La infancia materialista. Crecer en la cultura consumista - David Buckingham - E-Book

La infancia materialista. Crecer en la cultura consumista E-Book

David Buckingham

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Beschreibung

Niñas y niños crecen en un mundo cada vez más mercantilizado, pero, ¿debemos considerarlos como víctimas de un marketing manipulador o como participantes competentes en la cultura del consumo? La infancia materialista se cuestiona gran parte del saber popular sobre los efectos de la publicidad y el marketing; refuta la idea de las niñas y niños como consumidores incompetentes y vulnerables, aunque de igual manera rechaza la imagen del consumo como expresión del poder y la autonomía de la infancia. Pretende, en cambio, discutir los términos en los que suele enmarcarse y entenderse la cuestión social del consumo en la infancia y, con ello, cuestionar cómo se experimentan la acción y la identidad humanas en nuestros días. David BUCKINGHAM propone una idea del consumo infantil inmerso en las redes más generales de las relaciones sociales, y sostiene que, en las sociedades actuales, el consumo es tanto un terreno de limitación y control como de elección y creatividad. Estudiar el consumo supone fijarse no solo en la publicidad y el marketing, sino también en otras muchas formas de influir en el entorno de niños y niñas, en sus experiencias sociales y culturales, las fuerzas comerciales y las relaciones mercantiles. Tiene que ver con los juguetes y la ropa o la comida, pero también con muchos otros aspectos como los media, el ocio, la sexualidad y la educación. En último término, es obligado referirse a objetos y mercancías, así como a los significados y placeres sociales; de ahí que se hable de cultura consumista y no solo de consumo. Con su perspicaz y hábil análisis, David BUCKINGHAM reformula de un modo muy satisfactorio cómo podemos comprender los debates públicos acerca de la infancia y el mundo comercial y forjar así nuevas respuestas a los cambios en curso de la vida económica, educativa y social.

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© David BUCKINGHAM

La infancia materialista

Crecer en la cultura consumista

Ediciones Morata, S. L.

Fundada por Javier Morata, Editor, en 1920

C/ Mejía Lequerica, 12 - 28004 - MADRID

[email protected] - www.edmorata.es

Nota de la editorial

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Título original de la obra:

The material child

Copyright © David Buckingham 2011. All rights reserved.

This edition is published by arrangement with Polity Press Ltd., Cambridge.

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar, escanear o hacer copias digitales de algún fragmento de esta obra.

Todas las direcciones de Internet que se dan en este libro son válidas en el momento en que fueron consultadas. Sin embargo, debido a la naturaleza dinámica de la red, algunas direcciones o páginas pueden haber cambiado o no existir. El autor y la editorial sienten los inconvenientes que esto pueda acarrear a los lectores pero, no asumen ninguna responsabilidad por tales cambios.

© EDICIONES MORATA, S. L. (2013)

EDICIONES MORATA, S. L.

Mejía Lequerica, 12. 28004 - Madrid

[email protected]

Derechos reservados

ISBN papel: 978-84-7112-723-5

ISBN e-book (e-pub): 978-84-7112-737-2

ISBN e-book (pdf): 978-84-7112-757-0

Compuesto por: M. C. Casco Simancas

Fotografía de la cubierta: © Laoshi/iStock

Contenido

Agradecimientos

Introducción

CAPÍTULO PRIMERO: ¿Explotados o empoderados?La construcción del niño consumidor

La construcción de los problemas sociales

El problema del niño consumidor

La infancia en peligro

El síndrome de la infancia tóxica

¿La vida moderna es una basura?

¿Poder infantil?

Conclusión

CAPÍTULO II: Para entender el consumo

Teorizando el consumo: Las malas noticias

Dos perspectivas contemporáneas

¿Las buenas noticias?

Más allá de las oposiciones binarias

El consumo como práctica social y cultural

Más allá del consumo

Conclusión

CAPÍTULO III: La creación de los consumidores. Teoría e investigación sobre el consumismo de los niños

Los niños como agentes económicos

La psicología y el niño consumidor: Estudios de efectos

La socialización del consumidor y sus límites

Repensar el alfabetismo publicitario

Dejar espacio a los niños en las teorías de la cultura consumista

Hacia una sociología cultural del niño consumidor

El consumidor infantil: Un enfoque de estudios culturales

Conclusión

CAPÍTULO IV: Historias del consumismo infantil

El desarrollo del consumismo moderno

La aparición del niño consumidor

Ambivalencia parental, juguetes y juego

La “potenciación” del niño consumidor

Segmentación del mercado: Edad y género

El consumo en distintas culturas

¿Una descripción de la decadencia?

CAPÍTULO V: El mercado infantil contemporáneo

¿Consumidores empoderados?

Los media y las industrias culturales: El cuadro general

De los productos licenciados y los programas-anuncio hasta el marketing integrado

El caso de Pokémon

Juego infantil... y trabajo infantil

Nuevas tácticas, nuevos problemas

Conclusión

CAPÍTULO VI: El miedo a la grasa. Obesidad, comida y consumo

La creación de la “epidemia de obesidad”

Publicidad, obesidad y el problema de la evidencia

Lo que la investigación (no) ha demostrado...

Publicidad en contexto

Comprender las culturas de alimentación de los niños

El sistema alimentario

La dieta tardomoderna

La regulación de los cuerpos

CAPÍTULO VII: ¿Demasiado y demasiado pronto? El marketing, los media y la sexualización de las niñas

Una historia de preocupación

Un campo problemático

Las preocupaciones de los activistas

Perspectivas feministas

Los puntos de vista de los padres

La investigación sobre los efectos de los media

Las perspectivas de los niños

Conclusión

CAPÍTULO VIII: Para repensar el “poder del incordio”. Niños, padres y consumo

¿La familia en crisis?

En el hogar: Tiempo y espacio

¿Niños empoderados?

Estudiando el “poder del incordio”: Investigación de los efectos

El “poder del incordio”: Enfoques alternativos

Desigualdad y las contradicciones de las atenciones de los padres

Conclusión

CAPÍTULO IX: Más allá de la “presión de los iguales”. Consumo e identidad en el grupo de iguales

Consumo, identidad social e infancia

La expresión hablada en los media y la negociación de la identidad

Media participativos e identidades de marca

Ropa: Marcas y mercados

Ropa, identidad y desigualdad

Consumo, salud mental y “materialismo”

Conclusión

CAPÍTULO X: Examen del mercado. El caso de la televisión infantil

Televisión infantil: Servicio público y el mercado

Los niños en el mercado: El caso de los EE.UU.

Infancia y servicio público: El caso del Reino Unido

La televisión infantil en la década de 2000

La BBC

Nickelodeon

¿La televisión infantil en crisis?

Conclusión

CAPÍTULO XI: Consumir para aprender; aprender a consumir. La educación va al mercado

Una historia de ambivalencia

Comercialización: Marketing en las escuelas

Marketing y publicidad en las escuelas del Reino Unido

Privatización: La aparición de la industria de servicios de la educación

Mercantilización: Las escuelas como negocios

Consecuencias para los niños

Aprender fuera de la escuela

Ocio y juego

Educación del consumidor y alfabetismo de los media

Conclusión

CAPÍTULO XII:Conclusión: Vivir en un mundo materialista

Bibliografía

Índice de autores y materias

Agradecimientos

En abril de 2008, dos departamentos del gobierno del Reino Unido (el Department of Children, Schools and Families —DCSF— y el Department of Culture, Media and Sport —DCMS—) me invitaron a dirigir una evaluación independiente del “impacto del mundo comercial en el bienestar de los niños”. El informe de evaluación se publicó finalmente (y con retraso) en diciembre de 2009, en los días postreros del gobierno laborista de Gordon Brown, y, en el momento de redactar este libro, aún puede consultarse (junto con una serie de informes y materiales suplementarios) en la página web del Department of Education1. Este libro ha surgido de algún modo del trabajo de la evaluación e incorpora parte del material redactado inicialmente para el informe. Me gustaría dar las gracias al grupo extremadamente distinguido de colegas universitarios que trabajaron conmigo en la evaluación: Paddy BARWISE, Hugh CUNNINGHAM, Mary Jane KEHILY, Sonia LINVINGSTONE, Mary MACLEOD, Lydia MARTENS, Ginny MORROW, Agnes NAIRN y Brian YOUNG. Estoy absolutamente seguro de que no refrendarían todo lo que he escrito aquí; no obstante, les estoy muy agradecido por sus intervenciones expertas que, a menudo, planteaban nuevos interrogantes. También quiero mostrar mi agradecimiento a los colegas de la University of Loughborough, la Open University, la Stirling University y el Social Issues Research Centre, que realizaron las revisiones bibliográficas en las que he seguido basándome aquí. No obstante, quizá mi mayor deuda la haya contraído con Jane GERAGHTY, del DCSF, que se preocupó por mantenerme razonablemente cuerdo durante todo el proceso y me ayudó a descubrir muchas cosas acerca del funcionamiento del gobierno en el transcurso del mismo. En todo caso, la responsabilidad de los razonamientos que aquí se presentan es exclusivamente mía.

Me gustaría también dar las gracias a mis colegas de diversas instituciones con quienes he trabajado sobre estas cuestiones durante varios años: Rebekah WILLETT y Shakuntala BANAJI, del Institute of Education; Vebjørg TINGSTAD, Tora KORSVOLD e Ingunn HAGEN, del Norwegian Centre for Child Research, y Sara BRAGG, de la Open University. También estoy muy agradecido a distintas instituciones y organizaciones por las oportunidades que me dieron de hablar sobre estos temas durante los dos últimos años y por la información que me facilitaron sobre los resultados de mis intervenciones, en especial a: OMEP, en Atenas (Litsa KOURTI), la Open University (Mary Jane KEHILY, Rachel THOMSON y Liz MCFALL); Syracuse University (Sari BIKLEN); Sheffield University (Allison JAMES); Goldsmiths College (Angela MCROBBIE); la School of Oriental and African Studies (Annabelle SREBERNY y Mark HOBART); la red de investigación “Onscenity” (Feona ATTWOOD); la Copenhagen Business School (Birgitte TUFTE); la University of Ghent (Daniel BILTEREYST), y el “Colloque Enfance et Cultures” en París (Régine SIROTA y Sylvie OCTOBRE). También me gustaría agradecer sus comentarios sobre el manuscrito a Vebjørg TINGSTAD, Martyn RICHMOND y dos revisores anónimos, y su apoyo al personal de Polity, en especial Andrea DRUGAN y Lauren MULHOLLAND.

1Puede consultarse y descargarse en la dirección: www.education.gov.uk/publications/standard/publicationDetail/Page1/DCSF-00669-2009 (dirección comprobada el 11 de noviembre de 2012). (N. del T.)

Introducción

Durante la pasada década, la figura del niño1 consumidor ha sido cada vez más centro de atención y motivo de debate. Por una parte, los niños se han hecho cada vez más importantes (y más lucrativos, evidentemente), tanto como mercado por derecho propio como en cuanto medio para llegar a los mercados adultos. Las empresas están utilizando un conjunto mucho más amplio de técnicas de marketing, que trascienden con mucho la publicidad convencional, y toman como objetivo directo a niños cada vez más pequeños. A menudo, los técnicos de mercado afirman que, en este nuevo entorno comercial, se está “potenciando” a los niños: consideran que el mercado está respondiendo a sus necesidades y deseos que, hasta ahora, se han ignorado o marginado considerablemente a causa, en gran medida, del predominio social de los adultos.

Sin embargo, por otra parte, hay un número creciente de publicaciones populares que se lamentan de la aparente “mercantilización” de la infancia. Esta línea de razonamiento parece presumir que los niños solían vivir en un mundo esencialmente no mercantilizado, y que su entrada en el mercado durante los últimos decenios ha tenido un amplio conjunto de consecuencias negativas para su bienestar. Se considera que la mercantilización daña muchos aspectos de la salud física y mental de los niños, además de suscitar la preocupación por ciertas cuestiones como la “sexualización” y el “materialismo”. Este tipo de publicaciones de las campañas de protección de la infancia suelen contemplar a los niños como víctimas impotentes de la manipulación y la explotación mercantiles y no como personas potenciadas.

Además, como veremos, muchos críticos sostienen que la orientación “consumista” invade en la actualidad todos los aspectos del mundo social de las sociedades capitalistas y que los usuarios de servicios no comerciales, como la salud y la educación, están siendo cada vez más considerados como consumidores (y ellos mismos han llegado a considerarse como tales). Sin embargo, también es probable que los niños se vean rodeados de mensajes acerca de los peligros del consumismo y el materialismo y de exhortaciones a reciclar o a disfrutar de lo que es “gratis” en la vida, como la amistad o la naturaleza que, paradójicamente, a menudo transmiten los media comerciales.

Este libro trata de refutar la idea popular de los niños como consumidores incompetentes y vulnerables que asumen muchos defensores de la infancia; pero también rechaza la presentación festiva del consumo como expresión del poder y la autonomía de los niños. Pretende, en cambio, cuestionar los términos en los que suele enmarcarse y entenderse la cuestión social del consumo de los niños y, con ello, cuestionar cómo se experimentan la acción y la identidad humanas en las modernas “sociedades consumistas” de nuestros días. Considerar el papel de los niños en el mercado de consumo simplemente en términos de una relación diádica entre niños y comerciantes —con independencia de que estimemos esa relación como de manipulación o de potenciación— es simplificar excesivamente la cuestión.

Propongo, en cambio, una idea del consumo infantil como inextricablemente inmerso en las redes más generales de las relaciones sociales, y sostengo que, en las sociedades industriales (y “postindustriales”) modernas, el consumo es tanto un terreno de limitación y control como de elección y creatividad. Señalo que este enfoque nos lleva a trascender las visiones moralistas y sentimentales acerca del consumo de los niños que tienden a dominar el debate público. Nos ayuda también a reconocer algunas paradojas y la complejidad de la cultura contemporánea de consumo y, en especial, de las formas más “interactivas” o “participativas” que están surgiendo en la actualidad.

Entiendo el “consumo” en sentido amplio. “Consumo” no solo tiene que ver con la adquisición de bienes, sino también con las formas adecuadas y adaptadas de utilizarlos, tanto individual como colectivamente. No solo se refiere a los bienes, sino también a los servicios, no solo a lo que se posee, sino también a lo que somos capaces de hacer. Estudiar el consumo infantil no supone únicamente fijarse en la publicidad y el marketing, sino también en otras muchas formas de influir en el entorno de los niños y en sus experiencias sociales y culturales las fuerzas comerciales y las relaciones mercantiles. No solo tiene que ver con los juguetes y la ropa o la comida, sino también sobre los media, el ocio y la educación. En último término, no solo se refiere a objetos y mercancías, sino también a los significados y placeres sociales.

Por estas razones, me refiero a la cultura consumista y no solo al consumo. Evidentemente, el término “cultura” es complejo y no neutro, para mí implica un interés fundamental por el modo en el que se crean los significados en un determinado contexto social y por el consumo como medio de comunicar o expresar significados. Como dice Don SLATER (1997, pág. 8), “la cultura consumista denota un acuerdo social en el que la relación entre la cultura vivida y los recursos sociales, entre formas significativas de vivir y los recursos simbólicos y materiales de los que dependen, está mediada por los mercados”. Desde esta perspectiva, tendríamos que rechazar la simple oposición entre comercio y cultura, en la que se basa gran parte de la discusión de esta cuestión. Esto es particularmente cierto con respecto a los niños; como ha afirmado Dan COOK (2004), la relación entre los niños y el mercado se considera con frecuencia en términos de la relación entre lo sagrado y lo profano, una oposición que hace que la discusión de la “cultura consumista de los niños” parezca casi sacrílega.

Esta insistencia en el significado y la comunicación no implica, por supuesto, que los consumidores sean autónomos o todopoderosos ni que puedan crear los significados que quieran: evidentemente, los fabricantes y los comerciantes establecen limitaciones y parámetros, y facilitan y configuran los recursos que hacen posible el consumo. Las relaciones sociales estructuran e intermedian la cultura consumista, pero la cultura consumista, a su vez, configura la naturaleza y el significado de las relaciones sociales. Como veremos, esta es una dinámica compleja, cuyas consecuencias son a menudo impredecibles y difíciles de precisar.

Aun así, este no es un libro sobre la mercantilización de la infancia. Las influencias comerciales no menoscaban ni invaden la infancia como si llegaran del exterior; tampoco constituyen una fuerza inexorable que determine por completo las experiencias de los niños. La infancia contemporánea, en cambio, tiene lugar en y a través de las relaciones mercantiles, como ha ocurrido, en realidad, desde hace siglos. En último término, el consumo forma parte de la experiencia vivida del capitalismo, y los niños no son ajenos a ello, en una especie de espacio puro o inmaculado, aunque eso sea lo que algunos parezcan imaginar o desear.

Los tres primeros capítulos presentan las bases teóricas del conjunto del libro. El Capítulo Primero revisa el popular debate acerca del consumo infantil, contrastando la retórica de los defensores de la infancia con la de la nueva ola de especialistas en marketing infantil. El Capítulo II presenta las teorías del consumo, tal como se han desarrollado en gran medida en relación con los adultos, mientras que el Capítulo III se ocupa de las diversas maneras de abordarse el consumo infantil en la teoría y en la investigación. En conjunto, estos capítulos defienden un enfoque sociocultural más amplio del consumo infantil que trasciende la simple polarización antes presentada.

Los Capítulos IV y V se ocupan, respectivamente, de la historia del consumo infantil y del mercado infantil contemporáneo. Estos capítulos señalan algunas continuidades considerables, tanto en las estrategias adoptadas por los comerciantes como en la ambivalencia con la que las contemplan padres y niños. No obstante, también ponen de manifiesto algunos cambios significativos en el mercado infantil, de los que la emergencia del marketing digital no es precisamente el menos importante, y comentan algunos de los problemas éticos que plantean.

Los Capítulos VI y VII presentan un análisis crítico de dos problemas clave en el debate reciente sobre el consumo de los niños: la obesidad y la “sexualización”. Estos capítulos discuten los términos en los que se han planteado estas cuestiones, tanto en el debate público como en la investigación psicológica, y contraponen parte de la retórica con la evidencia de los estudios empíricos con los mismos niños.

Los Capítulos VIII y IX examinan dos aspectos de las relaciones sociales en las que se produce el consumo de los niños: las relaciones con los padres y las relaciones con los iguales. Una vez más, trato de cuestionar algunos términos en los que se plantean y entienden estas cuestiones, por ejemplo, en ciertas expresiones populares como el “poder del incordio”2 y la “presión de los iguales”. Procuro también ofrecer una alternativa a las ideas del consumo infantil que lo ven como una simple cuestión de causa y efecto.

En los Capítulos X y XI, se desvía la atención del consumo en sí mismo para centrarla en las formas en las que las relaciones mercantiles configuran de un modo más amplio las experiencias de los niños. Estos capítulos se centran en dos áreas —la televisión infantil y la educación de los niños— que, en los últimos años, han venido siendo cada vez más dirigidas por los intereses mercantiles y los modelos comerciales. Como indico, estos desarrollos han tenido algunas consecuencias significativas, aunque ambivalentes, para los niños en particular.

El Capítulo XII es una breve conclusión que recoge un tema que sirve de hilo conductor a lo largo del libro y, en especial, en los últimos capítulos: la cuestión de la desigualdad. Yo sostengo que una sociedad consumista tiende a exacerbar algunas consecuencias negativas de la desigualdad, y que es improbable que la simple regulación de las actividades de los comerciantes influya de algún modo significativo en las estructuras generales que crean la desigualdad.

Este libro pretende dar una visión general de un campo complejo y diverso; pero es también un libro cuyo punto de partida es claro. Se basa en un amplio corpus de investigaciones, algunas de las cuales se abordan necesariamente de un modo muy resumido. Espero que estimule nuevos trabajos en esta área y contribuya a un debate público más informado y productivo sobre uno de los problemas más urgentes y controvertidos de nuestros días.

1 Siempre deseamos evitar el sexismo verbal, pero también queremos alejarnos de la reiteración que supone llenar todo el libro de referencias a ambos sexos. Así pues, a veces se incluyen expresiones como “niños y niñas”, y otras veces se utiliza el masculino en general o algún genérico como sujeto. (N. del E.)

2En el original: pester power. Se refiere al poder o la fuerza de la insistencia del niño ante los padres y los maestros. Nuestra traducción: “poder del incordio” coincide con la de Sigrid GUITART en: Así se manipula al consumidor: cómo las empresas consiguen lavarnos el cerebro y que compremos sus marcas (Barcelona: Gestión Libros, 2011), traducción de: LINDSTROM, Martin: Brandwashed. Nueva York: Crown Business, 2011. (N. del T.)

CAPÍTULO PRIMERO

¿Explotados o empoderados?

La construcción del niño consumidor

Desde el momento en el que nacen, los niños de hoy son ya consumidores. Las infancias contemporáneas se viven en un mundo de bienes y servicios comerciales. El marketing orientado a los niños no es en absoluto nuevo, pero ahora éstos desempeñan un papel cada vez más importante, tanto en cuanto consumidores por derecho propio como por su influencia en sus padres. Están expuestos a un número y una gama crecientes de mensajes comerciales que van mucho más allá de la publicidad tradicional en los media. Están rodeados de invitaciones e incentivos para comprar y consumir; y las fuerzas comerciales influyen cada vez más también en sus experiencias en terrenos como las emisiones radiotelevisivas públicas, la educación y el juego.

La cultura consumista ofrece a los niños un amplio conjunto de oportunidades y experiencias que no hubieran podido disfrutar en épocas anteriores. Sin embargo, lejos de ser bienvenido o festejado, el consumo infantil se ha percibido con frecuencia como un problema social urgente. Políticos, dirigentes religiosos, activistas a favor del bienestar infantil y grupos pro derechos de los consumidores —por no mencionar a los ejércitos de columnistas de periódicos y expertos de los media— expresan rutinariamente su preocupación e indignación por la dañina influencia de la publicidad y el marketing sobre los niños. Esa preocupación no se limita a una única perspectiva moral o política: los conservadores tradicionales y los activistas anticapitalistas, las feministas y los fundamentalistas religiosos unen sus fuerzas en un coro de condena. Dicen que hay que proteger a los niños de las lesivas influencias comerciales: la publicidad y el marketing dirigido a los niños deben prohibirse y los padres deben intentar educar a sus hijos en un entorno “libre de influencias comerciales”. En estos debates, el consumismo se vincula a menudo a una serie de problemas sociales diferentes. Se culpa a la publicidad y al marketing de causar la obesidad y los trastornos alimentarios, de fomentar una sexualización prematura, de promover unos valores materialistas y de incitar al conflicto en la familia y en el grupo de iguales. Se diría que el consumismo está destruyendo los valores fundamentales de la infancia y, mientras tanto, amarga la vida de niños y padres.

Sin embargo, con frecuencia, el motivo de las objeciones no está de ninguna manera bien definido. La publicidad de la “comida basura”, las modelos sexy menores de edad y el marketing en línea engañoso son objetivos bastante precisos. Pero las críticas del consumismo y del mundo comercial van a menudo mucho más allá; de hecho, el debate parece versar a menudo sobre la completa destrucción de la infancia. En consecuencia, ¿nos referimos solo a la publicidad y al marketing o al sistema económico en su conjunto? ¿El “consumo” se refiere solo a la adquisición de bienes y servicios o también a su uso? ¿Dónde empieza y dónde acaba “el mundo comercial”? ¿Dónde podemos encontrar un “mundo no comercial”? ¿Acaso el acto de consumo implica de forma inevitable unos conjuntos de valores o ideologías, como el “consumismo” o el “materialismo”? ¿Cómo pueden identificarse esos valores e ideologías? ¿Por qué hay ciertos tipos de consumo que implícitamente se consideran aceptables —comprar libros o CD de música clásica o pagar para que nuestros hijos asistan a clases de ballet— mientras que otros no? ¿El problema estriba en el consumo excesivo o en que las personas tengan demasiado dinero para gastar y, si es esto último, qué define ese “demasiado”?

Esos razonamientos se aplican, desde luego, a los adultos; sin embargo, parecen transmitir una fuerza sin par cuando se refieren a los niños. A menudo se insta a los padres para que se opongan al consumismo en nombre de sus hijos; se diría que solo entonces podrán experimentar los niños una infancia buena o adecuada. Ahora bien, ¿cuál es el fundamento de que se considere que ciertos productos de consumo son inadecuados para los niños en general o para los de determinadas edades? ¿Por qué hay algunas cosas que se consideran aceptables para los adultos y no para los niños? En general, ¿son los niños, en algún sentido, más vulnerables que los adultos a las conductas y valores dañinos que aparentemente promueve la cultura consumista? ¿En qué sentido es aún posible, en una sociedad capitalista moderna, mantener a los niños a salvo de las influencias comerciales y cuáles serían las consecuencias negativas de tratar de hacerlo así? ¿Cuáles son los valores alternativos que se mantienen fuera del mundo comercial y cuáles pueden permitir a niños y padres oponerse a su influencia?

La construcción de los problemas sociales

Estas cuestiones ponen en evidencia el hecho de que el “problema” del niño consumidor se define normalmente de formas muy particulares. Se hacen intervenir ciertos supuestos, tanto sobre el consumo —lo que es el consumo y el “buen” y el “mal” consumo— como sobre los niños —lo que los niños son o deben ser esencialmente y las “buenas” y “malas” infancias. Esos supuestos no son enunciados fácticos y tampoco son neutros. Por el contrario, la figura del niño consumidor se encuadra y se estructura de maneras muy concretas, que marginan o impiden otras formas de pensar en la cuestión.

En los últimos años, diversos análisis de problemas sociales han estudiado estos temas desde la perspectiva “construccionista social”. En sentido amplio, los problemas sociales pueden definirse como fenómenos que se consideran moralmente erróneos y exigen, en consecuencia, una intervención positiva. Sin embargo, las cosas que identificamos y categorizamos como problemas sociales no son estables ni fijas. Por el contrario, los problemas se definen de distintas maneras en diferentes medios sociales y culturales y, a menudo, las personas no se ponen de acuerdo en cómo haya que entenderlos. Los problemas o cuestiones no están simplemente dados, sino que se estructuran activamente. Los distintos grupos de personas tienen que identificarlos, seleccionarlos y nombrarlos: los problemas deben categorizarse y tipificarse de formas concretas con el fin de convertirlos en centros de la atención pública. A menudo se utiliza aquí la metáfora del “encuadre”: situar el problema en un marco, un cuadro, sirve para definirlo y centrar la atención en él, aunque también desvía la atención de lo que queda fuera del marco y, por tanto, limita las posibles formas de entender el problema en primer lugar.

Los contruccionistas sociales señalan que, en el contexto más diverso y más fluido de las sociedades contemporáneas, hay menos consenso acerca de lo que está bien y lo que está mal y, en consecuencia, la estructuración de los problemas sociales es con frecuencia un proceso discutido en el que los sentimientos pueden llegar a contar más que la lógica o la evidencia (LOSEKE, 2003). Las acciones de los “reivindicadores” desempeñan un papel central en este proceso. Hay estudios que han examinado cómo trabajan los reivindicadores clave —activistas, políticos, expertos, comentaristas de los media— para definir un problema social y aumentar su visibilidad pública, persiguiendo a menudo sus propios intereses sectoriales. Esto conlleva por regla general formas retóricas movilizadoras. Los reivindicadores compiten entre sí por la atención de los media, exagerando a menudo la escala del problema, centrándose en manifestaciones dramáticas o espectaculares y, a veces, basándose en expertos o evidencias científicas de carácter dudoso (HILGARTNER y BOSK, 1988). A menudo, esas reivindicaciones son acumulativas y mutuamente reforzantes, por lo que el alcance del problema tiende a expandirse. Las reivindicaciones con más fuerza persuasiva son las que reflejan otros temas dominantes —y estereotipos y prejuicios— en la cultura. Las reivindicaciones sencillas son más eficaces que las complicadas, y es menos probable que las historias formularias en las que haya “buenos” y “malos”, que implican a menudo narraciones melodramáticas de corrupción y decadencia, se cuestionen, entre otras cosas porque pueden suscitar poderosas emociones. Esto resulta más evidente cuando se genera “pánico moral”, un fenómeno que, por supuesto, ha constituido el centro de gran cantidad de análisis sociológicos e históricos (por ej.: BARKER, 1984; COHEN, 2002; SPRINGHALL, 1998).

La figura del niño —o, quizá, de cierta idea de infancia— es a menudo crucial. Como han señalado Joel BEST (1990, 1994) y otros, la prominencia alcanzada en nuestra época por el abuso infantil como cuestión social puede analizarse de este modo. El abuso infantil, en sus diversas formas, ha existido siempre; pero los procesos a través de los cuales se define y, en realidad, lo que se considera abuso infantil, han cambiado significativamente con el tiempo. Durante los decenios de 1980 y 1990, en particular, diversas inquietudes relativas a los “niños amenazados” —desde los niños sin techo a los bebés nacidos de madres adictas al crack, pasando por las víctimas de los pedófilos— llegaron a dominar los planes públicos. Se presentaba cada vez más a los niños como seres en peligro y vulnerables a daños diversos; y se instaba a los padres a que se responsabilizaran de su protección y del desarrollo de una personalidad sana. Como sostiene BEST, las imágenes contemporáneas de los niños como víctimas se corresponden de un modo muy eficaz con la imagen idealizada, sentimental, de la infancia que se hizo culturalmente dominante en el siglo XIX, inicialmente en la clase media. Los niños ocupan también un lugar relativamente bajo en la jerarquía de los reivindicadores: raramente se los consulta, por ejemplo en los debates de los media o en los de carácter político, dejando así vía libre para que los adultos hagan reivindicaciones en su nombre (LOSEKE, 2003).

En realidad, convertir a los niños en el centro de las reivindicaciones constituye a menudo un poderoso medio de presionar “teclas” emocionales y, por tanto, de reclamar la aprobación, aunque el objetivo real sea mucho más amplio. Si puede demostrarse que las influencias dañinas en la sociedad impactan específicamente en los niños, el razonamiento para controlar esas influencias parece mucho más fuerte. Por ejemplo, Philip JENKINS (1992) presenta un estudio detallado del papel que desempeñan los reivindicadores y los “emprendedores morales” en el pánico moral en torno al abuso infantil —desde la violencia sexual a la pedofilia y a los rituales satánicos— que adquirieron tanto relieve en Gran Bretaña durante el decenio de 1980. Como muestra JENKINS, las campañas en contra de la homosexualidad se redefinieron como campañas contra los pedófilos; las campañas contra la pornografía se convirtieron en campañas contra la pornografía infantil, y las campañas contra la inmoralidad y el satanismo se convirtieron en campañas contra el abuso ritual infantil. Quienes cometieran la temeridad de dudar de las dramáticas reivindicaciones acerca de las proporciones epidémicas de tales fenómenos o de cuestionar la necesidad de formas censoras o autoritarias de acción, podían quedar estigmatizados con facilidad como hostiles a los niños. Aunque algunas de las campañas que identifica JENKINS se han apagado, las han reemplazado otras y algunas se han ido haciendo cada vez más prominentes: las inquietudes con respecto a la infancia se han convertido en una poderosa dimensión de unas afirmaciones mucho más amplias sobre la destrucción del tejido social y el desmoronamiento moral de lo que los conservadores llaman la “Gran Bretaña rota”.

Lo que me interesa destacar aquí no es que estos problemas sean meramente ilusorios o solo una cuestión de pánico irracional, aunque probablemente de eso se trate en algunos de los ejemplos que analiza JENKINS. El análisis se centra, en cambio, en la forma de definir y estructurar socialmente el problema y en quién lo hace; en los supuestos y respuestas emocionales que se invocan en el proceso, y en las formas de excluir, en consecuencia, las perspectivas alternativas. En concreto, como sostienen JENKINS (1992), STERNHEIMER (2010) y otros, se corre el riesgo de que la estructuración y el encuadre de problemas sociales específicos desvíen la atención de cuestiones más complejas e insolubles, en especial las relacionadas con la economía y con la privación y la desigualdad sociales.

El problema del niño consumidor

¿Hasta qué punto podemos considerar el “problema” de los niños y el consumo en estos términos? En los últimos años, ha habido una oleada de publicaciones populares críticas sobre los niños y la cultura consumista, siguiendo la estela del influyente No Logo de Naomi KLEIN (2001). He aquí algunos ejemplos destacados: Born to Buy: The Commercialized Child and the New Consumer Culture, de Juliet SCHOR (2004); Consuming Kids: The Hostile Takeover of Childhood, de Susan LINN (2004); Branded: The Buying and Selling of Teenagers, de Alissa QUART (2003); Kidnapped: How Irresponsible Marketers are Stealing the Minds of Your Children, de Daniel ACUFF y Robert REIHER (2005), y, en el Reino Unido, Consumer Kids: How Big Business is Grooming Our Children for Profit, de Ed MAYO y Agnes NAIRN (2009). Sin duda, hay algunas diferencias importantes entre estas publicaciones. Por ejemplo, la obra de SCHOR es la más académica y presenta evidencia estadística detallada de un estudio psicológico de las relaciones entre consumo y “materialismo”; la de QUART es, en esencia, una exposición periodística de la industria del marketing para adolescentes. Como “reivindicadores”, los autores hablan también desde diferentes posiciones: MAYO, por ejemplo, es el director de un grupo de presión de consumidores, mientras que LINN es una psiquiatra infantil, y ACUFF y REIHER son consultores de marketing. Sin embargo, estos libros comparten una visión muy crítica de la influencia negativa de la publicidad y el marketing en la vida de los niños: todos ellos tienen una faceta de fuerte activismo y varios concluyen con un “manifiesto” y una serie de enlaces con organizaciones activistas.

En cierto nivel, los razonamientos que se hacen aquí no son nada nuevos. Podemos encontrar afirmaciones similares acerca de la influencia dañina de la publicidad de la década de 1970, por ejemplo de grupos activistas como Action for Children’s Television en los Estados Unidos (véanse: HENDERSHOT, 1998; SEITER, 1993). Sin embargo, hay aquí un matiz nuevo de urgencia: estos críticos sostienen que el marketing contemporáneo es significativamente más sofisticado y que los niños se ven ahora atrapados en una forma de cultura consumista potente y muy manipuladora de la que es casi imposible escaparse o frente a la que es muy difícil resistirse. Acusan a los publicistas y especialistas en marketing de utilizar técnicas cada vez más tortuosas y engañosas con el fin de llegar a los niños, y de desobedecer las normas legales acerca de la promoción de productos dañinos. Dicen que los niños se convierten en objetivos de la publicidad a edades cada vez más tempranas y que los límites entre infancia, juventud y adultez están desdibujándose progresivamente, mientras los niños acceden cada vez con más facilidad a materiales sexuales y violentos. Según estos críticos, esta nueva cultura comercial se opone activamente al bienestar y a los intereses de los niños.

Aunque algunas de estas afirmaciones encierran, sin duda, verdades, todos estos libros relacionan la cuestión del consumismo con otras preocupaciones tradicionales acerca de los media y la infancia, ampliando así el alcance del problema y pintando un cuadro de decadencia general. Así, además de convertir a los niños en consumidores prematuros, se acusa a los media de promover el sexo y la violencia, la comida basura, las drogas, el tabaco y el alcohol, los estereotipos de género y falsos valores morales, así como de contribuir a una “epidemia” de trastornos de salud mental, ansiedad, estrés y adicciones dañinas (incluyendo la misma adicción al consumo). Los niños de hoy padecen lo que LINN llama “impulsividad” y ACUFF y REIHER, “sobrecarga de información invisible e intangible” (SIII). El juego infantil ha sido devaluado y su capacidad para la experiencia creativa se ha destruido, en beneficio de la conformidad y los valores superficiales, materialistas.

Evidentemente, esta es una letanía bien conocida que tiende a confundir tipos muy diferentes de efectos e influencias, y está informada por una crítica mucho más amplia del “consumismo”, que se considera fundamentalmente opuesto a los valores morales o humanos positivos. LINN (2004), por ejemplo, describe el consumismo como un ataque a la democracia y a los valores familiares y a “los esplendores espirituales, humanísticos o inefables de la vida” (pág. 185). Esto se enlaza con una descripción más general de la decadencia social y cultural, que ve a los niños cada vez más amenazados y más en peligro. Así, ACUFF y REIHER (2005) comienzan su libro declarando: “Padres, vuestros hijos corren hoy mayores peligros físicos, psicológicos, emocionales y éticos que durante cualquier otra época de la civilización moderna” (pág. XII).

Paradójicamente quizá, el más vehemente de estos textos es el escrito por los dos consultores de marketing, ACUFF y REIHER, cuyas biografías alardean de una extensa lista de clientes corporativos de perfil elevado. Estos autores emplean todas las estrategias retóricas características de los reivindicadores de problemas sociales. Se dirigen a los padres, mediante el plural “nosotros”, como participantes en una cruzada. En apoyo de lo que dicen, apelan a un abultado conjunto de autoridades, que utilizan mediante citas cortas (y con frecuencia vulgares) esparcidas por el texto, aparentemente al azar, desde Billy Graham y Martín Lutero hasta Albert Einstein, James Baldwin y Eleanor Roosevelt. La evidencia científica, extraída principalmente de la neurociencia infantil y de la psicología evolutiva, se presenta como una verdad indiscutible. Los capítulos fundamentales del libro presentan listas de “necesidades básicas”, “elementos evolutivos fundamentales” y “vulnerabilidades claves” relativas a los niños en cada una de las etapas evolutivas de PIAGET. Sin embargo, estos argumentos aparentemente científicos acerca del “cableado” del cerebro y de los “puntos ciegos evolutivos” se utilizan para justificar lo que son evidentes juicios morales, en especial sobre la influencia de los contenidos sexuales y violentos de los media, por ejemplo, acerca de la “sexualidad inadecuada a la edad” y la promoción de “actitudes irresponsables”.

A estos juicios subyacen otros prejuicios sobre el gusto y el valor cultural. Parece que el marketing comercial sea aceptable si promueve productos “sanos” o “saludables”, pero no si se refiere a cosas que los autores consideren dañinas. Para cada grupo de edad, ACUFF y REIHER presentan “una semana en la vida” de una familia ideal y de otra disfuncional, en dos columnas paralelas. Mientras que los buenos padres establecen límites, preservan el tiempo de calidad y, en general, promueven un ambiente de aprendizaje sano, los malos padres son permisivos y negligentes (¡envían a sus hijos a “guarderías”!) y permiten que su propio disfrute de la cultura popular actúe como modelo para sus hijos. En este contexto, el contraste es tan absoluto y estereotípico que resulta cómico —en realidad, recuerda más bien un encuentro entre The Brady Bunch y la familia Bundy de Married with Children1. Mientras los adolescentes de la buena familia están en su reunión de grupo de la iglesia, escuchando “rock blando” y leyendo poesía, los malos llevan chupas y minifaldas, utilizan juegos de ordenador de carácter violento y, en general, llevan una vida de sexo, drogas y gangsta rap2.

En conjunto, estos textos cuentan una historia sencilla de la lucha entre el bien y el mal. Los niños aparecen representados en ellos como seres esencialmente inocentes y desvalidos, incapaces de resistirse a la fuerza del marketing comercial y de los media. Así, son seducidos, controlados, manipulados, explotados, les lavan el cerebro, se “quedan con ellos”, los programan y los afilian a sus marcas. Se los considera como fundamentalmente pasivos, vulnerables e indefensos —como “pasto comercial pasivo”, “piñones de un engranaje” o, en palabras de ACUFF y REIHER, “presas fáciles” para los publicistas. Sin embargo, como en otras campañas que invocan a los niños, estos libros no suelen incluir las voces de los mismos niños ni procuran explicar sus puntos de vista: se trata, esencialmente, de un discurso generado por adultos en nombre de los niños.

Entretanto, los publicistas son los “persuasores ocultos” originales de la leyenda popular (y, de hecho, varios de estos libros citan con aprobación el clásico de la paranoia de la Guerra Fría acerca del poder de control del pensamiento de la publicidad subliminal de Vance PACKARD, 1957). Se considera que los publicistas están en “guerra contra los niños”: bombardean, asaltan, acribillan e incluso los someten a “bombardeos de saturación”. “Secuestran a los niños”, los invaden, violan y roban sus mentes, y traicionan su inocencia y su confianza. Incluso MAYO y NAIRN (2009), que tienden a representar a los niños como seres más escépticos y resistentes a los reclamos de la publicidad, presentan, sin embargo, a los publicistas en términos muy melodramáticos. El subtítulo de su libro equipara efectivamente a los publicistas con los pedófilos, mientras ciertos términos, como “acicalamiento” y “asechanza”, y la metáfora del “cazaniños” aparecen de forma recurrente (cuando se publicó, el periódico The Times incluyó un extracto del libro, acompañado de una ilustración en gran formato del malvado personaje Robert Helpmann de Chitty Chitty Bang Bang).

Como dirían los construccionistas sociales, esta historia concuerda muy bien con las “reglas de sentimiento” dominantes de la sociedad contemporánea (LOSEKE, 2003). Los niños ocupan la categoría moral más elevada: son interpretados como víctimas sin culpa, inocentes y moralmente puras. Las agencias de publicidad representan sus contrarios morales: ellos son los villanos pagados de sí mismos, los malos de la película que merecen nuestra condena más vehemente.

No obstante, el papel interventor de los padres es aquí algo más ambivalente y problemático. Los “buenos” padres —a quienes implícitamente se dirigen estos libros— ejercen una protección y un control adecuados sobre sus hijos, mientras que los “malos” padres son liberales y permisivos, y consienten los deseos de consumo propios y de sus hijos. En último término, los padres parecen extrañamente impotentes frente al “ataque” del marketing comercial; y, sin embargo, también ellos son de alguna manera culpables de lo que les ocurre a sus hijos. En este contexto, los “buenos” padres pueden convertirse con demasiada facilidad en “malos” padres, sea como víctimas de la ignorancia o de su propia falta de autodisciplina. Los actos de consumo —de los niños o de los mismos padres— requieren una vigilancia y supervisión constantes, armadas idealmente con las listas de comprobación y las “cajas de herramientas” que facilitan tales publicaciones. Así, mientras que todos estos libros reclaman algún tipo de prohibición del marketing dirigido a los niños o, al menos, una reglamentación mucho más rígida, gran parte de la responsabilidad de las relaciones con la cultura consumista recae, al final, en los padres; y, en efecto, gran parte de la retórica parece pensada para inflamar la ansiedad y la culpa parentales. Al parecer, la única solución para los padres es implicarse en la contrapropaganda, censurar el uso de los media a sus hijos o mantenerlos aislados de las corruptoras influencias comerciales. Solo entonces, cuando sus vidas estén completamente supervisadas y controladas, parece que los niños serán verdaderamente libres para ser niños una vez más.

La infancia en peligro

Como he dado a entender, estas preocupaciones por la influencia de la publicidad y el marketing sobre los niños están, por regla general, incluidas en un cuadro narrativo más amplio sobre la suerte de la infancia contemporánea. En este marco narrativo, la infancia moderna no se caracteriza por ser un período de despreocupada inocencia, sino de peligro y riesgo y, en realidad, como una época de ansiedad, sufrimiento y estrés. Aunque pueda objetarse que esta imagen sombría de la infancia ha estado circulando por ahí desde hace mucho tiempo, ha alcanzado un predominio cultural mucho mayor en el primer decenio del siglo XXI.

El motivo más dramático de esta preocupación es, evidentemente, ese contemporáneo maldito, el pedófilo depredador. A pesar del hecho de que la mayoría de los abusos infantiles se producen en la casa familiar, se interpreta predominantemente —no así los niños— como una cuestión de “peligro foráneo”. A tenor de algunos relatos populares, se diría que el pedófilo ya no acecha solo en la calle o en los espacios públicos, sino en la misma escuela de su hijo o en el ordenador de su habitación. El análisis que hace Joel BEST (1990) del pánico moral que rodea al “niño amenazado”, antes señalado, indica que la retórica contemporánea de “salvar a los niños” suele justificarse mediante imágenes melodramáticas de niños amenazados por individuos desviados, en forma de pedófilos, pornógrafos infantiles, secuestradores, traficantes de drogas y violadores satánicos. Parece que, a este reparto de malhechores, se añade ahora la figura de la publicidad como “esclavizaniños”.

Esta preocupación creciente por la seguridad de los niños se ha traducido en lo que algunos autores consideran una cultura de “sobreprotección” y aun de “paranoia parental” (BROOKS, 2006; FUREDI, 2008; GULDBERG, 2008). Los críticos de tales desarrollos cuentan historias de escuelas que han prohibido grabar representaciones teatrales navideñas de niños ante la posibilidad de que las cintas podrían caer en manos de pedófilos o han excluido a los padres de los acontecimientos deportivos por miedo a que los acosadores de niños pudiesen colarse3. En el momento de redactar el libro, un grupo de autores infantiles importantes del Reino Unido ha propuesto abandonar las lecturas de sus obras en las escuelas si siguen sometiéndolas a controles policiales que tienen como fin identificar a delincuentes sexuales4.

Sin embargo, otras personas sostienen que este “encapsulamiento” actual de la infancia se extiende mucho más allá del temor a los abusos sexuales. Al menos en el Reino Unido, los niños se ven ahora mucho más confinados a sus hogares y tienen muchas menos posibilidades de salir de forma independiente que hace treinta años. Desde la década de 1970, el juego al aire libre en la calle o en espacios abiertos ha sido progresivamente desplazado por el entretenimiento en casa (sobre todo, a través de la televisión y los ordenadores) y, especialmente en las clases más ricas, por las actividades de ocio supervisadas, como los deportes organizados, las clases de música y cosas por el estilo (VALENTINE, 2004). Una extensa “industria de la salud y la seguridad” ha sacado al mercado productos que “tienen en cuenta la seguridad” dirigidos a los padres de niños muy pequeños (MARTENS, 2005), apoyados tanto por el clima general de ansiedad como por una legislación restrictiva. Los conflictos rutinarios que enfrentan a los niños en el patio de recreo han sido sometidos a nuevas formas de intervención terapéutica y todo un conjunto de emociones cotidianas (como la tristeza) han sido clasificadas como “síndromes” psicológicos que necesitan un tratamiento experto (GULDBERG, 2008).

Como veremos en capítulos posteriores, a los padres también se les insta cada vez más a que se responsabilicen de asegurar el éxito educativo de sus hijos. En la actualidad, se considera que un “buen” ejercicio parental implica una vigilancia constante, con el fin de garantizar que sus hijos participen en actividades de aprendizaje convenientes y conducentes al mejoramiento personal y, por supuesto, muchas empresas (desde las editoriales y compañías de software de carácter educativo hasta las que ofrecen clases complementarias y clases particulares a domicilio) han visto aquí una lucrativa oportunidad comercial. Con frecuencia, muchos de estos argumentos se justifican también por lo que podemos denominar “determinismo del niño”, la afirmación, aparentemente impulsada por la neurociencia, de que la evolución posterior de los niños depende en gran medida del crecimiento del cerebro en los primeros años de vida.

El síndrome de la infancia tóxica

De nuevo aquí, es posible seguir las actividades de algunos destacados “emprendedores morales” implicados en estos debates. Como hemos visto, los reivindicadores están destinados a competir entre ellos en el ámbito público, tratando de dar nombre y definir el problema social escogido por ellos. Su objetivo es conseguir “apropiarse” del problema, aunque, al hacerlo, buscan a menudo el apoyo de un amplio conjunto de aliados, unos aliados que, por lo demás, pueden ser radicalmente incompatibles. Como hemos visto, las reivindicaciones sobre los niños están particularmente lastradas por lo que BEST (1990) llama “el mercado de los problemas sociales”.

En el Reino Unido, esto se ha puesto especialmente de manifiesto en el reciente debate sobre la “infancia tóxica”. Las afirmaciones acerca de la “pérdida de la infancia” tienen una larga historia: The Disappearance of Childhood, de Neil POSTMAN (1983) es un ejemplo notable, aunque pueden encontrarse ejemplos mucho más antiguos en la bibliografía sobre el “pánico moral”, sobre todo en relación con los media y la cultura popular (BUCKINGHAM, 2000a; SPRINGHALL, 1998). No obstante, el superventas Toxic Childhood: How the Modern World is Damaging Our Children and What We Can Do About It, de Due PALMER, publicado en 2006, ha disfrutado de un éxito notable al resucitar el argumento y definir efectivamente un “síndrome” contemporáneo. La publicación del libro fue seguida rápidamente por una carta que apareció en el Daily Telegraph en septiembre de 2006; orquestada con casi total seguridad por PALMER, la carta estaba firmada por un amplio conjunto de activistas, universitarios, expertos médicos y autores infantiles, y recibió una enorme publicidad5. El Telegraph lanzó inmediatamente una campaña para detener la “muerte de la infancia” y esta, a su vez, parece haber estimulado a la Children’s Society6 a llevar a cabo su “Good Childhood Enquiry”, una iniciativa a largo plazo que se tradujo, al final, en la publicación del libro: A Good Childhood: Searching for Values in a Competitive Age (LAYARD y DUNN, 2009), seguido posteriormente por el Manifesto for a Good Childhood de la Society en cuestión.

Este debate tiene una dimensión religiosa subyacente, implícitamente señalada por el uso de términos como “valores”. La Children’s Society es, en realidad, una organización de la Iglesia de Inglaterra, aunque no siempre lo manifieste con claridad; y el patrocinador de su Enquiry fue Rowan WILLIAMS, arzobispo de Canterbury y primado de la Iglesia de Inglaterra. El libro de PALMER fue precedido por una serie de entrevistas y artículos de perfil elevado en los que WILLIAMS cuestionaba lo que él considera como la influencia de las fuerzas comerciales seculares en la sociedad británica7. En términos políticos, el argumento es algo más difícil de precisar: aunque el Daily Telegraph es, sin duda, un periódico de derechas, los firmantes de la carta de PALMER eran muy diversos, desde el punto de vista político. De hecho, al debate que se produjo a continuación sobre la “infancia tóxica” se sumaron posteriormente siguiendo la misma línea de pensamiento publicaciones del grupo militante laborista Compass (The Commercialisation of Childhood, 2006) y la National Union of Teachers (Growing Up in a Material World, 2007).

Aunque haya algunas diferencias entre estos textos, PALMER ha sido especialmente eficaz al establecer su “propiedad” del problema (entre otras cosas, por las publicaciones subsiguientes como: Detoxing Childhood: What Parents Need to Know to Raise Happy, Successful Children, 2007). Su imagen de la infancia contemporánea y de la familia moderna es decididamente deprimente. Sostiene la autora que los niños son cada vez más infelices y están cada vez más insatisfechos con su vida. Aparentemente, estamos asistiendo a una crisis de salud mental entre los jóvenes, que se manifiesta en el incremento de los niveles de embriaguez, trastornos alimentarios, autolesiones y suicidios; en el incremento del trastorno por déficit de atención con hiperactividad (TDAH), de la dislexia y de los trastornos del espectro autista y, más en general, de los niveles más elevados de depresión, ansiedad y baja autoestima. Las relaciones de los niños con otros son más competitivas y superficiales, lo que se traduce en una mayor incidencia de dificultades emocionales, acoso y violencia; y sus estilos de vida son cada vez más insanos. Los niños de hoy tienen un período de mantenimiento de la atención menor y menos capacidad de tolerar la gratificación diferida: “cada año, se distraen con más facilidad, son más impulsivos y obsesivos, menos capaces de aprender, de disfrutar de la vida, de progresar socialmente” (PALMER, 2006, pág. 16). Se ha producido una erosión del respeto a la autoridad, cuando la sociedad se ha inclinado hacia el relativismo moral: los niños carecen cada vez más de disciplina, de respeto a los otros y de buenos modales. Todos estos síntomas —dice— se manifiestan particularmente en los niños de clase trabajadora, que son “cada vez más salvajes” y llevan “una vida caótica y desmelenada”.

En medio de este catálogo de males, PALMER señala tres causas fundamentales. En primer y más importante lugar, se considera que el acceso cada vez mayor de los niños a los media y a la tecnología y, más en general, a la cultura de consumo tiene unos efectos dañinos en su conducta y sus actitudes en toda una serie de áreas, como los niveles de miedo y ansiedad, los estilos de vida sedentarios, el retraimiento y el aislamiento; el “poder del incordio”, la presión de los iguales y el acoso; la facilidad de distracción, los períodos de atención reducidos y la privación de sueño; la falta de conversación e interacción familiares; la conducta irrespetuosa y la insolencia entre adultos, y el menoscabo de la imaginación y el juego creativo. Aunque PALMER condena Internet como un foro para pedófilos, pornógrafos, psicópatas y terroristas, acusa a los medios, en general, de promover la agresión, la desensibilización frente al sufrimiento, la sexualización, el estereotipado de género, la obesidad, los trastornos alimentarios, el lenguaje soez, los estilos de vida sórdidos, el acoso y los valores materialistas. Estas aseveraciones se presentan mediante una retórica familiar sobre la manipulación, la adicción, la pasividad, el lavado de cerebro, el bombardeo, la “gratificación instantánea” y el “torbellino de descomposición de la imaginación y anulación de la creatividad” de la cultura popular contemporánea (2006, pág. 229).

La segunda causa tiene que ver con los cambios en la vida familiar y la mutación de las ideas acerca del ejercicio parental, y, en este sentido, la descripción de PALMER se basa en argumentos bien establecidos respecto a la “crisis” de la familia moderna. La creciente participación de las mujeres en el mundo laboral, el aumento de divorcios y de familias monoparentales y las presiones del trabajo suponen, aparentemente, que los padres pasen menos tiempo con sus hijos. Por un lado, los padres ya no ejercen una responsabilidad suficiente, por ejemplo, en la determinación de lo que coman los niños, cómo empleen el tiempo, cuándo se vayan a la cama, etcétera. Según PALMER, por desgracia, la “figura paterna convencional disciplinaria” ha desaparecido. Sin embargo, por otro lado, los padres son también demasiado protectores, por ejemplo, al supervisar excesivamente el juego de sus hijos o al mantener a los niños en el “invernadero”, llenando su tiempo con actividades de perfeccionamiento. No queda claro si los estilos de ejercicio parental negligente, excesivamente permisivo y excesivamente autoritario se corresponden con diferentes grupos sociales, aunque aquí haya una dimensión de clase implícita. PALMER ofrece muchos consejos para los padres acerca de la “desintoxicación” de los niños; pero también se los presenta como relativamente incapaces frente al “ataque” de los media y del marketing.

Por último, también se acusa de reforzar el “síndrome de la infancia tóxica” a la política del Gobierno en toda una serie de campos: legislación sanitaria y de seguridad excesivamente proteccionista, indebida insistencia en los tests en las escuelas, falta de apoyo a la vida familiar, incapacidad de facilitar una asistencia infantil suficiente, etcétera. La burocracia impide el normal funcionamiento de las escuelas, los maestros se ven obligados a enseñar para los tests, a los niños se los introduce en el aprendizaje formal demasiado pronto y hay una lesiva cultura de competitividad educativa tanto dentro como fuera de las escuelas. Al mismo tiempo, lo que PALMER llama “interpretaciones erróneas” de la legislación sobre los derechos humanos han promovido la cultura del relativismo moral y de la “autocomplacencia impulsada por el mercado”.

De estos tres elementos, el primero es, con mucho, el más significativo: se considera que los puntos débiles en la familia y los fracasos de la política gubernamental han creado una especie de vacío moral en el que pueden introducirse las influencias dañinas de los media y de la cultura de consumo.

¿La vida moderna es una basura?

La postura de la “infancia tóxica” comparte varias características con campañas anteriores de este tipo, aunque el objetivo de su crítica sea bastante más difuso y omnicomprensivo. De hecho, es difícil pensar en muchas cosas que están mal en el mundo que no quepan bajo esta rúbrica. En último término, llega a un rechazo global de la modernidad, una postura que se pone en evidencia en el subtítulo del libro de PALMER. A este respecto, puede considerarse que se integra en una antigua tradición británica, cuyo origen puede retrotraerse, al menos, hasta el Romanticismo. La tecnología moderna, la urbanización, el capitalismo consumista, la presión para competir y la “velocidad” de la vida contemporánea son los malos de la película, mientras que hay un fuerte sentido de nostalgia con respecto a una época más sencilla, más lenta, un idilio rural de unión familiar y de juego espontáneo, en el que “los niños podrían ser niños”.

El alcance global de su crítica puede explicar en parte su éxito: aquí siempre hay algo para que todo el mundo pueda estar de acuerdo con ella. Como he señalado, la infancia sirve como un símbolo unificador particularmente potente en este sentido: los disidentes pueden ser estigmatizados con facilidad como indiferentes ante las necesidades de los niños y negligentes con respecto a ellas, si no como enemigos descarados de la infancia. La misma sencillez de la historia explica también su capacidad para atraer publicidad y suscitar el consentimiento. Es una historia que no puede permitirse que haya un aspecto positivo: no pueden permitirse argumentos que impliquen que los niños tengan más opciones, oportunidades, autonomía y derechos que antes, o solo pueden reconocerse si estas cosas se consideran fundamentalmente erróneas (como en el caso de la exposición que hace PALMER de los derechos de los niños). La explicación causal que se propone aquí también ha de mantenerse lo más sencilla posible. PALMER insiste en que los fenómenos que describe son complejos y tienen varias causas, aunque su explicación de la influencia de los media y de la cultura de consumo es decididamente unidimensional, incluso si su visión de los cambios en la vida familiar es bastante más ambivalente. Hay aquí una especie de pesimismo cultural grandioso: se considera que el mundo moderno ha entrado en una espiral de inexorable deterioro moral y cultural. Esencialmente estamos yéndonos al infierno y son los media y la cultura de consumo los que nos están llevando allí.

Los niños aparecen representados aquí como víctimas vulnerables, sin ninguna resiliencia ni competencia en ningún sentido. La posibilidad banal de que la mayoría de los niños (y sus padres) estén razonablemente bien adaptados y se desempeñen bastante bien o, simplemente, de que la sociedad se haya hecho más fluida y diversa, no se contempla. El retrato (ficticio) que hace PALMER de un típico niño contemporáneo, con el que su libro empieza y termina, es completamente negativo: es difícil imaginar cómo un ser tan triste y disfuncional puede arreglárselas para sobrevivir. En los argumentos hay también un sesgo implícito de clase social. PALMER asume consistentemente que los problemas de la infancia moderna son más prevalentes en los niños de clase trabajadora. Casi invariablemente, las familias que se representan como más disfuncionales son las de clase trabajadora, y entre los niños de clase trabajadora aparecen las formas de conducta más problemáticas y socialmente inaceptables. PALMER reclama que se preste atención al problema de la desigualdad, pero su terrorífico cuadro de los niños “salvajes” de las clases trabajadoras está plagado de juicios clasistas relacionados con el gusto y la moralidad.

Obviamente, es importante evaluar esas afirmaciones sobre la base de la evidencia. Gran parte de la evidencia mencionada aquí corresponde a habladurías y anécdotas. Se cita a autoridades científicas, se presentan estadísticas de encuestas de opinión y, sin embargo, no hay ninguna presentación sistemática crítica de datos. En el argumento, hay una persistente confusión entre correlaciones y causas, y se atribuyen fenómenos incompatibles o contradictorios a la misma causa fundamental. Con frecuencia, la base sobre la que se hacen comparaciones históricas es poco clara. Volveré sobre estas cuestiones en detalle y presentaré una serie de pruebas en contra en capítulos posteriores. Sin embargo, en este contexto, las cuestiones de lógica y de prueba parecen casi fuera de lugar. Como otros “emprendedores morales” de este estilo, PALMER habla a un nivel fundamentalmente emocional y, a veces, casi visceral. Trata de persuadir, de lograr la aprobación, mediante la narración de una historia sobre la infancia, una historia que apunta a, y moviliza algunas de las esperanzas y temores más profundamente asentados de los padres en particular. En consecuencia, la cuestión clave no tiene tanto que ver con que la historia sea o no precisa, sino con las respuestas emocionales y los supuestos subyacentes que invoca. Toda construcción de un “problema social” implica un conjunto de elecciones, un modo de encuadrar el tema, lo que excluye efectivamente otras formas de verlo o entenderlo. La cuestión tiene que ver con lo que se gana y, más en concreto, con lo que se pierde en este proceso.

¿Poder infantil?

La imagen del niño consumidor y la historia de la infancia moderna que he venido analizando aquí contrastan marcadamente con las visiones de los mismos especialistas en marketing. Como tal, esto no sorprende en absoluto, aunque (como veremos) se traduzca en ciertas paradojas. Examinaré con más detalle el marketing contemporáneo dirigido a los niños en el Capítulo V, pero merece la pena que nos detengamos brevemente sobre este contraste, porque ilumina algunos de los supuestos implícitos acerca de la infancia que están en juego en este debate.

Como el mercado infantil ha crecido en tamaño e influencia, han proliferado los discursos de marketing que tratan de explorar y definir las características y las necesidades de los niños en cuanto consumidores. Aunque los activistas sobre estas cuestiones conciban a menudo a los niños como víctimas pasivas de la manipulación comercial, los comerciantes se inclinan a abrazar una visión muy diferente. Estos tienden a interpretar al niño como una especie de figura de autoridad: se considera que los niños (a los que casi siempre aludimos aquí como “chicos”) son activos, competentes y “espabilados con respecto a los media” y, por tanto, resulta extremadamente difícil llegar a ellos y persuadirlos. En realidad, este intento de definir y celebrar el poder del niño consumidor también tiene una historia bastante larga, que se remonta al menos a la década de 1920, cuando los comerciantes minoristas y los anunciantes comenzaron a orientarse más directamente hacia los niños, en vez de hacia sus madres. Como observa Dan COOK