La leyenda del beso - Sara Orwig - E-Book

La leyenda del beso E-Book

Sara Orwig

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Beschreibung

Él se negaba a decirle adiós. Cuando una tormenta de nieve dejó atrapado al ganadero Josh Calhoun en una pequeña posada de Texas, no fue el aburrimiento lo que le hizo fijarse en Abby Donovan. La dueña de aquel local, con su cola de caballo y su dulce sonrisa, tenía algo que lo atraía irremediablemente. Josh no podía dejar de desearla… ni de besarla. Cuando las carreteras quedaron despejadas, Abby accedió a hacer una escapada a Nueva York y al enorme rancho de Josh en Texas, a un mundo opulento desconocido para ella. ¿Se quedaría con aquel vaquero tan irresistible o volvería a su tranquila vida?

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2015 Sara Orwig

© 2015 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

La leyenda del beso, n.º 2059 - septiembre 2015

Título original: Kissed by a Rancher

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-6812-0

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Si te ha gustado este libro…

Capítulo Uno

 

Josh Calhoun miró el cartel de neón rojo que resplandecía entre la nieve densa que caía. Las ventanas del Beckett Café se habían helado y no podía ver si ya había cerrado aquella noche. A pesar del hambre que tenía, lo que más le preocupaba era encontrar una cama. Las autoridades habían cerrado las carreteras. Miró el reloj del taxi. Apenas pasaban unos minutos de las diez, pero parecía la una de la madrugada.

El taxi dejó atrás las dos manzanas de edificios de una planta mientras la calle principal de Beckett, en Texas, era engullida por una fuerte tormenta de nieve. A pesar del calor que hacía en el taxi, sintió un escalofrío y se subió el cuello de la chaqueta mientras contemplaba la ventisca.

Al cabo de unos minutos vislumbró el letrero de la posada Donovan, que el viento sacudía. Descorazonado, se quedó mirando la parte del cartel que decía que no había habitaciones libres.

La cortina de nieve que caía no impedía reconocer la casa de estilo victoriano de tres plantas que allí se alzaba. La luz resplandecía en el porche. Las contraventanas flanqueaban unos amplios ventanales que dejaban escapar la luz cálida del interior, iluminando la noche tormentosa. El conductor se detuvo junto a la acera.

–Pregunte por Abby Donovan. Es la dueña.

–De acuerdo. Enseguida vuelvo.

–Aquí le espero. Abby es buena persona. No le dejará tirado con esta tormenta, ya lo verá.

Josh se puso su sombrero y dejó el calor del taxi para enfrentarse al viento y la nieve. Se acercó a la casa sujetándose el sombrero y llamó al timbre. A través de una ventana se veía un amplio salón con gente y una chimenea encendida.

Cuando la puerta se abrió, apareció ante él una mujer delgada con unos enormes ojos azules. Llevaba un jersey azul claro y unos vaqueros. Se olvidó de la hora, de la fuerte tormenta e incluso de la situación en la que estaba. Demasiado cautivado por aquellos ojos que lo observaban, Josh se quedó paralizado.

–¿Abby Donovan?

Su voz sonó ronca.

Ella parpadeó, como si se hubiera quedado tan cautivada como él.

–Soy Abby.

–Me llamo Josh Calhoun. He venido a Beckett a comprar un caballo, y ahora no puedo volver al aeropuerto. Necesito un sitio donde quedarme y me han aconsejado que viniera a verla. He visto que su cartel dice que no le quedan habitaciones, pero en estas circunstancias, estoy dispuesto a dormir en el suelo con tal de resguardarme de la tormenta de nieve.

–Lo siento mucho, pero estamos completos. Ya tengo gente durmiendo en el suelo.

–El taxista no puede volver al aeropuerto. Las carreteras están cerradas.

–Lo siento, pero ya no me queda espacio. Hay dos personas que van a dormir en sofás y otras dos en el suelo. No puedo ofrecerle nada. Tengo dieciocho personas en las habitaciones y nueve niños. No me quedan almohadas ni mantas…

–He parado a comprar mantas y una almohada en la única tienda que quedaba abierta. Estoy desesperado.

–Vaya –dijo mirándolo con el ceño fruncido.

Sus labios eran carnosos y tentadores. Trató de concentrarse en el modo de conseguir una cama para pasar la noche y olvidarse de la posibilidad de besarla. No recordaba que una completa desconocida le hubiera provocado una reacción así. La recorrió con la mirada y se sorprendió de sentirse atraído por ella. Con aquella coleta en la que llevaba recogido su pelo rubio oscuro, su aspecto era sencillo.

–Abby, estoy desesperado. Puedo dormir en una silla. El taxista tiene hijos pequeños y quiere irse a su casa. Cualquier rincón me servirá, incluso el suelo de la cocina. Me iré por la mañana. Le pagaré el doble de lo que cuesta una habitación.

–Pase mientras hablamos –dijo ella frunciendo el ceño–. Hace mucho frío.

Asintió y entró en el amplio vestíbulo, dominado por una gran escalera circular que llevaba al segundo piso. El calor lo envolvió y se sintió un poco más animado.

–Puedo pagarle por adelantado, con un recargo, lo que quiera. No sabe cuánto se lo agradecería. Estoy desesperado. Anoche estuve levantado hasta las tres negociado un contrato en Arizona y hoy he volado hasta aquí para ver un caballo antes de volver a casa. No he cenado, estoy cansado y tengo frío. No puedo volver a casa. Hace una noche de perros y no tengo dónde quedarme. ¿Qué puedo hacer para ayudar si me quedo? ¿Preparar el desayuno para todos?

Ella sacudió la cabeza y dejó de fruncir el ceño.

–Yo me ocupo de cocinar.

–Me han hablado muy bien de usted en el pueblo. Dicen que es generosa, amable…

–Déjelo –dijo, y sonrió–. Cuénteme más de usted.

Josh se sorprendió de que le pidiera que se presentara, ya que era muy conocido en Texas.

–Soy Josh Calhoun, de Verity, en Texas. Soy dueño de los hoteles Calhoun.

–¿Iba a comprar un caballo siendo un empresario hotelero?

–También soy ganadero. La sede de mi compañía está en Dallas, donde tengo otra casa. Puede comprobarlo fácilmente. El sheriff de Verity puede darle referencias, nos conocemos de siempre.

Josh sacó la cartera y la abrió para mostrarle su permiso de conducir cuando ella puso la mano sobre la de él.

Aquel roce lo sobresaltó y le obligó a levantar la vista. Podía percibir su perfume de lilas. De nuevo, se sintió cautivado y le sostuvo la mirada.

–No tiene que enseñarme más documentos –dijo ella apartándose–. Está bien, quédese esta noche. Puede dormir en el sofá de mi habitación, pero use el baño del pasillo y no el mío.

–Gracias, Abby –dijo él sonriendo–. No sabe cuánto se lo agradezco. Hace una noche muy desagradable.

Se preguntó si podría invitarla a cenar alguna vez. El frío y el alivio por haber encontrado donde pasar la noche parecían estar afectándole el juicio, porque no era su tipo de mujer.

–Voy a por mis cosas y a pagar al taxista. Volveré en un momento.

–Dejaré la puerta abierta. Echaré la llave cuando vuelva.

–No se arrepentirá –dijo acercándose a ella.

–Eso espero.

Se dio la vuelta y cerró la puerta al salir. Corrió hasta el taxi y se metió dentro.

–He conseguido habitación –anunció sacando unos billetes de la cartera–. Gracias por traerme. Y gracias también por animarme a comprar la manta y la almohada.

–Me alegro de que haya encontrado sitio. Siento no haberle podido ayudar más, pero con mis cuatro hijos y mis suegros de visita, no me sobra espacio en casa, aunque se la hubiera ofrecido si no hubiera encontrado otra cosa. Que tenga buena suerte. Cuando abran las carreteras y quiera ir al aeropuerto, llámeme, tiene mi tarjeta. Vendré a buscarlo.

–Gracias. No olvidaré todo lo que ha hecho.

Josh añadió una buena propina a los billetes que entregó al conductor.

–Señor, creo que se ha equivocado –dijo el hombre al ver el dinero que tenía en la mano.

–No, es una muestra de agradecimiento. Cuide de su familia.

–Muchas gracias, es una propina muy generosa.

Josh fue a salir del coche, pero se detuvo.

–¿Sabe si la señora Donovan tiene un marido que le ayude con la posada? –preguntó.

–No, está soltera. Su abuela llevaba el negocio y ahora es Abby la que se ocupa. La abuela Donovan vive en el piso de arriba y pasa temporadas en la casa de su hija, que es la de al lado.

–Muy bien, gracias de nuevo.

Josh se dio cuenta de que el pueblo era lo suficientemente pequeño para que todos se conocieran. Salió a la nieve y corrió a la posada.

Abby apareció al momento para cerrar con llave la puerta y apagó la luz del porche.

–Le enseñaré dónde puede dejar sus cosas –dijo ella y avanzó por el pasillo hasta detenerse ante una puerta–. Esta es mi habitación.

Entró y encendió la luz. El suelo era de madera de roble, con una alfombra de lana hecha a mano, los muebles antiguos de caoba y las estanterías estaban llenas de libros y fotos familiares. Las plantas le daban un ambiente acogedor que le recordó a la casa de sus abuelos. Había una chimenea de piedra con el fuego encendido.

–Encendí el fuego hace un rato –dijo ella–. La mayoría de los huéspedes están en el salón principal y suelen acostarse alrededor de las once, que es cuando apago todo. Esta noche es diferente porque nadie podrá irse por la mañana, así que supongo que algunos querrán ver una película. Elija lo que quiera hacer. Puede dejar sus cosas y unirse a nosotros o, si lo prefiere, puede quedarse aquí. Hay una puerta en mi dormitorio que da al pasillo, así que puedo entrar y salir por ahí y no molestarlo. Disponga de la habitación a su gusto. En cuanto le traiga las toallas y haga el registro, volveré con los demás.

–Iré con usted –dijo él dejando la almohada y la manta en el sofá, antes de quitarse el abrigo.

Llevaba un jersey grueso marrón sobre una camisa blanca, vaqueros y botas.

–Ese viejo sofá se le queda pequeño. ¿No prefiere dormir en el suelo?

–Estaré bien. Ya con tener un techo sobre la cabeza me parece el paraíso. No me importa que me cuelguen los pies –comentó sonriendo.

–Iré a por sus toallas –dijo Abby, y se marchó.

La observó avanzar y al momento regresó y le entregó unas toallas.

–Si viene conmigo, le tomaré los datos.

Josh la siguió hasta el mostrador de madera, arañado por el uso, y reparó en la barandilla de la escalera.

–Esta casa parece de estilo victoriano.

–Lo es. Ha pertenecido a mi familia durante cinco generaciones –dijo acercándole el libro de registro–. Por favor, ponga su nombre aquí. Necesito su tarjeta de crédito. Como va a dormir en el sofá, le aplicaré un descuento sobre la tarifa. Estas son las tarifas –añadió, entregándole una hoja de papel–. Aquí tiene un plano de la casa y un mapa de Beckett, no creo que pueda marcharse mañana porque está previsto que siga nevando. Está todo cerrado: autopistas, carreteras, oficinas… Hemos oído en la radio que medio pueblo se ha quedado sin suministro eléctrico. Estoy dando linternas a todos los huéspedes. Esta casa es vieja y las velas son peligrosas.

Buscó bajo el mostrador y le entregó una pequeña linterna.

–Gracias –dijo él guardándosela en el bolsillo.

En vez de leer los papeles que le había entregado, se quedó observándola. Su delicada piel y sus mejillas rosadas le añadían encanto. ¿Qué era lo que tanto le atraía de ella? No podía ser su personalidad, porque acababa de conocerla. Llevaba ropa holgada que le ocultaba la figura, por lo que no era su físico lo que llamaba su atención. Sin embargo, había algo en ella que lo incitaba a rodearla entre sus brazos, a fantasear con la idea de besarla y hacerle el amor… Quizá fueran las largas horas de trabajo de los últimos días y la tormenta lo que le provocaba aquel extraño interés. Había dormido muy poco en la última semana.

Cuando le devolvió el libro de registro, ella leyó lo que había puesto.

–Es una dirección en Dallas. ¿Dónde tiene su domicilio, en Dallas o en Verity?

–Paso la mayor parte del tiempo trabajando en Dallas, y además tengo un rancho al oeste de Texas. La ciudad más cercana es Verity –aclaró él.

–Así que la ganadería es un pasatiempo.

–Sí, al menos por ahora. Algún día me iré a vivir al rancho y dejaré que otra persona se ocupe del negocio de los hoteles por mí. Voy al rancho siempre que tengo ocasión, algo que no ocurre con la frecuencia que me gustaría –admitió.

Poca gente sabía cuánto lamentaba no dedicarse más al rancho y se preguntó por qué se lo estaba contando a aquella desconocida.

–Este es el programa de mañana. Normalmente el desayuno se sirve entre las siete y media y las nueve, pero como nadie podrá salir de aquí mañana, lo serviremos de ocho a nueve y media.

–Gracias, me parece bien la hora.

–Volveré con los demás, a menos que quiera preguntarme algo –dijo ella alzando la vista.

–No, gracias, iré con usted.

–Hemos estado cantando y tocando el piano.

Entraron en un gran salón que abarcaba casi toda la longitud del lado este de la casa, amueblado con piezas de arce y con el suelo de madera cubierto con algunas alfombras. La chimenea estaba encendida, dándole un ambiente aún más acogedor a la estancia.

–Estábamos esperando. Cantemos un poco más –dijo alguien.

–Amigos, tenemos otro huésped: Josh Calhoun, de Dallas –anunció Abby mirándolo sonriente.

Él correspondió a la presentación con una inclinación de cabeza y saludó con la mano. Los demás saludaron mientras Abby atravesaba el salón hasta el banco del piano. Luego, tocó una canción que Josh solía oírle a su abuela y se sorprendió al descubrir que todavía la recordaba, cantándola con los demás.

Mientras cantaban, la observó tocar el piano. No era su tipo y no acababa de entender el interés que le despertaba. Era discreta, con el pelo recogido en una sencilla coleta, y no llevaba maquillaje. Se encargaba de una posada en un pequeño pueblo al oeste de Texas.

Miró por la ventana. Era una bonita escena invernal, pero habría preferido estar volando de vuelta a casa. Se acomodó en su asiento y cantó con los demás mientras reparaba en que hacía años que no pasaba una noche como esa, así que empezó a relajarse y a disfrutar.

Media hora más tarde, Abby se giró en el banco del piano y saludó con una inclinación.

–Aquí acaba el recital de esta noche. ¿Alguien quiere un chocolate caliente? El señor Julius se encargará de la película. Quien quiera chocolate, solo tiene que ir a la cocina.

Se marchó y los demás la siguieron. Josh se quedó solo en el salón. Apagó todas las luces excepto una, y volvió a sentarse. Estiró las piernas y se reclinó hacia atrás para seguir contemplando la nieve. Unas ascuas relucían entre las cenizas del fuego agonizante.

Se colocó las manos detrás de la cabeza. Aquella noche no iba a poder hacer nada ni ir a ningún sitio, y probablemente tampoco al día siguiente. Una sensación de paz lo invadió. Era como si dispusiera de unas vacaciones inesperadas.

–¿No quiere chocolate caliente?

Se dio la vuelta y vio a Abby entrando en la habitación. Fue a ponerse de pie, pero ella le hizo una señal para que siguiera sentado.

–No, gracias. Estoy disfrutando de la tranquilidad y de la tormenta desde aquí. Voy a tomármelo como unas merecidas vacaciones.

–Es una buena manera de tomárselo. A esta hora suelo dejar que el fuego se apague solo. ¿Va a estar aquí mucho tiempo más? –preguntó ella.

–Estoy bien, deje que se apague. Apagaré la luz cuando me vaya. Si no va a ver la película, puede sentarse y acompañarme.

–Gracias, aprovecharé mientras pueda. El señor Julius sabe cómo poner la película.

–El taxista me ha dicho que es soltera. Esta casa es muy grande para llevarla sola.

–No estoy sola y tutéame, por favor –replicó, sentándose en una mecedora–. Tengo un hermano y una hermana que viven cerca, y mi abuela pasa temporadas aquí. Siempre que lo necesito le pido consejo porque antes llevaba este sitio.

–¿Así que sois tres hermanos?

–Así es. Yo soy la mayor. Me sigue mi hermano Justin, de veinte años, y que está en su segundo año de universidad gracias a una beca. Ayuda en la posada y vive con mi madre. Arden, la pequeña, tiene diecisiete años y está en su penúltimo año de instituto. También trabaja aquí y vive en casa. ¿Qué me dices de ti?

–Tengo dos hermanos y una hermana. Esta es una posada grande. Me sorprende que no haya más gente que la que me has presentado antes.

–En el tercer piso están los residentes permanentes. Mi abuela vive aquí la mitad del año y dos tías abuelas pasan temporadas. También está el señor Hickman, que es mayor y tiene la familia en Dallas. Sus hijos se ocupan ahora del negocio que tenía. Le han pedido que se vaya a vivir con ellos, pero se crió aquí y volvió cuando se jubiló y su mujer todavía vivía. Supongo que fue ella la que quiso volver a Beckett porque todavía tenía familiares. Su esposa era la mejor amiga de mi abuela y por eso vive aquí. Está un poco sordo, pero por lo demás está muy bien. Hay un ascensor para ellos, así que no usan la escalera. Mis tías y mi abuela no están ahora. Han ido a visitar a unos familiares.

–¿Tienes que cuidar de todos ellos?

–No. Tengo una furgoneta y, cuando les hace falta algo, los llevo al pueblo. Mis hermanos también se ocupan de llevarles a cortarse el pelo y a ese tipo de cosas. Necesitan tener a alguien cerca, eso es todo. Las familias de mis tías abuelas viven repartidas en las dos costas. No quieren mudarse, pero quizá algún día tengan que hacerlo.

–Es muy encomiable de tu parte tenerlas viviendo aquí. Eres muy joven para estar atada a un negocio así.

–Tengo veinticinco años –dijo ella sonriendo.

–Es mucha responsabilidad –observó.

El atuendo le ocultaba la figura, aunque el cuello en pico de su jersey dejaba adivinar unas curvas. Además, a pesar de las botas, se adivinaba que sus piernas eran largas.

–Es divertido y conozco gente interesante. Vivo en mi pueblo natal y, de hecho, trabajo desde casa.

–Para algunos, trabajar en su lugar de nacimiento no es una ventaja –dijo, pensando en que no conocía a ninguna mujer con una vida tan sencilla.

–No tengo ninguna duda de que para mí lo es. Nunca he salido de Texas y lo más lejos que he estado ha sido Dallas, Wichita Falls o al sur de San Antonio. No quiero ir a ninguna parte. A todos los que quiero están aquí.

Josh sonrió, pensando en todos sus viajes.

–Eres muy hogareña.

–Mucho. Sospecho que tú no. Pareces un hombre muy ocupado. ¿Estás casado, Josh?

–No, estoy soltero, y en este momento de mi vida no quiero ningún compromiso. Viajo mucho y me encanta mi trabajo. En el fondo soy ganadero y vine a Beckett a interesarme por un caballo.

Los enormes ojos azules de Abby se quedaron mirándolo.

–Te gustan dos cosas completamente diferentes: la ganadería y el mundo empresarial –comentó ella–. ¿Tu familia vive cerca?

–Mis hermanos aquí en Texas, pero mis padres se fueron a vivir a California. ¿Tus padres viven en la casa de al lado?

–Mamá sí. Se divorciaron. Se llama Nell Donovan, es peluquera y tiene la peluquería en su casa. Su historia es conocida en el pueblo. Mi padre se fue con una mujer más joven que conoció en sus viajes de negocios. Solía viajar mucho. Yo tenía entonces catorce años.

–Lamento que dejara a tu madre y a tu familia.

–Apenas lo veíamos por su trabajo.

–Y aparte de la posada y la familia, ¿qué te gusta hacer?

–Cuidar del jardín, nadar… Me gustaría tener una piscina aquí, pero de momento, no ha podido ser. También me gustan los niños pequeños. Una vez a la semana, voy a la biblioteca a leer cuentos a niños de preescolar. También me gusta ir al cine y jugar al tenis.

De nuevo le asaltó la idea de invitarla a cenar cuando pasara la tormenta y se derritiera la nieve. Pero enseguida la descartó. Seguramente sería de la clase de mujer que se lo tomaba todo en serio. Suspiró y volvió a contemplar el fuego, tratando de olvidar que la tenía sentada tan cerca.

–¿Hay alguien en tu vida?

–Más o menos –respondió ella sonriendo–. Nos criamos juntos y nos gustan las mismas cosas, así que de vez en cuando salimos juntos. Siempre he pensado que acabaríamos casándonos, pero nunca hablamos de eso. Ninguno de los dos tiene prisa.

–No parece que sea algo serio –dijo Josh, preguntándose qué clase de hombre se contentaría con una relación así.

–Somos muy parecidos. Él no quiere vivir en otro sitio que no sea Beckett y yo tampoco. Llevamos vidas muy organizadas. Es contable y los dos estamos muy ocupados, así de simple.

Se quedaron en silencio. Josh se preguntó si se seguiría acordando de ella en unos meses.