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Su dinero no podía comprar la libertad Como única hija de un millonario, Ione Gakis se convertiría algún día en una de las mujeres más ricas del mundo.Sin embargo, había algo que su dinero no podía comprar: la libertad. Cuando su padre le ordenó casarse con el magnate griego Alexio Christoulakis, Ione decidió que huiría durante la noche de bodas.Pero, para su propia sorpresa, Ione pronto se encontró cautivada por el encantador Alexio. Y, a medida que se iba acercando el día de la boda, se fue dando cuenta de que iba a tener que tomar una difícil decisión. ¿Cómo podría abandonar a su flamante esposo?
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Seitenzahl: 215
Veröffentlichungsjahr: 2012
Editados por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2002 Lynne Graham. Todos los derechos reservados.
LA HEREDERA, Nº 1370 - julio 2012
Título original: The Heiress Bride
Publicada originalmente por Mills & Boon, Ltd., Londres.
Publicada en español en 2002
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
® Harlequin, logotipo Harlequin y Bianca son marcas registradas por Harlequin Books S.A.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-687-0697-9
Editor responsable: Luis Pugni
Conversión ebook: MT Color & Diseño
www.mtcolor.es
Antes o después, decidirás casarte con «alguien» –señaló Sander Christoulakis–. ¿Por qué no Ione Gakis?
Alexio no contestó. En otro momento de su vida se habría reído a carcajadas si su padre le hubiera sugerido un matrimonio de conveniencia. Pero llevaba casi dos años sumido en un infierno de dolor, del que sólo escapaba enfrascándose en su trabajo. En un intento desesperado por llenar el vacío que lo asolaba, había tenido múltiples aventuras, pero esas relaciones sexuales tan sólo le habían dejado un regusto amargo.
–Es un honor que Minos Gakis haya pensado en nuestra familia para su hija –continuó Sander con persistencia, observando a su impredecible hijo–. Tiene muy buena opinión de tu visión para los negocios y le preocupa su salud. «Necesita» un yerno en quien confiar.
Alexio, escuchó con escepticismo el astuto discurso de su padre, que parecía sugerir que un matrimonio concertado por la familia, en vez de por los interesados, fuera habitual en Grecia, aunque ya no lo era en absoluto. Además, le asombraba que el interés demostrado por uno de los hombres más ricos del mundo hubiera cegado a su padre, haciéndole olvidar otras cosas mucho menos agradables.
–Minos Gakis es un malvado y un matón. Tú lo sabes y yo también.
–Aun así, su hija, Ione, es una joven decente y bien educada –siguió Sander con determinación, convencido de que sólo un matrimonio como ese podría apartar a su hijo de la vida de fiestas y escándalos continuos que estaba destrozando el corazón de su madre–. No veo razón que impida que, con el tiempo, seas feliz con ella.
El rostro delgado y poderoso de Alexio se contrajo con un rictus de amargura. Desde que Crystal, a quien había amado por encima de todo, se había ido para siempre, no se creía capaz de ser feliz con mujer alguna. Decidió no mencionar ese tema, porque su padre no era hipócrita y no se callaría.
Los padres de Alexio, griegos y muy conservadores, habían odiado a Crystal y se habían negado a aceptarla como esposa de su único hijo. Su reputación de mujer alocada y su turbio pasado ofendía su sensibilidad. Cuando se comprometió con ella, la reacción de su padre fue la ira y la de su madre el llanto y Alexio cortó todo vínculo con ellos. El enfrentamiento había empezado a suavizarse después de la muerte de Crystal, pero sólo porque Alexio estaba tan desesperado que era incapaz de hacer el esfuerzo de rechazar a su familia.
Sin embargo, desde entonces, cada negocio que hacía era una mina de oro. Ya era mucho más rico que su padre porque, mientras que Sander había heredado una fortuna y se había limitado a conservarla, Alexio se había dedicado al capital de riesgo y al desarrollo de programas informáticos, olvidando la cautela. Era muy irónico que sus increíbles ganancias de los últimos meses hubieran hecho que Minos Gakis, el magnate multimillonario, lo considerara como un posible yerno.
–Ni siquiera he visto a la hija de Gakis –dijo Alexio secamente.
–Claro que sí –contradijo Sander–. Según Minos, la viste cuando pasaste la noche en Lexos.
Alexio frunció el entrecejo. Hacía un par de meses su yate había tenido problemas en una tormenta, cerca de la costa de Lexos y había llamado por radio para que le permitieran atracar; Gakis tenía fama de evitar de malas maneras la visita de intrusos a su isla privada. Aunque Alexio había sido bien recibido y agasajado con todo tipo de lujos, había sido una noche espantosa.
Aunque tenía más de sesenta años, Minos tenía un pequeño harén de bellísimas jóvenes en su casa palaciega, y había invitado a Alexio a elegir a una para completar la diversión de la noche. Él sintió repulsión al ver lo dispuestas que estaban las aduladoras jovencitas a satisfacer los deseos del viejo. Pero Alexio no había cometido el error de comentar los excesos sexuales de Minos con nadie. Minos Gakis era un enemigo implacable y despiadado y sólo un estúpido se atrevería a provocar su ira. Alexio Christoulakis no quería que nada amenazara su recién creado imperio empresarial…
No creía que ninguna de las jovencitas que había visto fuera Ione Gakis. Alexio soltó una carcajada seca; Gakis distaba de ser un personaje agradable, pero no estaba loco. Por más que lo pensó, no recordaba haber visto a ninguna otra mujer esa noche, excepto al ama de llaves, que lo había llevado a su suite ardiendo de ira y frustración por cómo se había burlado Gakis cuando se negó a dormir con una de sus prostitutas.
–Deja que refresque tu memoria –dijo Sander Christoulakis incómodo, ya que había contado con que su hijo recordara a la joven sin tener que ver una foto.
Alexio miró la foto con incredulidad y la reconoció de inmediato. Masculló una maldición. Aunque estaba de perfil, recordó la inclinación sumisa de la cabeza, el pelo claro recogido en un moño severo y los rasgos frágiles y delicados del rostro.
–¡Creí que era el ama de llaves! –exclamó Alexio indignado, pero sus pómulos se tiñeron levemente; aquella noche, a pesar de su ira, no había sido inmune al encanto natural de la joven.
La recordaba demasiado bien: rasgos finos y delicados, ojos verdes como esmeraldas, sorprendentes e inesperados en una mujer griega. Una belleza natural: la antítesis total de las chicas voluptuosas y artificiales que habían desfilado ante él por orden de su anfitrión. Nunca se había insinuado a una sirvienta, pero esa noche sólo lo habían detenido el silencio y formalidad de ella y su innato sentido de la justicia.
–Tengo entendido que Ione apenas ha salido de la isla. Su padre opina que las mujeres deben quedarse en casa –comentó Sander Christoulakis, con cierta fascinación; él tenía una esposa y dos hijas que no se lo pensaban dos veces antes de volar a cualquier lugar de Europa para visitar a sus amigas o ir de compras.
–Puede que en el futuro considere la posibilidad de un matrimonio de conveniencia –concedió Alexio, pensando que Ione Gakis debería haberse presentado de inmediato–. Pero no tengo ningún interés en casarme con la excéntrica hija de Gakis. Al menos, me gustaría una esposa con personalidad.
–Un mínimo de personalidad da mucho de sí –arguyó Sander con vehemencia, insistiendo en lo que consideraba una gran oportunidad para su hijo–. Y antes de criticar las carencias de Ione Gakis, deberías preguntarte qué tienes «tú» que ofrecerle a una mujer.
–¿En qué sentido? –inquirió Alexio con voz seca.
–Si no tienes corazón que ofrecer, sólo se casará contigo una cazafortunas –advirtió Sander con frustración–. Tu reputación de mujeriego es tal que la mayoría de nuestros amigos no quieren que sus hijas se relacionen contigo.
–No me interesan las vírgenes fervorosas ni las arribistas ambiciosas, así que hacen muy bien –masculló Alexio con desprecio.
Sander Christoulakis contuvo un suspiro. Había hecho lo posible por convencer a su hijo, con la esperanza de que el reto de participar en la amplia red de Sociedades Gakis lo tentara. Había pensado que podría atraerlo el aspecto práctico de un acuerdo matrimonial que apenas le exigiría esfuerzo personal. Sabía que comentar lo beneficioso que sería casarse con la futura heredera de una fortuna, no habría servido de nada.
–A Minos le ofenderá que te niegues sin más –apuntó Sander atribulado–. Quiere que te reúnas con él para discutir la propuesta. ¿Qué mal puede hacer eso?
–Lo pensaré –dijo Alexio, mirando a su padre con ojos oscuros y fríos, que sus competidores habían aprendido a respetar. No estaba dispuesto a demostrarlo, pero el recuerdo de esa noche en Lexos lo intrigaba.
Ione se miró en el espejo cuidadosamente, los ojos verde jade llenos de tensión; que su padre la convocara formalmente era extraño y amedrantador.
Llevaba el pelo rubio claro recogido. El vestido azul oscuro apenas dejaba que se insinuaran las curvas de su esbelto cuerpo, y le llegaba por debajo de las rodillas. En una multitud, habría pasado desapercibida; esa era la imagen que su padre le exigía: modesta, discreta y asexuada. No le importaba lo más mínimo que sus ideas pertenecieran a otros tiempos y estuvieran fuera de lugar en una familia rica y educada; se enorgullecía de sus raíces campesinas y no veía razón para permitir que el mundo exterior invadiera el reino feudal de su isla.
Minos Gakis era un hombre dominante y controlador con un carácter explosivo que podía convertirse en violencia en segundos y que consideraba a la mujer un ser inferior y una posesión. Ya de niña, Ione había aprendido el código de comportamiento que debía adoptar ante su padre, y sabía controlar la lengua y mantener la cabeza gacha. En más de una ocasión le había visto golpear a su madre, ya fallecida. Cuando creció, por mucho que Amanda Gakis intentara protegerla, ella también había sufrido los mismos malos tratos.
La puerta del dormitorio se abrió bruscamente. Ione dio un respingo y se volvió hacia el rostro delgado y agrio de Kalliope, la hermana de su padre.
–¿Por qué estás siempre mirándote al espejo? –resopló Kalliope con desprecio–. Es una tontería siendo tan fea. Si hubieras nacido Gakis, serías una belleza.
Ione, acostumbrada a las pullas de la mujer, se resistió a la tentación de preguntarle qué había fallado en su caso, pues sería difícil encontrar algo atractivo en sus rasgos afilados. En cuanto a lo de «no» haber nacido Gakis, Ione sabía perfectamente que era adoptada, y evitaba los enfrentamientos con Kalliope, para que no se quejara a su hermano de que había sido grosera.
Su tía cumplía con fervor religioso las normas de su Minos y la satisfacía denunciar ante él a cualquier incauto que no lo hiciera. Kalliope no había tenido problemas para dominar a la gentil inglesa que su hermano había tomado como esposa, pero su hija adoptiva era un hueso más duro de roer. Ione no contestaba mal y mostraba un respeto superficial, pero desde que, cuatro años antes, la habían traído gritando y pataleando de vuelta del aeropuerto de Atenas, había en su mirada una determinación estoica, y Kalliope se sentía frustrada como un mosquito que aguijoneara a una víctima insensible.
–Tu padre tiene noticias interesantes para ti –informó Kalliope secamente.
–Me encantará escucharlas –dijo Ione cruzando la antesala al dormitorio lentamente, con aprensión.
–Has sido una hija muy desagradecida –reprobó duramente Kalliope–. ¡No te mereces lo que vas a tener!
¿Qué podía ser? El obvio resentimiento de su tía exacerbó la curiosidad de Ione, pero el nudo de ansiedad que sentía en el estómago se acrecentó. Era incapaz de estar ante su padre sin sentir miedo, y él no era un hombre que hiciera regalos. De hecho, Ione se preguntaba a menudo si su padre sentía placer al negarle todo lo que deseaba. Nunca la había querido y, cuando su madre adoptiva murió, disfrutó contándole por qué la habían adoptado.
Amanda Gakis había tenido un hijo, Cosmas, al año de casarse, pero en los siete años siguientes no volvió a concebir. Minos Gakis, desesperado por tener un segundo hijo, oyó decir que algunas mujeres se quedaban embarazadas después de adoptar uno. Se pensaba que, al satisfacer su deseo de tener otro hijo, la mujer se relajaba y era más fácil que volviera a concebir. Por desgracia, la llegada de Ione no había cumplido esas expectativas. Como Minos sólo la consideraba un medio para un fin, nunca había contado con su afecto paterno.
Su tía la dejó en el vestíbulo, ante el despacho de su padre. Ambas sabían que la haría esperar. Rígida de tensión, Ione miró por la ventana, sin inmutarse ante la maravillosa vista de la bahía. La dorada luz del sol y el intenso azul del cielo se reflejaban en el mar Egeo. Lexos era una isla preciosa, y la enorme casa contaba con todas las comodidades que se podían comprar con dinero. Sin embargo, nada podía compensarle a Ione el saberse tan prisionera en casa de su padre como un criminal en una celda de castigo.
La libertad que ansiaba seguía estando fuera de su alcance. Llevaba cuatro interminables años sin salir de la isla, pues Minos ya no confiaba en ella. Había planificado mal la escapada, había malgastado su oportunidad y había puesto a su padre sobre aviso.
En aquella época seguía un tratamiento de ortodoncia en Atenas, y había sido fácil salir de la clínica dental sin que la vieran los guardaespaldas, meterse en un taxi e ir al aeropuerto. Pero no había consultado los horarios de antemano, y no tuvo la sensatez de comprar un billete para el primer vuelo internacional que saliera. Quería ir a Londres y se había sentado a esperar como una tonta, hasta que sus guardaespaldas la sacaron arrastras del aeropuerto. Se estremeció al recordar el recibimiento de su enojado e incrédulo padre, que nunca había soñado que se atreviera a intentar escapar de su tiranía.
Su madre nunca lo había hecho. Pero eso era porque el espíritu de Amanda Gakis había sucumbido los ataques verbales y físicos de su marido.
–¿Dónde iría? –le había preguntado su madre con asombro cuando Ione, entonces una adolescente, le sugirió que escapara de ese matrimonio abusivo–. ¿Cómo viviría? Fuera donde fuera, tu padre me encontraría. No me dejaría marchar… ¡me quiere demasiado!
Ione, con un cinismo que no correspondía a sus años, había pensado que el amor había convertido en víctima a la bella madre a la que adoraba. El amor era una de las excusas favoritas de Amanda para justificar la violencia que había aceptado como parte de su vida, otra era la adición al trabajo de su marido, que lo volvía agresivo, y otra, su propia e inexcusable estupidez. Se culpaba así misma. Incluso mientras moría lentamente de una enfermedad terminal, se había culpado por causar dolor e inconvenientes a su marido y a su hijo.
Los ojos se le llenaron de lágrimas al comprender cuánto echaba de menos a esa mujer cuyo amor la había protegido de los peores momentos de su padre.
–Señorita Gakis… entre –dijo el secretario personal de su padre, con una sonrisa aduladora.
Minos Gakis estaba de pie bajo su propio y favorecedor retrato. Era un hombre fuerte y de presencia imponente, pero aún no había recuperado el peso perdido mientras seguía un tratamiento contra el cáncer. Aunque el tratamiento había tenido éxito, tenía el rostro grisáceo y estaba más demacrado que meses antes. Por primera vez, Ione pensó que, para ser un hombre tan fuerte y vigoroso, estaba tardando mucho en recuperarse.
–¿Estás bien, papá? –se oyó decir instintivamente.
–Veo que echaremos mucho de menos a mi cariñosa y compasiva hija –replicó Minos con ironía.
La palidez de Ione se tiñó de rubor pero, un segundo después, se preguntó por qué iban a echarla de menos. La esperanza la asaltó con tanta fuerza que le temblaron las rodillas. ¿La habría perdonado por intentar escaparse? ¿Iba a permitirle llevar una vida más normal?
–Después de todos estos años, por fin vas a serme útil –informó el hombre con satisfacción.
Ione comprendió la estupidez de su esperanza. Su padre nunca había hecho nada para complacerla. Se había derrumbado ante la tumba de su madre, pero ese reflejo de humanidad quedaba eclipsado por los recuerdos del daño físico y mental que había infligido a una mujer incapaz de hacer daño a nadie.
–Te he encontrado un marido –anunció Minos.
La sorpresa casi hizo que Ione se tambaleara, y aunque se esforzó por no mostrar ninguna reacción, no pudo evitar un leve gemido estrangulado. ¿Por qué le había buscado un marido? Tenía que ser algo beneficioso para él. Se mordió la lengua, una sola pregunta o exclamación lo harían reaccionar como si hubiera sido una impertinente.
–Habla cuando te hablen –era una lección que Ione había aprendido bien en su infancia–. Una hija respetuosa no cuestiona las decisiones de su padre.
El silencio, como una losa, hizo que se pusiera aún más rígida, mientras esperaba a que él hablara de nuevo. La idea de un marido la dejaba anonadada, nunca se lo había planteado; sobre todo porque era consciente de que su padre disfrutaba teniendo a su familia a su disposición, dependientes de él en cuerpo y alma.
–Si Cosmas no hubiera muerto –dijo el anciano, refiriéndose a su hijo, que se había estrellado con su avioneta el año anterior–, ni se me hubiera pasado por la cabeza un matrimonio así para ti. Pero eres lo único que tengo y algún día heredarás Sociedades Gakis.
–Yo…¿voy a ser tu heredera? –susurró, aún más asombrada por esta segunda noticia.
–¿Quién más hay? –soltó una risa sardónica–. Legalmente, eres mi hija, aunque no tengas una gota de sangre mía.
Ella estaba orgullosa de no ser una Gakis, sabiendo que no llevaba la lacra de sus genes, y se quedó paralizada, perdida en pensamientos frenéticos. No quería heredar Sociedades Gakis. Su gigantesco imperio de negocios era el monstruo que le había dado su poder incuestionable. La riqueza lo había hecho intocable. Sin dudarlo, destruía a todos lo que se le oponían y su esfera de influencia era casi infinita. Una y otra vez, la avaricia de los demás lo protegía, pues sobornaba a cualquiera que pudiera sacar a la luz sus corruptos negocios… o incluso lo que ocurría en su propia casa.
El labio superior de Ione se perló de sudor. Su padre acababa de decirle que le había encontrado un esposo, debería estar pensando en eso y no en otras cosas. Se sentía mareada, y escuchaba los latidos de su propio corazón como un martilleo en la cabeza.
De repente, comprendió por qué no pensaba en que la iban a casar como si fuera una novia medieval, sin derecho a opinar. No servía para nada darle vueltas a algo que no podía cambiar. Si lo desafiaba la haría daño, no tenía ningún escrúpulo y comenzaría a intimidarla en cuanto dijera una sola palabra de objeción. La había convertido en una cobarde, un despojo sin agallas para iniciar una lucha que sabía que no podía ganar.
–Estoy impresionado –comentó Minos Gakis con un tono tranquilo que a ella le provocó un escalofrío–. Ahora sabes el lugar que te corresponde en la vida. Eso es bueno, porque no voy a aceptar ninguna tontería en este caso. Como padre tuyo, sé lo que te conviene.
–Sí, papá –musitó ella débilmente.
–¿Ni siquiera deseas saber quién será tu marido? –se burló él, encantado con su sumisión.
–Si tú quieres decírmelo –murmuró ella.
–Alexio Christoulakis.
–¿Alexio… Christoulakis? –temblorosa, alzó los ojos y se encontró con la mirada divertida de su padre. Su rostro triangular perdió todo vestigio de color al recordar, con demasiada claridad, la noche que había conocido a Alexio Christoulakis. Dejó que sus pestañas largas y oscuras cayeran sobre sus ojos para ocultar su mirada. Alexio Christoulakis, el mujeriego número uno, que parecía adicto a ocupar los titulares de las páginas de negocios y las de sociedad. El tipo al que no le gustaban las sábanas de satén y que había insistido en que se las cambiaran, aunque era ya de madrugada. El hombre cuya prometida se había ahogado nadando borracha a la luz de la luna. El que la había tratado como una criada, sin darse cuenta de que era un ser humano. Ese hombre tan increíblemente guapo que no había podido evitar mirarlo a pesar suyo…
–No me extraña que te asombres de buena fortuna –murmuró Minos Gakis con voz desagradable–. Pero supongo que no necesito añadir que no debes esperar fidelidad. Esto es un acuerdo de negocios. Ocupará el lugar que ocupaba tu hermano y, como marido tuyo, pasará a ser parte de la familia.
Para Ione, cada una de sus palabras fue como un jarro de agua helada que se filtrara en sus venas. Estaba brutalmente claro. Era sólo el medio para conseguir situar a Alexio Christoulakis en un puesto de confianza como yerno.
–Es brillante, decidido, fuerte. Me costó mucho conseguir que aceptara esta alianza. Pero lo necesito. Cuando llegue mañana, harás cuanto sea necesario para mantenerlo contento. ¿Está claro? –presionó su padre.
–Sí, papa –asintió ella, con los labios blancos.
–Incluso cuando te conviertas en su mujer, tu lealtad estará ante todo conmigo. No le dirás que eres adoptada. Los Christoulakis están muy orgullosos de su árbol genealógico. No les avergonzarás ni ofenderás diciéndoles que eres ilegítima, ni que tienes una hermana melliza que no es más que una vulgar prostituta. Ni intentarás ponerte en contacto con ella. ¿Lo has entendido?
El frágil cuerpo de Ione se estremeció un segundo. Sintió una oleada de ira y de amarga repulsión, pero la dominaba la desesperación. Comprendía que el futuro que su padre había diseñado para ella sería tan vacío y limitado como el presente. Quería casarla con un desconocido para que lo espiara. Le obligaba a seguir viviendo una mentira y no quería que se supiera que era adoptada. Además, insultaba a la hermana melliza que ella nunca había conocido. El odio le abrasó los pulmones y miró hacia otro lado.
–Contéstame, Ione –gruñó él.
–Sí, papá. Lo entiendo –replicó como un robot.
En cuanto acabó la entrevista, fue directa al gimnasio. Se cambió de ropa e inició una rigurosa sesión de entrenamiento para eliminar las tensiones de su cuerpo. Se excedió y acabó derrumbándose en una colchoneta, empapada y temblorosa. Fue en ese momento cuando comprendió por qué la noticia de su boda debería llenarla de alegría y alivio.
¡El minuto en que abandonara la isla con su esposo, sería el que iniciara la cuenta atrás de su escapada! Ione echó la cabeza hacia atrás y su risa resonó en el gimnasio. Alexio Christoulakis sería su pasaporte hacia la libertad, no su futuro guardián, no un nuevo señor y dueño de su vida.
Tras haber convivido con un macho dominante y agresivo, no pensaba aceptar a un segundo. Era esencial que Alexio se casara con ella para sacarla de Lexos. Ni siquiera su padre sospecharía que era capaz de abandonar a su marido después de la boda. Sobre todo cuando se trataba de un hombre tan solicitado y atractivo como Alexio Christoulakis, cuya foto se decía era la más popular en las taquillas y dormitorios de los colegios femeninos del mundo.
Ione esbozó una sonrisa y se tiró de espaldas en la colchoneta para hacer planes. Cuando llegara a Inglaterra buscaría a su hermana, Misty. Habían pasado más de cuatro años desde que recibió una carta de ella, pero aún recordaba cada palabra y la dirección. La casa de acogida de su hermana se llamaba Fossetts, y estaba segura de que desde allí podría localizarla, aunque hubiera cambiado de residencia. En cambio, su hermana no sabía nada de ella, ni siquiera cómo se llamaba. Su verdadero nombre de pila era Shannon, pero Amanda Gakis se lo había cambiado. En cualquier caso, cuando por fin se encontrara con su hermana melliza, tendría que convencerla, con tacto y amabilidad, de que no tenía por qué ser la víctima de hombres ricos y abusivos.
Mientras el helicóptero aterrizaba en Lexos, Alexio pensaba en la desconcertante reunión que había mantenido con Minos Gakis cuarenta y ocho horas antes, y en el compromiso que había asumido de casarse con Ione.
Después de ofrecerle una asociación de negocios extremadamente ventajosa, que había pillado a Alexio por sorpresa, Gakis había puesto todas las cartas sobre la mesa. Al contarle la verdad sobre su estado de salud, el magnate se había puesto, en gran medida, en sus manos. La noticia de que al multimillonario podían quedarle sólo unos meses de vida, podría desencadenar una caída en picado del valor de las acciones de Sociedades Gakis, haciéndola vulnerable a una oferta pública de compra.
El imperio Gakis sólo tenía a Minos Gakis al timón. Sus directores ejecutivos no habían sido elegidos por su capacidad de pensar por sí mismos, sino por su eficiencia al seguir órdenes sin hacer preguntas. Minos necesitaba un brazo derecho, un yerno atado a la empresa por vínculos familiares, que se hiciera cargo mientras él recibía otro tratamiento en el hospital. Si no se recuperaba, ¿qué le ocurriría a una hija educada como una novicia de convento, en una isla, que no tenía la más mínima idea de cómo era el mundo real? Una jovencita que heredaría billones y se convertiría en la meta de todos los cazadores de fortuna del mundo.
Sin duda, Gakis no sólo estaba enfermo físicamente, era un padre demasiado celoso de los afectos de su nenita, ¿por qué si no la había educado en un aislamiento tan poco natural? Tenía casi veintitrés años y nunca había tenido novio. Se preguntó si Minos Gakis estaba loco; ¿acaso no sabía que su hija se enamoraría locamente del primer hombre que le dedicara algo de atención?
Alexio razonó que él mismo podría ser ese hombre y, aunque las mujeres que lo perseguían y miraban con adoración no lo atraían en absoluto, sus labios se curvaron con una sonrisa. Ione sería su esposa, y no daba la impresión de ser muy exigente. Si ella lo quería, quizá su matrimonio de conveniencia tuviera más posibilidades. Pero, ¿qué clase de mujer permitía que la vendieran como si no fuera más que una mercancía?
La «mercancía» en cuestión, estaba igual de pensativa. Ione estaba decidiendo cómo tranquilizar a Alexio y hacer que se sintiera seguro. No quería que diera marcha atrás y estropeara sus planes; tampoco olvidaba que su padre había dicho que le había costado mucho convencerlo. Hubiera deseado poder demostrarle que tenía mucho mejor aspecto que el que le permitían sus circunstancias. Pero era imposible, su padre se enfadaría si aparecía maquillada y con un modelito de los que se ponía para animarse en la intimidad de su dormitorio.