La isla del fin del mundo - José Miguel Cejas - E-Book

La isla del fin del mundo E-Book

José Miguel Cejas

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Beschreibung

Brandán el Navegante protagoniza uno de los relatos más famosos de la cultura gaélica medieval. La mítica isla de San Brandán ha sido objeto de controversia, y la leyenda cuenta que se trata de una isla errante, o incluso que pudo ser una ballena, sobre la que celebraron misa los monjes. Hay quien la sitúa en Terranova, en el Caribe o Islandia, Feroe o incluso Canarias. El protagonista de este relato, un viajero también errante, va en busca de esa isla legendaria, y encontrará a su paso personajes sorprendentes que le irán encaminando hacia su destino, a veces sin saberlo. Un relato de esperanza, de humanidad y de ternura, que recuerda al lector el viaje que también él recorre, en busca de su isla del fin del mundo.

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Ähnliche


JOSÉ MIGUEL CEJAS

LA ISLA DEL FIN

DEL MUNDO

EDICIONES RIALP, S. A.

MADRID

© 2016 by FUNDACIÓN STUDIUM, MADRID

© 2016 by EDICIONES RIALP, S. A.

Colombia, 63. 28016 Madrid

(www.rialp.com)

Realización ePub: produccioneditorial.com

ISBN: 978-84-321-4704-3

No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita reproducir, fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Fue cuando Brandán les dijo:

«¿Sabéis hermanos, por qué habéis pasado tanto miedo? Es que hemos celebrado nuestra fiesta no encima de tierra firme, sino en el lomo de una bestia, un pez del mar y de los más grandes.

No os extrañe esto, señores: os quiere llevar de tal modo que os enseñe todo lo habido y por haber, y cuántas más maravillas suyas veáis, más fe tendréis luego, más firmemente creeréis y temeréis…»

Benedeit. El viaje de San Brandán (S. XII)

Cap. XIII. Fiesta en el Pez-Isla

A Lola, Anto y Santi

ÍNDICE

PORTADA

PORTADA INTERIOR

CRÉDITOS

CITA

DEDICATORIA

PRIMER DÍA

SEGUNDO DÍA

NOCHE DEL SEGUNDO DÍA

TERCER DÍA

CUARTO DÍA

QUINTO DÍA

SEXTO DÍA

SÉPTIMO DÍA

OCTAVO DÍA

NOVENO DÍA

DÉCIMO Y ÚLTIMO DÍA

JOSÉ MIGUEL CEJAS

PRIMER DÍA

Anochece. El viajero soporta la llovizna, aterido, en la cubierta del barco, asomado a proa, hasta que escucha:

—Atención, señores viajeros. Informamos que una vez libre... atraque... procederemos a entrar en el puerto...

En pocos minutos, como por ensalmo, el viento se apacigua, cesa la tormenta, luce el sol y se perfila la silueta de una isla en el horizonte. Pero no es todavía su isla, la isla de Brandán: es sólo un puerto intermedio en el que desembarca la práctica totalidad del pasaje.

Media hora después, al anochecer, la nave reanuda la travesía. Salvo el viajero, no queda nadie en cubierta. Sólo al cabo del rato, vagando entre las sombras, descubre a un hombre taciturno que parece escapado de un lienzo de Hopper. La imagen de la tristeza. Al igual que el viajero, camina sin rumbo por la cubierta de un barco vacío, en una nave que avanza, bajo la llovizna, hacia la oscuridad del mar de agosto.

Arrecia la ventisca. El viajero comienza a tiritar. No vas a quedarte aquí, como un pasmarote; no hay otra solución: adentro. Atenazado por el temor al mareo, baja las escaleras y recorre los pasillos, mientras retumban sobre el casco, como puñetazos, los zarandeos del oleaje.

Al fin encuentra el bar, donde se han refugiado los pocos pasajeros que han quedado en el barco: un tipo fornido de brazos tatuados con aspecto de pirata; una joven pelirroja y varios hombres que hablan del submarinismo, en medio de una música atronadora.

En el centro de la sala, un camarero de pelo ensortijado murmura entre dientes, con gesto de repugnancia, mientras limpia los restos de un vómito. Su camisa blanca resalta aún más la oscuridad de su piel. El marmitón le grita desde la cocina, entre los ladridos de un perro amarrado a la intemperie, a uno de los candeleros de proa. El pirata se acerca de vez en cuando para calmarlo.

La chica pelirroja, embutida en unos pantalones desteñidos, custodia una canastilla. En la mesa vecina, los submarinistas sueñan en voz alta con los trofeos de la isla.

—Yo me contento —sueña uno, de nariz brevísima, pelo rapado y gafitas a lo Trotski— con una cabrilla, un mero, un caballito de mar y un bocinegro así de grande…

—¡Eso! ¡Y con una multa así de grande también por pescar en la reserva integral! —añade el otro, riendo.

El camarero termina su faena, se sitúa tras la barra, se ajusta el mandilón y pregunta con sonrisa obsequiosa.

—Los señores dirán.

—Una caña —pide el pirata.

—Y otra para mí —dice el viajero—, a ver cómo capeamos este temporal...

—¿Un temporal? —se burla el pirata—. ¡Esto no es nada, amigo! ¡Solo pasatiempo!

El viajero guarda silencio: no quiere discutir con tipos como este, que le dan mala espina. Y rara vez se equivoca en sus intuiciones.

—¿Chiquitillo o chiquitilla? —pregunta Trotski a la pelirroja.

—Chiquitillo.

El viajero alcanza a ver un mechoncito castaño que sobresale entre las mantas.

Siguen escuchándose los quejidos lastimeros del perro en cubierta. Troski se envalentona y dice en voz alta, sentado de espaldas a la barra, con intención:

—Hay cosas que no comprendo en este mundo. Por ejemplo, que haya personas que sean capaces de dejar a un animal bajo la lluvia y sufriendo.

El pirata, de espaldas, la pilla al vuelo, y pregunta sin volverse al interfecto.

—¿Y qué quiere que haga?

—Muy sencillo: meterlo dentro —contesta Trotski, siempre de espaldas.

El pirata se queda desconcertado, hasta que reconoce:

—Tiene usted razón.

Y se dirige hacia la puerta de proa.

—¡Eh! ¡Que está prohibido tener animales aquí dentro! —avisa el camarero.

—¡Por mí como si...! —farfulla, regresando a los pocos segundos con el animal de la mano, que deja a su paso un largo reguero de agua por el suelo.

—¿Se da cuenta de lo que está haciendo? —grita el camarero irritado.

—Sí: me doy cuenta de lo que estoy haciendo, contesta el pirata, mientras saca un pañuelo del pantalón y comienza a secar el lomo al animal sin hacerle caso. El camarero lo toma como una afrenta personal. La pelirroja desvía la mirada, mientras el camarero sigue gritando, lo que le impide escuchar el ladridito trémulo que surge del fondo de la canastilla. La pelirroja mira nerviosamente hacia el techo con cara de circunstancias y da golpecitos en el suelo con el tacón.

—¿Pero no le he dicho que está prohibido?

El pirata sigue en lo suyo.

—Oiga, señor —amenaza el camarero—: que le estoy hablando.

—Sí, ya le escucho, ¿y qué?

—Que saque inmediatamente a ese perro. Que no se pueden tener perros aquí dentro. Que están prohibidos los animales en el barco. ¿Me oye usted?: pro—hi—bi—dos.

—¡Prohibido! ¡En esta vida todo está prohibido!

El camarero le mira desafiante. Se pone en jarras. Se lleva una mano al pelo. Se da media vuelta. Resopla. No sabe qué hacer. Al fin, llama al oficial por el telefonillo.

—Oficial, ¿puede bajar usted? Es que aquí hay un hombre que...

El oficial, que baja a los pocos minutos, jadeando, es un sesentón de barriga descomunal y cuello carnoso de papada de toro que emerge desde una camisa blanca en la que relucen los galones dorados de su cargo. Se detiene en el centro del bar, de espaldas a la pelirroja, rozando con sus corvas el borde de la canastilla.

—Señor, ¿No le han dicho que aquí no se pueden tener perros?

—Sí, pero...

La música sigue sonando, cada vez más estridente.

El viajero aguza el oído.

—¡Pero....................................erro!

—Las órd.......son.........s

—¿Pero no ve us ..............ayendo?

—Lo...........cho, per.......................ido!

El capitán ordena al camarero que baje el volumen de la radio. El pirata grita:

—¿Y si hay otro perro aquí dentro, qué?

La pelirroja se sobresalta. Trotski, de espaldas al oficial, amenaza al camarero con el puño cerrado. El oficial sentencia, sin advertir el cruce de miradas:

—Haría lo mismo. Lo echaría fuera.

El pirata se sulfura y levanta violentamente en el aire su brazo tatuado; pero no es para pegarle un puñetazo al oficial (como piensa el camarero y desea el submarinista); ni para delatar a la pelirroja (como teme el viajero), sino para bajarla lentamente, agarrar la correa y llevarse, entre el asombro general, a su perro.

En ese preciso instante el cachorrito asoma la cabeza entre un pliegue de la manta. Pero el camarero ha levantado el mentón en señal de victoria y no se da cuenta; lo mismo que el oficial, con el hociquito del animal a la altura de sus corvas y casi a punto de morderle, que repite de nuevo, solemne, triunfal y programático:

—Las órdenes son órdenes. Y mientras yo esté aquí, al mando de este barco, se cumplen a rajatabla. ¡Ni un perro dentro!

—¡Mira, mira!

Una voz avisa desde cubierta que estamos llegando a la isla. El oficial regresa a su puesto. En la negrura, entre hilachas de niebla, brilla la luz fosca del faro.

El viajero sale a cubierta. El buque logra atracar con dificultad y los viajeros descienden lentamente. Al fin, en cuanto pisa tierra firme, la pelirroja saca el cachorro de la canastilla y lo exhibe insolentemente a lo largo del puerto. Desde arriba el camarero la mira sin darse cuenta, o eso finge al menos. El último en bajar es el marinero con su perro, que sigue a pecho descubierto a pesar del frío cortante de la noche y que ha demostrado ser —como el viajero intuyó desde el primer momento (y suele equivocarse pocas veces en sus intuiciones)—, un tipo de una pieza: lo que se dice un caballero.

El muelle queda desierto. Turner, virado en negro. Un paisaje minimalista, en este caso, de splendor vacui. El solitario del barco recorre ahora el espigón del puerto y su figura se recorta a intervalos sobre el haz gélido de la luz del faro. Es esta y no la anterior —piensa el viajero— la imagen de la tristeza; porque en un barco, aunque se haya perdido todo, siempre queda la esperanza del puerto; pero aquí, en esta isla del fin del mundo, qué absurda la ilusión, qué inútil parece la espera. Salvo para ti, Brandán.

Localiza cerca del muelle una camioneta (guagua la llaman aquí) de transporte público. Según su mapa, la Villa debe quedar a diez kilómetros, agazapada entre las montañas. Pero en cuanto el viajero sube a la camioneta, el conductor desciende del vehículo y, ante su desconcierto, comienza a correr hacia un extremo del puerto hasta perderse en la oscuridad, dejándole solo.

El viajero tiene mala experiencia con este tipo de gente. Ha pasado demasiadas horas a bordo de camionetas americanas, matatus africanos y guaguascaribeñas. En Centroamérica se juega uno la vida cada vez en esos autobusitos renqueantes, viejos transportes escolares comprados por cuatro dólares al Tío Sam, con gritones que suben y bajan los bultos desde la vaca al suelo, como si fueran acróbatas de trapecio. Trastos que sólo arrancan cuando no cabe un alfiler y los viajeros están a punto de explotar, apretujados entre fardos, palanganas, canastos con frutas y jaulas con pájaros. —¿Cuándo saldremos? —Cuando estén todos, señor. —¿Y cuándo estaremos todos? —Ah, cuando esté todo lleno, señor. Es decir: cuando no quepa absolutamente nada más, ni un alfiler.

Se resigna a esperar una hora, dos, tres, la noche entera, hasta que esta camioneta se atiborre. Pero en estos momentos, salvo el solitario del faro y él, no queda nadie en el puerto.

Pasan los minutos. Un cuarto de hora. Se dispone a dormir. Kapuscinski aconsejaba dejarse las prisas en Europa durante estos viajes y armarse de paciencia. Si el carro se te estropea en Bolivia o te topas en los Andes del Perú con un huaico que ha desgajado un tramo del camino, resígnate a pasar la noche al raso y aguardar a que venga a salvarte —si viene— otra guagua, al día siguiente. O al otro.

Olvídate del tiempo: cien kilómetros en la India o en los Andes significan seis o siete horas de viaje; a veces, un día entero. Nadie en sus cabales hace demasiados cálculos sobre la hora de llegada. Además, es más que probable que el chófer de esta camioneta esté compinchado con los atracadores del camino. Así que acomoda tu mochila, ponte cómodo, duerme, no te irrites, descansa.

En esto se presenta el chófer con una pareja de tortolitos, pidiéndole disculpas al viajero y explicándole, mientras pone el motor en marcha, que estas criaturas acababan de llegar a la isla de luna de miel, y como pensaban que, por la hora que es, ya no habría transportes aquí, se disponían a subir hasta la Villa a pie, los pobres, por un camino de cabras, cargando con sus maletas, pensando que la Villa queda cerca. Afortunadamente, él les ha visto a lo lejos y ha salido corriendo tras ellos; ha tenido que subir parte de la cuesta para traerlos, pero aquí están, y perdone usted que no se lo haya explicado antes, cuando me iba.

—No se preocupe —contesta, el viajero, que no acabará de aprender nunca que las malas experiencias son el equipaje más inútil de cualquier viaje.

Mientras les acerca a la Villa, el conductor samaritano les va contando la historia de esta isla con el orgullo del anfitrión que enseña la sala de estar de su casa.

—Miren ustedes, tiene 278 kilómetros cuadrados y es la más pequeña del archipiélago; pero la ciudad no la verán hasta que la tengamos encima, porque está a setecientos metros de altitud.

Los tortolitos escuchan con asombro, con las manos entrelazadas.

—Pero no piensen que la pusieron aquí por capricho. Fue para defendernos de los invasores. Primero, vinieron los europeos, que se llevaron a los indígenas para venderlos como esclavos; luego, los colonos, que serían unas cuarenta familias. Y no se crean que ahora somos muchas más: esta es una isla muy pequeña. Después llegaron los piratas… Y ahora, cuando al fin podíamos vivir en paz —dice, guiñando un ojo— nos invaden ustedes: ¡los turistas!

La carretera serpentea entre las sombras hasta que se descubre un chisporroteo de luces tras el recodo.

—Ahí la tienen. ¿Bonita, verdad?

El viajero se queda deslumbrado. Ama estos encuentros furtivos con las ciudades bajo el embozo de la noche. Así, en la noche descubrió Tegucigalpa, Estocolmo, Bombay… Era también una noche cuando el viajero la conoció en Nápoles, en aquel verano interminable. Muchas ciudades, al igual que las mujeres, pierden su encanto cuando el sol mañanero les desvela el rostro. Hasta ese momento, sin embargo, qué ilusión de belleza, qué fantasías, qué mundos fabulosos parecen custodiar.

Si siguieras a mi lado… qué hermoso seguiría siendo Nápoles.

Amas a una mujer y cuando te abandona, te arrebata el universo entero: se lleva con ella los paisajes, las músicas y los colores; y descubres que los amabas sólo porque eran suyos, porque ella los miraba.

Cuando te deja, su ciudad, al igual que su rostro, se va difuminando en el olvido, deslizándose por las laderas de la memoria: y los muelles, la fortaleza junto al mar, las callejuelas húmedas, los gatos huidizos, la miseria de los barrios bajos y el perfil amenazante del volcán se convierten en una pesadilla que deseas, y no puedes olvidar cuanto antes.

—Ya que estamos en familia —dice nuestro samaritano, guía y anfitrión— me desvío de la ruta y les acerco al hotel. ¿A qué hotel van?

La economía del viajero sólo alcanza para pagar la modesta paz de una pensión, que se alza en un extremo de la Villa, ante cuya puerta le deja este amable conductor.

—Muchas gracias.

—No hay de qué, caballero; para servirle.

La pensión tiene, como esperaba, un zaguancito sin pretensiones; un rosario de macetas con flores desvaídas en la escalera y un sofá de plástico de un rojo soviético y chillón, en el que dormitaba hasta hace pocos minutos este anciano amable que, tras despertarse, consulta su reloj —las dos de la noche— y le indica, bostezando, el número de su habitación. Es la siete, en el primer piso.

El viajero respira aliviado al cerrar la puerta: no es el camaranchón que se temía. Un aparador de estilo colonial divide el espacio en dos. Sobre las baldas vacías, una máscara africana y un pato de escayola. Se escucha a lo lejos el run—run de un motor averiado. Una lavadora vieja, quizá. No: son los ronquidos del huésped del cuarto vecino.

Rendido por el cansancio, se desliza entre las sábanas.

Al fin.

Apaga la luz.

Intenta dormir hasta que lo detecta.

—¿No me puedes dejar nunca en paz, en ningún viaje?

Pulsa de nuevo el interruptor.

—Esta vez no me amargarás la noche, cabrón.

Va hacia él, lo captura y lo arroja al fondo del armario.

Vuelve a acostarse.

Pero él sigue, implacable, terco.

Abre la puerta de baño y decide poner en práctica la solución final.

SEGUNDO DÍA

Cuando el viajero entra en el baño, bostezando, se encuentra con una visión daliniana: en el seno blanquecino del lavabo se mece un reloj de pared que marca las ocho en punto. Se acuerda de su mala memoria y lo devuelve a su lugar antes de ducharse. Segundos después, el agua se desliza inclemente sobre su epidermis, rápida y traicionera, pasando del hielo al fuego y de la llamarada al témpano. Gira una y otra vez el botón, intentando controlar el desastre: imposible. Al fin, mientras se seca, no sabe si medio aterido o medio quemado, contempla por el ventanuco del baño lo que debe ser la Villa, dormida aún entre los vapores de la bruma.

Es una imagen extraña. No esperaba encontrarse con este brouillard espeso, más propio de un Lyon o de un Londres que de una isla perdida en el océano; ni con esta atmósfera lechosa, tersa, como de seda antigua; pero el engaño acaba enseguida, al descubrir, tras un jirón de la niebla que empalidece los colores, las siluetas de unas casas blancas. A lo lejos, mecidas por los alisios, se cimbrean dos palmeras.

Y entre la niebla sigue la Villa media hora después, cuando el viajero se dispone a recorrerla. Se topa en el zaguán con el dueño de la pensión, un anciano regordete de bigotillo blanco:

—Buenos días, señor.

—Muy buenos días. ¿Conoce un sitio para desayunar?

—¿Cómo no? Tome usted a la derecha y luego...

Aunque sigue sus instrucciones al pie de la letra, el viajero se acaba perdiendo. No logra orientarse entre la neblina. Sube y baja dos veces por la misma cuesta entre bocanadas de viento; anda, desanda, vuelve a andar y a desandar lo andado, hasta que se cruza con una anciana vestida de negro.

—¿Sabe dónde está el bar?

—Detrás de usted.

Si es un perro, le muerde. Sobre su cabeza, un letrerón de cuatro metros: BAR. Entra. Es el primer cliente del día. Se sienta junto a las cristaleras.

Mientras aguarda a que el camarero le atienda, se deleita contemplando la silueta huidiza de esta Villa, que no es una ciudad propiamente dicha, sino un conjunto de lomas aburadas, donde los caseríos, de una o dos plantas, se alzan acá y allá, donde le viene en gana, como confetis blancos caídos al azar: unos, en los riscos y otros, en la ladera verde o más abajo, en la vaguada; siempre, con las fachadas mirando hacia el océano.

A medida que se diluye la niebla, el paisaje endurece sus perfiles: de Leonardo a Dufy. Las veladuras rosadas del sfumato se vuelven rojas, para transformarse luego en bermellones rotundos, con esas tonalidades que tanto gustan a los napolitanos.

En este lugar por fortuna, ningún arquitecto local se ha propuesto urbanizar el espacio según los cánones del racionalismo.

¡El racionalismo! Aquella plaga, aquel dogma sin herejes, aquella moda para arquitectos de ricos, acabó alineando las calles y las plazas de medio mundo en hileras uniformes, con disciplina idiota. ¡Cuántos pueblos y ciudades aniquilados, víctimas ofrecidas al moloch de lo racional! Y las ciudades que los verdugos de occidente no lograron sacrificar, fueron militarizadas en el mundo comunista y convertidas en batallones cuadrangulares de ladrillo gris.

Aquí, no; en esta Villa reina aún —¿por cuánto tiempo?— la fuerza y el desorden de la historia, la pasión anárquica del corazón humano, la espontaneidad salvaje de la vida.

Se acerca el camarero.

—¿El ayuntamiento queda cerca?

—Arriba lo tiene usted.

—¿Y la plaza?

—Esa es.

—¿Y la iglesia?

—Abajo. No obstante, desde aquí se ven muy bien.

Tiene razón este camarerillo enclenque de barba cerrada y nariz eterna: desde este ángulo, el ayuntamiento, la plaza y la iglesia se ven muy bien; sólo que en vez de estar dispuestas en el mismo plano, como en la mayoría de las ciudades del mundo, se ofrecen a la mirada casi en vertical. Si se estira la cabeza hacia arriba, se atisban, con esfuerzo, los escalones de la puerta del edificio municipal; y si se inclina uno hacia abajo, descubre, cuando está ya a punto de romperse el cuello, el pináculo de la iglesia: un campanario blanco y desmochado que descansa sobre un arco ciego, con reloj y barandilla de madera. Más que campanario parece faro, atalaya de señales o torreón de castillo. Está pidiendo a gritos un remate para su cúpula acebollada: una cruz, una veleta, una espadaña, un pararrayos, algo.

—A lo mejor allí arriba tenía una imagen, una veleta...

—Puede —asiente el camarero, sirviéndole el café.

—…y se la llevó el viento.

—¡Pues puede ser también!

—O la tiraron por cualquier causa: un motín... Porque aquí habrán tenido ustedes guerras y revoluciones, como en todas partes...

—Claro.

—O invasiones de piratas...

—Eso.

—O quizá le cayó un rayo.

—Vaya usted a saber.

—¡Uf! Yo no sé nada —concluye el viajero, exasperado por tanto asentimiento. Paga su cuenta, abre su mochila, saca el mapa y lo despliega sobre la mesa. Los mapas ejercen un efecto mágico sobre él: podría pasarse días remontando torrentes, atravesando cordilleras y conquistando cimas imposibles. Es el privilegio del verdadero caminante: recorrer los territorios de la fantasía sobre un papel, porque viajar es sólo otra forma de soñar.

En su mapa, como en el de Brandán, hay gargantas y desfiladeros que sólo la fe puede atravesar. Eso explica que el irlandés arribase a esta isla confiado y gozoso: «Como le llevaba un viento favorable —escribe Benedeit— llegó enseguida, aunque tuvo que atravesar un mar extenso: porque así camina el que Dios le guía».

El pobre monje, aseguran, vino hasta aquí recorriendo el camino de la felicidad. La fe y la confianza eran su brújula, su carta de navegación y su mapa interior. Era un mapa mejor que este, sin duda, que ofrece todavía los colores calientes de la impresión y una lámina sin dobleces. Con el paso de los días, como todos, este mapa acabará resquebrajándose y las humedades borrarán los nombres de los lugares; pero no importa: el viajero espera guardar en su memoria la belleza del camino recorrido, como se guardan los recuerdos de los amores de juventud en el fondo de los baúles de la vida, prendidos entre el olor de los membrillos.

Gracias a este mapa, cuando el viajero lo desee, podrá retornar a esta isla soñada con el corazón y la memoria, aunque su lámina se haya vuelto rugosa y esté llenas de heridas, como las que deja en el rostro el paso de la vida. ¿Tendría razón Mauriac, que no se movió de su Burdeos natal, cuando decía que todos los males del mundo provienen de no saberse estar quietos en el sillón de la propia sala de estar?

Las nueve en punto.

—Hasta luego —dice el viajero, saliendo del bar y despidiéndose del camarero asentidor—. Voy a darme una vuelta, ahora que ha salido el sol.

—Bien. De todas formas, sepa usted que esta isla es muy suya. No se la conoce al momento. A una hora está de esta forma, y a otra hora, de la otra. No obstante, a veces llueve.

El viajero se asombra de esta locuacidad repentina.

—¿Llueve mucho? ¿Como para llevar paraguas?

—Hombre no, como para eso, no. Depende.

—¿Depende de qué?

—De lo que llueva.

—Ah.

—Porque a unas horas hace frío y lluvia; y a otras horas hay niebla. O hace calor. Y en esta isla, cuando se pone a hacer calor...

—¿Sí?

—Cuando hace calor… ¡hace una calor!

En la disyuntiva de estrangular al camarero o darse una vuelta por la plaza, el viajero opta por lo segundo aunque, más que plaza, esto sea un abanico de plazoletas que van sucediéndose en cascada, una tras otra, desde la explanada del Ayuntamiento hasta la de la iglesia, cuya torre —como le informa un vecino erudito— estaba rematada por una imagen de la Virgen, que los ediles llevan restaurando desde hace bastantes, muchos, demasiados años.

También se entera, gracias a este vecino que toma plácidamente el fresco mañanero sentado en un banco, de que la antigua iglesia se derrumbó en 1769; y que esta plaza se llamaba antes Plaza de Pedro Quintero Núñez, Virrey de Manila.

—Pero de Virrey, nada, oiga; que el tal Quintero no pasó de alcalde.

—No me diga.