La huella del dragón - Sarah Prineas - E-Book

La huella del dragón E-Book

Sarah Prineas

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Beschreibung

¡Vuela junto a los dragones en esta asombrosa fantasía de Sarah Prineas, autora de la exitosa serie El ladrón mago! Rafi Bywater no es como los demás. En su pequeña aldea desconfían de él porque pasa demasiado tiempo en una guarida abandonada de dragones. Acusado por un desconocido, el señor Flitch, de llevar «La huella del dragón» Rafi se propone descubrir la verdad sobre los dragones… y sobre sí mismo. Durante su viaje, Rafi se hace amigo de una joven científica de gran talento, Maud, que también tiene secretos, y con quien se embarca en la búsqueda de los dragones. A la vez que escapan juntos de un peligroso cazadragones, se ven envueltos en una persecución de coches a vapor y averiguan qué quiere de verdad de Rafi el señor Flitch. Ah, y a los dragones sí que los encuentran.«—El mundo está cambiando, Rafi —respondió—. Con tanta fábrica, tanto motor de vapor y tanta carretera, no queda sitio para los dragones. Quizá el de Barrow ya no esté. —Inspeccionó la pezuña de la oveja—. Ya puedes soltarla — dijo y se levantó. —Hay quien dice —siguió explicando Shar— que lo único que hacían los dragones era robar. En Skarth se cuenta que cada dragón roba y acumula cosas diferentes, como joyas, coronas o princesas. —Se agachó a recoger su cayado—. Hay quien dice que estamos mejor sin dragones. —¿Y a ti qué te parece? —pregunté. Se giró a mirar la cumbre más alta, donde había vivido el dragón. Volvía a tener los ojos vidriosos. —Ah, Rafi… Es que el dragón era tan bonito cuando volaba… Se lanzaba desde allá arriba, y al desplegar las alas se oía una especie de trueno. Después se levantaba el viento, y el dragón empezaba a dar vueltas con las escamas alumbradas por el sol. Nuestro dragón era más azul que el cielo y brillaba al volar. —Sacudió la cabeza, y enfocó la vista—. Peligroso lo era, no te queda duda, pero montaba guardia en las montañas y velaba por nosotros. Era nuestro protector». «Un cuento de aventuras y dragones, con un final emocionantísimo». Kirkus Reviews

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Título original: Dragonfell

 

Editado por HarperCollins Ibérica, S.A., 2020

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

harpercollinsiberica.com

 

© del texto: Sarah Prineas, 2019

© de la traducción: Jofre Homedes Beutnagel, 2020

© de esta edición: HarperCollins Children’s Books, a division of HarperCollins © 2020, HarperCollins Ibérica, S. A.

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

 

Diseño de cubierta: Calderón Studio

ISBN: 978-84-17222-93-2

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Agradecimientos

 

 

 

 

 

Para mi madre, la poderosa Anne Bing, con amor

Capítulo 1

 

 

 

 

 

SI ME ASOMO a la montaña que domina mi pueblo, justo al borde, con un viento intenso y frío, y me inclino un poco, solo un poco…

Y otro poquito más, como apoyado en el viento…

Es como volar.

Un resbalón y estoy a punto de volar de verdad. Quiero decir que casi me caigo. Me tambaleo un segundo en el borde y agito los brazos para recobrar el equilibrio. Por los pelos. Lo que está claro es que habría sido larga, la caída, hasta chocar con el suelo.

Es un día luminoso, despejado, con nubes que corren por el cielo sobre el último verde al que se aferran los pastos antes del invierno. Me atraviesa un viento gélido, pero no tengo frío.

Nunca lo tengo.

Lo que tengo es muy buena visión de lejos, y desde aquí, en lo alto de Peña Dragón, reconozco mi aldea, apenas unas casas pegadas a la ladera, con humo saliendo de las chimeneas. Y por encima de todo fluye dulce, dorada como miel, la luz de la mañana.

Las nubes se desplazan a gran velocidad, proyectando sobre la aldea sombras que dejan paso al sol. Acompañado por ráfagas de viento por unos instantes, me dan ganas de saltar y perseguirlas.

Dicen que hace mucho tiempo, aquí arriba, en las montañas, tenía su guarida un dragón. Me aparto del borde de la roca, me acuclillo y hurgo en el suelo de tierra compacta hasta sacar un trozo de taza, del tamaño del dedo gordo de mi pie. Lo humedezco con un poco de saliva y lo limpio con el dedo. Al exponerlo al sol, veo pintada una pequeña flor azul que parece una estrella. Me levanto y me lo guardo en el bolsillo. Toda la cima está llena de trozos así. El dragón que vivía aquí arriba atesoraba tazas de porcelana fina, azucareras, teteras y jarritas de leche, todas con flores azules. Lo único que queda del dragón son estos trozos, aparte de unos cuantos huesos roídos de oveja.

¿Qué sentía el dragón viviendo aquí arriba con su alijo de tazas, rodeado de viento y frío? Quizá hiciese lo mismo que yo ahora, contemplar las montañas y la aldea.

Ayer me dijo Tam, el hijo del panadero, que su padre le ha prohibido hablar conmigo; le ha dicho que no sea descortés, pero que guarde las distancias.

Duele pensar que mi amigo ya no será mi amigo. Lo que dijo el padre de Tam se debe a que tengo el pelo rojo como el fuego, imposible de peinar, y los ojos muy negros, y a que paso demasiado tiempo aquí arriba, en Peña Dragón. Una vez Tam me reconoció que no entendía que pudiera ver algo con mis ojos, tan llenos de sombras; dice que tengo la cara angulosa y demasiado feroz, pero habiendo vivido desde siempre aquí, lo lógico sería que la gente ya se hubiera acostumbrado…

Últimamente me miran con un punto de desconfianza, como si lo que me distingue también me volviera peligroso, o malo. A mi padre le preocupa, y esto me pone aún más nervioso, hasta que no me queda más remedio que salir a pasear entre las cumbres, rodeado por el viento, y hablar con un dragón que ya no existe. Cuando vuelvo a casa ya ha oscurecido, y me siento medio asilvestrado, con un hambre de lobo.

Desde aquí arriba, fijándome en donde termina la aldea, veo nuestra casa, donde trabaja papá en su telar, tejiendo buen paño. Más abajo, el camino lleva al valle y a la ciudad de Skarth, que es una sombra en el horizonte, una mancha de humo.

Algo se mueve en el camino.

Parpadeo, y al enfocar la vista creo distinguir a un hombre y una mujer que suben hacia la aldea. Dos desconocidos.

A nuestro pueblo casi nunca llegan extraños. Y no me gusta su aspecto.

Me bajo de la cresta rocosa y tomo el camino muy trillado que desciende haciendo curvas desde Peña Dragón a través de los prados donde pacen las ovejas, el riachuelo que bordea el pueblo y el camino empinado que lo cruza. Cuando llego a nuestra casa, estoy corriendo. Es una casa de viejas piedras encaladas, como todas las de la aldea, con el techo de paja y un muro de piedra que delimita el corral, donde hay un cobertizo bajo para nuestras cabras y gallinas.

Llego a la puerta, jadeando, y veo en la entrada de la casa a mi padre hablando con los dos desconocidos. Apoya todo el peso de su cuerpo en la muleta. Es un hombre alto y fuerte, pero hace mucho tiempo se quemó una pierna en un incendio, y le cuesta un poco moverse.

La persona con quien habla es un hombre normal. Lleva un sombrero redondo y tiene un bigote negro muy poblado, además de unos brazos tan largos que casi le llegan a las rodillas. La mujer, en cambio…, nunca había visto a nadie así. Tiene el pelo gris, muy corto. Es más alta que mi padre, lo cual no es poco decir. Lleva ropa resistente, botas con punteras de hierro y unas gafas de cristales ahumados que le ocultan los ojos. Pero lo más raro son los alfileres que forman varias filas en las solapas de su abrigo. De las mangas le cuelgan imperdibles de todos los tamaños. Tiene clavada en cada oreja toda una hilera de alfileres, dos en la ceja izquierda y uno pequeño de latón en la aleta de la nariz.

Mientras me acerco, el hombre le dice algo a papá, que se apoya en el quicio de la puerta como si se preparase para un golpe. Estos desconocidos cargados de alfileres, con sus punteras de hierro y sus largos brazos, son un peligro al cual no puede hacer frente él solo.

Yo sí. Yo sí que puedo.

Me pongo de puntillas delante de la verja, rebosante de energía, como si en vez de músculos y huesos estuviera hecho de chispas que a duras penas logro contener. Al mirar a los desconocidos tengo la impresión de verlos al final de un largo tubo. Parecen muy pequeños, como si de un único brinco pudiera tenerlos a mis pies, chillando de miedo. Al mismo tiempo siento algo en el pecho, justo al lado del corazón. Hasta ahora solo lo había notado dos veces. Es como un extraño clic, como cuando frotas la yesca con el pedernal y salta una llamita. Hace que me sienta tembloroso y hueco, pero también valiente. Justo cuando se aviva la llama en mi interior, abro la verja y entro en el corral.

—Sería una lástima —le está diciendo a papá la mujer de los alfileres— que se te quemase, un telar de tan buena calidad.

Papá frunce el ceño. Si algo no le gusta es el fuego.

—Pero claro, con eso en el pueblo… —añade ella con voz ronca, encogiéndose de hombros—. Explícaselo, Stubb.

El de los brazos largos se acaricia el bigote.

—Te voy a decir a qué equivale, tejedor: a problemas, y a fuego.

Mi padre abre la boca para responder algo, pero justo entonces me ve en la entrada del corral y se endereza.

—Entra, Rafi —me ordena.

Lo dice para protegerme.

—No, papá.

No estoy dispuesto a que se quede solo, hablando de fuego con estas dos personas.

Los desconocidos se giran.

Al verme, Stubb da un codazo en las costillas a su acompañante y habla por un lado de la boca:

—Mira, Gringolet. ¿No es…?

—Cállate —replica la mujer, que se acerca y me escruta por encima de las gafas.

Tiene los ojos fríos, de un gris ceniza, como las hogueras apagadas. Se los vuelve a ocultar con las gafas ahumadas y se gira hacia papá.

—No será tu hijo, Tejedor…

En la cara de papá no se mueve ni un músculo.

—Pues sí.

—Qué niño tan raro —dice ella lentamente. Vuelvo a sentirme examinado por sus ojos de ceniza—. Tiene… chispa el chico, ¿no?

—Es el que decía el señor Flitch que… —empieza a decir Stubb, pero Gringolet lo interrumpe.

—Cállate.

No veo que ella se mueva, pero Stubb se encoge un poco y cierra la boca bruscamente. Me ha parecido observar entre los dedos de Gringolet un alfiler muy largo, que desaparece dentro de su manga. Levanta la mano para tocarse uno de los que le cuelgan de los lóbulos de las orejas.

—Problemas —dice, girándose otra vez hacia papá—. Lo que le espera a este pueblo son problemas.

—La cosa está que arde —interviene Stubb.

No cabe duda de que es una amenaza, que me provoca un hormigueo en las yemas de los dedos y un oscurecimiento en los límites de mi campo visual. A mi padre no lo amenaza nadie. Nadie.

—Para hablar de quemarle el telar a mi padre, mejor se marchan —les digo.

Stubb se ríe despectivamente, con una especie de ladrido.

—Nosotros telares no quemamos, chaval. Tampoco amenazamos. Avisamos.

—Pues sonaba a amenaza —respondo con vehemencia, sintiendo que mi chispa se convierte en llama.

Papá abre mucho los ojos.

—Oh, no —susurra.

Los desconocidos empiezan a gritar.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

-¿PERO QUÉ les has hecho, Rafi? —me pregunta Tam del Panadero.

Observo de reojo a mi padre, quien sacude la cabeza, aunque no me mira.

—Ha ocurrido demasiado rápido —contesto. Aún noto en las yemas de las manos y los pies un chisporroteo que me intranquiliza. Intento calmarme respirando—. No sé qué he hecho.

—Que lo explique —ordena Shar Cuestarriba, subiéndose a un bloque de piedra para ver a todos los aldeanos que se han reunido en su corral.

Menuda, delgada y llena de arrugas, la anciana Shar tiene un rebaño de cincuenta ovejas que dan la lana más suave del mundo. Vive en medio de la aldea, y siempre que discuten dos personas por algo o hay que tomar alguna decisión, la gente acude a ella.

—Yo lo que he visto es esto —dice Lah Buenhilo, que es quien vive más cerca de nosotros. Conocida por la calidad y resistencia de la cuerda que hila y por los moños y trenzas complicados con los que se adorna el pelo rubio, también tiene fama de metomentodo—. Estaba saliendo a dar de comer a mis gallinas cuando he visto a dos desconocidos en la puerta de Jos Cabelagua. —Gira la cabeza para que se refleje el sol en su pelo dorado, disfrutando de haberse convertido en el centro de atención—. Han llamado, ha salido Jos y me ha parecido que hablaban. Luego…

Hace una pausa y mira a su alrededor para asegurarse de que la escuchen todos.

—¿Luego qué, Lah? —pregunta John Herrero con su sonora voz.

Todos se inclinan, impacientes por oír la respuesta.

—Luego ha pasado una nube por delante del sol, y se ha oscurecido todo. Rafi ha entrado corriendo en el corral, rodeado de sombras y de chispas, y ha acometido con fuego a los visitantes.

—¿Acometido? —Casi me dan ganas de reír, aunque no tenga gracia—. ¡Para nada! ¡No ha sido así!

—¡Solo explico lo que he visto! —protesta nuestra vecina Lah.

—Sigue —ordena la vieja Shar.

—Y entonceees… —continúa Lah lentamente, captando de nuevo la atención general—. ¡Entonces he notado una ráfaga de viento muy caliente y he visto incendiarse la casa de Jos Cabelagua! Después, mientras los visitantes huían gritando, he visto que Rafi… —Me señala—. Lo he visto levantar los brazos y arrancar la paja que estaba quemándose.

—Yo una vez también lo vi —tercia inesperadamente Tam del Panadero, poniéndose rojo al sentirse observado—. Hace poco, pasando al lado de la casa de Jos —se apresura a añadir—. Al mirar por la puerta, vi que Rafi metía las manos en el fuego y tocaba las brasas. No se lo comenté a nadie porque creía que me habían engañado mis ojos.

—¿No se quemó los dedos? —pregunta Shar.

Tam se encoge de hombros, mirándome con cierto aire de disculpa.

—Me pareció que no. Por eso pensé que había visto mal.

—Rafi, enseña las manos —ordena Shar.

Las levanto. Los aldeanos se acercan para verlas bien. Tengo los puños de la camisa negros, chamuscados por el fuego, y los dedos manchados de humo, pero en las manos no hay ninguna cicatriz o quemadura.

—Yo trabajo todo el día en la fragua, y sé perfectamente lo que hacen las llamas —dice John, el herrero, enseñando unas manos de piel oscura, llena de cicatrices. Señala las mías—. Esto no es normal.

Al ver que lo miro se sobresalta, como si acabara de tocar un metal al rojo vivo.

—Lo único que he hecho —aclaro— ha sido apagar un incendio que nos habría dejado sin casa.

—¿Y la otra vez? —dice Jemmy, mirando al resto de los aldeanos—. ¿Os acordáis?

Todos asienten.

«La otra vez» fue hace dos años, a principios de la primavera. Estuvo lloviendo diez días sin parar, hasta que al final ya caían cataratas de agua helada por las faldas de las montañas. Durante un temporal de aguanieve desaparecieron una oveja y sus dos corderos gemelos. Media aldea salió en su busca, pero quien los encontró fui yo.

Lo que les pasa a las ovejas es que son tontas. La madre se había llevado a sus dos crías recién nacidas a una pequeña cueva, en una ladera, y la cortina de agua que empezó a caer no les dejaba salir. Cuando los encontré, a los corderos les llegaba el agua gélida hasta la barriga. No habrían tardado en congelarse, y su madre igual. Entré en la cueva y en ese momento noté que mi chispa se avivaba.

Cuando nos encontraron los del pueblo, la cueva estaba caliente y seca, y a los corderos les salía vaho de la lana.

Desde entonces, todos empezaron a mirarme de otra forma.

El hecho en sí, salvar a la oveja y sus dos crías, les gustaba, pero no mi manera de hacerlo.

La segunda vez que sentí la chispa fue arriba, en Peña Dragón. Mientras se ponía el sol, bajaron de las cumbres cuatro lobos que se metieron entre las ovejas. Yo bajé corriendo, y al perseguirlos se avivó mi chispa interna, convirtiéndose en llamas.

La anciana Shar, que fue testigo —las ovejas perseguidas por los lobos eran suyas—, me echó un sermón.

—Son tiempos difíciles, Rafi —me dijo allí mismo, en la falda del monte, mientras caía la noche a nuestro alrededor—. Las fábricas de Skarth no descansan ni un momento y hacen telas de algodón mucho más baratas que la de lana fina que tejemos aquí. Sin compradores para nuestra tela, la aldea morirá.

No supe ver muy bien la relación entre lo que decía y los lobos y las ovejas.

—Escúchame —dijo ella, impacientándose—. Eres distinto, Rafi. No lo digo solo por tu aspecto, ni por lo inquieto que estás siempre. Esta chispa que hay dentro de ti, estas llamas… Si anduvieran bien las cosas no sería tan grave, pero el pueblo está asustado por los cambios que hay en todo el mundo, y el miedo hace que la gente busque culpables. —Me señaló con la cabeza—. Me refiero a ti. Tienes que esforzarte por no ser tan distinto, Rafi.

Me he esforzado, de verdad, sin embargo la chispa está dentro de mí. Imposible apagarla.

Está mirándome la aldea entera, gente que conozco desde que era un bebé, y parece que a algunos les dé hasta un poco de miedo.

—Bueno, bueno —dice Shar con firmeza, golpeando dos veces el bloque de piedra con su cayado—. De Rafi ya me ocupo yo. Los demás, todos a casa.

Los aldeanos salen a regañadientes del corral para volver a sus ovejas, o a sus ruecas y telares.

Tras saludar a Shar con la cabeza y apretarme el hombro, papá da media vuelta y emprende el camino de bajada a casa, con su paso lento e inestable.

—Bueno, Rafi —dice Shar, apeándose del bloque de piedra—, ¿cuánto de lo que ha visto Lah Buenhilo es verdad?

—Lo de acometer, no, te lo aseguro —contesto.

—¿Ah, no? —responde ella, mirándome con expresión ceñuda—. Pues que sepas que los visitantes también se han presentado en mi casa, y que algo buscan.

Mete una mano en el bolsillo de su delantal para sacar un papel y lo desdobla al dármelo.

Yo se lo devuelvo sin mirarlo.

Soy el más tonto de todos los niños de la aldea. Nunca me dicen nada las palabras de los libros. No sé leer ni escribir. Shar es nuestra maestra, o sea, que lo sabe de sobra.

—A mí con esas caras no, Rafi. —Insiste en que coja el papel—. Míralo.

Lo examino, aguzando la vista. Hay palabras que ni me molesto en descifrar, pero sobre ellas veo un dibujo borroso de una casa, con llamas pintadas de naranja que salen por las ventanas y la puerta.

Shar da unos golpecitos con el dedo en el papel.

—La tal Gringolet me ha dicho que en varios pueblos de la zona ha habido incendios, que se han quemado muchos telares y que hay gente que ha tenido que irse de sus casas para trabajar en las fábricas de Skarth.

Casi no me salen las palabras.

—Era lo… lo que le decían a papá, que iba a quemarse su telar.

—Pues a mí me han dicho lo mismo. —Shar añade algo inesperado—: Enséñame qué llevas en los bolsillos.

Parpadeo. Luego, saco el trozo de taza con la flor azul que he encontrado en las montañas.

Shar agita el papel en mis narices, asintiendo.

—Aquí pone que la persona a quien buscan, el autor de los incendios, podría tener un extraño interés por los dragones.

—Los dragones —repito.

—Tú pasas mucho tiempo en Peña Dragón —observa Shar.

Me guardo la taza rota en el bolsillo.

—Sabes perfectamente que nunca he quemado telares, Shar.

Ella suspira, apoyándose en su cayado.b

—Ya, ya sé que no has sido tú. La próxima vez que vengan Gringolet y Stubb, hablaré yo con ellos. Tú… —Fija en mí una mirada penetrante—. Tú vete a casa. Ah, Rafi, y procura no meterte en ningún lío.

Me voy, pero sé que los líos, me guste o no, me buscan por sí solos.

Capítulo 3

 

 

 

 

 

MI PADRE nunca ha sido muy hablador. A veces nos pasamos el día sin decirnos casi nada. Solo se oye a todas horas el telar, con la lanzadera que va y viene —zas zas— por la urdimbre, y el rrr rrr del hilo al salir del carrete, y el pum pum de la lanzadera al cambiar de dirección.

El telar que habla por mi padre es un marco cuadrado de madera pesada que ocupa la mitad de la habitación principal de nuestra casa. Papá trabaja de espaldas, unas espaldas anchas, huesudas y encorvadas, y siempre tiene las manos ocupadas con la lanzadera.

En casa no vive nadie más. Mi madre se fue poco después de nacer yo, y papá nunca habla de ella.

Cada mañana me despierto con los zas, rrr y pum. Es la manera que tiene papá de decirme: «Venga, Rafi, arriba, a ordeñar las cabras y preparar el desayuno».

Me quedo en mi litera, lo más quieto posible —que no es mucho decir—, y entre parpadeos veo el techo de paja. Siento un cosquilleo en los dedos de las manos y los pies. Mi cerebro expulsa los últimos vestigios de un sueño turbulento, en el que se mezclaban los desconocidos del día anterior con ráfagas de viento, fuego y tazas rotas. Me duele la garganta. Tengo la sensación de que he estado toda la noche haciendo gárgaras con fuego.

Zas, rrr, pum pum.

—Vale, papá —digo con voz ronca.

Me levanto deprisa de la cama, me pongo una camisa y unos pantalones y bajo por la escalera.

Nuestra casa tiene dos puertas, una delante y la otra detrás, y solo una ventana, justo al lado del telar, para que no le falte luz a papá mientras trabaja. En el resto de la sala, poco iluminada, hay una mesa de madera con sillas, una chimenea y un armario con algo de comida, unos cuantos platos, una cazuela mellada y una sartén.

Me quedo un momento al pie de la litera, sin moverme. Noto el frío del suelo en las plantas de los pies, pero a mí nunca me molesta.

El rrr del telar se interrumpe. Papá se gira en el banco.

—Buenos días, Rafi —saluda, mirándome.

Me acerco en dos pasos y le apoyo la cabeza en el hombro. Él me da un beso en la coronilla.

—Buenos días, papá.

Me quedo esperando, por si tiene algo más que decir.

«¿Has dormido bien?», podría preguntarme.

«Sí, papá», le contestaría yo, «aunque he vuelto a tener el mismo sueño, y no paro de pensar en lo que pasó con los desconocidos».

«Ven a desayunar, y así lo hablamos», podría responderme él, pero no lo hace.

Es callado en todo, pero de lo que es totalmente incapaz de hablar, conmigo o con alguien, es del fuego. El motivo es su pierna, y de lo que ocurrió cuando se la quemó. De hecho, ni siquiera lo sé. Nunca me lo ha contado. Creo que no se lo ha explicado a nadie.

Me suelta y se gira otra vez para seguir con su trabajo.

—Encárgate del desayuno —dice.

Se oye otra vez el rrr del telar.

Me acerco descalzo hasta la chimenea para colgar el cazo sobre el fuego. Tras asegurarme de que no me vea papá, meto la mano y remuevo las brasas para que ardan mejor. Lo que dijo Tam de que una vez me vio poner la mano en el fuego es verdad: las llamas me molestan tan poco como el frío. Agarro el cubo y salgo.

Aún no ha acabado de salir el sol. El frío convierte mi respiración en vaho. Esta noche ha nevado, espolvoreando la cumbre de Peña Dragón. Dentro de poco bajará la nieve por las faldas y empezará a acumularse en el pueblo. Aquí los inviernos son largos y crudos, y se pasa hambre.

Me paro un momento a mirar el camino por el que se llega a la aldea. Todo parece en orden. En las otras casas están encendidos los hogares y las lámparas. Huele a humo. Ya oigo el clan clan de John Herrero en su fragua. Seguro que está trabajando en una de esas veletas de hierro tan enrevesadas que hace. Todas las casas del pueblo tienen una en lo más alto de su techo de paja, y la nuestra no es una excepción. Si algo sabemos, en este pueblo, es por dónde sopla el viento.

Mi mirada sube por el camino hasta posarse en el intenso azul de la puerta de Tansy Pulgar, la costurera, que en primavera se inundará de flores azules y de hiedra, y en la casa larga y baja donde Jemmy y Jeb se pasan el día cantando en armonía mientras confeccionan telas casi tan buenas como las de mi padre. Y arriba del todo, casi al final de la aldea, la casa y el huerto de Mamá Rampa, que cría perros pastores casi tan inteligentes como las personas, al menos con las ovejas.

Ver la aldea me serena el corazón. Aunque no me parezca a ninguno de sus habitantes, soy de aquí. Lo tengo tan claro como que Peña Dragón nunca se levantará y se pondrá a caminar con cuatro patas de roca.

Cruzo el corral hacia el riachuelo que corre cuesta abajo por detrás de la casa. Primero me lavo la cara, luego lleno un poco el cubo.

Al fondo, detrás de una colina, ha despuntado el sol. La luz recién nacida hace brillar la escarcha sobre el muro de piedra. Pasa de largo un remolino de viento, y siento el impulso fugaz de saltar en su persecución.

Entre el viento y lo que pasó ayer, se anuncia un día inquieto, no me cabe duda; un día perfecto para el aire frío y despejado de la sierra, también para buscar restos de tazas y para hablar con un dragón que ya no existe.

Lo malo es que a papá no le gusta que suba a Peña Dragón.

Cuando abro la puerta del cobertizo, salen cloqueando nuestras cuatro gallinas, que se ponen a picotear la tierra del corral. Entro y me acerco a las cabras. Favorita es una cabra vieja que aún da un poco de leche. Parpadea y hace meeee. La otra, Amapola, es una cabra pequeña y rolliza, de color canela, con el morro blanco, las patas negras y una estrecha franja negra junto a cada ojo. Al verme se acerca y apoya en mí todo su peso y calor, haciéndome cosquillas en las piernas con sus pelos. Les doy un poco de heno y agua, y mientras comen las ordeño.

Amapolase gira a mirarme a la vez que la ordeño. Tiene unos ojos aún más raros que los míos, dorados, con una rendija horizontal como pupila, pero parece contenta de oírme, y tranquila.

Vuelvo a entrar en casa con el cubo lleno y preparo huevos y queso para el desayuno. Después de dejar el plato de papá sobre la mesa, salgo del corral y subo a la aldea.

Los del pueblo no hablan nunca del dragón que vivía en las montañas con su colección de tazas. Ha pasado tanto tiempo… Sin embargo, Shar tenía razón: a mí los dragones siempre me han despertado un extraño interés, ahora más que nunca. Y si alguien puede despejar mis dudas es la anciana Shar.

Durante la pasada primavera, un día en que hacía mucho viento y estaba yo bajando de las cumbres, Shar me pidió que le echase una mano, entonces le pregunté cómo era el pueblo cuando aún vivía aquí el dragón.

Shar se había puesto de rodillas al lado de una oveja y le estaba curando una pezuña, mientras yo le sujetaba la cabeza. Se quedó quieta, con una mirada nostálgica.

—En esta época del año, cuando yo era pequeña, había una especie de fiesta. Subíamos y le dejábamos un regalo al dragón, para que alejara a los lobos de los rebaños y de los corderos. Siempre estaba. Era como una parte más de las montañas.

—¿Hay dragones en algún otro sitio? —quise saber.

Se me hizo raro preguntarlo. Mi mundo se reducía a la aldea, y no estaba acostumbrado a pensar más allá.

Ella asintió.

—He oído que se cuentan cosas de un dragón en Barrow, un pueblo que queda a unos tres días caminando: primero se cruzan las montañas, luego hay que seguir el río.

—¿Nuestro dragón volverá alguna vez? —pregunté.

Shar sacudió la cabeza.

—El mundo está cambiando —respondió—. Con tanta fábrica, tanto motor de vapor y tanta carretera, no queda sitio para los dragones. Quizá el de Barrow ya no esté. —Inspeccionó la pezuña de la oveja—. Ya puedes soltarla —dijo, y se levantó.

La solté, y miramos cómo se alejaba cojeando.

—Hay quien dice —siguió explicando Shar— que lo único que hacían los dragones era robar. En Skarth se cuenta que cada dragón roba y acumula cosas diferentes, como joyas, coronas o princesas. —Se agachó a recoger su cayado—. Hay quien dice que estamos mejor sin dragones.

—¿Y a ti qué te parece? —pregunté.

Se giró a mirar la cumbre más alta, donde había vivido el dragón. Volvía a tener los ojos vidriosos.

—Ah, Rafi… Es que el dragón era tan bonito cuando volaba… Se lanzaba desde allá arriba, y al desplegar las alas se oía una especie de trueno. Después se levantaba el viento, y el dragón empezaba a dar vueltas con las escamas alumbradas por el sol. Nuestro dragón era más azul que el cielo y brillaba al volar. —Sacudió la cabeza, y enfocó la vista—. Peligroso lo era, no te quepa duda, pero montaba guardia en las montañas y velaba por nosotros. El dragón era nuestro protector.

Capítulo 4

 

 

 

 

 

A PUNTO de llegar a la casa de Shar, veo a Tam del Panadero bajando por la cuesta con su burro. Mi amigo, que ya no lo es. Después de lo de ayer, dudo mucho que me dirija la palabra.

Cuando estamos más cerca, se me queda mirando.

Es una mañana fría. Tam lleva ropa de abrigo, zapatos gruesos y mitones de lana. Son cosas que también tengo yo, pero que me he olvidado de ponerme, porque no noto el frío. Solo llevo la camisa y los pantalones de siempre, además voy descalzo.

—Buenos días, Tam —digo cuando me lo cruzo.

Se sobresalta y baja la cabeza.

—Buenos días, Rafi —murmura, dando un estirón a la cuerda del burro, y se aleja deprisa.

Yo me giro, suspirando. Al abrir la verja del corral de Shar, veo que ella sale por la puerta. La sigue John Herrero. Me paro y me quedo mirando a Gringolet, que ha sido la tercera en salir, con sus hileras de alfileres y sus gafas ahumadas. Luego aparece otro desconocido.

Va muy elegante. Nunca había visto a nadie tan lustroso y bien vestido, con traje negro, un abrigo forrado de piel, anillos de oro en los dedos y zapatos brillantes. Tiene la barba blanca, pulcramente recortada, y una cadena de oro que va desde un botón hasta un bolsillo de su chaleco bordado. Los ojos los tiene entre verdes y grises, medio tapados por pobladas cejas blancas. Mira el corral, y al enfocar en mí los ojos levanta las cejas en un gesto de sorpresa y se gira a hablar con Gringolet, la cual asiente, señalándome.

Cierro la verja y entro en el corral.

Shar viene a mi encuentro, con su mejor vestido, el azul, y un pañuelo de flores anudado en la barbilla.

—No pasa nada —dice en voz baja—. Es el señor Flitch, el dueño de una fábrica de Skarth. Solo quiere hablar contigo.

Debe de ser el que mandó a Gringolet con el papel y las preguntas. Se cree que puedo ser yo el que quema casas y telares en los otros pueblos.

—Perfecto —contesto sin apartar la vista del tal Flitch—, porque yo también quiero hablar con él.

Shar me retiene por el hombro, con su mano nudosa.

—Ten cuidado —susurra mientras se acerca el señor Flitch—. Por una vez, piensa un minuto antes de actuar, Rafi.

—Claro, claro —contesto yo en voz baja, sabiendo tan bien como ella que soy incapaz de seguir su sensato consejo.