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¿Fue la vida de Josemaría Escrivá una vida de éxito o de fracaso? Desde esa clave paradójica, José Miguel Cejas, escritor y periodista, analiza la existencia y el mensaje de este sacerdote canonizado por san Juan Pablo II en 2002, conocido en los cinco continentes por ser el fundador del Opus Dei, por sus libros de espiritualidad y por las numerosas iniciativas que impulsó. El resultado es una semblanza amena y documentada, apoyada en numerosos testimonios, recuerdos, fuentes directas y experiencias personales tanto del autor como de otras personas, que muestra la cara y la cruz de san Josemaría, analiza sus virtudes y sus defectos y se detiene en sus respuestas al drama de la pobreza que sufren millones de personas en todo el mundo. El libro se completa con una historia del Opus Dei tras el fallecimiento de su fundador, algunos escritos suyos y un artículo sobre la Prelatura del Opus Dei.
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Seitenzahl: 858
Veröffentlichungsjahr: 2016
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Índice
Portada
Portadilla
Créditos
Claves de las abreviaturas y referencias
Antes de comenzar
I. La forja (1902-1915)
II. La llamada y la decisión (1915-1919)
III. Providenciales injusticias (1920-1924)
IV. Una muerte repentina. Ordenación sacerdotal y estancia en Perdiguera. Tiempo de espera...
V. Llegada a Madrid (abril de 1927)
VI. «Madrid fue mi Damasco» (2 de octubre de 1928)
VII. Primeros pasos (1929)
VIII. De agosto a agosto (1930-1931)
IX. En el Patronato de Santa Isabel (21 de septiembre de 1931)
X. Somoano y Luis Gordon (1932)
XI. Tres, trescientos, trescientos mil... (21 de enero de 1933)
XII. Una aventura. La Residencia DYA (1934-1936)
XIII. Guerra entre hermanos. Buscando un refugio (julio-octubre de 1936)
XIV. En el sanatorio del Dr. Suils (7 de octubre de 1936) y la legación de Honduras...
XV. Travesía de los Pirineos (noviembre de 1937)
XVI. Burgos (8 de enero de 1938-29 de marzo de 1939)
XVII. Fantasmas de posguerra (abril de 1939-junio de 1946)
XVIII. Encarnación Ortega y las primeras mujeres (marzo de 1941)
XIX. Los sacerdotes (14 de febrero de 1943)
XX. En Roma y desde Roma (1946-1962)
XXI. ¡Caben! (1948). Un martilleo interior (1950)
XXII. Cooperadores cristianos y no cristianos (1950). Loreto (1951)
XXIII. Curación de la diabetes (27 de abril de 1954). Por todo el mundo
XXIV. El Concilio (1962-1965)
XXV. La tempestad
XXVI. Últimas locuras y viajes por América (1970-1975)
XXVII. Hágase, cúmplase (1 de enero de 1975)
A modo de epílogo
ANEXO I. Hitos de la historia del Opus Dei tras el fallecimiento de Josemaría Escrivá
ANEXO II. Algunos escritos de san Josemaría Escrivá
ANEXO III. La Prelatura del Opus Dei
Notas
3.ª edición revisada
© SAN PABLO 2016 (Protasio Gómez, 11-15. 28027 Madrid)
Tel. 917 425 113 - Fax 917 425 723
E-mail: [email protected] - www.sanpablo.es
© Fundación Studium 2016
Distribución: SAN PABLO. División Comercial
Resina, 1. 28021 Madrid
Tel. 917 987 375 - Fax 915 052 050
E-mail: [email protected]
ISBN: 9788428561563
Depósito legal: M. 41.938-2016
Impreso en Artes Gráficas Gar.Vi. 28970 Humanes (Madrid)
Printed in Spain. Impreso en España
Todos los derechos reservados. Ninguna parte de esta obra puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio sin permiso previo y por escrito del editor, salvo excepción prevista por la ley. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la Ley de propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal). Si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos – www.conlicencia.com).
AD
Amigos de Dios, Rialp, Madrid 1977.
AGP
Archivo General de la Prelatura del Opus Dei.
AP
ÁLVARO DEL PORTILLO, Entrevista sobre el Fundador del Opus Dei, Rialp, Madrid 1993.
ADP
JAVIER MEDINA BAYO, Álvaro del Portillo. Un hombre fiel, Rialp, Madrid 2012.
Apínt.
«Apuntes íntimos». Estos apuntes son anotaciones breves que fue realizando Escrivá en diversos momentos de su vida, sobre todo durante su juventud, para considerarlos posteriormente en su oración personal. Tratan de temas variados.
AVF
Autógrafos varios del Fundador.
AVP
ANDRÉS VÁZQUEZ DE PRADA, El fundador del Opus Dei, Mons. Josemaría Escrivá de Balaguer (1902-1975), 3 vols., Rialp, Madrid 1997 2002.
C
Camino, Gráficas Turia, Valencia 1939.
Carta
Cartas dirigidas por Josemaría Escrivá a las mujeres y hombres del Opus Dei.
CECH
Camino: edición crítico-histórica, preparada por Pedro Rodríguez, Rialp, Madrid 2002.
CCEDJ
Cuadernos del Centro de Documentación y Estudios Josemaría Escrivá de Balaguer, Pamplona 1997-2003.
CONV
Conversaciones con Mons. Escrivá de Balaguer, Rialp, Madrid 1968.
DA
JULIÁN HERRANZ, Dios y audacia. Mi juventud junto a san Josemaría, Rialp, Madrid 2011.
DSJE
Diccionario de san Josemaría Escrivá de Balaguer, Monte Carmelo, Burgos 2013.
ECP
Es Cristo que pasa, Madrid, Rialp, Madrid 1973.
EDCONV
Conversaciones con Monseñor Escrivá de Balaguer. Edición crítica-histórica preparada bajo la dirección de José Luis Illanes, Instituto Histórico San Josemaría Escrivá de Balaguer, Rialp, Madrid 2012.
F
Forja, Rialp, Madrid 1987.
FH
FEDERICO M. REQUENA-JAVIER SESÉ, Fuentes para la historia del Opus Dei, Ariel, Madrid 2002.
GG
JOSÉ LUIS GONZÁLEZ GULLÓN, El clero en la Segunda República. Madrid 1931-1936, Monte Carmelo, Burgos 2011.
GR
GONZALO REDONDO, Historia de la Iglesia en España, 1931-1939. Tomo II: La Guerra civil (1936-1939), Rialp, Madrid 1993.
IJ
AMADEO DE FUENMAYOR-VALENTÍN GÓMEZ IGLESIASJOSÉ LUIS ILLANES, Itinerario jurídico del Opus Dei. Historia y defensa de un carisma, Eunsa, Pamplona 1989.
IZ
JOSÉ MIGUEL PERO-SANZ, Isidoro Zorzano Ledesma, Biografías MC, Palabra, Madrid 1996.
JA
JOHN L. ALLEN, Opus Dei. Una visión objetiva de la realidad y los mitos de la fuerza más polémica dentro de la Iglesia católica, Planeta, Barcelona 2006.
JE
JAVIER ECHEVARRÍA, Memoria del beato Josemaría Escrivá. Entrevista con Salvador Bernal, Rialp, Madrid 2000.
JC
JOHN F. C OVERDALE, La Fundación del Opus Dei, Ariel, Barcelona 2002.
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JAVIER CERVERA GIL, Madrid en guerra. La ciudad clandestina 1936-1939, Alianza editorial, Madrid 1998.
JH
JULIÁN HERRANZ, En las afueras de Jericó. Recuerdos de los años con san Josemaría y Juan Pablo II, Rialp, Madrid 2007.
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JOSÉ MIGUEL CEJAS, José María Somoano en los comienzos del Opus Dei, Rialp, Madrid 1995.
JO
JOSÉ ORLANDIS, Mis recuerdos, Rialp, Madrid 1995.
JP
JORDI PIFERRER, El pas dels Pirineus. Les rutes de evasió cap a Andorra i l´aventura de sant Josepmaria Escrivà de Balaguer a la tardor de 1937, Pagès, Lérida 2012.
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JOSÉ MIGUEL CEJAS, La paz y la alegría, María Ignacia García Escobar 1896-1933, Rialp, Madrid 2001.
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P01, P02, etc.
Colección de documentos impresos (secciones dentro del AGP).
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RE
LUIS CANO, Reinaré en España. La mentalidad católica a la llegada de la Segunda República, Encuentro, Madrid 2009.
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S
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T
Testimonial.
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ESTHER, GLORIA Y LOURDES TORANZO, Una familia del Somontano, Rialp, Madrid 2004.
VBJ
JOSÉ MIGUEL CEJAS, Vida del beato Josemaría, Rialp, Madrid 1993.
VC
Vía Crucis, Rialp, Madrid 1981.
La idea de este libro nació hace más de veinte años, en julio de 1994. Me encontraba en uno de los lugares más pobres del mundo: el basurero de Ciudad de Guatemala. Acababa de entrevistarme con varias indígenas kakchiqueles en Junkabal, un centro promovido por mujeres del Opus Dei, construido en un extremo de ese basurero, y me dirigía hacia Kinal, un centro técnico laboral, que habían puesto en marcha años atrás miembros y cooperadores de la Obra, situado en el otro extremo de aquel mundo de miseria.
Allí, entre toneladas de basura que se iban despeñando lentamente hacia el barranco, malvivían, hacinadas en chabolas, decenas de familias: los guajeros. Un puñado de patojos renegridos, envueltos en plásticos, hurgaban con palos entre las montañas de desperdicios malolientes, con el peligro constante de ser tragados por ellas. Muchos habían muerto así, rebuscando entre la basura el tesoro de un bote de comida o un reloj extraviado. A nuestro alrededor gruñían los zopilotes y otras aves carroñeras.
Mientras recorría aquel universo de pobreza, pensaba en el inspirador de aquellos dos centros, Josemaría Escrivá, que había sido declarado beato dos años antes, en 1992. Yo dirigía entonces una ONG, Solidaridad Universitaria Internacional, de la que era miembro fundador. Atendíamos, gracias a la ayuda de cientos de jóvenes voluntarios, a miles de niños marginados de los barrios de chabolas de Madrid y de las villas miseria de algunas zonas centroamericanas, donde también luchaban contra la pobreza algunas personas del Opus Dei; y pensé que algún día tendría que investigar el pensamiento y el periplo vital de Escrivá desde esa perspectiva que suele denominarse social.
No puede decirse, parafraseando el título de una novela, que Escrivá no tenga quien le escriba. Se han publicado numerosos estudios y biografías sobre su figura y por diversas causas –entre ellas, una película dirigida por Roland Joffé1su nombre y su mensaje resultan cada vez más conocidos dentro y fuera de la Iglesia católica2. El analista de la CNN, John L. Allen, le considera «una figura histórica fascinante» y «uno de los santos más estudiados y que más debates ha generado en todos los tiempos»3.
Esta segunda afirmación requiere matizaciones, porque hay numerosos santos cuya vida y escritos han sido estudiados ampliamente (basta pensar en Agustín de Hipona o en Teresa de Jesús, entre otros muchos) y la historia del catolicismo es rica en hombres y mujeres que generaron debates en su época4. Algunos, como Tomás Moro, murieron a causa de ellos.
Aunque durante las últimas décadas se hayan publicado diversos perfiles, semblanzas y biografías sobre Escrivá, como la de Vázquez de Prada5, considero que estamos demasiado próximos en el tiempo, como señalaba el cardenal Baggio6, para valorar el alcance de su proyección en la Iglesia y el impacto de su mensaje entre los hombres del tercer milenio.
Escrivá continúa siendo, en muchos aspectos, nuestro contemporáneo. No contamos todavía con sus Obras completas, aunque se hayan editado las primeras ediciones críticas de sus libros más conocidos, como Camino, Santo Rosario, Es Cristo que pasa y Conversaciones7. Se ha publicado un Diccionario con ciento cincuenta y ocho voces de carácter teológico-espiritual, y otras ciento treinta histórico-biográficas8; pero faltan décadas –si los plazos de apertura siguen siendo los mismos que en la actualidad– para que los investigadores puedan acceder a los archivos vaticanos sobre los pontificados de Pío XII, Juan XXIII y Pablo VI, que se corresponden con periodos decisivos de la existencia de Escrivá.
Y se adolece aún, en determinados ámbitos de la investigación histórica general, del distanciamiento afectivo y vivencial necesario para abordar algunas cuestiones que afectaron a su vida de un modo u otro, como la Guerra civil española, la II Guerra mundial o el concilio Vaticano II. Por lo que se refiere a las contiendas, hay demasiados relatos escritos por los vencedores o por los perdedores, y pocos todavía realizados por analistas e historiadores imparciales y rigurosos. No resulta fácil, como afirmaba mi profesor Gonzalo Redondo, «escribir desapasionadamente sobre la pasión»9; y la existencia de Escrivá se desarrolló en medio de escenarios históricos tan apasionantes como apasionados.
He conversado durante estas últimas décadas con más de medio centenar de personas que le trataron directamente en diversas etapas de su existencia. Muchos convivieron con él durante muchos años. Ofrezco sus impresiones y testimonios, junto con mi visión particular sobre esta figura de la Iglesia. Eso hace que estas páginas no se ciñan del todo a las características propias del género «relato histórico» ya que, junto con la exposición de los hechos, pongo de relieve las impresiones de primera mano que me transmitieron esas personas, y en algunos casos, también las mías.
En cierto sentido, el lector se encuentra ante un libro de testimonios, recuerdos, fuentes directas y experiencias personales tanto de otras personas como mías. Conocí a Josemaría Escrivá en 1967 y tuve la oportunidad de escucharle en una decena de ocasiones durante los años siguientes, en diversas ciudades de España: la última fue en mayo de 1975, en Madrid, un mes antes de su fallecimiento10.
No me detengo demasiado en aquellos aspectos de su trayectoria vital que han sido ampliamente analizados en diversos estudios y biografías, como sus mociones espirituales interiores; sus esfuerzos por llevar a cabo la configuración jurídico-canónica del Opus Dei o su modo de dirigir la Obra. He puesto especial atención en aquellas áreas que me interesan personalmente: su sentido de la justicia social, su desvelo por los pobres y necesitados, y la influencia de sus enseñanzas sobre este aspecto en las mujeres y hombres que le siguieron11.
La mayoría de los biógrafos de Escrivá subrayan su trato con Dios y analizan rasgos de su personalidad que pertenecen a los ámbitos de la teología, de la ascética, de la mística, de la historia de la Iglesia o del derecho canónico; por decirlo de algún modo, se ocupan especialmente del Escrivá santo.
Aunque estas distinciones acaban siendo solo de razón, porque esos dos aspectos –santo, hombre–, forman en la vida real una unidad indisoluble, este retrato de Escrivá se centra en una perspectiva propia; en aquellas facetas de su personalidad que suelen denominarse, en el habla coloquial, más humanas. Deseo mostrar la cara y la cruz íntima de este sacerdote: sus virtudes y defectos; sus alegrías y penas; sus éxitos y sus fracasos.
Dedico esta semblanza a mis padres, contemporáneos de Escrivá, que se esforzaron por sembrar, con corazón hondamente cristiano, la concordia y el perdón en un mundo zarandeado por las guerras y el odio.
Agradezco vivamente la ayuda que me ha prestado Constantino Anchel, experto en la figura histórica de Escrivá, en este y otros escritos.
Unas palabras del propio Escrivá y del Papa Francisco han inspirado estas páginas: «No nos engañemos –decía Josemaría Escrivá–: en la vida nuestra, si contamos con brío y con victorias, deberemos contar con decaimientos y con derrotas. Esa ha sido siempre la peregrinación terrena del cristiano, también la de los que veneramos en los altares. ¿Os acordáis de Pedro, de Agustín, de Francisco? Nunca me han gustado esas biografías de santos en las que, con ingenuidad, pero también con falta de doctrina, nos presentan las hazañas de esos hombres como si estuviesen confirmados en gracia desde el seno materno. No. Las verdaderas biografías de los héroes cristianos son como nuestras vidas: luchaban y ganaban, luchaban y perdían. Y entonces, contritos, volvían a la lucha»12.
«Los santos no son superhombres –recordaba Francisco–, ni nacieron perfectos. Son como nosotros, como cada uno de nosotros, son personas que antes de alcanzar la gloria del cielo vivieron una vida normal, con alegrías y dolores, fatigas y esperanzas. Pero, ¿qué es lo que cambió su vida? Cuando conocieron el amor de Dios, le siguieron con todo el corazón, sin condiciones e hipocresías; gastaron su vida al servicio de los demás, soportaron sufrimientos y adversidades sin odiar y respondiendo al mal con el bien, difundiendo alegría y paz. Esta es la vida de los santos: personas que por amor a Dios no le pusieron condiciones a Él en su vida»13.
Madrid, Pinar de Chamartín,
10 de octubre de 2015
El arte cinematográfico tiene tal capacidad de seducción que miles de personas imaginan en la actualidad el Barbastro de comienzos del siglo XX –una antigua ciudad aragonesa de siete mil habitantes, cabeza de partido, sede episcopal y núcleo comercial relativamente importante– tal y como lo representó Roland Joffé en su película Encontrarás Dragones.
Pero el Barbastro real, donde nació Josemaría Escrivá1, a las diez de la noche del 9 de enero de 1902, no debía gozar, según los estudios y documentos gráficos que poseemos de aquel tiempo –comienzos del reinado del jovencísimo rey Alfonso XIII–, de la brillantez escenográfica y la fantástica prestancia de «pintoresco pueblo español» con que lo imagina y adorna el cineasta inglés.
El historiador alemán Peter Berglar hace unas consideraciones más realistas y certeras, a mi juicio, sobre lo que debía ser la vida cotidiana en aquel enclave del Somontano a comienzos del siglo pasado2, durante la llamada Belle Époque3: una ciudad modesta, partida en dos por el río Vero, con viejas tradiciones rurales y algunos centros de vida cultural. Contaba con una estación de ferrocarril, una industria escasa y un comercio que dependía estrechamente de la producción agrícola de la zona. Su economía era la propia de uno de los países más atrasados de Europa occidental4.
Desde el punto de vista social había una cierta predominancia liberal5 y se puede decir que era relativamente igualitaria en el contexto de la época; al menos, no eran tan patentes en ella las enormes diferencias entre los sectores sociales que se daban en otras partes de España, que contaba en esa época con poco más de dieciocho millones seiscientos mil habitantes, de los cuales un setenta por ciento vivía en las zonas rurales. Un cuarto de la población española se encontraba sumida en la pobreza, y eso llevó a más de millón y medio de españoles a emigrar, especialmente a América. Las tasas de analfabetismo –superadas únicamente, dentro del contexto europeo, por Portugal, Rusia y los estados balcánicos– afectaba a un sesenta y tres por ciento de la población (el 55% de los hombres y el 71% de las mujeres)6.
En la primera década del siglo, señala Mora-Figueroa, no existía entre los barbastrinos la denominada «burguesía alta». «Lo demuestra la ausencia de caciquismo y el hecho de que las familias aristocráticas se enlazaran matrimonialmente con las de clase media sin que se diferenciaran de esta ni en gustos, ni en costumbres, ni en la educación que daban a sus hijos»7.
El padre de Josemaría, José Escrivá Corzán (Fonz, 1867)8, era copropietario, junto con otros dos socios, de la sociedad Sucesores de Cirilo Latorre, dedicada al comercio de tejidos. Tenía diez años más que su esposa, Dolores Albás Blanc, con la que se había casado en Barbastro el 19 de septiembre de 1898.
La infancia y primera adolescencia de Escrivá9 –que coincide sustancialmente con los años del pontificado de Pío X– no ofrece sucesos excepcionales, salvo la epidemia que se desató en la ciudad en 1904, cuando tenía dos años. «Algunos testimonios de la época –indica Ibarra– hablan genéricamente de meningitis, aunque las autoridades municipales se refieren a un brote de sarampión. Tuvo su momento álgido en los meses de noviembre y diciembre. Fallecieron unos cincuenta niños»10.
Esa epidemia puso al pequeño Escrivá al borde de la muerte. «De esta noche no pasa», dijo Ignacio Camps, el médico de cabecera y amigo de la familia que lo atendió, junto con el homeópata Santiago López Lafarga. Lola y Pepe Escrivá –como eran conocidos por familiares y amigos–, acudieron a la Virgen. Lola hizo una novena a Nuestra Señora del Sagrado Corazón y prometió que, si se curaba, haría, junto con su esposo y su hijo, una peregrinación en acción de gracias a la antigua ermita de Torreciudad.
«¿A qué hora ha muerto el niño?», preguntó Ignacio Camps a su amigo Pepe, cuando se presentó en su casa a primeras horas de la mañana del día siguiente, posiblemente para evitarle el mal trago de que el propio padre de la criatura tuviera que darle la mala noticia. Ante su sorpresa, José Escrivá le comentó que se encontraba mucho mejor11. Y cuando se recuperó –como recordaban bien muchos miembros y conocidos de la familia12– Pepe y Lola cumplieron su promesa y peregrinaron hasta la ermita.
Lola llevó a su hijo en brazos, y cabalgó hasta la ermita sentada en la silla, como se acostumbraba entonces. Se ignora si fueron desde Barbastro –veinte kilómetros en carro o diligencia y cuatro kilómetros a caballo– o desde Fonz; y se desconoce también el año exacto, que pudo ser 1904, o 1905, como sostiene Anchel13. En Torreciudad pusieron al pequeño bajo la protección de la Virgen.
Esto es lo único destacable de los primeros años de la vida de Josemaría. Su infancia transcurrió entre las incidencias habituales de una familia cada vez más numerosa, en la primera planta de una casa de la calle Argensola que hacía esquina con la plaza del Mercado.
Tenía una hermana mayor, Carmen, que había nacido en el último año del siglo XIX. En la primera década del nuevo siglo nacieron tres hermanas más: Asunción, «Chon» (1905); Lolita (1907) y Rosario (1909).
«Nuestro Señor fue preparando las cosas –recordaba Escrivá– para que mi vida fuese normal y corriente, sin nada llamativo. Me hizo nacer en un hogar cristiano, como suelen ser los de mi país, de padres ejemplares que practicaban y vivían su fe, dejándome una libertad muy grande desde chico, y vigilándome al mismo tiempo con atención».
«Trataban de darme una formación cristiana, y allí la adquirí más que en el colegio, aunque desde los tres años me llevaron a un colegio de religiosas14, y desde los siete a uno de religiosos», los escolapios15. «Nunca me imponían su voluntad»16, cuenta; y le tenían «corto de dinero, cortísimo, pero libre»17.
El 23 de abril de 1912 hizo la Primera Comunión18. Tenía diez años –edad temprana para lo que se acostumbraba entonces–, y recibió el sacramento de manos de Manuel Laborda19, el escolapio que le había dado la catequesis previa. A los dos meses, el 11 de junio, se examinó del ingreso de Bachillerato en el instituto de Huesca.
Dos años antes, en 1910, cuando cursaba el bachiller en el colegio20, habían comenzado las desgracias familiares en su vida.
La primera de ellas fue la muerte de su hermana Rosario, con solo nueve meses, en julio de 1910. Dos años más tarde, en julio de 1912, falleció Lolita, con cinco. Y un año después, en octubre de 1913, Asunción –Chon–, con ocho.
Carmen Otal presenció el momento en el que Dolores Albás le comunicó a su hijo el fallecimiento de su hermana Asunción. El pequeño Escrivá estaba jugando en la calle y al entrar en casa su madre «le dijo que Chon estaba muy bien, porque ya se había marchado al Cielo. Era la tercera hija –cuenta Otal– que se les moría en poco tiempo». Josemaría comenzó a llorar, abrazado a su madre, que intentaba consolarle con el corazón roto21.
Puede sorprender, al considerar estos fallecimientos, mi afirmación anterior, en la que decía que la infancia y la primera adolescencia de Escrivá no ofrecen sucesos excepcionales. Desgraciadamente, estas muertes prematuras no eran excepcionales; al contrario, eran bastante comunes en aquel tiempo, a causa del escaso desarrollo de la pediatría. En el entorno familiar de los Escrivá se dieron casos semejantes. Josemaría, como tantas personas de su generación, fue testigo durante su niñez de un trasiego incesante de nacimientos y entierros con ataúdes blancos.
Eso no significa que esos fallecimientos afectaran menos que ahora a los padres y hermanos que los padecían: Dolores Albás tuvo siempre presente el recuerdo doloroso de aquellas tres hijas muertas en plena infancia22.
¿Cómo era Josemaría? Sus contemporáneos le retratan como un niño sociable, poco aficionado a los juegos violentos, de carácter firme, enérgico y sereno. A medida que fue creciendo se perfilaron sus virtudes y sus defectos: era espontáneo, inteligente, observador e intuitivo, y gozaba de un incipiente don de gentes. Junto con eso, algunas explosiones puntuales de mal genio revelaban un modo de ser impulsivo, temperamental y algo impaciente, tres rasgos que luchó por moderar durante su vida.
Años más tarde, sus padres y su hermana Carmen recordaban, divertidos, sus rabietas infantiles: en una ocasión se enfadó porque no quería tomar la comida que le habían puesto y acabó estampándola –junto con el plato– en la pared del comedor.
Muchos de sus enfados tenían la misma raíz psicológica: no soportaba la injusticia. En otra ocasión una maestra le riñó por haberle pegado a una niña del colegio (algo que no era cierto) y se irritó muchísimo; más que por la reprimenda, porque le habían culpado sin averiguar primero si aquello era verdad o no.
Tuvo la misma reacción durante el Bachillerato, cuando uno de sus profesores le llamó a la pizarra para examinarle. Fue contestando correctamente hasta que el religioso le hizo una pregunta que no supo contestar. Escrivá le dijo que aquello no lo había explicado en clase (y era verdad), pero el maestro no le hizo caso. Como respuesta, tomó el borrador, lo arrojó enfadado contra la pizarra y se volvió protestando a su pupitre23.
«Días después –recordaba Escrivá– iba yo con mi padre, por la calle, y vino a nuestro encuentro ese mismo fraile. Pensé: “¡adiós!, ahora se lo cuenta a mi padre...”. Efectivamente, se detuvo, le comentó una cosa amable... y se despidió sin decir nada»24. El pequeño Josemaría agradeció mucho aquel silencio.
No hay que exagerar, sin embargo, el alcance de esas rabietas, comunes en tantos niños, que suponían, además, una excepción en su comportamiento: solía ser obediente, en casa y en el colegio, donde le dieron un premio por su buena conducta. Adriana, una amiga de la familia25, lo recuerda como «un chico normal en el pleno sentido de la palabra».
* * *
Aunque sus padres no dieran mayor importancia a estas pataletas infantiles, debieron preocuparse (no sabemos hasta qué punto, porque solo contamos sobre este particular con un relato de su hermana Carmen y una breve alusión del propio Escrivá), cuando el carácter de su hijo fue acusando el golpe de las muertes de sus hermanas y se fue convirtiendo en un adolescente reservado que se rebelaba en su interior –y en ocasiones, externamente– contra aquella sucesión de hechos dolorosos que no entendía.
Un día, cuando tenía once años y ya habían muerto dos de sus hermanas, vio que Carmen y unas amigas estaban levantando un castillo de naipes. Se acercó y lo tiró al suelo de un manotazo:
—Eso es lo que hace Dios con las personas –dijo, con tono amargo–, construyes un castillo y cuando casi está terminado, te lo tira26.
Para Aardweg27 esta reacción pone de manifiesto que aquel Josemaría preadolescente pensaba que su familia estaba siendo víctima de un destino inmerecido e injusto; algo que, para este autor, resultaba psicológicamente insoportable para él.
Además, desde 1912 –el año del naufragio del Titanic– la situación económica familiar se había vuelto cada vez más preocupante. En 1914 quebró la sociedad de la que era copropietario su padre, y esa fue, en cierto sentido, «la gota que colmó el vaso» para el pequeño Escrivá.
La bancarrota tuvo diversas causas. Aquella zona de Aragón había sufrido durante los dos últimos años una racha de malas cosechas, que habían generado un fuerte descenso del consumo. A esto se unió el comportamiento de uno de los tres socios fundadores de la sociedad mercantil Sucesores de Cirilo Latorre.
Cuando Latorre se jubiló, hacia 1894, le sucedieron tres socios al cargo del negocio: Juan Juncosa, Jerónimo Mur y José Escrivá, que pudo participar en ese proyecto gracias a la herencia que había recibido de su padre, fallecido recientemente.
En 1902 José y su amigo Juan fundaron Juncosa y Escrivá. Mur no quiso participar en el nuevo proyecto y concertaron con él que no pondría otro comercio textil en la ciudad que les hiciera la competencia. Llegaron a un acuerdo: le compensarían por ello con cuarenta mil pesetas, abonables en sesenta y ocho pagarés, cosa que cumplieron entre los años 1902 y 1908.
Pero Mur incumplió lo pactado y a partir de 1911 la empresa empezó a tener pérdidas; en parte, por la crisis económica y, en parte, por la competencia comercial.
Escrivá comenzó, junto con Juncosa, un larguísimo proceso judicial, primero en la Audiencia de Zaragoza y más tarde en el Tribunal Supremo. La sentencia les dio la razón, en cuanto que reconocía que el otro socio debía compensarles por los perjuicios causados; pero no se la dio en cuanto al modo de realizar esa compensación.
El problema estribaba en que Juncosa y Escrivá pretendían que Mur devolviera la cantidad de ciertos pagarés, pero la sentencia estableció que no había suficiente base para afirmar que aquella cantidad fuera el montante de lo que Mur les debía abonar. Debían buscar otro modo de calcular los daños causados.
Los costes de aquel largo juicio, unidos al daño económico que sufrieron, les llevaron a liquidar el negocio en 191528.
Al verse en aquella situación, los Escrivá –al igual que hizo Juncosa– actuaron de forma coherente con su conciencia. Contaban con unos ahorros que habían quedado fuera de la bancarrota y decidieron pagar con sus propios bienes las deudas generadas por la quiebra. Ciertamente no estaban obligados a pagar desde un punto de vista estrictamente jurídico y moral más que con los bienes de su empresa; y lo sabían. Pero lo hicieron porque no querían que aquel descalabro afectara a terceras personas.
José y Dolores sabían también que ese gesto les llevaría a la ruina, como sucedió; pero lo que no esperaban, posiblemente, es que la incomprensión familiar llegara a los extremos a los que llegó.
Esa incomprensión fue, sin duda, la consecuencia más dura de la quiebra; porque los que entendieron menos su modo de actuar fueron, paradójicamente, los hermanos sacerdotes de José y de Dolores: y de modo singular, Carlos Albás, hermano mayor de Lola, que gozaba de particular influencia dentro del entorno familiar por su condición de canónigo arcediano del Cabildo de Zaragoza.
Esa actitud no era nueva: «el tío Carlos» mantenía desde hacía tiempo una actitud distante hacia su cuñado Pepe. Las críticas que hizo en aquellas circunstancias influyeron en la familia y los conocidos, que comenzaron a decir, como recordaba años después Dolores Albás: «Pepe ha sido un tonto, porque ha podido quedarse con una fortuna y lo ha perdido todo».
En estas circunstancias, según Aardweg, el sentido de la justicia del adolescente Escrivá se sintió aún más herido; Dios –pensaba–, además de robarle tres hermanas, había permitido que sus padres quedaran en la ruina y sufrieran una especie de desahucio familiar, junto con el rechazo general.
Escribió años después: «Yo no era un hijo ejemplar: me rebelaba ante la situación de entonces. Me sentía humillado»29.
Para entender el cambio que se produjo en el alma de Josemaría desde los ocho años, cuando falleció la primera de sus hermanas, hasta que cumplió los quince, necesitamos conocer algo más de su entorno: una familia de nivel medio, de corte liberal, fiel a las raíces cristianas, sin clericalismos ni anticlericalismos exacerbados.
Los testigos de aquel tiempo recuerdan al «chico de los Escrivá» como un joven compenetrado con su padre, al que se parecía mucho, tanto desde el punto de vista físico como en el modo de ser. Resulta lógico que le influyera profundamente, porque fue su único hijo varón durante diecisiete años. «Tengo un recuerdo encantador de mi padre –diría tiempo después– que se hizo amigo mío»30.
¿Cómo era José Escrivá?31. En 1976 estuve conversando en Logroño con un testigo de excepción de su vida, Manuel Ceniceros, ahijado de Garrigosa, dueño del comercio La Gran Ciudad de Londres. Ceniceros, que trabajó durante años junto al padre de Josemaría, le recordaba como un hombre de fe recia, «simpático, sonriente y muy enamorado de su mujer»32.
Escrivá destacaba también ese rasgo al evocar a su padre: «Tenía una sonrisa en los labios y una simpatía particular»33. No perdió jamás esa alegría, aunque había sufrido en su propia carne las mismas desgracias familiares que su hijo: dos de sus cinco hermanos habían muerto durante la infancia y el tercero, Jorge, en plena juventud. En aquel tiempo solo le quedaban dos: Teodoro, sacerdote en Fonz; y Josefa, la mayor. Además de su hermano, uno de sus tíos, ya fallecido, había sido sacerdote: Joaquín Escrivá Zaydín (1833-1906).
Los que conocieron a José Escrivá le recuerdan como un hombre educado, amable, extrovertido y particularmente sensible hacia lo que entonces se llamaba «la cuestión obrera», de la que había hablado León XIII en 1891 en su encíclica Rerum Novarum.
Había participado, junto con su socio Juan Juncosa y su cuñado Mauricio Albás, en la creación del Centro Católico Barbastrense, que se propuso mejorar las condiciones materiales de vida de los obreros, mediante un monte de piedad y otras entidades de socorro mutuo34. Y gozaba de un sentido del humor, natural y espontáneo, que heredó su hijo mayor.
* * *
La madre de Escrivá, Dolores Albás35, fue la decimocuarta hija de los quince hijos de Pascual Albás y su existencia guardó similitudes sorprendentes con la vida de su madre, Florencia Blanc. También con la de su esposo, que era pariente lejano suyo (su madre y la de su marido eran primas segundas), algo habitual en muchos pueblos de aquella época.
Una de sus hermanas mayores falleció durante la infancia, dos años antes de que ella naciera; y su hermana gemela, Concepción, murió dos días después del parto. Otra de sus hermanas falleció en plena juventud, con diecinueve años, cuando ella solo tenía cinco. Es decir: tanto la madre como la abuela de Escrivá vieron morir a tres de sus hijas en plena infancia o al comienzo de su juventud36.
Lola tenía un carácter algo más reservado que el de su marido y se comportaba, en palabras de una de sus cuñadas37, con la seriedad «propia de todos los Albás». Era una mujer de ojos vivos, peinada habitualmente con un moño alto, de gran temperamento, dotada de una fortaleza psíquica y espiritual que le ayudó a afrontar, sin derrumbarse, los numerosos padecimientos que tuvo que sufrir durante su vida.
Aunque se había criado en un ambiente relativamente acomodado y contaba con la ayuda de varias personas de servicio durante su infancia, su juventud y los primeros años de su matrimonio, cuando vino la ruina económica pasó a ocuparse directamente de las tareas del hogar, junto con su hija Carmen, sin quejas ni lamentos; «sin que se le cayeran los anillos».
Lola y Pepe eran conocidos por su preocupación por los más necesitados. En la memoria de Josemaría quedó la imagen de su madre charlando en una habitación de la casa con Teresa, una mujer de etnia gitana que venía a verla con frecuencia; y recordaba que su padre hacia muchas obras de caridad –«era muy limosnero»– y formaba parte de iniciativas de asistencia social.
González Simancas ha analizado varias coincidencias históricas que permiten plantear esta hipótesis: quizá esa mujer, Teresa, pudo ser la esposa de Ceferino Giménez Malla, «El Pelé», el primer santo gitano de la historia, que sufrió martirio en Barbastro. Y el propio José Escrivá –estima este autor– pudo haberle dado a Pelé la catequesis previa al matrimonio.
A falta de nuevos datos e independientemente de que algún día pueda confirmarse o no esa hipótesis –que cuenta con indicios razonables–, lo que queda claro tras la lectura del estudio de González Simancas es que el matrimonio Escrivá compartía una honda sensibilidad social y un gran sentido de la misericordia38.
La crisis interior del joven Escrivá –originada por la muerte injusta de sus hermanas y por su rechazo ante la situación económica en la que se encontraba su familia– llegó a su punto culminante en 1915, cuando tenía trece años. Europa se desangraba durante aquel periodo en los diversos frentes de la Gran Guerra; y España, aunque era oficialmente neutral, estaba dividida, de hecho, en germanófilos y aliadófilos.
José Escrivá se había quedado literalmente en la calle cuando le faltaban pocos años para cumplir los cincuenta, una edad en la que no resultaba fácil, ni entonces ni ahora, rehacer la vida profesional. Logró encontrar un empleo a comienzos de 1915 en Logroño, como dependiente del comercio de telas La Gran Ciudad de Londres, propiedad de Antonio Garrigosa1. Dejó de ser un propietario acomodado para convertirse en un empleado: muy estimado por el dueño, ciertamente; pero asalariado.
Como tantos padres de familia que se ven forzados a emigrar para encontrar un nuevo trabajo, José Escrivá tuvo que vivir solo en aquella ciudad durante casi medio año, alojado en una pensión, mientras los suyos permanecían en Barbastro, a la espera de que Carmen –de dieciséis años– y Josemaría –de trece– terminaran el curso.
«En casa continuaron mi educación –contaba Escrivá–, para darme una carrera universitaria, a pesar de la ruina familiar, cuando muy bien pudieron, en justicia, haberme puesto a trabajar en cualquier cosa»2.
Forzados por las circunstancias vendieron su espaciosa casa de la calle Mayor; y a falta de otro lugar para vivir, Dolores y sus hijos pasaron el verano en Fonz, en el caserón familiar de los Escrivá. En septiembre de 1915 se trasladaron a Logroño en diligencia. Ninguno de sus numerosos parientes de Barbastro acudió a despedirlos.
Al llegar a la capital de La Rioja se instalaron en el cuarto piso de la calle Sagasta, nº 18, que José Escrivá había alquilado poco antes. Estaba situado a poca distancia del comercio de telas donde trabajaba; tenía ochenta metros cuadrados y era muy caluroso en verano y bastante frío en invierno, lo que agravó la enfermedad reumática de Dolores.
Una vez instalados, después de un año de preparación con una profesora, Carmen comenzó a estudiar Magisterio en la Escuela Normal y Josemaría continuó el Bachillerato en el Instituto3, donde obtuvo buenas calificaciones4. Hubo un sacerdote que dejó profunda huella en él: Calixto Terés, catedrático de Filosofía, antiguo profesor del Seminario y alma del periódico El Diario de la Rioja5.
Durante tres años, uno de sus compañeros de clase fue Isidoro Zorzano6, un chico nacido en Buenos Aires. Se hicieron muy amigos a pesar de sus diferencias de carácter, porque Zorzano era más bien reservado y algo tímido. Otro de sus amigos era Ángel Suils, hijo del médico que atendía a su madre.
Mientras tanto, Josemaría –un adolescente corpulento para sus quince años, que vestía, siguiendo la moda de la época, boina, pantalón corto y calcetines negros hasta la rodilla– iba experimentando una profunda evolución interior.
Contamos con pocos datos sobre ese proceso. Para Aardweg fue un tiempo de purificación, en el que Josemaría acabó venciendo y venciéndose a sí mismo. Fue su primera batalla espiritual y, sin duda, una de las más decisivas de su existencia.
Y poco más sabemos del adolescente Escrivá, al igual que de aquellos miles de soldados que murieron durante aquel tiempo en la contienda europea, en cuyas tumbas se lee únicamente: Un soldado de la gran guerra, solo conocido por Dios.
Las desgracias acumuladas en los años anteriores supusieron una doble prueba para él: de confianza en Dios, por una parte; y de maduración humana, por otra. La conducta de sus padres, resuelta y firme7 –aunque tardara tiempo en entenderla– le indicó el camino a seguir. «Los vi siempre sonrientes» –decía Escrivá–8.
Conviene subrayar este punto, que influirá profundamente en su vida: Josemaría nació y creció en un hogar feliz, en el que no faltaron las dificultades; y fue madurando en un ambiente familiar confiado y entrañable. A pesar de las desgracias, los Escrivá no se convirtieron en personas amargadas; al contrario, aquellas penalidades reforzaron los lazos de cariño y alegría entre ellos; una alegría siempre presente, lo mismo con el sentido del humor. Josemaría tenía una tendencia innata hacia la broma y la desdramatización de los sucesos, heredada de su padre.
Dolores y José no se dejaron llevar por el rencor ante el causante de su ruina. No criticaron a los parientes que les hicieron el vacío, ni mostraron signos de desconfianza ante los que no les comprendían. Si hubiesen obrado de ese modo, es probable, apunta Aardweg, que Josemaría hubiese caído en esa actitud de autocompasión que se da en algunos adolescentes.
Aquella ruina les había sobrevenido a causa de la conciencia cristiana –y social, por decirlo con términos actuales– de José y Dolores, que no deseaban que el desastre económico que habían sufrido afectara a terceras personas. Aunque al principio el adolescente Josemaría no entendiera del todo el sentido de lo que estaba sucediendo, aquella profunda sensibilidad social acabaría marcando su personalidad.
He dedicado cierto tiempo a hablar de la personalidad de sus padres porque entre los suyos encontramos algunas claves decisivas para analizar su futuro comportamiento: su sentido de la justicia y de la misericordia, su concepto del perdón y de la confianza, y su preocupación por los más necesitados.
Años después enseñaría que la condición de hijo de Dios empuja al cristiano «a dirigir todo al Señor y, al mismo tiempo, a dar también al prójimo todo lo que en justicia le corresponde»9, situándose, al igual que su padre, en un ámbito superior, más allá de lo que establece la «letra de la ley»10.
Esta sensibilidad social se entrelazaba con las convicciones religiosas de los Escrivá, que vivían su fe sin estridencias. Acudían a la iglesia con asiduidad, para participar en la Misa o en otros actos litúrgicos y cada miembro de la familia cultivaba sus propias devociones en un ambiente distendido, muy alejado de esas atmósferas religiosas asfixiantes, de raíz puritana, que reflejaron en sus películas algunos cineastas del siglo XX, como Bergman11.
El ejemplo paterno –en el carácter, en la vida espiritual, en las relaciones con los demás y en su preocupación por los necesitados– influyó en el modo de ser y en la vida de Josemaría de forma discreta pero intensa. Habló en público en pocas ocasiones de las virtudes de su padre, por entender que pertenecía al ámbito de su intimidad familiar; pero a lo largo de su vida tuvo gestos muy elocuentes de agradecimiento hacia él. Esto corrobora la afirmación de Van Thuan: «Cuando conocemos nuestras raíces familiares nos damos cuenta de que pertenecemos a una historia que supera nuestra biografía concreta. Y captamos con mayor verdad el sentido de nuestra propia historia»12.
Siguiendo a Aardweg, todo hace suponer que aquella transformación interior –desde la rebeldía hasta el pleno abandono en Dios– debió costarle sangre, por su modo de ser, apasionado y sensible. Con razón le decía su madre: «Hijo mío: vas a sufrir mucho en la vida, porque pones todo el corazón en lo que haces»13.
El historiador alemán Peter Berglar compara su reacción con la de Lenin:
De Lenin sabemos que a la edad de diecisiete años y bajo la impresión del fusilamiento de su hermano mayor, que había participado en un complot para asesinar al Zar Alejandro III, perdió la fe cristiana. «Al caer en la cuenta de que Dios no existía –escribe su amigo Lepeschinski–, se arrancó la cruz del cuello, la escupió con desprecio y la arrojó lejos de sí».
Estamos ante un profundo misterio. Un hombre, al ver en la muerte de su hermano la adversidad del destino, empieza a recorrer el camino del odio, un camino que acarreará terribles consecuencias: para sí mismo y para miles de hombres. Otro hombre, ante la dureza de una tragedia familiar, se fortalece en su amor a Dios y a los hombres, y los frutos serán, en este caso, frutos admirables y magníficos para la humanidad. Ignoramos el sentido profundo de estos hechos: es el misterio de la libertad, para el bien y para el mal14.
Aunque sabemos poco sobre esta crisis interior, parece evidente que la actitud serena de sus padres le ayudó a superarla. Siempre admiró que su padre supiera «llevar toda la humillación que supone quedarse en la calle, de una manera tan digna, tan maravillosa, tan cristiana»15.
«Y fuimos adelante –recordaría Escrivá tiempo después–. Mi padre, de un modo heroico, después de haber enfermado del clásico mal –ahora me doy cuenta–, que según los médicos se produce cuando se pasa por grandes disgustos y preocupaciones, le habían quedado dos hijos y mi madre; y se hizo fuerte, y no se perdonó humillación para sacarnos adelante decorosamente. [...] Le vi sufrir con alegría, sin manifestar el sufrimiento. Y vi una valentía que era una escuela para mí, porque después he sentido tantas veces que me faltaba la tierra y que se me venía el cielo encima, como si fuera a quedar aplastado entre dos planchas de hierro»16.
El ejemplo paterno –señala Aardweg– fue decisivo en la consolidación del carácter de Escrivá en cuanto varón. Explica este psicólogo holandés que cuando un hombre joven se siente querido por su padre y se reconoce como hijo –porque también su padre le reconoce como tal–, se vuelve más capaz de tratar de forma paternal a sus hijos en el futuro. «Ese fuerte sentido de la filiación, que constituye el fundamento natural de la paternidad, tiene especial interés a la hora de estudiar la personalidad de Escrivá, que habló con tanta frecuencia de la alegría de saberse hijos de Dios»17.
Este es un rasgo común de los Escrivá, padre e hijo: a pesar de las numerosas penalidades que padecieron, supieron mantener una actitud alegre, abierta y cariñosa.
La alegría mezclada con el dolor constituyó la cara y la cruz de su vida, fruto de la paradoja cristiana de la que hablaba Chesterton. Esa paradoja supone uno de los mayores retos narrativos a la hora de mostrar la vida de esos hombres y mujeres que los cristianos denominan santos. Algunos hagiógrafos del pasado tendieron a convertirlos en cariátides impasibles con extraños poderes. En una colección de «Vidas de santos» muy popular se representaba a Antonio de Padua predicando a una muchedumbre de peces con la boca fuera del agua. «Todos escucharon muy atentos el discurso –asegura el hagiógrafo– y no se fueron hasta que el santo les dio su bendición»18.
Ese gusto por lo maravilloso y lo extraordinario ha ido componiendo con el paso de los siglos otra «leyenda dorada», tan sugestiva como falsa; y ha dejado hasta nuestros días la falsa impresión de que el santo es una especie de «superhombre».
Esos hagiógrafos, además de escamotear y deformar la realidad, eluden el reto narrativo que plantean las existencias de estos hombres y mujeres: porque no resulta fácil explicar cómo pudieron mantener la sonrisa y la serenidad en medio de las intensas penalidades que marcaron sus vidas. Conviene tener presente que el hecho de que el hombre santo sepa que el dolor le ayuda a conformarse con Cristo, no hace que deje de sufrir.
A los que niegan la acción de la gracia en el alma y a los que consideran que la alegría es incompatible con el sufrimiento (porque este –piensan– conduce, inevitablemente, a la tristeza y la desesperación), la respuesta de los llamados santos19 ante el dolor corporal o espiritual les parece con frecuencia, además de incomprensible, deshumanizada y artificiosa. Y algunos la reducen a un mero fenómeno psicológico.
La actitud de san Josemaría, de san Juan Pablo II o de santa Teresa de Calcuta –por citar tres ejemplos entre los numerosos santos de nuestro tiempo20– solo se entiende con plenitud desde una perspectiva cristiana. Es bien sabido que Karol Wojtyla perdió a toda su familia –madre, padre y hermano– antes de cumplir veintiún años; y que Agnes Gonxha Bojaxhiu sufrió durante décadas una aridez espiritual, una noche oscura del alma que la hizo padecer profundamente.
Esa perspectiva proporciona la clave última de comprensión de esta realidad: la mujer o el hombre que sigue los pasos de Jesucristo, sufre; pero su corazón se esfuerza por identificarse con el del Crucificado, que no lanza gritos de desesperación desde el madero en el que le torturan, sino palabras de perdón y de esperanza.
Cuando se sufre unido al dolor y al amor de Cristo, el fruto no es nunca el rencor o la tristeza. El dolor, en sí mismo, no purifica: lo que eleva el alma, lo que la santifica, es el modo con el que se acoge ese dolor, sabiendo que tiene un sentido redentor, aunque desconocido en tantas ocasiones.
El rostro suele ser un delator formidable. Las fotografías de Escrivá adolescente le muestran sonriente y divertido, sin un asomo de amargura en la mirada, ni un rictus de desasosiego.
Lo mismo sucede con las fotografías de su padre: aunque su vida no fue precisamente un camino de rosas, no se advierte nada sombrío en ellas. Ceniceros –que me regaló una fotografía en la que José Escrivá, entre un grupo de amigos, mira hacia la cámara con un gesto entre guasón y divertidome insistía en esto: «era un hombre alegre, con gran sentido del humor y de muy buen carácter». Le apasionaba la caza y le gustaba tanto bailar, que era capaz de hacerlo, en frase hiperbólica de su esposa, «sobre la punta de un espadín»21.
«No le fue nada bien en los negocios –comentaba Josemaría, al evocar la figura de su padre– y doy gracias a Dios, porque así sé yo lo que es la pobreza; si no, no lo hubiera sabido [...], supo tener serenidad inmensa y llevar la contradicción con paz cristiana»22.
«El Señor iba preparando las cosas –continuaba diciendo–, me iba dando una gracia tras otra, pasando por alto mis defectos, mis errores de niño, mis errores de adolescente...»23.
El joven Escrivá fue superando poco a poco sus errores de adolescente –su rebeldía interior ante la situación familiar– y esforzándose por dominar su carácter natural impulsivo y vehemente. A medida que fue creciendo, como es normal a medida que se consolida el carácter, la impetuosidad de su temperamento cobró mayor fuerza y en ocasiones daba «muestras de impaciencia, de nerviosismo y de brusquedad»24.
Era aficionado a la literatura y pronto pasó de las novelas de Julio Verne y Salgari a la lectura del Quijote. Y fue familiarizándose con los clásicos españoles, desde Lope a Quevedo. Esas lecturas dejaron huella en su estilo literario y en su sensibilidad, particularmente interesada en algunas dimensiones del arte, como la literatura o la arquitectura.
Su modo de ser no cambió demasiado a lo largo de su vida: conservó desde su adolescencia hasta su muerte la franqueza propia de las gentes de Aragón y un espíritu bromista, junto con la «profunda sensatez» de la que hablaba uno de sus compañeros de clase, Eloy Alonso25.
Hacia 1916 empezó a seguir apasionadamente el desarrollo de la Gran Guerra. Estaba al tanto de lo que sucedía en Irlanda y rezaba por las personas de aquel país que sufrían a causa de su fe26.
A los quince años sucedió en su vida un hecho externamente irrelevante que acabó marcando su existencia. Se ignora la fecha concreta, aunque no el periodo de tiempo en que ocurrió: entre las últimas fechas de diciembre de 1917 y las primeras jornadas de enero de 1918; es decir, pocos días antes de que cumpliera dieciséis años.
Una noche de invierno cayó una fuerte nevada sobre la ciudad y durante la mañana siguiente27 Escrivá vio en la calle Mayor, en la zona que llamaban popularmente la costanilla, la impronta de unos pies sobre la nieve. Eran las huellas de algunos de los carmelitas descalzos que acababan de llegar a la ciudad dos semanas antes y cuyo convento quedaba cerca de allí28.
Esas pisadas conmovieron al joven Josemaría, y no solo por lo que significaban de sacrificio personal por parte de aquellos frailes. «Si otros hacen tantos sacrificios por amor de Dios –pensó–, ¿yo no voy a ser capaz de ofrecerle nada?»29. Le transmitieron un mensaje de perfiles confusos y dieron origen a un decisivo giro existencial.
«El Señor –escribía tiempo después– arrojó una semilla encendida en amor. Comencé a barruntar el Amor, a darme cuenta de que el corazón me pedía algo grande y que fuese amor [...]. Yo no sabía lo que Dios quería de mí, pero era, evidentemente, una elección»30.
«Llama la atención –me comentaba Flavio Capucci31 en Roma a finales de los setenta–, que un chico de quince o dieciséis años, se conmueva hasta ese punto y decida entregar su vida a Dios tras contemplar unas pisadas sobre la nieve, fruto del amor a Dios de una persona».
Independientemente de lo que se podría denominar «fenomenología de la gracia y de la acción de Dios en cada alma», para Capucci esta reacción pone de relieve que Josemaría había madurado en su vida espiritual de un modo llamativo para su edad, con disposiciones de entrega generosa hacia el Señor.
Aquella mañana de invierno, mientras triunfaba en el extremo del continente europeo una revolución que tendría terribles consecuencias a lo largo de aquel siglo, tuvo lugar en su alma una de esas experiencias trascendentales que llevan a los jóvenes –según Aardweg– a tomar decisiones que comprometen decisivamente su futuro. Fue, en cierto sentido, lo que Víctor Frankl denomina «un descubrimiento del sentido existencial de la propia vida».
Josemaría comentó en diversas ocasiones, de palabra y por escrito, que aquellas huellas fueron una «llamada de Dios»; pero, una llamada... ¿a qué? A una entrega plena en su servicio, de eso estaba seguro. Mejor dicho: era lo único de lo que estaba seguro.
¿Dónde y cómo? Lo ignoraba32.
El cambio ocurrió sin más: de repente y sin preámbulos, del mismo modo que lo experimentaron tantos conversos de la historia; entendiendo en este caso la palabra conversión en su sentido más amplio.
Escrivá no se había planteado hasta entonces una posible entrega a Dios. Como dibujaba con soltura y entendía los planos con cierta facilidad, pensaba ser arquitecto33. Su padre, sin embargo, prefería que fuese abogado; entre otras razones, porque los estudios de Derecho eran más baratos que los de Arquitectura.
«Yo nunca pensé en hacerme sacerdote, ni en dedicarme a Dios –decía–. No se me había presentado ese problema porque no era para mí. Más aún: me molestaba el pensamiento de poder llegar al sacerdocio algún día, de tal manera que me sentía anticlerical. Amaba mucho a los sacerdotes, porque la formación que recibí en mi casa era profundamente religiosa; me habían ayudado a respetar, a venerar el sacerdocio. Pero no para mí: para otros»34.
Podía haberse limitado a esperar una nueva luz de Dios; pero tomó una de esas «pequeñas decisiones» que adquieren una dimensión insospechada y trascendental con el paso del tiempo. Decidió ir a la iglesia del convento de los carmelitas recién refundado para confesarse con José Miguel de la Virgen del Carmen35, que fue posiblemente uno de los religiosos que dejaron aquellas huellas en la nieve36.
Aquel carmelita de treinta y tres años era un hombre de aspecto fornido y cordial. Las fotografías de aquel periodo le muestran sonriente, con una mirada penetrante tras unas lentes circulares. Habló con Josemaría y le animó a intensificar su vida cristiana. El joven Escrivá comenzó a ir a Misa a diario y a rezar con mayor piedad. Eso hizo que al cabo de tres meses, el religioso, al ver sus buenas disposiciones, le planteara la posibilidad de ingresar en la Orden del Carmen37.
Escrivá consideró la propuesta con seriedad. Pensó incluso el nombre que podía elegir en el caso de que se decidiera38. Pero pronto se dio cuenta de que Dios no le llamaba a la vida religiosa y conventual.
¿Qué podía hacer? ¿Ser sacerdote secular? «Vi con claridad que Dios quería algo pero no sabía qué era»39. El tiempo pasaba. Era ya la primavera de 1918 y, como recordaba años después, «aquello no era lo que Dios me pedía y yo me daba cuenta: no quería ser sacerdote para ser sacerdote, “el cura” que dicen en España. Yo tenía veneración al sacerdote, pero no quería para mí un sacerdocio así. En aquella época –y no ofendo a nadie– ser sacerdote era una especie de función administrativa. Las diócesis iban adelante como una máquina vieja, chirriando de vez en cuando, pero funcionaban». Explicaba a continuación que los Seminarios estaban llenos y los sacerdotes salían de allí para hacer su carrera. «Se comportaban bien y procuraban ir de una parroquia a otra mejor. El que estaba preparado hacía oposiciones a una canonjía; cuando pasaba el tiempo entraba en el Cabildo [...]. Y a mí todo eso no me interesaba»40.
Aunque no deseaba hacer carrera como cura, decidió iniciar los estudios eclesiásticos porque concluyó que era el mejor modo para «estar disponible» y llevar a cabo aquella misión, aún desconocida, que –estaba íntimamente convencido– el Señor le encomendaba.
Paradójicamente, y en contra de lo que suele suceder, no esperó a «ver más» para decidirse; tomó la iniciativa y decidió hacerse sacerdote, con la confianza de que Dios le mostraría su voluntad en el futuro.
No fue una decisión rápida, ni sencilla. Un breve comentario suyo pone de relieve hasta qué punto debió costarle: «Me resistí»41. «Yo distingo dos llamadas de Dios –escribía–: una, al principio, sin saber a qué, y yo me resistía. Después..., después ya no me resistí, cuando supe para qué»42.
* * *
Su padre se quedó perplejo cuando le comunicó sus planes:
—Pero, hijo mío, ¿te das cuenta de que no vas a tener un cariño en la tierra, un cariño humano? –le preguntó.
Fue explicándole lo que dejaba atrás si se hacía sacerdote, hasta que le dijo, mientras se le saltaban las lágrimas:
—Pero yo no me opondré.
«Fue la única vez –recordaba Josemaría– que le vi llorar»43.
Al transcribir este pasaje algunos biógrafos destacan la actitud abierta, de raíz cristiana, de este hombre que deja que su hijo tome sus propias decisiones –yo no me opondré–, tras mostrarle las dificultades humanas con las que se va a encontrar.
Pero la afirmación –fue la única vez que le vi llorar– dice mucho también del temple de este aragonés de cincuenta y dos años, prematuramente envejecido, que llevaba soportando desde hacía tanto tiempo una sucesión de penalidades. Y confirma que había hecho todo lo que estaba en su mano para que aquel conjunto de desgracias afectara lo menos posible a sus hijos.
La determinación de su único hijo varón significaba para él, entre otras cosas, que después de perder a tres de sus cuatro hijas y toda su hacienda, iba a carecer «de la continuidad de su apellido»; algo que para una persona nacida en el siglo XIX tenía una relevancia mayor que la que solemos imaginar en nuestros días.
Tras aquella conversación, lejos de «poner pruebas» o esperar a que se enfriara aquel «ardor juvenil», José Escrivá le puso en contacto con un sacerdote amigo suyo, Antolín Oñate, Abad de la Colegiata de la Redonda, para que le ayudara a discernir su camino vocacional.
Oñate le confirmó que la decisión de su hijo no era fruto de una emoción pasajera; y junto con otro sacerdote, Ciriaco Garrido44 –que fue, en palabras de Escrivá, uno de los primeros que «dieron calor» a su «incipiente vocación»45–, acordaron un plan: después de terminar el bachillerato en junio, Josemaría estudiaría durante el verano algunas asignaturas de Filosofía y Latín; y en octubre de aquel mismo año –1918– entraría en el Seminario de Logroño para hacer el primer curso de Teología como alumno externo.
Es decir: aunque aquella decisión contrariaba sus planes personales, José Escrivá –contento, por otra parte, al ver la generosidad de su hijo con Dios– puso todos los medios para ayudarle. Se entienden las palabras de Josemaría: «A él le debo la vocación»46.
Con la elección que había hecho el hijo mayor –en un tiempo en el que las madres de familia tenían un acceso muy limitado al mercado laboral–, los Escrivá ya no podrían contar con él para sacar la familia adelante. Solo quedaría en casa Carmen, que estudiaba el último curso de Magisterio.
Josemaría, consciente de esta situación, rogó al Señor que concediera a sus padres un nuevo hijo. Lo hizo una sola vez. Aparentemente, era una petición un tanto ingenua, porque habían pasado diez años desde el último parto de su madre.