, despega una bolsa de Sabritas de las de 170 gramos que flota encima de la espalda del ahogado. Sobre la espalda, la camiseta tiene la huella de lo que algún día fue un número nueve. El pelo del muerto, verde con el fango, flota en todas direcciones. No se da cuenta, pero el ahogado aferra algo entre sus manos. Viste con esos pants amplios, medio guangos. Negros. Como de portero, piensa, pero no sabe. El zapato que trae puesto es un taco Adidas, sus tres tiras blancas intactas. Sin dudar, el chavo arrastra el cuerpo a la orilla del riachuelo, hacia la pista. Carajo, si seré, hubiera sido más fácil subirlo a la orilla en donde estaba el fresno, más que andarlo arrastrando contra corriente. Pero esto se le ocurre cuando ya está exhausto, sobre todo porque el ahogado es un hombre corpulento, alto, pesado. Me tenía que tocar el defensa central, se queja. Él no es de jugar futbol, son conocimientos adquiridos gracias al fifa 2017 del xBox.

El oficial llega cuando el chavo todavía lucha por sacar al cuerpo tieso, verde, resbaloso. El Tamal ya olvidó su vomitona. Se queda admirando el desembarco del cuerpo. Por lo menos tendré algo que contarle a mi vieja antes de que se me encabrone por haberme venido a correr, piensa.

–Lo debiste haber dejado flotando, se queja el oficial desde la orilla. No quiere ensuciarse–. ¿A ver?, voltéalo... ¡Orales, güey, no mames! Ta bueno el agujerote.

El hoyo negro está cauterizado entre las cejas. No hay nariz. En las noticias de la noche, los tres se enteran de que fue una sola bala la que frió el cerebro del ahogado.

Cruda realidad

Anda güey, voltea. Ignora su propia orden. No se mueve. Sigue acostado de lado. Se queda tieso. La respiración fresca se siente rico, le resbala por la espalda. No, ni madres que me volteo. Menos sin mis lentes. Percibe su propio aliento: pastoso, seco, crudo. Ni comparación con el qué siente deslizar por la espalda. No quiero ver con lo que terminé ayer en la noche, piensa. Cincuenta años, y mi primer one nighter. Venga Calvo, vuelve a ordenarse, date la vuelta. ¿Tienes miedo de que sea un machín? Pero ese pensamiento es pasajero, hasta le parece estúpido. Por lo menos sabemos quién no es, ¿eh? Rocío siempre dormía del lado derecho de la cama. Típico tuyo, piensa, dejarte desde la primera noche. De allí pa’l real con la cantaleta de nomás darle a ella siempre su gusto. Chance fue por eso que terminaron. Pero tú mismo sabes que eso no es cierto, nada tuvo que ver con eso. ¿Crees que no estarías con ella si hubieras impuesto ley, marcado territorio desde el principio como hombre y no cedido esa primera noche? Apenas regresan de la Luna de Miel, se los cuenta a todos en el despacho: es tan adorable, que nuestro primer pleito fue que ella insistió en dormir del lado derecho de la cama. Adorable, no mames, esa fue tu palabra. Adorable. ¿Quién me viera ahora?, piensa, no sin cierto orgullo. Con quien sabe quién durmiendo a mis espaldas, exhalando aire fresco con su aliento. El único bélico aliento es el mío, piensa. No seas puto, ni siquiera te has atrevido a voltear. Anda, Calvo, voltea y ve quién es. Pero no lo hace. No voltea.

Se levanta de la cama sin atreverse a voltear. No se acuerda de nada. No tiene memoria de ese último tramo de la noche. Tampoco ubica sus lentes. No se acuerda si sucedió algo. Nada. Se escurre al baño sin ver. Camina desnudo. Con media erección.

Ni te la cogiste, para prueba, tu erección. Se toca. Duro. Evidencia irrefutable de la falta de acción nocturna, razona, aunque quien sabe. A veces le da la impresión de que sus pensamientos siguen atrapados en primero de prepa, cuando todo giraba alrededor de sexo. Camino al baño, pisa sus jeans, su camiseta, su chamarra de cuero negra, sus zapatos de gamuza, unos panties amarillos con estampado de flores que no son suyos. Por lo menos amanecí encuerado, ¿no? Algo es algo.

Mientras espera a que el agua de la regadera se caliente, la noche le regresa a cuentagotas.

Anda güey, paso por ti. De vez en cuando Neto lo busca para salir. Al teléfono, insiste: anda, Calvo, seas huevón. Carga con más fiaca que de costumbre. Al Neto siempre trata de darle la vuelta. Cualquier excusa para no ser arrastrado dentro de sus planes nocturnos, diurnos u otherwise del Neto. Órale, mi Calvo, nomás nos echamos un taco, una chelita y te retacho a tu madriguera, insiste. Híjole, Neto, no sé, la verdad es que mañana tengo mucha chamba. Aunque esa excusa ni él se la cree. ¿Chamba? Mis huevos, güey. Anda, no seas huevón, Calvo, salir te va a hacer bien. Desde que se separó de Rocío, todos saben lo que le va a hacer bien. Neto insiste. Mira mi Calvo, estoy cerca de tu cantón, te caigo en diez, nos retachamos por un takeshi. Vocabulario de Neto: cantón, takeshi, golfonas, la guaifa. Llega una hora después, con aliento a güisqui, a Camel Lights, con la piocha grasosa del chorizo de bife de la comida de a mediodía.

Van a echar un taco. Un takeshi, pues.

Mi guaifa anda preocupada por ti, mi Calvo. Bueno, ella y yo, pues. Cada martes, cada jueves, Rocío juega dobles de tenis en el club con la esposa de Neto. Bridge lo reservan para los miércoles en la noche. Ahora todos quesque andan preocupados por Calvo. La guaifa de Neto es quien quiere noticias sobre Calvo, es la que le pide a su esposo: Neto, tienes que sacar a pasear a Calvo, ver qué onda con él. Luego le sonsacará el chisme para pasárselo a Rocío. Cual de lavadero, Neto se lanza al interrogatorio. No mames, Calvo, ya nunca te dejas ver, no vas al club, ni a las parties, ni sales de tu cantón, mi man, ¿qué pex? A menos que la andes haciendo de Bruce Wayne y no nos estés diciendo nada a tus viejos cuates. Muestra su dosequis ámbar vacía al mesero. Otra igual, amigo. Calvo se queda pensando. Claro güey, piensa, si Rocío se quedó con la membresía del club, los amigos, la casa ¿dónde chingados quieres verme? Pero se queda callado. Igual que en el divorcio, todo tiene que ser ordenado. Civilizado. Sí, bueno, la chamba, tú sabes, Neto, ya sabes lo complicado de reiniciar una vida nueva, chamba nueva. Cinco años lleva usando la misma cantaleta. Entiendo, mi Calvo, pero no mames, nos tienes bien olvidados a tus viejos cuates. Calvo sonríe. Este me cree más menso... ¿viejos cuates?, viejos cuates mis huevos, que desde que nací cuelgan juntos. Los viejos cuates son los de la universidad, los de la secu y la prepa, no los arrimados esposos de las amigas de mi ex. Neto insiste. Te extrañamos en el tenisito, de veras, güey. Civilizado piensa, civilizado mi culo. Todo es civilizado cuando ella se queda con todo, lo único que quieres es un departamento en la Roma, que nadie te ande fregando, que los días transcurran sin drama barato de telenovela.

Cinco años y cacho tratando de darle vuelta a la tortilla, piensa. Sabe que ha estado estacionado sin poder hacer nada al respecto.

¿Te has preguntado dónde se lavan las manos nuestros cocineros? En una pausa, Neto decide hacerla de Sócrates de Salubridad en voz alta. Calvo respinga. ¿De veras, Neto? ¿Quién eres para andar hablando tales sandeces? ¿Mi ex? Eso mismo se preguntaba Rocío, por eso nunca terminábamos changarreando; siempre acabábamos en lugares con manteles blancos, meseros peinados con goma y una pinche recomendación estampada en la puerta. Así eliminó Rocío la mitad de los lugares que valen la pena en la puta cdmx, pánico a las amibas y al Escherichia coli y a una embarrada de salmonela en la tortilla. Neto ríe. Pinche, Calvo, ¿ves por qué te extrañamos los cuates?

Por mí, que a las amibas y a los demás bichos se los funda la chela, le contesta a Neto. Mece la nueva dosequis medio vacía entre los dedos. Estoy contigo, compa, chóquelas. Neto es de esos que, a partir de la segunda cerveza, todo mundo es compa, para la tercera es el pinche Zabludowsky transmitiendo con su voz nasal, noticias de Rocío, para la cuarta es paciente de Freud buscando diván. Deberías aprovechar, ahora que ya no tienes a Rocío, deberías reconectar con tus novias de la uni, a ver qué sacas, mi Calvo. Calvo respira profundo antes de contestar. A ver, Neto, nomás haz las cuentas: treinta años hace que salí de la facultad. Treinta, Neto. Esas viejas o están casadas o artríticas o les cuelgan las nalgas o las tres cosas a la vez, y seguro andan todas tan fregadas y panzonas como yo. Da otro trago a la dosequis. La neta, Calvo, tuviste suerte con la Rocío, piensa. Nomás mírame, Neto, chécate mi barriga que no la bajo ni aunque tuviera ganas. Levanta dos dedos al pastorero. Te pido otra orden, pero ahora sí, con todo y verduritas y piñita, porfa. Pero Neto insiste. Aprovecha, mi Calvo, que ya no es como antes, ya no tienes guaifa, las de veinticinco quieren a un hombre maduro, así como las viejas quieren hacerla de cougars. Aprovecha y métete al juego, Calvo, de veras, esta vida hay que vivirla. Suena como canción de Emmanuel. ¿Y de qué platicas con una niña de veinticinco, Neto? Ay, no mames, Calvo, ora sí que te la mamaste, las de veinticinco no son para conversar, ¿o quieres que te lo deletree? La caminera y la cuenta, porfa. El mesero se mueve con cara de angustiado alrededor de las mesas. La taquería es un changarro, pero no tanto: aceptan la AmEx Black de Ernesto P. Garzón miembro desde 1985, sin broncas.

¿Qué te parece, eh? Con todo y olorcito a pellejo recién tasajeado, ¿eh? La Suburban negra con ventanas polarizadas, chofer de saco, se perfila en dirección opuesta al departamento de Calvo. Tranquilo, mi Calvo, abrieron en Mesones un antrillo que viene muy recomendado, con todo y viejas de veinticinco queriendo ser merodeadas por güeyes con pancita y experiencia, ¿tú qué crees? Tranquilo, yo invito, güey. Le presume la cartera que viene armada con la AmEx Black. Nomás vamos a terminar la noche como se debe. Luego te regreso a tu baticueva con todo y tu Alfred invisible, y yo de retache con mi guaifa, ¿va?

Calvo piensa en la cruda acumulándose allí, sentado en los pellejos tasajeados de la Suburban. Sufres como si tuvieras chamba mañana, piensa. Si igual te puedes despertar a la hora que sea y vale madres. No tiene clientes, ni casos, ni nada. Cinco años. ¿Así que andas con mucha chamba, mi Calvo? Pinche burra, de regreso al trigo. Ahí vamos, Neto, nos defendemos. ¿Cuántos años ya llevas con tu despacho, mi Calvo? “Mi Calvo”, tus huevos güey. Cinco, Neto, desde que me separé. La conversación se entorpece ahora que Neto no habla de sí mismo.

Calvo sabe que Alan, como todas las mañanas, abrirá la oficina. No hay clientes, solo recibe transeúntes que caen, moscas a la mierda. Recién abierto el despacho, hubo tardes en que se la pasaba contestando preguntas a través de la página de internet. Después llegó la época de vacas flacas, de nada de chamba, de hasta tener que vender la computadora. Ya no le alcanza ni para el porno gratis.

En el antro de Mesones hay columnas dóricas. Catalogadas, las columnas dóricas, dentro de necedades aprendidas por Calvo, en su juventud, en la Enciclopedia de Oro Ilustrada, leídas cuando era pre adolescente, durante horas, en el baño. El lugar se llama El Llanto. El chofer y los asientos de pellejos de la Suburban se estacionan frente a una casa que parece que se está cayendo, pero armada con luces y ruido. Pura pinche vieja que te cagas, vas a ver, mi Calvo. Neto saluda al guarro vestido de negro de la puerta. ¿Qué pasó, mi Charli? Sella la amistad, la entrada, con un billete enrollado en la palma. Tienen un lugar para comer aquí al lado, un hotel arriba, antro en la terraza en el techo, pero te digo, la comida no vale nada. Neto apunta arriba. Este güey seguro piensa que se me olvida que los techos son arriba. Neto grita por encima del bumbum electrónico de la música. Seguro que Rocío me hubiera traído a este lugar. Alguna cenita con alguna pareja, de esas que se quedaron de su lado del campamento, la noche hubiera sido un vodquita, un güisquito, un tequilita, un riojita, entradita, plato fuerte, postrecito, brandi y cafecito, para terminar con el pleito de las tarjetas plateadas. A ver quién tiene el saldo más ilimitado. Eso era antes, ahora solo quiere que todo termine rápido.

Ahora Calvo sabe que la noche entera corre por cuenta del AmEx Black de Neto. Venga, pues.

Deja, ahorita vuelvo. Neto se va, mezclándose dentro de una jauría que comparte camisas blancas desabrochadas, trajes oscuros sin corbatas, relojes caros, zapatos boleados, mismo peinado engomado con las puntas traseras del pelo rebotando a la altura del cuello. Se aferran a sus dieciocho, piensa Calvo, en el bar. Ni te hagas, hasta hace poco hubieras estado dentro de esa manada hablando de política, coches, viajes y viejas. Ahora las luces neón, la música electrónica, lo pegado de la gente, todo le molesta. Como abuelo, todo le causa mareos.

¿Tú qué haces aquí? Le susurra al oído una hembra de melena abundante, piel blanca, aliento fresco. Está sentada a su lado en la barra. Sin poder evitarlo, saliva. Su primera impresión es de, no mames, así sentada y se cae de buena. A pesar de las tres cervezas en la taquería, de una nueva dosequis colgada entre su dedos índice, medio y pulgar, se apena del estado lamentable de sus jeans. Estos jeans llevan semanas enteras de puestas. Siente lo andrajoso de su camiseta sin cuello. ¿Yo? Aquí nomás, ¿tú? No encuentra cómo ocultarse detrás de su chamarra de cuero negro rasgada. No se acuerda de cómo hablar con mujeres. Bueno, mujeres así, como esta, porque vaya que no tiene el mismo problema con la señora del puesto de sopes de la esquina.

Las columnas dóricas bailan incoherentes con las luces. Todo resalta la piel joven de la mujer. ¿Eres amiga de Richie, no? Mantente concentrado, Calvo, mirada arriba, a los ojos, no la bajes, cabrón, no la bajes. Siempre quiso ser como su hijo con las mujeres: pez en el agua. Él, en cambio, siempre había sido de esas ballenas boqueando atascadas en la playa. El Richie llevaba cada novia que Rocío se retorcía de celos. A él le causaban un extraño orgullo paterno.

¿Nomás andas adivinando, cierto? La sonrisa es, o coqueta o tierna. Pero es una sonrisa como para cortarle la circulación a cualquiera, piensa. El recuerdo de Richie lo congela. Le angustia reconocer cómo ha perdido la memoria de la cara, de la voz, de tantas cosas de su hijo. Solo saca la foto de la cartera cuando tiene ganas de platicarle. De acordarse. O de llorar, pues.

¿Qué haces aquí? La voz le llega por encima del ruido de la música, pero el aliento de ella se cuela, acelera todo. ¿No tienes ni puta idea de quién soy, cierto? Ella vuelve a sonreír. Deja en claro que no importa. Tampoco le importa que Calvo se quede cual perro jadeando, admirando sus piernas largas. Calvo reconoce que están de no mames los jeans entallados.

Eres amiga de Richie, ¿no? Repite respuesta, sonrisa, cara de pendejo. Típica aminovia de Richie: poder de hembra, pelo esponjado, olor a perfume caro, jeans embarrados, piernas largas; de las que seguro tienen algún posgrado en algo. Tienes que empezar a sentar cabeza, hijo, no puedes nomás flotar de flor en flor como abeja. Rocío odiaba que las novias que traía Richie a la casa parecieran todas cortadas con la misma tijera. El séquito de amigas provenía del mismo molde: aventadas, atrevidas, modernas, inteligentes, cuerpos esculpidos por el mismísimo Hefner. En cambio, hasta antes de que llegara Rocío, las novias de Calvo habían sido cautas, tímidas, cuerpos de Rubens, morales aprobadas por el maldito Vaticano.

Anda, te invito algo. Calvo invita. Se acuerda de que la única tarjeta en su cartera es una del Blockbuster, el que quedaba en la esquina, en el local que ahora es un Oxxo. Chavo, te pido un Steve Mcqueen bien cargadito, pide ella. Yo otra dosequis, pide él. ¿Por qué será que le ponen nombres de actores gringos muertos a las bebidas? Ella lo ve sin entender. Busca el momento para sacarle lana a Neto, nomás para pagar los tragos. Para beber, ella se levanta del banco. Con los tacones, la melena, ella le saca mínimo media cabeza. Mínimo. Él se queda sentado. Ombligo a la altura de los ojos. Levanta la copa en agradecimiento, ella habla sin que él distinga una sola palabra de lo que dice. Calvo asiente durante sus pausas para que ella crea que le sigue la conversación: Ajá, claro, sí, le dice en cada pausa. Se ríe sola, sacude su pelambre expidiendo el Carolina Herrera que lo trae confundido, cuál mosca en perrera. Como estocada mortal, toca con su mano libre el brazo derecho de Calvo. Cada movimiento le confirma lo que su entrepierna ya sabe, que esta mujer es justo de su tipo. Es de tu tipo porque aún no estás en una caja en el cementerio Francés, güey, piensa.

¿Con quién vienes? Interrumpe el monólogo de la mujer. Ella apunta en dirección a la oscuridad del bar como que buscando a alguien. Termina en carcajada. No, con nadie en particular. Con unos amigos, pues, pero no importa, en realidad vengo sola. Luego me gusta venirme sola. Carcajada.

Después de otra ronda, lo jala hacia ella. Tengo hambre. Se lo dice cerquita al oído. Calvo la escucha como si le estuvieran revelando el misterio de Juan Diego. Las palabras circulan lento hacia Calvo, lo penetran como en una lamida rápida, tímida. Órale pues, te sigo, donde tú digas. El problema es que siente que los tacos pelean por espacio en su estómago con las dosequis. No me cabe ni una cucharada de consomé, carajo. Ella lo toma de la mano, lo arrastra hacia la puerta de salida, no le da opciones: Vámonos. El otro problema es que tampoco trae coche. El otro problema es que ni dinero.

No puede evitar la cara de susto al sacar la cartera. Carcajada. Tu tranquilo. No te preocupes. Sin broncas ¿eh? Después de todas las que me pagó el Richie, yo me encargo de esta, ya luego veo cómo me las pagas. Carcajada. Como sin querer, le da un beso en el cachete. Aparte, esta tarjeta la sigue pagando el arqui Aznar, ¿ves?, y ya me lo tengo acostumbrado. Calvo es quien ahora se ríe, le cae el veinte de que lleva una hora hablando con Raquel Aznar, hija del pedante arquitecto Héctor Aznar, de su acartonada esposa, Lucía Aznar. De los conocidos de toda la vida, ahora, bien apoltronados en el campamento de Rocío. Quién ríe al último, ¿eh? Se imagina llegando a casa del arquitecto, agarrado de la mano de Raquel: Compermisito, mi Arqui, subo con su hija para una encerrona. Oiga, que Lucía mañana tempranito nos suba unos huevitos revueltos con chorizo porque siempre amanezco con mucha hambre después de una noche de desfogue, ¿me entiende?

Se despide desde lejos del Neto quien lo ve con cara de: Ya ves qué fácil es, pendejo. Mira qué buena vieja trae ese güey. Sale del bar con Raquel colgada del brazo, las miradas de todos enfocados en esos jeans entallados. Desde antes de que se separara de Rocío, bueno, desde lo de Richie, Calvo no ha sentido ni ganas, ni orgullo, ni ni madres. Aún bajo las luces de neón que explotan dentro del bar, admira lo que su hijo veía. Estarías ciego si no lo vieras, piensa. Ella camina segura en sus enormes tacones, inclinándosele al oído para platicarle, dejando que el Carolina Herrera flote entre ellos como ofrenda. Invita, promete, ofrece, el maldito perfume.

¿Quieres que yo maneje? Si ella no está en condiciones, menos tú. Ella queda detrás del volante. El Fiat 500 verde limón se desplaza por las calles plagadas de basura del centro de la ciudad. Manejas como Senna, le dice, pero ella no entiende. Abierto las veinticuatro horas, promesa en la entrada del Vips de Polanco. Adentro, acostumbra sus ojos a las sillas de plástico anaranjadas, a la luz blanca de hotel de avenida Tlalpan, a los menús plastificados. Mi color de enfermo terminal saldrá a relucir con esta luz, piensa. Raquel pide un sandwich de pavo, Calvo la última dosequis, la del estribo, la de esta y nos vamos. Termina siendo la de ¿por qué chingados me la bebí? Pero solo se da cuenta cuando se levanta a mear. Camina tambaleándose.

Ya sentados, ella sigue con su diatriba: O sea, neta, o sea, no sabes, el cabrón del arqui, mi jefe en la oficina, no mi jefe, me tiene arrinconada, todo el tiempo quesque me anda invitando una copa, o dice anda, vamos a cenar con unos clientes, ya sabes, pseudoclientes que vienen de donde sea y resulta que nunca llegan y terminamos cenando solos y la cosa es que siempre termina platicándome de su mujer y él quesque se tiene que ir, que la mujer no lo entiende, que su matrimonio está de la verga, su vieja gorda, quesque ya no es la de antes, pero aun así, ya sabes, siempre se me embarra o resulta que tiene que estar en el archivo del despacho al mismo tiempo que yo y la manga del muerto y neta, neta, ya no sé qué hacer, le dije que para la próxima le digo a su mujer, pero la chamba es buena, es interesante y no consigo algo igual por el mismo sueldo, eso sí, ya sabes, la foto de sus tres mocosos en su despacho y una con su mujer el día que se casaron, aparte, neta, podría ser mi papá de lo pinche viejo que está, y neta, para trabajar con arquitectos ruquetes, mejor me voy al despacho de mi jefe. Neta.

Muerde el sándwich de pavo con coraje.

Supongo que tan viejo como yo, ¿no? Calvo abre los ojos tanto como se lo permite la madrugada. Ay, no seas bobo, tú no estás viejo, no como ellos. Él supone que se refiere a su jefe, o al pedante arquitecto Aznar, o a ambos. ¿Cómo están tus papás, por cierto? Hace años que no los veo, no desde que me salí del despacho, pues. Entre mordidas al sandwich, ella respinga. O sea, neta, si te pones a hablar de pendejadas me voy, ¿eh? Le contesta en serio, con voz de guasa, con su sándwich a medio comer entre sus manos. La verdad es que me vale madres el estado actual del arqui Aznar y de su esposa, confiesa Calvo. Ella se ríe, tapándose la boca con la servilleta de papel. Hasta en eso es perfecta.

Se fija en la boca de Raquel, lo delgado de sus labios, lo bien maquillados. Toda la noche fijándose en ella, el trasero redondo envuelto en sus jeans a la perfección, en sus brazos, en su pelo, pero la boca la tenía olvidada. Hace años que no estabas con una mujer, piensa. No mames, dices mujer como si tuviera más de veinticinco. Vil escuincla y amiga de Richie, pa’ colmo, piensa.

Por eso, después de que lo despierta la respiración en la espalda, después de que se quita la lagaña del ojo para abrirlo, de buscar sus lentes –los que siempre deja en el buró al lado de su cama junto a la lámpara–sin encontrarlos, de haber caminado desnudo, erección incluida, a bañarse, después de darse cuenta de que traía una jaqueca que lo estaba crucificando, rogando por que el mismísimo San Pedro lo llamara de una vez por todas, de sentir las primeras gotas frías de la regadera chocando contra su espalda, después de todo eso, fue cuando se dio cuenta de que era Raquel Aznar quien le había respirado esa mañana en la espalda. No mames, Calvo, te trajiste a Raquel Aznar para tu one nighter, aunque estaría mejor que te acordaras si la besaste, si te la cogiste, si terminaron haciendo algo más que tumbarse cual gansos en la cama. Pero ni el Carolina Herrera que aun trae enroscado en el pelo le ayuda a sacudirle la memoria.

Luego llega la náusea, las innegables ganas de desembuchar el contenido completo de su estómago en el piso de la regadera. Estás cual vieja en el primer trimestre de embarazo, Calvo, piensa.

También se acuerda de que es martes o miércoles, que tiene que ir en algún momento del día a, cuando menos, presentarse en el despacho. En su propio despacho.

Gringa de pastor

¿Todavía lo haces, no, Calvo? Acostarte con la ilusión de soñar con alguna mujer, que el sueño se desvíe, que se convierta en uno húmedo, de adolescente. Me cae que a estas alturas uno ya no es exigente en sus sueños, piensa, cualquier mujer que cumpla con el propósito sirve, vale bolillo si es la gorda del puesto de frutas de la esquina o su hija cacariza. Vale madres si el pinche Morfeo me tilda de machista. Extraña esos sueños. Cada gota de agua fría de la regadera lo despabila, pero igual, le desinfla la erección. Le parece inconcebible que Raquel Aznar esté acostada en su cama. Tengo que arreglar ese maldito boiler bipolar, piensa. El calentador de agua maneja sus propios ritmos, sus propios tiempos, sus propias expectativas. A pesar de sus esperanzas, lo único que encuentra cuando sale del baño, toalla en cintura, es un papel con un número de teléfono, el Carolina Herrera impregnado en la almohada. Está solo. Tú tranquilo, Calvo, no se ve raro que pegues la nariz en la almohada. Duda entre guardar la nota con el número para acordarse de una noche que tiene borrada, o tratar de memorizar el número. ¿Cuándo te has acordado de un número, Calvo? Hablar o no hablar, ahí estará el dilema, piensa.

La camiseta tirada en el piso hiede: cigarro, sudor, taco al pastor, cerveza, un ligero dejo de Carolina Herrera. Escarbando dentro de su canasto de ropa sucia, se siente en un capítulo de I Love Lucy, en busca de la camisa con mejores posibilidades. A la camisa elegida le aplica desodorante en aerosol. Camino a su oficina, recuerda los primeros días de su independencia, cuando la quería hacer de tarahumara, caminando diario a su nuevo despacho. Ahora solo se fija que el Metrobús al que se trepa no sea de los que se desvían en Xola. Colgado del tubo metálico, cierra los ojos buscando cualquier imagen de lo acontecido anoche con Raquel. Trata de ignorar el olor a metal, a grasa, al diesel quemado que se filtra por las ventanas. Después del Vips de anoche, las fotografías mentales son difusas, esparcidas, muy poco específicas. Ni una sola de ella desnuda. No mames, piensa, tu única escapada en treinta años y ni una imagen, ni un recuerdo desfundándola de sus jeans entallados, ni un recuerdo de ese culo, nada. La única escena que le llega con cierta claridad es de él mismo desplomándose cual bulto sobre la cama. Por lo menos, no devolví los tacos. Si no se acordaba de detalles, menos de sentir la piel de Raquel. El anuncio en la pantalla del Metrobús se burla: “Si eres hombre de entre cuarenta y lo que queda, y andas preocupado con tu actuación con tu dama, entonces levántala con Viagra”. Advertencia con voz acelerada: “Si la erección dura más de cuatro horas, consulta a tu médico. Aliméntate sanamente. Come frutas y verduras”. ¿Habrá durado más de cuatro horas su erección de la mañana? Tampoco es que se acuerde de que ella le hubiera dado una pastilla azul. Nel, Calvo, concluye, no ingeriste nada aparte de las chelas y de los tacos. ¿Cómo habrá sido mi actuación? La amargura de no acordarse se le enreda. “Y si te preocupa tu actuación”, taladra la voz viril de la pantalla. Y si te preocupa tu actuación... Qué gachos, piensa, cinco años de dormir solo, veinti-lo-que-sea de dormir con la misma y única mujer, ¿cómo no voy a preocuparme por mi actuación? Las dudas se acumulan. ¿Habré adorado sus tetas lo suficiente antes de bajarme cual perro? ¿Habré lamido el clítoris o desperdicié mi tiempo en algún otro punto sin atinarle? ¿Todo en perfecto funcionamiento? ¿Rigidez adecuada? ¿Tiempo adecuado? ¿Raquel gritó satisfecha o en desesperación? Tranquilo, Calvo, si es que actuaste, seguro no estuvo tan del nabo, ahí tienes el papelito con el número de teléfono en la cartera. Pero igual siente rabia de no acordarse.

Llega tarde a la oficina. No como al comienzo de Calvo Abogados. Al arranque, diario a las ocho y media en punto. Cuál Príncipe de Gales. Todo era: ¡Venga, campeón, tú puedes, vamos! Oficina propia, comienzo nuevo. Era sentarse a esperar ver redituar las promesas de lengua de colegas, de amigos, de clientes, esos que le aseguraban: Tú tranquilo, Calvo, tú te independizas y te mandamos nuestro trabajo; sin broncas, amigo, te pasamos la cartera completa; trabajo no te faltara; por mis huevos que yo me encargo de pasarte chamba, pos para eso son los cuates, ¿o no? La MacBook costó un huevo. Sin bronca, tú vas a ver que se paga sola. Fantaseó de cómo, con su laptop, trabajaría desde cualquier sitio: el Starbucks de la esquina, el parque, su depa. Tardes enteras esbozando perfiles para potenciales asistentes, pasantes, futuros socios, secretarias. A ver, señorita, dígame, ¿cómo se ve usted dentro de diez años? Mamadas de preguntas así, sacadas de algún sitio de auto ayuda. Cuando en el primer mes tuvo su primer caso, le dio para soñar. Pero la mata aflojó para el segundo mes, para el tercero ya está tan seca como la Madre Teresa. Ni quién le devuelva llamadas ni correos, ni lo busquen ni nada. Ni clientes, ni casos, ni las putas moscas se paran en el despacho. Al final, remata la MacBook para solventar la renta, pagar el sueldo de Alan. ­

–Buenos y gloriosos, mi Lic., ¿todo marcha?

–Buenas, Alan, todo marcha, ¿alguna novedad en el frente?

–No, solo aquí dándole que le doy, mi Lic.

–Bueno pues, a chambearle que no nos queda de otra.

–Así es, mi Lic., no queda de otra.

El mismo intercambio diario. Alan Duque lo sigue cual perro cuando se escinde de Abate Duarte & Brokmann. No, Alan, por mi quédate con ellos, deja nomás que me establezca, echo yo a volar el despacho y vea qué onda con tus prestaciones y demás. ¿Cómo cree, mi Lic? Usted y yo, yo y usted juntos, como los del Titanic, mi Lic. Alan no es el más atinado para las analogías. Nunca dudó en poder crecer el despacho, pero ahora rasca por donde sea para sacar lo del mes. Fiel cual xolo, ahora Alan dedica sus mañanas a la lectura del Esto. Siempre lo aguarda sentado en su escritorio, en el espacio asignado como recepción. Al principio, cada mañana era un calvario con sus subsecuentes flagelaciones: De veras, Calvo, ¿por qué chingados no alquilaste muebles? ¿Qué necesidad de hincar la lana en el escritorio y en las sillas de cuero? Remata todo para sobrevivir el segundo año. Por lo menos, ya no me deprime tanto el mobiliario actual, piensa. Inventario actual de Calvo Abogados: escritorio de metal galvanizado-marca desconocida; silla fija de patas de madera imposible de mover sin rasgar el tapete; dicho tapete verde oscuro con cuatro manchas burocráticas de cebolla; silla de cuatro rueditas, una de las cuales no rueda; en recepción: juego de silla con mesa, disparejas, de madera aglomerada, acabado café obscuro. Es donde se sienta Alan, mirada clavada en las páginas color sepia de su Esto.

En sus sueños casi orgásmicos del comienzo, Calvo visualiza a su recepcionista: elegante, ejecutiva, falda ajustada, sonrisa conocedora, lentes de armazón, pluma, cuaderno en mano siempre lista para el dictado, buena para captar el doble sentido, buena para el Word. En esa comparativa, sabe que el buen Alan sale muy mal parado. Aparte de leer su Esto, el recepcionista/secretaria/pasante/confidente de Calvo Abogados también lee su revista Vaquero, dormita, prepara café, va por las tortas, pero más que nada, soporta las quejas telefónicas de su mujer. Hoy tocó el Ovaciones, mi Lic., dizque al de la esquina se le agotó el Esto, ¿usted cree?

–¿Hace calor, eh, Alan?

Manchas de sudor en la camisa azul cielo de Alan. Recién inaugurado Calvo Abogados, cuando piensa que es inminente la visita al despacho de clientes importantes, de esos de compañías transnacionales, esas humedades lo sacan de quicio. La última visita de un cliente al despacho fue hace más de tres semanas, antes del calor. Aparte, ese cliente fue Sergio Flores, el de la tapicería del piso de abajo, su terrateniente, cuate del Alan. Quién convenció a Sergio Flores de iniciar su litigio fue Alan, por eso Calvo ya no se queja.

Alan ve de reojo el reloj de pared del despacho. Once con trece aeme. Trata de convencerse. Con tal de que le tenga el cheque de quincena a mi vieja, los horarios del jefe no son de mi incumbencia, razona. Tampoco me importa que el jefe huela a cerveza, pero mejor eso no se lo platico a mi vieja. Dile, Alan, dile a tu jefecito ese que tanto quieres, que ya toca aumento. Ella lleva tiempo con la cantaleta. Es justo, Alan, tú trajiste lo de la tapicería. Ok, vieja. No me des el avión así, que con eso no comemos, ¿eh? Ok, vieja. ¿Ya ves a dónde te lleva el orgullo, Alan, a contarle a tu vieja del pleito del tapicero? La mayor parte de la gestión ante el juzgado la llevó Alan.

Recién mudados, Calvo mandó instalar el rótulo “Calvo Abogados” en la puerta de cristal biselado que separa su despacho de la recepción. Se ve muy bien, jefe. Pelear por la justicia, Alan, eso fue para lo que estudié derecho, son cosas que luego se olvida uno, Alan. Claro que ahora lleva gestiones administrativas de quien se atreva entrar por su puerta de cristal biselado.

–¿Cubana y Esprai, jefe?

Alan lo despierta. Una con treinta, hora de la torta de a mediodía. No es la primera vez que lo pesca dormido, sobre su escritorio, cabeza recargada sobre el pecho, brazos colgados a los costados. La dignidad se olvida con la puerta cerrada.

–Sí, Alan, cubana, pero me quedo con el café.

El café está más diluido cada día. Alan prepara el café como primer asunto del día. El de hoy deja ver el fondo de una taza sedimentada con varios niveles residuales de cafés pasados. Las primeras veces tan malos hábitos de limpieza causaron roces. No manches, Alan, hay que lavar mejor las tazas. Ahora es una cosa más que ya no importa tanto. Como el ver los expedientes en capas encima de su escritorio. Algunas mañanas le entran ansias por estudiar sus casos. Pero no hay uno que valga el esfuerzo de abrirlo, ni que genere una factura que mantenga en números negros a Calvo Abogados por más de una semana. Con desidia ve el expediente de Tapicería Flores. El sello de “Favorable” estampado por Alan cubre el frente del fólder manila. ¿Qué le cobro a mi terrateniente y vecino por el caso? Fue una demanda en contra de su proveedor de telas porque resultó que una lona que compró llegó infestada de polilla que se esparció por el resto de las telas, invadiendo los muebles de madera en la tapicería. Aparte de eso, es cuestión de meses para que Calvo Abogados se declare en quiebra. Si ya de por sí andas de Godínez, peor cuando tengas que aceptar el trabajo que se desparrame del escritorio de algún abogado junior con buenas conexiones de algún despacho grande. La imagen de tener que arrastrarse, cola entre las patas para pedir trabajo, le provoca pesadillas. Trata de ubicar el último párrafo leído de su novela, con el que se quedó dormido.

Anda, mi Calvo, vente con nosotros. Durante los tacos de ayer en la noche, Neto se lo propone apenas muerde el primer taco, mientras desprende un perejil enraizado entre el colmillo, el incisivo, los labios, con la uña de su dedo índice. Si te vienes con nosotros, te recomiendo con los de R.H. para que pongamos a parir chayotes al Roberto. Neto se columpia sobre la silla metálica. No puede contenerse para presumir: ¿creerás que me ascendieron la semana pasada? Subdirector Jurídico de Toledo Industrial Manufacturing Co., ¿te la crees? Wow, Neto, increíble... que después de quince años de trabajar de sol a sol en la misma empresa, y de haber lamido cuanto culo se te ponía enfrente, te hayan dado el puesto. Pero solo se limita a felicitarlo, que bueno Neto, me alegro por ti, muchas felicidades. Claro, mi Calvo, por el momento me sigo apoyado con los de Abate Duarte & Brokmann, pero está dentro de mi capacidad tener apoyo interno, güey. Como si Roberto Abate te fuera a dejar, piensa Calvo. Pero igual, solo responde, gracias, Neto, te lo agradezco de verdad, pero de veras ando con chamba hasta el cogote. Está seguro de no querer regresar a horarios ni quincenas. Menos de trabajar con Neto

El problema es que Calvo Abogados apenas genera para pagarle el sueldo a Alan. Ya despierto, despabilado, esperando el regreso de Alan con la torta, da vueltas a su taza, se fija en las gotas de grasa que sueltan los granos de café. Cualquier cosa con tal de no trabajar en los expedientes. Intenta regresar la novela a su portafolio desvencijado, pero se queda con ella para más tarde. El portafolio fue un regalo de Rocío: “Para mi socio”, decía la nota. Se lo regaló con esa sonrisa de cuerpo entero que lo derretía. Acéptalo, Calvo, tu ex te sigue derritiendo. El regalo es de cuando lo invitaron a ser socio en Abate Duarte & Brokmann. Ahora, los goznes y cierres metálicos del portafolio están despellejados, oxidados. Las esquinas de cuero, negras, desgastadas, evidencian el cúmulo de años, el maltrato sufrido, las travesías compartidas: juzgados, visitas a clientes, vuelos, viajes, expedientes que inflaban el portafolio cual ganado de engorda, casos llevados a la casa para trabajarlos en el silencio de su familia dormida.

Ahora el portafolio transporta novelas, dos plumas, un lapicero rojo.

Quizá fue por el click que hace el portafolio al abrirse. Quizá porque sus oídos ya no son los de antes o porque ya está acostumbrado a las entradas ruidosas de Alan, el caso es que Calvo no escucha cuando la puerta principal del despacho se abre. Quizá, también porque Maggie Singer no quiere ser escuchada, desea no ser vista. A Maggie Singer le da pena ser vista en Calvo Abogados.

Toca con los nudillos la puerta de cristal. Calvo ya no se enoja, pero por mucho tiempo fue: ¡Si ya sabes que tú nomás entra y me pasas la torta! Ahora solo grita: Adelante. No suelta la novela hasta que le llega el olor a Chanel No. 5.

Guantes de seda negros hasta el codo, vestido negro hasta las rodillas, pegado; mascada de seda negra, tacones Louboutin que taladran el tapete. Como si fuera la Astor entrando donde Sam Spade. Solo me hace falta ver a Louis Armstrong cantando en la esquina para creérmela, piensa. El poder del Tylenol matutino en retroceso, la cruda regresa a cachitos. Estás soñando, Calvo, ojalá se convierta en un sueño de adolescente. Pero el olor del Chanel No. 5 no pertenece a sus sueños.

–Disculpe, ¿interrumpo algo?

Suena como pregunta o como afirmación. Todo al mismo tiempo. El castellano es entrecortado, agringado, irresistible. Calvo se endereza, se limpia la garganta, baja sus zapatos del escritorio.

–¿Cómo cree? Pásele, por favor, pásele –los ojos clavados en el ondular del vestido negro que parece adherido al cuerpo–. Dígame usted, aquí estoy para servirle.

Tiene la voz todavía empalagada, seca, pastosa. ¿Dónde están las mentas cuando las necesitas?, piensa.

Los Louboutin esquivan los expedientes desperdigados en el piso. Espero que el tiradero dé la impresión de que es una oficina inundada de trabajo, piensa Calvo. Se levanta para recibirla. Batalla con el cosquilleo de la sangre que entra a chorros de regreso a su pierna izquierda. Trata de no trastabillar, pero se siente Gollum quitando el portafolio de la silla.

–Siéntese, por favor.

Con la pierna dormida, cosquilleando, trata de no dar la impresión de que se abrirá la gabardina para revelar sus miserias. Solo falta que diga: siéntese my precious, se frote las manos, salive.

Ella sonríe, apenada. Bien, Calvo, ya la apenaste.

–Gracias.

Así nomás, sin otra palabra, se da la media vuelta, se encamina de regreso a la puerta.

–Creo que ha sido un error de mi parte venir con usted –dice al llegar a la puerta–, veo que está demasiado ocupado. El fin, creo que mi caso no es para alguien como usted.

–¿Cómo cree? –respinga, en un tono más desesperado–. Si para eso estoy, para ayudar.

Ya no está para no andar rogando.

–Creo que lo que necesito es un investigador, no un abogado–. Se detiene, espera de pie a que Calvo le abra la puerta para salir, como si por tocar la manija se convirtiera en parte de esa oficina tan olvidada de la mano de Dios. –Y como investigador, no sé –concluye ella–veo que usted ni me ha reconocido.

Calvo agradece la oportunidad de estudiarla con calma, absorbiendo como bestia encelada el Chanel No. 5, el vestido, el tacón. Tal vez sin la cruda la reconocería, piensa. Pero no tiene ni idea. Gringas, solo de mi época en Abate, Duarte & Brockman. En su cabeza, le da vueltas a las gringas esposas de los clientes, las ejecutivas con las que lidiaba, ¿en quién más? Así que, quitado de la pena, la observa. Carajo, ¿cómo es que no tengo recuerdos de ella? Segunda mujer en menos de veinticuatro horas a la que no reconozco.

–En una cena, mi marido me dijo que si tenía algún problema viniera con usted, que confiaba en usted como abogado, pero más como persona. Pero ahora no sé si mi problema sea para alguien como usted–. Se lo dice lento, como si tuviera que pensar en cada una de sus palabras.

–¿Y me quiere decir cuál es el problema?

Se siente como de consultorio del psiquiatra. Respira al ver que ella regresa. Lento, pero regresa. Suspira cansada, se sienta. Calvo aspira tranquilo cuando ella se sienta, rogando que la silla no ceda ante el peso. Ella saca un pañuelo bordado blanco de su Fendi de piel negra, con pendientes de oro. Esa bolsa saca a flote a Calvo Abogados por lo menos un par de meses, imagina Calvo. Él se sienta en la esquina de su escritorio de metal galvanizado. Apúrate, Calvo, ubica a la gringa. Entre más piensa, más se le cierra la memoria. Ella aprieta la mandíbula.

La mirada de Calvo recorre detalles. Un dije cuelga en el escote, una cadena con una cruz de oro, muy sencilla. Tane, por supuesto, la misma que le regalé a Rocío en algún momento. Por alguna razón, se acuerda de las palabras de la vendedora en la joyería: Oro macizo, si nomás cárguela, se siente. El reloj es un Bulgari más común, más corriente, de los que se compran hasta en el Duty Free del Aeropuerto Internacional Benito Juárez.

Estos son los apuntes mentales de Calvo: Piel blanca, mejillas con un tinte rojizo, como quien se la vive ruborizado. Delgada pero no en extremo, seguro hace ejercicio, dietas, yoga. Hasta allí con los apuntes. Para él, para sus estándares actuales, caminar a la tortillería constituye ejercicio. El vestido negro cubre un poco más abajo de las rodillas, los dobleces planchados de su saco negro dan la impresión de que es de muy reciente adquisición.

–Soy Maggie Singer– le comunica, cansada de andar jugando a las adivinanzas –y mi esposo me recomendó que viniera con usted si alguna vez tenía un problema en México. Aquí estoy.

Calvo recuerda el sonido que hacían los veintes al caer dentro de los teléfonos públicos.

Leyó con nostalgia el caso de Bobbie Singer en el periódico. Encontraron el cuerpo ahogado en el miserable riachuelo que corre en los Viveros, cubierto de lama, calzando un solo zapato, asesinado de un solo balazo, nariz calcinada. Los encabezados son distintos, pero todos dicen lo mismo: Obra del narco. Otro narco-secuestro y asesinato en la ciudad. Otra vez el narco que no respeta ni credo ni nacionalidad. Antes había salido la noticia de su desaparición, se habló de un secuestro. Uno más en la ciudad. Pasaron varios días antes de que Maggie fuera a la embajada norteamericana a reportar que su esposo no daba señales de vida, que no contesta ni sus textos ni llamadas telefónicas, que llevaba días ausente del templo. ¿Cuándo acabará la violencia en el país? La embajada gringa sentencia: Exigimos justicia para un ciudadano norteamericano. Necesitamos… No. No necesitamos. Exigimos, vocifera la embajada, exigimos saber el momento exacto en que estos bandidos, estos bandoleros, pidan el rescate. Exigimos tranquilidad para los norteamericanos en México. Los Marines invadirán México, se murmura. Pero no sucede nada, los días pasan, las exigencias se convierten en pláticas. Para cuando las autoridades mexicanas abren el caso del secuestrado, se encuentra el cuerpo flotando panza abajo en el arroyo de los Viveros de Coyoacán.