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Cuando la tímida académica Cat Smith fue contratada como investigadora por el jeque Zane Ali Nawari, se volvió loca de contento, y quedó completamente deslumbrada por la desbordante química que creció entre ellos. Cat sabía que una aventura con él podía poner en tela de juicio su credibilidad profesional, pero resistirse a las caricias sensuales de Zane le estaba resultando completamente imposible. Su apasionado encuentro tuvo consecuencias… Y quedarse embarazada de quien dirigía los destinos de aquel reino significaba una cosa: ¡que estaba obligada a ser su reina!
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Seitenzahl: 192
Veröffentlichungsjahr: 2019
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2018 Heidi Rice
© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
La herencia del jeque, n.º 2739 - noviembre 2019
Título original: Carrying the Sheikh’s Baby
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1328-698-3
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
Doctora Smith, tiene que venir a mi despacho lo antes posible. Tiene usted una visita muy importante a la que no se puede hacer esperar.
Catherine Smith dejó atrás la verja del Devereaux College de Cambridge a toda velocidad. El breve mensaje de texto de su jefe, el profesor Archibald Walmsley, hacía que el sudor le mojara le frente y se le metiera en los ojos.
Frenó junto al monolito victoriano de ladrillo rojo que albergaba las oficinas de la facultad, saltó de la bici y la dejó en el aparcamiento de bicicletas antes de secarse la frente. Junto al edificio vio una limusina con los cristales tintados y bandera diplomática, detenida en un lugar delante de la entrada principal en el que estaba prohibido estacionar. Se le aceleró el corazón.
Reconocía aquella bandera.
Y con ello se resolvía el misterio de quién había ido a verla: tenía que ser alguien de la embajada de Narabia en Londres. El miedo y la excitación le apretaron las costillas como una boa constrictor mientras subía las escaleras, ya que un enviado de Narabia podía ser algo muy bueno, o muy malo.
Walmsley –el catedrático que se había hecho decano de Devereaux College tras el fallecimiento de su padre– la iba a matar por pasar por encima de él y solicitar una acreditación oficial para acometer una búsqueda en la historia reciente de ese país desértico tan cerrado y rico en petróleo. Pero, si lograba conseguirla, ni siquiera él podría interponerse en su camino. Conseguiría financiación para su investigación. Incluso era posible que lograra permiso para viajar al país.
Seguro que tenía que tratarse de buenas noticias. El gobernante del país, Tariq Ali Nawari Khan, había fallecido dos meses antes tras una larga enfermedad, y su hijo, Zane Ali Nawari Khan, se había hecho con el poder. Muy querido por las columnas de cotilleo, ya que era medio estadounidense, hijo del breve matrimonio entre su padre y la actriz Zelda Mayhew, había desaparecido del ojo público cuando su padre ganó la batalla legal por su custodia siendo él un adolescente. Pero se decía que el nuevo jeque iba a abrir el país, y hacer que Narabia se mostrara al mundo.
Esa era la razón de que hubiera presentado la solicitud: porque esperaba que el nuevo régimen considerara alzar aquel velo de secretismo. Pero ¿y si había cometido un error? ¿Y si aquella visita llevaba malas noticias y era una queja? Walmsley podría utilizarlo como excusa y poner fin a su estancia allí.
La sombra del dolor la atenazó al empezar a subir las escaleras hacia el que había sido el despacho de su padre. Aquel lugar había sido su vida desde que era pequeña, y su padre asumió el cargo de rector, pero Henry Smith llevaba muerto dos años y Walmsley quería que ella se marchara, ya que era el recuerdo vivo del hombre a cuya sombra había tenido que vivir durante más de quince años.
«¡Vamos, Cat! Ha llegado el momento. No puedes pasarte el resto de la vida escondida tras estas cuatro paredes».
Al girar en la esquina, vio a dos hombres corpulentos vestidos de oscuro montando guardia ante la puerta del despacho y el corazón se le subió a la garganta.
¿Por qué habían enviado a un equipo de seguridad? ¿No era un poco excesivo? Tal vez la reacción de Walmsley no era lo único que debía temer…
Se apartó el pelo de la cara y se sujetó los rizos rebeldes para ganar tiempo. El chasquido de la goma sonó como un latigazo en el corredor vacío. Ambos la miraron como si fuera un asaltante en lugar de una profesora de veinticuatro años con un doble doctorado en Estudios de Oriente Medio. Parecían dispuestos a placarla contra el suelo como se le ocurriera estornudar.
–Disculpen –murmuró–. Soy Catherine Smith. El rector me está esperando.
Uno de los hombres-montaña asintió y entreabrió la puerta.
–Ha llegado –anunció.
Cat entró en el despacho con el vello de la nuca erizado.
–¡Doctora Smith! ¡Por fin! ¿Dónde se había metido? –exclamó Walmsley y su voz sonó tensa y aguda.
Cat dio un respingo al oír la puerta cerrarse a su espalda. ¿Por qué toqueteaba los papeles que tenía sobre la mesa? Parecía nervioso, y era la primera vez que lo veía así.
–Lo siento, rector –contestó, intentando leer su expresión, pero su cara quedaba en penumbra porque la luz entraba por una ventana de guillotina que quedaba a su espalda–. Estaba en la biblioteca. No he recibido su mensaje hasta hace cinco minutos.
–Tenemos un ilustre visitante que ha venido a verla, y no debería haberle hecho esperar.
Walmsley hizo un gesto con el brazo y Cat se dio la vuelta. Se le pusieron los pelos como escarpias. Había un hombre sentado en el sillón de cuero que había junto a la pared del fondo.
Su rostro también quedaba en sombras, pero, aun estando sentado, se le veía enorme, con unos hombros desmesuradamente anchos a pesar del traje caro que llevaba. Tenía una pierna cruzada sobre la otra, apoyada en el tobillo, y una mano morena la sujetaba por la espinilla. Un reloj de oro de los caros brillaba a la luz del sol. La pose era indolente, segura y curiosamente depredadora.
Descruzó las piernas y salió de las sombras, y el pulso errante de Cat voló hasta la estratosfera.
Las pocas fotos que había visto del jeque Zane Ali Nawari Khan no le hacían justicia. Pómulos marcados, la nariz afilada, el pelo indomable resultaban fuera de sitio ante un par de ojos brutalmente azules, del mismo tono turquesa que había hecho famosa a su madre.
Estaba claro que había heredado los mejores genes de ambas familias. De hecho, sus facciones eran casi demasiado perfectas para ser reales, excepto por la cicatriz que tenía en la barbilla y un bulto en el puente de la nariz.
–Hola, doctora Smith –la saludó con su voz cultivada y un acento en su inglés claramente norteamericano de la Costa Oeste. Se levantó y se acercó a ella, y Cat tuvo la sensación de ser abordada como lo sería una gacela que se hubiera metido sin darse cuenta en la jaula del león del zoo de Londres.
Respiró hondo intentando recuperar el control, no fuera a ser que cayese desmayada sobre sus zapatos de Gucci.
–Me llamo Zane Khan –se presentó.
–Sé quién es usted, Majestad –le dijo ella, demasiado consciente de la diferencia de estatura.
–No utilizo el título fuera de Narabia.
La sangre se le subió de golpe a las mejillas y vio que, al sonreír, se le hacía un hoyuelo en la mejilla izquierda. «Por el amor de Dios, ¿un hoyuelo? ¿Es que aún no es lo bastante demoledor?».
–Lo siento, Majes… Zane.
El calor le llegó hasta la raíz del pelo al verle sonreír.
«Ay, Dios mío, Cat. ¿De verdad acabas de llamar al rey de Narabia por su nombre de pila?».
–Lo siento. Lo siento mucho. Quería decir señor Khan.
Respiró hondo para serenarse y se llevó con ella el aroma de un jabón cítrico y una colonia de perfume de cedro. Retrocedió hasta topar con la mesa de Walmsley.
Él no se había movido de donde estaba, pero podía sentir su mirada clavada en cada centímetro de su piel.
–¿Ha venido por mi solicitud de acreditación? –le preguntó.
Qué tonta. ¿Por qué si no iba a estar allí?
–No, doctora Smith –contestó él–. He venido a ofrecerle un trabajo.
Zane tuvo que contener el deseo de echarse a reír cuando los ojos castaños de Catherine Smith adquirieron el tamaño de un plato.
Ella no se lo esperaba, pero es que él tampoco la esperaba a ella. La única razón por la que había acudido en persona era porque tenía una reunión de trabajo en Cambridge con una firma tecnológica que iba a proporcionar acceso a Internet de alta velocidad a Narabia. Y porque le había puesto furioso el informe de su gente en el que se le informaba de que alguien de Devereaux College había estado investigando sobre Narabia sin su permiso.
No se había molestado en leer el expediente que le habían enviado sobre la académica que había solicitado la acreditación, y había dado por sentado que sería poco atractiva y de mediana edad.
Lo que menos se esperaba era que le presentaran a una mujer que parecía una estudiante de instituto y con los ojos del color del caramelo. Parecía un muchacho, vestida con unos vaqueros ajustados, botas de motorista y un jersey sin forma alguna que casi le llegaba a las rodillas. Su pelo castaño que una goma a duras penas lograba contener, contribuía a dar esa impresión de juventud y de belleza no convencional. Pero eran sus ojos de color caramelo lo que de verdad llamó su atención. Grandes y rasgados, resultaban sorprendentes y sobre todo tremendamente expresivos.
–¿Un trabajo para hacer qué? –preguntó, y su franqueza lo sorprendió.
Miró por encima de ella directamente a Walmsley.
–Déjenos.
El académico de mediana edad asintió y salió del despacho, consciente de que los fondos para su departamento estaban en juego por la investigación de aquella mujer.
–Necesito que alguien escriba un informe detallado del pueblo de mi país, de la historia de su cultura y costumbres para completar el proceso de apertura de Narabia al mundo. Tengo entendido que usted posee un conocimiento considerable de la región, ¿no?
Su gente le había sugerido la hagiografía, todo ello formando parte del proceso destinado a sacar a Narabia de las sombras y llevarla a la luz, un proceso en el que se había embarcado hacía ya cinco años, cuando su padre abrió el puño de hierro con que había sostenido el trono. Cinco años había tardado Tariq Khan en fallecer del ataque que lo dejó reducido a una sombra del que era, un tiempo en el que Zane se las había arreglado para sacar a la industria petrolera de la era oscura, empezar una serie de proyectos de infraestructuras que llevarían electricidad, agua potable e incluso acceso a Internet a las zonas más remotas de su país. Pero aún quedaba mucho por hacer y lo último que necesitaba era que se desataran los cotilleos sobre la relación de sus padres y la naturaleza difícil de su relación con su progenitor, porque la historia quedaría reducida solo a eso.
El trabajo de aquella mujer amenazaba con llamar la atención sobre el libro que había pensado encargar, en el que quería que se hiciera hincapié en la adaptabilidad del país y en su modernización, si descubría la sórdida verdad de por qué había llegado a vivir en Narabia. Pero impedirle la entrada no era la respuesta adecuada. Él siempre había estado convencido de que el mejor modo de atacar un problema era de frente. «No confíes en nadie nunca», había sido una de las máximas favoritas de su padre, y una de las muchas duras lecciones que él había aprendido.
–¿Quiere que escriba un libro sobre su reino? –preguntó ella. Parecía atónita, y él se preguntó por qué.
–Sí. Para ello tendría que acompañarme a Narabia. Tendría tres meses para concluir el proyecto, pero tengo entendido que usted ya lleva más de un año investigando sobre mi país.
Una investigación que él necesitaba saber si había descubierto o no lo que quería mantener oculto.
La vio humedecerse los labios y se sintió atraído hacia su boca. Aunque parecía no llevar carmín, se quedó durante un instante mirando sus labios gordezuelos y brillantes, y la punzada de lujuria le resultó sorprendente. Las mujeres con las que se acostaba solían ser mucho más sofisticadas que aquella.
–Lo siento, pero no… no puedo aceptar.
–Le aseguro que el salario es considerable –respondió él, molesto consigo mismo y más aún con su negativa.
–No lo dudo –contestó Cat, aunque él sospechaba que no tenía ni idea de lo lucrativa que podía ser su propuesta: más de lo que un académico podía ganar en diez años, obtenido en tres meses–, pero es que no creo que pudiera escribir un relato completo en ese tiempo. Por ahora solo he hecho investigaciones preliminares, y nunca he escrito algo de tal magnitud. ¿Está seguro de que no prefiere los servicios de un periodista?
De ninguna manera iba a abrirle las puertas de su pasado a un periodista.
–¿Qué edad tiene, doctora Smith?
Aquel abrupto cambio de tema pareció ofenderla. Debía de estar acostumbrada a que la gente cuestionara sus credenciales, lo cual no era sorprendente ya que por su aspecto ni siquiera se diría que estaba en la universidad, y mucho menos tener dos doctorados.
–Veinticuatro años.
–Entonces, está aún en los albores de su carrera. Yo le estoy ofreciendo la oportunidad de hacerse un nombre fuera de… –miró los lomos de cuero viejo de los libros que llenaban las estanterías, tomos académicos herrumbrosos, todo historia muerta en su opinión– del mundo académico. Usted quería obtener una acreditación oficial para investigar en Narabia, y esta es la única oportunidad que va a tener de obtenerla.
Una vez él se hubiera asegurado del contenido final de su libro.
Le dio un instante para absorber el ofrecimiento y la amenaza, y no tardó mucho en hacerlo, ya que su rostro se volvió rojo como la grana.
–Podría continuar mi trabajo sin acreditación –contestó, pero mordiéndose el labio inferior, un gesto que volvió a enviarle una molesta descarga a la entrepierna, aunque también descubrió lo que eran en realidad sus palabras: un heroico farol.
–Podría, pero su plaza de profesor titular aquí quedaría rescindida –se había agotado su paciencia. Por atractiva o heroica que fuera, no tenía tiempo de seguir jugando con ella–. Y me aseguraría personalmente de bloquear su acceso al material que necesita para seguir investigando acerca de mi país.
Ell alzó tanto las cejas que se le pegaron al pelo, y el rojo de sus mejillas hizo que resaltaran las pecas que le salpicaban la nariz.
–¿Me está usted… amenazando, señor Khan?
Él se metió las manos en los bolsillos del pantalón y se acercó más.
–Al contrario. Le estoy ofreciendo la posibilidad de validar su trabajo. Narabia es un lugar fascinante y muy hermoso, que está a punto de salir de la crisálida y alcanzar por fin todo su potencial.
Ese era el objetivo final del juego: hacer que su país llegase a un punto en el que pudiera abrazar su herencia cultural sin quedar rehén de ella.
–¿Cómo puede escribir de un país que nunca ha visto, de una cultura que nunca ha experimentado, o de unas gentes a las que no conoce?
La pasión de los ojos de Zane hacía que el azul de sus iris se tornara más tormentoso e intenso. Y profundamente inquietante.
«Te está llamando cobarde».
Darse cuenta le tocó a Cat un nervio que llevaba años cauterizando aunque, en el fondo, ¿cómo podía replicarle?
Desde que había llegado a Cambridge, a Devereaux College, se había sumergido en el aprendizaje porque así se sentía a salvo y segura.
Pero desde el fallecimiento de su padre, había querido probar sus alas, dejar de estar asustada de su deseo de ver mundo.
«No seas tan aburrida, cariño. Papá no se enterará si no se lo cuentas. ¿Qué eres, un gato o un ratón?».
La imagen de la sonrisa brillante de su madre – demasiado brillante en realidad– y de sus ojos de color chocolate, llenos de pasión, apareció en un rincón de su consciencia.
«No vayas por ahí. Esto no tiene nada que ver con ella, sino contigo».
Se obligó a mirar los ojos azules de Zane Khan, cargados de secretos que hasta aquel momento solo había intuido. Era un hombre peligroso para su paz mental, pero ¿por qué iba a tener eso algo que ver con su integridad profesional? ¿Y qué si se sentía totalmente sobrepasada y únicamente había estado cinco minutos en su presencia? Seguro que se trataba solo de una consecuencia de todas las cosas que la habían retenido prisionera durante tanto tiempo. La confianza había que ganársela, y para ello había que enfrentarse a los temores. Y no ser una cobarde.
«Lo único que tienes que hacer es creer que puedes hacerlo, Cat. Entonces lo lograrás».
La voz de su padre y el ánimo que siempre le había dado cuando la ansiedad la paralizaba el primer día de colegio, o de instituto, o de universidad, reverberó en su cabeza.
Sí, la idea de realizar aquel viaje era aterradora, pero ya era más que hora de que dejase de vivir en su zona de confort. Tenía veinticuatro años, y nunca había tenido siquiera un novio en condiciones, lo cual seguramente explicaba que hubiera estado a punto de desmayarse al encontrarse con Zane Khan.
Había visto montones de fotografías y artefactos de Narabia, le había cautivado la increíble variedad geográfica del país y su rica herencia cultural, pero solo había sido capaz de rascar en la superficie de sus secretos. Ya sabía que necesitaba experimentar de primera mano el país y la cultura para validar su trabajo. La ocasión de experimentar lo que podía ser un momento tumultuoso en la historia del país también resultaba tentadora, profesionalmente hablando.
Y el único momento que tendría que pasar en compañía de Zane Khan sería para la investigación.
–¿Tendré acceso absoluto a los archivos?
–Por supuesto –respondió él sin dudar.
–También me gustaría entrevistarle a usted en algún momento –añadió antes de que le diera miedo preguntarlo.
Vio algo tenso y defensivo en sus ojos.
–¿Por qué iba a ser necesaria tal cosa?
–Bueno, usted dirige el país –contestó ella. No entendía por qué tenía que darle explicaciones–. Y también porque ha tenido una infancia occidentalizada y su perspectiva debe de ser única.
–Estoy seguro de que podré hablar con usted en algún momento –contestó él, pero su tono era vagamente tenso–. ¿Trato hecho?
Cat respiró hondo. Tenía la sensación de estar a punto de saltar a un precipicio, porque en muchos sentidos era así… pero llevaba mucho tiempo esperando una oportunidad como aquella.
«No querrás pasarte la vida siendo un ratón».
–De acuerdo –dijo, y la excitación que sintió casi desbancó al pánico.
Tendió la mano y, cuando una mano de dedos largos y fuertes se la estrechó, deseó poder retirarla. Su apretón era firme, impersonal, pero la sensación que le subió por el brazo fue todo lo contrario.
–¿Cuánto tiempo tardará en prepararse para el viaje?
–Eh… creo que podría estar allí dentro de una semana más o menos –dijo ella.
–No es suficiente.
–¿Perdón?
–Haré que redacten el contrato y se lo entreguen en una hora. ¿Quinientas mil libras es suficiente por su participación en el proyecto?
«¡Medio millón de libras!»
–Yo… es muy generoso.
–Excelente. Entonces salimos para Narabia esta noche.
«¿Salimos? ¿Esta noche? ¿Qué?».
–Yo…
Él alzó una mano y su débil protesta se le quedó en la garganta.
–Nada de peros. Hemos hecho un trato.
Sacó el teléfono del bolsillo del pantalón y los dos guardaespaldas y Walmsley, que debía de haber estado pegado a la puerta, se alertaron de inmediato al ver que abría.
–La doctora Smith vendrá conmigo esta noche en mi avión privado –anunció.
Walmsley abrió tanto la boca que su gesto de pasmo resultó cómico, pero es que ella no tenía ganas de reír.
Zane la miró por encima del hombro.
–Un coche vendrá a buscarla dentro de cuatro horas para llevarla al aeropuerto.
–¡Pero necesito más tiempo! –consiguió balbucir. ¿Dónde se había metido? Porque empezaba a sentirse otra vez como un ratón, un ratón muy tímido y angustiado en presencia de un león enorme y hambriento.
–Se le proporcionará todo lo que pueda necesitar –respondió Zane, y cortó más posibles protestas poniéndose el teléfono en el oído mientras se alejaba por el corredor con los dos guardaespaldas flanqueándolo.
Cat vio su alta figura desaparecer en la esquina y se quedó con la respiración congelada en los pulmones mientras su estómago caía por el precipicio dejando atrás al resto de su persona.
El problema era que no había tenido la ocasión de saltar a aquel precipicio en particular… porque acababan de darle un empujón.
Cat llegó al aeródromo privado de las afueras de Cambridge cuatro horas y media después, aún apabullada por la reunión que había tenido con el dirigente de Narabia.
«¿Esto está ocurriendo de verdad?».
Las luces del hangar iluminaban un estilizado jet pintado con los colores verde y dorado de la bandera del reino del desierto.
El chófer, que había llegado a las ocho en punto a recogerla, sacó la bolsa de tela que le habían prestado del maletero de la limusina y acompañó a Cat hasta la escalerilla del avión.
Un hombre apareció en la puerta, vestido con una túnica y el tocado tradicional de Narabia, tomó la vieja bolsa de manos del chófer y la hizo pasar al avión tras presentarse como Abdallah, uno de los sirvientes personales del jeque.
Atravesó la cabina, dejando atrás asientos de cuero, mesas de madera pulida y una gruesa moqueta, y llegó a un dormitorio privado que había al fondo de la aeronave.