Una ciudad  más sucia,  más gris,  más necia - Miguel Esteva Wurts - E-Book

Una ciudad más sucia, más gris, más necia E-Book

Miguel Esteva Wurts

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  • Herausgeber: BONART
  • Kategorie: Krimi
  • Sprache: Spanisch
  • Veröffentlichungsjahr: 2020
Beschreibung

La ciudad es necia, no pide disculpas.  No se las pide a la mujer, pronta a convertirse en otro cadáver citadino, mientras cae desde el piso once de una torre en Polanco, enfrascada en lo que, sin lugar a dudas, son demasiados pensamientos para una caída tan libre.  Ni tampoco se las pide a la niña de nueve años que, sin decirle a nadie, de­cide dejar de vivir. No quiero morirme, piensa la niña, solo dejar de vivir. Así se escapa, sin que nadie la note, tragada por la ciudad que no se preocupa.  Ni a la anciana que intenta protegerse de las avenidas que la oprimen con cobijas y mascadas, confundida entre amores imposibles y conciencia masacrada. Ni del bloguero / artista conceptual que navega por la vida a través de una pantalla, ni del dueño de un museo, ni del reconocido artista que hace obras que solo él comprende. Menos, de la abuelita que descubre los placeres de ver cuerpos desnudos en su tableta.  Tampoco, por supuesto, perdona a Calvo.  En ese amor-odio con la ciudad, Calvo se desnuda ante ella sin conven­cerla. Ni borracha contigo, le insiste la ciudad, necia a pesar de su entusias­mo y evidente necesidad. Si él no la entiende, ella apenas lo tolera.  Escudado detrás del güisqui, de sus memorias, de su inocencia, Calvo circula por las calles en el Caprice '77, en el Metrobus y a pata, tratan­do de esconder sus hallazgos para desenredar el caso de la mujer voladora, arrastrando como siempre, la sombra de Rocío, su ex mujer de quien vive enamorado.

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Seitenzahl: 522

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Ähnliche


Una ciudad más sucia, más gris, más necia

Primera edición en papel 2020

Edición ePub: julio 2020

De la presente edición:

D.R. © Miguel Esteva Wurts

ISBN 978-607-8636-72-3 (Bonilla Artigas Editores)

ISBN digital 978-607-8636-75-4 (Bonilla Artigas Editores)

Responsables en los procesos editoriales: Bonilla Artigas Editores

Cuidado de la edición: Marisol Pons Saez

Formación de interiores: Maria L. Pons

Diseño de la portada: D.C.G. Jocelyn G. Medina

Realización ePub: javierelo

Hecho en México / Printed in Mexico

Todos los Derechos Reservados. Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento,comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, la fotocopia o la grabación, sin la previa autorización por escrito de los editores.

El piso 11 de un edificio en Polanco

Mientras descendía, hasta el momento en que su cuerpo se estrelló en el parabrisas del Jetta GLX 2012 plateado, se fue fijando en lo claro de la noche, en que la luna estaba –todavía alcanzó a acordarse de sus clases de ciencias naturales en quinto de primaria– en cuarto menguante. También observaba la nitidez extrema, casi ridícula, de la ciudad. Se fijó hasta en las estrellas, le llamó la atención poder verlas, cosa poco común en estos días de contingencia ambiental, agradeciendo que su descenso fuera panza arriba. Y así fue como, mientras caía, admitió que gozaba de todo, empezando con el poder ver con una claridad absoluta. De no haber sido porque sus labios peleaban contra la gravedad, habría sonreído.

Se dio cuenta de que aun en este viaje, el último que haría, no podía más que admirar la belleza de lo que veía, y sin sentir el coraje pertinente por estar ya tan cerca de morir mucho antes de lo esperado. Asesinada y toda la cosa. Se le ocurrió que este era el mejor momento para admirar lo que la rodeaba, a menos de dos segundos de su propia muerte.

Inclusive, justo antes de que su cuerpo quedara incrustado, con la espalda doblada cual tortilla de esas duras de taquería gringa, envuelto alrededor del volante del coche plateado estacionado justo debajo del letrero de “Prohibido Estacionarse”, alcanzó a ver las luces intermitentes de un avión que se perfilaba hacia el aeropuerto Internacional Benito Juárez, de la Ciudad de México. Si tan solo hubiera volado unas décimas de segundo adicionales, o de haber sabido algo de aviones, habría distinguido que se trataba de un 747 de KLM, descendiendo con aparente desidia al aeropuerto, después de doce horas y media de vuelo –cinco de retraso– desde Schiphol. Pero su propio tiempo de vuelo finalizó encima del coche alemán, por lo que solo vio parpadear las luces de aquel avión con la vana ilusión de admirar una estrella fugaz.

Eso sí, tuvo la presencia de mente para acordarse de que aceleraba en su descenso a 9.8 metros por segundo al cuadrado. Justo antes de que su hombro quedara fijo de manera permanente alrededor de la palanca de velocidades, pareció escuchar la voz de su papá diciéndole, en su español de británico educado en Madrid, Lo que bien se aprende hija, lo que bien se aprende... De lo que no logró acordarse, era lo de la variante en la aceleración que aplicaba tomando en cuenta que caía en la altura de la Ciudad de México, no al del nivel del mar. Quizá si hubiera caído desde un piso más alto, uno solo, hubiera tenido tiempo de acordarse. Pero no, eso de no acordarse fue lo último que registró mientras era jalada por la fuerza gravitacional de la tierra a darse su espaldarazo final en el automóvil fabricado en Puebla.

Siempre pensó que esos últimos instantes serían un repaso de su vida, tal como aseguraban los conocedores: pequeños recuerdos, fotos instantáneas, clips de lo vivido. Siempre había imaginado que aquellas imágenes finales las vería en videos de diferentes tonalidades, acompañados por música pertinente al recuerdo: sepia por aquellos momentos cursis con alguna canción de Mocedades; los recuerdos más difusos serían en Technicolor con algo de David Bowie de fondo; los momentos más movidos, obviamente a todo color y patrocinados por los Stones. Ella hubiera jurado de que esas imágenes finales serían una suerte de presentación final tipo PowerPoint, incluyendo puntos de interés en bullets: la muerte de Papá, su primera publicación, su último gran amor. Cosas así, pues. Pero no fue así, solo consiguió tener una aglomeración de pensamientos diseminados que de nada le sirvieron.

Pero en este, su último viaje, por primera vez en mucho tiempo, quizá en toda su vida, sintió la libertad de volar. Siempre quiso volar. Aun mientras esquiaba en Beaver Creek, esos saltos en la bajada a la montaña que tanto amaba, jamás le otorgaron esa sensación de libertad que ahora sentía. Esos últimos segundos, los 2.59 segundos que tardó su cuerpo en descender desde la ventana rota de su departamento en el piso once del departamento de Polanco, hasta el momento en que se estampó contra el techo del Jetta, sintió la libertad plena y absoluta de estar volando.

Le hubiera gustado pensar como Lennon/McCartney, como lo hizo desde que se dio cuenta de que alguien andaba hurgando en su recámara momentos antes de salir volando, que era el amor lo que la dejaba ser libre, sentir esa sensación estúpida, fugaz pero absorbente, de sentirse atada a alguien. Pero incluso ahora, mientras descendía, se daba cuenta de que en la misma definición estaban las cadenas. A pesar de esas ataduras del amor, jamás en su vida pudo dejar de amar. Ahora, mientras volaba, sabía que su amor por ella, por esa mujer, era fuerte, entero, completo, a pesar de que amarla iba en contra de todos sus instintos. Ya había querido a otras mujeres, ese no era el problema. Pero una mujer tan, ¿cómo decirlo? Bueno pues, tan mayor. Justo eso era lo que la había tomado por sorpresa: tan mayor, tan gorda, tan dejada, tan… valga… tan llena de pliegues, tan arrugada, tan vivida, tan vieja, tan gris, tan experimentada, tan seca, tan áspera, tan… tan abundante, con tanta carnosidad, pues. Después de todo, ella tenía treinta y cuatro años, y lo primero que le atraía de los demás había sido siempre la apariencia física. Sí claro, estaba consciente de lo superfluo, de lo egoísta, de lo juvenil que eso sonaba, eso de ser atraído por la apariencia física. Pero no podía evitarlo. El ver un cuerpo perfecto, delgado, fuerte, músculos marcados, piel enjuta, dientes blancos… sí, dientes blancos, eso, justo eso, era lo que primero le atraía hacia una persona.

Pero con ella no se fijó en eso. Nunca le dijo, pero ella siempre se negó a ver aquel cuerpo viejo, aunque sabía que su amor no tendría empacho en mostrarle sus pliegues, sus arrugas, sus várices, todos sus recovecos, esos dobleces en su piel que ella portaba orgullosa por considerarlos la estampa de los años en su cuerpo. En cambio, ella, Zoe, ya le había enseñado todo su cuerpo a plena luz del día, dejando que ella lo admirara, lo acariciara, lo pellizcara, lo mordisqueara, lo lamiera, vamos, le hiciera todo lo que un amante hace con el cuerpo del objeto de su amor.

Amor, pensó nuevamente mientras descendía, antes de que sus pensamientos finiquitaran sobre el techo plateado, tantas definiciones, tanto análisis, tanto escrito de la palabra. Todavía llegó a acordarse, durante su caída libre, de la pequeña caja de chocolates que tenía guardada en el refrigerador, que ella, su amor, le había dado con motivo al próximo catorce de febrero. Detestaba la fecha, pero los chocolates, esos eran otro cuento. Había reservado uno para cada noche sin ella.

Intuyó, cuando se levantó buscando con un presentimiento de desesperación el bate de beisbol que guardaba debajo de la cama, que no se trataba de ella aun a pesar de que en la oscuridad podrían confundirse las figuras. Pero entrar así, sin avisar, era algo que ella no hacía. Ella sabía que Zoe odiaba ser sorprendida en las noches, y por eso siempre tocaba la puerta antes de entrar, siempre le murmuraba un: Soy yo, soy yo, antes de meterse debajo de las sábanas, no sin antes darle un beso rápido en la oscuridad. A Zoe le parecía curioso que después de tanto tiempo no nada más entrara, se metiera a la cama sin decirle nada y terminara acurrucada a su lado. Después de todo, Zoe fue quien le dio la llave de su departamento casi desde la primera noche que pasaron juntas, y admitió que adoraba despertar con ella a su lado. Pero ella era de otra generación, siempre tocaba la puerta antes de entrar, y ya adentro canturreaba ronroneando su, soy yo, soy yo, con su voz ronca, vieja, atascada de cigarros fumados, de tequilas, de tacos de canasta, de conchas y de corbatas. Entraba precavida evitando asustarla, por eso, en su medio sueño, Zoe intuyó que no era ella.

Y ahora, mientras descendía, Zoe sabía que no había sido ella quien había entrado, no había sido ella quien la había despertado antes de que pudiera agarrar el bate, y sabía que no había sido ella quien la había empujado con tal fuerza contra la ventana, que terminó resquebrajándose en cientos de pedazos, llevándola a caer directo al vacío. La cosa es que de haber durado más tiempo su descenso, se hubiera dado cuenta de que traía aferrada en su mano derecha, una bufanda que le pertenecía a ella. Claro que por falta de tiempo, tampoco se fijó que tenía un trozo de vidrio como de quince centímetros cuadrados incrustado en su muslo derecho, ni tampoco se fijó que volando detrás de ella venía un pedazo de vidrio más grande. Ese segundo cacho de vidrio fue el que le cercenó la cabeza al momento del impacto, tasajeando su cuello de un solo golpe, depositando la cabeza de Zoe a varios metros de distancia del Jetta GLX 2012 plateado.

Eran las 2:14am. Zoe lo supo porque en su cuarto todavía tenía el reloj despertador Sony de los que parpadean la hora cada segundo, sus enormes números azules iluminando el cuarto meros instantes. Fue un regalo de Papá, de cuando ella se mudó a Londres, porque Papá se quejaba de su puntualidad. Siempre andas tarde, le decía, eres my very own slowky–pokey. Durante todo el incidente, desde que se levantó asustada de su cama, hasta que salió volando por la ventana, la hora en el reloj Sony marcó las 2:14am.

La policía capitalina llegó al departamento hasta casi las seis treinta de la mañana. Hubieran llegado antes, por supuesto, pero nadie dio aviso. Y nadie lo hizo, porque nadie se dio cuenta. Quizá hubiera sido distinto si la alarma del Jetta se hubiese activado, pero el coche traía un desperfecto de fábrica y la alarma nunca se activó. El techo metálico del coche se dobló cual almohada con el impacto del cuerpo sin que se activaran los sensores del coche. Nadie se despertó cuando se rompió la ventana, ni cuando se escuchó el sonido seco del choque del cuerpo en el coche. Ni uno solo de los vecinos se inmutó, porque la mayoría de los habitantes del edificio llevaban viviendo mucho tiempo en la colonia, su dormir inoculado contra los perennes ruidos nocturnos de la Ciudad de México. También era cierto que casi todos los departamentos de los edificios de la zona estaban sellados con ventanas de doble vidrio templado que amortiguaban los ruidos de la calle.

De haber tenido una de esas ventanas con doble vidrio templado, Zoe hubiera rebotado hacia el interior del departamento, sin encontrarse en su vuelo final debatiendo el alcance de sus memorias, el significado de la palabra “amor”, ni admirando la claridad de la noche en la Ciudad de México.

Durante su descenso, Zoe tampoco tuvo tiempo de voltear a ver su departamento. Si tan solo hubiera podido girar la cabeza, hubiera podido ver la mirada sorprendida de quien la había empujado al vacío. Los ojos de quien la vio volar sabían que, si bien el resultado final era lo que estaba buscando, el nivel de atención que tendría un cuerpo estrellado en la calle de Flaubert, en Polanco, era más de lo que pretendía. Para eso, la figura que se quedó viéndola volar todavía portaba la bufanda negra amarrada como soga de montañista alrededor del cuello. A aquella figura, sombra, en la oscuridad del cuarto en el onceavo piso, jamás se le ocurrió que la ventana de la recámara de Zoe tuviera una sola hoja de vidrio; que el cristal se resquebrajaría como piel de cebolla seca ante el golpe. Tampoco pensó que la había empujado tan fuerte. De haber tenido que declarar, hubiera dicho que Zoe se había levantado de estar en cuclillas buscando algo debajo de su cama, trastabilló, que se tropezó con lo que parecía un bate de beisbol en el piso de la recámara, que después del ligero empujón, cayó para atrás y para abajo. Todavía se le ocurrió que su pensamiento sonaba como promesa de campaña política honesta: para atrás y para abajo.

Su terror a las alturas hizo que sintiera unas nauseas tremendas al ver a Zoe volando, y tuvo que contener la necesidad de correr detrás de ella, acompañarla en su vuelo. Para su fortuna, tuvo la presencia de mente de no hacer ninguna de las dos cosas. Si de algo tenía terror, aparte de lo de las alturas, era de terminar en un reclusorio, en donde sabía que no sobreviviría ni una sola noche. Fue eso lo que enfrío su mente, detener ese impulso de sobrevivir a través de la muerte. Al ver que ninguna luz de los departamentos de la colonia se encendía después del golpe, que solo le pareció retumbar fuerte en el piso once donde estaba, caminó hasta la puerta del departamento, verificando que todavía trajera puestos sus guantes; la abrió con sigilo para caminar por el pasillo y bajar por las escaleras de servicio.

Era un edificio construido en los años setenta, por lo que, a pesar de que en la última junta de vecinos habían acordado poner cámaras de circuito cerrado, aún estaba pendiente pedir la cotización para instalarlas. Quizá había cierta renuencia a hacerlo porque había varios inquilinos judíos ortodoxos, quienes querían mantener privado el sacrificio anual del borrego que llevaban a cabo en el estacionamiento del edificio durante su celebración de Pascua. Por eso, con todo el dolor de sus rodillas, pudo bajar los once pisos por las escaleras de servicio sin que cámara alguna detectara sus movimientos. El velador nocturno del edificio solo escuchó el ruido de la puerta de aluminio pintada en negro cuando se cerraba, y al no ver a nadie en el pasillo, se acurrucó para pescar otro sueño en su silla de metal, en el frío lobby del edificio.

Una vez afuera, corrió, intentando no fijarse en el cuerpo sin cabeza cobijado por el techo del Jetta GLX plateado. Lo que no pudo evitar fue encontrarse, metros más adelante, la cabeza de Zoe que parecía rodar todavía en silencio con, pensó, una expresión condenatoria. Fue hasta ese momento que el esfuerzo de bajar los once pisos tan rápido como pudo, la imagen de pensarse en alguna cárcel entre miles de presos, y la cabeza cercenada, le hicieron perder el contenido de su estómago de una sola arcada que dejó un dolor intenso en su estómago durante horas enteras. Pero la vomitada sucedió en el asfalto de la calle, por lo que para cuando llegó la policía a recoger la cabeza, que se anidó entre las llantas de una camioneta Jeep Cherokee Sport verde, el charco del vómito ya había sido apachurrado, esparcido y transportado por las llantas de varios automóviles, dejando solo una huella húmeda e invisible en el asfalto, sin que pudiera ser considerada como evidencia, aun ante la posibilidad de que alguien se hubiera fijado en ella.

Sopa de poro y papa

Cuando Lucero cumplió nueve años, decidió dejar de vivir.

No se lo dijo a nadie. Su decisión, su descubrimiento, su gran noticia, se la quedó para ella misma. Se imaginó que dejaba su secreto encerrado en una caja, que la cerraba, que se tragaba la llave, que todo permanecería encerrado dentro, pero muy dentro, de ella.

Así de sencillo guardó su secreto de dejar de vivir.

No era que quisiera morir como lo hizo la abuela, la del supuesto origen austriaco, cuando una buena tarde enojada porque el chaparro bigotón alemán se robó Austria y nadie ni dijo nada, para darles una lección a todos en la familia, la abuela, la del supuesto origen austriaco, decidió dejar de respirar. No, Lucero no quería morir como la abuela, más bien, solo decidió dejar de vivir.

Lo quiero hacer como cuando alguien cierra la llave de agua de una regadera, pensó, calladita, así, sin importunar a nadie.

Tampoco era que alguien la anduviera molestando en la casa, o que le espantara su entrada a cuarto año de primaria –a pesar de que era cierto, estaba aterraba del cambio del grado– ni tenía nada que ver el que hubiera descubierto el que Papá era en realidad el Niño Dios, los Santos Reyes, el Conejo de Pascua, todo comprimido en uno mismo como si fuera una enorme bola de periódicos de mentiras. O menos era el que la abuela hubiera muerto sin despedirse, sin recibir los últimos ritos lo que la condenaba, cómo había sentenciado Mamá una noche mientras cenaban con el Cura Robles, a pasarse un buen rato en el purgatorio.

Si alguien le hubiera preguntado a Lucero del porqué de su decisión de querer dejar de vivir, ella misma no hubiera sabido bien a bien qué responder.

Pero nadie le preguntó. Ella tampoco estaba como para andarle ofreciendo esta información a nadie, sobre todo considerando que su decisión era esa, dejar de vivir.

Al principio, no sabía si alguien se daría cuenta de su decisión. Su hermana mayor Rosita andaba, como siempre, leyendo en su cuarto, perdida entre sus cuentos. Su hermano Pablo Ignacio, en edad mayor que ella pero menor que Rosita, estaba afuera, o persiguiendo una pelota en el jardín de la casa o andando en la bicicleta alrededor de la cuadra con alguno de sus múltiples amigos. En cualquier caso, Lucero sabía que su hermano estaría ensopado en sudor, sucio, por lo que le importaría un verdadero comino el enterarse de la decisión que ella, Lucero, había tomado. Menos probable aún era el que su hermana menor, Mika, quien apenas tenía tres años, se diera cuenta de su decisión de dejar de vivir.

La única que pensaba que quizá se podría llegar a dar cuenta era Domitila, la empleada. En edad, Domitila era un poco mayor que Rosita, su hermana. Domi era la empleada quien se encargaba de tener sus recámaras siempre limpias, las camas tendidas de acuerdo con los requerimientos de Mamá, así como de guardar de regreso, todos los juguetes en el juguetero en las tardes después de que los niños hubieran terminado de jugar con ellos. Algunas veces, Domitila en medio de andar recogiendo el tiradero, ordenando la ropa, encontraba un tiempito para jugar con Lucero, o para cuando ya andaban cansadas del día, de simplemente ponerse a platicar. Ahora, al pensar en ella, Lucero se quedó callada, sentada en su silla de estar, tratando de escuchar por dónde en la casa era que andaba Domitila. Pero solamente escuchó el ronroneo de la podadora del jardinero y el desastre con las ollas abajo en la cocina lo cual significaba que la cocinera estaba en plenos preparativos para la comida. Por más que se concentró en tratar de escucharla, Lucero no detectó la ubicación de Domitila en la casa.

Probablemente estaba haciendo la recámara de su hermano, que siempre era una verdadera zona de desastre, como le reclamaba Mamá a Pablo Ignacio con su garganta cargada de frustración y de coraje.

Luego, cuando llegaba Papá, el licenciado Mier, en la tarde después de trabajar, Mamá agregaba: creo que tu hijo, Pablo Ignacio, me deja todo su cuarto echo un auténtico desastre a propósito… nomás para sacarme de mis casillas y verme trinar.

Lucero en cambio, hasta antes de tomar su decisión, mantenía su cuarto en un orden perfecto, casi militar. Suponía que por eso era que Mamá casi no entraba nunca a verla, que jamás pisaba el interior de su recámara. En realidad solo Domitila era quien entraba a su aposento a hacer el aseo de la recámara, a platicar con ella.

Siempre que la señora Ángeles empezaba la conversación con quejas con respecto a la catástrofe que era la recámara de Pablo Ignacio, el licenciado Mier fijaba la vista en el plato con la sopa de verduras, hundiendo su cuchara en ella como si de allí pudiera pescar la respuesta o, por lo menos, pensaba resignado, intentar ahogarse en el plato de sopa sin tener que escuchar la queja de su esposa. En realidad, pensaba el licenciado mientras observaba el humo desenredarse de su plato, el estado pulcro de las habitaciones de nuestros hijos es más el terreno de ella que el mío, pero supongo que aguanto todo lo que un hombre debe soportar en aras de mantener la felicidad de un matrimonio.

Lucero sabía que ni Mamá ni Papá se darían cuenta de su decisión de dejar de vivir. Por lo menos, no al principio. No hasta que alguien se los hiciera notar, quizá. Sabía que ambos andaban con sus propias preocupaciones, y que las decisiones de su hija, fueran cuales fueran, sería la menor de ellas.

Pero a esta hora de la mañana, recién tomada la decisión el dejar de vivir, Lucero disfrutaba del silencio de su recámara confiada en la certeza de su resolución.

Las ventanas de su recámara daban al jardín, por lo que Lucero se dedicó a escuchar el jaloneo de la máquina de podar del jardinero. De la nada, se acordó de que el jardinero se llamaba Maclovio, apenas sonriendo ante la memoria del nombre, mismo que le causaba risa. Observando desde su cuarto al jardín, una mañana tiempo antes de que tomara su decisión, Domitila se lo presentó desde lejos, orgullosa, como si fueran novios. Desde donde cortaba el pasto, Maclovio miró a la ventana del cuarto e hizo el esfuerzo de quitarse el sombrero de paja, llevándoselo al pecho como señal de respeto, para luego inclinar un poco la cabeza a modo de saludo. Desde arriba, Lucero se fijó que no había mucho que los diferenciaba con respecto a los otros jardineros que habían ya trabajado en la casa, excepto por el nombre, Maclovio, que fue lo que le llamó a la atención. También imaginó, con el esfuerzo que habían hecho ambos para saludarla desde el jardín, que andaba de novio de Domitila. De no haber ya decidido el dejar de vivir, le hubiera preguntado a Domitila, pero ya no lo hizo.

De su recuerdo de aquella mañana la sacudió el grito de Mamá. Más que un grito, fue un aullido de loba. Era poco usual que doña Ángeles levantara la voz, pero cuando lo hacía, toda la casa se enteraba. Esa mañana, el grito de Mamá fue tan feroz que Lucero pudo escuchar cómo a alguien se le caía algo en algún otro lado de la casa. El silencio que se hizo fue tal en la casa, que fue lo primero que se escuchó, ese algo que chocaba en contra del piso. Fiel a su decisión, Lucero permaneció callada, escuchando a la gente de servicio escurrirse por los pasillos de la casa, abriendo y cerrando puertas, corriendo hacía donde pensaban haber escuchado el grito de doña Ángeles. Corrían cual cucarachas asustadas hasta que Lucero escuchó cómo todos se congregaban en el cuarto de Pedro Ignacio. Por supuesto, concluyó Lucero, en la recámara de Pedro Ignacio. A pesar de que sintió cierta curiosidad, de levantarse e ir al barullo, se mantuvo firme en su silla de estar, callada, respetando la decisión que apenas había tomado esa mañana.

Pedro Ignacio era dos años mayor que Lucero pero a ella se le hacía que era menor, considerando los líos en los que se metía todo el tiempo.

A este niño lo veo con designios de entregarle su vida a Nuestro Señor, concluyó un martes el cura Robles a la hora de la cena, mientras empezaban con la sopa de lentejas. Los martes, el Cura Robles cenaba en casa con ellos. Los martes era el día en que Doña Ángeles circulaba por la casa con los nervios de punta, cuando más giraba órdenes a la gente de la cocina, cuando más exigía a Domitila que todo estuviera recogido, ordenado, sacudido, pulido, vuelto a pulir, vuelto a sacudir. Hasta que la plata brille solita, ordenaba. Esos martes, antes de que llegara el cura, pedía varias docenas de rosas para ponerlas en los floreros que colocaba sobre mesas, repisas, donde creía que el cura pudiera llegar a transitar.

Rojas para los floreros de la sala para alimentar la conversación y amarillas para los del comedor para que no se nos escape el hambre, decía doña Ángeles. Durante una cena, enfrente de todos, a voz en cuello, el licenciado Alfonso Falcó le hizo notar que las amarillas eran la flor de luto en el Japón, siendo aquella la última vez que los Falcó cenaron en la casa de los Mier. Si por mera educación no le conteste lo que se merecía, se quejó doña Ángeles al licenciado Mier cuando ya estaban ambos en su recámara en los preparativos para acostarse.

Debería de ver cómo tiene su recámara y luego usted me dirá, le contestó doña Ángeles al cura Robles esa noche que insinuó el que Pedro Ignacio era materia de sotana. De cómo tiene su cochinero, más bien se me hace que ese pequeño demonio está destinado para sacarle las greñas al mismísimo Satanás.

Lucero observó cómo se le congelaba la cara al cura.

Hay Madre del Señor doña Ángeles, le contestó el cura Robles a doña Ángeles, por lo que más quiera no diga eso. Bien sabe usted que El Tenebroso lo escucha todo y nada más busca una rendija para entrar y romper con la unión de nuestra… su familia. Al terminar su súplica, el cura Robles se persignó tres veces seguidas a una velocidad que cautivó a Lucero, respiró profundo, para luego agachar la cabeza para besar en silencio el crucifijo qué colgaba alrededor de su cuello.

Al mismo tiempo que les guiñaba el ojo a sus cuatro hijos en aquella cena, el licenciado Mier hizo todo lo posible por incluir a Satanás en su conversación, para divertirse viendo como el cura Robles besaba su crucifijo, persignándose tres veces, sin atreverse, como le había pedido a la señora Ángeles, que se abstuviera de mencionarlo mientras cenaban. Fue hasta después, en su recámara, mientras el matrimonio Mier hacía sus abluciones nocturnas, cuando el licenciado Mier sufrió las consecuencias a manos de su esposa: te las conté Joaquín Heberto, empezó, increíble que no te pudieras contener. Mencionaste veintitrés veces el nombre de Lucifer, siete veces dijiste Satanás… vamos, hasta tres veces usaste el nombre de Belcebú, ni creas que no te las conté. El pobre del cura Robles no disfrutó nada, pero nada, su sopa de lentejas con tocino y nopales que tanto le gusta.

Pero ahora, en el silencio de su cuarto, Lucero escuchó los pasos de toda la servidumbre corriendo a congregarse en la recámara de Pedro Ignacio después del grito de Mamá. A fuerza de recriminaciones por parte de doña Ángeles, Domitila sabía que la primera recámara que tenía que asear en las mañanas era la de Pedro Ignacio, por eso era extraño que el grito proviniera de allí. Lucero sabía que a esas horas, la recámara de Pedro Ignacio ya estaría limpia, el tiradero de su hermano recogido por Domitila. Escuchó cómo los pasos de todos se detuvieron en la puerta de entrada a la recámara como si hubiera una barrera invisible. Desde donde estaba sentada Lucero, reconoció los pasos cortitos de Domitila que fue la única quien se atrevió a entrar a la recámara donde ya la esperaba la señora Ángeles.

Lucero tenía cierta curiosidad de ir al cuarto de su hermano, a ser parte de toda la conmoción, pero dada su resolución, se quedó sentada en su cuarto. Estaba segura de que Domitila luego le daría una reseña de lo acontecido.

No me lo va a creer, señorita Lucero, le dijo ya después cuando entró corriendo a contarle jadeando sin poder contener el ritmo de su respiración como si hubiera tenido que subir las escaleras varias veces sus mejillas adquiriendo un color púrpura oscuro, el joven Pablo Ignacio tenía una serpientita escondida debajo de su cama.

A pesar de los reglazos que le propinó la señora Ángeles a Pablo Ignacio, éste nunca le admitió que fue él quien introdujo la pequeña culebra de agua a su cuarto. Pablo Ignacio juró, por todo lo que él consideraba sagrado, que no entendía cómo era que había llegado el reptil a la caja debajo de su cama. Por eso, la señora Ángeles luego ordenó que trajeran al cura Robles para que protegiera con agua bendita la casa entera. Solo fue hasta muchos años más tarde, ya cuando doña Ángeles llevaba muchos años de muerta, que Pablo Ignacio admitió entre risas nerviosas a su hermana menor, Mika, que días antes había encontrado un nido de culebras en el jardín adoptando una como suya, la que le pareció la más en necesidad de tener un padre adoptivo, trayéndola a su cuarto para cuidarla. Pensé que le podía dar leche como lo hicimos cuando nacieron los perritos, le dijo a Mika entre risotadas. Para lo mucho que nos sirvió que el pendejo del cura Robles bendijera la casa, le contestó Mika, fiel a su costumbre de siempre mentar madres contra el clero.

Lucero sonrió al ver la emoción con la que Domitila le contó lo ocurrido con todo y que la criada se llevó buena parte de la gritoniza por parte de la señora Ángeles quien le repitió varias veces, es que ni te creas por un instante que soy de esas a las que les gusta que me vean la cara. Domitila todavía tenía las orejas rojas como de golpiza cuando subió a contarle lo sucedido a Lucero. Sus oraciones, describiendo el evento, le salían en exabruptos.

Estaba chiquita. La víbora, empezó. Ya andaba toda guanga. Así nomás colgaba toditita desguanzada la pobre. Toda muerta de hambre. Su hermano. El joven Pablo Ignacio. Él fue quien terminó de matarla. Con la pala. En el jardín. Uso la pala de Maclovio. Luego. Su hermano. Pues que se echó a correr. Ya para cuando la pobre serpientita estaba toda partida. En dos. La cabeza por un lado. La cola por el otro. Todavía la vi zangoloteando. Él nomás corrió. La señora Ángeles. Su Mamá de usted. Ella le ordenó a Maclovio. Anda tú, le dijo, encárgate de enterrar las dos partes de este bicho.

Pero, a pesar de su decisión, Lucero había visto todo desde la ventana de su recámara. Lo más callada que pudo, arrastró su silla de madera hasta la ventana. Sentía una curiosidad incontrolable de verlo todo. Vio salir a todos de la casa al jardín como marcha fúnebre. La procesión era encabezada por Pablo Ignacio quien cargaba a la víbora condenada. La llevaba enredada en su mano, la única que ignoraba su suerte. Pablo Ignacio era seguido por la señora Ángeles, su vestido de encajes negros deslizándose sobre el pasto, recogiendo con las enaguas de su faldón las virutas de pasto recién podado. El resto, los de la servidumbre, curiosos del desenlace, arrastrándose tras ellos como cortejo chino a varios pasos detrás. Todos los del servicio caminaban con pasos medidos y cautos, en absoluto silencio.

Estaba lejos la ventana de la recámara de Lucero de toda la procesión, pero no lo suficiente como para no ver la cara roja de su hermano. Lucero sabía que Pedro Ignacio caminaba conteniendo sus lágrimas. Maclovio cargaba la pala con una mano detrás de ellos; con la otra cargaba su enorme sombrero de paja a su costado, como rindiéndole honor a la culebra.

Entiérrala debajo del cedro para que se la llevan los duendes de la noche, le ordenó la señora Ángeles a Maclovio. Doña Ángeles decía que sus Angelitos de la Guarda protegían la casa incluyendo los jardines, pero que ya no tenían tiempo ni necesidad de proteger el área de alrededor del cedro que quedaba ya cerca de la barda que daba a la calle. Allá, al cedro, era donde mandaba a sus hijos cuando había que castigarlos.

Desde la ventana de su recámara, Lucero vio el movimiento de gente. Vio como Pedro Ignacio levantaba la pala, escuchó su grito ronco de cuando la dejó caer sobre la culebra partiéndola en dos, lo vio huyendo, gritando, pidiéndole perdón a la culebra partida en dos que todavía boqueaba como pez fuera del agua, se arqueaba como si tratara de volver a juntar sus dos partes. Vio cómo Maclovio levantaba los dos pedazos con la pala como si fueran las agujetas viejas de un zapato para enterrarlas debajo del cedro.

Pedro Ignacio no llegó esa tarde a cenar. El licenciado Mier tuvo que ir a sacarlo de donde estaba escondido. Desde su cuarto, Lucero vio salir a su papá de la casa con una lámpara, porque ya estaba oscuro.

Ya sabes Joaquín Heberto, le advirtió a su esposo cuando lo vio salir por Pedro Ignacio, que aquí la cena se sirve a las ocho y treinta, ni un minuto más, ni uno menos.

Con cara de acongojo, Pedro Ignacio regresó a la casa con el pelo todo pegado a la cara por la lluvia que cayó toda la tarde. Observándolos desde su recámara, a Lucero le dio la impresión de que parecía gato empapado con el pelo relamido. De no haber visto la cara de tristeza que cargaba su hermano, o de acordarse de la resolución a la que había llegado en la mañana, se hubiera reído. Siendo las cosas las que eran, solo lo observó en silencio.

Mojado no se sienta uno a la cena, advirtió de nueva cuenta la señora Ángeles cuando escuchó que entraban ambos por la puerta lateral, la que daba al jardín. Era una puerta que crujía a pesar de que todos los días el jardinero le echaba aceite de motor diésel a los goznes. Es que es muy pesada la puerta, le dijo Domitila a Lucero, con eso de que es de hierro con cristales, si por eso cruje.

El licenciado Mier le pidió unas toallas a Domitila para que su hijo se secara en el vestíbulo, igual indicándole que le bajara ropa seca para que el niño se pudiera mudar de vestimenta en el baño de las visitas.

Ya estaban en el plato principal para cuando los dos se sentaron a cenar. La señora Ángeles había pedido a la cocinera que retirara los platos de sopa de poro y papa de tanto el licenciado Mier como el del niño.

Quizá fue por toda la conmoción del día que nadie se dio cuenta de que el plato de sopa de poro y papa de Lucero seguía en la mesa, ni nadie se percató de que ella no había bajado a cenar.

No fue sino hasta la mañana siguiente, cuando Domitila estaba limpiando el comedor, que la empleada se dio cuenta de que el plato de sopa de poro y papa estaba todavía en el lugar de Lucero.

¿Cómo crees que no cenó la sopa de poro y papa?, le vocifero la cocinera a Domitila cuando le avisó. La cocinera estaba preparando la salsa verde de cilantro, tomate, chile serrano, todo molido en el molcajete, para los chilaquiles verdes que le gustaban al licenciado Mier en las mañanas. Sus enormes brazos trabajaban la piedra negra con pequeños movimientos furiosos. Era una mujer de buenas dimensiones, sus trenzas de pelo entrecano raspaban con el rodillo cada vez que se reclinaba a triturar los tomates verdes. Bueno, ¿y qué estás esperando? ¿por qué no me traes el plato para limpiarlo, niña? Tráetelo pero ya. Ándate pues.

Pero Domitila le dijo que el plato no se despegaba de la mesa, estaba como pegado con chapopote al mantel.

¿Al mantel de Brujas de la señora doña Ángeles?

Exasperada, la cocinera empujó a Domitila a un lado. Dando pasos de mal humor, salió resoplando por el plato sopero con sopa de poro y papa que quesque no había probado la niña Lucero.

Pero ella tampoco pudo levantar el plato de su lugar, derramando, de tanto jalar el plato sopero, un poco de la sopa en el mantel blanco de encajes que había traído la señora Ángeles de su viaje a Bélgica.

Hay niña, nomás ve lo que ya me hiciste hacer con estos juegos tuyos, le recriminó a Domitila.

Cuando la cocinera, con sus brazos rollizos, jaló el plato de sopa una vez más, fue cuando Domitila se dio cuenta de lo que lo andaba deteniendo. Domitila se lo contó a Lucero cuando estaba haciéndole la limpieza del cuarto a la niña.

Hay niña Lucero yo le digo deveras, que los poros y las papas de la sopa echaron raíces en la mesa. Verdes y largas, venosas, como dedos de gallina, aferradas con todas sus fuerzas a la mesa. Por más que la cocinera jalaba, a mí se me afiguraba que más fuertes se hacían las raíces, más se agarraban a la mesa. Yo le decía, ya no le jale, pero ella solo se detuvo de andarle jalando cuando entró el licenciado, su papá de usted, al comedor, a desayunarse de los chilaquiles verdes que para ese entonces, ya se habían quemado. El licenciado, su papá, ya ve niña como es él, pues qué cree que ni se fijó en el plato, ni en el mantel de las brujas de su mamá, ni en las raíces que habían echado las papas de la sopa, sobre todo con eso de que andaba preocupado pues leyendo su periódico y eso. Solo se sentó en su lugar de la mesa y se tomó el cafecito de olla que ya le tenía yo servido, pero bueno, con lo amable que es, el licenciado, su papá, nos dijo los buenos días a las dos, pero ni en cuenta de que estaba la sopa regada, de que el plato había echado raíces, por así decirlo.

Lucero se río en silencio ante lo estrambótico del cuento de Domitila, pero no queriendo romper el silencio, no le dijo nada, ni siquiera sonriendo ante la imagen que le dibujaba la sirvienta.

Pero con eso de que ya había tomado la decisión de que no quería vivir más, ya no bajó a ver el plato de sopa de poro y papa que echó raíces en la mesa del comedor del licenciado Mier y de doña Ángeles.

Velorio

–Pa –dijo Calvo– todavía tengo la corbata negra que me prestaste para lo del pastor gringo. No creo que vaya a necesitar otra.

Llevaban un buen rato sin haber cruzado palabra.

No obstante, el licenciado Arquímedes insistió en empujarle otra corbata negra a su hijo. Estaba ofuscado. No era momento para andarse preocupando por tonterías como que si su hijo ya tenía una corbata. Había pasado la noche entera dormitando en el sillón largo e incómodo de la agencia funeraria, a un lado de donde estaba el ataúd con el cuerpo su esposa, María Rosa Calvo. Al licenciado Arquímedes, todo lo tenía agotado: el mal dormir en un sillón cuyos cojines estaban moldeados con el contorno de miles de cuerpos parándose, sentándose, dormitando incómodos en ellos; el estrés innecesario de escoger el color, el material, el mentado diseño de la caja que al final del día incinerarían junto con el cuerpo de su esposa; el hablarle a conocidos, a familiares, a quienes habían alguna vez transitado por sus vidas para darles la noticia del deceso; agregando, por supuesto, la corredera de ir a la agencia funeraria con el tráfico de un viernes en la tarde en la Ciudad de México. Todo esto tenía al licenciado Arquímedes caminando cual zombi muerto de hambre. Cansado, vencido, nervioso. En uno de esos momentos de calma, analizó sus sentimientos, estaba triste claro, pero aliviado. Cinco años de ver a su esposa en estado vegetativo, viendo a la persona que había sido ella retraerse a algún rincón perdido de su mente, sin que los doctores pudieran hacer nada al respecto, vamos, ni siquiera daban excusas por no poder hacer nada por ella, terminando con una de esas trilladas frases que a nadie servían: No nos queda más que resignarnos, le decían, dejar que las cosas tomen su rumbo, esperar a ver qué es lo que el tiempo nos depara. Cinco años de ver cómo a María Rosa, esa mujer tan viva, tan puntual, tan alegre, se le olvidaba el nombre de los objetos, hasta luego olvidarse del objeto de las cosas, mientras él se encerraba en su despacho dentro de la casa que por tantos años habían compartido en la calle de Crisantemos, en San Ángel, fumándose un Montecristo tras otro, bebiendo sus Glenlivet como si el mundo se fuera a acabar mañana, tratando de no escuchar los gritos, las quejas, la desesperación de las enfermeras que desfilaban por la casa tratando de ayudar a su esposa. Al final, cuando ella dejó de respirar, sintió un descanso que lo agarró por sorpresa.

Mucho tiempo antes habían hablado de esto, por supuesto. Habían quedado que si uno de los dos quedaba mal después de un accidente, una enfermedad, o lo que fuera; que si uno de los dos perdía el uso de sus facultades mentales por cualquier motivo, el otro desconectaría el cable, por así decirlo. Pero lo de María Rosa fue tan de sorpresa, pero a la vez tan despacio, que Arquímedes no pudo desconectar cuando tuvo la oportunidad, soportando así cinco años de que la casa oliera a mierda, o que hubiera charcos de orina regados en el piso de mármol del vestíbulo. Cinco años en los que ya no hubo oportunidad de que Arquímedes terminara con el suplicio, ni hubiera oportunidad de desconectar el cable. Aparte, le decía pidiéndole perdón a su esposa mientras ella dormía, su cara desfigurada por otro día extraviado, aparte mi amor, no hay ni cable que desconectar. Mil veces le pidió perdón sentado a su lado. Uno hubiera pensado que para estas épocas ya hubieran encontrado algo para ayudarte, María Rosa, mi amor, pero ya ves, aquí estamos. Todas las noches la salpicaba de perdones, de besos, de lágrimas cuando iba a su cama a desearle buenas noches, cuando ya estaba dormida.

A pesar de todo lo que terminó haciendo el licenciado Arquímedes, Calvo se hizo cargo de un sinnúmero de trámites con la funeraria, de encargarse, a través del uso indiscriminado de la tarjeta de crédito plateada de su papá, de cerrar todos los pendientes que nacieron con la muerte de doña Rosa. Fresco en la memoria tenía el velorio del pastor gringo, Bobbie Singer, donde le había impresionado el desprendimiento de la gente con respecto al muerto. Se acordaba de los abogados del despacho de Abate Duarte & Brokmann, el despacho donde él había trabajado durante tantos años, revisando constantemente sus relojes, sus teléfonos celulares, ajustándose las corbatas, tratando de encontrar el momento oportuno de despedirse, de escaparse de la funeraria para seguir facturando a la viuda.

Pero ahora no lo sintió así. Los amigos de sus papás, los de toda la vida, fueron a despedirse en silencio, todos diciéndole adiós, a su modo, a María Rosa. Calvo la observó una última vez antes de que cerraran la caja. La cara de su mamá distaba mucho de ser esa cara inteligente a la que Calvo acudió toda la vida para recibir consejos, de esa cara comprensiva que lo abrazaba cuando llegaba a contarle algún problema, de esa sonrisa inmediata de cuando llegaba con alguna noticia positiva. La cara de su mamá ahora solo reflejaba lo que había sido durante esos cinco años después de que la atacó el Alzheimer sin piedad alguna. Inclusive muerta, parecía haber olvidado lo que era. O quizá, en la muerte, más se había olvidado de su estado actual.

Los amigos de sus papás se alineaban para darles un abrazo, primero al licenciado Arquímedes, luego a Calvo. Esos amigos, de la edad de su papá, iban tan rápido como sus piernas les permitían ir avanzando, lo que significó que Calvo esperó un buen rato allí parado. Calvo sentía los delgados brazos alrededor de él, el frío de la piel delgada de los amigos, de los familiares que Calvo había conocido toda su vida. Al darles un beso, sus mejillas se sentían como una muy delicada laja de porcelana que se resquebrajaría de un solo soplido. Después de tantos años de convivir con ellos, la única palabra que le llegaba a Calvo a la mente era “frágil”. Después de tantas fiestas en casa de sus papás, de tantas cenas, primeras comuniones, bodas, en donde los había visto bailar, reír, palmotearse cual quinceañeros cantando las canciones con las que habían crecido, Calvo ahora solo los veía en un estado de fragilidad que, más que la muerte de su mamá, fue lo que lo mantuvo despierto buena parte de la noche.

Veía a su papá, al juicioso, prudente licenciado Arquímedes, con quien siempre comentaba el diario acontecer, un buen más desbalanceado de lo que lo había visto dos días antes, cuando su mamá todavía rondaba por la casa, perseguida por la que resultaría ser la última de una larga serie de enfermeras.

Casi como de grabación, el licenciado Arquímedes y Calvo repetían, a quienes les preguntaban sobre aquellos últimos momentos, un ejercicio que Calvo concluyó era catártico para ellos dos, así como para quien escuchaba el recuento. Estábamos, decían, conversando en el estudio cuando escuchamos el grito de María Rosa. Al escuchar aquel alarido, ambos nos quedamos callados. Por experiencia, sabíamos que, si se escuchaba un chillido adicional, el de la enfermera, tendríamos que subir a ayudar. Pero fue un único grito, seguido por el sonido amortiguado de las palabras de consuelo de la enfermera. Por experiencia, los dos sabían que las palabras, cualesquiera que fueran, no servirían de nada para consolar, porque llegaban vacías de significado a los oídos de María Rosa. No obstante, a partir de ese grito, la conversación en el estudio dejó de ser la misma. La tensión de ambos escaló, como siempre sucedía, sin que el Montecristo ni el Glenlivet supieran igual. Lo primero que vieron cuando subieron las escaleras de madera, fue la cara de pánico de la enfermera, como niño que se había comido el caramelo sin permiso, y a María Rosa tendida, inmóvil, sin respirar, la memoria borrada.

Ahora, antes del velorio, ya estaban ellos dos solos en la casa de San Ángel, arreglándose para despedirse de María Rosa por última vez.

–En un rato viene tu tía Mika– le avisó el licenciado Arquímedes, mientras observaba a su hijo ajustarse la corbata negra.

Calvo notaba sereno a su papá, el semblante resignado. Estaba seguro de que tardaría en asimilar la muerte de su esposa por más de cincuenta años. Asumía que, aunque devastadora, la enfermedad tan prolongada de María Rosa ayudaría a que su papá, quien hasta el momento gozaba de una salud envidiable, fuera a terminar acompañándola en un futuro cercano.

Calvo gruñó ante la noticia de que su tía Mika vendría, quejándose en silencio para que su papá no lo escuchara. De haber escuchado el resoplido, Calvo sabía que el licenciado Arquímedes lo hubiera regañado como si tuviera siete años. A sus casi cincuenta, las recriminaciones del licenciado Arquímedes tenían la tendencia a tener mayor peso o, por lo menos, dejarse sentir más rato. Su tía Mika era la hermana menor de su mamá. Cuando niño, había sido su tía favorita por mucho. Sentirse arropado por esos enormes brazos carnosos con todo tipo de recovecos, inundado por ese olor combinado de especies, perfumes, hasta de chocolate, era como sentirse cubierto con toda la seguridad que hace feliz a un niño.

Mira lo que te traje... Lo engatusaba la tía Mika, cuando Calvo se le aventaba al regazo, a la espera de alguna lengua de gato o de alguno de esos dulces con pasas adentro que en aquel entonces le encantaban, percibiendo el aliento de su tía, una combinación de anís, azúcar y café, que Calvo amaba.

Te voy a contar un cuento, seguía, al tiempo que Calvo se acurrucaba entre los miles de bufandas, sarapes o viles trapos en los que llegaba enfundada la tía Mika, sin importar el clima. Cada pedazo de vestimenta emanaba un olor distinto. Mika se los daba a oler diciéndole cosas como, mira mi niño, este huele a París; este a cuando llueve en Londres; a Nueva York en otoño, cuando las hojas deciden emprender su vida, soltarse del árbol, valerse por ellas mismas, bueno, hasta que llegue el barrendero, pues. Pero el que más le gustaba a Calvo era un viejo sarape de muchos colores, que era el más pegado al cuerpo que usaba la tía Mika. La Ciudad de México, le decía, suspirando mientras desenfundaba el sarape, este huele a la casa de tus abuelos en Polanco, la de la calle de Hitchens: Éste es el olor a tu familia.

Sacaba ese viejo sarape en las reuniones familiares de los domingos, cuando los otros adultos se quedaban sentados, platicando en el oscuro comedor de la casa en San Ángel del abogado Arquímedes Calvo. La tía Mika regresaba con él, desplomándose a su lado en el sillón principal de la sala y dándose un par de palmadas en sus inmensos muslos, invitaba a Calvo a sentarse encima de ella. De alguna de sus múltiples bolsas, pescaba un par de caramelos de anís y le obsequiaba uno a Calvo, para luego empezar con alguna anécdota. Te cuento de tu familia, comenzaba, mientras chupaba el caramelo que mecía de manera perenne en su boca. Mika le contaba de cuando su mamá, María Rosa era una niña; de cómo era que se habían conocido sus abuelos, el licenciado Mier y doña Ángeles. El cuento siempre parecía terminar cuando ambos hincaban las muelas en el último pedazo del caramelo, aunque eso sí, la tía Mika lo regañaba por morderlo.

Un domingo, Calvo ya no se lanzó al regazo de su tía Mika. A pesar del dolor de su corazón, ella comprendió que él ya estaba muy mayor para acurrucarse con ella en el sillón principal de la sala, que ya los años para compartir cuentos, para saborear caramelos de anís, ya habían quedado atrás. Todavía después de aquel domingo, la tía Mika asistió a un par más de las comidas familiares, hasta que un fin de semana dejó por completo de ir los domingos a casa de su hermana María Rosa, de su cuñado Arquímedes, pero lo que más le dolió fue dejar de ver crecer a su sobrino.

–Yo la recibo– le dijo Calvo a su papá, en un volumen ajustado para la ocasión, cuando la cocinera del licenciado Arquímedes les anunció que estaba la señora Mika esperándolos en el vestíbulo de la casa.

Después del divorcio de Calvo, antes de que su mamá fuera diagnosticada, sus padres insistían en que Calvo fuera a cenar con ellos todos los miércoles. Tu papá necesita verte, quiere estar contigo, le decía María Rosa, por teléfono. Tu madre te extraña hijo, le decía su papá. Cenaban unas quesadillas con una salsa que les preparaba la cocinera. El color de la salsa era la única variante en el menú de esas cenas. Calvo se arrastraba los miércoles en la noche a cenar con ellos, dejando el cobijo espartano de su propio departamento. Los tres cenaban en la mesa de la cocina, bajo la luz blanca de los tubos de neón.

Hablé con Mika hoy, empezó una de esas noches de quesadillas su mamá. Ella era quien llevaba la voz cantante en esas cenas de los miércoles. ¿Y?, preguntó el licenciado Arquímedes dejando su quesadilla a medio comer encima del plato. Era poco usual que su esposa sacara a colación el tema de su hermana menor, enfrente de su hijo. Mika era un tema que solo hablaban entre ellos dos.

Quiere venir este domingo a comer con nosotros, respondió ella. ¿Le comentaste que ya no comemos aquí los domingos?, le contestó el licenciado Arquímedes en un tono de voz un tanto áspero.

Cuando Mika dejó de ir los domingos, María Rosa insistió en continuar la tradición familiar, invitando a su hermano, Pablo Ignacio Mier, y a su esposa, a comer. Con cualquier excusa, Calvo dejó, en definitiva, de asistir a esos domingos, apenas cumplió los dieciocho años. Las reuniones dominicales terminaron por disolverse cuando el matrimonio Mier se fue a vivir a Acapulco, argumentando que el vivir a nivel del mar le hacía mucho bien al enfisema pulmonar de Pablo Ignacio. María Rosa y Arquímedes optaron por explorar las opciones culinarias de la ciudad, dándole los domingos libres a la cocinera.

Así que el anuncio que viniera la tía Mika a comer con ellos ese domingo los sacaría de su rutina.

Que ella nos trae algo, dijo María Rosa, me dijo de una paella quesque muy rica que hacen cerca de su departamento. ¿Y...?, preguntó Arquímedes, ¿viene con...? Por el amor de Dios, Arquímedes, rugió María Rosa, vives en pleno siglo veintiuno... y con quién venga o no mi hermana ¿es lo que te preocupa?

No era que al licenciado Arquímedes le importaran las preferencias sexuales de su cuñada, era que, en realidad, no soportaba a la pareja actual de Mika, una tal Emilia que tenía que asentar su preferencia, su punto de vista y sus modos, de una manera violenta. Esa mujer, le confesó una noche a María Rosa, todo el tiempo siente que tiene algo que demostrar, como si al resto del mundo lo único que le importara fueran sus puntos de vista. Pero ese comentario había sido hacía ya mucho tiempo.

Está sola desde hace como seis meses, Mika ya está sola, continuó María Rosa, más tranquila, y apuntando a Calvo, continuó: Y quiere que tú, que tú en específico, estés aquí.

La nodriza

Algo más cambió el día en que Lucero decidió dejar vivir en aquel caserón en pleno Polanco.

El lote marcado con el número 17 de la calle de Hitchens era uno de los dos terrenos en esa manzana, de lo que fue rebautizado como Rincón del Bosque, por los gobiernos posrevolucionarios. Recién aplacados los ánimos caldeados durante los años de la Revolución, en un intento por seguir tranquilizando a los alebrestados habitantes de la Ciudad de México, el gobierno apoyó el fraccionamiento de los terrenos de la Hacienda de los Morales, vendiéndolos a cuanto empresario tuviera los medios para adquirirlos.

Fue en esos años que llegó a la ciudad, proveniente del puerto de Veracruz, el joven licenciado Joaquín Heberto Mier. Sin más credenciales que sus ojos azules, un vozarrón de párroco de pueblo y su dominio del idioma inglés, perfeccionado en gran medida por la convivencia con los batallones gringos encallados en el puerto, el joven abogado consiguió la representación legal de una empresa británica que trabajaba día y noche extrayendo petróleo del subsuelo mexicano. En lo que los locales consideraron haber sido un verdadero santiamén, el joven abogado se hizo de un terreno en la incipiente colonia, sin otro sueño que el de conseguirse una mujer de la cual enamorarse, casarse, formar una familia. Aun a pesar de sus evidentes dotes como negociante, de sus ojos azules y de su dominio del idioma inglés, el joven abogado tuvo severas complicaciones para encontrar una mujer que le llenara ese hueco, cosa que sabía indispensable en la vida de cualquier hombre, a su ya merecedora edad de veintiséis años.

Es buen mozo, pero no tiene credenciales, argumentaban las madres cuyas hijas eran pretendidas por el abogado jarocho. Es un don nadie y su dinero es de dudosa procedencia, lamentaban los papás, en pleno ataque de celos por no tener el éxito económico del joven jurista veracruzano. Además, se quejaban de su lengua larga, así como de su evidente flaqueza de espíritu por lidiar con los anglicanos.

Sin mucho más que hacer ni familia que lo entorpeciera en el proceso, el abogado Joaquín Heberto Mier decidió consolidar su despacho en la Ciudad de México, y construirse una casa estilo californiano en su terreno: el lote marcado con el número 17 de la calle de Hitchens. La construcción de la casa atrajo a muchos curiosos que la tacharon de verdadero horror y de ser una auténtica pena para nuestras tradiciones y costumbres, cualesquiera que éstas fueran. Algunos de los curiosos aprovechaban para llevar a sus familias en coche a ver aquella construcción, improvisando días de campo, donde observaban cómo los albañiles colocaban las tejas rojas encima de las paredes lavadas en cal blanca. A pesar de que la casa no estaba en una colina ni mucho menos, el haberla construido justo en medio del inmenso terreno daba la ilusión óptica de que tenía uno que subir por el jardín para llegar a la casa. El jardín, aunque todavía marcado por el paso de los trabajadores que cargaban ladrillos, bultos de cemento y tejas para el techo, ya tenía plantadas cinco inmensas palmeras de troncos largos, como para recordarle al joven abogado la vegetación playera de su puerto jarocho.

Algunas veces, el abogado Mier, quien en ese entonces aún vivía en una vivienda modesta en la colonia Roma, llegaba a supervisar la construcción de su colosal mansión. Le pedía a su arquitecto que hiciera tal o cual cuarto de mayores dimensiones, que le dejara las ventanas tan amplias y grandes como las vidrieras pudieran construir, o que hiciera una cochera para albergar dos automóviles. El segundo piso debe de ser tan grande como para albergar una familia de por lo menos siete hijos, le decía al arquitecto, y la recámara principal debe de ser tan extensa como para tener un espacio para mi escritorio, sin que la luz que yo necesite para trabajar en las noches perturbe el sueño de mi futura esposa.

Pero a pesar de todos sus sueños y pretensiones, de tener la casa más californiana de todo Polanco, con todo y sus inmensos vitrales y pórticos enmarcados con cantera colonial, el abogado Joaquín Heberto Mier a sus veintiséis primaveras seguía sin conseguir una mujer con quien compartir la casa en la calle de Hitchens.

Con gran fanfarria y una gran fiesta que prometía ser inolvidable, la casa fue finalmente inaugurada el sábado 26 de marzo de 1927. El abogado Mier no dejó de invitar a quien fuera alguien en la sociedad, inclusive a aquellas familias que en algún momento habían rechazado sus pretensiones de casarse con alguna de sus hijas. Todas las madres que maquinaron para que sus hijas repudiaran las intenciones del abogado Mier, ahora, mientras caminaban por los lujosos espacios de la casa, viendo las imponentes pinturas al óleo adquiridas en los más importantes salones de París y de Bruselas, se daban de topes al comparar a los actuales esposos de sus niñas, contra el obvio poder económico del joven y aun soltero abogado. Los papás, en cambio, corroídos por la envidia al ver las estatuas de mármol importadas desde Italia que aparecían por los pasillos de la casa como si fueran hierba mala, seguían quejándose de la lengua larga del joven abogado jarocho.

Mientras una pequeña orquesta tocaba en la sala principal de la casa, Ángeles Camacho caminaba balanceándose con dificultad sobre el piso de mármol blanco de Carrara que cubría los pasillos. Su hermana mayor, Edelmira, la había forzado a llevar unos zapatos negros de tacón, con suela de cuero recién reemplazada, que hacían que Ángeles sintiera como si caminara sobre hielo. Edelmira Camacho también estaba en la fiesta, del brazo de su flamante esposo. Edelmira, por supuesto, había sido una de aquellas cuyos padres habían rechazado al joven abogado Mier, antes de que se inaugurará la casa de Hitchens 17, en Polanco.

Ambas hermanas traían el pelo recogido con una cinta dorada, lo que hacía más resaltado y dramático el maquillaje oscuro de sus ojos. Pero la cara de Ángeles Camacho no fue en lo primero en que se fijó el abogado Mier; le llamó la atención y le fascinó lo atrevido del largo del vestido que llevaba. Solo un poco debajo de las rodillas, notablemente más corto que el de su hermana Edelmira.

Los señores Camacho, quienes tajantes rechazaron las pretensiones del joven abogado jarocho al no tener referencias de su persona cuando meses atrás llegó pretendiendo a su hija mayor, ahora se fijaron en los azules ojos del joven enfocarse en su otra hija, Ángeles, mientras batallaba por mantener la estabilidad con sus zapatos de tacón. Después de un codazo en las costillas, el señor Eleuterio Camacho, quien luchaba a diario por hacer casi nada y lo mínimo indispensable para llevar el tren de vida acomodado que se daba, fue el encargado de presentar a los dos jóvenes, quienes en poco tiempo bailaban sin prestar atención al resto de los invitados. El resto de las madres presentes, cuyas intenciones desde el momento en que entraron a la fiesta en la casa estilo californiano en la calle de Hitchens era el de presentar a sus hijas solteras con el que ahora definían como, brillante y joven abogado Mier, recriminaban a sus esposos no haber traído a las susodichas hijas a esta elegante fiesta.