La luz del Oriente - Jesús Sánchez Adalid - E-Book
SONDERANGEBOT

La luz del Oriente E-Book

Jesús Sánchez Adalid

0,0
7,99 €
Niedrigster Preis in 30 Tagen: 6,99 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

"UNA MAGNÍFICA ÓPERA PRIMA DEL AUTOR ENMARCADA EN PLENO DECLIVE DEL IMPERIO ROMANO" En el siglo III de nuestra era, el Imperio romano se halla sumido en una profunda crisis a todos los niveles: los violentos movimientos sociales, políticos y religiosos que han sucedido a lo largo de su existencia se acrecientan en esta época. El inmenso rompecabezas de dioses y cultos que caracteriza la vida religiosa del pueblo romano se halla en el epicentro de esta espiral de febril agitación. En este escenario, Félix, un joven lusitano, movido por el deseo de encontrar sentido a su vida, está a punto de comenzar un largo viaje que le hará a recorrer gran parte del Imperio romano. Desde los cruentos campos de batalla a la fastuosa corte persa, esta vida heroica le llevará a conocer a importantes filósofos y pensadores de la época, quienes le cuidarán hasta encontrar respuesta a sus eternas preguntas sobre la vida y la muerte.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 457

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



 

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

La luz del Oriente

© Jesús Sánchez Adalid, 2021

© 2021, para esta edición HarperCollins Ibérica, S.A.

Publicado por HarperCollins Ibérica, S.A., Madrid, España.

 

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

Esta edición ha sido publicada con autorización de HarperCollins Ibérica, S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.

Diseño de cubierta: CalderónStudio

Imagen de cubierta: Shutterstock

 

ISBN: 978-84-17216-78-8

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Annotatio

Cronología

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Capítulo 36

Capítulo 37

Capítulo 38

Capítulo 39

Capítulo 40

Capítulo 41

Capítulo 42

Capítulo 43

Capítulo 44

Capítulo 45

Capítulo 46

Capítulo 47

Capítulo 48

Capítulo 49

Nota histórica

Si te ha gustado este libro…

 

Annotatio

 

 

 

 

 

En el siglo III de nuestra era, el Imperio romano se halla sumido en una profunda crisis a todos los niveles: los violentos movimientos sociales, políticos y religiosos que se han sucedido a lo largo de su existencia se acrecientan en esta época. El inmenso rompecabezas de dioses y cultos que caracteriza la vida religiosa del pueblo romano se halla en el epicentro de esta espiral de febril agitación. En este escenario, Félix, un joven lusitano movido por el deseo de encontrar sentido a su vida, está a punto de comenzar un largo viaje que le llevará a recorrer gran parte del Imperio romano.

 

Jesús Sánchez Adalid

 

 

 

 

 

A mi padre, sabio y ávido lector, tras cuyos pasos me adentré en la literatura de temática histórica

 

Cronología

 

 

 

 

 

Año 222. Asesinato de Heliogábalo y de su madre, en provecho de su primo, al que él había adoptado en el año 221.

En esta fecha muere Tertuliano. Años 222-235. Reinado de Severo Alejandro.

Año 224. Entrada triunfal del sasánida Ardacher en Ctesifonte: el reino persa sustituye al reino parto.

Años 227-229. El emperador kushana Vâsudeva se alía con el rey de Armenia contra Ardacher.

Año 228. Asesinato del prefecto del pretorio Ulpiniano por los pretorianos.

Año 229. Dion Casio cónsul con el emperador Severo Alejandro.

Año 230. Orígenes tiene que salir de Alejandría.

Años 231-232. Primera guerra contra los persas.

Año 235. Asesinato de Severo Alejandro y de su madre en Maguncia.

Años 235-284. Años de anarquía militar.

A partir del año 235 en Roma se suceden emperadores más o menos efímeros, en medio de las peores dificultades exteriores e interiores: todas las fronteras son atacadas y rebasadas; en las provincias se producen levantamientos y secesiones; la crisis económica es cada vez mayor.

Año 238. Proclamación y asesinato de Gordiano I y Gordiano II en Cartago.

Año 240. Muerte de Ardacher; sube al trono Sapor I.

Años 240-243. Viaje de Mani por las orillas del Indo.

Años 241-251 Conquista del imperio kushana por el Irán sasánida.

Años 242-244. Campaña de Gordiano III contra Sapor.

Año 243. Sínodo de Bostra. El obispo Berilo se retracta del sabelianismo.

Año 244. Plotino llega a Roma para enseñar; muere en el 269.

Años 244-261. Misiones maniqueas en Egipto.

 

 

 

 

 

Todo aquello sucedía en figura, esto en verdad. Si aquello que te parece maravilloso no fue más que una sombra, cuánto más maravilloso no será esto cuya sombra te admira.

Tú has conocido lo que tiene más valor, pues la luz es preferible a las tinieblas, la verdad a la figura…

 

Del Tratado sobre los misterios, de Ambrosio, siglo IV d. C.

 

 

Cuatro son los puntos cardinales: norte, sur, este y oeste. Cualquier persona reconoce sin la menor duda que debemos orar mirando al oriente, expresión simbólica del alma que mira al levante de la luz verdadera.

Por decisión humana los edificios miran indistintamente a una u otra parte, pero la naturaleza prefiere el oriente. Lo que es por naturaleza ha de anteponerse a lo arbitrario…

 

Orígenes, año 240

 

1

 

 

 

 

 

Mi abuelo Quirino no confiaba en los dioses. A veces me parecía que tampoco creía en ellos. Durante gran parte de su vida estuvo influido por los viejos estoicos, pero como la vida le fue siempre favorable y le ahorró sufrimientos, nunca supo aceptar la vejez y se rebeló conscientemente contra la Providencia. Aun así, nunca adoptó ademanes desesperados, simplemente era escéptico y ocasionalmente irónico con los asuntos religiosos.

Amaba los libros; vivía entre ellos. Mi padre solía decir que era un hombre aburrido, pues no mostraba interés por los negocios ni por otras ocupaciones mundanas. Pero lo que de verdad le ocurría es que había perdido el deseo a fuerza de pensar que sus objetivos eran caducos, pasajeros. Aparte de la lectura, tan solo una cosa parecía entretenerlo: la cría de palomas, a la que se entregaba absorto en un hermoso palomar levantado en los jardines de su domus, al otro lado del río. Pasaba horas contemplándolas. A cada una le tenía asignado un nombre, y gustaba de emparejarlas por colores para multiplicar la variedad en el bando. Como durante el día vivían sueltas, las esperaba a la caída de la tarde, para verlas regresar y hacer el recuento. Mientras contemplábamos aquellos vuelos de retorno, en cierta ocasión me dijo:

—Míralas, hago las parejas a mi antojo, juntándolas en un cajón. Dejo vivir a los pichones que me interesan y me deshago de aquellos que sobreabundan en un color; cuando quiero las regalo o las cambio por otras. Cuando alguna es belicosa y molesta a las demás, mando al criado que la golpee contra el suelo y la desplume. Luego me la como en salsa de almendras. Aun así retornan aquí cada tarde para alegrar el jardín con revoloteos y arrullos.

Dicho esto se quedó abstraído un momento, mirando el cielo de la tarde, limpio de nubes, y continuó:

—¿No somos los hombres como ellas que, a pesar de las pruebas a las que nos somete la vida, retornamos siempre a los dioses?

Entendí aquella pregunta como una afirmación, sin prestar atención al interrogante: los hombres son fieles a los dioses en las dificultades de la vida.

No obstante, aquella interpretación era la de un niño en cuya mente no cabía la duda.

Con el tiempo comprendí cuál era la pregunta que anidaba en el ser más profundo de mi abuelo Quirino: «¿Por qué ser fieles a los dioses y vivir atados a ellos?». Porque si hay tribulaciones o dichas en la vida son fruto del azar; los dioses no existen, o si existen, no les importan los asuntos humanos.

Pero estos pensamientos los deduje yo a lo largo del tiempo, porque no actuaba él con impiedad o con amargura contenida. Era, en cambio, aparentemente impasible, digno sin artificio; jamás daba la impresión de cólera o cualquier otra pasión. Siendo muy rico, vivía un régimen de vida frugal, discreto, alejado de las estridencias y las ansias de relumbre. Creo que fue esta manera de ser suya lo que lo llevó a abandonar su casa de la vía Lautitia para retirarse definitivamente a la domus del otro lado del río Anas. Era todo un signo de su desapego y de su indiferencia ante la vanagloria de los honores aparentes. La discreta cancela que daba paso a los jardines, que se abrían ante la austera casa campestre, estaba a continuación de los columbarios y de las tumbas marmóreas alineadas a lo largo de toda la calzada. Daba la impresión de que siempre quiso morar vecino a la muerte.

El pasado político de mi abuelo Quirino era todo un misterio. De su vida en Tarraco sabía que descendía de una ininterrumpida estirpe de senadores a la que él se incorporó; había llegado a ser tenido por un gran jurista, miembro del mismo colegio que Ulpiano, de cuyo asesinato tuvo noticia siendo yo aún un niño. Disfrutó, pues, de los beneficios del orden más elevado de los ciudadanos romanos y tuvo muchos conocidos entre los grandes de su época. Pero algo debió de suceder en los tiempos de Caracalla, cuando se publicó la constitución que puso a todos los provinciales al nivel de los ciudadanos romanos. Desde entonces fue relegado y optó, junto con otros magistrados de provincias, por alejarse de los círculos enrarecidos donde debió de estar en peligro. Desde que se exilió en Emerita, se alejó definitivamente de la vida pública y eludió todo contacto con los ambientes municipales. Del pasado no hablaba jamás, ni para bien ni para mal. Lo poco que yo sabía de su vida era a través de mi madre, o a través de mi tío Silvano, que gustaban de fantasear y presumir de los tiempos en que vivieron en Roma, incorporados a los círculos de la nobleza. Pero sospecho que ni ellos mismos llegaron a saber nunca los motivos de su caída en desgracia.

En este momento, pasado el tiempo, deduzco la amarga nostalgia del viejo Imperio que embargaba a mi abuelo. Algo se había rebelado manifiestamente contra los antiguos beneficiarios del orden social y político: el terror que, en particular bajo los primeros emperadores Severos, se abatió sobre la clase senatorial, herida por condenas a muerte y confiscaciones sin número; las medidas políticas y administrativas que limitaron el papel del Senado y de los senadores; las que impusieron a los elementos acomodados de las poblaciones urbanas aplastantes cargas fiscales y económicas. Ciertamente, en la elección de los jefes y autoridades se reflejó una preferencia: jefes militares, sin duda, pero llegados por otros caminos que la carrera senatorial que había valido su mando a Vespasiano o a Trajano. Mi abuelo había visto a aquellos nuevos poderosos entregarse a un juego sangriento de irrisorias marionetas, con muchos cambios desconcertantes, contradicciones y sobresaltos, en los que la liberación de los instintos tuvo su parte y explicó lo caprichoso. Fue imposible negar su desprecio por las jerarquías del pasado, su ignorancia de los encantos de una civilización refinada a cuya última generación había pertenecido mi abuelo. Por eso se sintió fuera de sitio, relegado por el mero orden de las cosas.

Después del asesinato de Cómodo, surgieron soberanos del bajo pueblo italiano o provincial, de origen muy modesto y de educación intelectual muy mediocre. La latinidad rústica se implantó entonces sólidamente. Hombres que no habían hecho otra carrera que la del ejército, salidos de la última fila y habiéndose elevado solo por sus méritos a los puestos de confianza, se sentaban en los asientos de honor por encima del antiguo orden senatorial y se emparentaban fácilmente con el círculo de la nobleza. A veces sospeché que mi padre, militar de profesión, escogió a mi madre por puro afán de reafirmar su fulminante ascenso social, y aquella duda me hizo sufrir en la juventud.

Al desencanto de mi abuelo se sumó la escandalosa proliferación de sectas y cultos orientales, que llegaron para pegarse como lapas a los antiguos dioses, hasta convertirlos en irreconocibles figuras exóticas de ambiguo significado y sincrética unidad. Amaba la filosofía, pero se quejaba amargamente de que últimamente estaba contaminada. «El viejo fantasma del platonismo tiene la culpa de todo —me dijo una vez—, porque con su idealización de un mundo en otro lugar ha hecho a los hombres desdeñar el presente y buscar otras seguridades y otros consuelos. Él es la puerta por donde se ha colado el cristianismo separatista y los infectos cultos mistéricos que devoran el corazón de nuestra cultura».

Cuando decía estas cosas y otras semejantes, parecía ser fiel a la vieja religión. Pero jamás lo vi sacrificar nada a los dioses ni cuidar del fuego sagrado del hogar. Tampoco lo vi llevar al larario las ofrendas después de cada comida diaria ni invocar la protección de los lares y de los penates o desear contentar a los lémures. Decididamente, mi abuelo Quirino no creía en los dioses.

 

2

 

 

 

 

 

Mi primera memoria vaga difusa entre las nieblas tempranas de Villa Camenas, a orillas del río, entre las extensas vegas que se extienden más allá de Metilium. Mi padre puso nombre a la villa en recuerdo de las ninfas acuáticas cuyas fuentes brotan en un bosquecillo cercano a Roma, en las proximidades de la puerta Capena. Ciertamente, en lo que al agua se refiere, no pudo escoger un nombre más adecuado, pues junto a la casa manaban dos fuentes abundantes y, dondequiera que se cavaba unos palmos, brotaba con alegría entre las limpias arenas. El capricho de hacer la casa en aquel lugar le costó no pocos disgustos: la humedad subía desde el suelo y trepaba por las paredes; todas las mañanas las losas del patio aparecían mojadas por el rocío y la lucha contra las zarzas no tenía tregua. Pero lo peor eran las crecidas del río, que nos obligaron más de una vez a subir apresuradamente a las barcas que siempre estaban amarradas en la orilla. Los inviernos eran cortos, pero fríos y lluviosos; los veranos, densos y vaporosos, con desesperantes nubes de mosquitos.

Aun así, la vida en Villa Camenas era hermosa. Jamás podré olvidar el color de las viñas en otoño y los paseos a caballo por los estériles arenales sembrados de juncos. La vista alcanzaba hasta los montes de Metellinum, en la dirección en la que corrían las aguas, y se perdía entre las densas alamedas de las orillas, al otro lado de la vega.

Mi padre recibió aquellas tierras cuando regresó de Roma, con sus compañeros de la orden ecuestre, después de haber dado la victoria al emperador Septimio Severo frente a su adversario Albino Cloro. El vencedor fue generoso con los hispanos, que lo habían apoyado. Para hombres como mi padre, en la edad en que la vida militar se empieza a hacer fatigosa, aquello supuso la retirada definitiva de las artes de hacer la guerra.

Desde que el uso de la razón acudió a mi mente, conozco a mi padre al frente de la casa, pero los criados y mis hermanos recuerdan otros tiempos en los cuales se ausentaba, a veces por más de un año. Toda su vida anterior estuvo para mí envuelta en el misterio. Lo que sabía era a través de mi madre, de los criados o de mis hermanos mayores, pero sospecho que en aquellos relatos abundaba la fantasía.

Mi padre era un hombre práctico, amante del orden y poco dado al lujo externo y a las fiestas. La mayor parte del tiempo la dedicaba a recorrer los sembrados y a cuidar de que su propiedad y sus ganados no sufrieran mermas. Hacía ya tiempo que su única afición eran los caballos y la gestión de sus tierras. Nunca amó la política, ni las cuestiones sociales. Detestaba la urbe. Aun así, varias veces al año, acudían sus amigos para juntarse a recordar los viejos tiempos y a componer sátiras sobre los hechos conocidos del momento. En verano se reunían en el jardín y las voces y las risas entraban por las ventanas. Para mis hermanos aquello era un acontecimiento: se situaban en las terrazas y aguzaban el oído para no perder detalle de la conversación. Después, durante días, se regocijaban con lo que habían escuchado. Pero yo era entonces pequeño y apenas recuerdo el tema de aquellas reuniones.

Mi padre y sus amigos habían pasado la vida luchando. Eran hombres de la Séptima Legión, acostumbrados a tener que pelear en destinos periféricos, mal pagados y con escasos medios militares. Ello había conformado toda una forma de ser: eran escépticos, críticos y solo reconocían valor al dinero. Con la victoria de Septimio Severo, la suerte les había mirado directamente a la cara. Por fin había llegado el momento de regresar y prosperar con la recompensa del nuevo emperador. Algunos se convirtieron rápidamente en asentados plutócratas al frente de los cargos municipales que pudieron agenciarse. Otros pasaron al grupo restringido de los grandes, favorecidos por el príncipe y por la habilidad de sus especulaciones. La ostentosa Emerita era generosa en asignaciones imperiales y en «aguinaldos» nobiliarios. Pero mi padre estuvo entre los que optaron por cobrarse el favor en tierras; siempre desdeñó las intrigas de la ciudad y su ambiente enrarecido.

Aun así, como tantos otros caballeros de Emerita, conservó una casa en la urbe, aunque la mayor parte del año la pasábamos en la villa rústica. Si no hubiera sido por la obligación del culto oficial, estoy seguro de que apenas habríamos puesto nuestros pies en aquellas calles atestadas de gente. Pero, al menos en dos ocasiones al año, había que acudir para presentarse ante los dioses del Imperio.

Guardo nítidos recuerdos de aquellos viajes a Emerita. Los días precedentes a la partida exasperaban a las mujeres de la casa, apresuradas por los preparativos. Llegada la madrugada, sentía los brazos de mi madre alrededor del cuerpo y cómo estos me levantaban del lecho y me transportaban por los pasillos en penumbra. Después, el fresco del exterior en el rostro y el denso rumor de los pájaros removiéndose entre los árboles. Entonces entreabría perezosamente los ojos y comprobaba que estaba en la carreta, acostado junto a mis hermanos. Por las aberturas de los toldos entraba la primera luz de la mañana. Se escuchaban las órdenes y las varas chocaban contra la piel de los bueyes, las pesadas ruedas chirriaban y la comitiva emprendía su marcha. Yo me recogía con gusto entre las mantas y deseaba aguantar sin dormirme para saborear aquel momento que tanto había deseado en los días anteriores, pero el sueño me vencía y me rendía plácidamente en sus brazos.

Cuando el sol estaba ya alto, despertábamos y se retiraban los cortinajes: atravesábamos los puentes de piedra que sostienen la calzada sobre el río y veíamos los barcos de los pescadores sobre el agua.

Forzando el paso, el viaje hasta Emerita podía hacerse en una jornada, pero mi padre prefería hacer noche por el camino y llegar a la mañana del día siguiente. Para los niños aquel era el mayor aliciente del camino.

La calzada sigue paralela al río mientras recorre las vegas arenosas. Más adelante asciende por los cerros y llega frente al lago de Cornalvo, al que circunda para ir serpenteando hasta los muros de la ciudad. Hasta llegar al lago, el trayecto es agreste, entre encinares y alcornocales poblados de jaras. El agua sorprende, como un gran espejo de plata entre el verde parduzco. Cuando las primeras carretas llegaban junto a la orilla, se levantaba una estruendosa multitud de aves acuáticas y los gansos corrían sobre el agua, extendiendo las alas y lanzando el cuello hacia delante.

Los carros bordeaban la orilla hasta llegar junto a la presa, construida con grandes sillares de piedra. Allí nos deteníamos para pasar la noche en nuestros propios vehículos, porque las posadas cercanas a Emerita eran lugares poco recomendables. Cuando amarraban los bueyes, saltábamos a tierra y corríamos hasta el agua para zambullirnos y nadar placenteramente.

Por la mañana, poco después de dejar atrás el lago, se divisaba por primera vez la ciudad desde unos altos cercanos: los fuertes muros de piedra, los puentes sobre el río, los templos emergiendo entre los barrios laberínticos, el foro majestuoso y los acueductos volando sobre los huertos ordenados. Después de tantos meses en el campo, el conjunto de la urbe resultaba impresionante.

La entrada natural a nuestro barrio estaba en la puerta de Norba, por lo que había que bordear la muralla exterior casi hasta el río. Los carros no podían penetrar por la abertura, de manera que se quedaban en la explanada y los bultos se transportaban a lomos de las bestias hasta la entrada de la casa. Aquellos muros elevados y aquel laberinto de calles abarrotadas de gente producían vértigo a la mente de un niño.

Nuestra casa estaba en la vía Lautitia, en el lado de la muralla que daba al río, no lejos de la puerta de Norba. En la parte trasera había un jardín, rodeado de emparrados, con una piscina en el centro, mandada construir por mi abuelo, que fue muy aficionado a los baños. El agua la subía una noria desde el río, cuya orilla estaba a pocos metros de la muralla, a la que daban la parte posterior de los patios. Desde la terraza se veían los puentes y las soberbias villas que hay al otro lado del río, los blancos templos marmóreos que salpicaban los prados, los caminos sagrados y las tumbas de las familias notables.

Si se miraba hacia el interior de la muralla, sobrecogían los magnos edificios públicos y las cornisas rematadas por acroteras aladas, sobresaliendo entre la infinidad de tejados y terrazas. Al fondo, fuera ya de los muros, estaba el monte de Marte, con sus construcciones rosadas, bañadas por la luz de la tarde y, detrás, la espesura de los bosques de alcornoques.

Las estancias estaban edificadas alrededor de un patio cuadrado, a cuyo interior se abrían puertas, ventanas y escaleras; pero, a diferencia de otras, que en la calle mostraban un muro ciego y macizo, tenían ventanas al exterior y una hermosa balaustrada que protegía la terraza superior. Toda la casa delataba el gusto nórdico de mi abuelo materno, que era oriundo de Tarraco y había vivido su juventud frente a los límites de la Galia. En las paredes del atrio estaban dispuestos ordenadamente los medallones polícromos con el rostro de sus antepasados, algunos descascarillados ya, con sus nombres escritos en tablillas al pie de cada uno. Mi padre amenazaba a menudo con retirar aquellas figuras que lo hacían sentirse en una casa extraña, pero un cierto temor a la memoria de los muertos le impidió siempre dar cumplimiento a su propósito.

 

3

 

 

 

 

 

Yo nací el mismo año en que murió asesinado el emperador Heliogábalo. Mi padre supo la noticia de la muerte de aquel descentrado pocos días después de mi llegada al mundo; supuso que había sido un feliz presagio y decidió ponerme de nombre «Félix». Por aquel entonces, reinaba el descontento entre la gente como mi padre, acostumbrada al orden de los tiempos de Septimio Severo. Las locuras de su sobrino oriental desconcertaban a los militares. Severo Alejandro trajo de nuevo la estabilidad y los caballeros se sintieron más cómodos.

Mientras fui menor de nueve años tuve que vivir la suerte de los niños, al cuidado de las mujeres y privado de la libertad que gozan los mayores. Pero, acabado el período de la infancia, pasé a manos del pedagogo que ya se había ocupado de mis seis hermanos mayores. Hasta entonces, yo los veía aprender lleno de envidia. Creo que por eso saqué tanto provecho a las enseñanzas del viejo Jano.

Jano era un liberto oriundo del Ponto, contratado por mi padre cuando el mayor de sus hijos llegó a la edad en la que se precisa aprender. Era ya muy maduro cuando llegó a Villa Camenas y había servido en el oficio de educar desde sus tiempos de esclavo. Su aspecto era poco agradable y sus gestos afectados. Mi padre sabía que disfrutaba contemplando a los muchachos. Cuando lo presentó en casa, le dijo:

—Mira cuanto te plazca, pero el día que toques a uno de mis hijos, yo mismo te cortaré las manos.

Como mis hermanos estaban presentes, pudieron manejarlo a sus anchas y sacaron poco provecho de su atemorizado maestro. Muchas veces vi a mi hermano mayor burlarse de él y someterlo a todo tipo de crueldades. Por eso, Jano se fue haciendo indiferente y se acostumbró a poner el mínimo empeño en su tarea.

Pero mi padre no quería prescindir de él, por ser inigualable a la hora de recitar sátiras y leer comedias. Era la mayor diversión que tenía el grupo de amigos en las temporadas en las que no había espectáculos públicos. Se reunían en el atrio o en los jardines y escuchaban a Jano, cuyo repertorio nunca se agotaba. En efecto, era capaz de transformarse en hetaira, en tabernero o en senador en el tiempo que se tarda en soltar un estornudo.

Cuando me llegó la hora de recibir sus enseñanzas, Jano estaba ya mermado de fuerzas: seco, escéptico y meditabundo. Se apreciaba que el trabajo se le hacía cuesta arriba.

Pero la desgana del maestro no provenía de la falta de conocimientos. Jano estaba lleno de sabiduría y dominaba ampliamente las materias. Comencé por leer en voz alta y aprendí recitaciones. Solía enfadarse cuando repetía mecánicamente y sin convencimiento las frases. Él quería que adoptara aires de galanura y ademanes teatrales, lo cual me hacía esforzarme e identificarme con el texto. Luego, fui tocándolo todo sin profundizar en nada. Mientras estudiaba las obras que Jano elegía, iba conociendo las leyendas poéticas; la música que me acercaba a la métrica de las odas y los coros de la tragedia; y con ellas las matemáticas, necesarias también para la astronomía; la geografía, siguiendo las peripecias de Ulises en su regreso; y la historia, para saber de los hechos de los grandes y las vicisitudes del Imperio. Cuando la gramática me llevó a la Epístola de Horacio, los Fastos de Ovidio, la Farsalia de Lucano y la Tebaida de Estacio, tenía dieciséis años y conocía ya a los griegos, porque Jano había cambiado. Con mi interés se había enamorado de nuevo de la docencia. Él miraba siempre hacia atrás. Cuando narraba los hechos de Alejandro Magno, me hacía navegar por el océano Índico o entrar en Babilonia, lo veíamos resplandeciente sobre su caballo, Bucéfalo, o como un dios delante de los sacerdotes del templo del fuego sagrado. En El banquete de Platón se extasiaba ponderando la fuerza y el poder de Eros para elevar el espíritu y llevar a los hombres a hacer cosas grandes y hermosas. Manejaba a la perfección las tres clases de elocuencia que distinguía Aristóteles: la que puede mover la decisión, la que es capaz de justificar y la que elogia y relata los hechos con belleza. Siempre me pregunté el porqué de la permanencia de Jano en su humilde condición. En este momento me doy cuenta de que, aunque su saber era vasto, su concepción de la vida era simple y sin pretensiones. Además, era un hombre falto del espíritu que mueve la voluntad, medroso y necesitado, capaz de mendigar el mínimo gesto de amor. Cuando lo ganaba la melancolía se sumía en sus cavilaciones y se hacía hosco y desconfiado.

 

4

 

 

 

 

 

Mi padre era devoto de Ceres. Aunque había servido al ejército desde joven en remotos y extraños países, jamás se vio cautivado por los dioses orientales. Al contrario que muchos militares de su generación, como en otras cosas, él era poco dado a los cambios; cualquier innovación en su orden de vida le habría parecido claudicar ante el caos. Una vez escuché una conversación en la que mi tío Hiberino lo animaba a elevar aras nuevas y a sacrificar a otros dioses.

—Hasta ahora no lo he necesitado —replicó él con severidad.

—Pero todos lo hacen… ¿Por qué eres tan obstinado? —insistió Hiberino.

—No tengo necesidad de explicar los motivos: los dones y los beneficios de la diosa son lo bastante elocuentes por sí mismos —contestó, zanjando la cuestión.

En el fondo, él no era un hombre religioso. Su temperamento práctico y su sentido de la utilidad le impedían identificarse con dioses holgazanes o entrometidos. No era hombre dado al vino ni a las elucubraciones de la imaginación. Por eso se veía incapaz de participar en celebraciones donde se perdía la conciencia o se vagaba por el mundo oscuro de lo oculto. La diosa de la tierra nutricia y de los cereales era, sin embargo, evidente. Su ciclo representaba su dedicación y sus dones su providencia generosa.

La contingencia de la vida guerrera le había enseñado a desconfiar de los dioses protectores. Quien ha visto desangrarse las gargantas abiertas, a pesar de los amuletos que de ellas pendían, termina por desconfiar. En el fragor de la batalla, unos se encomiendan a los dioses y otros terminan por confiar solo en las propias fuerzas. Mi padre era de estos últimos: no había nada para él que no fuera fruto del propio esfuerzo. Por eso cumplimentaba a una diosa que no faltaba nunca a su cita.

Al culto imperial mi padre acudía sin convencimiento, pero con la diligencia de un hombre cumplidor de sus obligaciones. Me fascinaba verlo sentado en su sitio en el foro, junto a los otros caballeros, con su loriga recién pulida, rematada con broncíneos tachones brillantes, la espada en el cinto y la lacerna sobre el hombro. No se le abría la boca ni pestañeaba cuando sus ojos estaban pendientes del oficiante, como si estuviera atento a las largas y aburridas plegarias del ceremonial. Incensaba y reverenciaba con una seguridad fuera de toda sospecha. Pero, cuando llegaba a casa, se quejaba de la pesadez de aquellas celebraciones. Aparte de los actos obligatorios de la religión oficial, no acudía a otras ceremonias a lo largo del año, excepto a las que él mismo preparaba en honor a Ceres.

En la propiedad de Villa Camenas había un templete dedicado a la diosa en uno de los extremos del jardín, en mitad de un parterre amplio, rodeado de setos. Mi padre lo mandó consagrar antes de edificar la casa, siguiendo los consejos solicitados al arúspice. Junto al ara, dispuso una imagen sedente, de tamaño mayor al de una mujer. Con el tiempo fue creciendo la fama de aquel lugar y acudían campesinos de todos los alrededores a hacer sus ofrendas.

Entre el doce y el diecinueve de abril se celebraban las Cerialias. Mi padre se entregaba a las fiestas en cuerpo y alma. Eran los únicos días del año en los que abandonaba sus ocupaciones habituales y se rendía al vino y a la comida como si lo poseyera el espíritu de otra persona.

El primer día se ofrecía a la diosa harina de escanda y se derramaba sobre el fuego incienso y sal chisporroteante. La ceremonia comenzaba de madrugada, antes de que apareciera la luz del sol. Acudíamos con antorchas resinosas y nos íbamos situando en torno al templete. Mi padre hacía las invocaciones y elevaba las plegarias. Su voz resonaba poderosamente en el silencio. Después se iban acercando uno por uno todos los hombres para dejar sus oblaciones y presentar sus intenciones particulares. Mientras, el cielo se iba aclarando y las primeras luces se derramaban sobre las columnas de mármol y sobre la estatua majestuosa que presidía la reunión. Como era tiempo primaveral, los aromas del campo impregnaban el aire húmedo de la mañana.

Cuando el sol estaba alto se daba comienzo a la fiesta. Ese primer día aún no se bebía vino: se derramaba como libación sobre los campos.

Tampoco se comía carne, sino panecillos, tortas con miel y empanadas de berenjena. Por el día sonaban los tímpanos y las panderetas; llegada la noche, las fístulas con su agudo canto. Pero el día doce se retiraban todos temprano a dormir: era una jornada de purificación.

El día trece empezaba de verdad la diversión. De nuevo nos concentrábamos al amanecer junto al ara, con nuestras antorchas en las manos, y se daba comienzo a los sacrificios. Mi padre hendía la garganta de la cerda con el cuchillo mientras los demás la sujetaban. Los agudos gritos se iban ahogando a medida que se vaciaba de sangre. Aparte de los que se ofrecían a la diosa, en los días siguientes se mataban más cerdos, que se asaban sobre grandes parrillas y eran comidos por todos los presentes. Entonces sí que corría el vino. Cuando éramos adolescentes nos permitían beberlo mezclado con agua y nos sumábamos al delirio de la fiesta.

Mi padre cantaba con el rostro enrojecido y sorprendía a todos con chistes ocurrentes o danzando desenfrenadamente. Todos los alrededores de la villa se llenaban de tenderetes y de brasas humeantes que despedían a todas horas el aroma de las carnes asadas. No solo acudían los campesinos y los dueños de las haciendas vecinas, sino que también llegaban los parientes de Emerita y los conocidos de Metellinum, que pernoctaban hacinados en lechos improvisados en las diversas estancias de la casa o en tiendas en los jardines. El derroche de aquellos días no tenía límites.

Cuando más disfrutábamos en los juegos en honor de Ceres, siendo aún niños, era el día diecinueve, con el fin de las fiestas. Era el día de las zorras en llamas.

Tucio era el más antiguo de los criados de Villa Camenas. Vivía la mayor parte del tiempo en el monte o en las alamedas del río, dedicado a poner trampas a los conejos o a capturar pájaros con varillas impregnadas en liga. En abril, cuando el sol empezaba a lucir con fuerza, cazaba lagartos para mi padre, que los apreciaba mucho. Él era el encargado de proveer de zorras a las Cerialias, para lo cual se servía de un complicado sistema de cajones, ya que los animales debían ser capturados vivos y en perfecto estado, por lo que los cepos no servían.

Llegada la medianoche del día diecinueve, se untaba con grasa a las zorras y se les prendía fuego. Después, se abrían los jaulones y se las veía perderse como llamas vivientes, en la negrura del horizonte. Desconozco el origen de este rito; pero mi padre siempre contaba que ese día, en el circo Máximo de Roma, se soltaban zorras con antorchas encendidas sobre el lomo o atadas en su cola. Se hacía en honor a Ceres.

 

5

 

 

 

 

 

Cuando llegué a la adolescencia mi alma se fue a las nubes, como suele sucederle a la mayoría de los muchachos. Entonces se dieron en mi familia un cúmulo de circunstancias extrañas y desgraciadas que quedaron grabadas en mi mente, que era aún tierna. La primera mujer de mi padre era dominadora y caprichosa, se negó desde el principio a vivir en Villa Camenas, empeñada en permanecer en Emerita, pues no soportaba estar alejada de sus amistades. Mientras mi padre estuvo ausente aquello no resultó mayor problema. Aunque nunca hubo entendimiento mutuo, en cada una de las temporadas que pasó en casa le dejó un hijo en el vientre. Así nacieron mis cinco hermanos mayores, pero, cuando mi padre regresó para asentarse definitivamente, ella no consintió en aceptar la vida retirada en el campo y se divorciaron.

Mi padre conoció poco después a mi madre, que era casi una niña, y decidió casarse de nuevo, suponiendo que no le sería difícil amoldar a una mujer joven a su estilo de vida. Mi abuelo, que solo tenía dos hijos, fue generoso en la dote y, entre otros bienes, aportó la casa de Emerita, buscando quizá que no se produjera el alejamiento definitivo. Mi madre se hizo a vivir en la villa rústica sin más complicaciones; y entonces nací yo.

Pero mi padre siguió siendo poco hábil en el trato con la esposa: la vida castrense y su manera rigurosa de entender las cosas lo habían hecho independiente y solitario e incapaz de manifestar ternura. Pasaba largos días visitando las alquerías de los pastores y vigilando las labores agrícolas, o se enfrascaba en los negocios de los caballos, que le ocupaban mucho tiempo.

Mi madre tuvo que organizarse la vida por su cuenta. Mis hermanos ya no eran niños cuando llegó a la casa y casi todas las tareas habían recaído en manos de una esclava madura, que se había hecho indispensable al frente de las demás. Para una mujer que había dejado hacía poco los juegos de las niñas, lo más fácil fue despreocuparse. Para colmo, mi padre no consintió en tener más hijos y, después de que naciera yo, la obligó a abortar en los siguientes embarazos.

Los hijos no suelen ver defectos a sus madres; la mía era una mujer muy hermosa, no es que a mí me lo pareciera. Desde niño me acostumbré a escucharlo constantemente. A menudo me preguntaba qué sentiría mi padre al gozar de semejante favor de la fortuna, pero, cuando llegué a la pubertad, me angustiaba ver cómo apenas la tenía en cuenta y la buscaba con escasa frecuencia.

Ahora comprendo el porqué de los sucesos que ni el paso del tiempo ni los demás acontecimientos de la vida han conseguido borrar de mi mente. Una mujer inmadura, sola y acostumbrada a no asumir responsabilidades se vio envuelta en aquel mundo confuso y poblado de tinieblas.

Todo empezó cuando mi tío Silvano la indujo a introducirse en los misterios de Isis, que llevaban ya largo tiempo absorbiendo a las matronas desocupadas y ávidas de emociones. Cuando las almas se ahuecan, sirven de nido a cualquier extravagancia, y aquellas creencias fueron a albergarse donde encontraron sitio preparado.

Ella tuvo siempre pavor a la muerte: era su obsesión. Siendo todavía niña, su madre había muerto de fiebres, y mi abuelo Quirino se había vuelto extremadamente pesimista. Aunque aquella casa estuvo poblada de caprichos, puedo adivinar que la angustia reinaba en el ambiente.

Silvano era mayor que mi madre y tenía una imaginación delirante. Andaba siempre recorriendo las reuniones de las mujeres y desdeñaba las tareas de los hombres. En Emerita, pasaba la vida enredado en mil asuntos, pero sin hacer nada provechoso. Y, cuando llegaba a Villa Camenas, siempre se las arreglaba para poner en funcionamiento alguna de sus invenciones: juegos de pelota nuevos, ensayo de algún mimo, confección de vestidos o fiestas bajo la luna. A veces, permanecía más de un mes en casa, hasta que se peleaba con mi madre por alguna nimiedad o simplemente se aburría. Aunque mi padre no lo comprendía, lo toleraba porque entretenía a su mujer y era el único capaz de sacarla de la melancolía. Pero tenía cierta afición a meterse en líos y contaba con abundantes enemigos. En Metellinum era muy mal visto por algunos hombres y, como en Emerita, adorado por las mujeres. En cierta ocasión escuché a un administrador quejarse a mi padre de Silvano, después de que sus hijas frecuentaran alguna de sus reuniones.

—No hay cuidado —contestó indiferente mi padre—. Mi cuñado es de esos a los que todas aman pero ninguna desea.

—Sí, pero les mete pájaros en la cabeza y andan soliviantadas —replicó el administrador.

Aparte de esta, mi padre recibió algunas quejas más, pero nunca pudo imaginar hasta dónde llegarían los desvarios de Silvano.

En cierta ocasión, mi tío llevó a casa al sacerdote de Isis. Como mi madre sufría terrores nocturnos y gran temor a la oscuridad, a él le pareció oportuno sondear en el mundo de los muertos. Todavía no entiendo cómo mi padre consintió en dejar entrar a aquel extraño vestido de lino y con la cabeza rapada.

Mi madre estaba poseída por una gran ansiedad y abrió sus brazos a la divinidad, sometiéndose al juicio del sacerdote. En poco tiempo la vi cambiar. Abandonó el adormecimiento y la melancolía en que andaba sumida la mayor parte del día y comenzó a interesarse por algunas cosas: aprendió a tocar la flauta y entonaba dulces melodías; se confeccionó vestidos de lino y trajo tirsos, hiedras y espejos de plata que fue colocando en diversos lugares de la casa. La villa empezó a ser frecuentada por extrañas mujeres que venían a las largas reuniones que presidía el sacerdote; y mi madre viajaba a Emerita al menos una vez al mes para permanecer allí cuatro o cinco días.

Al principio, se entregó a aquellos asuntos como cosa exclusivamente suya. Después, se fue ganando a las mujeres de la casa y consiguió que mis hermanastras Belona y Salia acudieran a las reuniones. Hasta entonces, mi madre y sus hijastras se habían tolerado en la distancia, odiándose pero sin enfrentarse, pues mi padre detestaba las peleas. Si algo tuvo de bueno el paso de Isis por la casa, fue conseguir la unión de aquellas tres mujeres.

Nunca me extrañé de que se rindieran a Isis, pues tenían pasión por lo oculto. Inventaban historias de lémures que ellas mismas se creían y luego pasaban las noches en vela, aterrorizadas. Creo que fue la afición a la muerte la que terminó uniéndolas a mi madre y a ellas. Cuando se celebraban los conjuros de los lémures, los días 3, 11 y 13 de mayo, se juntaban y dormían en la misma estancia, con las lámparas encendidas por miedo a los espíritus malévolos, después de haber pasado la tarde visitando los columbarios donde se albergaban las cenizas de los criminales y de los desaparecidos en trágicas muertes. Nunca comprendí aquella manía de perseguir lo que se teme.

Mi padre toleró el culto a la diosa, aunque aborrecía las religiones orientales, porque unió a sus hijas con su mujer y las mantuvo entretenidas. Pero, pasado un cierto tiempo, aparecieron las complicaciones.

Todo empezó pocas semanas antes de que en Emerita se celebraran los juegos imperiales. Como había que acudir para cumplir con el ceremonial, mi padre no faltaba jamás a las fiestas. Estábamos alrededor de la mesa, que se había instalado en el atrio, y nos disponíamos a cenar. Habían acudido mis hermanos mayores desde Metellinum, con sus mujeres y sus hijos, los administradores y algunos amigos de mi padre. Era el día primero de abril y la primavera ya estaba en su esplendor. Frente a la mesa había dispuesta una parrilla sobre la que Tucio asaba algunos lagartos. Él solía salir a cazarlos en aquellas fechas, pues, recién despertados del invierno, resultaban presa más fácil. Era el plato favorito de mi padre. Tucio, después de quitarles la piel, los asaba sobre las ascuas y los bañaba en una salsa agridulce a base de hierbas y miel. Resultaban una comida excelente. Yo me había levantado a buscar la crátera para escanciar el vino mientras los lagartos eran servidos en los platos. Cuando regresé, encontré a mi padre de pie, enardecido y gritándole directamente a mi madre:

—¡Ah, eso no! He soportado en mi casa a ese sacerdote charlatán con el cráneo rapado y he aguantado sin rechistar vuestros aullidos y devaneos a la luz de la luna, pero cosas de caldeos, comagenos y estafadores que prohiben los alimentos no las voy a tolerar. En esta mesa se seguirá sirviendo lo mismo y todo el mundo comerá lo que yo. ¿Es que vamos a terminar peor que los judíos que se privan del manjar del cerdo?

Mi madre y mis hermanas se habían negado a probar los lagartos, pues se emparentaban con uno de los dioses adorados en Egipto. Esto había colmado la paciencia de mi padre, que gozaba con los placeres de la mesa más que con ninguna otra cosa.

 

6

 

 

 

 

 

Cuando finalizaron las ceremonias imperiales, mi padre envió a mis hermanas a Emerita con su madre. Ya no volvieron nunca a vivir en Villa Camenas, porque se les buscó a cada una un esposo. Yo eché en falta sobre todo a Salia, aunque hacía mucho tiempo que me había acostumbrado a estar solo. Uno de los últimos días de septiembre, por la tarde, estaba yo arrojando el anzuelo desde la orilla con Tucio cuando se presentó mi padre con la cara sonriente y me pidió que lo acompañara hasta la casa. Cuando llegamos a la explanada que hay frente al atrio, nos encontramos con uno de los esclavos que sujetaba las riendas de una espléndida biga: los caballos eran negros, magníficamente igualados, limpios y brillantes bajo la luz de la tarde; el carro, verde oscuro, de madera de ciprés pulida, con bellos remates dorados y figuras talladas en claro sobre el frontal.

—¡Qué preciosidad! —grité mientras miraba extasiado aquella maravilla—. ¿Te lo has comprado en Emerita?

—No —contestó—, lo mandé hacer para ti. Los caballos los ha criado mi amigo Carino en sus cuadras, pero te advierto que aún no están hechos a la biga.

Aquello era mucho más de lo que un muchacho de dieciséis años podría llegar a desear. Hacía tiempo que mi padre me había cedido uno de los mejores caballos de la cuadra, pero nunca supuse que le ilusionaba que corriera en los juegos representando a sus caballerizas. Él había sido siempre muy reservado a la hora de tomar decisiones en sus asuntos de negocios y nadie, salvo Tucio, participaba de sus ideas.

—Ahora tendrás que prepararte para correr en la arena en los juegos de mayo —dijo Tucio.

—¿Y Lico? —pregunté.

Lico era el principal auriga y vivía en Emerita, al cuidado de las cuadras que tenía allí mi padre.

—Una cosa no quita a la otra —contestó mi padre—. Lico seguirá compitiendo en la cuadriga. Pero para la biga ya es viejo; ha perdido reflejos y le falla la vista. Él mismo podrá enseñarte todo lo que sabe.

Después, los tres estuvimos probando el carro y los caballos. Primero subió mi padre y dio una vuelta templada alrededor de la casa. Tucio también lo intentó y los hizo correr un rato. Pero, cuando yo salté sobre el carro, el ímpetu y los nervios me hicieron perder las riendas y caí para atrás al primer arranque de los caballos. Desde el suelo miré a mi padre —temí que se arrepintiera de su regalo, ante mi torpeza—, pero él y Tucio reían a carcajadas.

—Esto requiere tiempo. Eres fuerte y no pesas mucho —dijo mientras me ayudaba a levantarme y me retiraba el polvo de la cara—. Llegarás a ser el mejor de Emerita.

Agradecí a los dioses aquella solicitud por parte de mi padre. O se estaba haciendo viejo o empezaba a verme como un hombre.

Mi madre había contemplado desde su ventana cómo mi padre me entregaba la biga. Subí de dos en dos los escalones para comunicarle la noticia, pero mi entusiasmo chocó con su expresión fría y su indiferencia.

—Voy a correr en los juegos de mayo —dije—. ¿No te alegras?

—Tu padre quiere engolosinarte con sus asuntos de los caballos para separarte de mí —contestó.

No estaba dispuesto a que estropeara mi alegría y no quise atender a sus razones.

—Te has empeñado en amargarte la vida y lo vas a conseguir —le respondí.

Cerré la puerta y volví otra vez a las cuadras para asegurarme de que el carro y los caballos estaban allí.

Durante la noche no pude pegar ojo. En los días siguientes, mi padre viajó a Emerita para buscarme una escuela y apalabrar todo lo necesario para mi formación. Mientras, mi madre hizo todo lo posible para convencerme de que era ella quien tenía la razón en la disputa que ambos mantenían.

Una tarde, antes de que oscureciera, estaba yo sentado en los escalones del atrio, trenzando unas correas y aprendiendo con Tucio a preparar los arneses. Mi madre salió y pasó a nuestro lado sin decir nada, acompañada por una de las criadas. Llevaban las vestiduras de lino y se habían peinado en la forma adecuada para acudir al culto de Isis.

Tucio alzó la vista y las siguió con la mirada. Yo hice lo mismo. Tomaron el sendero que conduce hacia el bosquecillo donde solían reunirse en torno a la imagen de la diosa.

—Algo traman —dijo Tucio entre dientes—. Esta tarde ha estado aquí tu tío Silvano, con ese sacerdote calvo y algunas de las mujeres que solían venir antes de que tu padre prohibiera las ceremonias en la hacienda.

—Déjalos —repuse—, no hacen nada malo. Mientras mi padre no esté en la casa pueden hacer lo que quieran.

—Sí, pero tu padre me ha ordenado que esté atento, y tendré que informarle cuando regrese.

—¡Bah! Estará fuera dos semanas o más. ¡Qué importará lo que haya pasado después de tanto tiempo!

Sabía que Tucio era absolutamente fiel a mi padre, pero me daba cuenta de que él, como yo, no quería que se disgustara. Si ambos permanecíamos callados podríamos evitar muchas complicaciones.

Cuando oscureció, se levantó el aire y aparecieron nubes en el horizonte, iluminadas por la luna llena. Más tarde se vio el resplandor de algunos relámpagos y el viento sopló con fuerza. Era el final del verano y el día había sido bochornoso; la tormenta se nos venía encima.

Salí a la terraza y miré hacia el río: resplandecían las hogueras que se solían preparar las noches dedicadas al culto de Isis. Los árboles se agitaban y los truenos eran cada vez más fuertes. Gruesas bolas de hielo comenzaron a golpear con fuerza los tejados y las losas de las terrazas y, al momento, aquella lluvia de piedras blancas hizo imposible permanecer a la intemperie. Corrí al interior y fui cerrando los postigos que chocaban furiosos contra los marcos de las ventanas.

Entonces me preocupé por mi madre. Me eché sobre los hombros un manto y corrí al exterior, pero la luna se había ocultado y la oscuridad me impidió seguir adelante. No puedo precisar el tiempo que estuve indeciso, esperando a que cesara la granizada. Después empezó a llover con fuerza, y el agua corrió enseguida por delante de la casa. Al cabo de un rato, se oyeron voces a lo lejos, pero no se distinguía lo que decían. Entonces apareció Tucio, que llegaba desde su casilla, junto a las caballerizas.

—¡En la casa estoy yo solo! —grité—. Mi madre y las criadas están todavía junto al río.

—¡Por Ceres! Esta tormenta es muy fuerte, espero que no hayan cruzado hacia el bosquecillo de la isla.

Tucio entró en la casa y encendió antorchas, pero, cuando intentábamos ir hacia el río, el viento las apagaba. Los dos permanecimos esperando, bajo el pórtico, sin saber qué hacer.

Entonces se oyeron voces de nuevo y llegó entre la oscuridad mi tío Silvano, corriendo, empapado y con aspecto angustiado.

—¡Se ha ido por el río! Ayudadnos. No vemos nada —gritó entre sollozos.

—¿Quién? —preguntamos a la par.

Nos precipitamos a oscuras por el camino que baja hasta el río, resbalando y enfrentados a la lluvia que azotaba con furia. Cuando llegamos junto a las alamedas la oscuridad era aún mayor.

Yo corrí impotente en una y otra dirección de la orilla y me topé varias veces con Tucio y con los demás que, desconcertados, se gritaban unos a otros ante la imposibilidad de hacer nada.

—¿Por dónde? ¿Por dónde se ha caído? —oí gritar a Tucio.

—Iba en la barca —contestó una de las mujeres.

—¡Dormida, estaba dormida! —dijo otra llorando—. ¡Se habrá ahogado!

—¡Hay que seguir la dirección de las aguas! —dijo uno de los criados que se había sumado a la búsqueda.

Durante un buen rato estuvimos corriendo en la dirección de la corriente. Cuando la luna aparecía tras las nubes, iluminaba el río y se veía la fuerza con la que corrían las aguas; saltaban por encima de los islotes y transportaban troncos y ramas.

No había ni rastro de la barca. Luchamos hasta el agotamiento contra la oscuridad y la tormenta. Cuando por fin empezó a amanecer, nos dimos cuenta de que las aguas iban muy crecidas y turbias e invadían las orillas más allá de los límites del cauce.

El sol estaba ya alto y todavía no habíamos dado con ninguna señal que nos devolviera la esperanza, por lo que empezamos a desfallecer.

Corrimos de un lado a otro, oteando cada entrante del río y cada objeto que flotara. Tucio se acercó a mí y me sujetó por los hombros.

—¡Habrá que ir a las haciendas vecinas para buscar más gente! —dijo.

El cielo estaba despejado y el aire llevaba ya largo tiempo calmado, pero el agua corría aún turbia y con fuerza. Estaba a la vista lo difícil que era encontrar algo en el río.

Llegó gente de todos los alrededores para ayudarnos en la búsqueda y partió un criado hacia Emerita para buscar a mi padre.

En torno al mediodía, apareció la barca, semioculta y derecha entre los materiales que había arrastrado la corriente. Perdimos entonces toda esperanza de encontrar a mi madre con vida, y nos dispusimos a buscar el cuerpo en el barro de las orillas.

Mi padre llegó de madrugada. Nos encontró en el río, porque ni de noche interrumpimos la tarea. Lo acompañaban mi tío Hiberino y algunos de sus compañeros. Lo primero que hizo al descender del caballo fue agarrar a Silvano por el cuello y arrastrarlo hasta el agua para ahogarlo (el sacerdote de Isis había desaparecido hacía algunas horas sin que nadie le viera marcharse). Entre todos sujetamos a mi padre y Silvano salvó su vida. Después, aterrorizado, contó todo lo que había sucedido la noche de la tormenta: él y el sacerdote habían llegado a media mañana con algunas sacerdotisas para preparar el rito; limpiaron el ara y colocaron la imagen de madera que tenían guardada en un escondite. Mi madre se había propuesto ofrecerse a la diosa y para ello había que realizar un Navigium Isidis. El rito consistía en adornar una barca y colocar en ella a la iniciada, dormida mediante algunas hierbas, para lanzarla por el río en la dirección de la corriente, siguiéndola por la orilla, hasta que recalase en algún punto, para escoger aquel lugar como el idóneo para realizar el culto a los muertos. Eligieron aquella noche porque era luna llena, pero no contaron con la tormenta. Aunque había nubes en el cielo, el agua se movía serena por el cauce. Hasta que empezó a llover con fuerza y se levantó el viento. La corriente se hizo más intensa y desapareció la luna; súbitamente perdieron de vista la barca y ya no volvieron a verla. Cuando se dio cuenta de lo que había pasado, Silvano corrió hacia la casa para pedir ayuda.

Por la tarde, aquel mismo día, unos pescadores encontraron el cuerpo de mi madre río abajo, detenido en una junquera. Los gritos de las mujeres llegaron hasta la orilla, donde nosotros continuábamos la búsqueda. Yo no lo vi, porque Tucio me llevó aparte, pero escuché a mi padre sollozar, lamentarse y maldecir, rabioso.

Por un momento, sentí que aquello no era real, sino parte de una de las tragedias que se representaban en el teatro. Pero cuando se hizo la noche sentí un vacío profundo y una soledad infinita.

Trasladaron el cuerpo de mi madre a Emerita y lo expusieron durante tres días en el atrio de la casa, junto a los manes de nuestros antepasados, con el rostro cubierto por una máscara de cera que quería recordar la mejor de sus sonrisas.