La ley y la dama - Wilkie Collins - E-Book

La ley y la dama E-Book

Wilkie Collins

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  • Herausgeber: E-BOOKARAMA
  • Sprache: Spanisch
  • Veröffentlichungsjahr: 2023
Beschreibung

"La ley y la dama", novela escrita en 1875, constituye un hito destacado en la trayectoria de Wilkie Collins y con frecuencia ha sido considerada la novela más fascinante de su última etapa, en perfecta sintonia con la tradición de la gran literatura.

Resumen:
Pocos días después de su boda, Valeria Woodville descubre el inconfesable secreto que empaña el pasado de su esposo y que ahora amenaza con separarlos. Alentada por su amor, Valeria se dedicará por entero a investigar la verdad para restituir el honor de Eustace y salvar su matrimonio. Su empeño la llevará a adentrarse en un laberinto de complicaciones, y a asumir riesgos inusitados para una mujer de la Inglaterra victoriana.

De la mano de Valeria, el lector se sumerge rápidamente en la trama de la narración y descubre las grandezas y miserias de un mundo que, sin ser el nuestro, ha dejado una profunda impronta en la sociedad actual.

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Wilkie Collins

La ley y la dama

Tabla de contenidos

LA LEY Y LA DAMA

Al lector

Capítulo I: El error de la novia

Capítulo II: Los pensamientos de la novia

Capítulo III: Las arenas de Ramsgate

Capítulo IV: De vuelta a casa

Capítulo V: El descubrimiento de la dueña

Capítulo VI: Mi propio descubrimiento

Capítulo VII: El mayor Fitz-David

Capítulo VIII: El amigo de las mujeres

Capítulo IX: La derrota del mayor

Capítulo X: La búsqueda

Capítulo XI: El regreso a la vida

Capítulo XII: El veredicto escocés

Capítulo XIII: La decisión del hombre

Capítulo XIV: La respuesta de la mujer

Capítulo XV: Historia del juicio. Los preliminares

Capítulo XVI: Primera pregunta ¿La mujer murió envenenada?

Capítulo XVII: Segunda pregunta ¿Quién la envenenó?

Capítulo XVIII: Tercera pregunta ¿Cúal fue el móvil?

Capítulo XIX: Las pruebas de la defensa

Capítulo XX: El final del juicio

Capítulo XXI: Veo el camino

Capítulo XXII: El mayor pone dificultades

Capítulo XXIII: Mi suegra me sorprende

Capítulo XXIV: Miserrimus Dexter. Primera visión

Capítulo XXV: Miserrimus Dexter. Segunda visión

Capítulo XXVI: Más obstinación por mi parte

Capítulo XXVII: El señor Dexter en casa

Capítulo XXVIII: En la oscuridad

Capítulo XXIX: En la luz

Capítulo XXX: La acusación contra la señora Beauly

Capítulo XXXI: La defensa de la señora Beauly

Capítulo XXXII: Un ejemplo de mi sabiduría

Capítulo XXXIII: Un ejemplo de mi locura

Capítulo XXXIV: Gleninch

Capítulo XXXV: La profecía del señor Playmore

Capítulo XXXVI: Ariel

Capítulo XXXVII: Junto al lecho

Capítulo XXXVIII: El regreso

Capítulo XXXIX: Otra vez Dexter

Capítulo XL: ¡Justicia al fin!

Capítulo XLI: El nuevo carácter del señor Playmore

Capítulo XLII: Más sorpresas

Capítulo XLIII: ¡Al fin!

Capítulo XLIV: Nuestra nueva luna de miel

Capítulo XLV: El basurero revuelto

Capítulo XLVI: La crisis, aplazada

Capítulo XLVII: La confesión de la esposa

Capítulo XLVIII: ¿Qué más podía hacer?

Capítulo XLIX: Pasado y futuro

Capítulo L: El final de la historia

Notas

LA LEY Y LA DAMA

Wilkie Collins

Al lector

No creo necesario escribir un prefacio a este libro que ofrezco al lector. Solo pido que se tengan presentes ciertas verdades establecidas que, de vez en cuando, se olvidan al leer una obra de ficción. Agradecería que se recordase:

a) que las acciones de los seres humanos no siempre se rigen por las leyes de la razón pura;

b) que el ser humano (en especial si es mujer) no suele ofrecer su amor a los seres que más se lo merecen en opinión de los amigos;

c) que, por todo lo dicho, los personajes y los hechos más inverosímiles pueden, dentro de los límites de nuestra experiencia personal, ser personajes perfectamente naturales y hechos perfectamente probables.

Habiendo escrito estas breves líneas, ya he dicho todo lo necesario por ahora. Me despido cordialmente.

W. C.

Londres, 1 de febrero de 1875.

Capítulo I: El error de la novia

«Porque, desde el principio de los tiempos, las mujeres santas que confiaban en Dios se honraban sometiéndose a sus esposos; Sara obedecía a Abraham, llamándole señor, y también sus hijas y las hijas de sus hijas».

Con estas conocidas palabras mi tío, el reverendo Starkweather, puso fin a la ceremonia del matrimonio según el rito de la Iglesia anglicana. Luego, cerró su libro y me miró desde el altar, con una cariñosa expresión de interés en su ancha y colorada cara. Al mismo tiempo, mi tía, la señora Starkweather, de pie junto a mí, me dio unos suaves golpecitos en el hombro y me dijo:

—¡Ya estás casada, Valeria!

¿Por dónde vagaban mis pensamientos? ¿En qué se entretenía mi mente? Estaba tan confusa que me era difícil determinarlo. Me estremecí y miré al que ya era mi marido. El pobre parecía tan aturdido como yo. Creo que a los dos se nos había pasado por la cabeza la misma idea: ¿Era posible que, a pesar de la oposición de su madre a nuestra boda, fuéramos ya marido y mujer? Mi tía zanjó la cuestión con un nuevo golpecito en mi hombro.

—¡Cógete de su brazo! —susurró con el tono de una mujer que ha perdido la paciencia. Obedecí—. ¡Sigue a tu tío! —remachó.

Bien agarrada del brazo de mi marido, seguí al reverendo Starkweather y al vicario que le había ayudado en la ceremonia. Los dos clérigos nos condujeron a la sacristía.

La iglesia estaba en uno de esos tristes y sombríos barrios de Londres que se extienden entre la City y el West End. El día era gris; la atmósfera, húmeda y pesada, y nosotros componíamos un pequeño y melancólico cortejo digno del barrio triste y del día gris. A la ceremonia no habían asistido ni parientes ni amigos de mi marido. Su familia, por lo poco que yo sabía, no aprobaba nuestro enlace. En mi caso, solo mis tíos habían acudido a la boda, algo casi lógico teniendo en cuenta que mis padres habían muerto y que yo contaba con pocos amigos. Mi apreciado Benjamin, el anciano y fiel empleado de mi padre, había venido para «llevarme al altar», como se suele decir. Me conocía desde que era una niña, y cuando quedé huérfana, se había portado conmigo casi tan bien como un padre. Como es habitual, quedaba un último requisito: la firma en el registro matrimonial. En medio de la confusión del momento (y sin nadie que me avisara), cometí un error —ominoso, en opinión de mi tía—: firmé con mi apellido de casada, en lugar de escribir el de soltera.

—¡Cómo! —exclamó mi tío en tono bromista—. ¿Ya has olvidado tu apellido? ¡Bien! ¡Bien! Esperemos que nunca tengas que arrepentirte de haberte librado tan pronto de él. Inténtalo otra vez, Valeria, y ahora hazlo bien.

Con dedos temblorosos, taché la primera firma y escribí mi apellido de soltera: Valeria Brinton. Me quedó mal, como puede observarse.

Cuando le llegó el turno a mi marido, observé con sorpresa que también su mano temblaba, llevándole a trazar una muy pobre muestra de su firma habitual:

Luego se le pidió a mi tía que firmara como testigo; cumplió entre protestas.

—¡Un mal comienzo! —comentó, señalando con su pluma mi primera y desafortunada firma—. Coincido con mi marido. Espero que no vivas para lamentarlo.

Incluso entonces, en aquellos días de inocencia y de ignorancia, la curiosa ocurrencia fruto del carácter supersticioso de mi tía me produjo cierto desasosiego. Por eso, fue un consuelo sentir la presión reconfortante de la mano de mi marido, y resultó un alivio todavía mayor oír la voz afectuosa de mi tío deseándome felicidad al separarnos. El buen hombre había dejado su vicaría al norte del país (mi hogar desde la muerte de mis padres) con el solo propósito de celebrar mi boda. Mi tía y él habían dispuesto regresar en el tren de mediodía. Me rodeó con sus fuertes y grandes brazos y me dio un beso que debieron de oírlo todos los curiosos que esperaban a la salida de la iglesia.

—Te deseo mucha salud y felicidad, mi querida sobrina, de todo corazón. Ya tienes edad para elegir por ti misma, y —no se ofenda, señor Woodville, usted y yo somos amigos recientes— le ruego a Dios, Valeria, que sea para bien. Nuestro hogar estará triste sin ti; pero no me quejo, querida. Al contrario, si este cambio en tu vida te hace más feliz, me alegraré mucho. ¡Vamos! ¡Vamos! No llores ahora, o tu tía se enfurecerá, y a su edad eso no es bueno. Además, el llanto marchita la belleza. Sécate los ojos y mírate a ese espejo de ahí; ya verás como tengo razón. ¡Adiós, hijita, y que Dios te bendiga!

Tomó a mi tía del brazo y ambos salieron apresurados. A pesar de lo mucho que amaba a mi marido, no pude evitar que el corazón me diera un vuelco cuando vi alejarse a mis tíos, los queridos protectores de mis días de adolescente.

Le llegó luego el turno a Benjamin.

—Te deseo todo lo mejor, querida niña. No me olvides.

No dijo más; pero con estas palabras volvieron a mi mente los viejos tiempos en casa, cuando mi padre aún vivía. Entonces Benjamin cenaba con nosotros todos los domingos, y siempre aparecía con algún regalo para mí. Emocionada por esta evocación, estuve a punto de «marchitar mi belleza» (como había dicho mi tío) cuando acerqué la mejilla para que Benjamin me besara. Le oí suspirar, como si él tampoco esperase demasiado de mi vida futura.

La voz de mi marido me devolvió a la realidad y me llevó a pensar en cosas más agradables.

—¿Nos vamos, Valeria? —me preguntó.

Cuando salíamos, le detuve para seguir el consejo de mi tío. En otras palabras, para mirarme en el espejo que colgaba sobre la chimenea de la sacristía.

¿Qué imagen refleja?

El espejo muestra a una joven de veintitrés años, alta y esbelta. Pero no es en absoluto la clase de mujer que llama la atención por la calle, pues no tiene el típico pelo rubio ni las mejillas sonrosadas. Su pelo negro esta peinado en grandes rizos que parten de la frente (como si lo llevase así desde hace años para agradar a su padre), y recogido en un sencillo moño, similar al de la Venus de Medicis, que deja el cuello al descubierto. Su cutis es pálido, salvo en momentos de agitación violenta. Sus ojos, de un azul tan oscuro que parecen negros, están enmarcados por unas cejas de una bella forma, aunque demasiado oscuras y marcadas. La nariz es un poco aguileña y resulta excesivamente larga para aquellas personas difíciles de contentar en materia de narices. La boca, su mejor rasgo, posee una forma delicada y muy expresiva. En cuanto al rostro en conjunto, es demasiado alargado en su parte inferior, y demasiado ancho y corto en la zona de los ojos y la frente.

La imagen, tal como se refleja en el espejo, representa a una mujer de cierta elegancia, demasiado pálida y demasiado seria en los momentos de silencio; en resumen, una persona que no llama la atención de un observador ocasional a primera vista, pero que gana mucho en una segunda, e incluso, una tercera contemplación.

Por lo que respecta a su forma de vestir, la joven disimula a conciencia, en vez de proclamarlo, que se ha casado esa misma mañana. Lleva una falda y una túnica de lana de cachemir gris, rematadas con seda del mismo color; como complemento, luce un sombrero a juego, adornado con una pluma de muselina blanca y una rosa roja, cuyo color más alegre pone la nota de efecto contrastante al conjunto.

¿He logrado o no trazar una adecuada descripción de mi persona? No soy quién para decirlo; pero en todo caso he hecho lo posible por evitar dos vanidades: el desprecio y el elogio de mi aspecto físico. Por lo demás, bien o mal escrito, gracias a Dios ya está hecho.

¿Y a quién veo junto a mí en el espejo?

Es un hombre algo más bajo que yo y con la desgracia de aparentar más edad de la que tiene. Su frente presenta una calvicie prematura, y tanto la densa barba castaña como el largo bigote ya están tiñéndose de gris. No obstante, su rostro tiene el color que quisiera para el mío, y el vigor de su figura la querría para mí. Me contempla con los ojos (de color castaño claro) más tiernos y cálidos que he visto jamás en el rostro de un hombre, y posee una sonrisa dulce y amable. Sus modales, pausados, modestos y persuasivos, poseen un irresistible atractivo para las mujeres.

Cojea ligeramente al andar, a consecuencia de una herida sufrida hace años, cuando era soldado en la India, y lleva un bastón de bambú, con un curioso puño (su favorito) que le ayuda a ponerse de pie. Aparte de este pequeño defecto (si es que puede considerarse como tal), todo en él es armonioso y elegante. Precisamente, esa leve cojera al andar tiene —tal vez solo para mi parcial mirada— un cierto encanto, y resulta más agradable que los movimientos bruscos de otros hombres. Por último, y lo más importante de todo, ¡le amo!, ¡le amo!

Y este es el retrato de mi marido en el día de nuestra boda. El espejo me ha dicho todo lo que quiero saber; ahora por fin salimos de la sacristía.

El cielo, nublado ya desde la mañana, se ha oscurecido mientras estábamos en la iglesia, y ahora comienza a llover con fuerza. Fuera, los curiosos nos contemplan bajo sus paraguas mientras pasamos entre ellos y apresurados nos metemos en el coche. Sin saludos, sin sol, sin flores a nuestro paso, sin un gran banquete, sin discursos grandilocuentes, sin damas de honor, sin bendiciones del padre y de la madre: una triste boda, para qué negarlo, y (si mi tía no se equivoca) ¡un mal comienzo!

Habíamos reservado un compartimento en un tren. El mozo, diligente y pendiente de la propina, baja las persianas de las ventanas laterales del vagón para ocultarnos de las miradas indiscretas.

Después de lo que me parece una espera interminable, el tren se pone en marcha. Mi marido me rodea con su brazo, me atrae suavemente hacia él y me susurra, con un amor en su mirada que las palabras no aciertan a describir:

—¡Al fin!

Acaricio su cuello y mis ojos responden a los suyos. Nuestros labios se encuentran en un beso, largo y lento, el primero de nuestra vida de casados.

¡Cuántos recuerdos de ese viaje reviven a medida que escribo! Déjame, lector, que me seque los ojos y guarde el cuaderno por hoy.

Capítulo II: Los pensamientos de la novia

Llevábamos poco más de una hora de viaje, cuando se produjo en nosotros un cambio perceptible.

Sentados muy juntos, con mi mano entre las suyas y mi cabeza apoyada en su hombro, poco a poco nos fuimos quedando en silencio. ¿Es que ya habíamos agotado el limitado pero elocuente vocabulario del amor? ¿O habíamos decidido, por consentimiento tácito, tras disfrutar de la pasión que habla, pasar a la profundidad y el éxtasis de la pasión que piensa? Apenas puedo explicarlo; solo sé que llegó un momento en que, bajo alguna extraña influencia, nuestros labios se cerraron a la vez. Seguimos viajando, cada uno absorto en sus propias reflexiones. ¿Pensaba él tan solo en mí, como yo pensaba tan solo en él? Antes de que el viaje terminara, ya tenía mis dudas. Algo más tarde, me enteré de que sus pensamientos, bien alejados de su joven esposa, se centraban en su propia desgracia.

Para mí, en cambio, resultaba todo un lujo el placer secreto de saber que solo él llenaba mi mente mientras le sentía a mi lado.

Me vino entonces a la memoria el recuerdo de nuestro primer encuentro.

***

Cerca de la casa de mi tío, un famoso río truchero discurría, espumoso y brillante, por un barranco del páramo rocoso. Aquella tarde oscura y de fuerte viento, con el fondo de un cielo nublado, la puesta de sol teñía de rojo todo el oeste.

En un rincón del río, un remanso tranquilo y hondo junto a la orilla inclinada, un pescador solitario lanzaba su caña, en cuyo anzuelo había ensartado una mosca. Mientras tanto, en la parte más alta de la orilla, no visible para el pescador, una chica —yo misma— esperaba llena de ansiedad a que saliera la trucha.

Llegó el momento; el pez mordió el anzuelo.

Andando por el banco de arena de la orilla o (cuando la corriente cambiaba) por las aguas poco profundas que corrían sobre el lecho de rocas, el pescador seguía a la trucha capturada, al tiempo que dejaba ir el sedal y lo enrollaba nuevamente, en el difícil y delicado proceso de «agotar» al pez. Yo le seguía por la orilla, deseosa de ver en qué paraba aquella lucha de habilidad e ingenio entre el hombre y la trucha. Hacía tiempo que vivía con mi tío, el reverendo Starkweather, y él me había contagiado su entusiasmo por los deportes al aire libre, y sobre todo, por el arte de la pesca.

Caminando al mismo ritmo que el desconocido, con los ojos fijos en cada movimiento de su caña y del sedal, no prestaba atención al terreno desigual por el que caminaba, así que tropecé con un montículo de tierra de la orilla y me caí al agua.

La distancia era insignificante; el agua, poco profunda; el lecho del río, por suerte, era de arena. Aparte del susto y del remojón, por tanto, no tenía de qué quejarme. Al cabo de un momento ya estaba otra vez de pie y fuera del agua; avergonzada pero en suelo firme.

Pasó muy poco tiempo, pero el justo para que el pez se escapara. El pescador había oído mi grito instintivo de alarma y, dejando a un lado su caña, se había vuelto para ayudarme. Fue la primera vez que estuvimos frente a frente, yo en la orilla y él en el agua. Nuestras miradas se encontraron y creo, de verdad, que nuestros corazones se encontraron en ese mismo instante. Lo sé con certeza, porque nos olvidamos de la educación recibida y nos miramos en apasionado silencio.

Yo fui la primera en reaccionar. ¿Qué le dije? Apenas musité que no me había hecho daño y alguna otra tontería más; luego le insté para que volviera corriendo y tratara de recuperar el pez.

Él dio unos cuantos pasos, sin mucho interés, y enseguida regresó junto a mí, y sin el pez, naturalmente. Sabiendo lo decepcionado que se habría sentido mi tío en su lugar, me disculpé como pude. En mi deseo de hacerme perdonar me ofrecí incluso para enseñarle un recodo del río en donde podría intentarlo de nuevo; pero él no quiso ni oír hablar del asunto. Me sugirió que fuera a casa a cambiarme de ropa, y aunque no me importaba estar mojada, le obedecí sin saber por qué.

Se ofreció amablemente a acompañarme, aduciendo que el camino hacia la vicaría le quedaba de paso hacia su posada. En el trayecto me dijo que no había venido a esta región a pescar, sino principalmente, con el deseo de pasar unos días en un lugar pequeño y tranquilo donde hallar paz y sosiego. Me había visto varias veces desde la ventana de su habitación en la posada, y quiso saber si yo era la hija del vicario.

Le contesté que el vicario se había casado con la hermana de mi madre y que ambos habían ejercido de padres desde que quedé huérfana. Me preguntó si podría visitar al reverendo Starkweather al día siguiente, mencionando a un amigo suyo que, según creía, también tenía amistad con mi tío. Le invité a visitarnos como si la casa fuese mía. Estaba realmente hechizada por su voz y su mirada. A veces me había creído sinceramente enamorada; pero nunca, en compañía de un hombre, había experimentado las sensaciones que ahora despertaba en mí la presencia de este hombre.

Cuando él me dejó en casa tuve la impresión de que la noche caía súbitamente sobre el paisaje. Me apoyé en la verja de la vicaría. No podía respirar; no podía pensar; el corazón me latía con tal fuerza que parecía querer escaparse del pecho. ¡Y todo por un desconocido! Enrojecí de vergüenza; pero aun así, ¡me sentía tan feliz!

Y ahora, apenas unas semanas después de aquel primer encuentro, le tenía a mi lado. ¡Y era mío, mío para siempre! Alcé mi cabeza, apoyada en su pecho, para mirarle; al igual que un niño con un juguete nuevo, necesitaba asegurarme de que era realmente mío.

Mi esposo no se movió de su rincón. ¿Seguía absorto en sus pensamientos? ¿Estaba pensando en mí?

Volví a apoyar mi cabeza en su hombro suavemente, para no distraerle, y mi mente evocó una nueva escena de la galería dorada del pasado.

El escenario era el jardín de la vicaría. El momento: la noche. Nos habíamos citado en secreto.

Paseábamos despacio, a salvo de las miradas que pudieran dirigirnos desde la casa, por el bosquecillo de arbustos y bajo la luz de la luna que iluminaba la hierba.

Ya nos habíamos declarado nuestro amor y queríamos unir nuestras vidas para siempre. Nuestros proyectos e intenciones coincidían, y compartíamos las alegrías y las penas.

Aquella noche yo había salido al encuentro de Eustace bastante abatida, con el deseo de hallar consuelo en su presencia y ánimo en su voz. Él notó que suspiré cuando me abrazó y, dulcemente, alzó mi cabeza hacia la luz de la luna para leer en mi rostro lo que me preocupaba. ¡Cuántas veces había leído en él mi felicidad en los primeros días de nuestro amor!

—Traes malas noticias, ángel mío —dijo, apartándome el pelo de la frente mientras hablaba—. Veo aquí unas arrugas que revelan ansiedad y dolor. Ojalá te amara menos, Valeria.

—¿Por qué?

—Porque podría devolverte la libertad. Solo con dejar el lugar, tu tío se quedaría tranquilo y tú te verías libre de todas tus penas.

—¡No hables así, Eustace! Si quieres que olvide mis tristezas, dime que me quieres como nunca.

Él contestó con un beso, y vivimos un instante de exquisito olvido, un momento de deliciosa absorción mutua. Después, volví a la realidad, fortalecida y serena, recompensada por lo que había sufrido y dispuesta a sufrir de nuevo por otro beso. Dadle amor a una mujer y no habrá nada que ella no haga, sufra o arriesgue.

—¿Han puesto nuevos impedimentos a nuestra boda? —preguntó mientras reanudábamos el paseo.

—No, no es eso; por fin han reconocido que ya tengo edad para elegir por mí misma. Pero me han suplicado, Eustace, que te deje. Mi tía, a quien creía fuerte, ha llorado por primera vez desde que la conozco; y mi tío, siempre amable y bondadoso conmigo, se ha mostrado hoy más amable y bueno que nunca. Me ha dicho que, si insisto en ser tu esposa, no me dejará sola el día de la boda, que dondequiera que nos casemos, allí estará él para oficiar la ceremonia, y mi tía también asistirá a la boda. Pero él me ruega que considere seriamente lo que hago, y que consienta una breve separación entre nosotros mientras consulta a otras personas, ya que no tengo en cuenta su opinión. ¡Oh, amor mío, desean separarnos, como si fueras el peor y no el mejor de los hombres!

—¿Ha ocurrido algo, desde ayer, que haya hecho crecer su desconfianza? —preguntó.

—Así es.

—¿De qué se trata?

—¿Recuerdas que le hablaste a mi tío de un amigo común?

—Sí; el mayor Fitz-David.

—Mi tío le ha escrito.

—¿Por qué?

Pronunció esa pregunta con un tono tan diferente del habitual que su voz me pareció desconocida.

—¿No te enfadarás si te lo digo, Eustace? —le dije—. Mi tío, por lo que le conozco, decidió escribir al mayor por varios motivos, entre ellos, para preguntarle si conocía y le podía proporcionar la dirección de tu madre.

Eustace se detuvo en seco.

Yo hice una pausa, sintiendo que no podía aventurarme a ir más allá sin riesgo de ofenderle.

En honor a la verdad, la primera vez que Eustace le habló a mi tío de nuestro compromiso, su conducta había sido (si las apariencias no engañan) tan extraña como poco seria. El vicario, lógicamente, le había preguntado sobre su familia; y Eustace se había limitado a decir que su padre había muerto y, tras ciertas reticencias, había consentido, aunque no de muy buena gana, en anunciar el compromiso matrimonial a su madre. Nos contó que también ella vivía en el campo y nos dijo que iría a verla para hablarle de nuestra boda; pero en ningún momento mencionó su dirección.

Dos días más tarde Eustace había regresado a la vicaría con un mensaje sorprendente. Su madre no deseaba ofendernos, ni a mí ni a mis tíos, pero tanto ella como el resto de su familia desaprobaban el matrimonio de su hijo, por lo que rehusaban asistir a la ceremonia si Eustace insistía en mantener su compromiso con la sobrina del reverendo Starkweather.

Cuando se le pidió que explicara la razón de tan sorprendente e inexplicable reacción, Eustace se limitó a decir que su madre y sus hermanas esperaban que se casara con otra mujer; de modo que se habían sentido muy dolidas y decepcionadas al saber que él había elegido a una extraña. Por lo que a mí respecta, esta explicación resultó satisfactoria, y casi me pareció todo un cumplido; pues ponía de manifiesto la mayor influencia que yo ejercía sobre Eustace, algo que una mujer siempre recibe con placer.

Pero esa misma explicación no consiguió en absoluto satisfacer a mis tíos. El vicario expresó al señor Woodville el deseo de escribir a su madre, o mejor aún, de verla, para obtener directamente de ella una aclaración de su extraña conducta.

Eustace se negó obstinadamente a dar la dirección de su madre, afirmando que cualquier intento del vicario sería inútil. De esta actitud mi tío extrajo sus propias conclusiones, deduciendo que aquella misteriosa actitud de mi prometido respecto a su madre indicaba que algo iba mal. Rechazó de nuevo conceder mi mano a Eustace Woodville, y aquel mismo día escribió una carta a su amigo, el mayor Fitz-David, para averiguar algo más sobre mi prometido.

En estas circunstancias, hablar de los motivos de mi tío era aventurarme en terreno resbaladizo. Eustace me libró del apuro preguntándome algo que sí estaba en mi mano contestar.

—¿Ha recibido tu tío alguna respuesta del mayor Fitz-David?

—Sí.

—¿Te ha dejado leerla? —su voz se apagó al pronunciar esas palabras, y su rostro reveló una súbita inquietud que me dolió.

—Traigo la respuesta para enseñártela.

Casi me la arrancó de las manos, y sin la más mínima consideración, me dio la espalda para leerla a la luz de la luna. La carta era tan breve que se leía en apenas unos segundos. Yo podría haberla recitado de memoria; y soy capaz de repetirla ahora:

Querido Vicario:

El señor Eustace Woodville está en lo cierto al afirmar que es un caballero por nacimiento y por posición, y que hereda (según el testamento de su difunto padre) una renta de dos mil libras al año.

Queda a su disposición,

L AWRENCE F ITZ-D AVID.

—¿Puede alguien desear una respuesta más clara que esta? —preguntó Eustace, tendiéndome la carta.

—Si yo hubiera solicitado informes sobre ti —contesté— sería lo bastante clara.

—¿Y para tu tío no lo es?

—No.

—¿Qué te ha dicho?

—¿Por qué te preocupa tanto saberlo, amor mío?

—Necesito saberlo, Valeria. No debe haber secretos entre nosotros en este asunto. ¿Dijo algo tu tío cuando te mostró la carta del mayor?

—Sí.

—¿Qué fue?

—Mi tío me hizo observar que su carta constaba de tres páginas, y que la respuesta del mayor se limitaba a una frase. Dijo: «Debo ir a ver al mayor Fitz-David para hablar del asunto. Está claro que no le presta la debida atención. Le pedí la dirección de la madre del señor Woodville y él ha pasado por alto mi petición, al igual que ha evitado todo el asunto del matrimonio. Se limita deliberadamente al enunciado escueto de los bienes de tu prometido».

«Usa tu sentido común, Valeria. ¿No es esto una grosería más que notable por parte de un hombre que no solo es un caballero, por nacimiento y por educación, sino que es, además, amigo mío?».

Eustace me detuvo en este punto.

—¿Le respondiste a tu tío? —preguntó.

—No. Únicamente le dije que no entendía la conducta del mayor.

—Y él ¿qué respondió? Si me quieres, Valeria, dime la verdad.

—Empleó un lenguaje muy fuerte, Eustace. Pero no debes ofenderte; mi tío es un anciano.

—No me ofendo. ¿Qué te dijo?

—Dijo literalmente: «Fíjate en mis palabras, Valeria. Hay algo bajo la superficie, en relación con el señor Woodville o con su familia, que el mayor no tiene la libertad de contar. Interpretándola con propiedad, esta carta es una advertencia. Muéstrasela al señor Woodville y explícale, si quieres, lo que te acabo de decir».

Eustace me interrumpió otra vez.

—¿Estás segura de que esas fueron sus palabras? —preguntó, examinando atentamente mi rostro a la luz de la luna.

—Completamente. Pero yo no opino igual que él. ¡Te ruego que no lo pienses!

De repente, me estrechó en sus brazos y fijó sus ojos en los míos. Su expresión me asustó.

—Adiós, Valeria, mi amor —me dijo—. Intenta pensar bien de mí cuando estés casada con otro hombre más feliz.

¡Tenía la intención de dejarme! Me aferré a él, en una agonía de terror que me hizo temblar de la cabeza a los pies.

—¿Qué quieres decir? —pregunté tan pronto como pude hablar—. Soy tuya y solamente tuya. ¿Qué he dicho, qué he hecho para merecer esas terribles palabras?

—Debemos separarnos, ángel mío —contestó con tristeza—. Pero tú no tienes la culpa; es a mí a quien persigue la desgracia. ¡Mi Valeria! ¿Cómo puedes casarte con un hombre que es sospechoso para tus familiares y amigos más cercanos? Mi vida ha sido espantosa; nunca he hallado en ninguna otra mujer la comprensión, el dulce amor y la compañía que tú me has ofrecido. Por eso ¡no sabes cómo me duele perderte! ¡Qué duro me resulta volver a mi vida solitaria! Y sin embargo, debo hacer este sacrificio por ti, mi amor.

»No sé mejor que tú por qué esa carta es cómo es. Pero ¿me creería tu tío? ¿Me creerían tus amigos? ¡Un último beso, Valeria! Perdóname por haberte amado apasionadamente, devotamente. ¡Perdóname y deja que me vaya!

Le retuve, presa de una desesperación temeraria. Su mirada me puso fuera de mí; sus palabras me llenaron de una congoja delirante.

—Ve adonde quieras —dije—. ¡Pero yo iré contigo! Amigos, reputación, nada me importa; ni lo que pierdo ni a quién pierdo. ¡Oh, Eustace, solo soy una mujer! ¡No me vuelvas loca! No puedo vivir sin ti y voy a ser tu esposa. ¡Tengo que serlo!

Esas palabras irreprimibles fueron todo lo que me fue posible decir antes de que una tristeza infinita me hiciera estallar en sollozos y lágrimas.

Él se rindió. Me calmó con su cautivadora voz y borró mi angustia con suaves caricias. Luego puso al cielo por testigo de que iba a dedicarme su vida, y juró, con palabras tan solemnes como elocuentes, que su único pensamiento, noche y día, sería mostrarse digno de mi amor.

***

¿Acaso no había cumplido con nobleza su juramento? ¿No había seguido a la promesa comprometida en esa memorable noche la promesa hecha en el altar, ante Dios? ¡Ah, qué vida tan dichosa tenía ante mí! ¡Qué feliz me sentía!

Alcé de nuevo la cabeza para saborear el deleite de verle junto a mí. Mi vida, mi amor, mi marido. ¡Mío!

Apenas me recobré de los absorbentes recuerdos del pasado, volví a la amable realidad del presente, y rocé la mejilla de Eustace con la mía, susurrándole con dulzura:

—¡Cuánto te amo! ¡Cuánto te amo!

Al cabo de un instante, retrocedí, y mi corazón se detuvo. Posé una mano en mi cara. ¿Qué sentí en mi mejilla? (Yo no había estado llorando; era demasiado feliz). ¿Qué sentí en mi mejilla? ¡Una lágrima!

El rostro de Eustace miraba hacia otro lado. Con mis manos, le obligué a volverse hacia mi.

Le miré. Y vi a mi marido, en el día de nuestra boda, con los ojos llenos de lágrimas.

Capítulo III: Las arenas de Ramsgate

Eustace consiguió calmar mi inquietud; pero no puedo afirmar que lograra convencerme por completo.

Me dijo que había estado pensando en el contraste entre su vida pasada y la presente. A su memoria habían acudido amargos recuerdos de los años ya lejanos, y eso le había hecho dudar de su capacidad para hacerme feliz. Se preguntaba si no me habría conocido demasiado tarde; si no era ya un hombre amargado y destrozado por las decepciones y los desencantos de la vida. Dudas como estas, que cada vez le pesaban más, habían hecho brotar de sus ojos las lágrimas que yo había descubierto, lágrimas que ahora, por mis súplicas y mi amor hacia él, trataba de hacerme olvidar para siempre.

Le perdoné, le conforté, le di ánimos, pero el recuerdo de lo que había presenciado me preocupaba en secreto; había momentos en los que me preguntaba si de verdad mi marido tenía plena confianza en mí, como yo la tenía en él.

Nos bajamos del tren en Ramsgate, ciudad de veraneo que ahora estaba casi desierta, pues la temporada ya había terminado. Nuestro viaje de novios incluía un crucero por el Mediterráneo en el yate que un amigo le había prestado a Eustace. A los dos nos gustaba mucho el mar, y además, teniendo en cuenta las circunstancias en que nos habíamos casado, deseábamos pasar inadvertidos. Con este propósito, y tras la boda íntima en Londres, habíamos decidido encontrarnos en Ramsgate con el patrón del yate. En el puerto, terminada la temporada turística, podíamos embarcar a solas, a diferencia de lo que ocurriría si hubiésemos ido a la Isla de Wight. Transcurrieron tres días, días de deliciosa soledad, de exquisita felicidad, que nunca olvidaremos, y que jamás se volverán a repetir en toda nuestra vida.

En la mañana del cuarto día, poco antes del amanecer, tuvo lugar un incidente insignificante que, no obstante, creo digno de mención por lo extraño que me resultó y por lo que me afectó.

De forma súbita e inexplicable, desperté de un sueño profundo con una sensación de nerviosismo que afectaba a todo mi ser, algo que nunca antes había experimentado. En mis años en la vicaría, mi fama de dormilona había dado pie a numerosas bromas inofensivas, pues desde que recostaba la cabeza en la almohada hasta que la doncella llamaba a la puerta, no sabía lo que era despertarme. En cualquier época del año disfrutaba de un reposo largo e ininterrumpido, como el de un niño. Y ahora estaba despierta, sin una causa objetiva y varias horas antes de lo habitual.

Traté de conciliar el sueño de nuevo; pero fue inútil. Me sentía tan desasosegada que no era capaz de permanecer en la cama. A mi lado, mi marido dormía profundamente. Temiendo molestarle, me levanté. Me puse la bata y las zapatillas, y me acerqué a la ventana.

El sol comenzaba a elevarse sobre un mar gris y en calma. Durante unos instantes, el majestuoso espectáculo que tenía a la vista ejerció un efecto sedante en mi estado de agitación. Pero enseguida volví a notar el mismo desasosiego. Recorrí despacio la habitación, hasta que me cansé de la monotonía del ejercicio. Cogí un libro y lo dejé. No podía concentrarme; el autor no consiguió retener mi atención.

Me acerqué a Eustace, y le admiré en su reposo tranquilo. Regresé a la ventana, pero la hermosa mañana ya no me atraía. Me senté delante del espejo y me contemplé. ¡Qué ojerosa y cansada estaba por haberme despertado antes de tiempo! Me levanté otra vez, sin saber qué hacer. El encierro entre las cuatro paredes de la habitación se me hacía insoportable, así que abrí la puerta que conducía al vestidor de mi marido y entré en él, con la esperanza de que el cambio de ambiente me aliviara.

Lo primero que vi fue su maletín de aseo, abierto sobre el tocador.

Saqué los frascos, los cepillos, los peines, la navaja y las tijeras de uno de los compartimentos, y los objetos de escribir del otro. Olí los perfumes y las cremas. Limpié cuidadosamente los frascos con mi pañuelo a medida que los iba sacando. Poco a poco, fui vaciando del todo el maletín. Estaba forrado de terciopelo azul, y en una esquina vi una cinta de seda del mismo color. Tirando de ella y levantándola, descubrí un doble fondo que ocultaba un compartimento secreto para cartas y documentos. Dada mi rara manera de ser —curiosa e inquisitiva— me atraía sacar los papeles, como había hecho con todo lo demás.

Hallé unas facturas, que no tenían el menor interés; unas cartas, que no es necesario que diga que aparté (aunque después de mirar las direcciones), y debajo de todo, una fotografía, colocada boca abajo y con unas palabras escritas al dorso: A mi querido hijo, Eustace.

¡Su madre! ¡La mujer que tan obstinada y despiadadamente se había opuesto a nuestro matrimonio!

Llena de ansiedad, di la vuelta a la foto, esperando ver a una mujer de mal carácter y con un semblante duro y severo. Para mi sorpresa, su rostro mostraba el rastro de una gran belleza, y su expresión, aunque denotaba firmeza, todavía conservaba atractivo, ternura y amabilidad. La dama lucía un elegante sombrero con un sencillo lazo, y el pelo gris le caía a ambos lados de la cabeza, formando unos curiosos rizos pasados de moda. En un extremo de la boca se veía una marca, tal vez un lunar, que añadía una nota característica a su rostro.

Contemplé atentamente el retrato, tratando de retenerlo en mi mente. Esta mujer, que casi nos había insultado a mis tíos y a mí, era, más allá de toda duda o discusión y si las apariencias no engañan, una persona que poseía un atractivo poco corriente, alguien a quien sería un placer y un privilegio conocer.

Medité sobre mi hallazgo. Aquella fotografía me había tranquilizado como nada hasta entonces lo había hecho.

Las campanadas del reloj del hall me advirtieron del paso del tiempo. Con sumo cuidado, fui guardando todos los objetos (comenzando por la foto) en el maletín, exactamente tal y como los había encontrado; luego regresé al dormitorio. Mientras contemplaba a mi marido, dormido plácidamente, me vino a la mente una pregunta: ¿Cuál sería la causa de que su madre, una mujer de aspecto tan agradable, quisiera separamos cruelmente? ¿Por qué desaprobaba nuestro matrimonio de forma tan fría y despiadada?

¿Podía preguntárselo a Eustace cuando se despertara? No; no me atrevía a ir más lejos. Habíamos acordado que no hablaríamos de su madre, y además, podía enfadarse si se enteraba de que había abierto el compartimento privado de su maletín.

Esa mañana, después del desayuno, tuvimos al fin noticias del yate. Ya había llegado a puerto y el patrón esperaba recibir las órdenes de mi marido.

Eustace vaciló al pedirme que le acompañara al barco. Tenía que examinar el inventario y decidir diversas cuestiones, carentes de interés para una mujer, relacionadas con los planes de ruta, barómetros, provisiones y agua. Me preguntó si no prefería quedarme y esperar hasta que él volviera. El día era muy hermoso y la marea estaba bajando, así que mostré mi deseo de dar un paseo por la arena, y la dueña del hotel, que estaba en ese momento en la sala, se ofreció para acompañarme. Acordamos pasear por la playa en dirección a Broadstairs, donde Eustace se reuniría con nosotras tras haberlo dispuesto todo en el yate.

Media hora más tarde, la dueña y yo salimos hacia la playa.

El panorama de aquella agradable mañana de otoño era encantador: la fuerte brisa, el cielo brillante, el mar de un azul intenso, los acantilados soleados y la arena tostada a su pie, la procesión de barcos deslizándose en la gran carretera marina del Canal de la Mancha, todo era tan estimulante, tan delicioso, que creo de verdad que, de haber estado sola, hubiera bailado de gozo como una niña. El único obstáculo para la felicidad completa era la lengua incansable de la dueña del hotel, una mujer descarada, bonachona y cabeza hueca que no paraba de hablar, tanto si la escuchaba como si no, y que tenía la mala costumbre de llamarme «señora Woodville», en vez de «señora», lo que me parecía excesivamente familiar; parecía querer demostrar la igualdad entre su posición y la mía. Llevábamos, según creo, más de media hora paseando, cuando alcanzamos a una señora que nos precedía. En el momento en que nos disponíamos a adelantarla, sacó un pañuelo de su bolso y, sin darse cuenta, dejó caer una carta en la arena. Yo estaba muy cerca, la recogí y se la devolví.

Cuando se volvió para agradecérmelo, me quedé paralizada. ¡Era el original del retrato del maletín! ¡Era la madre de Eustace, cara a cara! Reconocí los originales rizos grises, la expresión suave y afable, el lunar en un extremo de la boca. Imposible equivocarse: ¡era su madre en persona!

La anciana, como es natural, atribuyó erróneamente mi confusión a la timidez, y con gran tacto y amabilidad, entabló conversación conmigo. Al cabo de un minuto, yo caminaba junto a la mujer que me había repudiado como miembro de su familia. Me sentía, lo confieso, terriblemente desconcertada, y no sabía si debía o no asumir la responsabilidad, en ausencia de mi marido, de decirle quién era yo.

Al cabo de otro minuto, la campechana dueña del hotel, situada al otro lado de mi suegra, decidió por mí la cuestión. Se me ocurrió decir que ya debíamos de estar cerca de Broadstairs.

—¡Oh no, señora Woodville! —gritó la irresponsable mujer, llamándome por mi apellido, como solía hacer—. ¡Nada de eso!

Con el corazón palpitando con fuerza, miré a la anciana.

Para mi completa sorpresa, su rostro no reveló ni la más mínima muestra de reconocimiento. ¡La anciana señora Woodville siguió hablando con la joven señora Woodville con tanta tranquilidad como si en su vida hubiera oído su propio apellido!

Mi cara y mis gestos debieron delatar mi agitación, pues mirándome mientras hablaba, la señora se detuvo y me dijo con amabilidad:

—Me temo que ha hecho usted demasiado ejercicio. Está muy pálida y parece exhausta. Venga, siéntese aquí y deje que le ofrezca mi frasco de sales.

La seguí, impotente, hasta la escollera, donde unos bloques de pizarra que se habían desprendido cumplieron su papel de asientos. Apenas oía la voz preocupada de la dueña del hotel. Con un gesto mecánico, acepté el frasco de sales que me tendía la madre de mi marido, después de haber escuchado su nombre, como detalle amable para con una desconocida.

Si hubiera pensado solo en mí, creo que habría pedido una explicación en el acto. Pero debía pensar en Eustace. Ignoraba por completo la clase de relación, amistosa u hostil, que existía entre su madre y él. ¿Qué podía hacer?

Mientras tanto, la anciana señora seguía hablándome con comprensión y delicadeza. Ella también estaba fatigada, dijo. Había pasado una noche agotadora junto al lecho de una pariente cercana que llevaba una temporada en Ramsgate.

Justo el día anterior había recibido un telegrama que le anunciaba que una de sus hermanas estaba gravemente enferma. Y como ella todavía era, gracias a Dios, una mujer activa y fuerte, había creído su deber partir cuanto antes para Ramsgate. Por la mañana, el estado de la enferma había mejorado.

—El médico me ha asegurado, señora, —dijo mi suegra— que no hay peligro inmediato, y he pensado que me sentaría bien un largo paseo por la playa, después de la noche en vela.

Yo oía las palabras, comprendía su significado, pero aún estaba demasiado aturdida e intimidada por la extraña situación creada como para seguir la conversación. La dueña del hotel fue la siguiente en hablar, y esta vez hizo una sugerencia sensata.

—Ahí viene un caballero —me dijo, señalando en dirección a Ramsgate—. Usted no puede volver así. ¿Quiere que le pidamos a ese caballero que nos envíe un coche desde Broadstairs?

El caballero se iba aproximando, y la dueña del hotel y yo le reconocimos enseguida; era Eustace, que venía a reunirse con nosotras, tal y como habíamos quedado. La irresponsable dueña dio rienda suelta a la expresión de sus sentimientos:

—¡Oh, señora Woodville, qué suerte la nuestra! ¡Es el señor Woodville en persona!

De nuevo miré a mi suegra. Y de nuevo vi que aquel apellido, su propio apellido, no le producía el más mínimo efecto. Su vista no era tan aguda como la nuestra, por lo que aún no había reconocido a su hijo. Pero él sí la había visto. Se detuvo estupefacto. Después, avanzó con el semblante pálido, la emoción contenida y la mirada fija en su madre.

—¿Tú aquí? —le dijo.

—¿Cómo estás, Eustace? —preguntó ella tranquilamente—. ¿También tú has sabido de la enfermedad de tu tía? ¿Sabías que estaba en Ramsgate?

Él no contestó. La dueña del hotel, sacando las inevitables conclusiones de las palabras que acababa de oír, nos miró a mi suegra y a mí con tal estupor que hasta su lengua se quedó paralizada. Yo observé fijamente a mi marido, esperando su reacción. Si hubiera tardado más en presentarme a su madre, habría cambiado el curso de mi vida. Le habría despreciado.

Pero no vaciló. Vino junto a mí y me cogió la mano.

—¿Sabes quién es? —le preguntó a su madre.

Ella me miró y asintió con una suave inclinación de cabeza.

—Una dama que he conocido en la playa, Eustace, y que, muy amablemente, me devolvió una carta que se me había caído. Creo recordar que su nombre era… —se volvió a la dueña del hotel—. ¿Señora Woodville?

Los dedos de mi marido, inconscientemente, presionaron mi mano con tal fuerza que me hizo daño. Después, Eustace informó a su madre, sin vacilación ni cobardía, justo es decirlo.

—Madre —le dijo con mucha tranquilidad—. Esta señora es mi esposa.

Si hasta ese momento había permanecido sentada, mi suegra se levantó ahora lentamente y se enfrentó a su hijo en silencio. A su rostro asomó una primera expresión de sorpresa, seguida por la mirada más indignada y llena de desprecio que haya visto jamás en ninguna mujer.

—Pues compadezco a tu esposa —dijo.

Con estas palabras, y ni una más, movió la mano en señal de despedida y continuó su paseo como la habíamos encontrado, sola.

Capítulo IV: De vuelta a casa

Nos quedamos solos. Tras un momento de silencio, Eustace habló.

—¿Te sientes con fuerzas para regresar caminando? —me dijo—; ¿o prefieres que vayamos hasta Broadstairs y volvamos en tren a Ramsgate?

Hizo esta pregunta con tanta serenidad y compostura que parecía que nada extraordinario hubiese pasado. Pero los ojos y el temblor de sus labios dejaban translucir un intenso sufrimiento.

Aquel hecho tan fuera de lo común que acababa de vivir, lejos de restarme ánimos, me había devuelto el autodominio. La extraña conducta de la madre de mi marido, después de que Eustace me presentara, había herido mi amor propio y había hecho crecer mi curiosidad hasta extremos insospechados. ¿Cuál era el secreto que le había llevado a despreciar a su hijo y a compadecerme? ¿Cuál era la razón de su incomprensible indiferencia tras oír pronunciar dos veces mi nombre? ¿Por qué se había ido, como si la idea de permanecer con nosotros le resultara horrenda? El máximo interés de mi vida era aclarar este misterio. ¿Caminar? Estaba tan impaciente y expectante que me sentía capaz de andar hasta el fin del mundo con tal de seguir al lado de mi marido y preguntarle todo lo que me intrigaba.

—Estoy mejor —dije—. Volvamos como hemos venido, a pie.

Eustace miró de reojo a la dueña del hotel. Ella le entendió.

—No quiero molestarles, señor —dijo bruscamente—. Tengo que hacer unos recados en Broadstairs, y como estoy tan cerca, aprovecharé para ir ahora. Buenos días, señora Woodville.

Pronunció mi nombre con énfasis y, antes de marcharse, me dirigió una significativa mirada que con la preocupación de entonces no logré entender; pero no era el momento de preguntarle qué quería decir. Con una pequeña reverencia dirigida a Eustace, se fue como mi suegra se había ido, camino de Broadstairs y andando deprisa.

Al fin estábamos solos.

No dudé un instante, y comencé mi interrogatorio sin derrochar tiempo en palabras inútiles ni circunloquios. Le pregunté a Eustace en los términos más precisos:

—¿Qué significa la conducta de tu madre?

En vez de contestar, mi esposo estalló en un ataque de carcajadas, tan altas, tan groseras, tan distintas de las que normalmente brotaban de sus labios que me dejó paralizada en la arena, muy disgustada.

—¡Eustace! ¿Qué te pasa? ¡Me estás asustando!

No me hizo el menor caso. Parecía pensar en algo muy divertido.

—¡Digno de mi madre! —exclamó, como si se sintiera encantado por una feliz y divertida ocurrencia—. ¡Cuéntame todo lo que sepas, Valeria!

—¿Contarte yo a ti? —repetí—. Después de lo ocurrido, seguramente eres tú quien debe iluminarme.

—¿No ves que es una broma?

—No solo no acierto a entender la broma, Eustace, sino que te pido una explicación seria que justifique el lenguaje y la conducta de tu madre.

—¡Querida Valeria! Si conocieras a mi madre tan bien como yo, la última cosa que esperarías de mí sería una explicación seria de su conducta. ¡Tomar en serio a mi madre! —y volvió a estallar en carcajadas—. ¡Querida! ¡No sabes cómo me diviertes!

Todo aquello resultaba falso, poco natural. ¡Él, el más delicado, el más refinado de los hombres —un caballero en el más noble sentido de la palabra— se comportaba ahora como un tipo grosero, ruidoso y vulgar! Mi corazón se llenó de una aprensión repentina, que, a pesar de lo que le amaba, me era imposible evitar. Con inquietud y alarma, me pregunté: «¿Está empezando a decepcionarme mi marido? ¿Está interpretando una mala comedia cuando no llevamos ni una semana de casados?».

Opté por ganarme su confianza con otros recursos. Era evidente que él estaba dispuesto a imponerme su punto de vista. Yo, por mi parte, decidí aceptarlo.

—Dices que no entiendo a tu madre —añadí con tacto—. ¿Podrías ayudarme a conocerla?

—No es fácil ayudarte a entender a una mujer cuando ni ella misma se entiende —contestó—. Pero lo intentaré. La clave está en su carácter; mi pobre y querida madre es, en una palabra, una excéntrica.

Si hubiera querido elegir la palabra menos apropiada de todo el diccionario para definir a la mujer que acababa de conocer en la playa, esa palabra hubiera sido «excéntrica». Hasta un niño podía ver que Eustace trataba de ocultar la verdad con una explicación trivial.

—Fíjate en lo que te digo —continuó— y, si quieres entender a mi madre, haz lo que te he pedido hace un instante y cuéntame todo lo que ha ocurrido. ¿Cómo empezasteis a hablar?

—Ya te lo contó tu madre, Eustace. Yo iba andando detrás de ella, cuando accidentalmente se le cayó una carta…

—Nada de accidentalmente —me interrumpió—. Ella tiró la carta deliberadamente.

—¡Imposible! —exclamé—. ¿Por qué iba a hacer tal cosa?

—Usa la clave de su carácter, querida. ¡Excentricidad! Este ha sido el ardid que ha ingeniado mi madre para conocerte.

—¿Conocerme? Te acabo, de decir que yo iba detrás de ella. No tenía ni idea de mi existencia hasta que yo me acerqué a devolverle la carta.

—Eso es lo que tú supones, Valeria.

—Estoy en lo cierto.

—Discúlpame, amor mío, pero tú no conoces a mi madre tan bien como yo.

Empecé a impacientarme con él.

—¿Quieres darme a entender que tu madre ha ido hoy a la playa con el expreso propósito de conocerme?

—No tengo ni la más mínima duda —respondió Eustace con calma.

—¡Pero si ni siquiera reconoció mi nombre! —estallé—. Por dos veces la dueña del hotel me llamó señora Woodville en presencia de tu madre, y te declaro, bajo mi palabra de honor, que no causó la menor impresión en ella. Me miró y actuó como si en su vida hubiese oído su propio apellido.

—«Actuó», esa es la palabra adecuada —dijo mi marido, tan tranquilamente como antes—. Las actrices no son las únicas mujeres que actúan. Mi madre pretendía conocerte y ganarse tu confianza sin que tú supieras su identidad. ¡Es tan propio de ella dar rodeos con tal de satisfacer su curiosidad sobre la nuera que desaprueba! Si yo no hubiera aparecido, te habría sometido a examen, interrogándote sobre ti y sobre mí; y tú, inocentemente, le habrías respondido sin sospechar nada, como quien le habla a un conocido agradable. ¡Así es mi madre! ¡Reconozco su estilo en cada detalle!

»Recuerda que ella es tu enemiga, no tu amiga: no busca tus virtudes, sino tus defectos. ¡Y no entiendes por qué ni se inmutó al oír tu nombre! ¡Pobre inocente! Recuerda: hasta que yo os presenté y aclaré la confusión, solo veías el lado bueno de mi madre. Pero después viste cómo se enfadó, y ahora ya sabes por qué.

Se calló y yo no añadí nada más. Sus palabras me habían sumido en el dolor, y en una abrumadora mezcla de desilusión y rabia. El ídolo de mi adoración, el compañero, el guía y protector de mi vida, ¿había caído tan bajo?, ¿se rebajaba a esos infundios desvergonzados? ¿Había una sola palabra verdadera en todo lo que había dicho? ¡Sí! Si yo no hubiera descubierto el retrato de su madre, no habría sabido ni sospechado quién era esa señora. El resto era todo mentira, una sarta de torpes mentiras, que, al menos, decía algo en favor de Eustace: que no estaba acostumbrado ni a la falsedad ni al engaño. ¡Dios mío! Si tenía que creer a mi marido, su madre nos había seguido a Londres, a la iglesia, a la estación y a Ramsgate. Afirmar que me conocía de vista como la mujer de su hijo, que me había esperado en la playa y que había tirado la carta con el propósito expreso de conocerme era afirmar que todas y cada una de esas monstruosas improbabilidades eran hechos ciertos.

No pude decir nada más. Caminaba a su lado en silencio, tristemente convencida de que el secreto de su familia había abierto un abismo entre mi esposo y yo. Si no en cuerpo, al menos en espíritu ahora estábamos separados. ¡Y solo hacía tres días escasos que nos habíamos casado!

—Valeria. ¿No tienes nada que decirme?

—Nada.

—¿No te ha satisfecho mi explicación? —preguntó con un ligero temblor en la voz.

Por primera vez desde que estábamos hablando, su tono era el que yo asociaba con los estados de ánimo que ya le conocía. Entre los cientos de miles de influencias misteriosas que un hombre ejerce sobre la mujer que le ama, no creo que haya una más irresistible que la de su voz. Yo no soy una mujer que llore ante la mínima provocación; supongo que no es propio de mi carácter. Pero cuando noté ese ligero cambio en su tono, mi mente regresó (no sé por qué) a los días felices en que por vez primera le confesé mi amor. Entonces no pude contenerme y me eché a llorar. Eustace se detuvo, me cogió de la mano y trató de mirarme.

Yo seguí cabizbaja y con la mirada fija en el suelo. Me sentía avergonzada de mi propia debilidad y mi falta de valor, pero estaba decidida a no mirarle.

El silencio se prolongó hasta que, súbitamente, mi esposo cayó de rodillas ante mí, dando un grito de desesperación que me cortó como un cuchillo.

—¡Valeria! ¡Soy un hombre despreciable, falso e indigno de ti! No creas ni una sola palabra de lo que te he dicho. ¡Todo son mentiras, cobardes y viles mentiras! No sabes por lo que he tenido que pasar ni los sufrimientos a los que me he visto sometido. ¡Amor mío, no me desprecies! No sabía lo que hacía cuando te hablé como lo hice. Parecías tan herida, tan ofendida que yo no sabía qué hacer; he querido ahorrarte el dolor, he querido evitarlo restándole importancia a lo ocurrido. ¡Por Dios, no me pidas que te diga nada más! ¡Amor mío, ángel mío! Es algo entre mi madre y yo. Pero no te inquietes; no es nada que te afecte.

»Te quiero, te adoro; mi corazón y mi alma son tuyos. Conténtate con esto y olvida lo ocurrido, por favor. Jamás volverás a ver a mi madre. Saldremos de aquí mañana; partiremos en el yate. ¿Qué importa donde vivamos, si vivimos el uno para el otro? ¡Oh, Valeria, Valeria, perdona y olvida!

Su rostro y su voz revelaban una tristeza indescriptible. Recuerda esto, lector. Y recuerda que le amaba.

—Es fácil perdonar —le respondí con tristeza—. Por ti y por tu amor, Eustace, también intentaré olvidar.

Diciendo esto, le alcé con suavidad. Él me besó las manos, como un hombre humillado que no se atreve a expresar su gratitud con familiaridad. Mientras comenzábamos a andar despacio, nos sumimos en un silencio tan violento que tuve que buscar un tema de conversación para romper aquella tensión, como si estuviera en compañía de un desconocido. Compadeciéndole, le pedí a Eustace que me hablara del yate.

Él se aferró a aquel tema como un náufrago se agarra al brazo que le rescata. Durante todo el camino de regreso, habló, habló y habló del barco, como si su vida dependiera de ello. Me apenaba oírle, y podía percibir su pesar al tener que forzar de aquel modo su naturaleza y sus costumbres —era un hombre silencioso y pensativo—. Haciendo un gran esfuerzo, me mantuve serena hasta que llegamos a la puerta de la casa en que nos alojábamos. Allí, con el pretexto de que me sentía muy cansada, le pedí que me dejara descansar un rato en la soledad de mi habitación.

—¿Partimos mañana? —me preguntó de repente, mientras yo subía la escalera.

¿Partir hacia el Mediterráneo al día siguiente con él? ¿Pasar semanas y semanas completamente a solas con él, en los estrechos límites del barco, con el horrible secreto que se interponía entre nosotros separándonos más cada día? Me estremecí solo de pensarlo.

—Mañana es demasiado pronto —le dije—. ¿Puedes darme algo más de tiempo para prepararlo todo?

—Sí, tómate todo el tiempo que gustes —contestó de mala gana—. Mientras tú descansas, creo que iré otra vez al yate. Quedan un par de cosas pendientes. ¿Hay algo que pueda hacer por ti antes de irme, Valeria?

—Nada, Eustace. Gracias.

Salió apresurado hacia el puerto. ¿Le asustaba quedarse solo en casa? ¿Era mejor que ninguna la compañía del patrón del yate? Era inútil hacerse preguntas. ¿Qué sabía yo de él o de sus pensamientos? Subí y me encerré en mi habitación.

Capítulo V: El descubrimiento de la dueña

Me senté en la cama tratando de recobrar los ánimos. Ahora o nunca debía decidir qué hacer con respecto a mi marido y a mí misma.

El esfuerzo me superaba; agotada tanto mental como físicamente, era incapaz de pensar. Pero, por otro lado, sentía que si dejaba las cosas tal cual estaban ahora, jamás podría borrar la sombra que se cernía sobre nuestra reciente vida de casados que tan bien había comenzado. Podríamos limitarnos a vivir juntos para mantener las apariencias; mas olvidar lo que había sucedido o conformarme con mi situación significaba ir más allá del poder de mi voluntad.

Mi tranquilidad como mujer, y quizá mi máximo interés como esposa, dependían de que pudiera aclarar la misteriosa conducta de mi suegra y descubrir el verdadero sentido de las palabras llenas de dolor y reproche que mi esposo me había dirigido cuando volvíamos a casa. Tenía que clarificar mi situación, sin ir más allá; pero cada vez que me preguntaba qué camino tomar, mi mente se llenaba de confusión y de duda, y yo me transformaba en la más indefensa e indecisa de las mujeres.

Al fin abandoné la lucha. Presa de una torpe y obstinada desesperación, me eché en la cama y, vencida por el cansancio, caí en un sueño intranquilo y varias veces interrumpido.

Me despertó un golpe en la puerta del dormitorio.

¿Sería mi marido? Me incorporé sobresaltada por esa idea. ¿Pondría de nuevo a prueba mi paciencia y mi fortaleza? Nerviosa e irritada, pregunté quién era.

Me contestó la voz de la dueña del hotel.

—¿Puedo hablar con usted un momento, por favor?

Abrí la puerta. A pesar de amarle tanto y de haber dejado casa y amigos por él, no puedo ocultar que fue un alivio saber que Eustace aún no había regresado a casa.

La dueña entró y tomó asiento junto a mí sin esperar a que se lo indicara. Ya no le bastaba tratarme como a su igual; subiendo otro peldaño de la escala social, se había colocado a la altura de la clase alta y me dirigió una mirada caritativa y protectora, como si yo fuera digna de lástima.

—Acabo de regresar de Broadstairs —empezó a decir—. Espero que usted me haga la justicia de creer que lamento sinceramente lo sucedido.

Me limité a asentir, sin decir nada.

—Aunque rebajada por las desgracias familiares a regentar un hotel —prosiguió la dueña—, yo también pertenezco a una buena familia; soy una dama, y como tal, siento simpatía por usted. Es más, me atrevo a decir que no la culpo. No, no. Me di cuenta de que la conducta de su suegra la sorprendió y la afectó tanto como a mí. Y ya es decir.

»Sin embargo, he de cumplir un deber, y por más que resulte desagradable, no deja de ser un deber. Soy soltera, no porque me faltaran oportunidades de cambiar de estado, ¿comprende?, sino por propia elección. En mi situación, solo recibo en mi casa a personas respetables, por lo que no puede haber misterios en la vida de mis huéspedes. La situación misteriosa de un huésped supone… ¿cómo le diría?, una cierta mancha. Muy bien; ahora apelo a su sentido común. ¿Puede una persona en mi situación exponerse a una mancha? No es mi intención ofenderla. Le hago estas observaciones con espíritu cristiano y fraterno; y usted, siendo una dama (incluso me atrevo a decir que una dama cruelmente tratada), seguro que entenderá…

No pude soportarlo más. La interrumpí justo ahí.

—Comprendo —le dije en tono cortante—. Usted desea que dejemos su hotel. ¿Cuándo quiere que nos vayamos?

La dueña levantó la mano, larga, flaca y roja, en señal de protesta fraterna y pesarosa.

—No, por favor. No se lo tome usted de ese modo. Es natural que se enfade; pero, por favor, trate de calmarse y juzgue por sí misma, se lo ruego. Digamos que pueden irse en el plazo de una semana a partir del aviso. ¿Por qué no me trata como a una amiga? No sabe qué sacrificio, qué cruel sacrificio, he hecho solo por usted.

—¿Usted? —exclamé—. ¿Un sacrificio?

—Un gran sacrificio —repitió la dueña—. Me he rebajado como mujer; he renunciado al respeto a mi misma para ayudarla —hizo una pausa y, de repente, me cogió la mano, presa de un delirio de amistad—. ¡Pobrecita mía! —sollozó aquella mujer intolerable—. ¡Lo he descubierto todo! Ese malvado la ha engañado. ¡Usted está tan casada como yo!

Arranqué mi mano de las suyas y me levanté furiosa.

—¿Está usted loca?

La dueña elevó sus ojos al techo, como quien ha merecido el martirio y se entrega a él con alegría.

—Sí —contestó—. Empiezo a creer que estoy loca, loca por haberme volcado en favor de una mujer ingrata, de una persona que no acepta mi sacrificio cristiano y fraterno. ¡Bien! No lo haré más. Que el cielo me perdone. ¡No lo haré más!

—¿Hacer qué? —pregunté intrigada.

—Seguir a su suegra —sollozó la dueña, abandonando el aire de mártir para adoptar el de una arpía—. Solo de pensarlo enrojezco. Seguí cada paso de esa respetable señora hasta que llegó a la puerta de su hotel.

Hasta entonces el orgullo me había sostenido. Pero ya no pude soportarlo más. Me dejé caer en la silla, sin disimulo, temiendo lo que iba a escuchar.

—Le hice a usted una seña cuando la dejé en la playa —continuó la dueña creciéndose, y más roja a medida que hablaba—. Una mujer agradecida habría entendido esa mirada. ¡No importa! No lo haré más.

»Alcancé a su suegra al pie del acantilado, y la seguí. ¡Ahora me siento tan desgraciada por haberlo hecho! La seguí hasta la estación de Broadstairs. Regresó en tren a Ramsgate. Yo volví en tren a Ramsgate. Se dirigió a su casa. Yo la seguí hasta su hotel, como un sabueso. ¡Qué vergüenza! Por suerte, como entonces pensé —no sé qué pensar ahora—, el dueño del hotel resultó ser amigo mío, y resultó que estaba en casa. Tratándose de los clientes, no tenemos secretos entre nosotros; así que estoy en situación de poder decirle, señora, cuál es el verdadero nombre de su suegra. Ella no sabe nada de una tal señora Woodville por una muy buena razón: su apellido no es Woodville. Su apellido (y por tanto, también el de su hijo) es Macallan. Ella es la señora Macallan, viuda del General Macallan. ¡Sí, señora mía! Su marido no es su marido; y usted no está soltera ni casada ni viuda. Usted es peor que nada, señora, y tiene que irse de mi hotel.