La Hermandad de la Nieve - José Vicente Pascual - E-Book

La Hermandad de la Nieve E-Book

José Vicente Pascual

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Beschreibung

"Álvaro de Bayos fue mi abuelo, y muy rico se hizo en Granada con La Hermandad de la Nieve. La fundó al año y tres meses justos de que sus majestades católicas recibiesen las llaves de la ciudad por manos del último rey moro... "Mi abuelo nunca supo escribir ni leer, pero de números sabía y de nieve más que nadie. Por eso juntó tanta fortuna". Este es el comienzo de La Hermandad de la Nieve, saga familiar de "los neveros", un gremio dedicado al oficio del hielo y de transportar nieve desde las alturas del Muley Hacén a Granada. La Hermandad de la Nieve no es una historia de grandes héroes, reyes, conquistadores y príncipes. Sus protagonistas son simples hombres y mujeres valerosamente entregados al afán de vivir. Ganarán su fortuna mediante un duro trabajo en lucha con la montaña y sus nieves perpetuas, se convertirán en personas respetadas, incluso temidas; y vivirán sus pasiones con intensidad propia de una estirpe de supervivientes. Durante tres generaciones que abarcan todo el siglo XVI, el gremio de neveros afrontará, además, las tremendas convulsiones sociales que padeció el reino de Granada, donde cristianos y moriscos acabarían dirimiendo sus diferencias en una crudelísima guerra civil. El amor y el deseo, la ambición y la codicia, la bondad y el ansia de poder recorren esta novela como un susurro enredado con los vientos gélidos de Sierra Nevada, escenario sobrecogedor que puede ser tan bello como terrible, tan colmado de vida como apetecido por la muerte. La Hermandad de la Nieve es el misterio de Granada explicado solo por quienes pueden hacerlo: aquellos que la hicieron y vivieron y nunca la poseyeron.

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La Hermandad

de la Nieve

José Vicente Pascual

Índice de contenido
Portada
Título
Dedicatoria
Citas
Parte primera
1
2
3
4
5
6
7
8
9
10
Parte segunda
11
12
13
14
15
16
17
18
19
Parte tercera
20
21
22
23
24
25
Epílogo
Texto epílogo
Nota del autor
Datos técnicos

A Sonia López Maestro, mi mujer

Granada, tierra frigidísima y a la falda de la nieve.

Diego Hurtado de Mendoza

Historia de la Guerra de Granada

La nieve, de vos presente, se muestra ser otra cosa.

Cancionero (¿1443?)

Juan de Tapia

...por bien tengo que cosas tan señaladas, y por ventura nunca oídas ni vistas, vengan a noticia de muchos y no se entierren en la sepultura del olvido...

La vida de Lazarillo de Tormes y de sus fortunas y adversidades

Prólogo

PARTE PRIMERA

Las nieves del sur

1

Álvaro de Bayos fue mi abuelo, y muy rico se hizo en Granada con la Hermandad de la Nieve. La fundó al año y tres meses justos de que sus majestades católicas doña Isabel de Castilla y don Fernando el de Aragón recibiesen las llaves de la ciudad por manos del último rey moro, MuhammadXI, a quien los cristianos llamaban Boabdelí y los de su misma estirpe Zogoibi, palabra que significa «El Desventurado» en la antigua aljamía que ya casi nadie habla en este reino. Mi abuelo nunca supo escribir ni leer, pero de números sabía y de nieve más que nadie. Por eso juntó tanta fortuna.

Álvaro Andrés de Bayos fue mi padre, quien tampoco supo leer ni escribir aunque sí aprendió el negocio de la nieve y el gobierno de la Hermandad. Fue un hombre magnánimo cuando las circunstancias lo permitieron; y si no era el caso, pues con frecuencia la vida y sus disturbios nos obligan a decidir entre lo malo y lo menos malo, tuvo fama de implacable.

Álvaro de la Santísima Trinidad de Bayos es mi nombre. Tuve cuatro hermanos mayores, por lo que no hubo necesidad de que me iniciase en los trabajos de la nieve. Aunque fui maestro del gremio nunca goberné a la Hermandad y sus allegados, lo que no sé si debe satisfacerme o he de tomar, quizás, como inadvertida pérdida de otra forma de vivir que mucho estímulo y acaso felicidad hubiese traído a mi existencia; aunque también digo y dicho queda: a estas alturas de mi edad, el asunto no me causa desazón ni me quita el sueño.

Aprendí a leer y escribir y otras provechosas artes en la escuela del licenciado Merino, servidor de la poderosa familia de los Hurtado de Mendoza, quienes siempre lo distinguieron con su protección. Saber letras no me hace mejor ni siquiera igual en méritos a mi padre y mi abuelo, pero dos ventajas me confiere: no echar de menos lo nunca sucedido, aquellos afanes bien intensos de emoción por los caminos de la Hermandad que, como digo, no fueron posibles y no añoro; y poder regalarme hoy, cuando acabo de cumplir los setenta y cinco años de mi edad, el discreto y urgente lujo de contar la historia de mi familia, redactarla y ponerla en pliegos de vitela para que de ella tengan memoria quienes apetezcan saber sobre nosotros, nuestra ciudad y nuestra Hermandad a lo largo de más de un siglo. Si a bastantes interesare, me daría por satisfecho. Si, por contra, solo yo y algún curioso despistado encontrásemos provecho en la lectura de estos cuadernos, tanto se me da y tanto me importa, pues no creo que el valor de los mismos se encuentre en los pocos o muchos ojos que en ellos se posen, sino en lo que sea yo capaz de relatar y cómo se diga lo que debe decirse; pues mi padre me enseñó desde primera hora que es necesario hacer lo que sentimos por obligación, sin dilaciones ni espera de recompensas. Al día presente, anciano y por demás achacoso, como corresponde a un varón de mis años, siento esa obligación de la que mi padre hablara con su acostumbrada sentenciosidad. El porqué del empeño, explicar estos anhelos despiertos en mi ánimo, los que me agitan y me llevan del sillón y el fuego hogareño a la mesa de escribiente y guían los pulsos del cálamo y me impelen a redactar páginas de principio a fin, es asunto un tanto más complejo. Y para que se me entienda mejor en este punto, empezaré por el final.

Hace dos semanas presencié la quema de dos hombres en el Campo de Gracia, a las afueras de la ciudad, donde suelen instalarse las hogueras cuando el cabildo y la Chancillería y el Santo Oficio organizan ejecuciones. Ambos reos estaban acusados del vicio nefando, el cual es perseguido con mucho rigor en Granada desde que algunos escándalos por sodomía alcanzasen a familias encumbradas, motivo por el que bastantes hijos, criados, preceptores y amigos de la gente de seda y blasón hubieron de salir furtivamente del reino, para no remover habladurías y aplacar el fervor con que estos asuntos se comentaban de esquina en esquina. Desde ese mismo momento, ya a salvo los sospechosos de perversión, protegidos por sus nombres y apellidos, hubo solemnes, encendidas predicaciones en todas las iglesias contra las usanzas, modo de vida y lujurias de los depravados; y se tomó la justicia muy a conciencia perseguir a quienes practicasen, fomentaran o encubrieran tales descarríos. Todo lo cual ha fomentado un ambiente convulso, de agitación colectiva y puntillosa diligencia por descubrir al pecador maldito, delatarlo y llevarlo ante los alguaciles de la Chancillería o los ministriles del Santo Oficio. Así es mi ciudad, esta Granada que duerme indolente por años y años en admirable desgana y de pronto, como aquel que despierta de un sopor demasiado extenso y ya harto aburrido, se viste y aliña con ganas de bullicio y organiza clamores públicos por cualquier causa que satisfaga la inquietud del vecindario, sea la misma de grave consideración o futileza con suficiente arraigo en el sentir común para convertirse en muy santa causa. Así es ella, Granada, y así quienes la habitan y son sus dueños o inquilinos desde que el débil, atribulado y cien veces traicionado Zogoibi la entregase a sus católicas majestades, el primer viernes del primer mes del año del Señor de mil cuatrocientos noventa y dos, a las tres de la tarde, hora en que Jesucristo Hijo expiró en el Gólgota. Fueron día y hora cuidadosamente elegidos para la ceremonia, no cabe duda, y de aquellas decisivas minucias creo yo que viene a los granadinos su apego al poder simbólico de los pequeños detalles. Si se fijan en algo hermoso, breve y digno de admirar, lo llamancollejo. Si el pespunte hila fino sobre asuntos turbios, séase dicho su nombre verdadero: maledicencia y retorcida entraña. Pero como ellos y yo vivimos en el mismo sitio y nos llamamos vecinos y así será hasta el día en que deje este mundo, me conformo pensando que va lo uno por lo otro: la collejura por la mala uva, los silencios de siesta larga por los tumultos breves, el olor de las hogueras que impregna mortífero la ciudad y sus entornos por la fragancia de los días soleados, cuando el agua de la sierra baja briosa y límpida, flores de mil clases respiran radiantes a orillas del Dauro y las damas se acicalan con perfumes de muguete para salir a la calle, unas camino de la iglesia y otras hacia el mercado, según sea condición de cada cual. A estas compensaciones entre lo bello y lo horrendo llaman equilibrio los filósofos y expertos en ciencia. Yo resignación le digo, pues todos tenemos nuestro criterio, y el mío, aun sin ser ingeniero ni filósofo, algo puede aún y algo se escucha y bastante pesa en esta Granada de tanto desvelo y tanto dormir plácido.

También creo, y es el mío un firme convencimiento, que los ajusticiados en el Campo de Gracia no eran auténticos reos de ningún delito sino víctimas de la excitación desaforada que recorre los ánimos con este asunto tan penoso y tan sórdido de la sodomía. Fueron presos, pasaron casi un mes en las cárceles de la Chancillería, padecieron interrogatorios y suplicios y siempre mantuvieron la misma versión sobre lo sucedido, a pesar de que el verdugo aplicara en ellos toda su pericia. Cautivos en celdas separadas, sin hablar media palabra entre ellos y, por tanto, sin posibilidad de urdir mentiras que los exonerasen, dijeron una y otra vez su verdad coincidente, la cual yo tengo por verdad, y porfiaron en ella con tanta vehemencia que hasta los relatores de la Real Chancillería y los comisionados del Santo Oficio llegaron a debatir sobre la posibilidad de que fuesen inocentes. Pero fue mucho el ruido organizado, demasiada la gresca de ociosos, metesillas y aficionados al espectáculo de las hogueras. Al final prevaleció el convencimiento de que si no en aquella ocasión, en otras habrían pecado, pues las trazas de su conducta así lo indicaban. Y fueron a la hoguera. El origen de su desdicha y el porqué de su destino, si no fuese por lo trágico, resultaría casi cómico.

Se llamaban Lucio Arredondo y Manuel de Gabias, y de ese mismo pueblo venían, de las Gabias, subidos en una carreta con tiro de mula donde cargaban cestas de higos muy dulces, recogidos en una huerta propiedad del primero. Se dirigían a Granada para vender los higos en el mercado próximo a la judería. Como era verano y hacía mucho calor, decidieron hacer un alto en el camino, a cobijo de una umbrosa revuelta del río Dílar, el cual habían cruzado por la pontana de San Merlo. Decidieron también refrescarse con un baño en las fresquísimas aguas del río. Sin dengues ni miramientos, como era de natural en dos rústicos acostumbrados a la desenvoltura, se despojaron de calzado, camisas y bombachas, quedaron desnudos como al mundo viniesen y se arrojaron entre risas y resoplos a las aguas del Dílar, tan puras, pienso yo, como ellos mismos lo eran.

Al cabo de un rato de holgar y bracear en la poza donde se bañasen, uno de ellos, el llamado Manuel, dijo a su compañero: «Algo de hambre me ha entrado con el remojón. ¿Qué le parece, compadre, si me acerco a la carreta, tomo una de esas cestas y nos damos un buen atracón de higos?». A Lucio Arredondo le pareció acordada la idea, y en tanto Manuel salía desnudo de las aguas y se dirigía a la carreta, continuó regalándose en el goce del baño vespertino. Al poco, su amigo y socio Manuel, puesto en pie sobre el bastidor del carro, asomó desnudo, alzando una cesta de higos en la mano derecha: «¿Esta le parece bien, compadre?».

Los hombres crean las ocasiones, pero es el diablo quien las interpreta. Quiso la fatalidad que en ese mismo momento llegasen a la orilla opuesta del río un grupo de comadres, las cuales acudían cada tarde para lavar ropa. Viendo a Manuel en pie, desnudo, sujetando la cesta de higos y sonriendo oferente a su amigo y socio Arredondo, debieron de pensar que era aquella una torpe, muy grosera y muy depravada representación deEl nacimiento de Venus, del gran Botticelli o cosa remotamente parecida, porque, en el transcursos de su existir, ninguna de aquellas mastuerzas había contemplado más obra artística que las imágenes de las iglesias de su pueblo, ni por supuesto conocieron reproducción, copia o algo que semejase al afamado cuadro del artista florentino. Ante la figura compuesta por Manuel y la escena completada por Arredondo esperando en el agua, no llegó a sus mientes más discurso que el de la ignorancia y, supongo, la maldad. «¡Maricones! ¡Maricones!», gritaron todas ellas, que lo eran en número de siete como siete fueron las gorgonas que atormentaban a Prometeo encadenado. «¡Maricones!», repitieron sin dar ocasión de explicarse a los huertanos, los cuales, viéndose tan comprometidos, ende desnudos ante las arriscadas hembras, cometieron la imprudencia de huir a toda prisa, subidos al pescante y arreando a la mula sin tomar tiempo siquiera para medio vestirse. Esa misma tarde, el alguacil mayor de Churriana, pueblo del que eran vecinas las comadres, galopó hasta Granada, los localizó en el mercado y los puso presos ante la guardia de la Real Chancillería.

La quema de Lucio Arredondo y Manuel de Gabias fue rápida y, en lo que cabe, piadosa. El verdugo los achuquinó en cuanto los magistrados del Santo Oficio, cumpliendo la caritativa costumbre, miraron hacia los cielos, como si rezaran, para así facilitar la maniobra de estrangulamiento sin comprometer su conciencia con objeciones al protocolo mortal, pues nada habían visto. Apenas torturó el fuego a los supliciados, ese último consuelo les quedó. No gran cosa, según se mire, aunque mucho debieron agradecerlo, igual que todos cuantos se vean en idéntico trance. Dicho sea esto último sin dármelas de sabedor en ajenas experiencias ni ponerme en situación de nadie; mucho menos en el lugar de aquellos Lucio Arredondo y Manuel de Gabias que acabaron sus días ardiendo como teas.

Me hizo reflexionar, y mucho, la suerte de los carreteros. Quiénes eran en verdad, cuáles sus vidas, quién los amase y a quién amaran. Qué sueños los conmovían, qué industrias los ocupaban y qué esperanzas hubieron para ellos y sus hijos en un futuro que nunca alcanzaron, desbaratada su andadura en este mundo por el contratiempo grande entre los más grandes que es la hoguera. Y quién ha de llorarlos y recordarlos, qué viuda o hermana o madre les encargará misas de difuntos y qué sacerdote se atreverá a oficiarlas; pues de sus familiares y amigos nada se supo, ni aparecieron durante el proceso para testificar a su favor ni, tras ejecutada la sentencia, para recoger sus huesos calcinados. Pueden más la vergüenza y el miedo que la compasión, es sabido, y en este caso viene de molde tan triste certeza porque los descendientes y allegados de quienes perecen en la hoguera son cautivos del estigma por el resto de su vivir, y la gente los señala por la calle, y se aparta a su paso, y rumorean con inquina: «Míralos, son hijos de aquel pervertido al que dieron fuego en el Campo de Gracia». Bien seguro que los mismos reos, a través de tercerías que pagan los presos con buen metal, advirtieron a los suyos para que no intentaran aproximárseles ni decir una frase a su favor, ni una súplica, ni un rezo siquiera mientras ardían. Callar, humillar la vista, callar y asentir, disimular y callar... esa es la ley de quienes han de sobrevivir a los condenados, haya sido su ejecución por causa legítima o porque a unas comadres de Churriana les causara escándalo ver el desnudo de dos hombres que se bañaban en el río. No me extraña que en esta ciudad de bondades en silencio y pecados a voces se advierta tanto recelo a la costumbre del agua y el jabón: si agua fuese solo, fría o caliente, se tiene por hábito de moros, tan amigos de baños y otras ruindades; si con jabón, cosa de afeminados en tanto el enjabonado sea hombre; si fuere mujer, sus motivos habrá para que le sea necesario lavarse, ninguno de ellos honorable. Así son ellos, mis vecinos, y así piensan casi todos; y así hieden las iglesias en días de gloria santoral y en honras de difuntos. Gran invento fue el incienso purificador cuando el husmo de multitudes flota bajo techo sagrado, no cabe duda.

Por lo expuesto y por más motivos que irán diciéndose a lo largo de esta relación, no quiero callar por más tiempo ni velar en el arcón de los sigilos aquello cierto de mi vida y la de mis padres y abuelos, y de mi familia completa. Sé quién soy, quiénes hemos sido, qué hicimos y por qué así hicimos durante los muchos años en que la Hermandad de la Nieve recorrió sendas propias por estos dominios que hoy, a quince días del suplicio de los carreteros, aún apestan a chamusquina. Mucho y con extrema dureza trabajaron los míos, pero siempre en prudente reserva, sin dar explicaciones a quien no se debían y sin desvelar los secretos de la Hermandad. Mucho ganaron en piezas de oro y plata, pero nunca hicieron ostentación de ello. Fueron ricos, pero no poderosos. Ganaron el respeto de autoridades y vecinos, mas no su aprecio. Vivieron con holgura aunque siempre en humilde morada. Acrecieron la bolsa y callaron para que nadie escuchase el latir de su riqueza. Casi siempre consiguieron lo que se proponían, pero nadie supo nunca qué mano movió los hilos del azar y la voluntad, qué arbitrios pagó su oro y qué afecciones ganaron con promesas hasta que el designio fue cumplido. La Hermandad de la Nieve siempre mantuvo obligatorio sigilo sobre su menester; el sigilo se convirtió en misterio y el mismo misterio transciende a la nada y nos encamina al puro olvido, lo que sucederá inevitablemente si alguien no acude con diligencia a la recordación y la fija como es de precepto en estos casos, sobre papel y en tinta indeleble, antes de que todos hayamos muerto y desaparezca nuestra memoria y ni los más chismosos de Granada, que los hay a legión, se molesten en relatar cuáles fueron nuestros méritos, cuáles nuestras virtudes y, desde luego, cuáles nuestros pecados, de los que también a legión puede hacerse contabilidad.

Soy el último de mis hermanos y el más longevo de ellos. La enfermedad y otras adversidades se llevaron a los demás, dos varones y dos mujeres cuyas vidas me fueron algo lejanas pero nunca extrañas, mucho menos indiferentes. El día en que yo también emprenda el último atajo que lleva a ultramundo —circunstancia que venteo demasiado próxima—, acabará la estirpe que ha comandado la Hermandad de la Nieve durante más de un siglo. El negocio y su regiduría pasarán a manos de una caterva dislocada de sobrinos, nietos, biznietos y otros afines que nada entienden de la nieve y ni por milagro comprenderían las mañas y trastiendas de este negocio. Son tan necios y tan codiciosos, y tan regalados en la ociosidad, que ya andan repartiéndose la herencia antes de que yo muera, y tienen riñas y pleitos mutuos, ya se achacan el querer de más o aceptar responsabilidades de menos, pelean como niños caprichosos y disfrutan como bobos de su futura riqueza cuando lo único cierto es que, en manos de esos gaznápiros, la Hermandad de la Nieve no perdurará más de cuatro o cinco años, plazo que calculo ajustado antes de que todo vaya a la bolsa de los prestamistas, los comerciantes de lucro, los maestros de sastrería, joyeros y demás espabilados que han de ripiar hasta la última moneda de los bienes acaudalados por tres generaciones de neveros. Así se las compongan mis sucesores con sus deudas de ricos empobrecidos, a mí ese asunto nunca me importó y no es momento de empezar a preocuparme por él.

No me inquieta lo más mínimo cuál haya de ser el futuro de la Hermandad de la Nieve, pero sí pienso en su pasado, su historia y hechos notables, tanto fuesen en relación a la industria que nos mantuvo dignos y holgados por mucho tiempo como concerniesen a la vida de cada uno de los nuestros, el intramuros de cada progenie, cada hombre y cada mujer que vivió y padeció y gozó junto a mis antepasados. De todo ello quiero hablar en estos memoriales, y que de toda historia y cualquier argumento se deduzca el último motivo, ya irrenunciable, que me mueve a escribirlos: que no se olvide a los míos, quienes fueron mi propio ser y dieron sentido a mi existir, que no caigan en obscena desmemoria sus pasos por este mundo y su larguísimo caminar por las sendas de la nieve. Que alguien, alguna vez, nos recuerde como lo que fuimos: hijos de Dios que hicieron lo debido y se guardaron como pudieron de las asechanzas del diablo. El bien o el mal que hayamos causado, de mis narraciones se deduzca y el Altísimo premie o perdone. El provecho que a nuestros vecinos llevásemos, sea causa de gratitud si tanto mereciese. Y el daño, que también lo hubo en ocasiones, se evoque sin rencor, acaso con algún atisbo de benevolencia para aquellos que, dedicados a acarrear nieve, más de una vez no pudieron librarse del mayor inconveniente de este oficio: helarse el corazón. Y si no hay perdón, haya censura, qué remedio. Más desasosiego me traen al alma las oscuras amenazas del olvido que el posible maldecir de alguna gente. O de mucha gente.

No haya olvido, me reitero. Es lo único que suplico al Todopoderoso en el día de la fecha, a nueve del mes de agosto de mil y seiscientos y diecisiete años de la edad de Jesucristo Hijo de Dios y de la Santísima Virgen María. Amén y así sea.

2

Álvaro de Bayos llegó en 1482 al reino de Granada con la tropa bajo mando de Gonzalo Fernández de Córdova, de la casa de Aguilar, quien tomase plaza como alcaide de Íllora, a nueve leguas de la capital nazarí, para dirigir desde ese enclave la actividad de su ejército y hombres de embajada. Todos sabían que Granada iba a convertirse tarde o temprano en dominio de Castilla; y aunque la guerra fue larga, tuvo más de ceremonia que de auténtica campaña militar. Los enfrentamientos eran simbólicos casi todos ellos, movimientos de soldados que avanzaban o retrocedían, se ocultaban en arboledas amenazando contraataque o exhibían sus armas, número y pertrecho en lo alto de una colina, tal cual fuesen canes de los que muestran largos dientes y gruñen pero nunca acaban de morder ni hacerse sangre unos a otros. El convencimiento general era que, a aquellas alturas del cerco de Granada, resultaba más eficiente la tarea diplomática que la pólvora de los arcabuces. Tan así fueron las maniobras que el mismo Gonzalo Fernández de Córdova quedó ratificado como alcaide de Íllora por el rey Boabdelí, quien lo consideraba su amigo, prácticamente un aliado en las largas negociaciones que mantuvo con los Católicos Reyes para entregarles la ciudad en condiciones honrosas y con alguna ventaja, pues humano es sacar lo que se pueda de lo perdido, o de aquello que sabemos va a perderse.

Álvaro de Bayos no hablaba mucho de esos tiempos. Yo creo que no los recordaba como época de gloria, esfuerzo o mérito, sino de media holganza y trabajos rutinarios, faenas de intendencia e ingeniería militar, la principal de las cuales fue talar árboles, una estrategia de desmonte que allanó todos los caminos desde los reales cristianos al mismo corazón de Granada. Pues en efecto, los Católicos Reyes habían congregado bajo su autoridad indiscutida a la nobleza y ejércitos de Castilla, Aragón y todos los reinos cristianos de España. Por primera vez los generales y maestres de campo, los príncipes e infantes de dorada alcurnia, olvidaron pendencias y controversias entre ellos para unir sólidamente sus fuerzas en la última acción militar que depararía el imperio de la Cruz sobre todo el solar hispano. Eran muchos, bien armados, organizados y sujetos a inquebrantable disciplina. Los defensores de Granada, por contra y para su desdicha, eran pocos, divididos y, según contaba Álvaro de Bayos en alguna de las ocasiones en que le dio por evocar épocas de guerra, traicionados por sus hermanos de fe, quienes al otro lado del mar, en los poderosos reinos musulmanes del norte africano, nada hicieron por su suerte ni un dedo movieron por librarlos de la conquista.

Ocurrió de esta manera, tal como narraba Álvaro de Bayos, o quizás de otra semejante que condujo a los mismos resultados. El caso fue que a los diez años de iniciada la contienda, el dos del mes de enero de 1492, Boabdelí y sus cortesanos, consejeros y alfaquíes se reunieron con los Católicos Reyes en el antiguo morabito que hoy es granadina iglesia de San Sebastián, y allí hicieron entrega simbólica de las llaves de su reino, última ciudad musulmana en Europa que a partir de ese momento y ya para siempre fue cristiana. Álvaro de Bayos estuvo presente en la ocasión como fuerza de número, ataviado con su viejo uniforme de lancero en la compañía de veteranos de Alconada, a cuyo mando estuviera el capitán don Martín Delavera, quien habría de favorecerle con su amistad por la entera vida de ambos. Desde su posición de privilegio todo lo vio y casi todo lo escuchó Álvaro de Bayos: cómo Boabdelí reclamaba el cumplimiento de los pactos para la entrega de la ciudad, redactados y firmados seis semanas antes en la población de Santa Fe; cómo los Católicos Reyes concedían; cómo el rey nazarí puso en manos del secretario real, don Fernando de Zafra, las ya mentadas llaves. Y cómo un aura de satisfacción y orgullo asomó en los semblantes de los caballeros cristianos que acompañaban a Isabel de Castilla y Fernando el de Aragón, entre quienes se encontraban generales ilustres cuyos nombres bien recordaba mi abuelo: don Íñigo López de Mendoza, conde de Tendilla, nombrado alcaide de la Alhambra y Virrey de Granada; don Alonso de Cárdenas, maestre de la Orden de Santiago; don Pedro Manrique, duque de Nájera; y don Pedro Fajardo y Chacón, adelantado de Murcia y capitán general de Lorca.

Granada ya era posesión de los monarcas cristianos. Un murmullo de apetencia y regocijo se propagó entre la milicia. Los clérigos entonaron oraciones de gratitud al Altísimo mientras alzaban cruces que aquel día relucieron victoriosas junto a los estandartes cristianos; los capitanes y merinos, adelantados y oficiales de campo, los hombres de tropa y la nobleza, la plebe y la aristocracia, contemplaban con avidez y seguro contento la prometida ciudad, ahora a espaldas de Boabdelí y sus comisionados: aquel reino de frondas y misterios, palacios vestidos con el oro de los sueños y jardines donde corrían aguas puras, entre mármoles blancos y flores que exhalaban todos los perfumes del Oriente. Sobre la bruma tentadora de la ciudad en sigilo, maravillaba a los cristianos la silueta de la Alhambra, embellecida por la luz del atardecer: la morada de los reyes nazaríes que muchas leyendas decían antesala del paraíso. Las miradas confluían en la esbelta ciudadela y a todos conmovía pensar en los dulces secretos, riquezas y esplendores que habría tras de sus muros. Todos alzaban la vista hacia aquella imagen delicada y soberbia que durante siglos fuese orgullo de la estirpe de Nasr al-Hamar, y la anhelaban como se codicia a una mujer hermosa. Todos menos Álvaro de Bayos, mi abuelo, quien había decidido mirar más hacia arriba, levantar la vista y extasiarse de nuevo en las cumbres de la Sierra Nevada, la sobrecogedora mole de titánicas montañas a cuyos pies Granada parecía pequeña y frágil. La nieve era un manto de pudicia, quizás de compasión, tendido por voluntad del Altísimo sobre un reino que moría y otro que estaba naciendo. Sudario y cuna eran las nieves. Principio y fin. En eso pensó Álvaro de Bayos, y dio gracias a Dios por encontrarse entre quienes llegaban nuevos a la nueva tierra donde caía dócil la nieve eterna. Acababa de cumplir los cuarenta años de su edad y se sentía renacer.

Siguieron días y semanas de incesante actividad. Los más irreductibles alfaquíes habían predicado la resistencia mártir contra quienes llamaban invasor cristiano, por lo que se les hubo de poner presos en tanto sus ánimos de guerra se aplacaban. El rey Boabdelí, en evitación de mayores disturbios, partió a su señorío de la Alpujarra, territorio del que había sido nombrado cuidador vitalicio por sus majestades católicas. Cuentan algunos que ya abandonada la ciudad, en la postrera elevación donde aún podía contemplarse el antiguo y primoroso dominio sobre el que reinara, le pudo la tristeza y se echó a llorar con desconsuelo. Su madre, la intrigante Aixa Al-Horra, quien en el pasado alentó guerras civiles, revueltas y muchas discordias que debilitaron fatalmente al reino nazarí, reprochó aquel gesto del hijo exiliado con palabras que ponían en duda su entereza como hombre y denostaban la actitud vergonzosa de plañir como mujer. Aunque este episodio, según mis saberes y entenderes, se antoja un tanto dramático y en exceso cargado de escenario, por lo que en el mismo creerá el que quisiere. Yo no le otorgo verosimilitud. En nada que saliera de labios de Aixa, de suyo mujer venenosa, puede creer ningún hombre de juicio sensato.

Los nuevos dueños de la ciudad tomaron los palacios de la Alhambra y la Casa de la Ciencia —también llamada Yusufiyya o Madrassa—, como centros desde los que se organizaría la nueva vida, pues muy nueva era para unos y otros, moros y cristianos.

Los primeros actos solemnes que tuvieron lugar fueron las conversiones de familias musulmanas de medio brillo, sobre todo comerciantes y ordinarios del transporte, quienes habían estado en contacto por muchos años con las tropas de Castilla, vendiendo y comprando, trayendo y llevando, y ningún reparo en su conciencia hallaban para abrazar la religión de los vencedores aunque la ley y la costumbre, de momento, los eximían de aquel celo por ganarse la confianza de los nuevos señores de Granada. Las ceremonias, según contaba Álvaro de Bayos, tuvieron lugar en la ermita de San Sebastián y en la iglesia del cercano pueblo de Monachil, una mezquita que prontamente fue restituida a su uso cristiano, pues en todos los anales constaba que mil y más años antes, cuando en toda la península mandaban los reyes de Toledo, fue el primer templo erigido en Granada a mayor gloria de María Santísima Madre del Salvador. Habría muchas más conversiones con el paso del tiempo, cuando la pragmática sobre usos de religión obligase a los antiguos pobladores de Granada a abrazar el cristianismo o ir al exilio. Mas aún no era llegada esa época. Los moros bautizados desde primera hora fueron al agua bendita de muy buena voluntad y por propia convicción, decididos a ser cristianos en un reino que pronto decretaría la fe de Roma como única, obligatoria para todos sus habitantes.

Aparte aquellos ritos que mucho molestaban a los musulmanes acérrimos, muy mucho complacían a los dignatarios de la Iglesia y muy poco preocupaban a Álvaro de Bayos, la nueva autoridad de Granada emprendió urgentes acciones para que el recién incorporado dominio no solo fuera sino que pareciese ciudad sujeta a la ley y usos de Castilla. Enseguida se instalaron los comerciantes, proveedores, almaceneros, artesanos, banqueros y prestamistas que habían seguido a los ejércitos en campaña durante tiempos de guerra. Con ellos iban sus mujeres, hijos y demás familia, lo que también era circunstancia frecuente entre los soldados. Unos por otros, contando a la gente de armas, esposas, vástagos, sirvientes y otros allegados, fueron entre veinte y treinta los miles que comenzaron a vivir en Granada durante los primeros meses tras la conquista. Y como donde hay mucho afincado todo se afinca, también en poco tiempo llegaron a la ciudad numerosos prácticos en diversos oficios y modos de ganar la vida, como los toneleros, vinateros, herreros y barberos sacamuelas, curtidores y guarnicioneros; también hidalgos sin beneficio que rastreaban su fortuna en la ciudad recién abierta a todos, y médicos tras de aquellos enfermos que pudieran pagar su ciencia, y muchos predicadores sin iglesia en busca de devotos que agradecieran sus sermones con comida caliente, techo que los cobijara y, si había suerte, alguna que otra moneda. Acudieron también bachilleres dispuestos a merecer en las casas principales y ganarse el pan enseñando letras y latines a los hijos de los nobles. También llegaron, eso es de lógica, multitud de rufianes, ganapanes, rabizas, artistas del naipe y demás gallofa que siempre seguían a los soldados y, ciertamente, no podían vivir sin ellos y sin esquilmar su bolsa. No habían pasado tres meses desde la toma de la ciudad cuando ya alborotaban en Granada seis tabernas y tres mancebías; pues allá donde el hombre va, lo acompañan sus costumbres y sus vicios.

Don Gonzalo Fernández de Córdova no quiso licenciar forzosamente a quienes habían luchado bajo sus estandartes. Los veteranos con diez o más años de antigüedad, que eran mayoría en la tropa, podían tomar licencia con dote de quinientos reales de plata, conservando los cargos y privilegios que hubiesen ganado durante el servicio y bajo promesa de, hasta pasados cinco años, no aceptar armas ni oficio de ninguna clase en otro ejército. Y los soldados con menos tiempo de servicio podían exonerar el compromiso abonando un censo de mil maravedíes aquellos que fuesen solteros y setecientos los casados, caudal enteramente destinado a la caja de levas por si en el futuro resultase necesaria la recluta de nuevas tropas. Don Gonzalo Fernández de Córdova, por mucho que dijesen algunas lenguas y por más que la reina Isabel, pasados algunos años, le pidiera explicación sobre cómo administraba los recursos de la corona, siempre llevó sus cuentas con celo muy encomiable.

Álvaro de Bayos había servido al de Córdova durante doce años, por lo que tenía pleno derecho a licenciarse y tomar los quinientos reales de dote. Seguía viviendo en la acampada de Santa Fe, a dos horas de marcha de Granada. En cuanto tuvo conocimiento de la ordenanza caminó hasta la ciudad y se llegó al edificio de la Madrassa, donde el capitán de su compañía, don Martín Delavera, ejercía como ayudante del interventor de los ejércitos de Lorca, Los Vélez e Íllora. Ambos se saludaron con efusión, pues habían sido muchos los años compartidos bajo las mismas banderas, en la misma formación durante la batalla y alrededor del mismo fuego cada noche de guardia, y eran ya bastantes los meses que llevaban sin encontrarse.

—Quiero pedir mi licencia en el ejército de Íllora —dijo Álvaro de Bayos a su capitán.

—¿Estás seguro y lo has pensado bien? —lo interrogó don Martín Delavera.

—Lo tengo completamente decidido.

Conversaban en una escribanía donde los legajos, actas, nóminas y relaciones iban amontonándose en el suelo, a falta de mobiliario. Solo una pequeña mesa y una jamuga, colocadas en un rincón, vestían la dependencia. Martín Delavera utilizaba aquella mesa para sostener el recado de escribir y de vez en cuando poner su firma en algún documento.

—Mira que se aproximan épocas de actividad en el ejército —insistió Delavera—. Lo cual ha de traer buenas oportunidades a los veteranos que sostengan armas en nuestras filas.

—Lo sé, pero no me interesa —contestó Álvaro de Bayos, con la rotundidad que acostumbraba. El capitán don Martín Delavera conocía aquellas maneras propias del carácter, resuelto y enérgico, del que fuera uno de sus mejores soldados. Si había tomado una decisión, muy difícil sería que la enmendase. Lo intentó sin embargo. Con nulas esperanzas de éxito, lo intentó.

—Don Gonzalo ha recibido la encomienda de organizar un ejército y llevarlo a Italia, donde más pronto que tarde habrá pendencias contra el rey de Francia y algunas ciudades que apoyan su causa, malquistado como se encuentra con Nápoles y los dominios del Papa, y también codicioso de las riquezas en aquellos territorios, como es natural. Los venecianos se han declarado neutrales en el conflicto, pero sabemos que, llegado el caso, apoyarán a la escuadra de Castilla, de manera que el éxito de nuestras tropas es casi seguro. Por otra parte, y te convendría recapacitar sobre ello, la reina católica está empeñada en llevar la doctrina de Cristo a las tierras de norteáfrica. Ha puesto sus ojos en Orán, Túnez y algunos puertos principales de Berbería. Quienes luchen contra el moro recibirán doble paga y, por supuesto, podrán lucrarse legítimamente con derechos sobre el botín de guerra.

—No me interesa —repitió Álvaro de Bayos, sin inmutarse.

—Si fueras soldado novato, no te aconsejaría participar en estas empresas. Las oportunidades son muchas, como mucho el oro a ganar y las granjerías que pueden obtenerse, pero también son cuantiosos los peligros que correrán nuestras levas tanto en Italia como en África. Los arqueros de Tunicia lanzan flechas envenenadas con sus propias heces, por lo que cualquier rasguño causa fulminante cólico del que suelen perecer los más fornidos en menos de día y medio. Ser preso de aquella gente despiadada supone condena segura al despellejamiento, y más después morir abrasado bajo el sol de cualquier arenal, atado de pies y manos mientras los perros lamen la carne viva y comienzan su festín antes de que el reo haya perecido. En Italia es posible que no sean tan brutales, pero ninguno está a salvo de un arcabuzazo, una saeta lanzada por los expertos ballesteros de Nápoles, una emboscada a deshoras de la noche, entre calles estrechas, donde las afiladas dagas de esa gente son arma utilísima. A todo ello y muchos más contratiempos se expone la tropa que acuda a combatir donde los llama Gonzalo Fernández de Córdova. Pero tú no eres un recién venido al ejército. Gozas de la experiencia y consideración de los veteranos, y también de sus privilegios. Lo más seguro es que se te adjudique el mando de una partida bien nutrida, no menos de diez hombres entre los que habrá piqueros, ballesteros y algún arcabuz. Nunca estarás en primera línea, pues ya se guardarán los oficiales y maestres de campo de exponer sus mejores hombres a las sangrías que padece la chusma de avanzada. Más que combatir, dirigirías a los tuyos en segura aunque honrosa retaguardia, y lo más probable es que regresases siendo un hombre mucho más rico y, tenlo por cierto, con grado de oficial y paga vitalicia que garantice la quietud y holgura en tu vejez.

—Sigue sin convenirme —respondió enseguida Álvaro de Bayos. Sabía que a pesar de la generosa oferta de licencia a los veteranos, el nuevo ejército de Gonzalo Fernández de Córdova necesitaba su experiencia y pericia, tanto para entrenar a los bisoños en combate como para mantener la disciplina de la tropa. Por tal causa, no por ninguna otra, había perorado su discurso el capitán Martín Delavera, animándole a continuar la vida miliciana y augurando un futuro de poco esfuerzo y mucho beneficio. Pero él, como antes dije, ya había tomado su decisión.

—¿Qué vas a hacer entonces? —preguntó Delavera.

—Tengo planes.

—¿Volverás a tus tierras del norte, para establecerte allí con los quinientos reales de plata que te corresponden?

—No por cierto. Dejé las montañas de León hace más de veinte años. Mis padres habrán fallecido a buen seguro, no tengo otra familia que me llame ni, mucho menos, me necesite; ni bienes o predios de los que cuidar o acaso añorar.

—¿Entonces?

—Pienso quedarme en Granada.

El capitán Martín Delavera compuso un gesto de asombro.

—¿Granada? Por Dios que no te entiendo, Álvaro de Bayos. Este es un reino conquistado, entregado, rendido y sin nada que ofrecer a un hombre con ambiciones. No quisiera engañarte... Es cierto que en poco tiempo han de establecerse en la ciudad hombres que saben y conocen los negocios de buen lucro, como el cultivo y factura de la seda y otras rentas que se dan con abundancia en las huertas de los moros. Vendrán quienes entienden el arte de prestar dinero a los comerciantes y sacar diez monedas por cada una que pongan en sus manos, y otros de la misma ralea: los consignatarios de mercancías, los prebendados de la corona para el fielato de grano y ganado, los recaudadores de impuestos. Todos ellos y algunos más, seguro, se harán muy ricos en este reino. Pero, sinceramente, buen amigo, no creo que ninguno de esos trabajos sea adecuado para ti. Más bien, y no tomes mis palabras como demérito a tu persona, pues sabes que bien te aprecio, quedan lejos de tus posibilidades.

—También lo sé.

—Entonces, ¿por qué ese empeño de quedarte en Granada?

—Porque han de surgir otras industrias que me serán de provecho.

—¿Cuáles, si puede saberse?

Álvaro de Bayos creyó oportuno el momento para manifestar lo que pensaba sobre aquellos asuntos tratados en la pequeña sala donde Martín Delavera, en condiciones de precario, ejercía sus funciones de interventor.

—Antes se ha referido mi capitán a la montaña de León, donde tengo mis orígenes y, supongo, algún familiar lejano me vive —dijo mientras un leve asomo de orgullo alumbraba su expresión —. De aquellos campos de Dios suele decir la gente que nacen cristianos duros como su tierra, lo cual tengo por cierto, al menos en lo que concierne a la solidez de nuestras ideas, sean muchas o pocas las acomodadas en el santiscario de cada cual... así como duras suelen ser, y bien duras, nuestras convicciones. Quiero hablarle, capitán, de una de ellas, una de esas certezas que seguro ha de compartir conmigo. Escuche pues lo que he decirle. Granada, en efecto, es tierra ya conquistada, pero sabe usarcé, igual que yo, que todo nuevo reino, cualquiera de ellos, tiene siempre sus orígenes en un acto de fuerza por más que luego sean la ley y los acatamientos a la autoridad quienes imperen y rijan la vida de sus habitantes. Sin tal acto de fuerza previo no hay reino que pueda decirse completamente instaurado. Y eso hecho a faltar en esta conquista del dominio de los nazaríes, capitán Delavera. Hubo en el transcurso de la guerra muchas escaramuzas, avances y retrocesos, exhibición de fuerzas y amagos de usarla, pero ninguna auténtica batalla que redujera al enemigo a la condición de derrotado. La misma entrega de la ciudad, como bien recuerda, no fue en sí un acto de conquista sino una cesión pactada, apalabrada, negociada y rubricada por las firmas de los altos dignatarios de ambos reinos, como quien cierra un negocio cualquiera y vende o compra, cede aquí para sacar rédito allá. Eso fue lo sucedido en Granada y así han quedado las cosas, a medio hacer. El acto definitivo de poder al que me refiero no ha tenido lugar, pero ha de producirse más tarde o más temprano. Habrá más pendencias, más guerra y sufrimiento por ambos bandos, y encono de unos contra otros, sediciones y traiciones, movimientos de ejércitos con emergencia alistados, batallas campales... Esta paz que ahora tenemos y que no es paz verdadera, no ha de durar mucho tiempo, de eso estoy seguro.

—La tuya es una suposición bastante aventurada. Los moros de Granada han aceptado las leyes de Castilla y...

—¿Suposición? —interrumpió Álvaro de Bayos al capitán Delavera—. Hablo de la lógica del mundo y de cuantas cosas de importancia en él suceden, no de suposiciones. Dígame un solo caso de conquista, dominio y advenimiento de una nueva potestad terrena que no se ciña a las normas que antes he descrito. Si lo hace, entonces le daré la razón.

Pensó por unos instantes su respuesta Martín Delavera. Finalmente, no tuvo más remedio que admitir:

—Y bien... En el caso de que estés en lo cierto, ¿qué beneficio esperas de todas esas confrontaciones que atisbas en el futuro?

Álvaro de Bayos, satisfecho, dejó que una amplia sonrisa abarcara su semblante.

—Usarcé lo ha dicho hace unos momentos. Allá donde hay guerras y ejércitos en campaña, surgen muchas oportunidades para los hombres determinados en busca de su fortuna. No quiero acudir a las mismas como soldado sujeto a disciplina de cuartel y órdenes de batalla, sino como uno más entre el paisanaje, aunque sabiendo dónde se encuentra la verdadera riqueza de esta tierra, cómo encontrarla y cómo sacarle beneficio.

El capitán Martín Delavera, a esas alturas de la conversación, estaba ciertamente desorientado. Álvaro de Bayos indicó que lo acompañase al otro extremo de la escribanía. Desde aquel lugar, a través de un ventanuco, se divisaban las alturas de la mole montañosa que asciende por sobre el ser de Granada, toda cubierta de nieve.

—Ahí arriba. ¿La ve usted, capitán?

—¿Te refieres a la nieve?

Álvaro de Bayos asintió.

—Si no te conociera, diría que has perdido el juicio.

—Pero me conoce. Sabe que no soy loco ni pienso en locuras. Sabe quién soy tanto como yo mismo lo sé, en qué tierra nací, cual ha sido mi vida desde que me enrolé en la milicia de don Gonzalo. Y sé algo que en esta ciudad va a convertirme en hombre acaudalado: conozco la nieve como si la nieve hubiese sido mi propia madre.

3

—Nieve para los enfermos, hielo para quienes padecen fiebre y dolor de heridas abiertas, magulladuras, golpes y huesos quebrantados; los que precisan insensibilizar cualquier parte de su cuerpo antes de que el cirujano les aproxime la lanceta, o mojar sus labios resecos en la esponjosa nieve que alivia las calenturas. Nieve para conservar los ungüentos y medicinas, los preparados de sanación, las sustancias que el cuerpo necesita para restablecerse y que los calores de esta tierra, tan extremada en su clima, descompone en época de verano. Hielo y nieve para cuido de los alimentos, enfriar las bebidas, conservar las provisiones, mantener la humedad y frescura de las despensas. Cualquier mercadería y sustancia que deba guardarse por tiempo indefinido, hasta que precisemos de ella, necesita frío para que la pudrición no la consuma, vuecencia lo sabe. Atender la necesidad de una sola persona, o de una familia, no es gran problema. Pero abastecer una ciudad y todas sus necesidades, es caso distinto. También si queremos evitar enfermedades que de las que se propagan por insanía de los alimentos, epidemias y demás estragos para la salud del común, necesitamos la nieve. Esa misma nieve que está arriba, siempre, durante todo el año, en los senderos de la sierra y en los ventisqueros junto a los picos más altos, esas cumbres tan poderosas a las que llamaban los moros Sulayr, las montañas del sol, y sus cimas nunca holladas por cristianos: Balata y Mulay Hassán, lugar donde dicen se encuentra la sepultura del padre de Boabdelí. En los roquedos y cantiles de ese territorio inmenso, entre valles, pinadas y sabinares, remansa la nieve todos los días del año, esperando que alguien se decida a bajarla.

Conversaba Álvaro de Bayos con el regidor don Antonio Luis Maza, ejerciente Caballero Veinticuatro del cabildo de Granada, con quien Martín Delavera le había convenido audiencia.

—Me parecen muy acertadas sus consideraciones sobre la salud de las gentes y la conveniencia de acarrear nieve, señor Álvaro de Bayos. Pero acláreme una duda —preguntó el Caballero Veinticuatro, algo malicioso—. Antes de llegar a Granada, de tener la nieve tan próxima y tan a mano, ¿cómo se las arreglaban los ejércitos cristianos sin ella? ¿Y cómo vivieron los antiguos habitantes de la ciudad sin recurrir a sus beneficios?

Álvaro de Bayos no había llegado hasta ese momento, aquel encuentro decisivo con Antonio Luis Maza, quien habría de otorgarle licencia de bajar nieve de la sierra y venderla en Granada, para que objeciones tan sencillas lo arredrasen. Contestó con seguridad de experto en la materia, cosa que sin duda era.

—Los ejércitos que pusieron cerca a Granada durante tanto tiempo se proveían de nieve cuando les era imprescindible. La buscaban donde la hubiese y la hacían traer en carretas, desde lugares muy remotos. No importaba la época del año ni la distancia, pues los trabajos de la guerra, como vuecencia no ignora, a menudo son desmesurados. Cuentan que el sultán Saladino, en plena batalla por Jerusalem y con sus tiendas plantadas en el desierto, bebía cada mañana agua cristalina en una copa de oro que había pasado toda la noche enfriándose en nieve. Si aquella nieve provenía de los montes de Anatolia o los riscos helados de Isfahán, poca importancia tiene, pues los ejércitos de Saladino eran tan inmensos como su poder, y podría haberse hecho bajar la nieve de las montañas del Atlante, las cuales, según leyenda de aquellos confines, sostienen el mundo más allá de los imperios de Persia. También la reina Católica, sin ir tan lejos y como todos recuerdan, mandó acarrear nieve, en más de una ocasión, de la sierra granadina hasta su campamento en Santa Fe.

—Eso es cierto —admitió don Antonio Luis Maza.

—En cuanto a los dichos habitantes del antiguo reino nazarí, sabemos que igualmente subían en busca de hielo y nieve, aunque no era una actividad regular, organizada ni reglamentada. Considere vuecencia que las familias principales de entre ellos, casi todas residentes en los palacios de la Alhambra, contaban con el frescor de sus jardines, el agua y el mármol, esas tacas que hemos visto en cada rincón y en cada habitación de la gente mora de alcurnia, donde los líquidos permanecen fríos, como recién sacados de las tripas del invierno. Los alimentos y cualquier preparado que sus médicos destilaran, se conservaban por mucho tiempo. El agua, la frondosidad de los jardines y los mármoles de frialdad inalterable, eran beneficio de los ricos, quienes apenas tenían necesidad de acordarse de la nieve más que para contemplarla y extasiarse en su pureza; o para hacerse enterrar bajo la perpetua piedad de su manto, como hizo el ya mentado Mulay Hassán, lejos del mundo y muy cerca de los cielos. Cómo se las arreglasen los pobres es asunto que ni les importaba a ellos ni, a decir verdad, debería preocuparnos a nosotros. Hablo a vuecencia del bienestar presente de los cristianos que habitan en Granada, no de las antiguas comodidades o penurias de los moros.

Don Antonio Luis de Maza era hombre accesible, aunque no se dejaba convencer sin antes oír cuanto consideraba necesario sobre el negocio que se tratase, exponer todos sus reparos y hacer todas las preguntas que llegaran a su entendimiento.

—Si librásemos la cédula que solicita, autorizando ese comercio de la nieve, ¿quién se haría cargo del mismo? Me refiero a los hombres que han de subir a la sierra, trajinar, cargar y transportar mercancía tan perecedera. ¿Con quién cuenta para el menester, señor don Álvaro de Bayos?

—Con buenos cristianos, casi todos ellos veteranos del ejército, quienes se encuentran ahora en Granada y desean permanecer en este reino, trabajar honradamente, fundar sus familias, prosperar y traer muchos hijos al mundo para mayor gloria del Altísimo y servicio de sus majestades católicas.

—Eso está bien —dijo Antonio Luis Maza. Inmediatamente susurró:

—No me gustaría que los moros anduviesen metidos en esas faenas, subiendo y bajando de la sierra, sin estar quietos y a sosiego en sus hogares como debe ser, dedicados a sus tareas legítimas a la luz del día, donde todos podamos verlos.

—Tiene vuecencia mi palabra de que en la cofradía de neveros no ha de entrar uno solo que no fuese bautizado nada más venir al mundo.

—Con ello cuento, en el caso de que lleguemos a buen convenir.

Habían pasado seis meses desde que Álvaro de Bayos expusiera al capitán Martín Delavera sus planes sobre la nieve. Durante ese tiempo, no pasó un solo día sin que mi abuelo dedicase todos sus empeños al propósito de poner en marcha la industria de la nieve. Tras licenciarse en el ejército de Íllora, con los quinientos reales de dote tomó en arriendo una pequeña finca situada a las afueras de Granada, al inicio de la senda principal que conduce a lo más alto de la sierra, en un pago conocido como Puente Verde, donde ya se habían asentado algunas familias de cristianos. Recorrió los entornos en busca de lugares a resguardo, pequeñas huertas en la umbría donde apenas diese el sol y, por ello mismo, pudiese comprar o alquilar por poco dinero. Caminó montaña arriba muchas veces, inspeccionando el terreno, conociéndolo, trazando sus propios mapas con tinta de humo sobre pieles curtidas de liebre que guardaba en su hogar, con celo de conquistador acopiando pertrechos antes de su gran expedición. Holló la nieve con pasos tenaces, se hundió en la nieve hasta la cintura en días de ventisca, a pleno invierno, y nunca la nieve lo trató como a enemigo. Durmió muchas noches protegido bajo cualquier peñasco, calentado por una hoguera, y al amanecer continuó recorriendo las sendas del frío hasta conocerlas todas, como cualquier campesino conoce la tierra que ha de alimentar a su familia. Como la palma de la mano sabía aquellos terrenos tras semanas y meses de recorrerlos y aprender sus caminos. Encontró algunas grutas entre las quebradas del Purche y Las Sabinas, y a la entrada de las mismas colocó estacas y ramaje en advertencia de que había tomado posesión de ellas. Cuando tuvo fijo en la memoria aquel inmenso territorio, el cual habría podido transitar de noche, sin tea ni fanal que alumbrasen sus pisadas, regresó a Granada en busca de gente que quisiera alistarse con él en la aventura de la nieve.

Buscó a uno de los veteranos del ejército de Íllora, un tal Deogracias Meléndez, quien había solicitado licencia al mismo tiempo que él. Estaba seguro de que la condición impaciente de aquel hombre, buen soldado aunque incapaz para la vida lejos de los cuarteles, le habría hecho dilapidar los quinientos reales de la dote en unas cuantas borracheras, partidas de naipes de las que duran cuatro días y salen los incautos cuatro veces esquilmados, y algunas otras diversiones de parecida índole. Y no se equivocaba. Lo encontró en una taberna próxima al Mauror, el antiguo barrio de los judíos granadinos, discutiendo con el vinatero el precio que le cobrase por sus últimas parrandas.

—Amigo Deogracias, ¿por qué vociferas y organizas este escándalo? ¿Pretendes que la guardia de Mondéjar te lleve preso y te retorne a la milicia, donde pagarás tus deudas acarreando estiércoles y cavando zanjas para enterrar a los soldados que mueran de soledad este invierno?

—Más me valiera —respondió el veterano—. En el ejército al menos sabe uno a qué atenerse. Aquí fuera, el mundo está plagado de ladrones y sacacuartos, como este hideputa que quiere arrebatarme las últimas cuatro blancas que me quedan, todo por unas jarras de vino y las caricias de una ramera tan vieja que, seguro, nuestro padre Noé la llevó en su arca, haciendo compañía a las cornejas.

—Baja el tono —le reconvino Álvaro de Bayos—. No he venido en tu busca para encontrar pendencias sino para que hablemos del futuro.

—¿Qué futuro hay para un soldado con la bolsa vacía, las manos desnudas y más cicatrices en el cuerpo que las que llevase Nuestro Señor Jesucristo camino del Gólgota?

—Baja el tono y no blasfemes —insistió Álvaro de Bayos. Después, dirigiéndose al vinatero, preguntó:

—¿Cuánto adeuda mi compañero?

—Treinta maravedíes.

Álvaro de Bayos sacó la bolsa que guardaba bajo su camisa. Contó veinte monedas de cobre.

—Toma, confórmate con esto.

—Pero son treinta maravedíes —porfió el vinatero.

—Y confórmate con que no dé aviso a los alguaciles de la Chancillería, quienes con gusto ponen en el poste de la infamia a los proxenetas como tú.

—Lo que cuenta su amigo de esa prostituta es mentira. Nada sé de busconas y mujerzuelas. Si alguna entra en mi casa es por su cuenta y a su riesgo.

—Las mentiras harán que se te caiga la lengua —respondió Álvaro de Bayos con severidad—. Aunque, pensándolo bien, y a beneficio de la verdad, es posible que junte una docena de antiguos soldados, entregue a cada uno de ellos los treinta maravedíes que tú me pides de una sola vez, y los doce y alguno más con ganas de ajustar cuentas contigo nos acerquemos a este tugurio y te saquemos a palos esa única verdad que todos conocen: cómo robas a tus parroquianos y cómo te entiendes con las putas más arrastradas para que los engatusen mientras tú les haces beber vino picado, los emborrachas y les sacas el peculio como si hubieses servido ambrosía en vez de vinagre. Así que ve echando cuentas y mira qué te conviene más, los veinte cobres o los doce hermanados que han de llenarte el cuerpo de moratones.

El vinatero no dijo una palabra más. Tomó las monedas, dio media vuelta, entró en la taberna y atrancó la puerta. Deogracias Meléndez y Álvaro de Bayos se alejaron entre risotadas. Por el camino hacia el Puente Verde iban recordando viejos tiempos y antiguas correrías en el ejército de Gonzalo Fernández de Córdova.

Deogracias Meléndez, sin dinero ni techo, arruinado aunque no vencido, se alojó desde entonces en el hogar de Álvaro de Bayos. Al día siguiente de encontrarse en el Mauror, despejada la melopea del veterano, le habló mi abuelo de la Hermandad de la Nieve que estaba decidido a fundar.

—Necesito hombres jóvenes y sanos, que no teman a la inclemencia de los fríos ahí arriba, en la sierra, ni a trabajar con nieve hasta las rodillas si llega la ocasión. Preferiblemente, honrados. Y obligatoriamente solteros, sin mejor ni peor oficio, despejados, decididos pero no temerarios, que sepan obedecer y al mismo tiempo sean capaces de tomar la iniciativa cuando surja algún contratiempo. Los necesito ansiosos de ganar buenos dineros en un oficio duro. Y sobre todo, amigo Deogracias, los necesito leales, fieles a nuestra Hermandad sin ninguna condición ni reserva, determinados a guardar sigilo sobre los asuntos que conciernan a nuestro trabajo. ¿Podrás encontrar a seis de ellos, que son los que precisamos de momento?

—En unos cuantos días los tendrás aquí, en tu casa y esperando tus órdenes. Pero dime una cosa: ¿Por qué han de ser solteros y sin oficio ni beneficio?

—Porque conmigo han de hacer su fortuna, convertirse en hombres dignos que vivirán dignamente de un trabajo honesto, y quiero que todo me lo deban: su prosperidad y la de su futura familia.

—Eres un hombre sabio, Álvaro de Bayos —dijo Deogracias Meléndez—. Si todo te lo deben, siempre te guardarán lealtad.

—No voy a exigirles otra cosa... Aparte de que se rompan el lomo y suden hasta el alma acarreando nieve de la sierra.

Con los últimos reales que quedaban en su bolsa, Álvaro de Bayos compró cuatro mulas viejas y encargó a un guarnicionero asentado en el Barranco de Algoroz que le construyese una carreta capaz de cargar ciento cincuenta arrobas. Estos dispendios le causaron su primera dificultad pecuniaria. Conversó con Deogracias Meléndez sobre el percance.

—El guarnicionero me pide cinco mil maravedíes por el carro, y solo me quedan setenta reales de plata. El encargo estará listo y a punto de ser entregado a finales de este mismo mes y no sé cómo voy a pagarle.

—¿Dejarás que todos tus planes, tus sueños para el futuro, se vengan abajo por ese contratiempo?

—De ninguna manera.

—Pues algo hay que hacer.

—Y bien aprisa, porque dentro de dos semanas el guarnicionero estará aquí, a la puerta de mi casa, con el carro recién compuesto y listo para cargar nieve.

Fueron a la Madrassa, en busca del capitán Martín Delavera. Cavilosos, en silencio y un tanto cohibidos por las miradas huidizas, acaso desconfiadas que la gente de toga y cálamo dirigía a aquellos dos hombres con aspecto de ser lo que eran, rudos veteranos de la milicia, aguardaron toda la mañana a la puerta del despacho donde Martín Delavera diligenciaba los asuntos naturales de su adjuntía. A última hora pudo recibirlos. Álvaro de Bayos expuso el problema con la concisión que acostumbraba.

—La Hermandad de la Nieve está preparada para subir a la sierra y remover en los ventisqueros hasta encontrar su tesoro, pero nos faltan cien reales para poner en marcha la industria, y no sabemos dónde y cómo haberlos.

—Cien reales... —pensativo quedó Martín Delavera—. No es poco dinero, aunque tampoco mucho... Qué podría hacerse...

—Ojalá no los hubiese yo dilapidado en vino, naipes y furcias, porque suyos del todo serían, amigo Álvaro, y de muy buen grado los aportaría a esta empresa —clamó, se lamentó Deogracias Meléndez por la torpe administración de su dote de licencia.

—Calla ahora, que nuestro capitán está reflexionando sobre el modo de ayudarnos.

—Hay algo que... Pudiera ser —dijo finalmente Martín Delavera—. Un trabajo de poco riesgo aunque de muchísima responsabilidad.

—Diga usarcé de qué se trata, que en ello saldremos cumplidores.

El capitán Delavera juntó las manos, como si se dispusiese a rezar. Las llevó sobre los labios, y en voz baja, como si participase un secreto a sus antiguos soldados, expuso la cuestión:

—Hace unos meses, doña Leonor García de Quijada, mujer principalísima entre las azafatas de la reina Isabel, se trasladó a Guadix para asistir a la solemne investidura de su hermano, Fray Diego García, quien recibió la mitra de manos del cardenal Mendoza y en nombre de Su Santidad el Papa InocencioVIII, a quien Dios tiene en su gloria...

Deogracias Meléndez interrumpió el relato del capitán Delavera.

—Dicen que su sucesor, Alejandrovi, el patriarca de los Borgia, es hombre temible, de los de armas tomar, y que la muerte del infeliz Inocencio no fue ajena a sus ansias por ocupar la silla de San Pedro.

—¿Callarás de una vez? —le recriminó Álvaro de Bayos —. No hemos venido para debatir sobre asuntos teologales, precisamente.