La inocencia de una esposa - Lynne Graham - E-Book
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La inocencia de una esposa E-Book

Lynne Graham

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Beschreibung

Primero de la serie. Hacía mucho tiempo que Alejandro Navarro Vázquez, conde de Roda, buscaba la venganza. Su mujer le había traicionado incumpliendo un código que, a ojos de su orgullosa moral, era inquebrantable. La ruptura de su matrimonio era una losa que pesaba sobre él día y noche. Había llegado el momento de hacer justicia. Un detective privado le había informado de que Jemima tenía un hijo de dos años. Su frívola esposa había acabado teniendo un niño ilegítimo y él iba a poder tener su ansiada revancha de una vez por todas.

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Seitenzahl: 233

Veröffentlichungsjahr: 2011

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2010 Lynne Graham. Todos los derechos reservados.

LA INOCENCIA DE UNA ESPOSA, N.º 53 - mayo 2011

Título original: Naive Bride, Defiant Wife

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2011

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Bianca son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-9000-316-9

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

Inhalt

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Promoción

Capítulo 1

A LA sombra de un naranjo y a lomos de su espléndido purasangre negro, Alejandro Navarro Vázquez, conde de Roda, contempló el valle que había pertenecido a sus antepasados desde hacía más de quinientos años. Era una hermosa panorámica que abarcaba miles de hectáreas de bosques y tierra fértil. Hacía una mañana muy agradable de primavera y el cielo estaba azul, limpio y claro. El conde era el dueño de toda esa tierra, hasta donde alcanzaba la vista, pero su rostro, de rasgos apuestos y varoniles, tenía un tinte sombrío como era ya habitual desde que se había roto su matrimonio hacía casi dos años y medio.

Alejandro era un rico terrateniente, pero su familia, muy respetada en toda la comarca, había quedado partida a raíz de su irresponsable matrimonio. Había supuesto un verdadero golpe para un hombre tan fuerte y orgulloso como él.

Llevado por el corazón más que por la cabeza, se había casado con una mujer que no estaba a su altura. Había cometido un grave error por el que estaba pagando un precio muy alto. Marcos, su hermanastro, y su mujer le habían traicionado. Marcos, al que él había cuidado desde niño tras la prematura muerte de su padre, se había ido a trabajar a Nueva York, cortando toda relación con su madre y sus hermanos. Sin embargo, él estaba convencido de que, si se presentara en ese momento, probablemente lo perdonaría y le rogaría encarecidamente que volviese a casa.

Todo lo contrario que con Jemima. Para ella, no había perdón en su corazón, sólo odio y desprecio.

Notó que el teléfono móvil estaba sonando. Lo miró con gesto de contrariedad. Le molestaba que le interrumpiesen en aquellos momentos. Respondió de mala gana y arqueó las cejas al enterarse de que el detective privado que había contratado para encontrar a Jemima había ido a verle. Galopó velozmente hacia el castillo, preguntándose con impaciencia si Alonso Ortega habría conseguido finalmente dar con su ex esposa.

–Su Excelencia, le pido disculpas por venir a verlo sin avisar –dijo el hombre con sumo respeto y una expresión de triunfo en los ojos–. Pero sabía que estaría deseando conocer cuanto antes el resultado de mis averiguaciones. He encontrado a la condesa.

–¿En Inglaterra? –preguntó Alejandro, convencido de que no podría haber ido a otro lugar.

Ortega, tras responder afirmativamente a su pregunta, pasó a comunicarle todos los pormenores de su investigación. Alejandro le estaba escuchando atentamente cuando, de pronto, su madre, la condesa viuda, entró en la sala. Doña Hortensia, con su presencia imponente y majestuosa, clavó sus penetrantes ojos negros en el detective privado, como preguntándole sin necesidad de palabras si había cumplido finalmente con el objetivo para el que le habían contratado. Al oír las noticias del hombre se dibujó una extraña sonrisa de satisfacción en su rostro.

–Aún tengo algo más que comunicarles –dijo Ortega, tratando de eludir la inquietante mirada escrutadora de su noble anfitriona–. La condesa tiene un hijo, un niño de unos dos años.

Alejandro se quedó petrificado al oír la noticia.

La puerta se abrió de nuevo y entró Beatriz, su hermana mayor, disculpándose por la interrupción. Guardó silencio en seguida ante la mirada fría y dominante que le dirigió su madre.

–Esa bruja lasciva inglesa, que en mala hora se casó con tu hermano, ha tenido un bastardo.

Algo avergonzada al oír pronunciar esas palabras delante del detective, Beatriz miró a su hermano con gesto consternado y se apresuró a ofrecer un refresco a aquel hombre para tratar de aliviar la tensión del momento. Alejandro pensó que hubiera hecho mejor quedándose sentada hablando del tiempo mientras él agarraba a Ortega por las solapas y le obligaba a soltar de una vez todo lo que sabía sin tantos rodeos.

El hombre, adivinando seguramente sus intenciones, le hizo entrega de un pequeño dossier y, saludando respetuosamente a todos, decidió abandonar la sala.

–¿Un… niño? –exclamó Beatriz asombrada, nada más salir el detective por la puerta–. ¿Pero de quién es ese niño?

Alejandro, sin inmutarse, se encogió de hombros, sin decir nada. Tenía claro que no era hijo suyo y eso suponía la mayor ignominia que había sufrido nunca. Jemima tenía una habilidad especial para hacer sufrir a un hombre física y emocionalmente.

¡Un hijo con otro hombre!

–¡Si me hubieras escuchado…! –se lamentó doña Hortensia–. En cuanto vi a esa maldita mujer, supe que no era buena. Tú eras el soltero más cotizado de España, podrías haberte casado con la que hubieras querido.

–Pero me casé con Jemima –replicó secamente Alejandro, al que le sacaban de quicio los arranques melodramáticos de su madre.

–Sólo porque te sedujo con sus desvergonzadas malas artes. Para ella, un hombre no era suficiente. Por su culpa, mi pobre Marcos vive ahora en la otra punta del mundo. Cada vez que pienso que ha podido tener un hijo ilegítimo mientras aún llevaba nuestro nombre se me enciende la sangre…

–¡Ya está bien! –exclamó Alejandro–. De nada valen ahora las recriminaciones y los lamentos. Lo hecho, hecho está.

–No, aún no está hecho todo –dijo doña Hortensia con una mirada mezcla de astucia y malicia–. Todavía no has iniciado el proceso del divorcio, ¿verdad?

–Iré a Inglaterra a hablar con Jemima lo antes posible –dijo Alejandro con arrogancia.

–Envía al abogado de la familia. No tienes necesidad de ir tú personalmente –replicó la condesa con autoridad.

–Sí, tengo que ir yo. Jemima sigue siendo mi esposa –replicó Alejandro contradiciendo a la condesa con los modales propios de su refinada educación aristocrática, y añadió luego, a punto de perder la paciencia, al oír el aluvión de reproches de doña Hortensia–: Te tendré informada de todo sólo por cuestión de cortesía. No necesito ni tu aprobación ni tu permiso.

Alejandro se retiró a su estudio y se sirvió un brandy. Un niño. Jemima había tenido un hijo. No podía creerlo. Entre otras cosas porque no podía olvidar que su esposa había sufrido un aborto poco antes de dejarle. Ésa era la razón por la que no era posible que ese misterioso niño fuera suyo. ¿Sería de Marcos? ¿O quizá de otro hombre? Le resultaba sórdido y desagradable especular con esas posibilidades.

Echó un vistazo al informe del detective Ortega. No había gran cosa. Jemima vivía en un pueblo de Dorset, donde llevaba una floristería. Por un momento, se dejó llevar por sus recuerdos junto a ella, pero los desechó en seguida haciendo uso de su autocontrol y su sensatez habituales. Aunque, ¿dónde habían estado aquel día que conoció a Jemima Grey?

No podía poner ninguna excusa. Él había sabido de antemano la gran diferencia que había entre ellos, y sin embargo había decidido casarse con ella. Ciertamente, usando las palabras de su madre, ella le había seducido. Jemima era una mujer increíblemente sexy y él había sucumbido a sus encantos sin pensar en las consecuencias. Posiblemente, la vida le había pasado factura por sus numerosas aventuras con mujeres fáciles. O quizá había sido también una demostración de su debilidad y falta de voluntad para controlar su ardiente deseo sexual por aquella mujer tan excitante. Afortunadamente, el paso del tiempo y la cruel decepción que había sufrido en el curso de su corto matrimonio, habían borrado por completo toda su pasión por ella.

Pero aquel absurdo matrimonio había destruido prácticamente su entorno familiar. Jemima, sin familia y sin ayuda económica de ningún tipo, seguía siendo legalmente su mujer, al igual que su hijo, al que la ley reconocía como su hijo legítimo en tanto no concluyese su proceso de divorcio. Era una situación degradante e ignominiosa. Tenía que ir a Inglaterra a resolverlo todo.

Ningún conde De Roda desde el siglo XV había actuado nunca como un cobarde eludiendo sus deberes y sus responsabilidades, por desagradables que fuesen, y él no iba a ser menos. Jemima tenía suerte de haber nacido en el siglo XXI. En otros tiempos, sus antepasados habrían encerrado a la esposa infiel en un convento o la habrían ejecutado para preservar el honor de la familia. Afortunados ellos, pensó él con amargura, que gozaban de ese privilegio para poder vengarse de las afrentas de sus mujeres.

Mientras Jemima envolvía un ramo de flores en un papel de celofán para regalo, Alfie se asomó por una esquina del mostrador de la tienda, mirando con sus grandes ojos castaños llenos de picardía.

–¡Jola! –dijo con mucho descaro a la clienta que estaba despachando su madre.

–¡Hola! ¡Qué niño tan guapo! –exclamó la mujer fijándose en Alfie, que la miraba con su sonrisa irresistible.

Jemima estaba acostumbrada a oír esos halagos, pero se preguntaba, mientras le cobraba a la mujer, a quién se parecería cuando fuese mayor. Era igual que su padre, pensó con amargura. Sin duda, había heredado sus genes, esos ojos maravillosos de color castaño oscuro, esa tez morena y esa espesa mata de pelo negro, típicamente españoles. Lo único que había sacado de ella era el pelo rizado. Sin embargo, Alfie tenía el mismo carácter cordial y optimista que ella. Sólo en raras ocasiones sacaba a relucir algún destello del temperamento sombrío y apasionado de su padre.

Jemima trató de apartar aquellos pensamientos de su mente. Miró a Alfie, que estaba jugando con unos cochecitos, y se puso a confeccionar un ramo de flores que le había encargado un cliente, siguiendo para ello una foto de una revista especializada en arte floral.

El azar le había llevado a aquella pequeña ciudad de Charlbury St Helens en un momento crítico de su vida, pero no se había arrepentido nunca de haberse establecido allí y de haber construido en aquel lugar los cimientos de su futuro.

Había llegado allí cuando estaba embarazada y lo único que había conseguido encontrar había sido un trabajo como dependienta en una tienda de flores. Había sentido la necesidad de recuperar su autoestima ganándose la vida por sí misma. Tras descubrir sus aptitudes para la floristería, se había entregado con verdadera dedicación a aquel trabajo y había invertido incluso sus horas libres en estudiar sobre esa materia para conseguir una formación cualificada. El azar había querido también que su jefe, debido a su precaria salud, hubiera decidido retirarse por entonces, y Jemima había tenido el valor y la visión necesarios para hacerse con las riendas del negocio y ampliarlo con otras actividades paralelas como regalos de empresas, bodas y actos sociales.

Se sentía tan orgullosa de su negocio que a veces le costaba creer que pudiera haber llegado tan lejos partiendo de unos orígenes tan humildes. Demasiado bien le había ido para ser hija de un delincuente violento e irresponsable, que nunca había trabajado en su vida, y de una madre alcohólica, que había muerto al estrellarse el coche robado que conducía su marido. Jemima nunca había tenido hasta entonces ninguna aspiración en la vida. Es lo que había visto en su casa. Nadie en su familia había intentado nunca mejorar de posición social.

–Ese tipo de ideas no son para gente como nosotros. Lo que Jem necesita es conseguir un trabajo para que nos ayude en la casa –solía decirle su madre al maestro cuando intentaba persuadirla de que Jem se quedase en la escuela preparándose para los exámenes de acceso al instituto.

–Eres tan torpe e inútil como tu madre –le repetía su padre casi todos los días, hasta crearle un complejo que la perseguiría durante muchos años.

Jemima trató de olvidar aquellos momentos tan amargos de su vida.

Aquel día, después de comer, salió de casa con Alfie para llevarlo al parque de juegos. Sonrió al ver cómo llamaba a sus amiguitos a voz en grito para que fueran a jugar con él. Alfie, que había heredado el nombre de su abuelo materno, era muy sociable y vital, y estaba deseando salir al aire libre después de haberse pasado la mañana encerrado en la tienda con su madre. Aunque Jemima le había preparado una pequeña zona de esparcimiento en la parte trasera de la tienda, el niño necesitaba más libertad. Cuando era más pequeño, se había valido de su amiga Flora para que le cuidara mientras ella estaba trabajando, pero ahora que ya estaba en la edad de jugar con otros niños en el parque y ella ya no asistía a las clases de floristería por las tardes, no precisaba de sus servicios. Además, Flora había montado un pequeño negocio de hostelería que le ocupaba la mayor parte del tiempo.

Fue una agradable sorpresa cuando vio a entrar en la tienda, una hora después, a su amiga preguntándole si tenía un rato libre para tomar un café con ella. Mientras preparaban la cafetera, Jemima miró a su amiga pelirroja y creyó ver en ella un cierto signo de preocupación.

–¿Ocurre algo?

–Seguramente, no. Pensaba haber venido el fin de semana, pero tenía un compromiso previo con mi familia y decidí venir a decírtelo esta misma tarde –respondió Flora–. Parece que hay un tipo que anda merodeando por la ciudad con un coche de alquiler desde el jueves pasado y alguien le ha visto sacando unas fotos de tu tienda. Ha estado haciendo también preguntas sobre ti en la oficina de correos.

Jemima abrió como platos sus maravillosos ojos azul violeta, mientras su cara, en forma de corazón, enmarcada por un espléndido pelo rubio rizado, palideció intensamente. Apenas medía un metro sesenta y tuvo que levantar la cabeza para mirar a los ojos a su amiga, bastante más alta que ella. A pesar de ello, Jemima tenía un increíble atractivo sexual para los hombres. Todos volvían la cabeza cuando se cruzaban con ella por la calle. Los vecinos del lugar bromeaban a propósito de ello. Decían que el coro de la iglesia había estado a punto de disolverse, pero que al llegar Jemima y entrar a formar parte de él, había arrastrado con ella a un buen grupo de jóvenes que nunca antes habían demostrado el menor interés. Sin embargo, tras el desengaño sufrido en su matrimonio, los hombres no significaban nada para ella y dedicaba todo su tiempo y sus energías a su hijo y a su negocio.

–¿Qué tipo de preguntas? –exclamó Jemima, sintiendo un profundo vacío en el estómago.

–Cosas como si vivías por aquí o qué edad tenía Alfie. El hombre era joven y apuesto. Maurice, el de la oficina de correos, pensó que sería un conquistador que andaría…

–¿Era español? Flora negó con la cabeza y le hizo señas a su amiga para que estuviese pendiente del café.

–No, según Maurice, era londinense. Estaría tratando probablemente de ver la forma de acercarse a ti.

–No recuerdo haber visto a ningún hombre joven y bien parecido por aquí en toda la semana.

–A lo mejor el hombre perdió todo su interés por ti al enterarse de que tenías un hijo –dijo Flora encogiéndose de hombros–. No te hubiera dicho nada si hubiera sabido que te iba a afectar así. ¿Por qué no agarras el teléfono y le dices a…? ¿Cómo se llamaba tu marido?

–Alejandro –respondió Jemima algo tensa–. ¿Decirle qué?

–Que quieres cortar por lo sano de una vez y que deseas el divorcio.

–Nadie puede decirle a Alejandro lo que tiene que hacer. Él siempre tiene la última palabra. Además no creo que sea nada fácil, si se ha enterado de la existencia de Alfie.

–Ve a un abogado y cuéntale todo lo que te hacía tu marido.

–Él no bebía ni me pegaba.

–No hace falta llegar a esos extremos. Hay otros muchos motivos para el divorcio, como el maltrato psicológico y el abandono. ¿Y qué me dices de la forma en que te dejó a merced de su horrible familia?

–El único problema era su madre. Su hermano y su hermana eran encantadores –contestó Jemima, tratando de ser ecuánime en sus apreciaciones–. Y no creo que sea justo decir que fuera víctima de maltrato psicológico.

Flora, cuyo carácter era tan ardiente como el color de su pelo, miró a su amiga con cara de incredulidad.

–A Alejandro le parecía mal todo lo que hacías, se pasaba todo el tiempo fuera de casa, sin hacerte el menor caso, y te dejó embarazada sin que estuvieras preparada para tener un hijo.

Jemima se sintió profundamente turbada al oír esas palabras en boca de su amiga. Se asombró de lo sincera que había sido con Flora, le había abierto su corazón al poco de conocerla. Le había contado muchas cosas de su vida con Alejandro, aunque se había callado las más íntimas. Y es que se había sentido tan despreciada en su matrimonio, que había sentido la necesidad de abrir su corazón a alguien. O al menos una parte de él.

–Simplemente no era lo bastante buena para él –dijo Jemima muy serena.

Ya de pequeña, tampoco había sido lo bastante buena para sus padres, que estaban a todas horas sacándole defectos. Su madre la había llevado una vez a un concurso de belleza juvenil, pero Jemima, demasiado tímida para sonreír en las fotos y demasiado callada para decir algo simpático en las entrevistas, no hizo un buen papel. Tampoco había conseguido destacar en la academia de estudios donde la envió su madre, soñando que algún día pudiera ser la secretaria de algún millonario que acabase enamorándose locamente de ella. Aquel mundo de fantasía en el que vivía su madre le había servido, junto con el alcohol, como válvula de escape para sobrellevar la carga de su desgraciado matrimonio.

El padre de Jemima era diferente. Su único objetivo era conseguir dinero sin tener que moverse del sofá. A tal fin, había querido que Jemima se hiciese modelo, pero a ella le faltaban algunos centímetros para desfilar por las pasarelas y tampoco tenía las curvas necesarias para salir en las revistas. Después de la muerte de su madre, quiso que trabajara de bailarina en un club nocturno y, al negarse ella a hacer un casting medio desnuda, le pegó y la echó de casa. Pasaron algunos años antes de que ella volviera a ver su padre y fue en circunstancias que prefería olvidar. Sí, Jemima había aprendido a temprana edad que la gente siempre esperaba de ella más de lo que podía dar y, lamentablemente, su matrimonio no había sido una excepción. Por esa razón, había decidido vivir su propia vida y llevar un negocio que conseguía reafirmar su personalidad y la confianza en sí misma. Por primera vez en su vida, había superado sus propias expectativas.

Cuando conoció a Alejandro y él se enamoró de ella, le pareció que todos sus sueños se habían hecho realidad. Sonrió con amargura al recordarlo. El amor la había poseído como un tornado, subiéndola a las alturas y haciéndola creer en lo imposible, para dejarla luego caer y devolverla a la cruda realidad. Sin saber por qué, había creído realmente que podía casarse con aquel extranjero rico y bien educado, y ser feliz con él. Pero en la práctica, las desavenencias y sus diferencias de carácter y cultura habían resultado obstáculos infranqueables. A pesar de todo, su principal y único error había sido entablar una buena amistad con su cuñado, Marcos. Aunque reconocía que Alejandro había hecho todo lo posible por ayudarla a adaptarse a su nueva forma de vida en España, ella no habría conseguido superar la soledad que había sentido allí de no haber sido por la compañía de Marcos. Sí, había adorado Marcos, reconoció abstraída en sus pensamientos, recordando el dolor que había sentido, tras la ruptura de su matrimonio, cuando él no hizo el menor intento de volver a acercarse a ella.

–Todo lo contrario, eras demasiado buena. Ese marido tuyo no te merecía –le dijo Flora haciendo énfasis en cada palabra–. Pero deberías contarle lo de Alfie en vez de esconderte como si tuvieras algo de lo que avergonzarte.

Jemima, con las mejillas encendidas, volvió la cabeza hacia a su amiga.

«Si tú supieras…», se dijo para sí.

Pero no. Decirle toda la verdad, cruda y dura, sería probablemente perder a su mejor amiga.

–Creo sinceramente que, si Alejandro se enterase de la existencia de Alfie, haría cualquier cosa por conseguir su custodia y se lo llevaría a España con él –dijo ella apenada–. Alejandro se toma muy en serio todo lo referente a la familia.

–Está bien, si piensas que puede llevarse a Alfie, me parece prudente que no le digas nada a tu marido –replicó Flora, conservando un cierto recelo en la mirada–. Pero, en todo caso, es algo que no puedes mantener en secreto toda la vida.

–Al menos, por ahora, creo que es lo mejor –dijo Jemima, dejando su taza de café en la encimera al oír la campanilla de la puerta, señal de que acababa de entrar algún cliente.

Minutos después, salió a entregar un pedido para una fiesta en una lujosa mansión de la zona residencial de la ciudad. De camino a casa, recogió a Alfie, que parecía haberse desfogado tras un par de horas jugando con sus amigos.

Tenía alquilada una casita en las afueras de la ciudad, con un jardín en el que había instalado un columpio y un corralito de arena para que jugase el niño. Aunque era pequeña, con las paredes mal pintadas y con muy pocos muebles, estaba muy orgullosa de su casa. Era la primera vez, desde la infancia, que sentía tener un verdadero hogar.

Estando allí, le parecía un cuento de hadas haber estado viviendo en un castillo. El castillo del Halcón, la fortaleza feudal construida por los antepasados de su marido, era una mezcla de estilos árabe y gótico, llena de historia y objetos de valor incalculable. Doña Hortensia, la condesa viuda, no permitía que nadie tocase, y menos aún cambiase de sitio, ninguno de los cuadros o muebles del castillo. Jemima se había sentido allí desplazada, como una extraña, teniendo que cambiarse de ropa a todas horas para las comidas, tratar con los sirvientes y atender a los invitados importantes. Cosas que no le agradaban lo más mínimo.

¿Había habido algo positivo en su matrimonio?, se preguntó. Le vino al instante la imagen de Alejandro. Aquel hombre le había parecido tan apuesto, que se había casado con él creyendo haber ganado el premio gordo de una lotería. Pero siempre había tenido la sensación de que no estaba a su altura y que él se merecía algo mejor que ella. Eso había reforzado la idea que tenía de que todas las cosas buenas que le habían pasado en la vida habían sido sólo caprichos del destino. Bastaba como ejemplo el nacimiento no buscado de Alfie, el que su coche se hubiera ido a estropear precisamente en Charlbury St Helens cuando regresó de España, y por supuesto su matrimonio y la forma en que conoció a Alejandro.

Él la había tirado de la bicicleta en un aparcamiento. Bueno, para ser más exactos, había sido el conductor de su Mercedes, con su forma tan agresiva de conducir. Ella estaba trabajando por entonces de recepcionista en un hotel y aquél era su día libre. Había aprovechado para darse una vuelta en la bicicleta que se había comprado para poder ir a trabajar a una empresa ubicada en el extrarradio, ya que no podía desplazarse de otra forma hasta allí, pues en aquella zona los autobuses eran más bien escasos. El lujoso Mercedes se había detenido en seguida y Alejandro y su chófer habían salido para comprobar los daños causados mientras ella trataba de contener el dolor que sentía en las rodillas y en la cadera, magulladas al caer al suelo tras el golpe. Antes de que pudiera darse cuenta de lo que había pasado, la bicicleta estaba ya en un taller de reparaciones y ella arrellanada en la parte de atrás del Mercedes, camino del hospital más cercano, junto al hombre más apuesto que había visto en su vida. Fue una pena que no se hubiera dado cuenta en aquel momento de lo dominante y absorbente que Alejandro podía llegar ser. Se había negado a escucharla cuando le dijo que no quería que la llevasen a ningún sitio y que no era necesario que la mirase ningún médico. Al final, la habían llevado a urgencias. Le habían hecho unas radiografías, curado y vendado. Y quizá le hubieran administrado también algún medicamento. Sería la única forma de explicar lo embobada que se sintió al ver la sonrisa deslumbrante de Alejandro a unos centímetros de ella.

Amor a primera vista, se dijo Jemima con un gesto de disgusto aquella noche mientras se revolvía inquieta en la cama sin poder dormir. Nunca había creído en esas cosas. De hecho, se había jurado a sí misma no dejar que ningún hombre ejerciera nunca sobre ella el poder que su padre había ejercido sobre su madre. Pero, a pesar de todas sus promesas y de las lecciones que había aprendido de su madre, había caído rendida ante la irresistible mirada de Alejandro Navarro Vázquez.

Sin embargo, hasta que él la sorprendió un buen día con su propuesta de matrimonio, ella tuvo que sufrir durante meses multitud de ofensas por parte suya. No la llamaba por teléfono cuando había quedado en hacerlo, cancelaba sus citas a última hora o se veía con otras mujeres e incluso salía en las revistas fotografiado con algunas. Ella había llegado a ese matrimonio con el corazón roto y la dignidad por los suelos. Pero, pese a todo, había comprendido la situación. Alejandro era un conde, un miembro de la nobleza española, mientras que ella trabajaba, según él, en un pequeño hotel de mala muerte. Él había sabido desde el principio que ella no era de su misma clase social y eso le había molestado mucho. No obstante, seis meses después de haberse conocido, Alejandro parecía haber depuesto esa actitud.

–Sol y sombra, querida mía –le había dicho Alejandro en su idioma en una ocasión, comparando la blancura de su piel con la tez morena de su cara bronceada por el sol de España–. No puede existir una cosa sin la otra. Es lo mismo que ocurre con nosotros.

Pero no había estado muy acertado en la comparación. Ellos habían sido más bien como el aceite y el agua, imposibles de juntar.

Jemima recordó resignada todos aquellos momentos amargos con los que había tenido que aprender a vivir y, después de dar algunas vueltas más en la cama tratando de encontrar la postura más cómoda, se quedó dormida a eso de las dos de la mañana con la mente puesta en el pedido que iba a recibir al día siguiente.

Apenas había quedado espacio libre en la tienda después de haber descargado las flores frescas de la furgoneta de reparto. Jemima tenía los dedos entumecidos por la brisa fresca de aquella mañana de primavera después de haberlos tenido en contacto con el agua y los tallos húmedos de las flores. Se frotó las manos en los pantalones vaqueros tratando de evitar los temblores porque sabía que a un escalofrío seguiría otro y otro, y acabaría sintiendo cada vez más frío. La verdad era que, independientemente de que fuera invierno o verano, aquella tienda era muy fría. Era un viejo caserón con mal aislamiento. Trató de consolarse pensando que si hiciera más calor podrían estropearse las existencias. Se dirigió a la trastienda, tomó una chaqueta de lana negra que había colgada de un gancho de la pared y se la puso. Alfie estaba en el patio jugando con su triciclo mientras imitaba cómicamente con la boca el ruido de un motor. Ella sonrió al verlo, pasando por alto lo temprano que el niño se había levantado y el frío que hacía aquella mañana.

–Jemima… –dijo una voz a su espalda.

Era una voz que ella había esperado no volver a oír nunca más. Una voz bien timbrada, melódica, profunda y tan sensual que se estremeció. Cerró los ojos con fuerza, tratando de negar la realidad, diciéndose a sí misma que algo extraño había conseguido hacer que su mente retrocediese peligrosamente al pasado, haciéndole imaginar cosas…

Haciéndole imaginar que despertaba en la cama con Alejandro a su lado, con su pelo negro alborotado, la barba de la mañana y todos sus encantos masculinos…

Alejandro, el hombre que podía despertar su deseo con una simple mirada de sus impresionantes ojos, tan profundos como la noche, y encenderlo con sólo decir su nombre.